Cambios y ceremonias

El odio de los chicos era peligroso, era penetrante y vivo, un legado prodigioso, como la espada de Arturo arrancada de la piedra del libro de lectura de séptimo. El odio de las chicas, en comparación, parecía confuso y lacrimógeno, amargamente defensivo. Los chicos se te echaban encima en sus bicicletas y hendían el aire por donde habías pasado, grandiosamente, sin piedad, como si lamentaran no tener cuchillos en las ruedas. Y decían cualquier cosa.

Decían, en voz baja: «Hola, furcias».

Decían: «Eh, ¿dónde tenéis el agujero de follar?», con un tono de alegre repugnancia.

Decían cosas que te arrebataban la libertad de ser lo que querías, te reducían a lo que ellos veían, y eso solo bastaba para provocarles arcadas. Mi amiga Naomi y yo nos decíamos: «Haz como que oyes llover», ya que éramos demasiado orgullosas para cruzar la calle y evitarlos. A veces les contestábamos a gritos: «¡Id a lavaros la boca en el abrevadero, que el agua potable es demasiado buena para vosotros!».

Después del colegio Naomi y yo no quisimos ir a casa. Miramos los carteles de la película que proyectaban en el Lyceum Theatre y las novias del escaparate del fotógrafo, y luego fuimos a la biblioteca, que se encontraba en el edificio del ayuntamiento. A un lado de la puerta principal, en las ventanas, se leían las letras: SERV CIO DE SEÑ RAS. Al otro lado se leía SALA DE LE TURA PÚBL C. Las letras que faltaban nunca habían sido sustituidas. Todo el mundo había aprendido a leer las palabras sin ellas.

Junto a la puerta había una cuerda; colgaba de la campana que había debajo de la cúpula, y en el letrero marronáceo que había al lado se leía: «100 dólares de multa por uso indebido». En las ventanas del servicio de señoras se sentaban las mujeres de los granjeros, con sus pañuelos y chanclos de goma, a esperar que sus maridos pasaran a recogerlas. En la biblioteca casi nunca había nadie aparte de la bibliotecaria, Bella Phippen, sorda como una tapia y coja como consecuencia de la polio. El concejo municipal le había ofrecido el cargo de bibliotecaria porque nunca habría conseguido un empleo como era debido. Se pasaba la mayor parte del tiempo en una especie de nido que se había construido detrás del escritorio, con cojines, mantas afganas, latas de galletas, un hornillo eléctrico, una tetera y una maraña de bonitas cintas. Su hobby era confeccionar alfileteros. Todos eran iguales: una muñeca Kewpie vestida con esas cintas, que formaban una falda de aro sobre el alfiletero en sí. Regalaba uno a cada chica que se casaba en Jubilee.

Una vez le pregunté dónde podía encontrar algo, y rodeó el escritorio arrastrándose, cojeó pesadamente a lo largo de los estantes y regresó con un libro. Me lo dio, diciendo con la voz fuerte y solitaria del sordo:

—Ahí tienes un libro precioso.

¿Era The Winning of Barbara Worth?

La biblioteca estaba llena de libros como ése. Eran libros viejos, de color azul, verde o marrón apagado, con las cubiertas ligeramente emblandecidas y sueltas. El frontispicio a menudo era una acuarela pálida de una dama con un vestido estilo Gainsborough, y una cita debajo que decía algo así: «Lady Dorothy se refugió en la rosaleda para meditar mejor sobre el alcance de ese misterioso mensaje (p. 112)».

Jeffery Farnol. Marie Corelli. The Prince of the House of David. Viejos amigos manoseados, tristes, preciosos. Los había leído, ya no los leía. Otros libros los reconocía por el lomo, conocía la curva de cada letra de sus títulos, pero nunca los había tocado, nunca los había apartado. Forty Years a Country Preacher. The Queen’s Own in Peace and War. Eran como las personas que veías por la calle día tras día, año tras año, a quienes nunca conocías más que de vista; eso podía pasar incluso en Jubilee.

En la biblioteca me sentía feliz. Las paredes de páginas impresas, prueba de tantos mundos creados, eran un consuelo para mí. Todo lo contrario le pasaba a Naomi, a quien la visión de tantos libros la agobiaba, produciéndole una sensación de opresión y recelo. Ella solía leer libros de misterio infantiles, pero al hacerse mayor había perdido la costumbre. Era lo normal en Jubilee; la lectura era como mascar chicle, un hábito que se abandonaba cuando la seriedad y las satisfacciones de la vida adulta tomaban el relevo. Sobre todo persistía entre las mujeres solteras, pero habría sido vergonzoso en un hombre.

De modo que para tener callada a Naomi mientras yo hojeaba los libros, le di a leer algo que jamás hubiera imaginado que vería escrito en un libro. Hice que se sentara en la pequeña escalera de mano que Bella Phippen nunca utilizaba y le llevé el grueso volumen verde de Kristin Lavransdatter. Localicé los fragmentos donde Kristin da a luz a su primer hijo, hora tras hora, página tras página, la sangre y el sufrimiento, acuclillada sobre la paja. Sentí una punzada de tristeza al dárselo. Siempre estaba traicionando a alguien; parecía la única manera de seguir adelante. Ese libro no era ninguna novedad para mí, pues había querido vivir en el siglo XI, incluso dar a luz a un hijo entre la paja, como Kristin —a condición de salir con vida, por supuesto— y, sobre todo, tener un amante como Erlund, un caballero tan imperfecto, moreno y solitario.

Después de leerlo Naomi fue a buscarme.

—¿Tuvo que casarse?

—Sí.

—Me lo imaginaba. Porque si una chica tiene que casarse, o bien muere en el parto, o le falta muy poco, o la criatura sale con alguna tara. Tiene el labio leporino, el pie zopo o no está bien de la cabeza. Mi madre lo ha visto.

No le llevé la contraria, aunque tampoco la creí. La madre de Naomi era enfermera practicante. Con su autorización —o lo que Naomi aseguraba que era su autorización— me había enterado de que los bebés que nacían unidos a la placenta acababan convirtiéndose en delincuentes, que unos hombres habían copulado con ovejas y engendrado pequeñas criaturas lanudas y encogidas con cara humana y cola de oveja, que murieron y fueron conservadas en frascos en alguna parte, y que unas mujeres locas se habían hecho daño a sí mismas de formas obscenas con perchas. Yo me lo creía o no me lo creía, según el estado entusiasta o acobardado en el que me encontrara. No me gustaba la madre de Naomi; tenía una voz estridente e intimidante, unos ojos pálidos y saltones —como los de Naomi—, y me había preguntado si ya tenía la regla. Pero a cualquier persona que se dedica al nacimiento y la muerte, que se encarga de ver y lidiar con lo que hay en ellos —una hemorragia, la carnosa placenta, una horrible disolución—, hay que escucharla, no importa las noticias que traiga.

—¿En alguna parte del libro pone que lo hacen?

Ansiosa por justificar la literatura a los ojos de Naomi —como un cura que se esfuerza por demostrar lo práctica y divertida que puede llegar a ser la religión—, busqué el episodio en que Kristin y Erlund se refugiaban en el cobertizo. Pero no se dio por satisfecha.

—¿Eso quiere decir que lo hacen?

Señalé el pensamiento de Kristin: «¿Es esto esa cosa mala de la que hablan todas las canciones?».

Anochecía cuando salimos. Los trineos de los granjeros se marchaban de la ciudad. Naomi y yo nos subimos a uno que enfiló Victoria Street. El granjero iba envuelto en una bufanda y un gran gorro de pieles. Parecía un vikingo con casco. Se volvió y nos insultó para que nos bajáramos, pero nosotras nos agarramos fuerte, henchidas de alegre desafío como delincuentes que habían nacido unidos a la placenta; aguantamos con el borde del trineo que se nos clavaba en la barriga y esparciendo nieve con los pies, hasta que llegamos a la esquina de Mason Street y nos arrojamos sobre un montón de nieve. Mientras recogíamos los libros y recuperábamos el aliento, nos gritamos:

—¡Bajaos, desgraciadas!

Las dos esperábamos y al mismo tiempo temíamos que alguien nos oyera.

Naomi vivía en Mason Street, yo en River Street; en eso se fundaba nuestra amistad. Cuando me mudé a la ciudad, Naomi me esperaba por las mañanas frente a su casa, que me quedaba de camino. «¿Por qué andas así?», me preguntaba, y yo respondía: «¿Cómo?». Ella se acercaba haciendo extrañas eses, con aire distraído, pegando la barbilla al cuello. Ofendida, me reía. Pero sus críticas reflejaban una actitud posesiva; me sentía asustada y eufórica al descubrir que me consideraba su amiga. Yo nunca había tenido una amiga. Interfería en mi libertad y hacía que me sintiera en cierto modo falsa, pero al mismo tiempo ampliaba y daba resonancia a la vida. Gritar, soltar palabrotas y arrojarte sobre la nieve no era algo que pudieras hacer sola.

Y a esas alturas sabíamos demasiado la una de la otra para dejar de ser amigas.

Naomi y yo nos ofrecimos juntas como encargadas de la pizarra, lo que suponía quedarte después de clase para limpiar las pizarras y llevar fuera los borradores rojos, blancos y azules, y sacudirlos contra la pared de ladrillo del colegio, dejando abanicos de tiza. Al entrar, nos llegó una música desconocida procedente de la sala de profesores, la señorita Farris cantando, y nos acordamos. La opereta. Tenía que serlo.

Año tras año, durante el mes de marzo, el colegio representaba una opereta que hacía entrar en juego distintas fuerzas y cambiaba todo por un tiempo. A cargo de la opereta estaban la señorita Farris, que el resto del año no hacía nada especial salvo dar clase a tercero y tocar todas las mañanas La marcha turca al piano mientras entrábamos en las aulas, y el señor Boyce, que era el organista de la iglesia unida e iba al colegio dos veces a la semana para darnos clase de música.

El señor Boyce llamaba la atención y no se hacía respetar debido a lo distinto que era de un profesor corriente. Era bajo, con un bigote suave, y ojos redondos y de aspecto húmedo como un caramelo chupado. Era inglés, además. Había llegado a comienzos de la guerra tras sobrevivir al hundimiento del Athenia. ¡Imaginaos al señor Boyce en un bote salvavidas por el norte del Atlántico! Solo la carrera de su coche al colegio, durante el invierno de Jubilee, lo dejaba jadeando furioso. Iba a todas las aulas con un magnetófono y ponía alguna pieza como Overture, y luego nos preguntaba qué nos evocaba esa música, cómo nos sentíamos. Acostumbrados solo a las preguntas de datos concretos, mirábamos el suelo de madera riéndonos y temblando ligeramente, como si se tratara de una indecencia. Él nos miraba disgustado y decía: «Supongo que no os evoca nada y que preferiríais no escucharlo», y se encogía de hombros en un gesto demasiado delicado, demasiado… personal para un profesor.

La señorita Farris era de Jubilee. Había ido a ese colegio y subido por esas largas escaleras gastadas por la diaria procesión de pies, mientras otro tocaba La marcha turca (porque eso era lo que debían de haber tocado desde el principio de los tiempos). Su nombre de pila, Elinor, era bien conocido. Vivía en una pequeña casa de Mason Street, cerca de donde vivía Naomi, y era miembro de la Iglesia unida. También iba a patinar una tarde a la semana, durante todo el invierno, y lo hacía con un traje de terciopelo azul oscuro que ella misma había confeccionado, ya que nunca podría haberlo comprado. Estaba ribeteado de piel blanca, e iba con un gorro y unos manguitos de piel blanca a juego. La falda era corta y con vuelo, forrada de tafetán azul pálido, y la llevaba con unas mallas blancas de bailarina debajo. Un traje así revelaba mucho, en más de un sentido.

La señorita Farris no era joven, además. Se ponía henna en el pelo, que llevaba corto al estilo de los años veinte; siempre se aplicaba dos toques de colorete y una suave línea jocosa de carmín. Patinaba en círculos, dejando que la falda de color azul celeste ondeara. Aun así se la veía seca, acartonada e ingenua, y su manera de patinar, bien mirado, parecía más una demostración pedagógica de destreza que una exhibición de sí misma.

Ella se hacía toda la ropa. Llevaba cuellos altos y castas mangas largas, o cintas y pasamanería de campesina, o franjas de encaje blanco debajo de la barbilla y en las muñecas, o un juego de atrevidos botones con pequeños espejos. La gente se reía de ella, aunque no tanto como se reiría si no hubiera nacido en Jubilee. Fern Dogherty, la inquilina de mi madre, decía: «Pobrecilla, solo trata de cazar a un hombre. Todo el mundo tiene derecho a hacerlo a su manera, digo yo».

Si ésa era su manera de conseguirlo, no funcionó. Todos los años surgía un idilio o escándalo hipotético entre ella y el señor Boyce durante los preparativos de la opereta. Los habían visto acurrucados en el banco del piano, el pie de él había presionado ligeramente el de ella sobre el pedal, le habían oído a él llamarla Elinor. Pero todas las barrocas combinaciones de rumores se derrumbaban cuando mirabas su pequeña cara de huesos afilados, tímidamente maquillada y animada, con parpadeantes comas en las comisuras de la boca, y sus ojos brillantes y sorprendidos. Fuera lo que fuese lo que buscaba, no podía ser el señor Boyce. A pesar de lo que dijera Fern Dogherty, difícilmente podía ser un hombre.

La opereta era su pasión. La llevaba en las venas, al principio de una forma discreta. Un día entró con el señor Boyce en el aula alrededor de las dos de una tarde nevada y difusa, y nos sorprendió medio adormilados copiando algo de la pizarra, en un silencio tan absoluto que se oía el gorgoteo de las cañerías en las profundas entrañas del edificio. Casi en un susurro nos pidió a todos que nos pusiéramos de pie y cantáramos en cuanto el señor Boyce diera la nota:

¿Conoces a John Peel el de la chaqueta clara?

¿Conoces a John Peel al romper el alba?

¿Conoces a John Peel cuando se va muy lejos

con su jauría de perros y su caballo?

Nuestro profesor, el señor McKenna, que era también el director del colegio, nos hizo saber lo que pensaba al seguir escribiendo en la pizarra. «El río Nilo estaba protegido de posibles invasiones por los tres desiertos que lo rodeaban, el libio, el nubio y el árabe.» Por más esfuerzos que hiciera, al final no tenía nada que hacer. La opereta cobraba cada vez más impulso, derribando todas sus reglas y su división del tiempo como si fueran vallas hechas con cerillas. Cuánto tacto demostraban tener entonces la señorita Farris y el señor Boyce, caminando ceremoniosamente de puntillas por el aula, con la cabeza inclinada, para oír las voces individuales. No duraba mucho. Toda la opereta, en ese instante, estaba contenida en sus dos personas, pero cuando llegara el momento se soltaría, se hincharía como un globo de circo y todos tendríamos que agarrarnos bien.

Indicaron con gestos delicados a varios alumnos que se sentaran. Yo tuve que sentarme y me alegré al ver que Naomi también lo hacía. A otros les pidieron que cantaran de nuevo e hicieron señas a los escogidos para que se salieran de la cola.

El reparto de papeles de la opereta era impredecible. Al igual que con todo lo demás, desde llevar la corona de amapolas al cenotafio el día de los Caídos hasta presentar el programa de la Cruz Roja de la Juventud, pasando por llevar notas de un profesor a otro por los pasillos extrañamente vacíos, podía saberse con antelación a quién escogerían en la mayoría de los casos, alguna vez o nunca bajo ningún concepto. Encabezaban la lista Marjory Coutts, cuyo padre era abogado y miembro del Senado provincial, y Gwen Mundy, hija del director de la funeraria que era también el dueño de una tienda de muebles. Nadie ponía objeciones a su posición. De hecho, de haber habido una votación libre para escoger a los voluntarios de la Cruz Roja de la Juventud, nosotros mismos las hubiéramos elegido a ellas sin titubear y con un elegante sentido de las conveniencias. Años de buena voluntad en torno a ellas, tanto en la ciudad como en el colegio, las habían convertido, de hecho, en las mejores candidatas que se podían escoger: seguras de sí mismas y diplomáticas, discretas y buenas. Los poco fiables, que se volverían dictatoriales al tomar posesión del cargo, tropezarían durante el trayecto al cenotafio o leerían las notas de los profesores en el pasillo con la esperanza de tener algo que contar, eran los que salían elegidos de vez en cuando, al igual que los ambiciosos e inseguros, como Alma Cody, experta en información sexual, o Naomi y yo.

Tan seguros en su posición como Marjory y Gwen, pero en otro sentido, podían considerarse los que nunca eran elegidos: una chica gorda llamada Beulah Bowes, cuyo trasero sobresalía de la silla —los chicos le clavaban la punta de sus plumas—, la chica italiana que nunca abría la boca y que faltaba mucho a clase por una enfermedad renal, y un chico albino y llorón, de aspecto muy frágil, cuyo padre tenía una pequeña tienda de comestibles, y que había comprado su supervivencia en el colegio a base de bolsas de chicles, huesos de pollo y palos de regaliz. Sentados al fondo del aula, nunca les pedían que leyeran en voz alta ni les hacían resolver problemas de aritmética en la pizarra, y recibían dos tarjetas el día de San Valentín. (Eran de Gwen y Marjory, quienes sin miedo a contaminarse enviaban tarjetas a toda la clase.) Pasaban de un curso a otro año tras año en una soledad inviolable y soñadora. La chica italiana sería la primera de todos en morir, cuando todavía estábamos en secundaria; luego recordaríamos con una mezcla de consternación y orgullo tardío: «Pero si estaba en nuestra clase».

Una buena voz para cantar podía encontrarse en cualquier parte. No la encontraron en Beulah Bowes, ni en la chica italiana, ni en el chico albino, pero les faltó muy poco. No se explicaba, si no, que entre la señorita Farris y el señor Boyce se llevaran, como una especie de trofeo, al chico que se sentaba a mi lado, un chico al que yo habría puesto al final de la lista de los escogidos: Frank Wales.

No debería haberme sorprendido. Lo oía a mis espaldas todas las mañanas mientras entonábamos el «Dios salve al rey», y una vez a la semana, durante las visitas del señor Boyce, cuando cantábamos «John Peel», «Fluye suave, dulce Afton» y «Como el ciervo [durante mucho tiempo pensé que era “siervo”] brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía». Tenía una voz de soprano que aún no había hecho el cambio y no conocía la timidez, de hecho apenas parecía humana, serena y aislada como música de flauta. (El magnetófono, que más tarde aprendería a poner en marcha durante su papel en la opereta, parecía una extensión de esa voz.) Él mismo se mostraba tan indiferente a la posesión de una voz así, era tan inconsciente de ella, que cuando dejaba de cantar desaparecía por completo y no la asociabas con él.

Todo lo que yo sabía en realidad de Frank Wales era que cometía muchas faltas de ortografía. Tenía que pasarme sus ejercicios para que se los corrigiera. Más tarde salía a la pizarra, dócil pero impasible, para escribir tres veces cada palabra. No parecía servir de mucho. Costaba creer que semejante ortografía no fuera fruto de una obstinación malsana, una broma furiosa y pertinaz, pero no había nada más en él que lo demostrara. Aparte de su ortografía, no era ni listo ni tonto. Seguramente sabía dónde estaba el Mediterráneo, pero no el mar de los Sargazos.

Cuando regresó escribí en mi regla: «¿Qué papel te han dado?» y se la pasé como si se la prestara. El aula era una zona de tregua donde la comunicación neutral, aunque a escondidas, entre chicos y chicas era posible.

Escribió al otro lado de la regla: «El flautista».

Así supe la opereta que iban a representar, El flautista de Hamelín. Me llevé un chasco, pensando que no habría escenas cortesanas, ni damas de honor ni ropa bonita. Aun así me moría por conseguir un papel. La señorita Farris vino a escoger a los bailarines para la «Danza nupcial de los campesinos».

—Busco a cuatro chicas que sean capaces de mantener la cabeza erguida y tengan ritmo en los pies. Marjory Coutts, Gwen Mundy, ¿quién más?

Recorrió con la mirada las filas de arriba y abajo, deteniéndose en varias, incluida la mía, donde yo estaba sentada con la cabeza erguida, los hombros rectos, una expresión radiante pero poco comprometida por motivos de orgullo, los dedos violentamente retorcidos debajo del pupitre haciendo mi signo de la suerte privado.

—Alma Cody y… June Gannett. Ahora cuatro chicos que sepan bailar sin que tengan que bajar el telón…

Lo pasé fatal entonces. ¿Y si solo lograba ser miembro de la multitud relegada al fondo del escenario? ¿Y si nunca subía al escenario? Algunos alumnos no lo harían; tendrían que sentarse en los bancos dispuestos en gradas debajo del escenario, a cada lado del piano que tocaría el señor Boyce, con los seleccionados de los cursos más bajos para cantar en el coro, todos uniformados con falda oscura y blusa blanca, o camisa blanca y pantalones oscuros. Allí me había sentado yo tres cursos, durante La princesa gitana, La danza de Kerry y El robo de la corona. Y allí se sentarían la chica italiana, la chica gorda, el chico albino, como era de esperar, durante El flautista de Hamelín. ¡Pero yo no! ¡Yo no! No se me ocurría una injusticia mayor que mantenerme alejada del escenario.

A Naomi tampoco le habían dado ningún papel. No hablamos de ello al volver a casa, sino que nos reímos de todo lo relacionado con la opereta.

—Tú eres la señorita Farris y yo el señor Boyce. Ah, mi amor verdadero, mi pequeño colibrí, esta música de El flautista de Hamelín me está volviendo loco de pasión, ¿cuándo podré estrujarte en mis brazos hasta que se te parta la columna de tan penosamente flaca que eres?

—No soy penosamente flaca, sino increíblemente guapa y tu bigote me está causando un sarpullido. ¿Qué piensas hacer con la señora Boyce? ¿Oh, amor mío?

—No te agites, ángel mío. La encerraré en un armario oscuro infestado de cucarachas.

—Pero tengo miedo de que salga.

—En ese caso le haré tragar arsénico y la cortaré con una sierra en pequeños pedazos que tiraré al retrete. No, mejor los disolveré con lejía en la bañera. Fundiré los empastes de oro de su dentadura y haremos unos anillos de boda preciosos.

—¡Oh, amor mío, eres tan romántico!

Luego escogieron a Naomi para hacer el papel de una madre que decía: «¡Ah, mi encantadora Marta, cómo bailabas por las mañanas cuando yo trataba de trenzarte el pelo! ¡Y te reñía! ¡Ojalá pudiera verte bailar ahora!». Y en la última escena decía: «Te quedo profundamente agradecida. ¡Nunca más contaré cuentos de los vecinos ni seré una chismosa mezquina!».

Yo creía que la habían escogido por su figura baja y achaparrada, que podía pasar fácilmente por la de una matrona. Tuve que volver a casa sola; los niños con papeles con diálogo se quedaban a ensayar después del colegio.

—¿Qué tal va la opereta? —me preguntó mi madre. Queriendo decir: ¿Te han dado algún papel?

—Aún no han empezado. No han repartido los papeles todavía.

Después de cenar fui hasta Mason Street y pasé por delante de la casa de la señorita Farris. No tenía ni idea de lo que me proponía hacer. Recorrí la calle de arriba abajo sin hacer ruido sobre la nieve compacta. La señorita Farris nunca bajaba las persianas; no habría sido propio de ella. Su casa era pequeña, casi como una casa de juguete; blanca con las persianas azules, tejado a dos aguas rematado con un pequeño gablete y tablas acanaladas encima de la puerta y las ventanas. La había hecho construir ella misma con el dinero heredado de sus padres. Y aunque en las películas se veían a menudo casas así —es decir, casas que pretendían ser encantadoras, fantásticas, que parecían diseñadas como un decorado de teatro y no para la vida real—, aún no habían llegado a Jubilee. Comparada con las demás casas de la ciudad, la suya parecía no tener secretos ni contradicciones. Lo que la gente decía era: «Qué casa más bonita. No parece real». No podían explicar nada más, ni decir si había en ella algo que no era de fiar.

No había nada que yo pudiera hacer, de modo que al cabo de un rato volví a casa.

Pero al día siguiente la señorita Farris entró en el aula con June Gannett pisándole los talones y fue derecha a mi pupitre.

—Levántate, Del —dijo, como si debiera haber sabido qué hacer sin que me lo dijera (sus maneras de actriz de opereta iban en aumento), e hizo que nos colocáramos espalda con espalda.

Entendí que June no tenía la estatura adecuada, pero no sabía si era demasiado alta o demasiado baja, de modo que no pude estirarme o encogerme en consecuencia. La señorita Farris puso las manos en nuestras cabezas y las apartó pesadamente. Estaba tan cerca que me llegó un olor a sudor con un ligero toque de pimienta, y me fijé en que le temblaban un poco las manos; un pequeño y peligroso zumbido de excitación la recorría.

—Eres un par de centímetros demasiado alta, querida June. Veremos qué podemos hacer para darte un papel de madre.

Naomi y yo, y los demás, nos cruzamos miradas en blanco. El señor McKenna paseó un marcado ceño por el aula.

—¿A quién te ha tocado de pareja? —me susurró Naomi más tarde en el vestuario, cuando nos peleábamos por nuestras botas.

Teníamos que salir en fila a coger nuestra ropa de calle, volver a entrar con ella y ponérnosla junto a nuestro asiento, en aras del orden.

—A Jerry Storey —admití.

No estaba muy contenta con el reparto de parejas. Aunque no lo pareciera, se suponía que era acertado. A Gwen Mundy y a Marjory Coutts les tocó Murray Heal y George Klein, que venían a ser sus equivalentes masculinos en la clase, ya que eran inteligentes, atléticos y, en lo que contaba, tenían un comportamiento decente; a Alma Cody le tocó Dale McLaughlin, el hijo del pastor de la Iglesia unida, un chico alto y de extremidades desgarbadas, estúpidamente audaz, con gafas de culo de botella y un ojo desviado y en blanco. Ya había tenido algo parecido a una relación sexual con Violet Toombs en el cobertizo de las bicicletas de detrás del colegio. Y a mí me tocó Jerry Storey, con la cabeza cubierta de rizos infantiles y los ojos desorbitados de tanta inteligencia de alto voltaje que nunca remitía. Levantaba la mano en la clase de ciencias y con voz gangosa y monótona describía los experimentos que había hecho con su juego de química. Sabía los nombres de todo: los elementos, las plantas, los ríos y los desiertos del mapa. Debía de saber dónde estaba el mar de los Sargazos. En todo el tiempo que practicamos ese baile nunca me miró a la cara. Le sudaba la mano. A mí también.

—¡Qué pena me das! —exclamó Naomi—. Ahora todo el mundo pensará que te gusta.

No importaba. La opereta era lo único que contaba en el colegio en esos momentos. Del mismo modo que durante la guerra no podías imaginar en qué pensaba la gente, qué preocupaciones tenía o de qué trataban las noticias antes de la guerra, era imposible recordar cómo era el colegio antes de la tensión, la interrupción y la emoción de la opereta. Ensayábamos el baile después del colegio, y también durante las horas de clase, en la sala de los profesores. Yo nunca había estado en la sala de los profesores, y me resultaba extraño ver el pequeño armario con sus cortinas de cretona, las tazas, el hornillo, el frasco de aspirinas, el sofá de cuero lleno de bultos. Cuando pensabas en los profesores no los relacionabas con una domesticidad tan vulgar e incluso destartalada.

Siguieron dándose situaciones inverosímiles. En el techo de la sala de profesores había un altillo, y un día que entramos a ensayar encontramos nada menos que al señor McKenna retorciendo las piernas y el trasero enfundados en pantalones marrones polvorientos fuera de la trampilla, buscando la escalera de mano. Bajaba cajas de cartón que la señorita Farris le iba quitando de las manos, gritando:

—¡Sí, ésa, ésa! ¡A ver qué tesoros tenemos aquí!

Rompió la cuerda de un fuerte tirón y salieron, desparramándose, telas teñidas de rojo y azul, ribeteadas del mismo espumillón dorado y plateado que cuelga de los árboles de Navidad. Coronas forradas de papel plateado y dorado. Bombachos de terciopelo de color herrumbre, un chal de cachemira amarillo con flecos, trajes de la corte de tafetán frágil y polvoriento. El señor McKenna solo pudo hacerse a un lado sin recibir las gracias, sacudiéndose a palmetazos el polvo de los pantalones.

—¡Hoy no hay baile! Chicos, salid a jugar a hockey. —(Una de sus fantasías era que cuando los chicos no estaban en clase, jugaban a hockey.)— Chicas, vosotras quedaos y ayudadme a organizar todo esto. ¿Qué os parece que podría servirnos para un pueblo de la Edad Media en Alemania? No lo sé, no lo sé. Estos vestidos son demasiado suntuosos. De todos modos se caerían a pedazos en el escenario. Vieron tiempos mejores en El robo de la corona. ¿Servirán estos bombachos para el alcalde? Eso me recuerda…, eso me recuerda que hemos de hacer una cadena de alcalde. También tenemos que buscar un disfraz para Frank Wales. El último flautista que tuvimos era dos veces más grueso. ¿Quién era? Ni siquiera me acuerdo de quién era, solo que era grueso. Lo escogimos por la voz.

—¿Cuántas operetas hay? —Era Gwen Mundy, cómoda en presencia de los profesores, quien lo preguntaba, con su tono amable y educado.

—Seis —respondió la señorita Farris con aire fatalista—. El flautista de Hamelín, La princesa gitana, El robo de la corona, El caballero árabe, La danza de Kerry y La hija del leñador. Cuando hemos de empezar de nuevo por la primera, hay toda una nueva remesa de actores entre los que escoger y el público que confiamos al cielo ha olvidado la última representación. —Cogió una capa de terciopelo negra forrada de rojo, la sacudió y se la echó sobre los hombros—. Esto es lo que llevó Pierce Murray, ¿os acordáis? Cuando hizo de capitán en La princesa gitana. No, no podéis acordaros porque fue en 1937. Murió al poco tiempo, en las fuerzas aéreas. —Pero lo dijo bastante distraída; después de haber interpretado el papel del capitán de La princesa gitana, ¿importaba mucho lo que hubiera sido de él?—. Cada vez que se la ponía, se balanceaba… así, enseñando el forro.

Hizo un balanceo de demostración. Todas sus indicaciones escénicas, así como sus instrucciones de baile, eran voluntaria y maravillosamente exageradas, como si quisiera dejarnos tan estupefactos que nos olvidáramos de nosotros mismos. Nos insultaba, nos decía que bailábamos como cincuentones artríticos, nos amenazaba con ponernos petardos en los zapatos, pero al mismo tiempo revoloteaba a nuestro alrededor como si encerráramos posibilidades de ser bailarines maravillosos y apasionados, como si fuera capaz de sacar de nosotros lo que nadie más, ni siquiera nosotros mismos, podía imaginar que había dentro.

Entró el señor Boyce para coger el magnetófono que estaba enseñando a Frank Wales a utilizar y vio el balanceo.

—Con brío —dijo, con su sorpresa inglesa contenida—. ¡Con brío, señorita Farris!

La señorita Farris, todavía con el espíritu del balanceo, se inclinó galantemente, y nosotros se lo permitimos, e incluso entendimos, por un momento, que el rubor que absorbía el colorete de sus mejillas como un amanecer no tenía que ver con el señor Boyce, sino con el placer del acto. Nos apoderamos de la expresión «con brío» con la intención de repetirla. No sabíamos qué significaba ni nos importaba, solo que era absurda —todas las palabras extranjeras eran absurdas en sí mismas— y dramáticamente explosiva. Su acierto era reconocido. Mucho después de que terminara la opereta, la señorita Farris no podía recorrer el pasillo del colegio, no podía pasar por nuestro lado al subir la cuesta de John Street, cantando bajito y dándose ánimos a sí misma como solía hacer («El joven trovador… ¡buenos días, niñas!… a la guerra se marchó…»), sin que esa expresión flotara pícaramente a su alrededor. «Con brío, señorita Farris.» Lo considerábamos el toque final a su persona.

Empezamos a ir al ayuntamiento para ensayar. El auditorio del ayuntamiento era amplio y estaba lleno de corrientes de aire, tal como recordábamos, y los telones eran de viejo terciopelo azul oscuro con ribetes dorados, regios, tal como recordábamos. Las luces estaban encendidas esos lúgubres días de invierno, pero no las del fondo de la sala, donde la señorita Farris a veces desaparecía gritando: «¡No oigo nada aquí detrás! ¡No oigo nada! ¿De qué tenéis miedo? ¿Queréis que los espectadores del fondo pidan a gritos que les devuelvan el dinero?».

Se acercaba el momento de máxima desesperación. La señorita Farris siempre tenía en las manos algo para coser. Un día me hizo señas para que me acercara y me dio la tira de galón de oro que estaba cosiendo al sombrero de terciopelo del alcalde. Me pidió que fuera corriendo a la tienda de Walker y comprara un cuarto de metro. Toda ella temblaba; el zumbido se había hecho más perceptible.

—No tardes —me dijo, como si me mandara a buscar un medicamento de vital importancia o a llevar un mensaje que salvaría un ejército.

De modo que salí volando con el abrigo desabrochado, y allí estaba Jubilee recién cubierta de nieve, con sus calles silenciosas y blancas como la lana; el escenario del ayuntamiento que dejaba a mis espaldas parecía brillar como una hoguera a la luz de tan fanática devoción. La devoción a la invención de lo irreal, de lo que no era puramente necesario pero sí más importante, una vez se le daba crédito, que todo lo que teníamos.

Liberados de la rutina de nuestras vidas gracias a la opereta, recordando el aula donde el señor McKenna mantenía ocupados con concursos de ortografía y cálculos mentales a los no elegidos como un lugar triste y lúgubre que habíamos dejado atrás, de pronto todos éramos aliados de la señorita Farris. Estábamos juntando nuestros distintos papeles en la opereta, viéndola como un todo. Me conmovió el argumento, y sigue haciéndolo. Pensé en lo marginado, poderoso, impotente y trágico que era el personaje del flautista. Ninguna traición podía sorprenderlo realmente; maltratado por el uso que hacía el mundo de él, mantenía, a lo Humphrey Bogart, su honor hastiado. Su misma venganza (estropeada por el final cambiado) no parecía vengativa sino casi tierna, una venganza terrible y tierna en aras de una justicia mayor. Me pareció que Frank Wales, tan negado para la ortografía, se metía en el papel de lleno y con toda naturalidad, sin burdos intentos de actuar. Llevaba al escenario su reserva e indiferencia cotidianas, y funcionaba. Vi por primera vez cómo era, físicamente: la cabeza alargada y estrecha, el pelo oscuro y muy corto como un felpudo áspero, una cara melancólica que podría haber sido la de un actor pero que en su caso no lo era, las cicatrices de forúnculos viejos y de uno nuevo que le estaba saliendo en la nuca. Tenía el cuerpo tan estrecho como la cara, una estatura normal para un chico de nuestra edad —lo que significaba que sería un poco más bajo que yo—, y una forma de andar rauda y relajada, el andar de alguien que no necesita pasar inadvertido ni hacerse notar. Todos los días llevaba un jersey gris azulado, gastado por los codos, y ese color humo tan corriente, reservado y enigmático, me parecía su color, el color de su ser.

Lo quería. Quería al flautista. Quería a Frank Wales.

Tenía que hablar de él con alguien, de modo que le hablé a mi madre, fingiendo objetividad y sentido crítico.

—Tiene buena voz, pero no es lo bastante alto. No creo que se le vea lo suficiente en el escenario.

—¿Cómo se llama? ¿Wales? ¿Es el hijo de la señora de los corsés? La señora Wales me hacía los corsés… Tenía una línea llamada Slendereze que ya no existe. Vivía en Beggs Street, más allá de la fábrica de productos lácteos.

—Debe de ser su madre. —Me sentí extrañamente eufórica al pensar que había existido ese punto de contacto entre la familia de Frank Wales y la mía, su vida y la mía—. ¿Ibas a su casa o venía ella a la tuya?

—Iba yo a la suya. Tenías que desplazarte tú.

Quería preguntarle cómo era la casa, si había cuadros en la sala de estar, de qué hablaba su madre, si alguna vez había mencionado a sus hijos. Era demasiado pedir que se hubieran hecho amigas, que hubieran hablado de sus respectivas familias, que la señora Wales hubiera dicho por la noche: «Hoy ha venido una mujer encantadora a que le ajustara los corsés y me ha dicho que tiene una hija en la misma clase que tú…». ¿De qué habría servido? Que se hubiera mencionado mi nombre delante de él, que se hubiera invocado mi imagen ante sus ojos.

El ambiente que se respiraba esos días en el ayuntamiento no solo me puso a mí en ese estado. La hostilidad ritualizada entre los chicos y las chicas se estaba resquebrajando por cientos de lugares. No podía mantenerse, y si se mantenía, era en broma, con confusas corrientes subterráneas de cordialidad.

Al volver andando a casa, Naomi y yo comíamos una barra de caramelo toffee de cinco centavos que era increíblemente dura de morder con el frío, y casi tan dura de masticar. Hablábamos con la boca llena y cauta.

—¿A quién te gustaría tener de pareja si Jerry Storey no lo fuera?

—No lo sé.

—¿Murray? ¿George? ¿Dale?

Sacudí la cabeza con firmeza, sorbiendo ruidosamente la saliva con sabor a toffee.

—Frank Wales —dijo Naomi diabólicamente—. Solo dime sí o no, vamos, y te diré a quién me gustaría tener de pareja a mí.

—No me importaría —dije con una voz cautelosa, apagada— que fuera Frank Wales.

—Bueno, pues a mí no me importaría nada que fuera Dale McLaughlin —dijo Naomi desafiante y de forma bastante sorprendente, porque había ocultado su secreto mejor que yo el mío. Sostuvo la cabeza sobre un montículo de nieve, babeando, y dio un mordisco al toffee—. Debo de estar loca —añadió por fin—. Pero me gusta de verdad.

—A mí me gusta de verdad Frank Wales —dije admitiéndolo del todo—. También debo de estar loca.

Después de eso hablábamos todo el rato de esos dos chicos. Los llamábamos AF. Significaba atracción fatal.

—Aquí viene tu AF. Procura no desmayarte.

—¿Por qué no le compras Noxzema a tu AF para sus forúnculos, eh?

—Creo que tu AF te está mirando, pero cuesta saberlo con esos ojos tan bizcos.

Inventamos un sistema de códigos de cejas arqueadas, dedos aleteando en el pecho, palabras pronunciadas mudamente como «Pang, oh, Pang» (cuando estábamos cerca de ellos en el escenario), «Furia, doble Furia» (cuando Dale McLauglin hablaba con Alma Cody y chasqueaba los dedos en su cuello) y «Éxtasis» (cuando le hacía cosquillas a Naomi debajo del brazo y decía: «¡Apártate, bola de mantequilla!»).

Naomi quería hablar sobre el incidente en el cobertizo de las bicicletas. La chica con la que Dale McLaughlin lo había hecho, la asmática Violet Toombs, se había ido de la ciudad.

—Menos mal que se fue. Se deshonró.

—Ella no tuvo toda la culpa.

—Sí que la tuvo. Siempre es culpa de la chica.

—¿Cómo pudo ser su culpa si él la sujetó?

—Puede que no la sujetara —dijo Naomi con severidad—, porque él no podría sujetarla y… meterle su cosa al mismo tiempo. ¿Cómo iba a hacerlo?

—¿Por qué no se lo preguntas? Le diré que quieres saberlo.

—Mi madre dice que es culpa de la chica —insistió Naomi, pasando por alto mis palabras—. La chica es la responsable porque nuestros órganos sexuales están dentro y los suyos fuera, y nosotras podemos controlar nuestro deseo mejor que ellos. Un chico no puede refrenarse —me instruyó, con un tono premonitorio aunque extrañamente permisivo, que admitía la anarquía, la misteriosa brutalidad extendida en ese mundo adyacente.

Hablar en esos términos era irresistible, y aun así, al caminar por River Street, a menudo lamentaba no haberme guardado mi secreto, como todos lamentamos no habernos guardado nuestros secretos.

—Frank Wales aún no puede empalmarse porque no ha cambiado la voz —me dijo Naomi, confiándome sin duda otra información de su madre.

Eso me interesó pero me preocupó, como si hubiera etiquetado mal mis sentimientos hacia él, los hubiera encauzado por un canal totalmente inesperado. En realidad no sabía qué quería de Frank Wales. Tenía una fantasía acerca de él que se repetía a menudo. Me imaginaba que me acompañaba andando a casa después de una representación de la opereta. (Empezamos a enterarnos de que los chicos —algunos chicos— acompañaban a su casa a las chicas —algunas chicas— esa noche, pero Naomi y yo no hablamos siquiera de esa posibilidad; evitábamos expresar con palabras nuestras verdaderas esperanzas.) Caminábamos los dos en el silencio absoluto de las calles de Jubilee, bajo las farolas, viendo cómo nuestras sombras se arremolinaban y hundían en la nieve, y allí, en la bonita, oscura y deshabitada ciudad, Frank me rodeaba, con un canto real e inaudito pero sosegado y dulce, o, en las versiones más realistas del sueño, simplemente con la insólita música de su presencia. Llevaba una gorra puntiaguda, como un sombrero de bufón, y la capa de retazos de varios colores, sobre todo azules, que la señorita Farris le había hecho. A menudo recreaba esa fantasía al borde del sueño, y había que ver lo contenta que me ponía, la paz y el consuelo que me proporcionaba, y cerraba los ojos y me sumergía con ella en mis verdaderos sueños, que nunca eran tan agradables sino llenos de pequeños problemas —había perdido unos calcetines o no conseguía encontrar el aula de octavo—, o de terrores, como estar bailando en el escenario y darme cuenta de que no llevaba el tocado.

En la prueba de vestuario, la señorita Farris gritó para que todos lo oyéramos:

—¡Me dan ganas de tirarme desde el balcón del ayuntamiento! Ahora mismo. ¿Estáis dispuestos a asumir la responsabilidad? —Deslizó sus largos dedos por las mejillas con tanta fuerza que pareció que iban a dejar surcos—. ¡Atrás, atrás, dad marcha atrás y olvidad los últimos quince minutos! ¡Olvidad la última media hora! ¡Empezad de nuevo por el principio!

El señor Boyce sonrió bastante relajado y tocó las notas del coro de apertura.

Llegó la noche en sí. En el momento de la verdad no cabía un alma más en la sala, con todo ese arrastrar de pies, toses e ilusión engalanada donde solo había habido oscuridad y ecos. El escenario estaba mucho mejor iluminado y mucho más abarrotado, con fachadas de cartón y una fuente de cartón que nunca habíamos sabido siquiera que existía. Todo sucedía muy deprisa y luego se acababa, se esfumaba; no importaba cómo había salido, tenía que servir, no había forma de rectificar. No era posible. Después de tantos ensayos, era casi increíble que la opereta estuviera ocurriendo realmente. El señor Boyce iba con un frac que a la gente le parecería ridículo.

Las salas del concejo, que se encontraban justo debajo del escenario, y a las que se accedía por una escalera trasera, estaban divididas en camerinos mediante sábanas colgadas de cuerdas, y la señorita Farris, con un delantal sobre su vestido nuevo rosa cereza, no daba abasto pintando cejas y bocas, poniendo puntos rojos en los extremos de los ojos, aplicando ocre en los lóbulos, rociando cabellos con harina. El alboroto era ensordecedor. Se habían perdido piezas fundamentales de los disfraces; alguien había pisado el dobladillo del vestido de la esposa del alcalde, rasgándolo por la cintura. Alma Cody aseguraba que se había tomado cuatro aspirinas para calmar los nervios, y ahora estaba sentada en el suelo, mareada y empapada en sudor frío, diciendo que iba a desmayarse. Algunas de las sábanas se habían caído. Las chicas dejaban que los chicos las vieran en ropa interior, y viceversa. Las chicas del coro, que se suponía que no debían entrar en las salas, irrumpieron y se pusieron descaradamente en fila, con sus faldas oscuras y sus blusas blancas, y la señorita Farris, que no se dio cuenta, también las maquilló.

Apenas se daba cuenta de nada. Esperábamos verla tan frenética como lo había estado la semana anterior. Nada más lejos de la realidad.

—Me pregunto si ha bebido —dijo Naomi, con sus mejillas de manzana, enfundada en el traje de matrona—. He notado un olor extraño.

Yo no había olido nada más que a agua de colonia Wild Roses y una ráfaga de sudor y pimienta. Sin embargo destellaba —las lentejuelas remataban la chaqueta de su vestido de corte militar-circense— y se deslizaba, de un modo nada propio de ella, a través de todo el alboroto hablando en voz baja, con generosa aceptación.

—Recógete la falda con alfileres, Louise —le dijo a la esposa del alcalde—. Ya no puedes hacer nada más. El público no se fijará.

¡No se fijará! ¡Viniendo de ella, que había cuidado hasta el último detalle, que había obligado a las madres a deshacerlo todo tres veces y empezar de nuevo!

—Una chica fuerte y saludable como tú puede tomarse hasta seis aspirinas sin parpadear siquiera —le dijo a Alma Cody—. ¡Levántese, milady!

Las bailarinas iban vestidas con faldas de algodón de vivos colores, rojo, amarillo, verde, azul, y blusas blancas bordadas y con el cuello fruncido con una cinta. Alma se había aflojado la cinta de su blusa dejando ver el comienzo de un impúdico escote. Hasta eso arrancó una sonrisa de la señorita Farris, que pasó como flotando por su lado. Al parecer ahora podía ocurrir todo lo habido y por haber.

Solo comenzar el baile mi tocado, un alto cono medieval de cartón envuelto en redecilla amarilla, con un trozo de velo suelto, empezó a resbalarse ligera y desastrosamente hacia un lado de mi cabeza. Tuve que ladearla como si tuviera tortícolis y aguantar todo el baile de ese modo, con los dientes apretados, sonriendo rígidamente.

Después del «Dios salve al rey», al caer el último telón, salimos corriendo a la calle, con los disfraces aún y sin abrigo, y fuimos a la tienda del fotógrafo para hacernos un retrato. Allí, entre las cascadas y los jardines italianos color sepia de sus decorados abandonados, esperamos todos apretujados. Dale McLaughlin encontró una de esas sillas en las que solían sentarse los padres de familia, con su esposa e hijos apiñados alrededor, para hacerse un retrato, y se dejó caer en ella. Alma Cody se sentó atrevidamente en sus rodillas. Se desplomó contra su cuello.

—Estoy tan débil. ¿Sabías que he tomado cuatro aspirinas?

Me detuve delante de ellos.

—Siéntate, siéntate —dijo Dale jovialmente, y tiró de mí hasta sentarme encima de Alma, que gritó.

Él abrió sus largas piernas y nos tiró a las dos al suelo. Todos se rieron. Se me cayó el tocado con el velo, y Dale lo recogió del suelo y me lo puso en la cabeza del revés, con el velo cayéndome sobre la cara.

—Estás guapísima así. No se te ve.

Traté de sacudir el polvo y ponérmelo bien. De pronto Frank Wales salió de las cortinas, después de haberse hecho su foto, él solo, con su disfraz ostentoso y miserable a la vez.

—¡Las bailarinas serán las siguientes! —gritó la mujer del fotógrafo enfadada, sacando la cabeza a través de las cortinas.

Yo fui la última en entrar, porque seguía tratando de ponerme bien el tocado.

—Mírate en mis gafas —me dijo Dale, y eso hice, aunque me distraía ver su ojo bizco detrás de mi reflejo.

Él hacía muecas lascivas.

—Tienes que acompañarla a casa —le dijo a Frank Wales.

—¿A quién? —preguntó Frank Wales.

—A ella —dijo Dale señalándome.

Mi cabeza subía y bajaba en sus gafas.

—¿No la conoces? Se sienta delante de ti.

Temí que resultara ser una broma. Noté que empezaba a sudar por las axilas, siempre la primera señal del miedo a la humillación. Mi cara flotaba en los ojos bobos de Dale. Era demasiado peligroso, verme así arrojada a la esencia de mi sueño.

Pero, con toda la consideración y galantería de la que cualquiera es capaz, Frank Wales dijo:

—Lo haría. Si no viviera tan lejos.

Pensaba en cuando yo vivía en Flats Road y era famosa en la clase por la larga caminata que tenía que hacer hasta el colegio. ¿No sabía que ahora vivía en la ciudad? No había tiempo para decírselo, ni manera de hacerlo; además, todavía existía el pequeño riesgo, que yo nunca querría correr, de que se estuviera riendo de mí, con su risotada silenciosa y meditabunda, y dijera que solo bromeaba.

—¡Todas las bailarinas! —gritó la mujer del fotógrafo, y me volví ciegamente y la seguí a través de las cortinas.

Al cabo de un momento mi decepción se tornó en gratitud. Las palabras que había dicho él no cesaban de repetirse en mi cabeza, como si fueran palabras de elogio y perdón, con una entonación muy suave, natural, encantadora. Me inundó una sensación de paz inusitada, como la de mi fantasía, mientras nos hacían la foto y nos llevaban de nuevo por la fría calle hasta las salas del concejo, y permaneció en mí mientras me cambiaba de ropa, incluso cuando Naomi me dijo:

—Todo el mundo se ha partido de risa viendo cómo sostenías la cabeza mientras bailabas. Parecías un cachorro con el cuello partido. Pero no podías evitarlo. —Estaba de mal humor e iba a peor. Me susurró al oído—: ¿Sabes lo que te he dicho de Dale McLaughlin? Era todo mentira. No era más que un truco para sonsacarte tu secreto. Ja, ja.

La señora Farris recogía y doblaba disfraces sin pensar. La parte delantera de su vestido rosa cereza estaba salpicado de harina, y el pecho se le veía realmente cóncavo, como si se hubiera derrumbado algo por dentro. No se molestó en advertir nuestra presencia, salvo para decir:

—Dejad también las flores de adorno de los zapatos. Todo podrá utilizarse otro día.

Rodeé el edificio hasta la entrada principal, donde me esperaba mi madre con Fern Dogherty y mi hermano Owen, que todavía iba con el uniforme del espectáculo de banderas (los alumnos de cursos inferiores habían tenido que hacer cosas sin importancia, como ejercicios con banderas y números de rítmica, antes de que se levantara el telón y empezara la opereta) y estaba clavando en la nieve la bandera que le habían dejado conservar.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó mi madre—. Ha estado estupendo. ¿Tenías tortícolis? El chico Wales ha sido el único en todo el escenario que se ha olvidado de quitarse el sombrero para cantar «Dios salve al rey». —Mi madre tenía esos pequeños ramalazos inusitados de convencionalidad.

¿Qué pasó después de la opereta? En una semana había quedado en el olvido. Encontrar en el vestuario una pieza de un disfraz que había que devolver a su sitio era como ver el árbol de Navidad apoyado en el porche trasero en enero, cada vez más marrón y con restos de espumillón colgando, resto de un tiempo cuyas agitadas expectativas y esfuerzos de pronto parecían fuera de lugar. El sólido terreno del señor McKenna se reafirmaba bajo nuestros pies. Todos los días resolvíamos dieciocho problemas de aritmética, para ponernos al día, y escuchábamos afirmaciones como: «Y ahora, debido al tiempo que hemos perdido, vamos a tener que hincar los codos».

Hincar los codos, arrimar el hombro, mantener los pies sobre la tierra…, todas las expresiones favoritas del señor McKenna, tan trilladas y predecibles, de pronto nos llenaban curiosamente de satisfacción. Regresábamos a casa con montañas de libros y pasábamos el tiempo pintando mapas de Ontario y de los Grandes Lagos —el mapa del mundo más difícil de dibujar— y aprendiendo de memoria «La Visión de sir Launfal».

Nos cambiaron de sitio a todos; la limpieza de los pupitres y el cambio de compañeros resultaron estimulantes. Frank Wales se sentaba ahora en el otro extremo del aula. Y un día el portero entró con su larga escalera y retiró un objeto que llevaba en una de las lámparas colgantes desde Halloween. Todos habíamos creído que era un preservativo y el nombre de Dale McLaughlin se había relacionado con él; de forma igual de misteriosa pero menos escandalosa, se descubrió que era un calcetín viejo. Parecía que era el momento de disipar ilusiones. «Ir al fondo de la cuestión», habría dicho McKenna.

Mi amor no se esfumó del todo al cambiar la estación. Mis fantasías continuaron pero se inspiraban en el pasado. No tenían nada nuevo de que nutrirse. Y la nueva estación trajo consigo un cambio. Me parecía que el invierno, y no la primavera, era la estación del amor. En invierno el mundo habitable era mucho más angosto: fuera de ese pequeño espacio cerrado en el que vivíamos podían aflorar esperanzas fantásticas. La primavera, en cambio, dejaba al descubierto la vulgar geografía del lugar: las largas carreteras marrones, las viejas aceras resquebrajadas, las ramas de los árboles partidas durante las tormentas de invierno que había que retirar de los patios. La primavera revelaba las distancias tal como eran.

Frank Wales no fue al instituto como la mayoría de los demás compañeros de la clase, sino que consiguió un empleo en la tintorería Jubilee. Por aquella época las tintorerías no tenían furgoneta de reparto. La mayoría de los clientes iban personalmente a recoger la ropa, pero en algunos casos se hacía entrega a domicilio. Era tarea de Frank Wales conducir la furgoneta por la ciudad, y a veces nos cruzábamos con él al salir del colegio. Nos saludaba a la manera breve, seria y cortés de un hombre de negocios o un trabajador al tratar con quienes aún no forman parte del mundo de las responsabilidades. Siempre sostenía la ropa a la altura del hombro, con el codo sumisamente doblado; cuando empezó a trabajar aún no era todo lo alto que llegaría a ser.

Durante un tiempo —unos seis meses, creo— fui a la tintorería Jubilee con el vestigio aleteante de la excitación, la ilusión de verlo, pero detrás del mostrador nunca estaba él sino el dueño o su mujer, ambos de aspecto menudo, consumido y azulado, como si los líquidos de la tintorería los hubieran manchado o se les hubieran metido por las venas.

La señorita Farris se ahogó en el río Wawanash. Yo todavía iba al instituto, de modo que fue solo tres o cuatro años después de El flautista de Hamelín, pero cuando me enteré tuve la impresión de que la señorita Farris había existido mucho tiempo antes, el tiempo de los sentimientos totalmente inocentes y primitivos, y las falsas percepciones. La había creído prisionera entonces, y me sorprendió que hubiera podido escapar para cometer ese acto. Si es que fue un acto.

Era muy poco probable, aunque no imposible, que la señorita Farris hubiera estado paseando por la orilla del río al norte de la ciudad, cerca del puente de cemento, y se hubiera resbalado y caído al agua, y no hubiera podido salvarse. Tampoco era imposible, como señaló el Herald-Advance de Jubilee, que una o varias personas desconocidas la hubieran sacado de su casa a la fuerza y llevado al río. Había salido de su casa por la tarde, sin cerrar la puerta con llave y dejando todas las luces encendidas. Algunas personas que se excitaban imaginando crímenes ocultos en mitad de la noche, siempre creyeron que había sido un asesinato. Otras, ya fuera por consideración o por miedo, sostuvieron que había sido un accidente. Esas fueron las dos posibilidades que se barajaron y discutieron. Los que creyeron que había sido un suicidio, y al final casi todo el mundo lo creyó, no estaban tan impacientes por hablar de ello; ¿por qué iban a estarlo? No había nada que decir. Era un misterio que se presentaba sin explicación y sin esperanzas de ser explicado, en toda su insolencia, como un cielo azul despejado. No había posibilidad de revelación.

La señorita Farris con su traje de patinaje de terciopelo, su vistoso gorro de piel asomando entre los patinadores, distinguiéndola, la señorita Farris con brío, la señorita Farris pintando caras en las salas del concejo, la señorita Farris flotando boca abajo, resignada, en el río Wawanash, seis días antes de que la encontraran. Aunque no hay una forma convincente de encajar todas estas imágenes —si la última es cierta, ¿no debería alterar las demás?—, tendrán que permanecer unidas.

El flautista de Hamelín, La princesa gitana, El robo de la corona, El caballero árabe, La danza de Kerry y La hija del leñador.

Lanzaba esas operetas al aire como pompas de jabón, las formaba con un esfuerzo agotador, tembloroso, y luego casi despreocupadamente las dejaba ir, y se evaporaban gradualmente, pero mantenían atrapado para siempre nuestros yoes infantiles transformados, su amor no correspondido e invicto.

En cuanto al señor Boyce, ya se había marchado de Jubilee, donde, a decir de todos, nunca pareció sentirse a gusto, y encontró trabajo tocando el órgano en una iglesia y dando clases de música en London (que no es Londres en realidad, me veo obligada a señalar, sino una ciudad de tamaño mediano de Ontario occidental). Llegó el rumor de que se había integrado bastante bien allí, donde había gente como él.