La princesa Ida

Mi madre se puso a vender enciclopedias, lo que tía Elspeth y tía Grace llamaban «¡irse de marcha!».

«¿Se ha ido de marcha últimamente tu madre?», me preguntaban, y yo decía, oh, no, ya no sale tanto, pero sabía que ellas sabían que yo mentía. «No tendrá mucho tiempo para planchar —podían continuar ellas, compasivas, examinando las mangas de mi blusa—. No tendrá mucho tiempo para planchar cuando tiene que salir tanto.»

Yo notaba el peso de las excentricidades de mi madre, lo que había de absurdo y embarazoso en ella —las tías no me lo enseñaban sino poco a poco— sobre mis hombros de cobarde. Quería repudiarla, arrastrarme con tal de ganar aprobación, huérfana y abandonada, con las mangas arrugadas. Al mismo tiempo quería protegerla. Ella nunca habría entendido cuánta protección necesitaba de esas dos ancianas, con su humor afable y desconcertante, y su delicado decoro. Llevaban vestidos de algodón oscuro con el cuello de linón blanco perfectamente almidonado y planchado, y broches con flores de porcelana. En su casa tenían un reloj de carrillón que marcaba delicadamente los cuartos; también había helechos acuáticos, violetas africanas, tapetes de ganchillo, persianas orladas de flecos y, por encima de todo, el irreprochable olor a limpio de la cera y los limones.

—Vino ayer para recoger los bollos que hicimos para vosotros. ¿Estaban buenos? Nos preguntábamos si salieron ligeros. Nos contó que se había quedado atascada en la carretera de Jericho. ¡Ella sola, atascada en la carretera de Jericho! ¡Pobre Ada! ¡Pero estaba tan cubierta de barro que no pudimos evitar reírnos!

—Tuvimos que fregar el linóleo del vestíbulo —dijo tía Grace con tono de disculpa, como si fuera algo que no quisiera confesarme.

Desde semejante perspectiva, mi madre parecía, en efecto, una mujer disparatada.

Conducía nuestro Chevy del treinta y siete por todas las carreteras y caminos vecinales del condado de Wawanash, por pistas de grava, caminos de tierra, senderos de vacas, si creía que podían conducirla a clientes. En el maletero llevaba un gato y una pala, y un par de tablones cortos para salir de los hoyos en el barro. Conducía como si en cualquier momento pudiera ver el suelo resquebrajarse diez pies por delante de los neumáticos; tocaba la bocina desesperada en las curvas sin visibilidad; le preocupaba que los puentes de madera no aguantaran, y nunca permitía que la obligaran a meterse en los arcenes traicioneros y medio derrumbados de la carretera.

La guerra continuaba. Los granjeros por fin habían empezado a ganar dinero con los cerdos, la remolacha azucarera y el maíz. Seguramente no tenían ninguna intención de gastarlo en enciclopedias. Pensaban más bien en neveras y automóviles. Pero esos bienes no eran fáciles de obtener, y entretanto ahí estaba mi madre, arrastrando animosamente la caja de libros, arreglándoselas para entrar en sus cocinas, en sus salones fríos con olor fúnebre, abriendo fuego con prudencia pero con optimismo en nombre del saber, un bien hostil del que casi todos los adultos están de acuerdo en que hay que prescindir. Pero nadie podía negar que era bueno para los niños. Mi madre contaba con ello.

Y si la felicidad de este mundo está en creer en lo que vendes, entonces mi madre era feliz. El saber no era para ella algo hostil, sino acogedor y entrañable. Un gran consuelo, aun en esa fase de su vida, era saber localizar el mar de Célebes y el palacio Pitti, ordenar cronológicamente las esposas de Enrique VIII y aprender algo sobre el sistema social de las hormigas, los métodos utilizados por los aztecas en sus matanzas sacrificiales o la red de instalaciones sanitarias de Cnossos. Se embalaba al hablar de esos temas y no podía parar; se los contaba a cualquiera.

—Tu madre sabe un montón de cosas —decían tía Elspeth y tía Grace con tono despreocupado, sin envidia. Y yo veía que para ciertas personas, tal vez para la mayoría, el saber era solo una excentricidad; resaltaba como las verrugas.

Pero yo compartía la avidez de mi madre, no podía evitarlo. Me encantaban los volúmenes de la enciclopedia, su peso (de misterio, de valiosa información) cuando caían abiertos sobre mi regazo; me encantaba la seria encuadernación verde oscura, las delgadas letras doradas de aspecto discreto de sus lomos. Podían abrirse para mostrarme un grabado en acero de una batalla que tuvo lugar en los páramos, con un castillo al fondo, o en el puerto de Constantinopla. Todos los derramamientos de sangre, los ahogamientos, las cabezas cortadas, los caballos agonizantes eran descritos con una especie de floritura operística, una grandiosa irrealidad. Y tenía la impresión de que a lo largo de la historia la climatología siempre era teatral y amenazante; el paisaje se fruncía, el mar brillaba en distintos grises opacos o metálicos. Ahí estaba Charlotte Corday camino a la guillotina, la reina María de Escocia yendo al cadalso, el arzobispo Laud dando su bendición a Stafford a través de las rejas de su celda…, y nadie podía dudar de que ése era el aspecto que tenían, las túnicas negras, las manos levantadas y los rostros pálidos, serenos, heroicos. La enciclopedia ofrecía otras cosas que contemplar, por supuesto: escarabajos, diferentes variedades de carbón, gráficos del engranaje de un motor, fotografías de Amsterdam o de Bucarest tomadas en días turbios y sombríos de los años veinte (lo sabías por los pequeños coches cuadrados y altos). Yo prefería la historia.

Por casualidad al principio, luego de forma deliberada, aprendí cosas de la enciclopedia. Tenía una memoria prodigiosa. Memorizar una lista de datos era para mí una prueba irresistible, como intentar recorrer a pata coja una manzana.

A mi madre se le ocurrió que yo podía ayudarla en su trabajo.

—Mi hija ha estado leyendo estos libros y estoy asombrada de lo que ha aprendido. La mente de los niños es como papel matamoscas, ¿lo sabían? Todo lo que les das se queda fijado. Del, ¿puedes decirnos los presidentes de Estados Unidos desde George Washington hasta el actual?

O bien: «Nombra los países de Sudamérica con sus capitales. Dinos los nombres de los principales exploradores, de dónde eran y adónde fueron. Las fechas también, por favor». Yo me sentaba en una casa desconocida y recitaba de un tirón. Ponía cara inteligente, seria, competitiva, pero solo para impresionar. En el fondo experimentaba una intensa satisfacción. Sabía que lo sabía. ¿Y a quién iba a dejar de caer bien por saber dónde estaba Quito?

A unos cuantos, a decir verdad. Pero ¿cuándo tuve el primer indicio en ese sentido? Pudo haber sido al levantar la vista y ver a Owen, incapaz de encadenar dos fechas, dos capitales o dos presidentes muertos, enrollándose en secreto un pedazo de chicle alrededor del dedo. O tal vez fue al ver la cara vuelta de los niños de campo, con su sutil y complicada vergüenza. Pero un día no quise seguir haciéndolo. La decisión vino dictada por mi cuerpo; la humillación me producía una irritación en las terminales nerviosas y en las paredes del estómago. Empecé a decir:

—No lo sé… —Pero me sentía demasiado desgraciada, demasiado avergonzada para soltar esa mentira—. George Washington, John Adams, Thomas Jefferson…

Mi madre me preguntó con aspereza:

—¿Estás mareada?

Tenía miedo de que fuera a vomitar. Tanto Owen como yo éramos especialistas en vomitar sobre el terreno. Asentí y me levanté de la silla, y fui a esconderme en el coche sujetándome el estómago. Cuando vino mi madre ya había comprendido que se trataba de algo más.

—Te estás volviendo vergonzosa —dijo con tono práctico—. Creía que te divertía hacerlo. —De nuevo la irritación.

Y así era, me había divertido hacerlo, y no era muy amable de su parte decirlo.

—La timidez y la vergüenza —dijo mi madre, con bastante pomposidad— son lujos que yo nunca pude permitirme. —Puso en marcha el coche—. Aunque te aseguro que en la familia de tu padre hay miembros que no abrirían la boca en público aunque se estuviera quemando la casa.

A partir de entonces, cuando me preguntaba con naturalidad: «¿Quieres responder alguna pregunta hoy?», yo me hundía en el asiento y negaba con la cabeza sujetándome la barriga, para dar a entender el posible regreso inmediato de las náuseas. Mi madre tuvo que resignarse, y en adelante, cuando iba con ella los sábados, lo hacía como Owen, una carga libre e inútil que ya no participaba de su empresa.

—Quieres ocultar tu inteligencia por pura terquedad malsana, pero allá tú —dijo—. Haz lo que te dé la gana.

Yo todavía tenía vagas esperanzas de aventura, que Owen compartía, al menos a un nivel más práctico. Los dos esperábamos comprar bolsas de un caramelo marrón dorado que se partía en pedazos como el cemento y se derretía casi inmediatamente en la lengua, y que vendían en una tienda especial cubierta de arneses y con olor a caballo. Confiábamos al menos en parar para poner gasolina en algún lugar donde vendieran refrescos fríos. Yo esperaba que fuéramos hasta Porterfield o Blue River, pequeñas ciudades cuya magia provenía del mero hecho de que no las conocíamos y no nos conocían en ellas, por no ser Jubilee. Paseando por las calles de una de esas poblaciones, sentía mi anonimato como un adorno, como la cola de un pavo real. Pero hacia media tarde esas ilusiones menguaban, y alguna incluso había sido satisfecha, lo cual siempre deja un vacío. En mi madre también se observaba una mengua de esa energía implacable y entusiasta que la empujaba a salir. Al oscurecer, con el aire frío que salía a través de un agujero en el suelo del coche, el cansado ruido del motor y la indiferencia de la campiña nos reconciliaban a unos con otros y nos daban ganas de volver a casa. Cruzábamos campos que no sabíamos que amábamos: ni ondulantes ni llanos, sino accidentados, sin una cadencia reconocible en ellos; colinas bajas, hondonadas cubiertas de matorrales, pantanos, monte y campos. Altos olmos independientes, cada uno exhibiendo su silueta con modestia, condenados, aunque nosotros tampoco lo sabíamos. Tenían la forma de abanicos ligeramente abiertos, a veces de arpas.

Jubilee se veía desde un montículo a unos ocho kilómetros de distancia, en la carretera 4. Entre nosotros y la ciudad se extendían las vegas del río Wawanash que se inundaban todas las primaveras, el recodo escondido y el puente que lo cruzaba, pintado de plateado, que colgaba como una jaula en la oscuridad. La carretera 4 también era la calle principal de Jubilee. Veíamos las torres de la oficina de correos y del ayuntamiento, una frente a la otra, el ayuntamiento con su exótica cúpula que ocultaba la campana legendaria (tocada al empezar o terminar las guerras, y lista para tocar en caso de producirse un terremoto o el diluvio universal) y la oficina de correos con su torre del reloj cuadrada, eficiente y práctica. La pequeña ciudad se extendía casi equidistante a ambos lados de la calle principal. Su forma, que a la hora de nuestro regreso estaba delimitada por las luces, era más o menos la de un murciélago con un ala un poco levantada, soportando sobre su punta la torre de agua sin iluminar, desdibujada.

Mi madre nunca pasaba por allí sin decir algo. «Ahí está Jubilee», decía simplemente, o «A lo lejos tienes la metrópolis», o incluso citaba confusamente un poema sobre eso de entrar por la misma puerta que se salía. Y con esas palabras, ya fueran hastiadas, irónicas o sinceramente agradecidas, me parecía que Jubilee cobraba existencia, como si, sin la complicidad y la aceptación de mi madre, esas farolas y aceras, el fuerte en medio de la tierra yerma, el plano abierto y secreto de la ciudad —un refugio y un misterio— no fueran a estar allí.

Sobre todas nuestras expediciones y nuestros regresos a casa, y sobre el mundo en general, ella ejercía esa misteriosa y abrumadora autoridad, y no podía hacerse nada al respecto; aún no.

Mi madre alquiló una casa en la ciudad, y de septiembre a junio vivíamos allí, trasladándonos a la casa del final de Flats Road solo para pasar el verano. Mi padre venía a cenar y se quedaba a dormir, hasta que llegaba la nieve; entonces solo venía, si podía, el sábado por la noche y parte del domingo.

La casa que alquilamos se encontraba en un extremo de River Street, no muy lejos de la estación de la CNR. Era la clase de casa que parece más grande de lo que es; tenía el techo alto pero inclinado —el segundo piso, de madera, y el primero de ladrillo—, una prominente ventana salediza en el comedor y porches en la parte delantera y en la trasera; en el porche delantero había un pequeño balcón inservible y, de hecho, inaccesible. Todas las superficies de madera de la casa estaban pintadas de color gris, probablemente porque era más sufrido que el blanco. Con la llegada del calor, en las ventanas del piso de abajo ponían toldos, de rayas y muy descoloridos; entonces la casa con la pintura gris descolorida y los porches inclinados me hacía pensar en una playa: el sol, la hierba resistente al viento.

Pero era una casa de ciudad; muchos de sus rasgos hablaban de un bienestar y una formalidad que no eran posibles en Flats Road. A veces pensaba en nuestra vieja casa —con su fachada plana y pálida, y la losa de cemento frente a la puerta de la cocina—, con una pena tierna, melancólica y ligeramente culpable, como podrías pensar en un abuelo viejo cuyas gracias han dejado de divertirte. Echaba de menos la proximidad del río y el pantano, así como la auténtica anarquía del invierno, las ventiscas que nos obligaban a encerrarnos en casa como si fuera el Arca. Pero me encantaban el orden, la integridad y la compleja organización de la vida de ciudad, que solo la gente de fuera podía apreciar. Al volver del colegio las tardes de invierno, percibía toda la ciudad a mi alrededor, todas las calles que tenían nombres como River Street, Mason Street, John Street, Victoria Street, Huron Street y, curiosamente, Khartoum Street; los trajes de noche, vaporosos y pálidos como el azafrán, del escaparate de la boutique de la señora Krall; la orquesta de la misión baptista en el sótano de su iglesia, tocando «Hay un nombre escrito en la gloria; mío es, sí, mío es». Los canarios enjaulados de la tienda Selrite, los libros de la biblioteca, las cartas de la oficina de correo, y las fotos de Olivia de Havilland y Errol Flynn con disfraces de pirata y dama del Lyceum Theatre…, todos esos objetos, rituales y entretenimientos, frágiles y alegres, se fundían en… ¡la ciudad! En la ciudad había soldados de permiso, con sus uniformes caqui que tenían un aura de brutalidad anónima, como el olor a quemado; había chicas guapas y vivaces cuyos nombres todo el mundo conocía —Margaret Bond, Dorothy Guest, Pat Mundy— y que, sin embargo, no sabían cómo se llamaba nadie a no ser que les interesara; las observaba acercarse por la colina desde el instituto, con sus botas de terciopelo con adornos de piel. Se movían en un grupo cerrado, proyectando luz como una linterna nocturna, sin ver el resto del mundo. Aunque un día una de ellas —Pat Mundy— me sonrió al pasar, y empecé a soñar despierta con ella, que me salvaba de ahogarme, que se hacía enfermera y me cuidaba, arriesgando la vida al mecerme en sus brazos de terciopelo, cuando estaba a punto de morir de difteria.

Si era miércoles por la tarde, la inquilina de mi madre, Fern Dogherty, estaba en casa, tomando té, fumando y hablando con mi madre en el comedor. Fern hablaba en voz baja, y divagaba, gruñía y se reía de los comentarios más agudos y más parcos de mi madre. Se contaban anécdotas de la gente de la ciudad y de ellas mismas; su conversación era un río que nunca se secaba. Era el drama, el fermento de la vida que se hallaba justo fuera de mi alcance. Me acercaba al profundo espejo del aparador empotrado y veía en él la habitación reflejada: el oscuro revestimiento de la pared, las vigas oscuras, la lámpara de latón que era como un árbol pequeño y formal que crecía al revés, con cinco ramas rígidamente curvadas y rematadas en flores de cristal. Al juntarlos en cierto punto del espejo podía hacer que mi madre y Fern Dogherty se estiraran como gomas elásticas, temblorosas e histéricas, y que mi propia cara cayera desastrosamente hacia un lado, como si hubiera sufrido un ataque de apoplejía.

—¿Por qué no trajiste el cuadro? —pregunté a mi madre.

—¿Cuál? ¿Qué cuadro?

Porque había estado pensando —de vez en cuando tenía que pensar— en la cocina de la granja, donde mi padre y tío Benny estaban sentados probablemente en ese momento friendo patatas para cenar en una sartén sin lavar (¿para qué quitar una buena grasa?), con mitones y bufandas secándose encima de la estufa. Nuestro perro Major, que bajo el reinado de mi madre tenía prohibido entrar en casa, dormido en el sucio linóleo frente a la puerta. Periódicos extendidos encima de la mesa en lugar de un mantel, mantas con pelo de perro sobre el sofá, escopetas, calzado para la nieve y palanganas colgadas por las paredes. Un hediondo confort de soltero. Encima del sofá había un cuadro pintado por mi madre en los lejanos tiempos del comienzo de su matrimonio, los tiempos seguramente pausados, alegres, amorosos. Representaba una carretera pedregosa, un río entre montañas y varias ovejas conducidas por una niña con un pañuelo rojo. Las montañas y las ovejas tenían el mismo aspecto, aterronado y lanudo, de un gris morado. Hacía tiempo había creído que la niña era en realidad mi madre y que ése era el paisaje desolado de los primeros años de su vida. Luego me enteré de que lo había copiado de un National Geographic.

—¿Ése? ¿Quieres que lo traiga aquí?

En realidad yo no quería. Como sucedía a menudo en nuestras conversaciones, trataba de provocarla para obtener la respuesta o la revelación que buscaba. Quería que me dijera que se lo había dejado a mi padre. Recordaba que una vez había dicho que lo había pintado para él, que era a él a quien le había gustado esa escena.

—No quiero que cuelgue donde pueda verlo la gente —dijo ella—. No soy artista. Solo lo pinté porque no tenía nada que hacer.

Organizó una fiesta solo de señoras e invitó a la señora Coutts, también conocida como la señora del abogado Coutts, a la señora Best, cuyo marido era el director del Bank of Comerce, y a otras cuantas mujeres que solo conocía de hablar por la calle, así como a las vecinas. También a las compañeras de Fern Dogherty de la oficina de correos, y, por supuesto, a tía Elspeth y a tía Grace. (Les pidió que prepararan tartaletas de pollo, tartas de limón y un pastel de pisos, y ellas así lo hicieron.) La fiesta había sido planificada con antelación. En cuanto las damas entraron en el vestíbulo, tuvieron que adivinar cuántas judías había en un tarro y apuntarlo en un papel. La velada transcurrió con juegos de adivinanzas, concursos inventados con ayuda de la enciclopedia, un juego de mímica que no pudo terminarse como era debido porque muchas de las señoras no consiguieron entender cómo se jugaba, y eran demasiado tímidas de todos modos, y un juego de papel y lápiz que consistía en escribir un nombre de varón, doblar el papel y pasarlo, escribir un verbo, doblarlo, escribir un nombre de mujer, y así sucesivamente, hasta que al final se desdoblaban todos los papeles y se leían en alto. Con una falda de lana rosa y una chaqueta bolera, yo ofrecía alegremente cacahuetes.

Tía Elspeth y tía Grace se mantuvieron ocupadas en la cocina, sonriendo con aire ofendido. Mi madre llevaba un traje rojo semitransparente cubierto de pequeñas mariquitas negras y azules, como un bordado.

—Creíamos que tenía escarabajos en ese vestido —me susurró tía Elspeth—. ¡Nos ha dado un buen susto!

Después de eso la fiesta me pareció menos bonita; me fijé en que algunas señoras no participaban en los juegos, en que la cara de mi madre estaba febril de la emoción y su voz llena de fervor organizativo, y en que cuando tocaba el piano y Fern Dogherty, que había estudiado canto, entonaba «What Is Life without My Lover?», las señoras se contenían, aplaudiendo desde cierta distancia, como si pudiera tratarse de un alarde.

Tía Grace y tía Elspeth, de hecho, me dirían varias veces durante el siguiente año: «¿Qué tal vuestra inquilina? ¿Qué le parece la vida sin su amante?». Yo les explicaba entonces que esa canción provenía de una ópera, que era una traducción, y ellas gritaban: «¿Ah, sí? ¡Y nosotras lamentándolo por ella!».

Mi madre había esperado que su fiesta animara a las demás señoras a dar fiestas parecidas, pero no fue así, o si las dieron nunca nos enteramos; siguieron organizando reuniones de bridge, que a mi madre le parecían bobas y esnobs. Poco a poco renunció a la vida social. Decía que la señora Coutts era una mujer idiota que en uno de los concursos no supo decir quién había sido Julio César —pensaba que era griego—, y que además cometía errores gramaticales, al decir, por ejemplo, «a ella y yo», en lugar de «a ella y a mí», un error común que cometían las personas que se las daban de refinadas.

Se apuntó al grupo de debate Grandes Libros, que consistía en reunirse durante el invierno cada segundo martes del mes en las salas del concejo del ayuntamiento. El grupo estaba compuesto por otras cinco personas, entre ellas un médico jubilado, el doctor Comber, que era muy frágil, cortés y, según se vio más tarde, dictatorial. Tenía el pelo sedoso de un blanco puro e iba con un fular tipo ascot. Su mujer llevaba treinta años viviendo en Jubilee pero aún no sabía cómo se llamaba la gente ni dónde estaban las calles. Era húngara. Tenía un nombre magnífico que a veces deletreaba como si sirviera un pescado en una fuente, con todas las sílabas plateadas y las escamas intactas, pero era inútil, nadie en Jubilee era capaz de pronunciarlo o recordarlo. Mi madre enseguida se entusiasmó con esa pareja, a la que siempre había querido conocer. Se puso eufórica cuando la invitaron a su casa, donde miró las fotos de su luna de miel en Grecia, bebió vino tinto para no ofenderlos —no bebía— y escuchó anécdotas horribles y divertidas de lo que les había sucedido en Jubilee por ser ateos e intelectuales. Su admiración persistió durante Antígona, se apagó un poco en Hamlet, se hizo cada vez más débil a través de La república y El capital. Al parecer, nadie podía tener opiniones, aparte de los Comber; ellos sabían más, habían estado en Grecia, habían asistido a conferencias de H.G. Wells y siempre tenían razón. La señora Comber y mi madre discutieron, y la señora Comber señaló el hecho de que mi madre no había ido a la universidad, solo a un instituto «atrasado» (mi madre imitaba su acento). Mi madre repasó mentalmente algunas de las anécdotas que ellos le habían contado y decidió que tenían un complejo persecutorio («¿Qué es eso?», preguntó Fern, porque esos términos empezaban a estar de moda) y seguramente estaban un poco locos. Además, había notado en su casa un olor desagradable que no nos había mencionado entonces, y en el retrete, que había tenido que utilizar después de beber el vino tinto, había una capa espumosa amarilla repugnante. ¿Qué tiene de bueno leer a Platón si no limpias el retrete?, preguntaba mi madre volviendo a los valores de Jubilee.

No regresó a Grandes Libros el segundo año. En lugar de ello se apuntó a un curso por correspondencia llamado «Grandes pensadores de la Historia» de la Universidad de Ontario Occidental, y escribió cartas a los periódicos.

Mi madre no se había desprendido de nada. Dentro de la persona que nosotros conocíamos, y que a veces podía desdibujarse o descarrilarse un poco, conservaba sus aspectos más jóvenes y llenos de energía e ilusión; los episodios del pasado podían aparecer fácilmente en cualquier momento, como diapositivas, contra el apretado tejido del presente.

En el principio, el principio de todo, estaba esa casa. Se levantaba al final de un largo sendero, con alambradas, paneles de tela metálica combados a ambos lados, en mitad de campos donde las rocas —parte del Escudo Precámbrico— sobresalían de la tierra como los huesos de la carne. La casa que yo nunca había visto en fotografías —tal vez nunca le habían hecho ninguna— y que nunca había oído describir a mi madre salvo de un modo práctico e impaciente («Solo era una vieja casa de madera, nunca la pintaron»), era capaz de figurármela con tanta claridad como si la hubiera visto en un periódico: la más desnuda, oscura y alta de todas las casas de madera, sencilla y familiar pero con algo terrible alrededor, un mal, como un lugar donde se ha cometido un asesinato.

Y mi madre, apenas una niña llamada Addie Morrison, alta y delgaducha, me imaginaba, con el pelo muy corto porque su madre la protegía de la vanidad, volvía andando a casa después del colegio por el largo y angustiante camino, golpeándose las piernas con la cubeta de manteca de cerdo en la que se había llevado el almuerzo. La tierra endurecida, el hielo de los charcos resquebrajado, la hierba muerta colgando de la tela metálica…, ¿no era siempre noviembre? Sí, y el cercano y espeluznante monte, con los curiosos vientos erráticos que levantaban las ramas una a una. Entraba en la casa y se encontraba el fuego apagado, la estufa fría, la grasa de la comida de los hombres solidificada en los platos y las sartenes.

No había rastro de su padre, o de sus hermanos, que eran mayores y que ya habían terminado el colegio. No paraban por casa. Ella cruzaba la sala delantera hasta el dormitorio de sus padres y allí, la mayoría de las veces, se encontraba a su madre, de rodillas e inclinada sobre la cama, rezando. Todavía podía ver, mucho más claramente que su cara, aquella espalda inclinada, los hombros estrechos dentro de algún jersey gris o canela sobre un quimono sucio o un vestido de estar por casa, la parte posterior de la cabeza con el pelo escaso y bien tirante desde la raya central, el cuero cabelludo de un blanco poco saludable. Era tan blanco como el mármol, o como el jabón.

—Era una fanática religiosa —decía mi madre de esa mujer arrodillada, que en otras ocasiones encontraba tumbada de espaldas y llorando (por motivos en los que mi madre no entraba), con un paño húmedo apretado en la frente.

Una vez, en las últimas fases demenciales de su cristianismo, fue hasta el cobertizo y trató de esconder un becerro entre el heno antes de que llegaran los hombres del carnicero. La voz de mi madre al contarme esas cosas sonaba firme en la certeza de haber sido engañada, los sentimientos de cólera y pérdida no habían disminuido.

—¿Sabes lo que hizo? ¿Te he dicho lo que hizo? ¿Te he hablado del dinero?

Inhalaba aire para recobrarse.

—Verás, heredó un dinero. Alguien de su familia tenía dinero, vivía en el estado de Nueva York. Ella heredó unos doscientos cincuenta dólares; no era mucho, pero entonces más que ahora, y ya sabes que éramos pobres. Te crees que ahora somos pobres, pero esto no es nada comparado con lo pobres que éramos entonces. Recuerdo que el mantel de la mesa estaba tan gastado que dejaba ver la madera desnuda. Colgaba en jirones. Era un trapo, no un mantel. Si alguna vez me calzaba era con zapatos de chico que me habían pasado mis hermanos. La nuestra era la clase de granja en la que no podías cultivar pamplina. En Navidad me regalaban unos calzones bombacho azul marino. Y, con franqueza, me alegraba. Sabía lo que era el frío.

»Bueno, pues mi madre cogió el dinero y encargó una gran caja de Biblias. Llegaron por correo urgente. Eran de las más caras, con mapas de Tierra Santa, las páginas ribeteadas de dorado y todas las palabras de Cristo en tinta roja. “Bienaventurados los pobres de espíritu.” ¿Qué tiene de especial ser pobre de espíritu? Se gastó hasta el último centavo.

»Luego tuvimos que salir y repartirlas. Las había comprado para distribuirlas entre los no creyentes. Creo que mis hermanos escondieron unas cuantas en el granero. Sé que lo hicieron. Pero yo era demasiado estúpida para que se me ocurriera algo así. A los ocho años me pateé todo el campo, con zapatos de chico y sin un par de mitones, repartiendo Biblias.

»Si acaso, me vacunó contra la religión de por vida.

Una vez mi madre comió pepinos y bebió leche porque había oído decir que era una combinación venenosa y se quería morir. Estaba más intrigada que deprimida. Se tumbó y esperó a despertar en el cielo, del que tanto había oído hablar, pero en lugar de ello se despertó como siempre a la mañana siguiente. Eso no dejó de tener efecto en su fe. En aquel momento no se lo contó a nadie.

Su hermano mayor a veces le llevaba caramelos de la ciudad. Se afeitaba en la mesa de la cocina, con un espejo apoyado contra la lámpara. Era presumido, pensaba ella, con ese bigote, y recibía cartas de chicas que nunca se molestaba en contestar, pero que dejaba por la casa para que las leyera cualquiera. Mi madre lo tomaba a mal.

—No me hago ilusiones con él —decía—, aunque supongo que no es distinto de la mayoría.

El hermano mayor vivía en New Westminster y trabajaba en un transbordador. El otro hermano vivía en Estados Unidos. En Navidad se intercambiaban felicitaciones. Pero nunca se escribieron.

Era a su hermano pequeño al que ella odiaba. ¿Qué le había hecho? Las respuestas de mi madre no eran del todo satisfactorias. Era malvado, abotargado, cruel, decía. Un chico gordo y cruel. Daba de comer petardos a los gatos. Ató un sapo y lo cortó a hachazos. Ahogó al gatito de mi madre, que se llamaba Misty, en el abrevadero de las vacas, aunque luego lo negó. También cogía a mi madre, la ataba en el cobertizo y la atormentaba. ¿La atormentaba? La «torturaba».

¿Con qué? Pero mi madre nunca iba más allá de la palabra «torturaba», que escupía como si fuera sangre. Yo me la imaginaba atada a una especie de poste en el cobertizo mientras su hermano, un indio gordo, gritaba y daba saltos alrededor. Pero ella al final había escapado, con cabellera y sin arder. No había nada que justificara su cara sombría o su forma de pronunciar el verbo «torturar» en ese punto de la anécdota. Yo aún no había aprendido a reconocer el abatimiento que la invadía cuando se rozaba el tema del sexo.

Su madre se murió. Se fue para que la operaran, pero tenía unos bultos grandes en ambos pechos y se murió, decía siempre mi madre, en la mesa. En la mesa de operaciones. Cuando era más pequeña me la imaginaba en una mesa corriente entre tazas de té, ketchup y confitura.

—¿Te pusiste triste? —preguntaba yo, esperanzada.

Mi madre decía «Sí, por supuesto que me puse triste». Pero no se extendía mucho en eso. Seguían cosas más importantes. Pronto terminó el colegio, aprobó los exámenes de ingreso y expresó su deseo de ir al instituto de la ciudad. Pero su padre le dijo que no, que debía quedarse y hacerse cargo de la casa hasta que se casara. («¿Con quién voy a casarme, por el amor de Dios —gritaba siempre mi madre furiosa, al llegar a ese punto de la historia—, en este rincón del mundo donde todos son bizcos por culpa de la endogamia?») Después de un par de años en casa, sintiéndose desgraciada y aprendiendo cosas por su cuenta de los viejos libros de texto que habían sido de su madre (era maestra antes de casarse y de que la religión se hiciera dueña de ella), desafió a su padre y recorrió las nueve millas hasta la ciudad, escondiéndose en los matorrales de los lados de la carretera cada vez que oía acercarse un caballo, por miedo a que fueran los hombres de su familia, con el viejo carro, y la llevaran de vuelta a casa. Llamó a la puerta de un internado que conocía por el negocio de los huevos y preguntó si podían darle comida y cama a cambio de trabajar en la cocina y servir las mesas. Y la mujer que lo llevaba —una anciana decente de hablar brusco a la que todo el mundo llamaba abuela Seeley— la acogió y la protegió de su padre hasta que hubo pasado un tiempo; incluso le dio un vestido a cuadros, de lana tosca y demasiado largo, que ella llevó al colegio esa primera mañana en que se quedó de pie frente a una clase de niñas que tenían dos años menos que ella y leyó en latín, pronunciándolo como había aprendido sola en casa. Como es natural, todos se rieron.

Mi madre no podía evitar —nunca pudo— emocionarse y ponerse sentimental al recordarlo; la niña que había sido la llenaba de asombro. Oh, si existiera un momento en el tiempo, un momento en el que pudiéramos elegir ser juzgados, lo más desnudos posible, asediados, triunfantes, ese tendría que ser su momento. Más tarde llegarían las concesiones y tal vez la equivocación; allí ella era absurda e inexpugnable.

En el internado empezó un nuevo capítulo de su vida. Se levantaba cuando todavía era de noche para pelar las verduras que dejaba en remojo para la comida del mediodía. Limpiaba los orinales y los espolvoreaba de talco. No había inodoros con cisterna en esa ciudad.

—¡Limpié orinales para costearme los estudios! —exclamaba mi madre, sin importarle quién la escuchara.

Pero la gente que los utilizaba era agradable. Empleados de banco. El operador del telégrafo de la estación de la CNR. La maestra, la señorita Rush. La señorita Rush enseñó a mi madre a coser, le regaló una bonita lana merina para que se hiciera un vestido, le regaló una bufanda de flecos amarilla («¿Qué fue de ella?», preguntaba mi madre con exasperado dolor), le regaló agua de colonia. Mi madre quería a la señorita Rush; limpiaba su habitación y guardaba el pelo que encontraba en el tocador y en su peine; cuando tuvo suficiente hizo un pequeño bucle que colgó de una cadena, para llevarlo al cuello. Hasta ese punto la quería. La señorita Rush le enseñó a leer música y a tocar en el piano que la abuela Seeley guardaba en la sala de estar, las canciones que todavía podía tocar, aunque casi nunca lo hacía. «Drink to Me Only with Thine Eyes», «The Harp that Once through Tara’s Hall» y «Bonny Mary of Argyle».

¿Qué había sido de la señorita Rush, con su belleza, sus bordados y su piano? Se casó más bien tarde y murió a consecuencia del parto de su primer hijo. El bebé también murió y yació en sus brazos como un muñeco de cera, con un traje largo; mi madre lo había visto.

Así, las historias del pasado daban vueltas y vueltas hasta la muerte; eso es lo que yo esperaba.

A la abuela Seeley la encontraron muerta en su cama una mañana de verano, justo después de que mi madre hubiera terminado los cuatro años de secundaria y la abuela Seeley le prometiera prestarle el dinero para que fuera a una escuela de formación de profesores, préstamo que mi madre le devolvería cuando fuera profesora. En alguna parte había un papel donde constaba, pero nunca lo encontraron. O más bien, según creía mi madre, lo encontraron el sobrino de la abuela Seeley y su mujer, que habían heredado su casa y su dinero, y lo destruyeron. El mundo está lleno de personas así.

De modo que mi madre tuvo que ponerse a trabajar; encontró empleo en unos grandes almacenes de Owen Sound, donde no tardó en estar a cargo de los artículos de confección y mercería. Se prometió a un joven que pasó desapercibido; no era ni mucho menos un bribón, como el hermano de mi madre o el sobrino de la abuela Seeley, pero tampoco luminoso ni querido, no como la señorita Rush. Por razones misteriosas se vio obligada a romper el compromiso. («No resultó ser la clase de persona que creía que era.») Más tarde, no se sabe bien cuando, conoció a mi padre, quien sí debió de resultar ser la persona que ella creía que era porque se casó con él, aunque siempre se había jurado que nunca se casaría con un granjero (él tenía una granja de zorros, y en cierto momento había creído que podría ser rico; ¿tan distinto era?), y su familia ya había empezado a hacer comentarios no muy bien intencionados.

—Pero te enamoraste de él —le recordaba yo con severidad e inquietud, deseando esclarecerlo para siempre—. Te enamoraste.

—Bueno, sí, claro.

—¿Por qué te enamoraste?

—Tu padre siempre fue un caballero.

¿Eso era todo? Me preocupaba la falta de proporción, aunque era difícil señalar qué faltaba, qué estaba mal. Al comienzo de su historia había cautividad, sufrimiento, luego osadía, desafío y huida. Lucha, decepción, más lucha, madrinas y villanos. Ahora yo esperaba, como en todas las buenas historias, el estallido de la gloria, la recompensa. ¿El matrimonio con mi padre? Esperaba que fuera eso. Deseé que ella disipara todas mis dudas acerca del asunto.

Cuando era pequeña y vivía al final de Flats Road, la observaba cruzar el patio para vaciar el agua sucia de fregar los platos. Sosteniendo la palangana en alto, como una sacerdotisa, caminaba de un modo parsimonioso y regio, y arrojaba el agua con gesto majestuoso por encima de la valla. Entonces la había creído poderosa, además de satisfecha. Todavía tenía poder, pero tal vez no tanto como había imaginado. Y no estaba en absoluto satisfecha. Ni era una sacerdotisa. Tenía un estómago muy ruidoso cuyos mensajes tan pronto ignoraba como atendía, pero que hacían que me avergonzara de un modo insoportable. El pelo le crecía en pequeños e ingobernables copetes y matas castaño grisáceo; las permanentes que se hacía se convertían en rizos pequeños y muy apretados. ¿Todas sus historias siempre tenían que acabar, al fin y al cabo, con ella tal como era ahora, mi madre de Jubilee?

Un día fue al colegio como representante de la compañía de enciclopedias para dar un premio a la mejor redacción sobre las razones por las que debíamos comprar Bonos de la Victoria. Tuvo que ir a los colegios de Porterfield, Blue River y Stirling, y hacer lo mismo; aquella semana fue un motivo de orgullo para ella. Se puso su traje azul marino tremendamente masculino, con un solo botón en la cintura, y un sombrero de fieltro de color granate, el mejor que tenía, sobre el que creí ver, dolorosa, una fina capa de polvo. Pronunció un pequeño discurso. Clavé los ojos en el jersey de lana de la niña que tenía sentada delante, azul pálido con algunas bolitas, como si aferrarme a esos fragmentos de realidad indiferente pudiera evitar que me ahogara en la humillación. Mi madre era muy diferente, eso era todo; muy enérgica, optimista e inocente, con su sombrero granate, haciendo bromas y creyendo que estaba teniendo éxito. Por dos centavos se habría embarcado en una larga explicación sobre la historia de su educación, las nueve millas hasta la ciudad y los orinales. ¿Quién más tenía una madre así? Las niñas me lanzaban miradas de reojo, satisfechas y compasivas. De pronto no podía soportar nada de ella, el tono de su voz, el modo irreflexivo y precipitado con que se movía, sus gestos absurdamente briosos (en cualquier momento volcaría el tintero sobre el escritorio del director), y sobre todo su ingenuidad, ese no darse cuenta de que la gente se reía, creer que iba a salir impune.

Yo no soportaba que vendiera enciclopedias, ni que pronunciara discursos, ni que llevara ese sombrero. No soportaba que escribiera cartas a los periódicos. Las cartas sobre los problemas locales o aquéllas en las que promocionaba la educación y los derechos de las mujeres y se oponía a la educación religiosa obligatoria en las escuelas se publicaban en el Herald Advance de Jubilee firmadas con su propio nombre. Otras aparecían en una página del periódico de la ciudad destinada únicamente a señoras corresponsales, y para ellas utilizaba el pseudónimo de Princesa Ida, tomado de un personaje de Tennyson que admiraba. Estaban llenas de largas y embellecedoras descripciones de la vida de campo de la que había huido («Esta mañana una maravillosa escarcha plateada embelesa la mirada en cada rama y cable telefónico, y convierte el mundo en un verdadero país de ensueño») y contenían incluso referencias a Owen y a mí («mi hija, que pronto dejará de ser una niña, se olvida de su recién descubierta dignidad para revolcarse en la nieve») que me hacían apretar los dientes de vergüenza. Otras personas aparte de tía Elspeth y tía Grace me decían: «He visto la carta de tu madre en el periódico», y yo percibía lo desdeñosas, lo superiores, silenciosas y envidiables que eran esas personas, que podían estarse quietas toda su vida, sin necesidad de hacer o decir nada extraordinario.

Yo misma no era muy diferente de mi madre pero lo ocultaba, sabiendo los peligros que encerraba.

Ese segundo invierno que vivimos en Jubilee tuvimos visitas. Era un sábado por la tarde y estaba quitando la nieve de nuestra acera con una pala cuando vi un gran coche que se acercaba fisgoneando entre los montículos de nieve casi sin hacer ruido, como un pez insolente. Matrícula estadounidense. Pensé que era alguien que se había perdido. La gente llegaba hasta el final de River Street, donde nadie se había molestado en poner un letrero indicando que era un callejón sin salida, y a la altura de nuestra casa empezaba a preguntarse si se había equivocado.

Se bajó un desconocido. Llevaba un abrigo, un sombrero de fieltro gris y aun siendo invierno un fular de seda. Era alto y corpulento; tenía una cara triste, orgullosa, fláccida. Extendió los brazos hacia mí de un modo alarmante.

—¡Ven aquí a saludarme! ¡Yo sé cómo te llamas, pero apuesto a que tú no sabes cómo me llamo yo!

Fue derecho a mí —que me había quedado inmóvil con la pala en la mano— y me besó en la mejilla. Un olor masculino agridulce; loción para después del afeitado, estómago revuelto, camisa limpia y almidonada, y cierta vileza peluda y secreta.

—Tu madre se llamaba Addie Morrison, ¿verdad?

Ya nadie llamaba Addie a mi madre. Hacía que pareciera diferente: más redonda, más anticuada, más simple.

—Tu madre es Addie y tú eres Della, y yo soy tu tío Bill Morrison. Ese soy yo. Eh, te he dado un beso y tú no me has dado ninguno. ¿Eso es lo que se entiende aquí por justicia?

Mi madre ya estaba saliendo de casa con un trazo de carmín aplicado deprisa y corriendo.

—Caramba, Bill. No eres de los que avisan con antelación, ¿verdad? No importa, nos alegramos de verte. —Lo dijo con cierta severidad, como si defendiera un argumento.

De modo que era realmente su hermano, el que vivía en Estados Unidos, mi tío carnal.

Él se volvió e hizo un gesto hacia el coche.

—Puedes bajar. Nadie te va a morder.

La portezuela del otro lado se abrió y una señora alta se apeó muy despacio y con cierta dificultad debido a su sombrero. Se elevaba por un lado de su cabeza y se inclinaba por el otro, y las plumas verdes que sobresalían lo hacían aún más alto. Llevaba un abrigo de tres cuartos de zorro plateado, un vestido verde y, en lugar de botas, unos zapatos de tacón también verdes.

—Esta es tu tía Nile —me dijo tío Bill como si ella no pudiera oírlo o entender el idioma, como si fuera un asombroso accidente geográfico que era necesario identificar—. Nunca la has visto. A mí sí que me has visto, pero eras demasiado pequeña para acordarte. A ella no las has visto nunca. Yo tampoco la había visto hasta el verano pasado. Estaba casado con tu tía Callie la última vez que te vi y ahora estoy casado con tu tía Nile. La conocí en agosto y me casé con ella en septiembre.

La acera no estaba despejada. Tía Nile tropezó con sus tacones altos y gimió, con nieve en el zapato. Gemía lastimeramente, como una niña.

—Casi me tuerzo el tobillo —dijo a tío Bill, como si no hubiera nadie más alrededor.

—Ya falta menos —dijo él alentador, y la cogió del brazo y la sostuvo el resto del camino a lo largo de la acera y por los escalones hasta el porche como si fuera una dama china (acababa yo de leer La buena tierra, de la biblioteca municipal), para quien caminar era una actividad insólita y antinatural. Mi madre y yo, que no habíamos saludado a Nile, los seguimos, y una vez en el vestíbulo oscuro mi madre exclamó:

—¡Bueno, bienvenidos!

Tío Bill ayudó a Nile a quitarse el abrigo.

—Toma, cuélgalo —me pidió—. Pero cuélgalo aparte. ¡No lo cuelgues al lado de las cazadoras del cobertizo!

—Tienes que ir a nuestra granja —le dijo mi madre a Nile, acariciando la piel—. Allá podrás ver varios de estos vivos. —Su tono era jocoso y forzado.

—Se refiere a los zorros —explicó tío Bill a Nile—. Como los de tu abrigo. —Se volvió hacia nosotros—: No creo que supiera siquiera que esas pieles vienen de un animal. ¡Se pensaba que las fabricaban en la misma tienda!

Mientras tanto Nile puso una cara perpleja y desdichada, como alguien que, sin haber oído hablar nunca de los países extranjeros, fuera depositado de pronto en uno, y todo el mundo hablara a su alrededor un idioma inimaginable. La adaptabilidad no era uno de sus puntos fuertes. ¿Por qué iba a serlo? Pondría en tela de juicio su propia perfección. Ella era perfecta, y más joven de lo que me había parecido al principio; no podía tener más de veintidós o veintitrés años. Tenía una piel sin mácula, como una porcelana rosa; su boca parecía cortada en terciopelo color burdeos y pegada en la cara. El olor que desprendía era inhumanamente dulce, y llevaba las uñas —lo vi con sorpresa, deleite y cierto recelo, como si pudiera haber ido demasiado lejos— pintadas de verde, a juego con la ropa.

—Es un abrigo precioso —dijo mi madre, con más dignidad.

Tío Bill la miró con pesar.

—Tu marido nunca hará mucho dinero si se dedica a esa parte del negocio, Addie. Todo está controlado por los judíos. ¿Tenéis café en casa? Para que yo y mi mujercita entremos en calor…

El problema era que no teníamos tal cosa. Mi madre y Fern Dogherty bebían té, que era más barato, y por las mañanas Postum, un sucedáneo del café a base de cereales. Mi madre nos llevó a todos al comedor, donde Nile se sentó.

—¿No os apetece un té bien caliente? —preguntó mi madre—. No tengo café.

Tío Bill se lo tomó con calma. Nada de té, dijo, pero si no había café saldría a comprar.

—¿Hay alguna tienda por aquí? —me preguntó—. Debe de haber un par de tiendas. En los pueblos grandes como este hay hasta farolas, las he visto. Iremos tú y yo en coche a comprar y dejaremos que las dos cuñadas se conozcan.

Yo floté a su lado, en ese coche grande de color crema y chocolate y con olor a limpio, por River Street y Mason Street hasta la calle principal de Jubilee. Aparcamos frente a Red Front Groceries, detrás de un tiro de caballos y un trineo.

—¿Es esta la tienda?

No me quise comprometer. No quería decir que sí y que luego no hubiera nada de lo que él buscaba.

—¿Tu madre compra aquí?

—A veces.

—Entonces supongo que servirá.

Desde ese coche vi de un modo diferente el tiro y el trineo, con los sacos de forraje encima, la tienda de comestibles y toda la calle. Jubilee no parecía un lugar único y permanente como yo había creído que era, sino casi improvisado y destartalado; a duras penas serviría.

Acababan de convertir la tienda en un autoservicio, el primero de la ciudad. Los pasillos eran demasiado estrechos para que pasaran carritos por ellos, pero había cestas. Tío Bill quería un carrito. Preguntó si había en el pueblo otras tiendas donde hubiera carritos y le respondieron que no. Una vez aclarado ese punto, recorrió los pasillos gritando los nombres de las cosas. Se comportaba como si no hubiera nadie más en la tienda, como si los demás solo cobraran vida cuando él les preguntaba algo, como si la tienda en sí no fuera real sino que la hubieran montado en cuanto él había dicho que necesitaba una.

Compró café, fruta en conserva, verdura y queso, dátiles, higos, un preparado para hacer un pudin de postre, paquetes de macarrones precocinados, chocolate en polvo, ostras y sardinas en lata.

—¿Te gusta esto? —no paraba de preguntar—. ¿Te gusta? ¿Te gustan las pasas? ¿Te gustan los cereales? ¿Te gusta el helado? ¿Dónde guardáis el helado? ¿De qué sabor te gusta? ¿De chocolate? ¿El de chocolate es el que más te gusta?

Al final me daba miedo mirar algo por si él me lo compraba.

Se detuvo frente al escaparate de Selrite, donde había sacos de caramelos al por mayor.

—Apuesto a que quieres caramelos. ¿Qué prefieres? ¿Regalices? ¿Jaleas? ¿Cacahuetes caramelizados? Vamos a pedir una bolsa con un poco de todo. Con tanto dulce te entrará sed. Será mejor que compremos refrescos.

Eso no era todo.

—¿Hay alguna panadería en este pueblo? —preguntó, y lo llevé a la panadería McArter, donde compró media docena de tartaletas de mantequilla, dos docenas de bollos con azúcar glaseado y nueces encima, y un bizcocho de coco de quince centímetros de altura.

Era exactamente como el cuento que tenía en casa, en el que una niña consigue que se hagan realidad sus deseos, uno por día, durante una semana, y, cómo no, resulta que todos le hacen desgraciada. Un deseo era comer todo lo que siempre había querido comer. Yo solía coger el cuento y leer la descripción de la comida, una y otra vez, por puro placer, pasando por alto los castigos que no tardaban en sobrevenir, infligidos por poderes sobrenaturales que siempre estaban atentos a la glotonería. Pero de pronto comprendí que demasiado podía ser realmente demasiado. Hasta Owen habría acabado deprimiéndose con esa estúpida largueza que desbarataba todo el sistema conocido de compensaciones y placeres.

—Eres como un padrino de cuento —le dije a tío Bill.

No pretendía que sonara infantil, sino irónico; también quería expresar toda la gratitud aunque me temo que no la sintiera. Pero él lo tomó como el cumplido de una niña, y lo repitió a mi madre cuando llegamos a casa.

—¡Dice que soy un padrino de cuento pero he tenido que pagar al contado!

—Bueno, no sé qué voy a hacer con todo esto. Tendrás que llevarte algo a casa.

—Nunca vamos hasta Ohio para hacer la compra. Quédatelo tú. Nosotros no lo necesitamos. Mientras tenga mi helado de chocolate de postre, lo demás me trae sin cuidado. Con los años no he dejado de ser goloso. Pero me he adelgazado, ¿sabes? He perdido treinta libras desde el verano pasado.

—Aún no te van a internar por falta de peso…

Mi madre quitó el mantel con las manchas de ketchup y té del día anterior, y puso uno nuevo, el que llamaba el mantel de Madeira, su mejor regalo de boda.

—Ya sabes que era un renacuajo de pequeño. Fui un bebé escuálido. A los dos años estuve a punto de morir de neumonía. Mamá me ayudó a recuperarme y empezó a alimentarme. No hice ejercicio durante mucho tiempo y me engordé.

»Mamá —continuó con una especie de exuberancia lúgubre— ¿no era como una santa en la tierra? Siempre le digo a Nile que debería haberla conocido.

Mi madre lanzó a Nile una mirada de sorpresa (¿habían estado charlando esas dos cuñadas?), pero no respondió.

—¿Quieres pájaros o flores en el plato? —le pregunté a Nile, solo para hacerle hablar.

—Me da igual —dijo ella débilmente, bajando la vista hacia sus uñas verdes como si fueran talismanes para mantenerse en su sitio.

A mi madre no le daba igual.

—Pon todos los platos iguales. ¡No somos tan pobres para no tener una vajilla completa!

—¿Vistes de verde por tu nombre? —pregunté, sin dejar de aguijonearla—. ¿Ese color no es verde Nilo?

Creía que era idiota y sin embargo la admiraba frenéticamente, y le agradecía cada pequeña palabra incolora que me arrojaba. Ella alcanzaba una cota de ornamentalidad femenina, de artificialidad perfecta, que yo ni siquiera había sabido que existía; al verla comprendí que yo nunca sería guapa.

—Mi nombre solo es una coincidencia. —Hasta podría haber dicho «cocinidencia»—. Era mi color favorito mucho antes de que supiera siquiera que existía.

—No sabía que había esmalte de uñas de color verde.

—Tienes que encargarlo.

—Mamá quería que nos quedáramos en la granja y viviéramos como ella nos crió —continuó tío Bill, siguiendo sus propios pensamientos.

—No se lo desearía a nadie, vivir en una granja como ésa. No podías ni cultivar pamplina.

—El aspecto financiero no es lo único que cuenta, Addie. Está el contacto con la naturaleza. Sin todo este…, ya sabes, este correr de aquí para allá, hacer lo que no es bueno para ti, vivir por encima de tus posibilidades. Sin olvidar el cristianismo. Mamá creía que era una buena vida.

—¿Qué tiene de bueno la naturaleza? La naturaleza solo es una criatura a la caza de otra, siempre. La naturaleza no es más que derroche y crueldad, tal vez no desde el punto de la naturaleza sino del ser humano. La crueldad es la ley de la naturaleza.

—Bueno, no me refería a eso, Addie. No me refiero a los animales salvajes y demás. Estoy hablando de la vida que tuvimos en casa, donde no había muchas comodidades. Estoy de acuerdo contigo, pero teníamos una vida sencilla, mucho trabajo, aire puro y un buen ejemplo espiritual en nuestra madre. Murió joven, Addie. Murió sufriendo.

—Bajo el efecto de la anestesia —aclaró mi madre—. De modo que, en el sentido estricto de la palabra, no sufrió.

Durante la cena ella le habló a tío Bill de las enciclopedias que estaba vendiendo.

—Vendimos tres el pasado otoño —fue todo lo que dijo, aunque en realidad había vendido una y seguía trabajando en dos casos bastante prometedores—. Hay dinero en el campo, ¿sabes? Gracias a la guerra.

—No harás dinero yendo a vender de granja en granja —dijo tío Bill, inclinándose sobre su plato y comiendo sin parar, como los ancianos. Parecía viejo—. ¿Qué has dicho que vendes?

—Enciclopedias. Una colección muy elegante. Habría dado mi brazo derecho por tener en casa unos libros como esos cuando era pequeña.

Debía de ser la quincuagésima vez que le oía afirmar tal cosa.

—Tú estudiaste. Yo pasé sin estudios, pero eso no me detuvo. No venderás libros a los granjeros. Tienen demasiado sentido común. Son agarrados con el dinero. El dinero no está en cosas así. Está en la propiedad. El dinero está en la propiedad y en las inversiones, si sabes lo que haces.

Empezó a contar una larga historia, retrocediendo y corrigiéndose, sobre la compra y venta de casas. Comprar, vender, comprar, edificar, los rumores, las amenazas, los peligros, la seguridad. Nile no escuchaba, se limitó a empujar el maíz enlatado por su plato pinchando los granos uno a uno con el tenedor, un juego infantil que ni siquiera a Owen le habrían permitido. Owen, por su parte, no abrió la boca, pero comió con el chicle pegado a la uña del pulgar; mi madre no se dio cuenta. Fern Dogherty no estaba; se había ido a ver a su madre al hospital del condado. Mi madre escuchaba a su hermano con una mezcla de desaprobación y astucia participativa.

¡Su hermano! Eso era lo difícil de digerir. Ese tal tío Bill era el hermano de mi madre, el terrible niño gordo capaz de tanta crueldad, tan astuto, rápido y diabólico, tan temido. Yo no paraba de mirarlo, tratando de encontrar a ese niño en el hombre amarillento. Pero era inútil. Se había esfumado, asfixiado, como una pequeña serpiente moteada, en otro tiempo venenosa y juguetona, dentro de una bolsa de comida.

—¿Te acuerdas de cómo se metían las orugas en el algodoncillo?

—¿Orugas? —preguntó mi madre con incredulidad.

Se levantó a buscar un pequeño cepillo de latón y un recogedor, también regalo de boda, y empezó a barrer las migas del mantel.

—Iban al algodoncillo en otoño. Buscando la leche, ya sabes…, el jugo. Lo bebían y se engordaban, y se quedaban dormidas dentro de sus capullos. Bueno, pues ella encontró una en el algodoncillo y la llevó a casa…

—¿Quién hizo eso?

—Mamá, Addie. ¿Quién, aparte de ella, se habría molestado? Eso fue mucho antes de que tú nacieras. La cogió y la llevó a casa, y la puso encima de la puerta, donde yo no pudiera cogerla. Yo no habría querido hacerle daño, pero ya sabes cómo son los chicos. Se metió en su capullo y pasó todo el invierno allí. Me olvidé de ella. Luego estábamos todos sentados comiendo el Domingo de Pascua (era el Domingo de Pascua, pero fuera había ventisca…) y mamá dice: ¡Mirad! ¡Mirad eso! De modo que todos miramos, y encima de la puerta estaba esa criatura que empezaba a moverse. Tardó más de media hora, unos cuarenta minutos, y no dejamos de mirar, hasta que vimos salir la mariposa. Fue como si el capullo por fin se ablandara y cayera como un viejo trapo. Era una mariposa amarilla, una pequeña criatura moteada. Tenía las alas todas enceradas y tuvo que esforzarse mucho para que se soltaran. Sacudió una con vigor, la sacudió y la levantó batiéndola. Luego hizo lo mismo con la otra, la levantó y alzó brevemente el vuelo. Mamá dijo: Mira eso. No lo olvides. Eso es lo que viste en Pascua. Nunca lo olvides. Y no lo olvidé.

—¿Qué fue de ella? —preguntó mi madre con tono neutral.

—No me acuerdo. No duraría mucho con ese tiempo. Pero fue un espectáculo curioso, ver cómo sacudía un ala, luego la otra, y emprendía un pequeño vuelo. Era la primera vez que utilizaba las alas.

Se rió con una nota de disculpa, la primera y última que oímos. Luego pareció cansado, vagamente decepcionado, y cruzó las manos sobre la barriga, de la que llegaban ruidos de digestión necesarios y dignificados.

Eso había sido en esa misma casa. La misma casa donde mi madre solía encontrar el fuego apagado y a su madre rezando, y donde tomó leche y pepinos con la esperanza de ir al cielo.

Tío Bill y Nile se quedaron a pasar la noche y durmieron en el sofá del salón, que podía extenderse y convertirse en cama. Esos miembros largos, perfumados y esmaltados de Nile yacieron muy cerca de las carnes flácidas de mi tío, de su olor. No pensé que pudieran hacer algo más, porque creía que el juego caliente y picante del sexo pertenecía a la infancia, y que los adultos decentes eran demasiado mayores para eso, y solo entraban en contacto excepcionalmente a fin de crear un niño.

El domingo por la mañana, en cuanto desayunaron, se marcharon, y nunca volvimos a ver a ninguno de los dos.

Unos días después mi madre me soltó:

—Tu tío Bill se está muriendo.

Era casi la hora de cenar; cocinaba salchichas. Fern no había vuelto aún del trabajo. Owen acababa de llegar del entrenamiento de hockey y estaba dejando caer los patines y los palos en el vestíbulo trasero. Mi madre cocinaba las salchichas hasta dejarlas duras, brillantes y muy oscuras por fuera; yo nunca las había probado de otra manera.

—Se está muriendo. Me lo encontré aquí sentado el domingo por la mañana cuando bajé para poner el agua a hervir y me lo dijo. Tiene cáncer.

Siguió dando vueltas a las salchichas con un tenedor. En la encimera, al lado de la cocina, estaba el crucigrama arrancado del periódico, a medio hacer. Pensé en tío Bill yendo al centro y comprando tartaletas de mantequilla, helado de chocolate y bizcocho, volviendo a casa y comiendo. ¿Cómo pudo?

—Siempre ha tenido mucho apetito —dijo mi madre, como si sus pensamientos corrieran paralelos a los míos—, y no parece haber disminuido ante la perspectiva de la muerte. ¿Quién sabe? Tal vez si hubiera comido menos habría vivido hasta viejo.

—¿Lo sabe Nile?

—¿Qué importa? Solo se casó con él para que la mantuviera. Saldrá bien parada.

—¿Todavía lo odias?

—Por supuesto que no lo odio —dijo mi madre rápidamente pero con cierta reticencia.

Miré la silla donde él se había sentado. Me daba miedo contaminarme, no de cáncer sino de la misma muerte.

—Me dijo que me había dejado trescientos dólares en su testamento.

Después de eso, ¿qué podías hacer salvo atenerte a la realidad?

—¿Qué vas a hacer con ellos?

—Estoy segura de que se me ocurrirá algo cuando llegue el momento.

Se abrió la puerta delantera y entró Fern.

—Siempre podría encargar una caja de Biblias.

Un momento antes de que Fern apareciera por una puerta y Owen entrara por la otra, hubo en la habitación como un destello de un ala o un cuchillo, una punzada de dolor intenso, pero fue repentino y aislado, y desapareció.

—Hay un dios egipcio de cuatro letras —dijo mi madre mirando el crucigrama ceñuda—, estoy segura de que lo sé pero no logro recordarlo para salvar mi alma.

—Isis.

—Isis es una diosa. Me sorprende de ti.

Al poco tiempo la nieve empezó a fundirse; el río Wawanash se desbordó de su cauce, llevándose por delante las señales de tráfico, los postes de las cercas y los gallineros, y descendió; las carreteras volvieron a estar más o menos transitables, y mi madre salía de nuevo por las tardes. Una de las tías de mi padre, nunca importaba cuál, dijo: «Ahora echará de menos escribir a los periódicos».