1. INTRODUCCIÓN Y ACLARACIONES TERMINOLÓGICAS

Quisiera comenzar este capítulo aclarando el término «racismo» que aparece en su título, para lo que debemos tener en cuenta, ante todo, que tal término no sólo está mal empleado sino que incluso puede estar facilitando, a través de las representaciones sociales que suscita, ciertas hostilidades intergrupales. Porque, digámoslo claramente, en la especie humana no existen razas. Existe una sola, la raza humana, con algunas pequeñas variaciones dentro de ella. En efecto, las investigaciones más recientes sobre el Genoma Humano están mostrando que todas las personas del planeta compartimos el 99,9 por 100 de los genes, a la vez que son mayores las diferencias genéticas intragrupales que las intergrupales, lo que demuestra claramente la no existencia de razas humanas como concepto biológico (véase una serie de interesantes artículos sobre este tema en el Número monográfico de 2005 del American Psychologist, coordinado por Anderson y Nickerson). Los estudios ahora mismo disponibles nos llevan a la misma conclusión a que llegan en el citado Monográfico, Bonham, Warshaner-Baker y Collins (2005): el concepto de raza es algo tan complejo (Bamshad y Olson, 2003; Bamshad y otros, 2004; Burchard y otros, 2003; Cooper, Kaufman y Ward, 2003; Kittles y Weiss, 2003; Phimister, 2003) que ni siquiera la actual investigación genética permite clarificarlo totalmente, de forma que las críticas tradicionales al concepto -y sobre todo a su utilización ideológica, social y política-, se mantienen hoy día incólumes. Por consiguiente, la conclusión prácticamente unánime de los autores que participan en ese monográfico es rotunda: las razas humanas son una mera ficción, inventada con fines de manipulación política y de justificación pseudocientífica de las desigualdades sociales. A la misma conclusión llegan Stemberg y otros (2005, pág. 52): «El problema con el concepto de raza no estriba en que sólo es apoyado por una minoría de antropólogos, sino en que no tiene base científica alguna.» De ahí que en lugar de racismo deberíamos hablar de xenofobia, porque, además, quien tiene prejuicios contra los que difieren de la norma en algunas características biológicas, como el color de la piel, los tienen también contra quienes difieren por su lugar de nacimiento, por sus creencias religiosas o por su orientación sexual. Y eso es justamente la xenofobia: el rechazo al que es diferente. En todo caso, existen tres términos que suelen ir juntos y que están estrechamente relacionados entre sí: prejuicio, estereotipo y discriminación.

Los prejuicios son actitudes negativas u hostiles hacia ciertos grupos o colectivos humanos. Más específicamente, se trata de «evaluaciones desfavorables de y afecto negativo hacia los miembros de un grupo» (Olson y Zanna, 1993, pág. 143), por lo que tener prejuicios es «pensar mal de otras personas... (tener) sentimientos de desprecio o desagrado, de miedo y aversión, así como variadas formas de conducta hostil» (Allport, 1954, pág. 21). Por tanto, al prejuicio podemos definirlo como una actitud negativa hacia un exogrupo (Devine, 1995; Oskamp, 1991; Stangor, 2009) y, como tal, se compone de tres elementos: cognitivo, que se identifica con el estereotipo (se tienen expectativas negativas respecto al otro), afectivo, que se correspondería con el prejuicio propiamente dicho (desprecio, desagrado e incluso miedo y aversión al otro) y comportamental, que sería la discriminación (diferentes tipos de conducta hostil y discriminatoria hacia el otro). Aunque los prejuicios pueden ser tanto positivos como negativos, dado que no consisten sino en juzgar sin tener antes los elementos de juicio suficientes, la investigación se ha centrado casi exclusivamente en los prejuicios negativos, hasta el punto de que, como hemos dicho, se identifica totalmente prejuicio con actitudes negativas hacia ciertos exogrupos. Ello, como señala Sangrador (1996), resulta lógico, pues son estas actitudes negativas las generadoras de conflictos intergrupales, étnicos, raciales o de otro tipo.

Afirma Nelson (2009b, pág. XIX): «la investigación sobre el prejuicio ha sido la piedra angular de la psicología social desde los comienzos de esta disciplina», existiendo una larga tradición de estudios en este campo, que nos está permitiendo conocer mejor cómo surgen, cómo se mantienen y cómo pueden ser reducidos los prejuicios e incluso, aunque ello es mucho más difícil, cómo pueden ser eliminados (Levy y Hughes, 2009; Stephan, Ibarra y Harrison, 2009).

Algunos autores consideran que los prejuicios son el producto de procesos automáticos no conscientes (Dasgupta, 2009; Devine y Sharp, 2009), por lo que existen ya en los niños pequeños (Levy y Hughes, 2009). Por ejemplo, ya a los cinco años los niños se niegan a trabajar con compañeros pertenecientes a un grupo étnico diferente al suyo. De ahí la necesidad de enseñar a los niños aspectos históricos del racismo, cosa que, como veremos, facilita la reducción de los prejuicios racistas (Hughes, Bibler y Levy, 2007). Además, se sabe que en épocas de crisis (económica, política o social) el prejuicio aumenta (véanse unas buenas revisiones en Renfro y otros, 2006; y en Stephan, Ybarra y Morrison, 2009), sobre todo porque, como es bien conocido en nuestra disciplina, la amenaza empeora las relaciones intergrupales (Stephan y Renfro, 2002; Stephan, Renfro y Davis, 2008), especialmente en el caso de las personas autoritarias (Duckitt, 2006), dado que la conclusión que se deriva de la teoría de la identidad social de que la mera categorización incrementa el favoritismo endogrupal y la hostilidad exogrupal (Bronscombe y otros, 1999; Tajfel y Turner, 1986) es algo mucho más probable y pronunciado en una situación de amenaza (Senyonov y otros, 2004; Stephan, Ybarra y Morrison, 2009), como ocurre en las relaciones entre palestinos e israelíes (Shamir y Sagir-Schifter, 2006). Pero, a la vez, la amenaza incrementa la identidad grupal (Moskalenko, McCauley y Rozin, 2006) y el autoritarismo (Duckitt y Fiske, 2003), lo que, a su vez, incremento aún más el prejuicio. Además, si es cierto que, tal vez, nuestra principal motivación, biológicamente establecida, es la supervivencia, no es extraño que la amenaza a tal supervivencia nos produzca un temor que por fuerza tendrá consecuencias psicológicas de primer orden, como muestra la teoría del control del terror (Greenberg, Solomon y Amdt, 2008). Y entre tales efectos, algunos afectan a los estereotipos y los prejuicios (Greenberg y otros, 2009). Dado que somos conscientes de nuestra mortalidad, nuestra necesidad de controlar el terror produce prejuicios, estereotipos y agresión intergrupal, y una vez que comienza tal agresión intergrupal, los prejuicios se extremizan y se radicalizan, aunque existe aquí un rayo de esperanza, dado que, según la teoría del control del terror, ello no es inevitable (véase Pyszczynski, Solomon y Greenberg, 2003).

Con respecto a qué son los estereotipos, existen docenas de definiciones, aunque la mayoría de ellas se basan en la idea general, ya apuntada por Lippmann (1922), de que se trata de estructuras cognitivas que sirven como «cuadros mentales» de los grupos en cuestión, apuntando a ciertos rasgos con los que definimos a tales grupos, rasgos que nos vienen inmediatamente a la mente cuando pensamos en esos grupos. Forman parte de un ejercicio de simplificación de la realidad para así mejor tratar con ella, lo que, como ya señalara Allport (1954), lleva también a problemas tales como la inexactitud, la negatividad y la excesiva generalización, aunque los datos de que disponemos actualmente nos permiten concluir que los estereotipos sí suelen ser negativos y sí generalizan en exceso, pero no son tan inexactos como creía Allport. De hecho, Jussim y otros (2009) concluyen que los estereotipos son, por lo general, acertados, aunque no al 100 por 100. En todo caso, esta conclusión se basa en pocas investigaciones, por lo que por fuerza debemos considerarla provisional. Tampoco conocemos bien aún las razones por las que los estereotipos aciertan, cuando lo hacen, ni los procesos psicológicos y psicosociales que subyacen a tal hecho. Por último, tampoco debemos olvidar que los estereotipos no son fenómenos estáticos, sino que van cambiando a medida que cambia el contexto histórico (Ovejero, 1991). Además, existen importantes casos en los que los estereotipos no son acertados y tal error (o desviación de la realidad social) ha sido extremadamente dañina, como el estereotipo que los estadounidenses del siglo xix se formaron de los americanos autóctonos (los «indios») como salvajes incivilizados, o el que formaron los nazis de los judíos como personas siempre insaciables y ambiciosas de dinero y poder. Conocemos bien los dramáticos resultados que se produjeron en ambos casos, aunque, probablemente, y sobre todo en el caso de los «indios», ocurrió justamente al revés: tales estereotipos se formaron para justificar el comportamiento salvaje y terriblemente dañino que contra ellos se ejerció por parte de los «civilizados» blancos de origen europeo. Los estereotipos, pues, son un conjunto de creencias, estrechamente relacionadas entre sí y compartidas por cierto número de personas acerca de los atributos que poseen los miembros de un grupo (los gitanos, los psicólogos, las mujeres, los andaluces, etc.) y podemos definirlos como «las teorías implícitas de personalidad que un grupo de personas comparte sobre su propio grupo o sobre otro grupo» (Leyens y Codol, 1990, pág. 106). Indudablemente, los estereotipos más estudiados en psicología social, coincidiendo con los intereses de los norteamericanos, han sido los «raciales» o étnicos y los de género, mientras que los más estudiados en Europa han sido los nacio nales, los de género y los profesionales. De hecho, si alguien pregunta en cualquier país de Europa quién es Saramago, probablemente se le responda: Un (género) escritor (profesión) portugués (nacionalidad). ¿Y Vivaldi? Un músico italiano.

Los estereotipos son inevitables, pues no son sino una manera de simplificar nuestro complejo entorno para poder entenderlo y manejarlo adecuadamente, por lo que están estrechamente relacionados con la categorización social, constituyendo una de las principales fuentes de datos en la formación de impresiones (Manner y otros, 2005). Y por tanto, para entender cabalmente los estereotipos es imprescindible recordar que una característica esencial del funcionamiento de nuestro pensamiento, en todas las edades, incluyendo a los niños (Kelly y otros, 2007; Kelly y otros, 2005), es nuestra capacidad para clasificar rápida y eficazmente dentro de un pequeño número de categorías la gran cantidad de objetos, eventos y personas con que nos encontramos, aunque para ello tengamos que cometer un sin fin de interesantes - e interesados - errores y sesgos de muy diferente tipo, varios de los cuales ya vimos en el capítulo 2. Ahora bien, una vez formados, los estereotipos van configurando nuestras percepciones, haciendo que interpretemos la nueva información de forma tal que confirme tales estereotipos, con lo que éstos quedan fuertemente reforzados y afianzados, de manera que la información consistente con el estereotipo recibirá una mayor atención y será recordada mejor que la no consistente (por ejemplo, si tenemos el estereotipo de los catalanes tacaños, cada vez que veamos un catalán tacaño nos fijaremos bien en él y jamás se nos olvidará, mientras que si veo un catalán no tacaño, e incluso generoso, tenderé a no prestarle atención y a olvidar fácilmente esa nueva información). Tal proceso, por consiguiente, irá convenciéndonos de que el estereotipo es algo natural, olvidando que hemos sido nosotros mismos los que lo hemos construido. Además, lo que hacen a menudo los estereotipos es reflejar la posición social de los diferentes grupos (Zanfrini, 2007). Si, por ejemplo, en el futuro los gitanos españoles alcanzaran un alto estatus social, entonces muy probablemente cambiaría su estereotipo, que pasaría a ser mucho más positivo de lo que es ahora. Más aún, no nos formamos estereotipos de todos los grupos. Por ejemplo, no vemos a los «zurdos» ni a los usuarios de unos grandes almacenes comerciales como un grupo homogéneo. Sólo percibimos como muy homogéneos a aquellos grupos a los que les concedemos la suficiente «entitividad», lo que, evidentemente, es una propiedad cultural: es la cultura la que nos ha enseñado a percibir a unos grupos como homogéneos y estereotipadamente, y no a otros (Hamilton y otros, 2009).

En tercer lugar, la discriminación constituye el elemento más pernicioso del prejuicio, pues consiste justamente en las conductas de estigmatización y de rechazo de otras personas por el simple hecho de pertenecer a ciertos grupos sociales, y son conocidas las consecuencias tan negativas y nefastas que tiene el ser y/o sentirse rechazados o simplemente estigmatizados. Además, en sus relaciones intergrupales, las personas estigmatizadas temen ser devaluadas, estereotipadas y discriminadas (Croker y García, 2006). Así, los varones negros temerán ser vistos como peligrosos, o los árabes como peligrosos terroristas. Tal temor produce en ellos una ansiedad que les lleva a crearse una autoimagen negativa, y a los demás a verlos de una manera estereotipada, aunque no necesariamente el estigma lleva a un empeoramiento de la autoestima. De hecho, muchas personas estigmatizadas tienen una autoestima similar e incluso a veces superior a la de las no estigmatizadas (Croker y García, 2009b). Por tanto, «lo que argumentamos no es que las dificultades en las interacciones intergrupales surgen de una autoestima dismi nuida entre las personas estigmatizadas, sino en la amenaza que experimentan a las autoimágenes deseadas» (Crocker y Garcia, 2009a, pág. 230). Son las autoimágenes positivas las que están en riesgo en las relaciones intergrupales. Pero tanto los prejuicios como la discriminación deben ser incrustados dentro del campo de las relaciones intergrupales. Cuando interactúan entre sí personas con diferentes identidades sociales, a menudo se produce tensión y emoción negativa (Stephan y Stephan, 1985), llegando a veces a muy serios conflictos con consecuencias altamente destructivas (Prentice y Miller, 1999). La propuesta que hacen Crocker y García (2009a) es que la interacción entre dos personas con diferentes identidades, una de ellas valorada y no estigmatizada y la otra devaluada y estigmatizada, es difícil en parte porque tal interacción amenaza la autoimagen de las dos personas, de la primera por razones obvias, mientras que de la segunda porque ésta sentirá prejuicios hacia la primera, prejuicios que se reflejarán al menos en ciertas respuestas fisiológicas, lo que empeorará su autoimagen dado que el prejuicio es algo, para ella, no deseable y políticamente incorrecto. En cambio, si tal relación tiene lugar, como ocurre en el aprendizaje cooperativo, en un ambiente de cooperación, entonces es menos probable que se produzca esto (Crocker y García, 2006; Crocker, García y Nuer, 2008).

La discriminación puede tener consecuencias directas en diferentes contextos de la vida real. Así, en el campo de la justicia criminal, Eberhardt y otros (2006) encontraron que tanto presos negros como presos blancos con rasgos faciales afro recibían sentencias más severas que otros presos con crímenes similares pero sin tales rasgos afro. Ello, que es absolutamente lamentable y peligroso, tiene también su lado positivo: es posible evitar el prejuicio y la discriminación provenientes de actitudes implícitas y no conscientes precisamente haciéndolas conscientes, es decir, desenmascarándolas, y consiguiendo que sean conscientes y explícitas las actitudes opuestas (por ejemplo, actitudes igualitarias), como hicieron con éxito Dasgupta y Rivera (2006) o Ziegert y Hanges, 2005).

El prejuicio no tiene consecuencias negativas para sus víctimas, sino también para quienes tienen los prejuicios. En efecto, «aunque la derogación del "otro" (aparte de las ventajas materiales que su grupo obtiene) puede aumentar su autoestima al otorgar un sentimiento de superioridad, frecuentemente también conlleva emociones negativas, tales como miedo, ansiedad o ira. Emociones que generan malestar, constriñen al individuo, limitan su capacidad de ver, experimentar y sentir, dificultando su crecimiento como persona y su capacidad para disfrutar de la vida» (Espelt, 2009, págs. 23-24).

Pero, en contra de lo que pudiera creerse, a menudo existen disociaciones entre el estereotipo, el prejuicio y la discriminación (Mackie y Smith, 1998). Así, los metaanálisis existentes, como el realizado por Tropp y Pettigrew (2005), muestran que existe una correlación baja entre estereotipo y discriminación, mientras que el prejuicio sí predice mejor la discriminación, aunque tampoco mucho, lo que nos muestra la necesidad de analizar mejor las relaciones existentes entre estereotipos, prejuicios y discriminación. Para ello, al igual que en cualquier otro caso de consistencia actitud-conducta, habrá que tener más en cuenta el contexto en que se desenvuelven las conductas prejuiciosas y discriminatorias. Además, últimamente se está profundizando en la comprensión de cómo los factores cognitivos y motivacionales producen, predicen y moderan la conducta discriminatoria (Bartjholow, Dickter y Sestir, 2006; Payne, 2005). Por ejemplo, ahora sabemos, de forma inquietante, que el mero contacto intergrupal es suficiente para producir un debilitamiento cognitivo, como muestran los datos de Richeson y Shelton (2003).

En cuanto a la medida del prejuicio, no es de extrañar que presente muchas dificultades dado lo complejo que es este campo (véase una revisión reciente en Olson, 2009), utilizándose tanto medidas indirectas (Fazio y Olson, 2003) como directas (Biernat y Crandall, 1999). Recientemente, también se han analizado las interrelaciones entre ambos tipos de medida (Blair, 2001; Brauer, Wasel y Niedenthal, 2000; Dovidio, Kawakami y Beech, 2001), habiéndose encontrado correlaciones que van de nulas (Dovidio y otros, 2002) a muy bajas (McConnell y Liebold, 2001), aunque un metaanálisis reciente (Hoffman y otros, 2005) era algo más optimista.

Por último, recordemos que actualmente se están estudiando las bases neuronales del prejuicio y de la discriminación, habiéndose encontrado, por ejemplo, que la amígdala se activa en los blancos cuando identifican a personas negras (Phels y otros, 2000). Pero lo que no está claro es el papel de las emociones y sobre todo de los patrones culturales en tales procesos, dado que cada vez parece más claro que no sólo nuestro cerebro influye en nuestras conductas, sino que también éstas influyen en nuestro cerebro (Amodio y Frith, 2006; Fiske y otros, 2009; Harris y Fiske, 2006, 2007; Lieberman y otros, 2005; Wheeler y Fiske, 2005). Por ejemplo, recientemente, Carreiras y otros (2009) han encontrado que cuando personas analfabetas aprenden a leer de mayores, en pocos meses se desarrollan aquellas partes del cerebro relacionadas con las funciones lingüísticas, de tal forma que aumenta la materia gris de cinco áreas del córtex cerebral. Ahora bien, esa relación entre cerebro y cultura se puede constatar perfectamente cuando observamos que ciertas partes de nuestro cerebro se activan de diferente manera cuando percibimos a personas o cuando percibimos a animales no humanos, de manera que cuando percibimos a una persona contra la que tenemos fuertes prejuicios esa parte del cerebro se activa como cuando percibimos a un animal no humano. Por consiguiente, en este caso, es nuestro prejuicio, cultural y emocionalmente construido, el que influye en nuestro cerebro y no al revés, aunque existe siempre una estrecha relación entre ambos.

2. PSICOLOGÍA SOCIAL DEL PREJUICIO

El prejuicio es un tema que necesariamente requiere un enfoque interdisciplinar (antropología, sociología, psicología social...). Aquí, obviamente, seguiré una perspectiva psicosociológica, perspectiva, por otra parte, absolutamente importante dado que se trata de un fenómeno esencialmente psicosocial, que tiene que ver ante todo con las relaciones interpersonales y, especialmente, con las intergrupales, ambas objeto prioritario de la psicología social. No por azar es uno de los pocos temas que se repiten en las cuatro ediciones del Hanbook of Social Psychology (Harding, Kurtner y otros, 1954; Harding, Proshansky y otros, 1969; Stephan, 1985; y Fiske, 1998).

Existen prejuicios y discriminación no sólo contra los grupos raciales o étnicos (Zárate, 2009), sino también contra otros muchos grupos sociales como las mujeres (Swim y Hyers, 2009), las personas mayores (Nelson, 2009c), los enfermos de sida (Fuster y Molero, 2008) o los obesos (Carr, y Friedman, 2005; Cossrow y otros, 2001; Crandall, Nierman y Hebl., 2009; Magallanes, 2008). Con respecto a este último caso, los estudios correlacionales, por ejemplo, muestran que las personas con exceso de peso se casan con menos frecuencia, obtienen peores puestos de trabajo y ganan menos dinero. Y los estudios experimentales, en los que se hacía que algunas personas parecieran tener un exceso de peso, han mostrado que estas mismas personas se perciben a sí mismas como menos atractivas, menos inteligentes, menos felices y con menos éxito (Gortmaker y otros, 1993; Hebl y Heartherton, 1998). Es más, llegamos incluso a menospreciar a aquellos que están de pie o sentados al lado de una persona obesa (Hebl y Mannix, 2003). Como muestran estudios como los de Roehling (2000) o de Kutcher y DeNicolis (2004), la discriminación laboral hacia los obesos supera de forma estable a la discriminación por raza o por género. No es raro, por tanto, que en los obesos sea más frecuente la depresión (Dong y otros, 2004) o que tengan una autoestima más baja (Miller y Downey, 1999).

Con respecto al origen del prejuicio, algunos afirman que es individual, bien psicodinámico (Adorno y otros, 1950), bien cognitivo (Doise, 1978; Tajfel, 1969) o bien cognitivo-motivacional (Tajfel y Tumer, 1979; Turner, 1975), otros creen que es interpersonal (Gaertner y Dovidio, 2004), mientras que muchos lo ven como algo institucional (Feagin, 2006) o cultural Qones, 1997) no faltando quienes creen que se basa en el fundamentalismo religioso (Rowatt y otros, 2006) o nacionalista (Torregrosa, 2009). Probablemente todos ellos tengan parte de razón, lo que explicaría su enorme complejidad así como las grandes dificultades para erradicarlo. Somos muchos los que creemos que las raíces sociales de los prejuicios y de los estereotipos no son psicológicas, sino económicas, sociales y culturales: la hostilidad y las guerras entre los pueblos a lo largo del tiempo van produciendo prejuicios, e igualmente los producen las relaciones de dominación/sumisión entre los grupos sociales, con los nacionalismos y las religiones (los estados y las iglesias) detrás de buena parte de los conflictos sociales y también, en consecuencia, de los prejuicios. Para entender lo anterior bastaría con recordar las dos guerras mundiales (la primera lo fue ante todo entre diferentes nacionalismos europeos, mientras que la segunda estaba más entroncada en el racismo) o las recientes y atroces guerras entre las diferentes partes de la ex Yugoslavia, donde el nacionalismo se juntó con la religión produciéndose las atroces consecuencias que conocemos. Pero tras esas grandes raíces del prejuicio y la discriminación subyacen algunos importantes procesos psicológicos y psicosociales que son los que vamos a analizar a continuación. El prejuicio es uno de los aspectos humanos negativos más difíciles de erradicar, dado que cumple algunas funciones psicosociales básicas y que, por tanto, posee una amplia serie de raíces, profundas y complejas, al menos de estas tres clases: sociales, emocionales y cognitivas, todas ellas estrechamente interrrelacionadas entre sí (Myers, 2008):

1) Raíces sociales: entre las funciones que cumplen los prejuicios y estereotipos, las sociales son tal vez las más importantes, pues, entre otras cosas, nos ayudan a formar y mantener nuestra identidad social, y defienden nuestra autoestima frente a ataques exteriores. Así, hace casi sesenta años, la socióloga Helen M.Hacker señalaba cómo los estereotipos de los negros y las mujeres ayudaban a racionalizar la posición inferior de cada uno: muchas personas pensaban que ambos grupos eran mentalmente lentos, emocionales y primitivos, y que estaban «contentos» con su papel subordinado. Los negros eran «inferiores», y las mujeres eran «débiles». Los negros estaban a gusto en el lugar que ocupaban, mientras que el sitio de la mujer era, indiscutiblemente, la cocina. Es más, en épocas de conflictos, las actitudes se adaptan con facilidad a la conducta. Las personas consideran a los enemigos como subhumanos y los despersonalizan. Por ejemplo, durante la segunda guerra mundial, los japoneses se convirtieron para los norteamericanos en «los nipones», con fuertes connotaciones negativas. Una vez terminada la guerra, volvieron a ser los «inteligentes y trabajadores japoneses», dignos de toda admiración. Sin embargo, al llegar la recesión económica de 1991-1992, que aumentó la percepción de conflicto económico con Japón, el resentimiento contra los japoneses volvió a aumentar. Las dos principales raíces sociales de los prejuicios y de los estereotipos son éstas:

a) Desigualdades sociales: lo que hacen los estereotipos es racionalizar las desigualdades sociales y de estatus (Yzerby y otros, 1997). Los amos siempre tuvieron estereotipos negativos de sus esclavos o, más tarde, de sus obreros, en el sentido de que los ven como vagos, poco inteligentes y sin ambiciones. Por otra parte, se sabe que los actos crueles fomentan las actitudes crueles. Dañar a una persona inocente suele llevar a los agresores a menospreciar a su víctima, justificando de esta manera su conducta. Por ejemplo, Worchel y Andreoli (1978) encontraron que, comparados con estudiantes cuya tarea era recompensar a un hombre por sus respuestas correctas en una tarea de aprendizaje, los que debían aplicar descargas eléctricas por las respuestas incorrectas le deshumanizaban. Igualmente, los estereotipos de género también ayudan a racionalizar diferentes roles de género. Así, después de analizar los estereotipos de género en muy diferentes países de todo el mundo, Williams y Best (1990a, 1990b) encontraron que si son las mujeres las que dedican buena parte de su tiempo al cuidado de los niños pequeños, es tranquilizador pensar que ellas son cuidadoras por naturaleza. Y si los hombres son los que suelen dirigir los negocios, cazan y van a la guerra, es tranquilizador suponer que los hombres son agresivos, independientes y arriesgados. Y tranquilizador resulta también para quienes poseen fuertes prejuicios convencerse de que la situación social injusta en la que las minorías están altamente discriminadas es bendecida por Dios. De hecho, en casi todos los países, los líderes invocan a la religión para santificar, y así legitimar, el statu quo existente. Todo esto se entiende mejor si tenemos en cuenta el sesgo de la creencia en un mundo justo que es la tendencia a creer que el mundo es justo y que en él cada uno tiene lo que merece, por lo que los pobres (y los inmigrantes y los gitanos) son pobres porque se lo merecen. Ahora bien, si los prejuicios pueden ser algo tranquilizador para quienes los poseen, pues justifican la situación injusta de la que ellos salen beneficiados, sin embargo pueden llegar a ser catastróficos para quienes son objeto de tales prejuicios, dado que funcionan como profecías que se cumplen a sí mismas.

Todo lo anterior apoya el enfoque del prejuicio como conflicto de intereses, según el cual se tiende a explicar el racismo como un mecanismo ideológico construido por los grupos sociales dominantes para mantener y legitimar sus posiciones de poder. Ya Robert Park (1950) sostenía que el racismo surge cuando el grupo minoritario exige cambios en el orden social, por lo que el origen del racismo estaría en el deseo del grupo dominante de mantener su estatus superior y sus privilegios. En una línea similar, Wallerstein (1991) asocia el racismo con la universalización de la economía y la expansión del capitalismo, de forma que éste, interesado en la maximización de la acumulación del capital y en la minimización del coste que implica, encuentra en el racismo el instrumento adecuado para lograr tales objetivos, dado que ayuda a mantener el capita lismo como sistema al justificar que un segmento importante de la fuerza de trabajo tenga unos ingresos muy bajos. Como señala Espelt (2009, pág. 69), «el principal mérito de estos autores es haber introducido la cuestión del poder en el análisis del racismo». No debemos olvidar que el racismo no siempre se apoya en relaciones concretas sino que puede basarse en representaciones y en fantasías (Wieviorka, 1992). Así, en la Francia de principios del siglo xvii, una época en que la gran mayoría de franceses no habían visto nunca a un judío, el antisemitismo estaba vigente.

b) Necesidad de una autodefinición o identidad positiva: si, como ya se ha dicho, tal vez la principal necesidad humana es la de pertenencia, no es de extrañar que también nos definamos en función de nuestros grupos (Turner, 1981, 1987, 1991; Hogg, 1992, 1996, 2003). En los escritos de Tajfel y de Turner la categorización y la identidad social van estrechamente unidas. En efecto, el aspecto más central y más interesante de la teoría de Tajfel es la necesidad de encontrar un nexo entre el funcionamiento psicológico humano y los procesos sociales. Y tal vez ese nexo sea la identidad, que constituye el punto de encuentro entre el individuo y la sociedad, entre los hechos sociales y el funcionamiento psicológico del individuo. De ahí que algunos aspectos de la imagen que las personas tienen de sí mismas se remitan a su pertenencia a ciertos grupos o categorías sociales. Claramente lo afirma Tajfel: «Podemos definir la identidad social como el conocimiento que el individuo tiene de su pertenencia a un cierto grupo social junto con el significado valorativo y emocional de esa pertenencia. En otras palabras, se puede pensar que la autoimagen y el autoconcepto de un individuo en alguna medida es dependiente de sus pertenencias grupales y en particular de la diferenciación existente entre sus propios grupos y los otros grupos» (Tajfel y Forgas, 1981, pág. 124). Posteriormente, Hogg y Abrams (1990) propusieron dos corolarios de la teoría de la identidad social: 1) la discriminación intergrupal ensalza la identidad social y aumenta la autoestima; y 2) una autoestima baja o amenazada, o la pérdida de ésta, que facilita la discriminación intergrupal. Pues bien, la mayoría de las investigaciones suelen confirmar el primer corolario, pero no siempre el segundo, aunque sí en el llamado racismo de los pequeños blancos: estos blancos, socialmente próximos a los negros, son quienes más temen la eliminación del estatus social vigente lo que les privaría de poder compararse con alguien que está en una situación inferior y sobre quien pueden descargar sus frustraciones.

Nuestra identidad personal la extraemos de nuestra identidad social, es decir, de los grupos a los que pertenecemos y la posición que en ellos ocupamos. Para saber si mi grupo tiene características positivas lo que haré será compararlo con otros. El resultado de estas comparaciones intergrupales será algo importante para nosotros, porque contribuye, aunque sea indirectamente, a nuestra autoestima. Ésta es la base de la rivalidad y hasta hostilidad entre grupos vecinos tanto geográficos (por ejemplo, entre Oviedo y Gijón, entre Valencia y Castellón, entre Madrid y Barcelona, o entre Valladolid y León) como políticos y sindicales (existen fuerte rivalidad entre grupos ideológicamente próximos como el caso de la CNT y la CGT), y, por consiguiente, también de buena parte de los prejuicios. Por tanto, si para Festinger los individuos nos comparamos con los demás (nivel interpersonal) para evaluar nuestras opiniones y habilidades, para Tajfel tal comparación es también y, sobre todo, intergrupal. El autoconcepto, es decir, nuestro sentido de quiénes somos, incluye no sólo la identidad personal, sino también nuestra identidad social. En concreto, según Tajfel, la identidad social surge del conoci miento que el individuo tiene de pertenecer a un grupo o categoría social (por ejemplo, mujer, asturiano, español, psicólogo, etc.) junto con el significado evaluativo y afectivo asociado a esa pertenencia. Por tanto, el sentimiento de pertenencia a un colectivo constituye uno de los fundamentos de la identidad social. Nos evaluamos, en parte, en función de los grupos a los que pertenecemos, por lo que el considerar a nuestros grupos como superiores nos ayuda a sentirnos mejor. Cuando carece de una identidad personal positiva, la gente suele buscar la autoestima identificándose con un grupo. Muchos jóvenes encuentran orgullo, poder e identidad uniéndose a bandas callejeras; muchos patriotas se definen a partir de su identidad nacional (véase Alonso, 2003; Cullingford, 2003; Fernández Villanueva, 1998; Reinares, 2001; Staub, 1997); y mucha gente que se siente perdida encuentra su identidad asociándose con nuevos movimientos religiosos. La identidad ayuda a explicar otras muchas cosas como pueden ser los diferentes nacionalismos existentes. Lo importante no es sólo sentirse sólo españoles, sólo vascos o españoles y vascos, como suelen preguntar los sociólogos en sus encuestas, sino también -y más aún - la importancia o centralidad que para ellos tiene esa identidad nacional o patriótica. Alguien puede sentirse más vasco que español y, sin embargo, no dar importancia ninguna a la identidad patriótica, como ocurre, por ejemplo, con los anarquistas vacos. Algo similar ocurre también con los anarquistas catalanes. La identidad patriótica no forma parte central de su identidad personal. En cambio, lo importante de un nacionalista vasco no deriva de que se sienta «sólo vasco», sino de que esta identidad patriótica sí constituye una característica central en su identidad personal, que, además, se construye contra la identidad española (nivel intergrupal), lo que inevitablemente produce prejuicios antiespañoles. Igualmente, el nacionalismo español a menudo se construye contra los nacionalismos periféricos, aunque no siempre.

También se relaciona la identidad social de los individuos con sus intereses, aspiraciones, expectativas, comportamiento, etc. Si un miembro de un grupo discriminado asume la visión negativa que se tiene del grupo y desarrolla una visión negativa de sí mismo (por ejemplo, como poco inteligente), es posible que sus aspiraciones profesionales y educativas se acomoden a esa visión. Ese fue el resultado encontrado por Steele (1992) y confirmado por Osborne (1995) en un estudio longitudinal: los muchachos de raza negra tendían a desidentificarse con la escuela y todo lo que ella significaba desde muy jóvenes, quitándole importancia al logro escolar como elemento sobre el que basar su autoestima.

Todo lo anterior es mejor entendido si tenemos en cuenta que la mera experiencia de pertenecer a grupos puede promover un sesgo endogrupal, que es «la tendencia a favorecer al propio grupo» (Myers, 2008, pág. 267). Para comprobarlo basta con preguntar a cualquier niño quién cree él que son mejores, los niños de su colegio o los de otro colegio vecino. Algo similar ocurre también con los adultos: nos parecen mejores los de nuestro barrio que los de otros barrios, los de nuestra ciudad que los de ciudades vecinas, etc. En un experimento de laboratorio, el simple hecho de compartir fecha de nacimiento generaba suficiente afecto como para provocar una mayor cooperación (Miller y otros, 1998). «El sesgo endogrupal es un ejemplo más de la búsqueda humana de un autoconcepto positivo. Somos tan conscientes del grupo que, cuando se nos da cualquier excusa para pensar en nosotros mismos como un grupo, lo haremos, y mostraremos el sesgo endogrupal. La gente se agrupa en grupos definidos por nada más que el último dígito de su número del carné de conducir y siente tener cierto parecido con sus compañeros de número» (Myers, 2008, pág. 255). En varios experimentos, Tafjel y Bihg (1974; Tajfel, 1970, 1981, 1982) constataron lo fácilmente que se produce el sesgo endogrupal. En uno de ellos, Tajfel y Bil ig pidieron a sus sujetos, adolescentes británicos, que evaluaran cuadros abstractos modernos y después les dijeron que ellos y algunos otros habían preferido las obras de Paul Klee a las de Wassily Kandinsky. Por último, sin llegar a conocer jamás a los demás miembros de su grupo, los adolescentes tenían que repartir cierta cantidad de dinero entre los miembros de ambos grupos, concediendo la mayoría a los de «su» grupo y muy poco a los del otro. Incluso la creación de grupos aleatorios sin base lógica (por ejemplo, simplemente creando un grupo X y otro Y tirando una moneda al aire) produce un sesgo endogrupal (Billig y Tajfel, 1973; Brewer y Silver, 1978; Locksley y otros, 1980). El sesgo en beneficio propio actúa de nuevo, permitiendo a la gente lograr una identidad social más positiva. Como puntualiza Myers (2008, pág. 255), «nosotros» somos mejores que «ellos», ¡incluso cuando el «nosotros» y el «ellos» ha sido definido al azar! Este sesgo se produce tanto en hombres como en mujeres, y con individuos de todas las edades y países, aunque más en las culturas individualistas (Gudykunsk, 1989). También somos más proclives al sesgo endogrupal cuando nuestro grupo es pequeño y tiene un menor estatus que el exogrupo (Ellemers y otros, 1997; Mullen y otros, 1992), pues cuando formamos parte de un grupo pequeño rodeado por un grupo mayor somos más conscientes de nuestra pertenencia a nuestro grupo; cuando nuestro endogrupo es el mayoritario pensamos menos en él.

Ahora bien, «una vez establecido, el prejuicio es mantenido en gran parte por inercia. Si el prejuicio es una norma social, muchas personas seguirán el camino de menor resistencia y se conformarán con seguir la moda. Actuarán no tanto por la necesidad de odiar sino por la necesidad de agradar y ser aceptadas» (Myers, 1995, pág. 361). No olvidemos tampoco los medios de comunicación que también sirven de fuerte apoyo a los prejuicios y a los estereotipos (Archer y otros, 1983; Nigro y otros, 1988), como cuando identifican a los inmigrantes como «ilegales». Al etiquetarlos como ilegales se los presenta como gente que viola la ley, y, en último término, «los ubica fuera de la sociedad civil, de modo que las restricciones a la inmigración, la expulsión y la negación de los servicios sociales a los inmigrantes se torna legítima» (Van Dijk, 1999, pág. 323). Asociar la inmigración a la delincuencia conduce a una visión policial y judicial de los inmigrantes, con lo que se convierte en una cuestión de seguridad y de orden público, y en ningún caso de justicia, de solidaridad o de mera humanidad.

2) Raíces emocionales: aunque el prejuicio nace y se mantiene a través de sus raíces sociales, con frecuencia las emociones sirven también para incrementarle. Dos variables han sido aquí las más estudiadas: la frustración y la personalidad autoritaria:

a) Hipótesis frustración-agresión: lo que hacen los miembros de un endogrupo es desplazar hacia los miembros del exogrupo la causa de la frustración que la situación o su propio endogrupo les ha producido. Este desplazamiento sirve para cohesionar al propio grupo, siendo ésta la causa de que sea tan utilizado por los dictadores, como hizo Hitler en el caso de los judíos como chivo expiatorio. De hecho, existen pruebas empíricas de que, en ciertas circunstancias, la frustración produce agresividad y de que, a veces, tal agresividad es dirigida hacia ciertos exogrupos, casi siempre minoritarios y de bajo estatus. Es conocido el dato de que entre 1882 y 1930 se produjeron en Estados Unidos más linchamientos en los años en que los precios del algodón bajaban y, por consiguiente, la frustración económica aumentaba (Hepworth y West, 1988; Hovland y Sears, 1940). Cuando los grupos compiten por los puestos de trabajo, las viviendas o el prestigio social, la consecución de las metas de un grupo puede convertirse en la frustración del otro. Así pues, la teoría realista del conflicto de grupos sugiere que los prejuicios surgen cuando los grupos compiten por obtener recursos escasos (Esses y otros, 1998). En Estados Unidos, el mayor prejuicio contra los negros se produce entre los blancos que están más cerca de los negros en la jerarquía socioeconómica (Greeley y Sheatsely, 1971; Pettigrew, 1978). En Canadá, la oposición a la inmigración desde 1975 ha aumentado y bajado en consonancia con la tasa de paro (Palmer, 1996). Además, se ha encontrado que los prejuicios suelen ser mayores entre las personas que están abajo en la jerarquía socioeconómica o que van hacia abajo y entre los que ven cómo es amenazada su autoimagen (Lemyre y mith, 1985; Pettigrew y otros, 1998; Thomson y Crocker, 1985), lo que hace prever que en esta época de crisis económica estarán aumentando los prejuicios, sobre todo en quienes tienen una personalidad autoritaria y particulares problemas a causa de la crisis (han perdido su empleo, han tenido que cerrar su empresa o han visto bajar los precios de sus productos).

b) Personalidad autoritaria: muy relacionada, en cierto sentido, con la hipótesis frustración-agresión, está la teoría de la personalidad autoritaria. Desde muchos puntos de vista, hablar de personalidad autoritaria es casi sinónimo de hablar de personalidad prejuiciosa (Heinz, 1968; Bettelheim y Janowitz, 1975; Ovejero, 1981). La relación entre frustración, educación recibida, personalidad, prejuicio y agresividad desplazada contra el blanco del prejuicio es el objetivo central de los estudios sobre personalidad autoritaria. Un ejemplo claro lo tenemos en el propio Hitler, una personalidad autoritaria extrema, que fue educado en un hogar autoritario y al que, según confesó su propia hermana, su padre le daba «su debida cuota de palizas todos los días» (Miller, 1990). El origen de las investigaciones en este campo están en los estudios sobre los prejuicios antisemitas del pueblo alemán y de sus más perversas consecuencias, el nazismo y el genocidio judío (Ovejero, 1982): ¿cómo fue posible que el partido nacionalsocialista alemán, de reciente creación, alcanzara el poder en poco tiempo tras ser votado por más de diez millones de alemanes, un tercio del pueblo alemán? Muchos creen que la victoria nazi fue la consecuencia de un engaño por parte de una minoría acompañado de coerción sobre la mayoría del pueblo. Pero con ello no queda explicado el fenómeno. El psicólogo social no puede ni debe contentarse con esta explicación. El problema es mucho más profundo: la explicación es principalmente psicosocial. La raíz del problema -y por tanto también la posibilidad de solucionarlo - no está tanto, según la teoría de la personalidad autoritaria, en las condiciones socioeconómicas ambientales cuanto en la estructura de la personalidad de los individuos que se someten a toda autoridad y a toda norma, aunque, evidentemente, esa estructura de personalidad venga determinada por las estructuras socioeconómicas en que le ha tocado vivir. Es la nuestra una época de crisis, debido sobre todo a la rapidez con que se suceden las transformaciones sociales y una de las consecuencias de esta crisis es la falta de estructuración de campo cognitivo del individuo, lo que le crea al hombre moderno grandes dosis de incertidumbre, ansiedad e inseguridad, fenómenos estos que le empujarán hacia el autoritarismo y hacia el prejuicio como soluciones a esa inseguridad y a esa ansiedad (véase Fromm, 1976/1941).

En esta línea, Adorno, Frenkel-Brunswik, Sanford y Levison (1950) escribieron La Personalidad autoritaria, donde definen el autoritarismo como una tendencia general a colocarse en situaciones de dominancia o sumisión frente a los otros como consecuen cia de una básica inseguridad del yo, y cuyo principal objetivo era (1950, pág. 27), «estudiar al sujeto potencialmente fascista, cuya estructura de personalidad es tal que le hace especialmente susceptible a la propaganda antidemocrática». Su hipótesis fundamental es que la susceptibilidad de un individuo para ser absorbido por la ideología fascista depende primordialmente de sus necesidades psíquicas, y construyeron la famosa Escala F para medir tal susceptibilidad, con dos objetivos fundamentales: detectar tanto el etnocentrismo como al sujeto potencialmente fascista. De hecho, sigue encontrándose una relación entre racismo y voto político a partidos de extrema derecha o fascista (Billiet y Witte, 2008).

Por consiguiente, el principal objetivo de Adorno era estudiar esa estructura de personalidad, intentando descubrir las raíces psicológicas del antisemitismo Y uno de los datos más interesantes encontrados por Adorno fue que quienes tenían prejuicios contra los judíos solían tenerlos también contra otras minorías como los negros (o, en investigaciones, contra mujeres, ancianos, homosexuales y lesbianas, enfermos de sida u obesos), e incluso tenían también otras características preocupantes que, en conjunto, conformaban un síndrome de autoritarismo que incluía una sumisión ciega a las figuras de autoridad, una intolerancia feroz hacia la debilidad y los débiles, una fuerte actitud punitiva hacia quienes se desviaran de las normas sociales y una gran preocupación por las cuestiones sexuales, que ellos no eran capaces de manejar adecuadamente a causa de su enorme represión sexual.

Por otra parte, el proceso por el que las personas «se hacen autoritarias» sería, a juicio de estos autores, el siguiente, con raíces claramente psicoanalíticas: de niños, las personas autoritarias fueron con frecuencia disciplinadas de una forma muy dura y punitiva. Esto les llevó a reprimir su agresividad suscitada por tal tipo de educación dirigida hacia ciertos exogrupos. La inseguridad de los niños autoritarios parece predisponerlos hacia una preocupación excesiva por el poder y la posición y hacia una forma de pensamiento inflexible que hace difícil tolerar la ambigüedad. Por tanto, tales personas tienden a ser sumisas con quienes están encima de ellos y agresivos con quienes están debajo. Ésa es la base del etnocentrismo, que constituye uno de los pilares del prejuicio y que consiste en «la creencia en la superioridad del propio grupo étnico y cultural y el desdén correspondiente a todos los demás grupos» (Myers, 2008, pág. 267).

Aunque se llevaron a cabo miles de estudios sobre este tema, tanto en Estados Unidos como en otros países, incluyendo el nuestro (Ovejero, 1981, 1985a, 1989, 1992; Pinillos, 1963; Torregrosa, 1969), el libro fundamental sigue siendo el de Adorno, cuyas conclusiones principales, a pesar de las muchas críticas recibidas (véase Sangrador, 2006), han persistido. Por ejemplo, aunque los prejuicios que mantuvieron el «apartheid» en Sudáfrica surgieron de desigualdades sociales, socialización y conformidad (Louw-Potgieter, 1988), aquéllos que favorecieron más intensamente el apparheid, por lo general tenían actitudes autoritarias (Van Staden, 1987). En los regímenes represivos de todos los países los torturadores suelen tener una preferencia autoritaria por las cadenas de mando jerárquicas y sienten desprecio por quienes son débiles o rebeldes (Staub, 1989).

Visto lo anterior, y a pesar de las increíbles conclusiones de Eysenck (1954), no es de extrañar que las personas de derechas puntúen más alto que las de izquierdas en esta escala (véase Ovejero, 1992). Es más, los estudios sobre el autoritarismo de derechas llevados a cabo por Altemeyer (1988, 1992) confirman que hay individuos cuyos temores y hostilidades se hacen patentes en forma de prejuicios, de manera que sus sentimientos de superioridad moral suelen ir unidos a una brutalidad hacia aquellos que perciben como inferiores. Particularmente sorprendentes son las personas que tienen una alta orientación hacia la dominancia social y una elevada personalidad autoritaria, dado que son justamente quienes más prejuicios suelen tener en nuestra sociedad (Altemeyer, 2004), estando incluso inclinados a ser los líderes de los grupos xenófobos.

Añadamos, por último, que de una forma más o menos directa, el trabajo de Adorno llevó al desarrollo de otros constructos alternativos al de autoritarismo como el dogmatismo y la personalidad dogmática (Rokeach, 1960; véase Ovejero, 1985b), el maquiavelismo y la personalidad maquiavélica (Christie y Geis, 1970; véase Ovejero, 1987a, 1987b) o la personalidad antidemocrática (Kreml, 1977) (véase Sangrador, 2006).

3) Raíces cognitivas: tener que enfrentarnos a una ingente cantidad de información y tener a veces que tratarla muy rápidamente, nos obliga a hacer trampas y buscar atajos, lo que produce importantes y frecuentes sesgo que también cumplen funciones emocionales y grupales facilitando algunos de ellos el prejuicio, como es el caso de estos dos: el sesgo endogrupal, que ya hemos visto, y el sesgo de la homogeneidad del exogrupo que es «la percepción de que los miembros del exogrupo son más parecidos entre sí de lo que son los miembros del endogrupo» (Myers, 2008, pág. 267). De hecho, existen más de dos mil estudios que a lo largo de los últimos años están mostrando que las creencias estereotípicas y las actitudes prejuiciosas existen no sólo debido al condicionamiento social y porque permiten que la gente desplace sus hostilidades, sino también como subproductos de los procesos de pensamiento normales. Entre los fenómenos cognitivos que facilitan el estereotipo y el prejuicio destacan estos tres:

a) Procesos de categorización: ya en uno de los primeros trabajos que analizó sistemáticamente el prejuicio desde una perspectiva cognitiva, Allport (1954b) destacó el papel central del proceso de categorización, considerando que éste es una condición sine qua non para su surgimiento, lo que, por otra parte, le convierte al prejuicio en un fenómeno nada patológico sino normal, natural, universal e inherente al pensamiento humano: no sería sino una de las consecuencias de nuestra necesidad de simplificar nuestro complejo mundo para poder entenderlo. Ahora bien, como ya se ha dicho, esto sería el estereotipo, mientras que el prejuicio añadiría el componente emocional. El simple hecho de categorizar a las personas como miembros del endogrupo o del exogrupo condiciona la forma en que los percibimos y los evaluamos. Pero los sesgos intergrupales no pueden ser explicados de forma adecuada únicamente en función de facrtores cognitivos, sino que hay que tener en cuenta también los factores motivacionales. Los estudios de Tajfel sobre el paradigma del grupo mínimo mostraron que incluso en una situación en la que no hay contacto entre grupos, ni tampoco ninguna cuestión que pueda conducir a un conflicto objetivo por antagonismo de intereses, los sujetos manifiestan sesgos, discriminación y una orientación competitiva a favor de su propio grupo (sesgo del favoritismo endogrupal).

En todo caso, una de las formas más utilizadas para simplificar nuestro entorno consiste en categorizar: organizar el mundo agrupando a los objetos en grupos (Macrae y Bodenhausen, 2000), lo que constituye la base de los prejuicios. En efecto, ya en 1969 Tajfel publicó un importante artículo, titulado Cognitive aspects of prejudice, que dio nuevos bríos al estudio de los estereotipos, en el que proponía que éstos pueden ser concebidos como un caso especial de la categorización, con una acentuación de las simili tudes intragrupales y de las diferencias intergrupales. Y es que difícilmente se entenderán los estereotipos y los prejuicios sin entender previamente la teoría de la categorización, teoría que nos ayuda a explicar la discriminación intergrupal. Al comentar los datos de los experimentos de Sherif, se fijó Tajfel en una observación de aquél que luego pasó por alto: en el mismo momento en que cada uno de los grupos se percató de la existencia del otro, ya antes de que existiera conflicto de metas, aparecían estereotipos negativos recíprocos. Además -y esto es más importante para Tajfel-, antes de que se indujera conflicto alguno, los sujetos ya sobreveloraban la tarea del propio grupo e infravaloraban la del otro. Es decir, la mera categorización era condición suficiente para producir favoritismo endogrupal y hostilidad exogrupal. La mera presencia de otro grupo lleva a que ambos se comporten, antes incluso de empezar a interactuar entre ellos, como si estuviera en conflicto.

Ahora bien, si la categorización es algo inevitable, ¿cómo es que unas personas son prejuiciosas y otras no? Tajfel subraya que no toda categorización da como resultado un prejuicio. Hay formas «inocentes» de categorización que no producen prejuicio, ya que no son asociadas con la hostilidad, ni resultan de gran interés para el sujeto por no tener para él gran relevancia emocional. Como dijimos antes, no todos los que se sienten catalanes son antiespañoles, ni todos los que se sienten españoles son anticatalanes. Además, y afortunadamente, en una sociedad en la que todos pertenecemos a muchos grupos, los conflictos intergrupales son modulados por lo que llama Doise (1979) cruce de categorías: como hombre castellano que soy, por ejemplo, no puedo rebajar la valía del hombre gallego, porque con ello estaría rebajando la valía de mi endogrupo «los hombres». Igualmente, me abstengo de despreciar a la mujer castellana, pues entonces estaría despreciando a «los castellanos», y a mí entre ellos. Y así sucesivamente. Sería, según Doise, esa maraña tan tupida de entrecruzamientos categoriales lo que modera y rebaja la conflictividad social. Todo lo anterior se entendería mejor si tuviéramos en cuenta el sesgo etnocéntrico de atribución o error de atribución último (Pettigrew, 1979), según el cual las acciones de los miembros del endogrupo se atribuirán a causas internas cuando son positivas y a causas externas cuando son negativas, mientras que, inversamente, las acciones de los miembros del exogrupo será atribuidas a causas internas cuando son negativas y a causas externas cuando son positivas, lo que facilita el mantenimiento del prejuicio hacia el exogrupo.

b) Saliencia de los estímulos diferenciados: además de la categorización, existen también otras formas de cognición social que facilitan los estereotipos y, por tanto, también los prejuicios, entre ellos los sesgos ya vistos, sobresaliendo el sesgo de la distintividad que dice que las personas que son distintas (por ejemplo, una mujer en un grupo de hombres, un blanco en un grupo de negros, etcétera) llaman más nuestra atención lo que lleva al riesgo de generalizar a partir de casos únicos. Aunque la mayoría de los revisores que hemos conocido cuando hemos viajado en tren han sido amables, si nos hemos tropezado con dos realmente desagradables, no es raro que nos hayamos hecho un estereotipo negativo de los revisores. Lo mismo ocurre en el caso de los gitanos o de los inmigrantes. Además, aquellos que se encuentran en minoría numérica, al ser más distintivos, su número puede ser sobrestimados por la mayoría. Por ejemplo, en Estados Unidos menos del 0,5 por 100 de la población se declaró musulmana en 2002 en una encuesta de Gallup (Strausberg, 2003), pero la gente suele creer que son muchos más. Otra encuesta Gallup, también ésta de 2002, encontró que el estadounidense medio piensa que el 21 por 100 de los varones son homosexuales y el 22 por 100 de las mujeres lesbianas (Robinson, 2002) cuando entre el 3 y el 4 por 100 de los varones y entre el 1 y el 2 por ciento de las mujeres tienen una orientación homosexual (Nacional Center for Health Statistics, 1991; Smith, 1998; Tarmann, 2002). Además, los efectos de este sesgo suelen ser reforzados por los medios de comunicación, fomentando aún más los estereotipos y los prejuicios. Así, aunque pocas veces un paciente psiquiátrico comete un asesinato, cuando lo hace, los periódicos y la televisión subrayan que «un paciente psiquiátrico mató». Pero cuando no es paciente psiquiátrico no subrayan que no lo es. Algo similar ocurre en el caso de los gitanos o de los inmigrantes.

c) Creencia en un mundo justo: otro de los sesgos perceptivos que coadyuvan al surgimiento y mantenimiento de los prejuicios es el llamado sesgo del mundo justo, que, como ya hemos dicho, no es sino la tendencia a creer que el mundo es justo y que, por tanto, cada uno tiene lo que se merece y merece lo que tiene. De hecho, Lerner (Lerner y Miller, 1978; Lerner, 1980) descubrió que la simple observación de una persona a la que se la está haciendo sufrir injustamente es suficiente para que tal víctima parezca menos valiosa e incluso, a veces, menos inocente. A resultados similares llegaron Carli y otros (1989, 1990): las víctimas de violación eran juzgadas como culpables de lo que las había pasado. Y es que creer en un mundo justo, creer, como a menudo se hace, que las víctimas de violación deben haberse comportado de manera seductora (Borgida y Brekke, 1985), que las esposas golpeadas deben haber provocado sus palizas (Summers y Feldman, 1984), que los pobres no merecen ser mejores (Furnham y Guster, 1984), que los enfermos son responsables de sus enfermedades (Gruman y Sloan, 1983), permite a las personas exitosas tranquilizarse a sí mismas pensando que merecen lo que tienen. Los ricos y los sanos pueden ver su propia buena fortuna y el infortunio de los demás como justamente merecidos. Al vincular la buena fortuna con la vitud y el infortunio con el fracaso moral, el afortunado puede sentir orgullo por sus logros y evitar responsabilidad por el desafortunado, lo que, además, le ayuda a mantener sus prejuicios dado que este sesgo los justifica. No olvidemos que ya desde niños, argumenta Lerner, se nos enseña a través de los cuentos, el cine o la televisión, que el bien es recompensado y el mal castigado. La gente suele creer, erróneamente, que, antes o después, la vida pone a cada uno en su sitio. Pero reparemos en que esto constituye uno de los principales pilares de la sociedad occidental, individualista y competitiva, y, por tanto, del propio capitalismo y de su innegable éxito.

No es raro, pues, que la psicología social de los prejuicios arrastre, casi desde sus inicios, dos problemas muy serios. El primero es un fuerte psicologismo: no debemos quedar satisfechos con estas explicaciones tan psicologistas (cognitivas o emocionales) de los prejuicios, pues éstos son construcciones sociales, culturales e históricas y existen porque cumplen unas funciones muy concretas para el grupo (véase Appadurai, 2007; Feagin, 2006). De hecho, los prejuicios no son algo individual, sino colectivo. De ahí su gran peligrosidad y de ahí también la facilidad con que se traducen en conductas discriminatorias e incluso, a veces, en leyes excluyentes. Por tanto, los estereotipos y los prejuicios cumplen un papel peligroso pero realmente esencial: construyen una realidad social muy concreta, que termina siendo muy real, con unas consecuencias también muy reales. Por eso, si las razas humanas, como realidad biológica, no existen, el racismo, como realidad psicosocial que es, sí existe, como existen también sus consecuencias de exclusión, discriminación y hostilidad, habiendo ocasionado millones y millones de muertos. Y el segundo problema es el excesivo protagonismo que ha tenido el laboratorio en la investigación del prejuicio, aunque cada vez se están haciendo más estudios en la vida real, como los de Shelton y otros (2006) o los de Vorauer (2006; Vorauer y Sakamoto, 2006), analizándose incluso el papel del prejuicio en situaciones cotidianas como las sentencias judiciales o los arrestos policiales (Correll y otros, 2002; 2007).

3. EL RACISMO: MECANISMOS Y PROCESOS PSICOLÓGICOS SUBYACENTES

La relación entre prejuicio y racismo es evidente, aunque éste va más allá. El racismo se basa en el prejuicio, pero no siempre el prejuicio lleva al racismo. Como escribe Cedric Cullingford (2003, pág. 27), «el prejuicio, en su extremo patológico, es una de las manifestaciones más terribles de la naturaleza humana. Es tan penetrante como cruel. Aunque algunos argüirían que es la expresión del propio interés envuelto en formas culturales, puede, como el racismo, convertirse en un fin en sí mismo, así como en un arma política». Pero se trata, ante todo, de una cuestión de identidad, necesidad imperiosa que tenemos de construirnos una nueva identidad sobre los despojos, inventados, de los demás. Eso es el racismo. Y su peligrosidad quedó patente en el nazismo y el nacionalismo extremo de la Alemania hitleriana. Pero cuando se combinan nacionalismo y religión, el resultado puede ser verdaderamente explosivo. Y luego está la propaganda, el tercer pilar del proceso de construcción del racismo, sobre todo cuando se centra en los contenidos emocionales como hicieron los nazis.

La ONU define el racismo como «toda distinción, exclusión, restricción o preferencia basada en motivos de raza, color, linaje u origen nacional o étnico, que tenga por objeto o por resultado anular o menoscabar el reconocimiento, goce o ejercicio, en condiciones de igualdad, de los derechos humanos y libertades fundamentales en las esferas política, económica, social, cultural o en cualquier otra esfera de la vida pública». Y en nuestra sociedad actual el racismo se define ante todo por unos intensos prejuicios contra los inmigrantes, prejuicios que dependen primordialmente de cómo los «otros» están siendo discursivamente construidos en los discursos dominantes de la sociedad (Van Dijk, 2009, pág. 13). Y es que, añade Van Dijk (pág. 14), el foco discursivo está situado en los problemas que Ellos supuestamente nos causan a nosotros, y no en los problemas reales que Ellos tienen debido a Nosotros. Uno de los mayores problemas que los Otros tienen es Nuestro racismo. «Es por Nuestro-Propio racismo que muchos inmigrantes no consiguen papeles, son diariamente acosados por la policía y los burócratas, son frecuentemente insultados, y tienen dificultades para encontrar vivienda o un empleo decentemente remunerado» (Van Dijk, 2009, pág. 15). Pero es que somos nosotros mismos los que construimos el propio concepto de inmigrante, como también hemos construido el concepto de negro. La categoría negro parece natural ya que es «evidente» que existe gente negra. En contra de este sentido común, Malcom X argumentaba que «nosotros no somos negros y nunca lo fuimos hasta el día en que nos trajeron aquí y nos hicieron tales». Es decir, añade Espelt (2009), los negros no existieron como tales hasta que los europeos llegaron a África, los señalaron con el dedo y les dijeron: sois negros. Hasta aquel momento no tenía sentido hablar de negros, pues el concepto de negro es socialmente construido y aún no había sido construido. Es como si en vez de haber dividido a la humanidad en blancos, negros, amarillos y cobrizos, los hubiéramos dividido, en función de la estatura de cada persona, en raza alta, raza media y raza blanca: con el tiempo hubiéramos olvidado que habíamos sido nosotros mismos los que habíamos construido tal clasificación y creeríamos que era la misma naturaleza la que lo había hecho. Y si alguien dijera que se trataba de un constructo social sería objeto de desprecio, y le dirían: ¡ mide tú mismo a las personas y comprobarás empírica y objetivamente que existen tales razas! Y sin embargo la propia comprobación empírica no era sino un nuevo constructo social. No hay hechos, sino interpretaciones, decía Nietzsche.

Hoy día nadie se considera racista, pues a menudo se cree que ser racistas es ser partidario de mandar a los judíos a las cámaras de gas o poco menos. Ello, como dice Rodríguez González (1995, pág. 513), nos permite marginar, discriminar al inmigrante, sin tener la percepción de que nuestras actitudes y/o nuestros comportamientos son en esos casos inequívocamente racistas. Por otra parte, cada vez se utiliza más el término «racista» como un insulto a todos los que no piensan y/o actúan como nosotros, por lo que, como escribe Rodríguez González (1995, pág. 513), «la banalización del término "racista" tiene efectos perversos que aconsejan reducir su uso exclusivamente al sentido estricto y técnico del término». Definámosle, pues, con precisión.

Según Jones (1997), el racismo es una forma especial de prejuicio, pero con estos tres rasgos concretos: 1) asume que las características del grupo social son biológicas; 2) asume también que unas razas son biológicamente superiores a otras; y 3) racionaliza las prácticas institucionales y culturales que formalizan la dominación jerárquica de unos grupos raciales sobre otros. Y sin embargo, está perfectamente claro que la primera premisa es completamente falsa: como ya he dicho, las razas no existen (Smedley, 2006; Smedley y Smedley, 2005), a pesar de que muchas personas sigan creyéndolo (Jayaratne y otros, 2006). La raza no es sino un constructo social y político que se creó para cumplir unas muy concretas funciones sociales y políticas encaminadas a justificar y legitimar la dominación y explotación de unos grupos sociales sobre otros (Kaiser, Dyremforth y Hagiwara, 2006). Además, a menudo el racismo se ha basado en el gran interés que muchas culturas han tenido en mantener la «pureza de la raza» o «la pureza de sangre» y en su gran aversión a la «mezcla de sangre». De ahí que, como escribía el escritor venezolano Arturo Uslar Pietri (1997), el adjetivo «mestizo» ha cargado en muchísimos países y culturas con el inmenso lastre de una inmemorial connotación negativa y hasta infamante. Sin embargo, uniéndome a Uslar Pietri en su «elogio del mestizaje», quiero subrayar que semejante repudio es completamente contrario a la realidad de la historia. De hecho, la historia de las culturas es la historia de la mezcla de culturas, particularmente la nuestra. Pero no es sólo que el mestizaje es una realidad, es que resulta muy fértil y beneficiosa.

Pero ¿en qué consiste exactamente el racismo? ¿Cuáles son los mecanismos psicológicos que le subyacen? El racismo es algo sumamente complejo, con dos dimensiones fundamentales (Van Dijk, 2009, pág. 18): una es la interacción racista cotidiana, que llamamos discriminación, siendo el discurso una de esas formas de interacción racista; y la otra dimensión es la cognición racista, que consiste en una serie de prejuicios racistas socialmente compartidos e ideologías fundamentales subyacentes. Estas cogniciones racistas constituirán la base de la discriminación racista. «El discurso vincula ambas dimensiones del racismo, por un lado, porque el discurso racista es una forma de discriminación racista como otras y, por el otro, porque aprendemos prejuicios e ideologías racistas a través de los discursos dominantes de la sociedad, en la medida en que también influyen sobre el discurso cotidiano de nuestras madres y padres, familia y amigos» (Van Dijk, 2009, pág. 18).

Ahora bien, ¿es cierto lo que muchos creen de que actualmente están disminuyendo mucho los prejuicios? Afortunadamente sí. En efecto, si preguntamos a los estadounidenses «¿tendría usted algún inconveniente en enviar a sus hijos a escuelas donde la mitad de los alumnos fueran negros?», el 90 por 100 decía en 1989 no tener ningún inconveniente, frente al 30 por 100 en 1942. En 1942 la mayoría de los estadounidenses coincidían al responder: «Debería haber secciones separadas para los negros en los tranvías y en los autobuses» (Hyman y Sheatsley, 1956), sin embargo hoy día parecería extraño incluso hacer esa pregunta. Por otra parte, en 1942 menos de un tercio de todos los blancos (menos de un 2 por 100 en los Estados sureños) apoyó la integración escolar, mientras que tal apoyo fue ya de un 80 por 100 en 1989. En los años 40 el prejuicio antinegro estaba tan extendido en los Estados Unidos que incluso los propios negros los tenían (Clark y Clark, 1947). Sin embargo, para saber si realmente se están extinguiendo los prejuicios sería necesario medirlos con ítems diferentes a los utilizados hace cincuenta años. Así, el item «Probablemente me sentiría incómodo bailando con una persona negra en un lugar público», detecta más sentimiento racial que «Probablemente me sentiría incómodo viajando en autobús con una persona negra». De hecho, en una encuesta, sólo el 3 por 100 de los blancos dijo que no desearía que su hijo asistiera a una escuela integrada, pero el 57 por 100 reconoció que sería infeliz si su hijo se casaba con una persona negra (Life, 1988). Este fenómeno de mayor prejuicio en las esferas sociales más íntimas parece universal.

En resumidas cuentas, y en contra de lo que pudiera creerse, el racismo sigue siendo hoy día un problema. Ciertamente ha disminuido (Dasgupta, 2004; Dovidio y Gaertner, 2000), pero no ha desaparecido en absoluto, y lo que es más importante: se ha transformado, agazapándose tras ropajes políticamente correctos, como luego veremos. Pero lo grave del racismo, como del sexismo, es que influye en todos los ámbitos de la vida y en la calidad de vida de las personas pertenecientes a los grupos dominados. Por ejemplo, en 2005, en los Estados Unidos, los ingresos medios de los blancos no hispanos era de 50.784 dólares, el de los hispanos de 35.967 y el de los afroamericanos de 30.858 (De- Navas-Walt, Procker y Lee, 2006). Sin embargo, el salario medio de los asiáticos era de 61.094. Igualmente, el estrés es mayor en los grupos prejuiciados (Giscombe y Lobel, 2005). Además, la vieja correlación entre racismo y conservadurismo se mantiene actualmente (Reyna y otros, 2005), sobre todo en cuanto a las actitudes hacia la acción afirmativa o discriminación positiva.

Existen datos suficientes que confirman que el prejuicio no está disminuyendo sino que se está transformando. Dado que hoy está muy mal visto ser racista y tener prejuicios, la gente tiende a mostrarse como no racista, aunque siga teniendo afectos y sentimientos negativos hacia los miembros de ciertos grupos. Ante esto, algunos autores afirman que las personas son conscientes de sus prejuicios, sólo que les da reparo manifestarlos públicamente; otros, en cambio, creen que la cuestión es más compleja y que como respuesta a las fuertes campañas que contra el prejuicio y el racismo están llevándose a cabo en las escuelas, y los medios de comunicación, aquellos están adquiriendo modalidades más sutiles (Dovidio y otros, 1992). Así, Duncan (1976) hizo que sus sujetos, estudiantes universitarios blancos, observaran una video grabación de un hombre empujando ligeramente a otro durante una breve discusión. Pues bien, cuando era un blanco el que empujaba a un negro, sólo el 13 por 100 estimaron el acto como «conducta violenta», frente al 73 por 100 cuando era un blanco el «empujado» por un negro. Por otra parte, cuando, en una situación tipo Milgram, a los sujetos se les pedía que utilizaran descargas eléctricas para «enseñar» una tarea, los blancos daban las mismas descargas a una persona negra que a una blanca, excepto cuando estaban enojados o cuando la «víctima» no tenía forma de saber quién le había dado las descargas (Crosby y otros, 1980; Rogers y PrenticeDunn, 1981). La conducta discriminatoria no sale ala superficie, como señala Myers, cuando una conducta pudiera parecer prejuiciosa sino cuando es posible ocultarla detrás de la pantalla de algún otro motivo. De hecho, hace ya casi cuarenta años que Sears y Kinder (1971) escribían que el racismo sólo estaba cambiando su forma de expresión para adaptarse a los nuevos valores de la sociedad. Y a esta nueva forma de racismo la llamaron racismo simbólico, un tipo de racismo que ya no acepta, por excesivamente burdos, los estereotipos tradicionales sobre la inteligencia, la laboriosidad y la honestidad de los miembros de las minorías, ni tampoco la discriminación abierta y directa. Por ello, añaden Sears y Kinder, no se consideran a sí mismos racistas. Desde entonces se han propuesto otros términos para referirse a este racismo. Así, McConahay y Hough, 1976) lo llamaron «racismo moderno», Barrer (1981) «nuevo racismo», Gaertner y Dovidio (1986, 2004) «racismo aversivo», Katz, Wackenhut y Hass (1986) «racismo diferencialista» o Pettigrew y Meertens (1995) «prejuicio sutil».

Pettigrew y Meertens (1995) han diferenciado entre racismo tradicional o manifiesto, y racismo moderno o sutil. Mientras que el primero consta de dos componentes fundamentales (la percepción de amenaza por parte del exogrupo y la oposición al contacto íntimo con quienes pertenecen a él), el segundo posee tres componentes, más aceptables en la cultura occidental: a) la defensa de los valores tradicionales, lo que lleva con frecuencia a culpabilizar a las víctimas de este tipo de prejuicio de su propia situación, al no querer asimilarse: «Yo no puedo ni ver a los gitanos, pero no es por ser gitanos, sino porque son vagos, sucios y no quienes integrarse»; b) la exageración de las diferencias culturales: la situación de desventaja en la que se encuentra el grupo discriminado ya no se atribuye a su inferioridad, sino a diferencias culturales, con lo que es difícil que lo tachen a uno de «racista»; y c) dado que tener reacciones emocionales negativas hacia los miembros del exogrupo puede ser considerado como indicio de ser racista, el prejuicio sutil no admite la existencia de esos sentimientos negativos, pero se manifiesta no teniendo sentimientos positivos hacia los miembros del exogrupo. Es más, estos mismos autores, en una encuesta realizada en cuatro países de la Unión Europea (Alemania, Francia, Gran Bretaña y Holanda), encontraron apoyo empírico a su propuesta, lo que les llevó a diferenciar cuatro tipos de personas: los fanáticos (presentan ambos tipos de racismo, el tradicional y el moderno), los racistas sutiles (altos en racismo sutil y bajo en el manifiesto), los no racistas (puntuaciones bajas en ambos), y personas con alto racismo manifiesto y bajo sutil (prácticamente casi nadie fue incluido en este grupo). Y así, mientras los «fanáticos» querían que se restringieran los derechos de los inmigrantes, que la mayoría o todos fueran devueltos a sus países de origen y que se hiciera poco o nada para mejorar la relación entre los nativos y los inmigrantes, los «igualitarios» presentaban un patrón de respuesta opuesto (que se aumentaran los de rechos de los inmigrantes, que se les permitiera quedarse y que se aplicaran medidas para mejorar las relaciones con ellos). En cambio, los racistas «sutiles» adoptaban posiciones intermedias, consistentes en rechazar a las minorías pero haciéndolo de manera socialmente aceptable. Por ejemplo, estas personas ni restringirían ni incrementarían los derechos de los inmigrantes; no enviarían a todos los inmigrantes «a casa», sino sólo a aquellos para quienes existiera una razón no-prejuiciosa para hacerlo (por ejemplo, delincuentes o los que no tuvieron trabajo). Pero no olvidemos que una de las características de las nuevas formas de prejuicio no es tanto la presencia de fuertes actitudes negativas hacia las minorías, como la ausencia de sentimientos positivos hacia ellas. Claramente lo decía Brewer (1999) hace una década: muchas formas de discriminación actuales no provienen de la hostilidad al exogrupo, sino de que las emociones positivas, como la admiración, la simpatía o la confianza, se dan únicamente hacia los miembros del endogrupo.

En el nuevo racismo destacan tres grandes perspectivas: la del racismo simbólico, la del racismo latente o aversivo y la del racismo sutil, con algunas diferencias entre ellos, pero compartiendo todos un rechazo poco consciente hacia los miembros de ciertas minorías. Así, Samuel Gaertner (1973) analizó, en una situación que no suponía ninguna emergencia, si las personas blancas y negras eran ayudadas por igual por miembros (blancos) del Partido Liberal y del Partido Conservador cuando recibían una llamada telefónica, aparentemente equivocada, donde se les hacía una petición de ayuda. La persona que llamaba, de quien se adivinaba fácilmente su origen por el acento, les explicaba que había tenido una avería en el coche y que estaba intentando contactar desde un teléfono público con el taller mecánico, añadiendo que no tenía más monedas para hacer otra llamada y pidiendo a su interlocutor si podía ayudarla llamando él al garaje. Los resultados fueron consistentes con la teoría de la personalidad autoritaria de Adorno: los miembros del Partido Conservador llamaron al garaje en un porcentaje significativamente más bajo en el caso del conductor negro que en el del blanco (un 65 por 100 y un 92 por 100 respectivamente), mientras que los miembros del más progresista Partido Liberal ayudaron casi por igual al conductor blanco y al negro (75 por 100 y 85 por 100, respectivamente). Pero lo interesante y sorprendente de este estudio fue que los liberales, en cuanto se daban cuenta de que era una llamada equivocada colgaron enseguida, en un mayor porcentaje a los negros que a los blancos (19 por 100 frente al 3 por 100), mientras que en los conservadores no se observó esta diferencia (8 por 100 frente 5 por 100). Ello parece mostrar que tanto conservadores como liberales tenían prejuicios contra los negros, pero los exteriorizaban de diferente manera. Y es que los racistas latentes

simpatizan con las víctimas de las injusticias y son partidarios de adoptar medidas en contra de la discriminación de los inmigrantes y de las minorías en general. Se identifican con los valores humanistas y abogan por la libertad, la igualdad y la solidaridad. Por todo ello, se ven a sí mismos como personas tolerantes, sin prejuicios racistas y contrarias a cualquier forma de discriminación. Pero también poseen sentimientos y creencias de carácter negativo hacia determinadas minorías, producto, básicamente, de su socialización en una cultura históricamente racista. Estas actitudes contradictorias y ambivalentes crean una tensión psicológica en el individuo que conduce a un comportamiento inestable, a una alternancia de conductas positivas y negativas hacia tales minorías. Debido a su interés por mantener su autoirnagen de personas igualitarias están muy motivados para evitar conductas claramente racistas, lo que, en ocasiones, como una manera de reafirmar sus convicciones igualitarias y sus actitudes aparentemente no racistas, los lleva a tratar más favorablemente a los miembros de las minorías que a los de su propio grupo. En cambio, sus prejuicios latentes se manifiestan principalmente cuando pueden encontrar argumentos no étnicos para justificar o racionalizar sus actitudes negativas (Espelt, 2009, pág. 22).

Sin embargo, añade Espelt (págs. 22-23),

la sutileza de la expresión del racismo latente no debe escondernos que sus repercusiones no son nada sutiles, ya que restringe las oportunidades de las minorías (pensemos en diversos contextos, por ejemplo, una entrevista de trabajo, la búsqueda de una vivienda o un juicio) y nos encamina hacia la exclusión social. Incluso puede ser tan o más insidioso que el racismo tradicional ya que el doble código moral en que se apoya resulta especialmente frustrante para sus víctimas... Los racistas latentes también pueden comportarse de forma abiertamente racista durante períodos de gran excitación emocional, fuerte estrés o tensión social... cuando el individuo se encuentra estresado, emergen sus prejuicios latentes y tiende a comportarse de manera discriminatoria y racista. Hasta cierto punto, ello explica los abucheos, insultos y cánticos racistas que se escuchan en numerosos estadios de fútbol de España hacia los jugadores negros del equipo contrario. El clima de tensión y desinhibición emocional que se crea en un campo de fútbol facilita la manifestación sin tapujos del racismo y, en general, de las expresiones emocionales que son reprimidas en la vida cotidiana.

Merece la pena insistir más en la relación existente entre racismo sutil (o latente) y discriminación en situación de estrés, ira o amenaza. A esto es a lo que Rogers y Frentice-Dunn (1981) llaman racismo regresivo, según el cual en la mayoría de las situaciones la gente actúa siguiendo las normas igualitarias que hoy día rigen en nuestra sociedad, pero bajo condiciones de estrés o cuando están emocionalmente excitadas, las personas regresan a las viejas formas de interacción, tendiendo, por tanto, a comportarse de forma racista y discriminatoria. Recuérdese cómo el 4 de febrero de 1999, cuatro policías blancos de Nueva York mientras buscaban a un violador, sospecharon de Amadou Diallo, un inmigrante africano negro que estaba parado delante de su casa, ordenándole que se quedara «quieto». Amadou quiso identificarse e intentó sacar su cartera del bolsillo de su pantalón, pero los policías, creyendo que iba a sacar un arma, le dispararon, matándolo instantáneamente. Como se ve, fue el estrés de la situación lo que llevó al fatal desenlace. Pero probablemente eso no hubiera ocurrido si Adamou hubiera sido blanco. En efecto, como consecuencia de este triste suceso, Payne (2001) estudió si la simple presencia de una cara negra podía hacer que las personas confundieran objetos inofensivos con un arma, para lo que mostró a sus sujetos imágenes de herramientas y pistolas que debían clasificar tan rápidamente como pudieran. Antes de presentarles los objetos, a los participantes se les proyectaba brevemente una cara blanca o negra. Cuando la presentación de una herramienta era precedida por una cara negra era más probable que la confundieran con una pistola que cuando se les había mostrado una cara blanca. De forma similar, otros estudios en los que los sujetos tenían que apretar el botón de «disparar» con una pistola lo más rápidamente que pudieran cuando en la pantalla del ordenador apa reciera un hombre (blanco o negro) y apretar el botón de «no disparar» cuando llevara un objeto inofensivo (una botella o una linterna), mostraron cómo los participantes se equivocaban y disparaban erróneamente con más frecuencia a la persona negra que a la blanca (Correll y otros, 2002; Greenwald, Nosek y Banaji, 2003; Judd y otros, 2005). Incluso existen datos que muestran que el prejuicio implícito activa zonas cerebrales asociadas con la detección de amenazas y el desencadenamiento del miedo (Phels y otros, 2000). Y no olvidemos que estamos en un momento particularmente peligroso, sobre todo por tres razones: en primer lugar, existe interés real en ciertos círculos de poder en crear miedo (la Administración Bush nos lo mostró sobradamente); en segundo lugar, la actual sociedad postmodema está completamente impregnada de incertidumbre; y en tercer lugar, nos encontramos en una crisis económica muy profunda. Por tanto, no debe extrañar a nadie que sea tan difícil terminar con los prejuicios. Como decía Einstein, «¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio». Sin embargo, «ser conscientes de nuestros prejuicios, de que si bien los valores igualitarios forman parte de nuestra identidad en determinadas situaciones podemos comportamos de forma racista, es un paso necesario para intentar desprendernos de ellos. Saber que existen ya es una manera de combatirlos» (Espelt, 2009, pág. 180). Y tengamos presente que si el prejuicio tradicional es más propio de personas conservadoras, el latente lo es de personas progresistas.

Pero si nos interesa reducir los prejuicios es principalmente por dos razones. En primer lugar, por la peligrosidad social que encierra (baste con recordar el Holocausto o las matanzas en Ruanda o de la guerra incivil española); y en segundo lugar, por el daño que produce en los miembros de los grupos discriminados, teniendo efectos muy negativos no sólo económicos y sociales, sino incluso para su salud física y psíquica (Williams, 1999), daño que deriva, en parte, del propio estigma que les coloca (Inzlich, MaKey y Aronson, 2006; Otatti, Bodenhausen y Newman, 2005). Y tal vez lo más grave es que, con frecuencia, los miembros de los grupos estigmatizados aceptan e internalizan los rasgos negativos que suelen asociarse al grupo a que pertenecen Qost, Banaji y Nosek, 2004; Jost y Hunyadi, 2004). Ello explica, al menos en parte, la exactitud que suelen tener los estereotipos, sean éstos «raciales», étnicos, nacionales o de género. Por consiguiente, en cuanto a las consecuencias que para sus víctimas tienen los prejuicios, subrayaremos, con Klineberg (1963, pág. 43), que «los grupos hacia los cuales son mantenidos estereotipos pueden modificar su propia conducta como resultado de ello», de forma que se cumpla la profecía. Recientemente, Major y Sawyer (2009) han revisado la literatura existente sobre las consecuencias psicológicas, interpersonales y físicas derivadas del hecho de percibirse a sí mismos como víctimas de la discriminación prejuiciosa, especialmente la influencia que ello tiene sobre la autoestima y las consecuencias que de ello se derivan, encontrando que, además de importantes efectos negativos, también se observan en algunos ciertas atribuciones causales que incrementan su autoestima y les protege de la depresión, convirtiéndolas en personas claramente resilientes (Major y otros, 2007). Entre las consecuencias negativas sobresalen las conductas que contribuyen a confirmar el propio estereotipo (Aronson y Steele, 2005; Steele, Spencer y Aronson, 2002). Por ejemplo, y como ya hemos visto, existe el estereotipo de que las mujeres no son competentes en matemáticas, de forma que en situaciones en las que tal reputación es relevante (por ejemplo, a la hora de hacer un examen de matemáticas) las personas estereoti padas negativamente (en este caso, las mujeres) pueden experimentar una carga mental extra que no experimentan las personas que no tienen esa misma identidad social (en este caso, los hombres), de forma que tal estereotipo puede convertirse en una expectativa que se cumple a sí misma, lo que llevará a rendir peor en matemáticas. Este efecto de la amenaza a la identidad social ha sido demostrada en al menos 200 estudios a lo largo de la última década (Aronson y McGrone, 2009), lo que constituye una prueba más de lo importante que es el ambiente en la conducta tanto racial como de género frente a las tesis genetistas que aún defienden algunos autores como es el caso de Jencks y Phillips (1998) o Rushton y Jensen (2005). La conclusión es evidente: «Las personas que regularmente exhiben un bajo rendimiento intelectual - afroamericanos, latinos y mujeres en los campos de la matemática y la ciencia - frecuentemente son más inteligentes de lo que muestran y gran parte de sus dificultades tienen su raíz no en una inteligencia inferior sino, más bien, en las maleables fuerzas sociales a que tienen que enfrentarse en sus interacciones cotidianas» (Aronson y McGlone, 2009, pág. 153). Pero son muy diversas las situaciones en las que la identidad social se siente amenazada (McGlone y Aronson, 2006; Shapiro y Neuberg, 2007). Por consiguiente, como se ha demostrado (Aronson y Williams, 2004; Johns, Schmader y Martens, 2005; McGlone y Aronson, 2007), una forma de mejorar el rendimiento (escolar, laboral, etcétera) de esas personas consiste justamente en mostrarles la existencia de ese estereotipo y los efectos de la amenaza a su identidad social. En el tal vez más sorprendente de estos estudios, Spencer y otros (1999) pusieron a sus sujetos, hombres y mujeres, ante una prueba de matemáticas difícil, diciéndoles a los sujetos del grupo experimental: «Esta prueba no muestra diferencias de género.» Pues bien, mientras en el grupo control, y en línea con el contenido del estereotipo, las mujeres rindieron peor que los hombres, en la condición experimental lo hicieron mejor que las del grupo control, e incluso ligeramente mejor que los hombres del grupo experimental. Algo similar se encontró con sujetos blancos y negros (Brown y Day, 2006), con latinos (Aronson y Salinas, 1997; González, Blanton y Williams, 2002; Schmader y Johns, 2003), con nativos americanos (Osborne, 2001) o con mujeres (Schmader, 2002). Evidentemente, ello no constituye ningún fenómeno mágico, sino que es producido por una serie de procesos psicosociales subyacentes que incluyen la ansiedad, las expectativas y el esfuerzo (véase Aronson y McGlone, 2009). Esto tiene importantes aplicaciones en educación (Good y Aronson, 2008), en deporte (Beilock y McConnell, 2004) o en la tercera edad (por ejemplo, Levy, 1996, encontró que sus sujetos, adultos ya mayores, mostraban una mejor memoria cuando se les informaba de estereotipos de edad positivos que de negativos).

En definitiva, tendemos a comportarnos según nuestra identidad social, es decir, según el estereotipos existente con respecto al grupo a que pertenecemos, de manera que las mujeres tenderán a rendir peor en matemáticas, los negros americanos a jugar mejor al baloncesto o los andaluces a ser más extravertidos. Es en este sentido que podemos decir que los prejuicios crean la realidad social. Por tanto, si somos nosotros mismos, con nuestro lenguaje, con nuestras prácticas sociales y con nuestros prejuicios, los que construimos la realidad social, construyámosla de una forma positiva, intentando, entre otras cosas, eliminar o al menos reducir los prejuicios, pues como decía Michel Foucault, lo que hemos construido socialmente, podemos destruirlo políticamente.

4. CÓMO REDUCIR LOS PREJUICIOS Y EL RACISMO

Tras lo que hemos visto, el lector entenderá perfectamente que los psicólogos sociales nos conformemos con aspirar a reducir los prejuicios, y evitemos hablar de su eliminación. Incluso su reducción es difícil y para ello lo primero que tenemos que hacer es, también aquí, abandonar todo esencialismo: las razas no existen como entidades biológicas, sino sólo en nuestras cabezas y en nuestra cultura, pues somos nosotros quienes las hemos construido, y es de esto de lo primero que tenemos que ser conscientes a la hora de intentar reducir nuestros propios prejuicios o los de los demás. De hecho, de las tres teorías que mejor explican el surgimiento del prejuicio (la teoría de la categorización social, la teoría de la identidad social y la teoría del esencialismo), es la tercera la que mejor nos dice lo que debemos evitar (Bastian y Haslam, 2006; Haslam, Rothschild y Ernst, 2002). El esencialismo consiste en creer que las características de las personas así como su conducta dependen de su naturaleza, por lo que difícilmente pueden cambiar. No es raro, pues, que cuanto más se adhiera la gente al esencialismo, más creerán en las diferencias grupales y más racistas serán (Bastian y Haslam, 2006) Resulta difícil reducir los prejuicios principalmente porque se trata de un fenómeno que hunde sus raíces en múltiples niveles (individual, social y cultural) y que tienen tanto aspectos automáticos como aspectos de un pragmatismo social, lo que les hace enormemente resistentes al cambio. Es más, si existe algún consenso general entre los expertos en este campo es en la gran dificultad existente para eliminar los prejuicios e incluso para una reducción significativa (Gaertner y Dovidio, 2009, pág. 489), sobre todo por estas tres razones: por las funciones individuales, sociales y culturales que están cumpliendo; porque las personas que tienen prejuicios han conseguido adaptarse a ellos y se sienten a gusto teniéndolos (Monteith y Mark, 2009, pág. 507; y porque solemos tener actitudes explícitas (conscientes) e implícitas (automáticas) hacia la misma persona, de forma que, por ejemplo, podemos conservar de nuestra infancia un miedo o desagrado automático hacia personas por las que ahora expresamos respeto y aprecio, de manera que aunque las actitudes explícitas pueden cambiar drásticamente con la educación, las actitudes implícitas pueden permanecer. Así, Greenwald y otros (1998, 2000) encontraron que nueve de cada diez blancos, a pesar de que no tenían prejuicios explícitos contra los negros, tardaban más tiempo en identificar palabras agradables, como paz o paraíso, cuando las asociaban con caras de hombres negros que de blancos.

Ahora bien, si son procesos cognitivos automáticos los que llevan al prejuicio y a la discriminación, entonces, ¿no podemos controlar estos fenómenos? Sí podemos, pues a la vez que existen procesos automáticos subyacentes al prejuicio, también hay otros procesos psicosociales que ayudan a evitarlos (Bodenhausen, Tood y Richeson, 2009), como pueden ser la empatía, las normas sociales o incluso las sanciones legales o incluso la negociación de las relaciones interraciales (Richeson y Shelton, 2007).

En resumidas cuentas, digamos que los estereotipos y los prejuicios se originan de una forma automática, a través principalmente de los procesos de categorización y de otros procesos perceptivos y de memoria automáticos, pero se mantienen gracias a su gran utilidad social, lo que explica su gran resistencia al cambio, resistencia que se apoya también en la ignorancia. En efecto, la ignorancia ha sido una de las más antiguas hipótesis sobre los prejuicios. Stephan y Stephan (1984) proponen un modelo se gún el cual es la falta de contacto con los miembros del grupo prejuiciado lo que sustenta la ignorancia que, a su vez, promueve la ansiedad y la frustración, y lleva a los estereotipos y a los prejuicios. Sin embargo, es evidente que la ignorancia no es el único factor que lleva al prejuicio, sino que también hay otros factores individuales, tanto cognitivos (ciertos sesgos automáticos de percepción, de cognición y de memoria) como motivacionales, que facilitan la estereotipia y los prejuicios. Pero también intervienen, y como protagonistas, factores sociales e ideológicos. Por tanto, debemos ser aquí moderadamente optimistas, dado que es posible reducir los prejuicios a través de intervenciones individuales, sobre todo cuando los individuos están motivados para ello, pero si de verdad queremos reducir los prejuicios debemos intervenir principalmente sobre los factores sociales en que se basan así como en los factores interactivos. De ahí que, por su eficacia, destaquen aquí estas tres formas de reducir el prejuicio: 1) cambios estructurales en la distribución del poder y los recursos; 2) medidas de discriminación positiva y acción afirmativa; y 3) técnicas de aprendizaje cooperativo.

Otro procedimiento eficaz para reducir el prejuicio consiste en suprimir las fronteras entre los grupos lo que, obviamente, no es fácil, existiendo ante todo tres formas de conseguirlo: buscar un enemigo común a los dos grupos; establecer metas supraordinales, como nos enseñó Sherif; y acudir a una identidad grupal común (Nier y otros, 2001), como pudiera ser el caso, por ejemplo, de la utilización de la etiqueta de «madridistas» para reducir los prejuicios entre madrileños-españoles seguidores del Real Madrid y madrileños-latinoamericanos también seguidores del mismo equipo. De hecho, existe evidencia empírica que sugiere que

el tener una identidad intragrupal común mediatiza los efectos de las variables de la hipótesis del contacto, incrementando los sentimientos y las conductas positivas hacia miembros concretos del exogrupo. Más aún, somos optimistas porque una identidad supraordinal puede iniciar unas interacciones más abiertas y personalizadas, así como unas orientaciones más cooperativas y altruistas hacia los miembros del exogrupo. Aunque la representación cognitiva de una identidad supraordinal pueda ser a menudo breve e inestable, parece que es capaz de iniciar conductas que pide reciprocidad y, de esta manera, puede tener consecuencias grupales más permanentes. También pueden algunas de estas conductas iniciar procesos que pueden reducir los sesgos a través de otras vías adicionales. Por ejemplo, consideramos que la principal ventaja de inducir una identidad común es su capacidad para cambiar temporalmente el curso de las interacciones intergrupales y de iniciar procesos e intercambios constructivos tanto intergrupales como interpersonales de una manera que tenga efectos más duraderos para producir unas relaciones más positivas entre los grupos (Gaertner y Dovidio, 2009, pág. 502).

Resumiendo mucho, podemos decir que, a la hora de estudiar a nivel experimental la reducción del prejuicio, existen básicamente dos líneas: a) la que tiene su origen en Estados Unidos, en concreto en G.Allport (1954a) y que recomienda el contacto entre miembros de uno y otro grupo, pero con ciertas condiciones. Es la llamada hipótesis del contacto. Basándose en esta teoría, a lo largo de las décadas de los 80 y 90 del siglo xx se desarrollaron diferentes técnicas de aprendizaje cooperativo (Aronson y otros, 1978; Johnson y Johnson, 1975, véase una revisión en Ovejero, 1990) que pretendían aumentar el rendimiento del alumnado, reducir los conflictos y mejorar las relaciones intergrupales dentro del aula, lo que hacía prever una disminución del prejuicio tanto dentro como fuera de las escuelas, como así se ha demostrado; y b) la que tiene su origen en Inglaterra, en concreto en Henri Tajfel y sus discípulos, es decir, en la llamada teoría de la categorización y la identidad social, teoría que recomienda intervenciones que rompan o reordenen las fronteras entre los grupos.

Sin embargo, la reciente revisión de Palluck y Green (2009) sobre este tema es sorprendentemente crítica, concluyendo que existe una gran debilidad en la literatura científica existente, siendo las técnicas de aprendizaje cooperativo las que mejor parecen reducir el prejuicio, pero que tampoco ellas han demostrado todavía ser eficaces a largo plazo en la vida real. Como ya he dicho, los prejuicios, a causa de las importantes funciones que cumplen, son tan difíciles de cambiar que, al menos a mi modo de ver, se hace necesaria la combinación de diferentes estrategias en un proyecto interdisciplinar bien planeado que combine la acción afirmativa y la discriminación positiva, con medidas socioeconómicas y de inserción laboral así como con la creación de metas supraordinales, la incorporación de identidades supragrupales y la implementación escolar de técnicas de aprendizaje cooperativo, siempre con la colaboración de los medios de comunicación de masas como pueden ser la radio y sobre todo la televisión. Con respecto a esto último, examinó Paluck (2009) la eficacia de un programa de radio de entretenimiento en Ruanda que sí consiguió mejorar las mutuas percepciones entre hutus y tutsis así como sus relaciones intergrupales, bien fuera a causa de los cambios que se producían en la percepción de las normas sociales, como sostiene Paluck (2009), o bien a causa de la empatía intergrupal que se conseguía, como sostienen Staub y Pearlman (2009) o por ambas cosas a la vez, como yo creo.

En conclusión, el prejuicio es muy difícil de modificar porque es un producto de intereses grupales incompatibles a la vez que también contribuye a «resolver» problemas psicológicos individuales, generalmente relacionados con la necesidad de identidad y con la de pertenencia, además de que con frecuencia no hay voluntad política de reducirlos, lo que puede ser altamente peligroso sobre todo en el contexto de la actual crisis económica. Un ejemplo de lo que quiero decir lo tenemos en los acontecimientos que se produjeron en París en 2005 y en la forma en que fueron gestionados por el gobierno galo. Después de aquellos serios disturbios, actualmente la policía ni se atreve a entrar en algunos barrios parisinos en los que algunos jóvenes incluso ya no dudan en disparar, llegando incluso a organizar emboscadas contra la policía. La razón de ello, sostiene Sami Nair (2009), es el rechazo por parte del Estado a afrontar la cuestión de la integración social, produciéndose la llamada paradoja de la inmigración: los inmigrantes de la segunda generación, nacidos ya en Europa, tienen más problemas de integración que sus padres, pues éstos eran más invisibles, mientras que a medida que sus hijos, que no son inmigrantes sino franceses (o ingleses, o españoles...), aspiran a tener los mismos empleos que los demás franceses, por lo que, paradójicamente, serán más rechazados que sus padres, que sí eran inmigrantes. Esta situación, concluye Nair (2009, pág. 6), es altamente preocupante porque fortalece el ascenso de los integrismos comunitarios y de las solidaridades étnicas. Tengamos en cuenta que «un itinerario habitual de los llamados yihadistas globales surgidos en el seno de las comunidades musulmanas inmigradas a Occidente es el de jóvenes que se han sentido rechazados y humillados a causa de su origen. Entonces, el joven, a menudo con una identidad difusa y en busca de un sentido para su vida, es especialmente vulnerable al discurso grandilocuente de los fundamentalistas que le ofrecen la posibilidad de sentirse integrado y de recuperar su orgullo y autoestima» (Espelt, 2009, pág.23). Nuestro racismo, pues, si no le corregimos con urgencia, seguirá construyendo identidades asesinas (Maalouf, 2004) de incalculables consecuencias, en las que, no lo olvidemos, nosotros tenemos una gran responsabilidad (Maalouf, 2009).