Los lobos del mar

Su sueño es jubilarse para ir de pesquera cuando les salga. Saben del mar más que muchos presuntos zorros de los océanos, de esos que van vestidos de diseño náutico y sacando pecho entre regata y regata. A éstos no les alcanza para diseño, porque no suelen ser gente de viruta; la mayoría sólo posee una modesta lanchita con fueraborda que apenas basta para gobernar allá afuera, cuando salta el lebeche o el levante coge carrerilla, o el Atlántico dice hola buenas. Los hay de todas las edades; pero el promedio sube de los cuarenta y madura hacia los cincuenta en sus dos variedades más comunes: flaco, tostado y chupaíllo, o triponcete y tranquilo, este último a menudo con bigote. Se llaman Paco, Manolo, Ginés y cosas así, muy de diario. Y pasan la semana entera, en el taller, en la oficina, en la tienda, soñando con que llegue el fin de semana para madrugar o no acostarse, coger el bocadillo o la fiambrera —ahora tupperware— y salir, pof-pof-pof, a buscárselas. Algunos no pueden aguantarse y van un rato por la tarde, entre semana, o se levantan temprano y salen a echar el volantín en la bocana, o se van al muelle o al rompeolas con la caña y el cebo; y cuando su María se despierta y prepara el desayuno de los hijos, ellos aparecen por la puerta y se beben un café antes de ir al curro tras dejar en el frigorífico un pargo y una dorada para la cena.

Detesto matar animales por afición, y eso incluye a los peces. Llevo veinte años sin disparar un arpón submarino, y sólo admito pescar aquello que uno mismo puede comer. Pero asumo que, entre los depredadores bípedos, los pescadores son una raza superior. Ignoro cómo respiran los de río y aguas dulces; pero a los de mar llevo toda la vida tratándolos. Desde zagal me han admirado esos hombres —curiosamente casi no hay mujeres en este registro— capaces de permanecer en una escollera, tendida la caña y los ojos absortos, inmóviles durante horas, con el pretexto de un pez. De noche, cuando navego muy pegado a una costa, a un faro o a la farola de un puerto, veo sus fogatas, el resplandor de sus linternas, y a veces la brasa roja de sus cigarrillos brillando en la oscuridad; y en ocasiones, recortado en la luz de la luna o en el resplandor tenue que tienen a la espalda, el bosque de sus cañas al acecho. Pero la variedad que más me impresiona es la del que sale a la mar en un barquito de dos metros y te lo encuentras allá adentro fondeado horas y horas, balanceándose minúsculo en la marejada a las tres de la madrugada una noche sin luna, apenas una linterna que enciende apresurado para señalar su posición cuando divisa, casi encima, las luces roja y verde de tu proa. A veces los oyes hablar por el canal 9, en clave para no dar pistas a posibles competidores: cómo lo llevas, fatal, no entra nada por aquí, dos raspallones, morralla, estoy donde tú sabes pero un poco más adentro, etcétera. Luego los ves llegar por la mañana con sus capturas, sin afeitar y con la piel grasienta, endiñarse un carajillo e irse luego cada mochuelo a su olivo, a llevarle a la Lola, o a la Pepa, o a la Maruja —que están hasta el moño de cocinar pescado— la pesquera con que apañar el caldero del domingo. Con tiempo para detenerse, como los vi el otro día, ante un lujoso megayate de tres cubiertas amarrado en la zona noble del puerto, mover la cabeza desaprobadores y comentarle al compadre: «Desde ahí no puede echarse el curricán».

Todos han pasado ratos de válgame Dios, de esos que juras no volver a subirte en la vida en algo que flote. Pero allí siguen. Sacan a sus nietos a echar el volantín, pasean por los muelles a fisgonear lo que traen otros, comentan los lugares adecuados, las incidencias, miran el cielo y prevén el tiempo mejor que el telediario. Guardan celosamente secretos que no confiarán nunca ni a sus mejores amigos: el bajo donde engancharon dos congrios, aquella punta donde entra la boga, ese mero al que llevan semanas acechando a poniente del sitio cual. Miran hacia el mar, donde está su ensueño, más que a la tierra, a la que dedican sólo el tiempo imprescindible. Y en el fondo, aunque afirmen lo contrario, les da igual pescar que no pescar; la prueba es que, con pesca o sin ella, siguen saliendo. Quizá ni ellos mismos sepan con certeza qué es lo que buscan, ni por qué. Pero es posible que intuyan la respuesta en su propia soledad y silencio, sedal en mano y mecidos durante horas por el balanceo del bote en la marejada. Con la línea de la costa —la línea de sombra de su vida— a media milla de distancia.

Los barcos se pierden en tierra
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