El Dragón y la Polar

Es una noche de esas mediterráneas y tranquilas, sin tierra a la vista, con el rumor del agua fosforescente en la estela del barco y la silueta oscura del palo y las velas arriba, balanceándose despacio en el cielo lleno de miles de estrellas. Una de esas noches en que uno lamenta no fumar, porque apetece encender un cigarrillo recostado en la brazola, junto al timón, con tres horas por delante hasta que termine la guardia, el resplandor del compás iluminando débilmente Este-Sudeste y, a lo lejos, las luces de un mercante cuyo rumbo te ha tenido un rato pegado al radar y que por fin se aleja dejándote libre de peligro y con todo el mar, el cielo y las estrellas para ti solo.

Es una noche de ésas, cuando llevas embarcado cinco egoístas días que parecen veinte y las cosas de tierra parecen quedar tan lejos que te importan un carajo; y te das cuenta de que hace un siglo que no oyes tertulias radiofónicas, ni lees un periódico, ni ves la tele, ni te hablan de política, ni de corrupción, ni te dicen mireusté, y la vida continúa su curso y no pasa absolutamente nada y te preguntas, qué remedio, en qué diablos se equivocó la Humanidad. En qué maldita trampa caímos todos, o nos hicieron caer, y quién fue el primer hijo de la gran puta que cobró por ello.

Es una noche de ésas, y bajas y te haces un café. Después subes de la camareta con la taza de metal caliente entre las manos, y entre sorbo y sorbo miras hacia popa y ves, por la aleta, la Osa Mayor; así que por instinto trazas una línea imaginaria de Merak a Dubhé y allá arriba encuentras la Osa Menor y la Polar, inmutable desde hace tres mil años. Y casi crees en Dios cuando observas todas aquellas luces, y planetas, y soles girando lentamente allá arriba, en la bóveda oscura y luminosa que se despliega sobre el lento balanceo del palo y la mancha clara de la vela. El gigante Orión persigue al Toro, con Betelgeuse brillando en el hombro del Cazador. Aún puedes observar hacia el oeste la cabellera de Berenice, y Altair brilla en la constelación del Águila, que en esta época del año vuela hacia arriba. Si fuerzas la vista, hasta puedes distinguir junto a ella al Cisne volando a la derecha mientras, debajo, nada la figura pequeña y hermosa del Delfín. Y entre las dos Osas, el Dragón, que hace 5.000 años era la estrella polar que adoraban los egipcios y que —su ciclo es de 25.800 años— dentro de 22.800 sustituirá otra vez a la Polar y señalará el norte geográfico.

Y es así, en tu cuarto de guardia, mirando ese cielo en apariencia impasible que parece burlarse de tantas cosas de aquí abajo, cuando recuerdas que la luz recorre 300.000 kilómetros por segundo y que Altair, por ejemplo, a la que miras en este momento, es una luz que salió de ella hace dieciséis años, y que tal vez a estas horas haya estallado en el espacio y ya no exista, y sin embargo aún seguirás viéndola allá arriba durante unos cuantos años más. Y vuelves los ojos a tu estrella maestra, la Polar, cuya distancia es de 470 años luz, y caes en la cuenta de que estás calculando tu rumbo y posición por la luz que salió de una estrella a principios del siglo XVI, y que ha tardado casi cinco siglos en llegar hasta ti. Como un fantasma que saliera de la tumba para guiarte en la noche.

Entonces sientes un vértigo singular, pues comprendes que nada garantiza que cuanto ves allá arriba exista todavía, y que tal vez en este momento infinidad de cosas, de soles y planetas hayan cambiado, estén muertos o hayan nacido otros nuevos. Y en ese vasto Universo te parecen ridículos esos 150 cochambrosos millones de kilómetros que separan la Tierra del Sol —Plutón, sin ir más lejos, está a 5.900 millones— en nuestro mezquino sistemita solar. Y piensas que, a lo mejor, cuando dentro de esos 22.800 años que faltan para el relevo, el Dragón sustituya a la Polar en el norte, es muy posible que esa estrella marque la latitud cero sobre un planeta muerto que siga girando silenciosamente, ya desprovisto de vida, en la soledad del espacio infinito.

Así que bebes otro sorbo de café y te dices: hay que ver. Tantos siglos, tantos miles de millones de años con todo ese tinglado girando allá arriba, y aquí nos creemos alguien porque hemos conseguido pudrir y llenar de tumbas prematuras, y de plástico, y de mierda, nuestro minúsculo trocito de firmamento en unas pocas centurias de nada. Y a todo esto, pendientes de que un tal Felipe González dimita o no dimita, de que se nos lleve el coche la grúa, o del bikini que —hay que joderse— estrena este año Ana Obregón. Ignoro si habrá vida inteligente allá arriba; pero como la haya y nos miren por un telescopio, tienen que estar partiéndose de risa.

Los barcos se pierden en tierra
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