4. FRANKFURT AM MAIN

En julio de 2010, me fui a vivir a Frankfurt am Main. Me habían concedido una beca para terminar allí el doctorado y coincidía con que Andrew iba a estar haciendo prácticas para Deutsche Bank en Eschborn, a las afueras de Frankfurt. Así que hice las maletas (dos, muy grandes) y me planté allí, con una mezcla de emoción ante la experiencia que me aguardaba y un terror absoluto por saber que iba a tener que hablar en alemán a todas horas. Había estudiado ya dos años en la Escuela de Idiomas, pero de ahí a dominar lo suficiente para vivir en Alemania…

Sólo llevaba una semana allí cuando, angustiada por la idea de no poder hacer deporte, me apunté al gimnasio, a un Fitness First enorme que había en el centro comercial MyZeil. Estaba estresada por el cambio de país, por adaptarme a todas las novedades, y, cómo no, mi obsesión con la comida y mi propia imagen acechaba siempre que me sentía un poco baja de ánimo. Me compré una bicicleta, con la que iba a todas partes, y empecé a investigar sobre lugares por los que poder correr.

Aunque recientemente había empezado a comer de forma más natural y espontánea (y sin analizar el aporte calórico de cada bocado que me metía en la boca), en las primeras semanas allí adelgacé rápidamente de nuevo: echaba de menos España, no quería comer cerdo porque me daba mucha pena y, en casi todos los restaurantes, la única alternativa eran las ensaladas. Me alimentaba a base de ensaladas y cerveza. ¡Oh, aquellas cervezas! Aún echo de menos los vasos de medio litro de Weizenbier que se bebían solos. Ains.

Por cierto, que ya que hablo de comida germana, aprovecho para recomendar un plato imprescindible de la gastronomía “frankfurteriana”: el spaghetti-eis. Este postre de curioso nombre no es más que helado de vainilla que se pasa por una especie de colador, de tal forma que el resultado se asemeja a espaguetis, y se culmina con sirope de fresa (a modo de salsa de tomate) y coco rallado (¡el queso!). ¿Acaso no dicen que los corredores tenemos que comer pasta? Pues eso. Ains. ¡Qué recuerdos!

En todo caso, a mi alimentación a base de lechuga y cerveza se unió el hecho de que teniendo cocina propia ya no era mi madre la que cocinaba y, como resultado, me era muy difícil cocinar animales. Recuerdo el día en que compré un pollo entero, para asarlo, y al ponerlo en la fuente me dio tanta pena que llamé a mi madre llorando, diciendo que no lo podía cocinar. Total, que me quedé de nuevo en los huesos, pero esta vez algo había cambiado. Me miraba en los espejos del gimnasio y ya no quería estar tan delgada. Había algo que no me cuadraba en lo que veía. Quería estar fuerte, no delgada con las costillas asomando junto al esternón. Al fin mi cerebro estaba recuperando la cordura.

(Nota de la autora, o sea, yo: cuando digo que estaba recuperando la cordura no me refiero a la cordura “cordura”, de esa nunca he tenido, como demuestra este libro. Me refiero sólo a la cordura concerniente a la báscula…).

Fue en esos primeros meses en Alemania cuando, horrorizada por tener que cocinar animales, decidí centrarme en la repostería. Había hecho mis primeros pinitos antes de irme de Madrid: para una barbacoa había cocinado scones y los famosos pastelitos rellenos de crema de mi madre. ¡Incluso me había atrevido con un pudding del cocinero estrella inglés Jamie Oliver! Total, que como seguía con la obsesión con los cupcakes que había desarrollado en Inglaterra y no conseguía encontrarlos en Frankfurt, me compré un molde de muffins en Xenos, una tienda baratísima que había cerca del gimnasio, y me puse a investigar.

¿Para qué mentir? Los primeros se me pegaron al molde. Los siguientes, se me quemaron. Los terceros, los cuartos y los quintos eran difícilmente comestibles… Sí. Me costó muchos intentos (y mucha inversión en harina, huevos y leche) conseguir unos cupcakes decentes. Y eso sin hablar de la crema… ¡¡ay la crema!! Yo soñaba con decorar mis cupcakes con esas cremas redulces y rositas de las tiendas londinenses y, en su lugar, conseguía decorarlos con unos churretes mal hechos, deformes y semiderretidos, que más que a un “fairy cake” se asemejaban a una m... En fin. Ya me entendéis. (Nota de la autora: Cuando digo “m…” léase que eran como el simpático emoticono marrón con ojos del Whatsapp)

Costó, vaya si costó. No había ni una sola receta en castellano, y las americanas usaban mil ingredientes que yo ni sabía lo que eran ni podía conseguir en Frankfurt. Vamos, misión imposible.

Hoy mucha gente me pregunta si empecé a correr para quemar los cupcakes, y siempre contesto que no, que empecé a correr antes. Pero lo cierto es que ambas pasiones se fueron desarrollando en mí de forma paralela. Sin duda, mi aislamiento en la ciudad contribuyó a que dedicara el cien por cien de mi tiempo a esas dos aficiones: debido a que mis compañeros de doctorado eran mucho mayores, casados y con hijos, hice pocas amistades con las que quedar (mis dos mejores amigas de Frankfurt estaban casadas y trabajaban, por lo que las veces en las que quedábamos eran contadas). Además, veía muy poco a Andrew (que salía de casa a las 7 de la mañana y no volvía hasta muy tarde), a lo que se sumó el clima (el cielo se nubló a mediados de agosto y no volvió a salir el sol hasta mayo). Sea como fuere, lo cierto es que en aquellos meses de verano y otoño, recién llegada a Frankfurt, empecé a hornear (y a correr) de forma obsesiva. Y en octubre de 2010 escribí por primera vez en mi blog “Objetivo: Cupcake Perfecto”.

Mi padre siempre recuerda cómo un día, hablando por Skype, le comenté que corriendo por el parque se me había ocurrido que era una buena idea hacer un blog de repostería. Así tendría una ocupación además del doctorado y, quién sabe, quizá incluso alguien comenzaría a leerme. Si en ese momento me hubieran dicho que iba a cambiarlo todo por la repostería, que iba a abandonar mis estudios de doctorado y que iba a montar mi propia escuela de repostería, a presentar programas en la televisión y a estudiar en Le Cordon Bleu, hubiera soltado una carcajada, me hubiera dado media vuelta e ido a zamparme un spaghetti-eis. Literalmente.

En ese tiempo empezó la que sería mi rutina diaria en Frankfurt: me despertaba a las 7 y salía a correr unos 50 minutos por el parque. A veces, acto seguido iba al gimnasio, a hacer BodyPump o step. Parecía un poco locura, pero es que era mi momento de poder contactar con más gente, aparte de los muermos de mi doctorado (a los que odiaba por hablar tan rápido, de cosas tan abstractas… ¡¡y encima en alemán!!). Iba tanto al gimnasio que incluso me hice amiga de un profesor de step, Anton, un búlgaro que impartía las clases en alemán, inglés, español e italiano a la vez, construyendo frases maravillosas como: “Let’s go girls, ein zwei drei, bravo, ¡otra vez!” y que cuando me veía entrar en clase me ponía aquella canción de “Johnny, la gente está muy loca”.

Y yo, dale que te pego al gimnasio y a las zapatillas; no tenía ni idea de lo que era sobreentrenar o de las consecuencias que conllevaba. Después de los entrenos, asistía a clases en la universidad, si tenía, o a alguna tutoría, en las que sudaba la gota gorda para entender todos aquellos conceptos abstractos en alemán. Salía con dolor de cabeza del esfuerzo que hacía por comprender algo. Luego trabajaba un rato en la tesis y me pasaba la tarde horneando y sacando fotos para el blog. Y así día tras día, aunque lloviera o nevara.

No tenía ningún plan de entrenamiento concreto: salía a correr por el parque de al lado de casa, el Grüneburgpark, y punto. Había patos y ardillas, ¿qué más podía pedir? No sabía qué eran las series, más allá de las que daban en la televisión (por cierto, estaba enganchada a unas cuantas) y nunca había oído hablar de fartlek o de entrenar en cuesta (es más, huía de las cuestas como de la peste).Y estirar, lo que se dice estirar, no estiraba nunca.

Los cupcakes empezaron a hacer efecto y pronto tenía un aspecto más sano y me sentía con más energía para correr. Por fin, la comida no era mi enemigo: era mi hobby número uno y además, me servía como combustible para mantenerme en forma y disfrutar con el deporte. Está claro que la dinámica en la que caí no era la más sana, ya que compensaba mis carencias nutricionales con dulces, pero entonces lo veía como algo genial, que me daba energía y encima estaba delicioso.

En aquellos meses de otoño me apunté a un par de carreras de 5 kilómetros que disfruté muchísimo. La primera fue la que se organizaba contra el Cáncer de Mama con la fundación de Susan Komen. Se llamaba Race for the Cure y se celebró el 26 de septiembre. Fue multitudinaria, nunca había visto nada igual. Medio Frankfurt estaba allí corriendo y Andrew participó conmigo, aunque a mitad de recorrido no pude seguirle más el ritmo y no volví a verle hasta la meta. Era mi segunda carrera y todas mis sensaciones de la Carrera de la Mujer de Madrid se confirmaron: me alucinaba correr y más, en las carreras.

La tercera en la que participé, la 7. Lauf gegen das Vergessen, se celebró el 3 de octubre de 2010 a favor de la esclerosis múltiple, en un parquecito alejado del centro. Eran 5 kilómetros y conseguí terminarlos en 24 minutos y 30 segundos, una marca que me costaría muchísimo volver a repetir. Sufrí bastante porque tenía agujetas de la clase de BodyPump del día anterior (aún no sabía que la víspera de una carrera conviene descansar), pero fue maravilloso sentir que había mejorado algo con respecto a mis dos carreras anteriores.

Y sólo una semana más tarde participé por primera vez en una carrera de 10 kilómetros. Así, a lo loco. Poco antes había descubierto la web Lauftreff.de (que listaba todas las carreras programadas en Alemania cada mes) y en mi ansia por correr empecé a consultarla todos los días. Finalmente, un día lluvioso de septiembre, di con una de 10 kilómetros que se celebraba a las afueras de Frankfurt, la 3. Fechenheimer Volkslauf, y me apunté. Tal cual. Pensando sólo en correr y correr.

Por supuesto, siguiendo lo que pasaría casi a ser una tradición en mis estrenos en las diferentes distancias, me apunté en esa carrera de 10 kilómetros cuando realmente nunca había corrido más de 8 kilómetros (según mis cálculos, usando Google Maps, las dos vueltas al parque que solía dar sumaban unos 7 kilómetros). Aun así, y ya que Andrew me dijo que no tenía ninguna intención de correr 10 kilómetros, me apunté yo sola.

Como pasa siempre en estas cosas, te apuntas a una carrera con toda la ilusión y luego empiezan las complicaciones. En mi caso, coincidió con que venía un amigo de Andrew a pasar el fin de semana en Frankfurt. El viernes por la noche salimos por ahí y, aunque Andrew y yo volvimos pronto a casa, empecé a temerme lo peor al escuchar los planes que los chicos tenían para el día siguiente. Efectivamente, el sábado por la noche, cuando a las 11 dije que me volvía (tenía que despertarme a las 5.30 el día siguiente) Andrew dijo que se quedaba con ellos un ratito más. Así que regresé a casa… y empezaron los nervios. ¿Había hecho bien en apuntarme? ¿Y si me daba un patatús? ¿Y si me lesionaba? ¿Y si me perdía llegando hasta allí? ¿Cómo iba a correr 10 kilómetros si nunca había corrido más de 8? Desvelada, me dieron las 3 o así, y justo cuando empezaba a quedarme dormida llegó Andrew y me despertó de nuevo. A las 5.30 de la mañana sonaba el despertador y yo había dormido, como mucho, una hora.

Y de nuevo, con mi inexperiencia en las carreras, pensé que no habría un lugar donde dejar las cosas, así que me salí de casa con lo justo (el dinero para el metro, el iPod, unos guantes y una camiseta de manga larga) a las 6,15 de una fría mañana de domingo, en la que el termómetro marcaba varios grados bajo cero. Tras un largo viaje en metro (anda que no estaba lejos el punto de salida, madre mía ¡estos alemanes cómo son!) llegué tiritando al polideportivo donde habían de darnos los dorsales. Era una carrera chiquitita, organizada por un club de atletismo local, y yo era la única loca española allí compitiendo. Me sentí tonta por no haber llevado más abrigo, porque evidentemente había ropero, y me pasé tiritando media hora esperando la salida. No había chip porque éramos muy pocos (creo que unas 100 personas como máximo). Bueno, pocos, pero apareció el típico chapas que había aprendido español en Mallorca (cómo no) y por primera vez en mi vida calenté en una carrera (vamos, que salí corriendo en dirección contraria para que dejara de repetir las palabras “fiesta”, “vino” y “paella” como si su vida dependiera de ello).

Corrí a muerte, todo lo rápido que podía. El recorrido combinaba asfalto con unos caminos por el bosque cercano y me resultó muy divertido. Me pasé gran parte del tiempo siguiendo los pasos de una rubia pechugona que conseguí adelantar cuando quedaban un par de kilómetros. Al final, a 500 metros de meta, cuando yo ya no podía más con mi alma, me adelantó. Si hubiera sabido en aquél momento que la rubia iba a quedar tercera, hubiera apretado incluso un poco más. Pero no lo sabía, así que hice lo posible por no estirar la pata antes de cruzar la línea de meta y entré justo rozando los 50 minutos, en cuarto lugar. Pocos segundos más tarde estaba encorvada junto al puesto de avituallamiento, con muchísimas arcadas. Me encontraba fatal físicamente y estaba helada de frío, pero estaba súper feliz. ¡¡Había corrido mis primeros 10 kilómetros!!

Sólo hubo una cosa que me dio pena aquél día, y fue que Andrew no viniera a verme. Evidentemente, se había quedado durmiendo toda la mañana tras la fiesta del día anterior. Las dos carreras anteriores las habíamos corrido juntos y no pude más que sentir envidia al ver a las familias que animaban y esperaban al resto de corredores cuando cruzaron la meta. Creo que fue en ese momento cuando por primera vez noté la importancia de sentirte acompañado en carrera, al principio, durante o al final, y ya sea por tu familia, tu pareja, tus amigos o tus compañeros de entrenamiento. Pienso en todas las personas que no van a ver a sus seres queridos cuando participan en una carrera, ya sea por pereza (a nadie le gusta madrugar los domingos) o por falta de comprensión, y creo que no son conscientes de lo mucho que supone para el corredor. Simplemente, el hecho de poder abrazar a alguien que quieres, tras cruzar la meta, convierte cualquier carrera en un día a recordar.

Bueno. Y si encima hubiera pasado a aquella rubia tetona en la recta de meta… ¡¡eso sí que hubiera sido un día para recordar!!


Plan de entrenamiento para 5 kilómetros

Como os avanzaba ya en la introducción de este libro, he pensado que para los planes de entreno lo mejor era consultar a un experto, y no se me ha ocurrido nadie mejor que Agustín Rubio, Director de Madrid Running Company, un gran profesional que tiene muchísima experiencia en entrenar todos los niveles.

Si ya has empezado a correr, poquito a poquito, y aguantas unos 5 minutillos corriendo seguidos… ya estás preparado/a para empezar a entrenar de cara a tu primera carrera de 5 kilómetros… ¡en cuatro semanas!

Este es el plan diseñado por Agustín para que afrontéis vuestro primer 5 kilómetros. Os dejo con él.


¡Hola!

Me llamo Agustín Rubio y soy el director de Madrid Running Company. Por mis manos pasan cientos de personas como tú cada mes, dispuestos a dar sus primeros pasos en el maravilloso mundo del running. Espero que mis consejos te sirvan para que pronto seas también parte de la gran familia de locos corredores.

Previamente a cada entrenamiento, será conveniente calentar ligeramente a nivel articular y así preparar el cuerpo reduciendo el riesgo de hacernos daño. Los ejercicios de movilidad articular son ideales en este sentido; consisten en movilizar suavemente cada articulación de nuestro cuerpo, principalmente tobillos, rodillas, caderas, espalda, hombros y cuello. Tiene más importancia aún si entrenamos al final del día, ya que hemos ido acumulando tensión.

En la primera semana no necesitaremos mucho tiempo. Solamente media hora tres días a la semana. No te preocupes si sientes algo de agujetas, es totalmente normal, tu cuerpo se está habituando a un nuevo ejercicio y se tiene que ir adaptando. Podrás reducir la sensación de agujetas hidratándote bien, haciendo estiramientos suaves y saliendo a dar un paseo tranquilo los días de descanso.

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En la segunda semana, vamos a tratar de consolidar nuestros primeros pasos.

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Si has seguido el plan a rajatabla, ya llevamos 15 días entrenando. En poco tiempo habremos conseguido generar una rutina en nuestros hábitos ya que, según diversas investigaciones, un hábito se genera en un periodo de entre 26 y 32 días. A partir de este momento, todo va a ser mucho más fácil y te va a costar menos.

En esta tercera semana, comenzaremos a entrenar nuestra fuerza. Es fundamental para preparar la musculatura para ir poco a poco entrenando más, reduciendo el riesgo de lesión y consiguiendo ser más eficientes en nuestros movimientos y en el ahorro y dosificación de nuestra energía.

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En la cuarta semana, aumentaremos ligeramente la distancia.

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Tras esta semana, después de un par de días de descanso, podrás completar tus primeros 5 kilómetros seguidos sin parar. Tendrás que ir despacio y ajustando el ritmo según tu respiración se vaya acelerando. Si se acelera mucho, debes ir más despacio.

El tiempo tiene que darte igual, lo importante es que consigas completar la distancia sin pararte y disfrutando.

Suerte y ¡a por ello!