10. EL COMIENZO DE UNA OBSESIÓN (Y MI PRIMER TRAIL)
La semana siguiente a terminar el Maratón de Madrid me inscribí en el de Valencia, que se celebraba en noviembre de ese año.
Así. Tal cual. Había oído decir que no eres maratoniano hasta culminar tu segundo maratón… y yo quería ser una verdadera maratoniana. Iván tenía pensado ir también con su novia (que para entonces sería ya su mujer, pues se casaban en agosto) y así correríamos juntos. Bueno, juntos no, que él iba a bajar a 3 horas, ¡pero al menos correríamos la misma carrera el mismo día!
En mi ansia por comprender mejor lo que me estaba pasando, por entender mi obsesión por correr cada vez más y más, me compré dos libros por Internet: “Correr, comer, vivir”, de Scott Jurek, y “Nacidos para correr”, de Christopher McDougall. Me llevé el de Scott Jurek conmigo a Inglaterra, en un viaje durante un puente de mayo con Gemma y Ariadna, ambas compañeras en Alma’s Cupcakes, y me absorbió por completo.
Recientemente, y pese a la reticencia de mi pareja y mi familia, había vuelto al vegetarianismo, desoyendo las voces de mi entorno que me decían que no podía estar entrenando un maratón sin comer ni carne ni pescado. Viviendo en Alemania, ya había sido vegetariana porque me veía incapaz de cocinar animales, aunque a mi regreso, a raíz de la anemia, me obligaron a comer de nuevo carne, sí o sí, y cedí por imposible. Me veía incapaz de discutir en cada comida con mis padres, cuando aún vivía con ellos, y con mi chico después, que tampoco entendía mis razones de respeto a la vida de los animales. Pero finalmente había vuelto a ser vegetariana y ahí estaba yo, recién convertida en finisher de un maratón, absolutamente convencida de mis ideas pro-animales y leyendo un libro que me iba a llevar a descubrir que uno de los más grandes corredores de ultramaratones de toda la historia era vegano. Nada más y nada menos. Ve-ga-no.
El libro fue una revelación. Lo devoré en los tres días que estuvimos en Londres. Lo llevaba conmigo a todas partes: si cogíamos el metro, leía. Si esperábamos el autobús, leía. Antes de dormir, leía. Acababa de descubrir que había carreras más largas que un maratón. Que existía gente que no solo corría 42 km, sino que también corría 100… y 168… y 200 kilómetros. Y muchos más. Descubrí que se realizaban carreras en las que salías por la mañana y, con suerte, llegabas a mediodía del día siguiente. Carreras en las que algunos participantes se quedaban dormidos corriendo, del agotamiento. Carreras en las que no sabías si te dolían más las ampollas de los pies o las uñas, que ya tenías moradas. Carreras en las que los corredores sufrían alucinaciones por estar en un estado de duermevela.
Descubrí todo ese universo y algo dentro de mí me dijo que tenía que formar parte de él. Sí. Iba a correr ultras. Quería saber hasta dónde podían llegar mis ansias de correr; demostrar al mundo que la niña gordita que no podía trotar ni durante doce minutos ahora podía llegar a los 100 kilómetros. Deseaba probarme a mí misma que había superado los años negros, que ahora que la comida era mi combustible, ya no tenía límites.
Por su parte, Iván me empezó a hablar del Ironman, la prueba más dura del triatlón, que aúna natación, bicicleta y carrera. Él iba a empezar a entrenar para uno y quería que yo también lo hiciera. Me insistió en que desempolvara la bici, en que nadara de forma regular… Pero yo sabía que lo mío era correr. Yo sólo quería correr. Todo lo lejos que fuera posible. No me interesaba en absoluto montar en bici o nadar. Iba a correr el Maratón de Valencia, pero mi objetivo final acababa de pasar a ser otro. Ahora quería correr un ultra. Me parecía épico, sobrehumano, admirable.
Comencé a seguir a Scott Jurek en las redes sociales y con él, a otros corredores y corredoras de ultras. Empecé a leer sobre las famosas carreras de 100 millas. Me terminé “Nacidos para correr”, que no hizo más que confirmarme que yo tenía que conocer el mundo de los ultras en primera persona. Soñé con correr la Western States o Leadvile (sueño que aún conservo y que espero realizar próximamente). Vamos, que se me fue la pinza (y aún no ha vuelto).
Fue precisamente antes del verano de 2013, justo mientras cuajaba en mi mente la idea de correr un ultra, cuando conocí a los Drinking Runners, un grupo de corredores de Madrid que recogían kilos de comida en las carreras y después los llevaban al Banco de Alimentos. Todo empezó con la visita de su fundador, Pablo Sánchez Carmenado, a mi estand de la Feria del Libro. Yo les seguía la pista por Twitter y había ofrecido mi colaboración para su proyecto solidario, llamado kmsXalimentos, ya que me parecía interesante, aunque tampoco tenía muy claro qué era lo que tenía que hacer para ayudar. Pablo me trajo la camiseta del equipo de regalo y me explicó quiénes eran y qué hacían: se trataba de un grupo de corredores que, además de recoger kilos de comida para el Banco de Alimentos, contabilizaban todos los kilómetros que iban corriendo para después traducirlo en kilos. Le insistí: yo quería colaborar con talleres de cupcakes; Pablo me tomó la palabra. Como acababan de concluir la primera fase (habían recogido kilos de alimentos en un montón de carreras y los habían entregado tras el Maratón de Madrid), ya no era posible contribuir hasta después de verano, cuando empezarían con la segunda fase, y Pablo me prometió que contarían conmigo para el equipo.
A raíz de ese encuentro, salí por primera vez a correr con más gente y en sucesivas ocasiones. Les acompañé un par de veces a sus #earlyfrikirunning, que consistía en salir a correr a las 6 de la mañana (¡qué sueño pasé!) y, gracias a ellos, también asistí a un evento en una tienda de deporte de Madrid con la que iba a desarrollar más adelante una relación muy especial: Madrid Running Company. Y así, poco a poco, me fui acostumbrando a correr acompañada. Yo, que llevaba haciéndolo sola casi desde el principio, salvo por algún entreno de aquellos en los que salía con Andrew, empecé a entender lo ameno que podía ser correr con otras personas y cómo los entrenamientos más duros, como las series o el fartlek, se hacían bastante más llevaderos en compañía.
Llegó el verano y correr en Madrid resultaba cada vez más odioso. Hacía calor, demasiado calor. Estuve en Formentera de vacaciones, donde entrené cada mañana a las 7, antes de que la humedad y el calor lo hicieran imposible. Mi pareja no me entendía. Yo no entendía que no me entendiera. Corrí por las playas en Fuerteventura, pese al viento y a la arena. Corrí también por la campiña del sur de Inglaterra, cuando acudí a un curso de repostería ese agosto, y después, cerca del río, en Oxford, cuando fuimos a ver las motos en Silverstone. A cualquier sitio que fuéramos me llevaba las zapatillas. Y corría y corría, pero cuanto más corría, Jesús menos me entendía. Pese a que él era un chico genial y nos reíamos mucho juntos, también discutíamos mucho y cada vez nos entendíamos menos. Yo deseaba que corriera conmigo, que compartiera mi locura por el deporte. Él tenía sus propias aficiones, a las que dedicaba todo su tiempo libre, y no iba a cambiar por nada. Pasaban los meses y la convivencia era cada día más difícil.
Mientras tanto, Iván seguía alimentando mis ansias de saber más, de conocer más corredores a los que admirar, y me recomendó el libro y el documental de Kilian Jornet. Ya había oído hablar de Kilian, sabía que ganaba muchas carreras, pero nunca me había parado a leer más sobre él. Devoré su libro, vi todos sus videos para Salomon y después, compré el DVD de su documental “Summits of My Life”, que disfruté en el vuelo a Fuerteventura. Contemplar como corría Kilian era increíble: recorría las cumbres, los glaciares, los precipicios…. Trotaba por los lugares más peligrosos imaginables como si no le costara esfuerzo alguno. Se desplazaba ligero, ágil, tanto cuesta arriba como cuesta abajo. Su técnica era impresionante y su valentía (o quizá su locura) me dejaba boquiabierta cada vez que empezaba a correr.
Yo, que desde pequeña había pasado los veranos en Jaca, donde mis tías tenían una casa, planeé ir allí un par de días. ¿Y si en vez de hacer Ordesa caminando lo hacía corriendo? ¿Y si buscaba alguna ruta más para empezar a probar eso de lo que todo el mundo hablaba llamado trail running? Avisé a Iván, al que le pillaba muy cerca desde Zaragoza, y pronto nos buscamos una carrera allí, en Jaca, la Subida a Peña Oroel, que era de 10 kilómetros y tenía un desnivel acumulado de casi 1.000 metros en la segunda mitad (pobre de mí, que aún no tenía ni la más remota idea de lo que significaba tal desnivel…). Se apuntaron también otros amigos de Iván.
Mi pareja decidió finalmente no venir y se fue a la playa con unos amigos. Correr nos separaba cada vez más: yo presionaba para que él me apoyara; él insistía en que yo sentara la cabeza. Así que me fui a los Pirineos. Y corrí aquella carrera, con el corazón a punto de salírseme del pecho y la lengua fuera, pero la corrí.
La Subida a Oroel fue mi primera carrera de montaña y se me hizo durísima. Yo, que venía de correr en Madrid, donde hay muchas cuestas, pero normalmente moderadas, me encontré por primera vez con un kilómetro vertical y por poco no lo cuento. Sí, sí, a Kilian no le costaba nada, pero a mí me dolía el pecho, no podía con mi culo y los cuádriceps me estaban matando. Aprendí que en las cuestas hacia arriba había que andar, que era imposible correr y correr. Descubrí que no por querer ir más rápido avanzas más. Por supuesto, llegué a meta -retirarme no era una opción-, pero me di cuenta inmediatamente de que correr en montaña era otro cantar y que iba a tener que entrenar mucho para poder mejorar en ese aspecto.
En los dos días siguientes nos metimos otras buenas palizas a correr: fuimos por Ordesa, hasta Cola de Caballo y vuelta; al embalse de Respomuso… Y sobre todo, nos reímos mucho haciendo “kilians”, intentando emular a Kilian Jornet: consistían, nada más y nada menos, que en correr cuesta abajo saltando de piedra en piedra, aún a riesgo de acabar con los piños incrustados en el camino.
Lo pasé como una enana en la montaña y anoté mentalmente una línea más en mi lista de “deseos por cumplir”: correr la Transvulcania algún día. Eso, y mejorar en las cuestas arriba para no parecer un caracol reumático, básicamente.
La alimentación cuando corres, segunda parte
Creo que una de las preguntas que más nos hacemos los corredores es: ¿qué tengo que comer antes, durante y después de la carrera?
Por un lado, lo que comemos los días anteriores al día de la carrera es fundamental para nuestro rendimiento. Por otro, sin duda, lo que comemos (o bebemos) durante la carrera puede ser determinante para que el resultado sea un éxito o un absoluto fracaso. En mi caso, es especialmente importante el “durante”, ya que sufro muchos problemas gastrointestinales en las carreras, que me han llegado a hacer polvo en algunos casos.
Eso sí, muchas veces olvidamos la importancia de lo que tomamos después. Como ya avanzaba antes, el bocata de tortilla con una cervecita no es exactamente lo mejor para recuperar.
Antes de la carrera
Hay muchas teorías en este ámbito y os animo a leer todo lo posible al respecto. Yo sigo la recomendación que indica que los días anteriores hay que incrementar los hidratos, hasta que supongan un 70-80 por cien del total de calorías consumidas. En concreto, lo suelo hacer durante los tres días anteriores a las carreras largas (con largas me refiero a las de más de medio maratón o, si son de montaña, de duración superior a una hora y media). Mucha gente recomienda, además, que los dos días previos a los de la carga de hidratos (o sea, el cuarto y quinto día anteriores a la carrera) se reduzca el consumo de hidratos, aumentando las proteínas y los lípidos, para que así luego, al empezar con el incremento en hidratos de carbono, el cuerpo los incorpore al máximo. Esto alguna vez se me olvida hacerlo, porque soy un tanto despistada, pero es lo más indicado. En carreras de duración inferior a medio maratón, no me esfuerzo tanto, simplemente incremento un poco el consumo de hidratos un par de días antes.
En mi caso, y como suelo tener problemas de estómago durante las carreras, en todas esas comidas y cenas de los días previos apuesto por pasta, arroz blanco… Aunque en mi día a día siempre tomo sus versiones integrales, en esos momentos prefiero asegurarme de que la fibra no me juegue una mala pasada mientras corro.
Respecto al desayuno el día de la carrera (o la comida, si empieza por la tarde), lo más importante radica en no hacer ningún experimento. Si siempre desayunas tostadas y te va bien, no lo cambies. Y si lo quieres cambiar, prueba antes, en un entrenamiento. Nunca pruebes el día de la carrera. Personalmente, lo que mejor me funciona es tomar cereales o un batido (de esos que sustituyen una comida), ya que no me revuelven mucho las tripas. Para que os hagáis una idea del riesgo de cambiar el desayuno a última hora, en el Maratón de Valencia olvidé llevar mis cereales y tomé los que tenían en el hotel. Tuve tan mala fortuna que tenían un sabor muy intenso a coco… ¡que me estuvo repitiendo durante casi 15 kilómetros! Eso, unido a que me produjeron acidez, hizo que llegara a plantearme abandonar. Desde entonces siempre llevo mi desayuno conmigo cuando tengo que correr fuera de casa (¡¡incluso a Chicago me llevé mi batido para desayunar!!).
Por supuesto, una norma que yo siempre respeto es la de desayunar tres horas antes de la carrera, para que no nos dé la lata el estómago al empezar. Por último, apuesta por alimentos ricos en hidratos de carbono y evita alimentos con mucha fibra, indigestos o flatulentos, ya que te pueden amargar la carrera. Tampoco se recomienda abusar de grasas y proteínas.
Durante la carrera
Nuestra alimentación dependerá mucho de varios factores. Los más importantes son tu estómago y el nivel de tolerancia que tengas a consumir alimentos mientras corres. También, por supuesto, va a influir mucho la distancia: en carreras muy cortas no tiene mucho sentido tomar ningún tipo de geles o barritas, ya que su efecto nos va a llegar cuando ya las hayamos terminado.
Así, en carreras inferiores a 10 kilómetros, nunca tomo ni geles ni barritas. Salvo, en algunas ocasiones, un gel de cafeína que ingiero justo antes de empezar a correr para que me produzca efecto en la segunda mitad de la carrera. Eso sí, ¡mucho ojo!: si optas por geles o cualquier alimento que aporte cafeína, tienes que probarlos antes porque pueden causarte una urgencia inaplazable de tener que ir al baño (como el típico café malo, vamos).
Y a partir de aquí me voy a referir siempre a la alimentación en carreras de media o larga distancia. El objetivo, cuando nos alimentemos durante la carrera, es rellenar nuestras reservas de glucógeno, que se van agotando poco a poco según corremos.
En mi caso, para el medio maratón o el maratón, apuesto siempre por los geles energéticos. Hay muchas marcas y es muy importante que busques hasta dar con la que mejor te funciona. Los hay más densos, más líquidos, con diferentes sabores… De nuevo, no conviene experimentar (en el Sahara, tomar unos geles equivocados por poco me cuesta la carrera: me destrozaron las tripas y me pasé todo el tiempo deseando cruzar la meta para poder esconderme tras una duna a “evacuar”). Así que nunca jamás tomes un gel que no hayas probado: es importante que conozcas el sabor, la textura y el efecto que produce en tu estómago, así evitarás sorpresas.
La regularidad con la que tomar los geles es otra buena cuestión a plantearse. Normalmente los fabricantes aconsejan tomar uno cada 30 minutos de ejercicio, pero si eso te supone tomar más de cuatro o cinco en una carrera, yo te recomendaría que los espacies más (o corres el riesgo, de nuevo, de tener que parar en el WC más cercano). Yo, en concreto, en los medios maratones tomo uno (con cafeína) en el kilómetro 10 o 12. O si es una media muy dura, ingiero uno normal en el kilómetro 7 u 8 y otro, con cafeína, hacia el 14. En un maratón, no me tomo el primero hasta el kilómetro 10 y después, espaciados cada 7 kilómetros. Los dos últimos (kilómetros 30 y 35, más o menos) los tomo con cafeína para que me despierten. Esto es lo que me funciona a mí, pero cada estómago es un mundo. Hay que probar entrenando, para ver qué tal reacciona tu cuerpo. ¿Y por qué geles y no barritas o gominolas? Pues depende de los gustos personales. En mi caso, a los ritmos que voy en medio maratón o en un maratón, me resulta imposible masticar sin atragantarme y morir (bueno, morir quizá no, es que soy un poco exagerada a veces, pero pasar un mal rato, sí). Tenéis que probar hasta dar con lo que mejor os encaje.
Por cierto, nunca hay que olvidar que hay que acompañar los geles siempre con agua y tomarlos poco a poco. Ingerir un gel de una vez y sin agua es meterse de golpe un líquido densísimo cargado de azúcares, que puede hacer que vomites o te cause una diarrea. Beber agua antes y después del gel ayuda a que se diluya y a que tu estómago lo tolere mejor. Se desaconseja acompañarlo de bebidas isotónicas en lugar de agua, ya que si no se unen todos los componentes del gel a los hidratos que aporta el isotónico, provocan una diarrea casi segura.
En carreras más largas (y no sólo hablo de kilómetros, sino de duración: 30 kilómetros por montaña pueden hacerse muuuuuuuuuucho más largos que un maratón), suelo tirar de barritas y, en algún caso, gominolas energéticas. Me veo incapaz de consumir tantísimos geles, por lo que en situaciones como la carrera Madrid-Segovia, en la que estuvimos 13 horas y 39 minutos corriendo/caminando, uso barritas hechas de productos naturales (ya sean caseras o compradas) porque me sientan mejor al estómago. Al ir a un ritmo más bajo, puedo masticar con tranquilidad y no me atraganto. Por ejemplo, en esa carrera en concreto, en las dos paradas que hicimos comí lo que pude de pasta blanca cocida. Al final, se trata de comer siempre alimentos fáciles de digerir y altos en hidratos de carbono. Eso sí, como siempre, no olvides probar antes en los entrenamientos, porque nunca sabes lo que te va a sentar mal.
Por supuesto, jamás debemos olvidar la importancia de la hidratación. Se suele aconsejar beber entre 400 y 800 mililitros por hora, para mantener el cuerpo hidratado pero sin correr el riesgo de una hiponatremia.
¿Y después de la carrera?
En primer lugar, necesitaremos rellenar nuestros depósitos de glucógeno, para lo que usaremos hidratos de carbono. Los expertos aconsejan optar, inmediatamente tras el ejercicio, por hidratos de carbono con un índice glucémico alto porque actúan más rápidamente.
El índice glucémico mide la respuesta que un alimento produce en nuestros niveles de glucosa en sangre en relación a un alimento de referencia. El alimento de referencia suele ser la glucosa, a la que se le otorga el 100, y respecto a la que se ordenan el resto de alimentos. En general, se recomienda ingerir hidratos de carbono con un índice glucémico moderado antes de las carreras, y con índice glucémico alto justo después.
Esta tabla, elaborada por la UNED, muestra el IG (índice glucémico) de algunos de los alimentos más comunes.
Después, en los dos días siguientes, seguiremos con el aporte de hidratos de carbono, sin olvidar que debemos hidratarnos correctamente para recuperar todos los líquidos perdidos.
Por cierto, yo siempre ceno helado tras una carrera dura. Dudo que sea lo más adecuado, pero la tarrina de vainilla con cookies me sabe a gloria bendita…