Herederos del cuerpo vivo

El nombre de la casa, Jenkin’s Bend, estaba pintado en un letrero —obra de tío Craig— que colgaba del porche delantero, entre una enseña roja y una bandera británica. Parecía una estación de reclutamiento o un puesto fronterizo. Había sido una oficina de correos y todavía desprendía un aire oficial y semipúblico, porque tío Craig era el secretario del municipio de Fairmile, y la gente acudía a él para obtener licencias matrimoniales y otra clase de permisos; el Consejo Municipal se reunía en su guarida, o despacho, que estaba amueblado con archivadores, un sofá de cuero negro, un enorme escritorio de tapa corrediza, más banderas, un cuadro de los Padres de la Confederación y otro del rey con la reina y las pequeñas princesas, todos ataviados con las galas de la coronación. También había una fotografía enmarcada de una casa de madera que antes estaba en el lugar ocupado actualmente por esa enorme y bonita casa de ladrillo corriente. Esa foto parecía haber sido tomada en otro país, donde todo era mucho más bajo, empantanado y lúgubre que allí. Un seto borroso, con muchos arbustos de hoja perenne puntiagudos y negros, cercaba los edificios, y la carretera que se veía en primer término estaba hecha de leños.

—Lo que llamaban un camino de troncos —me instruyó tío Craig.

Varios hombres en mangas de camisa, con bigote caído y una expresión feroz y al mismo tiempo impotente, posaban alrededor de un caballo y un carro. Cometí el error de preguntarle a tío Craig si salía él en la foto.

—Creía que sabías leer —respondió, y señaló la fecha garabateada bajo las ruedas del carro: «10 de junio de 1860»—. Mi padre ni siquiera era adulto entonces. Ahí lo tienes, detrás de la cabeza del caballo. No se casó hasta 1875. Yo nací en 1882. ¿Responde eso tu pregunta?

Se había disgustado conmigo, no porque le hubiera herido en su vanidad sino por mis nociones inexactas del tiempo y la historia.

—Cuando yo nací —continuó con severidad—, todo ese bosque que ves en la foto había desaparecido, al igual que esa carretera. Había una carretera de grava.

Era ciego de un ojo, que seguía oscuro y empañado aún después de habérselo operado. Tenía la cara cuadrada y fofa, y el cuerpo robusto. Había otra fotografía, no en esa habitación sino en el salón, al otro lado del pasillo, en la que se le veía tumbado en una alfombra frente a sus padres, ya en edad avanzada y sentados: un adolescente rubio, rollizo y satisfecho de sí mismo, con la cabeza apoyada en un codo. Tía Grace y tía Elspeth, las hermanas pequeñas, con flequillos rizados y trajes de marinero, estaban sentadas sobre cojines, a su cabeza y a sus pies. Mi abuelo, el padre de mi padre, que había muerto de gripe en 1918, estaba detrás, de pie, con tía Moira (¡entonces era delgada!), que vivía en Porterfield, a un lado, y al otro tía Helen, que se había casado con un viudo y viajado por todo el mundo y vivía ahora lujosamente en la Columbia Británica.

—Mira a tu tío Craig —decían tía Elspeth o tía Grace, quitando el polvo a la fotografía—. ¿No se le ve pagado de sí mismo como un gato panza arriba?

Hablaba como si todavía fuera ese chico ahí tumbado en su cautivadora insolencia para que ellas lo miraran y se rieran de él.

Tío Craig daba información; alguna me interesaba, otra no. Quería oírle hablar del origen del nombre de Jenkin’s Bend, de ese joven que había muerto junto a un árbol caído un poco más arriba de la carretera y que llevaba menos de un mes viviendo en el campo. El abuelo de tío Craig, mi tatarabuelo, que construyó su casa y abrió su oficina de correos allí, fundó lo que esperaba y creía que algún día sería una ciudad importante, y le puso el nombre de ese joven, ya que ¿por qué si no alguien iba a recordar a ese joven soltero?

—¿Dónde lo mataron?

—En la carretera, a un cuarto de milla de aquí.

—¿Puedo ir a echar un vistazo?

—No hay nada que lo señale. No es la clase de cosa por la que se pone un letrero.

Tío Craig me miró con desaprobación; no le movía la curiosidad. A menudo me tomaba por frívola y estúpida, pero no me importaba demasiado; había en su juicio algo grande e impersonal que me hacía libre. Él mismo no se sentía dolido ni menoscabado en ningún sentido por mi deficiencia, aunque la señalara. Esa era la gran diferencia entre decepcionarlo a él y decepcionar a alguien como a mi madre, o incluso a mis tías. El egocentrismo masculino hacía que me sintiera relajada en su compañía.

La otra clase de información que me ofrecía estaba relacionada con la historia política del condado de Wawanash, las lealtades familiares, la manera en que las personas se relacionaban entre sí, qué había ocurrido en las elecciones. Era la primera persona que yo conocía que creía realmente en el mundo de los acontecimientos públicos y de la política, que no cuestionaba que él mismo formaba parte de todo ello. Aunque mis padres siempre escuchaban las noticias y se sentían desalentados o aliviados por lo que oían (sobre todo desalentados, porque era a comienzos de la guerra), yo tenía la sensación de que, para ellos así como para mí, todo lo que ocurría en el mundo estaba fuera de control, era irreal y, no obstante, desastroso. Tío Craig no estaba tan desmoralizado. Veía sencillamente una relación entre él, que manejaba los asuntos del municipio, fastidiosos como eran a menudo, y el primer ministro de Ottawa manejando los asuntos del país. Y tenía una visión de la guerra muy optimista, una gran erupción en la vida política de cada día que tendría que apagarse por sí misma; le interesaba más la repercusión que tendría en las elecciones, o lo que supondría la cuestión del servicio militar obligatorio para el Partido Liberal, que los progresos de la guerra en sí. Aun así era patriótico; había colgado la bandera y vendía Bonos de la Victoria.

Cuando no trabajaba en los asuntos del municipio estaba ocupado en dos proyectos: una historia del condado de Wawanash y un árbol genealógico que se remontaba a 1670 en Irlanda. Nadie de nuestra familia había hecho nada extraordinario. Se habían casado con otros protestantes irlandeses y habían tenido familias numerosas. Algunos no se casaron. Varios de los hijos murieron jóvenes. En nuestra familia cuatro murieron en un incendio. Un hombre perdió dos esposas en el parto. Otro se casó con una católica romana. Llegaron a Canadá y llevaron la misma vida, casándose a menudo con presbiterianos escoceses. Y tío Craig creía necesario averiguar los nombres de todos esos antepasados, los contactos que tenían unos con otros, las fechas detalladas de su nacimiento, matrimonio y defunción, o simplemente las de su nacimiento y defunción si eso era todo lo que les había ocurrido; averiguaba los datos a menudo con mucho esfuerzo y gran cantidad de correspondencia a lo largo y ancho del mundo (no olvidó la rama de la familia que había ido a Australia), y lo escribía todo, en orden, con su caligrafía grande y cuidadosa. No pedía que ningún miembro de la familia hubiese hecho algo más interesante o escandaloso que casarse con un católico romano (la religión de la mujer estaba escrita en tinta roja debajo de su nombre); de hecho, si alguien lo hubiera hecho habría alterado todo su trabajo. Lo importante no eran los nombres individuales sino la sólida e intrincada estructura de vidas que nos soportaban desde el pasado.

Lo mismo podía decirse de la historia del condado, que se había iniciado, desarrollado y asentado, hasta entrar finalmente en un lento declive con solo modestos desastres, como el incendio de Tupperton, las inundaciones periódicas del río Wawanash, algunos inviernos muy duros, unos cuantos asesinatos sin misterio; y había dado solo con tres figuras de relieve: un juez del Tribunal Supremo, un arqueólogo que había realizado excavaciones de pueblos indígenas alrededor de la bahía de Georgia y escrito un libro sobre ellos, y una mujer cuyos poemas solían aparecer publicados en los periódicos de Canadá y Estados Unidos. Eso no era lo que importaba sino la vida cotidiana. Los archivos y los cajones de tío Craig estaban llenos de recortes de periódico, cartas con descripciones del tiempo, el informe de un caballo que se había escapado, listas de los asistentes a los funerales, una gran acumulación de hechos de lo más corrientes que a él le correspondía ordenar. Todo tenía que incluirse para que fuera una historia completa del condado de Wawanash. No pensaba omitir nada. Por esa razón, cuando murió solo había llegado hasta el año 1909.

Cuando años después leí en Guerra y paz cómo Natasha «concedía, aun sin entenderlo, gran importancia a todo lo que fuera una ocupación intelectual y abstracta de su marido», no pude menos que pensar en tía Elspeth y tía Grace. Nada habría cambiado si tío Craig hubiera tenido realmente «una ocupación intelectual y abstracta», o hubiera pasado los días clasificando plumas de gallina; las dos estaban dispuestas a creer en lo que hacía. Él solo tenía una vieja máquina de escribir negra, con el reborde metálico alrededor de las teclas y las largas varillas negras a la vista; cuando empezaba el teclear lento, ruidoso y titubeante pero autoritario, ellas bajaban la voz y se miraban con ridículas caras de reproche por el estrépito de una cazuela. «¡Craig está trabajando!» No me dejaban salir al porche por miedo a que pasara por delante de su ventana y lo molestara. Respetaban el trabajo de los hombres por encima de cualquier cosa; también se reían de él. Era extraño; creían firmemente en su importancia y al mismo tiempo daban a entender que, desde cierto punto de vista, era frívolo e intrascendente. Y jamás interferían con él; una línea muy nítida separaba el trabajo de los hombres del de las mujeres, y cualquier amago de atravesar esa línea lo recibían con una risa alegre, asombrada y, a su pesar, desdeñosa.

Era en el porche donde se sentaban a pasar la tarde, concluida la maratón matinal de fregar suelos, escardar pepinos, desenterrar patatas, recoger judías y tomates, envasar, encurtir, lavar, almidonar, rociar, planchar, encerar, hornear. Pero no permanecían ociosas allí sentadas; en su regazo siempre había algo: cerezas que deshuesar, guisantes que desenvainar, manzanas que vaciar. En sus manos, sus viejos cuchillos de mondar de mango de madera oscura se movían a una velocidad pasmosa, casi vengativa. Pasaban dos o tres coches a la hora por allí, ocupados por gente del pueblo, y al hacerlo solían disminuir la velocidad y saludar con la mano. Tía Elspeth o tía Grace gritaba la hospitalaria fórmula del campo: «¡Descansen un rato de esa carretera polvorienta!», y los ocupantes del coche respondían: «¡Lo haríamos si tuviéramos tiempo! ¿Cuándo van a venir a vernos?».

Tía Elspeth y tía Grace contaban historias. Yo no tenía la sensación de que me las contaran a mí, para entretenerme, sino que era como si las hubieran contado igualmente para su propio disfrute aunque hubieran estado solas.

—Oh, el empleado que tenía padre, ¿te acuerdas?, el extranjero, tenía un carácter del demonio, si me permites la expresión. ¿Qué era, Grace…, era alemán?

—Austríaco. Llegó por la carretera buscando trabajo y padre lo contrató. Madre nunca dejó de tenerle miedo, no se fiaba de los forasteros.

—Bueno, no me extraña.

—Lo hacía dormir en el granero.

—Siempre gritaba y maldecía en austríaco. ¿Te acuerdas cuando saltábamos por encima de sus coles? El torrente de tacos extranjeros que soltaba te helaba la sangre.

—Hasta que decidí escarmentarlo.

—¿Qué estaba haciendo aquella vez? Estaba en el huerto, quemando un montón de ramas…

—Orugas.

—Eso es, estaba quemando orugas y tú te pusiste un mono de Craig, lo llenaste de cojines y te recogiste el pelo debajo de un sombrero de fieltro de padre, y te pintaste las manos y la cara para parecer negra…

—Y cogí el cuchillo de la cocina, el mismo cuchillo largo y espantoso que todavía tenemos…

—Y te acercaste a hurtadillas por el huerto y te escondiste detrás de los árboles, mientras Craig y yo observábamos desde la ventana del piso de arriba.

—Madre y padre seguramente no estaban.

—¡No, se habían ido a la ciudad! ¡Habían ido a Jubilee en la calesa!

—Me detuve a unos cinco metros de él y salí de detrás del tronco de un árbol y… ¡santo cielo, el grito que soltó! Gritó y pegó fuego al cobertizo. ¡Era un cobarde redomado!

—Entonces entraste en la casa, te quitaste esa ropa y te restregaste bien antes de que madre y padre regresaran de la ciudad. Allí estábamos todos, sentados alrededor de la mesa de la cena, esperándolo. En nuestro fuero interno confiábamos en que hubiera huido.

—Yo no. Quería ver el efecto.

—Entró pálido como el papel y tétrico como Satanás, se sentó y no dijo una palabra. Esperamos al menos que mencionara que había un negro loco suelto en el campo, pero nunca lo hizo.

—¡No quiso confesar lo cobarde que había sido!

Se rieron hasta que se les cayó la fruta del regazo.

—¡No era siempre yo la que se inventaba travesuras! ¡Fue a ti a quien se le ocurrió atar las latas a la puerta de casa una noche que fui a un baile! No lo olvidemos.

—Saliste con Maitland Kerr. (Pobre Maitland, ha muerto.) Fuiste a un baile en Jericho…

—¡Jericho! ¡Era un baile en la Stone School!

—De acuerdo, donde fuera, luego lo llevaste hasta la puerta de casa para darle las buenas noches, lo hiciste entrar, los dos silenciosos como corderos…

—Y abajo cayeron…

—Sonaron como si hubiera habido un alud. Padre se levantó de un salto de la cama y cogió la escopeta. ¿Te acuerdas de la escopeta que tenía en su habitación, detrás de la puerta? ¡Qué confusión! ¡Y yo metida en la cama, con la almohada dentro de la boca para que nadie me oyera reír!

Aún no habían renunciado a gastar bromas. Tía Grace y yo entramos una vez en el dormitorio donde tía Elspeth dormía la siesta tumbada boca arriba, roncando regiamente, y levantando la colcha con gran cuidado le atamos los tobillos con una cinta roja. Un domingo por la tarde, cuando tío Craig se quedó dormido en el sofá de cuero de su despacho, me pidieron que lo despertara y le dijera que lo esperaba una joven pareja que había venido a pedir una licencia matrimonial. Se levantó gruñendo, fue a la cocina, se lavó la cara en el fregadero, se mojó y peinó el pelo, se puso la corbata, el chaleco y la americana —jamás habría entregado una licencia sin ir vestido con la ropa adecuada— y se dirigió a la puerta delantera. Había una anciana con una larga falda a cuadros y un chal sobre la cabeza, encorvada y apoyada en un bastón, y un anciano igual de encorvado, con un traje brillante y un antiguo sombrero de fieltro. Todavía atontado por el sueño, tío Craig dijo con recelo: «Bueno, cómo están…», antes de montar en cólera: «¡Elspeth! ¡Grace! ¡Vaya par de diablos!».

A la hora de ordeñar se anudaban un pañuelo a la cabeza, con los extremos colgando como pequeñas alas, se ponían toda clase de prendas raídas y salían a deambular por los senderos de las vacas, cogiendo un palo por el camino. Sus vacas tenían pesados cencerros colgados al cuello. Una vez tía Elspeth y yo seguimos el sonido lánguido y esporádico de esos cencerros hasta el borde del monte y allí vimos un ciervo, totalmente inmóvil, entre los tocones y los helechos poblados. Tía Elspeth no dijo una palabra, pero alargó el palo como un monarca ordenándome que me quedara quieta, y pudimos contemplarlo un momento antes de que él nos viera y diera un salto de forma que su cuerpo pareció trazar medio círculo en el aire, como haría un bailarín, y se adentrara dando brincos, con el rítmico movimiento de sus cuartos traseros, en el monte. Era una noche calurosa y totalmente silenciosa, y la luz caía en franjas sobre los troncos de los árboles, dorada como la piel de un melocotón. «Antes los veíamos a menudo —dijo tía Elspeth—. Cuando éramos pequeñas los veíamos al ir al colegio. Pero ahora no. Es la primera vez que veo uno en no sé cuántos años.»

En el establo me enseñaron a ordeñar, lo cual no es tan fácil como parece. Se turnaban en acertar a meter un chorro de leche en la boca de un gato que se levantaba sobre sus patas traseras a unos pocos palmos de distancia. Era un gato a rayas de aspecto sucio llamado Robber. Apareció tío Craig, todavía con la camisa almidonada, las mangas enrolladas, el chaleco con la parte trasera brillante y un bolígrafo y un lápiz prendidos en el bolsillo. Manejaba la desnatadora. A tía Elspeth y a tía Grace les gustaba cantar mientras ordeñaban. Cantaban «Meet me in Saint Louis, Louis, meet me at the fair», «I’ve got sixpence, jolly jolly sixpence» y «She’ll be coming’round the mountain when she comes…». Cantaban a la vez canciones diferentes, cada una tratando de ahogar la voz de la otra, y se quejaban: «¡No sé de dónde ha sacado esta mujer la idea de que sabe cantar!». El ordeñar las volvía atrevidas y alegres. Tía Grace, a quien le daba miedo entrar en la despensa de la casa por si había un murciélago, no dudaba en cruzar el corral atizando en la grupa a las vacas de largos cuernos, persiguiéndolas hacia la verja para que salieran y regresaran a los pastos. Tía Elspeth levantaba las tinas para la nata con un movimiento enérgico y natural, casi desdeñoso, como el de un joven muchacho.

Sin embargo, esas eran las mismas mujeres que en casa de mi madre se convertían en unas señoras de edad hurañas, maliciosas y susceptibles. Fuera del alcance del oído de mi madre, solían decirme: «¿Este es el cepillo con el que te peinas? ¡Creíamos que era para el perro!». O bien: «¿Con esto secas los platos?». Se inclinaban sobre las cazuelas, restregando sin parar hasta el último rastro de hollín que se había acumulado desde la última vez que habían estado en casa. Escuchaban con pequeñas sonrisas perplejas todo lo que mi madre tenía que decir: su franqueza y extravagancia las paralizaba momentáneamente, y solo podían parpadear con cara de impotencia, como si se enfrentaran a una luz brutal.

Las palabras más amables de mi madre solían ser las menos acertadas. Tía Elspeth sabía tocar el piano de oído; se sentaba y tocaba las piezas que conocía: «My Bonny Lies over the Ocean» y «Road to the Isles». Mi madre se ofreció a enseñarle a leer las partituras.

—Así podrás tocar piezas realmente buenas.

Tía Elspeth rehusó con una carcajada delicada y poco natural, como si alguien se hubiera ofrecido a enseñarle a jugar al billar. Salió, encontró un parterre de flores descuidado y se arrodilló en el suelo bajo el ardiente sol del mediodía para arrancar las malas hierbas.

—De ese parterre ya no me ocupo. Lo he dado por perdido —gritó mi madre sin darle importancia pero con tono de advertencia, desde la puerta de la cocina—. ¡No hay nada plantado aparte de saxífragas, y pronto las arrancaré de todos modos!

Tía Elspeth siguió arrancando malas hierbas como si no la hubiera oído. Mi madre hizo una mueca de exasperación y finalmente se rindió; se dejó caer en su silla de lona, se recostó y cerró los ojos, y allí se quedó sin hacer nada, sonriendo furiosa, durante unos diez minutos. Mi madre caminaba en línea recta mientras que tía Elspeth y tía Grace zigzagueaban a su alrededor, retrocedían hasta perderse de vista y volvían a aparecer, escurridizas, melifluas, indestructibles. Ella las apartaba de su camino como si fueran telarañas; yo tenía más juicio.

De nuevo en su casa de Jenkin’s Bend —adonde me llevaban a pasar la larga temporada de verano—, se volvían frescas y tersas como si las hubieran puesto en remojo. Yo advertía aquel cambio. Y, con ligeras punzadas de deslealtad, cambiaba el mundo de mi madre, un mundo de preguntas serias y escépticas, de tareas domésticas interminables pero de algún modo desatendidas, de grumos en el puré de patatas y de ideas inquietantes, por el de ellas, un mundo de trabajo y alegría, comodidad y orden, y de compleja formalidad. En su casa había todo un lenguaje nuevo que aprender. Allí las conversaciones tenían muchos niveles, no podía decirse nada de forma directa, todas las bromas podían ser una puñalada por la espalda. La desaprobación de mi madre era abierta e inconfundible, como el mal tiempo; la de ellas llegaba como si de pequeños cortes de navaja se tratase, de un modo desconcertante, en medio de la amabilidad. Tenían el don irlandés de la burla devastadora adornada de deferencia.

La hija de la familia que vivía en la granja vecina se había casado con un abogado, un hombre de la ciudad, y la familia se sentía muy orgullosa. Lo llevaron para presentárselo a tía Elspeth y tía Grace. Éstas, para recibir a los visitantes, habían preparado merienda, abrillantado la plata y sacado la vajilla pintada a mano, con los pequeños cuchillos de mango nacarado. Ofrecieron bizcochos, galletas de mantequilla, pan de frutos secos, tartas. El abogado era goloso, o tal vez solo era un joven desesperadamente desconcertado que comía por nerviosismo. Cogió bizcochos enteros que se desmigajaban al llevárselos a la boca y que le embadurnaban el bigote. A la hora de cenar, tía Grace, sin decir una palabra, empezó a imitar su forma de comer, que poco a poco fue exagerando, haciendo ruidos de engullir y cogiendo cosas imaginarias del plato. «¡Oh, el abogado!», exclamó tía Elspeth con elegancia, e, inclinándose sobre la mesa, inquirió: «¿Siempre… le ha interesado… la vida de campo?». Después de haber desplegado con él toda su cortesía, aquello me pareció ligeramente escalofriante; era una advertencia. «¿Se creerá que es alguien?» Ésa era su condena final, pronunciada a la ligera. «Se cree que es alguien.» «¿Se creerán que son alguien?» La petulancia estaba en todas partes.

No es que estuvieran en contra del talento. Lo reconocían en su propia familia, nuestra familia. Pero lo que había que hacer, al parecer, era mantenerlo más o menos en secreto. La ambición era lo que las alarmaba, porque ser ambicioso era cortejar el fracaso y exponerte al ridículo. Lo peor que podía pasarte en esta vida, según entendí, era ser el hazmerreír.

—Tu tío Craig —me dijo tía Elspeth—, tu tío Craig es uno de los hombres más inteligentes, más apreciados y más respetados del condado de Wawanash. Podría haber formado parte del cuerpo legislativo. Podrían haberlo elegido senador, si hubiera querido.

—¿No lo eligieron?

—No seas boba, nunca se presentó. No quiso que pusieran su nombre en las listas. Prefirió no hacerlo.

Ahí estaba, la insinuación misteriosa y para mí novedosa de que escoger no hacer algo demostraba, a la larga, más sabiduría y amor propio que hacerlo. Les gustaba que la gente rehusara ofrecimientos, como propuestas de matrimonio, puestos de trabajo, oportunidades, dinero. Mi prima Ruth McQueen, que vivía en Tupperton, había obtenido una beca para ir a la universidad, porque era muy lista, pero se lo pensó bien y la rechazó; decidió quedarse en casa.

—Prefirió no hacerlo.

¿Qué había de admirable en ello? Como ciertas armonías sutiles de la música o los colores, las maravillas del rechazo se me escapaban. Pero no estaba dispuesta, como mi madre, a negar que existieran.

—Le dio miedo sacar la cabeza de su madriguera —fue todo lo que mi madre tuvo que decir sobre Ruth McQueen.

Tía Moira estaba casada con tío Bob Oliphant. Vivían en Porterfield y tenían una hija, Mary Agnes, que había nacido al cabo de bastantes años de vida conyugal. Durante el verano tía Moira a veces recorría en coche las treinta millas de Porterfield a Jenkin’s Bend para hacer una visita vespertina, y se traía consigo a Mary Agnes. Tía Moira sabía conducir. A tía Elspeth y a tía Grace les parecía algo muy valiente (mi madre estaba aprendiendo a conducir nuestro coche, y les parecía imprudente e innecesario). Veían el anticuado coche de techo cuadrado cruzar el puente y acercarse por la carretera desde el río, y salían a saludarla con gritos de aliento, admiración y bienvenida, como si acabara de abrirse paso por el Sáhara, en lugar de por las polvorientas y áridas carreteras de Porterfield.

Esa ligera malicia que danzaba bajo sus cortesías con el resto del mundo estaba totalmente ausente en las atenciones que se prodigaban los hermanos unos a otros. Para ellos solo tenían ternura y orgullo. Y para Mary Agnes Oliphant. Yo no podía evitar pensar que la preferían a ella. Disfrutaban de mi compañía y me acogían calurosamente en su casa, era cierto, pero yo estaba corrompida por otras influencias y por la mitad de mi herencia genética; mi crianza estaba plagada de herejías que nunca podrían enderezarse del todo. Mary Agnes era recibida con un afecto más puro, brillante y firme.

En Jenkin’s Bend nunca se hablaba de si le pasaba algo a Mary Agnes. De hecho, no le pasaba gran cosa; era casi como las demás personas. Solo que no te la imaginabas entrando sola en una tienda y comprando algo, o yendo a alguna parte ella sola; tenía que ir con su madre. No era idiota, no se parecía en nada a Irene Pollock y Frankie Hall de Flats Road; desde luego no era lo suficientemente idiota para que le dejaran dar vueltas gratis todo el día en el tiovivo de la feria de los Kinsmen, como a ellos (imaginando que tía Moira le hubiera dejado montar semejante número). Su piel tenía un aspecto polvoriento, como si la recubriera una fina y sucia lámina de vidrio o un ligero papel engrasado.

—Le faltó oxígeno —me dijo mi madre, obteniendo cierta satisfacción, como siempre, de las explicaciones—. Le faltó oxígeno en el canal del parto. Tío Bob Oliphant le sostuvo las piernas juntas a tía Moira al ir al hospital porque el médico le dijo que podía tener una hemorragia.

Yo no quería oír nada más. Para empezar rehuía la idea de que aquello era algo que podía suceder a cualquiera, que yo misma podría haber salido obtusa, todo por falta de algo tan identificable, mensurable y corriente como el oxígeno. Y el término canal del parto me hacía pensar en un río de sangre de márgenes rectas. Imaginé a tío Bob Oliphan sujetando las piernas pesadas y varicosas de tía Moira mientras ella jadeaba con dolores de parto; nunca pude volver a verlo sin pensar en eso. Cuando íbamos a su casa, lo veíamos sentado junto a la radio fumando su pipa, escuchando Boston Blackie o Police Patrol, con sus chirridos de neumáticos y sus disparos, mientras asentía solemne con la cabeza calva. ¿Había tenido la pipa en la boca mientras sostenía las piernas de tía Moira? ¿Había asentido solemne en medio del alboroto causado por ella, como hacía con Boston Blackie?

Tal vez debido a ese incidente me parecía que la melancolía que desprendía tía Moira tenía un hedor ginecológico, como el de las vendas elásticas que le cubrían las piernas. Hoy día la reconocería como una mujer que probablemente sufre de varices, hemorroides, la matriz descolgada, ovarios enquistados, inflamaciones, secreciones, bultos y piedras en varios lugares; una de esas destrozadas supervivientes de la vida femenina de andar pesado y cauteloso, con historias que contar. Se sentaba en la mecedora de mimbre del porche, vestida, a pesar del calor, con un traje formal de varias capas, oscuro y bordado con cuentas que titilaban, un gran sombrero como un turbante, medias color tierra que a veces se enrollaba hasta los tobillos, para dejar «respirar» los vendajes. No podía decirse gran cosa a favor del matrimonio si la comparabas a ella con sus hermanas, que todavía se levantaban de un salto, seguían desprendiendo un olor fresco y saludable, y de vez en cuando mencionaban con desdén las medidas de sus cinturas. Hasta para levantarse o sentarse, o para mecerse, tía Moira soltaba murmullos quejumbrosos, involuntarios y elocuentes como los ruidos de la digestión o los gases.

Nos hablaba de Porterfield. No era una ciudad donde estaba prohibida la venta de alcohol, como Jubilee, sino que había allí dos tabernas situadas una frente a la otra en la calle principal, en cada uno de los hoteles. A veces, a altas horas de la noche de un sábado o por la mañana temprano de un domingo, se producía una horrible pelea callejera. La casa de tía Moira estaba a media manzana de la calle principal y muy cerca de la acera. A oscuras detrás de sus ventanas había visto a hombres aullar como salvajes; había visto un coche volcar y estrellarse contra un poste telefónico, clavándose el volante en el corazón del conductor; había visto a dos hombres arrastrar a una chica que estaba tan borracha que apenas podía tenerse en pie, y a la chica orinarse en medio de la calle. Había limpiado el vómito de los borrachos de la verja pintada de su casa. Todo eso no era más de lo que cabía esperar. Y no eran solo los borrachos del sábado, sino los tenderos, los vecinos y los repartidores los que estafaban, eran groseros y cometían indignidades. La voz de tía Moira, al contarlo con parsimonia, se extendía a lo largo del día, a lo largo del patio, como una marea negra, y tía Elspeth y tía Grace se solidarizaban con ella.

—¡Bueno, no se te puede pedir que lo toleres!

—No sabemos lo afortunadas que somos aquí.

Y entraban y salían corriendo con tazas de té, vasos de limonada, galletas de mantequilla y levadura, una tarta de Martha Washington, pedazos de pastel con pasas y pequeños dulces de frutas escarchadas envueltas en coco, deliciosos para mordisquear.

Mary Agnes se quedaba sentada, escuchando sonriente. Me sonreía. No era una sonrisa inocente sino la sonrisa de una persona que de forma arbitraria, e incluso bastante despótica, ofrece a una niña toda la sociabilidad que, por miedo o por costumbre, no puede ofrecer a nadie más. Tenía el pelo negro cortado a lo garçon, y en su cuello aceitunado y delgado se le notaba un sarpullido; llevaba gafas. Tía Moira la vestía como la estudiante de instituto que nunca había sido, con faldas plisadas y a cuadros holgadas por la cintura, y blusas blancas de manga larga y demasiado grandes, pulcramente lavadas. Iba sin maquillar, sin polvos faciales siquiera para disimular el suave y oscuro vello en las comisuras de la boca. Me hablaba con el tono severo, amedrentador e incierto de quien no solo te toma el pelo sino que imita a alguien que toma el pelo, que imita el modo en que ciertas personas joviales e impetuosas, los tenderos tal vez, hablan con los niños.

—¿Para qué haces eso? —me preguntó al acercarse y sorprenderme mirando por los pequeños paneles de vidrio de colores de la puerta principal. Acercó su ojo al vidrio de color rojo—. ¡El patio está en llamas! —gritó, y se rió de mí como si lo hubiera dicho yo.

Otras veces se escondía en el oscuro salón, y se levantaba de un salto y me cogía por detrás, tapándome los ojos con las manos.

—¡Adivina quién soy, adivina quién soy!

Me estrujaba y me hacía cosquillas hasta que yo chillaba. Tenía las manos calientes y secas, y sus abrazos eran feroces. Yo forcejeaba con todas mis fuerzas, pero no podía insultarla como haría con alguien del colegio, no podía escupirle ni estirarle del pelo, debido a su edad —era nominalmente una adulta— y a su condición de protegida. De modo que la consideraba una abusona y le decía —aunque no en Jenkin’s Bend— que la odiaba. Al mismo tiempo me intrigaba, y no me disgustaba del todo, descubrir lo importante que era —de un modo que no podía entender siquiera— para alguien que no era absolutamente importante para mí. Me arrojaba a la alfombra del vestíbulo y me hacía cosquillas en la barriga con ferocidad, como si fuera un perro, y yo me quedaba parada de asombro cada vez, por su fuerza impredecible y sus sucios trucos; me asombraba como deben asombrarse las personas secuestradas al descubrir que en el extraño mundo de sus secuestradores tienen un valor que no se corresponde para nada con la percepción que tienen de sí mismos.

También sabía algo que le había ocurrido a Mary Agnes. Me lo había contado mi madre. Hacía ya años, estaba fuera en el patio delantero de su casa de Porterfield, mientras tía Moira lavaba la ropa en el sótano, cuando pasaron unos chicos, cinco. La habían persuadido para que diera un paseo con ellos y la habían llevado al descampado del parque de atracciones, donde le habían quitado toda la ropa y la habían dejado allí, tumbada en el frío barro; ella había cogido una bronquitis de la que casi había muerto. Por esa razón ahora tenía que llevar ropa interior abrigada incluso en verano.

Supongo que lo degradante (porque mi madre me contó la historia para advertirme de que era posible caer en la degradación si alguna vez unos chicos te camelaban para irte con ellos) residía en estar tumbada sin ropa, en estar desnuda. Tener que verme desnuda, la sola idea de estar desnuda, me provocaba un nudo de vergüenza en la boca del estómago. Cada vez que pensaba en el médico bajándome las bragas y clavándome la aguja en las nalgas, por la viruela, me sentía denigrada, frenética e insoportablemente humillada. Pensaba en el cuerpo de Mary Agnes, expuesto en el suelo de aquel parque, con sus frías e irritadas nalgas sobresaliendo (me parecían la parte más deshonrosa e indefensa del cuerpo), y pensaba que si me hubiera sucedido a mí, si me hubiera visto en esa situación, me habría muerto.

—Del, Mary Agnes y tú deberíais dar un paseo.

—¿Por qué no vais al cobertizo a ver si está Robber?

Me levanté obediente, y al doblar la esquina del porche golpeé el enrejado con un palo en señal de feroz desánimo. No quería ir con Mary Agnes. Quería quedarme allí y seguir comiendo, y oír hablar más de Porterfield, esa ciudad huraña y depravada llena de pseudosgángsteres que no eran de fiar. Oí a Mary Agnes detrás de mí con su pesado corretear a trompicones.

—Mary Agnes, ponte a la sombra siempre que puedas. No vayas en bote por el río. ¡Puedes coger un resfriado en cualquier estación del año!

Bajamos la carretera bordeando la orilla. En medio del calor de los secos campos cubiertos de rastrojos, de los cuarteados lechos de los riachuelos, de las carreteras polvorientas y blanquecinas, el río Wawanash era un cauce de frescura. En la sombra que daban las delgadas hojas de los sauces se filtraban los rayos del sol. El barro de las orillas estaba seco pero no había llegado a convertirse en polvo; era como un bizcocho glaseado, delicadamente crujiente por la superficie pero húmedo y fresco por dentro, sobre el que daba gusto andar. Me quité los zapatos y continué descalza. Mary Agnes silbó.

—¡Me voy a chivar!

—Haz lo que quieras. —Y la insulté en voz muy baja.

Las vacas habían bajado al río y se veían sus huellas en el barro. También habían dejado boñigas de una bonita forma redondeada, que cuando se secaban parecían objetos, como tapas de barro hechas a mano. A lo largo de ambas orillas había alfombras de hojas de lirio, y aquí y allá un nenúfar amarillo, tan pálido, tranquilo y deseable que sentí el impulso de meterme el vestido por dentro de las bragas y caminar por el agua entre las raíces que succionaban mis pies, hundiéndome en el barro negro que rezumaba entre los dedos y enturbiaba el agua, enterrando las hojas y los pétalos de lirio.

—Vas a ahogarte, vas a ahogarte —gritó Mary Agnes con irritada excitación, aunque no me había hundido más allá de las rodillas.

Una vez en la orilla, las flores se volvían toscas y hediondas, y empezaban a morir inmediatamente. Seguí andando olvidándome de ellas, aplastando los pétalos en mis puños.

Nos topamos con una vaca muerta que estaba tumbada con las patas traseras en el agua. Las moscas negras se arrastraban y apiñaban sobre su piel marrón y blanca, centelleando como un bordado con cuentas cuando el sol se reflejaba en ellas.

Cogí un palo y le di unos golpes. Las moscas alzaron el vuelo, describieron un círculo y se posaron de nuevo. Vi que la piel de la vaca era un mapa. El marrón podía ser el océano, y el blanco, los continentes flotantes. Con el palo recorrí sus formas extrañas, sus curvadas costas, intentando mantener la punta justo entre el blanco y el marrón. Luego llevé el palo hasta el cuello, siguiendo un músculo tenso —la vaca había muerto con el cuello estirado, como si tratara de alcanzar el agua, pero estaba tumbada hacia el lado contrario—, y le di unos golpes en la cara. Me daba más aprensión tocarle la cara. Me daba aprensión mirarle el ojo.

Tenía el ojo muy abierto y oscuro, un bulto liso y ciego con el brillo tornasolado de la seda y un destello rojizo, reflejo de la luz. Como una naranja metida en una media de seda negra. Las moscas habían anidado en una comisura, formando un bonito broche iridiscente. Yo tenía muchas ganas de tocar el ojo con el palo, para ver si se derrumbaba, si temblaba y se rompía como la gelatina, revelándose todo él compacto, o si la piel de la superficie se partiría y dejaría salir toda clase de sustancias putrefactas que se deslizarían por la cara. Desplacé el palo alrededor del ojo, lo retiré… pero no pude, no fui capaz de clavarlo.

Mary Agnes no se acercó.

—Déjala —me advirtió—. Esa vieja vaca muerta está sucia. Te ensuciarás.

—Vaca mueeerta —dije, alargando la palabra con placer—. Vaca mueeerta, vaca mueeerta.

—Eh, vamos —me ordenó Mary Agnes, pero me pareció que le daba miedo acercarse más.

Muerta, la vaca invitaba a la profanación. Quería clavarle el palo, pisotearla, mear sobre ella, cualquier cosa para castigarla, para demostrar que la despreciaba por estar muerta. ¡Apalearla, hacerla pedazos, escupir en ella, rajarla, tirarla! Pero ella todavía emanaba poder, tumbada con su brillante y extraño mapa en el lomo, el cuello estirado y el ojo terso. Nunca había mirado una vaca viva y pensado lo que estaba pensando en ese momento: ¿por qué debía existir una vaca? ¿Por qué las manchas blancas tenían la forma que tenían, y nunca iban a ser exactamente iguales en ninguna otra vaca o criatura? Mientras recorría de nuevo el contorno de un continente, hundí el palo intentando trazar una línea definitiva y me fijé en su forma, como a veces me fijaba en la forma de los continentes o las islas de los mapas de verdad, como si la forma en sí fuera una revelación que estaba más allá de las palabras, y yo pudiera darle sentido, si me esforzaba y disponía de tiempo.

—A ver si la tocas —le dije a Mary Agnes burlona—. Toca la vaca.

Mary Agnes se acercó despacio, y, para mi estupefacción, se inclinó con un gruñido, miró el ojo como si supiera que había estado haciéndome preguntas sobre él, y puso la mano —la palma de la mano— encima, encima del ojo. Lo hizo seria y cohibida, pero con una delicada serenidad que no era propia de ella. Y en cuanto lo hubo hecho, se levantó y sostuvo la mano delante de su cara con la palma vuelta hacia mí, los dedos alargados, por lo que parecía enorme, más grande que toda su cara, y oscura. Se rió de mí.

—Te daría miedo que ahora te cogiera —dijo.

Y así era, pero me marché con toda la insolencia de la que fui capaz.

A menudo parecía que nadie aparte de mí sabía lo que sucedía en realidad, la clase de persona que ella era. Por ejemplo, la gente decía «Pobre Mary Agnes», o lo daba a entender, bajando el timbre de voz, adoptando un tono suave y protector, como si ella no tuviera secretos, ningún lugar para ella sola, y eso no era cierto.

—Tu tío Craig murió anoche.

La voz de mi madre, cuando me lo dijo, sonó casi tímida.

Yo estaba sentada en la losa de cemento frente a la puerta trasera, disfrutando del sol de la mañana y tomando mi desayuno favorito clandestino, Puffed Wheat anegados en melaza. Hacía dos días que había vuelto de Jenkin’s Bend y cuando mi madre dijo «tío Craig» pensé en él tal como lo había visto hacía poco, de pie en el umbral, con chaleco y en mangas de camisa, diciéndome adiós con la mano en actitud benigna y tal vez impaciente.

Ese verbo tan contundente me dejó confusa. Murió. Parecía algo que él había querido hacer, que había escogido hacer. Como si hubiera dicho: «Ahora moriré». En ese caso no habría sido tan definitivo. Pero yo sabía que lo era.

—En el Orange Hall, en Blue River. Estaba jugando a las cartas.

La mesa de juego, el luminoso Orange Hall. (Aunque sabía que era en realidad el Orangemen Hall, el nombre no tenía nada que ver con el color, del mismo modo que Blue River tampoco significaba que el río era azul.) Tío Craig repartía las cartas a su manera solemne, con los párpados bajados. Llevaba su chaleco, con tela de raso por detrás, y con lápices y bolígrafos prendidos en el bolsillo. ¿Y ahora qué?

—Tuvo un ataque al corazón.

Un ataque al corazón. Sonaba como una explosión, como fuegos artificiales estallando y lanzando varas de luz en todas direcciones, disparando una pequeña bola de luz —el corazón de tío Craig, o su alma— al aire, donde caía y se apagaba. ¿Se levantó de un salto, arrojó los brazos al aire, gritó? ¿Cuánto duró? ¿Cerró los ojos, sabía lo que estaba ocurriendo? La habitual actitud positiva de mi madre pareció tambalearse; mi frío apetito de detalles la irritó. La seguí por la casa con el ceño fruncido, repitiendo incansablemente mis preguntas. Quería saber. No había protección como no fuera en el saber. Quería ver la muerte sujeta y aislada detrás de una pared de hechos y circunstancias particulares, y no flotando libremente alrededor, ignorada pero poderosa, lista para colarse en cualquier parte.

Pero antes del día del funeral las cosas ya habían cambiado. Mi madre había recuperado la seguridad; yo me había tranquilizado. No quería saber nada más de tío Craig o de la muerte. Mi madre había sacado mi vestido de cuadros escoceses que guardaba con bolas de naftalina, lo había cepillado y lo había tendido para que se aireara.

—Puede llevarse en verano, es de lana ligera, más fresca que el algodón. De todos modos es lo único oscuro que tienes. A mí no me importa. Si por mí fuera, podrías ir de rojo. Si fueran verdaderos cristianos, así es como habrían de ir todos. Habría baile y fiesta… Al fin y al cabo, se han pasado toda la vida cantando y rezando para salir de este mundo y ponerse en camino hacia el cielo. Pero sé que tus tías esperan que todos vayamos de luto. ¡Son convencionales hasta decir basta!

No le sorprendió que yo no quisiera ir.

—Nadie quiere —dijo ella con franqueza—. A nadie le gusta ir. Pero tienes que hacerlo. Has de aprender a afrontar las cosas algún día.

No me gustó cómo lo dijo. Su brusquedad y su celo me parecieron falsos y ramplones. No me fiaba de ella. Siempre que la gente te dice que tendrás que afrontar algo algún día y te empuja con toda naturalidad hacia el dolor, la obscenidad o la revelación indeseada que te acecha, en sus voces hay una nota de traición, un frío y mal disimulado júbilo, algo ávido de tu dolor. Sí, en los padres también; en los padres sobre todo.

—¿Qué es la muerte? —continuó mi madre con una alegría inquietante—. ¿Qué es estar muerto? Bueno, en primer lugar, ¿qué es una persona? Un gran porcentaje de agua. Agua corriente. No hay nada tan extraordinario en una persona. Carbono. Los elementos más simples. ¿Qué es lo que dicen? ¿Que todos juntos valen noventa y ocho centavos de dólar? Eso es todo. Lo extraordinario es cómo se juntan. Por el modo en que se juntan tenemos el corazón y los pulmones. Tenemos el hígado. El páncreas. El estómago. El cerebro. Todas esas partes, ¿qué son? ¡Combinaciones de elementos! Combínalos, combina las combinaciones, y tendrás una persona. Lo llamaremos tío Craig, tu padre, o yo, pero solo son combinaciones de lo mismo, unos mismos elementos reunidos y funcionando de una forma particular, por un tiempo. Lo que ocurre es que, llegado el momento, una de las partes se para, se estropea. En el caso de tío Craig, el corazón. Pero eso es solo una forma de mirarlo. Es la forma humana de mirarlo. Si no estuviéramos pensando siempre desde el punto de vista de las personas, si estuviéramos pensando en la naturaleza, en la naturaleza que no se acaba nunca, en las partes de ella que mueren, bueno, no mueren sino que cambian, cambiar es el verbo adecuado, cambian y se convierten en otra cosa, todos esos elementos que componen a la persona cambian y vuelven de nuevo a la naturaleza, donde reaparecen una y otra vez en los pájaros, los animales y las flores… ¡tío Craig no tiene que ser tío Craig! ¡Tío Craig son flores!

—Me marearé en el coche —dije—. Vomitaré.

—No, no vomitarás. —Mi madre, todavía en combinación, se echó colonia en los brazos desnudos.

Se puso su vestido de crespón azul marino por la cabeza.

—Ven, abróchame. Menudo vestido para llevar con este calor. Huele a tintorería. El calor acentúa ese olor. Deja que te hable de un artículo que leí hace un par de semanas. Está muy relacionado con lo que te estaba diciendo.

Entró en su habitación y volvió con su gorro, que se puso frente al pequeño espejo de mi cómoda, escondiendo rápidamente los mechones delanteros por debajo y dejando unas cuantas puntas sueltas detrás. Era un gorro tipo casquete de un horrible color que se hizo popular durante la guerra, el azul de las fuerzas aéreas.

—La gente está compuesta de partes —continuó—. Bueno, pues cuando una persona muere, como decimos, solo una de esas partes, o un par de ellas, se ha agotado. Las otras podrían funcionar treinta o cuarenta años más. Tío Craig, por ejemplo, podría haber tenido unos riñones en perfectas condiciones que una persona con problemas de riñón podría utilizar. ¡Y ese artículo decía que algún día se utilizarán estas partes! Así serán las cosas. Vamos abajo.

La seguí hasta la cocina. Empezó a ponerse pintalabios en el oscuro espejo que había frente al fregadero. Por alguna razón guardaba el maquillaje allí, en un pequeño estante pegajoso encima del fregadero, mezclado con viejos frascos de grageas oscuras, hojas de afeitar, polvos dentífricos y un bote de vaselina, todo sin tapa.

—¡Trasplantarlos! Por ejemplo, los ojos. Ya son capaces de trasplantar ojos, no enteros sino la córnea, creo que era. Esto solo es el principio. Algún día podrán trasplantar corazones, pulmones y todos los órganos que necesita el cuerpo. Hasta cerebros. Me pregunto si podrían trasplantar cerebros. De modo que todas esas partes no morirán, sino que seguirán viviendo como parte de otra persona. Parte de otra combinación. Entonces no podrás hablar de la muerte propiamente dicha. «Herederos del cuerpo vivo», así se titulaba el artículo. Todos seremos herederos del cuerpo de otro y al mismo tiempo donantes. ¡Habremos acabado con la muerte, tal como la conocemos!

Mi padre había bajado con su traje oscuro.

—¿Piensas hablar de estas ideas con los asistentes al funeral?

Saliendo de su arrobamiento, mi madre respondió:

—No.

—Porque tienen sus ideas y podrían disgustarse fácilmente.

—No es mi intención disgustar a nadie —gritó mi madre—. ¡Nunca lo hago! Solo creo que es una bonita idea. ¡Tiene su propia belleza! ¿No es mejor que la del cielo y el infierno? No entiendo a la gente, nunca consigo saber lo que cree en realidad. ¿Creen realmente que tío Craig está flotando en este momento con alguna clase de camisón blanco por la eternidad? ¿O creen que lo ponen bajo tierra y se pudre?

—Creen ambas cosas —respondió mi padre, y en mitad de la cocina abrazó a mi madre y la estrechó con delicadeza y solemnidad, con cuidado de no tocarle el gorro o su cara recién empolvada.

A veces deseaba eso mismo: ver a mis padres afirmar, con la mirada o un abrazo, que el amor —no pensaba en la pasión— los había alcanzado una vez y los mantenía unidos. Pero en ese momento, al ver a mi madre volverse sumisa y desconcertada —su espalda encorvada reflejaba lo que sus palabras nunca harían— y a mi padre tocarle la cara con ese gesto tan delicado, compasivo, afligido, con una aflicción que no tenía mucho que ver con tío Craig, me alarmé y quise gritarles que pararan y recuperaran sus identidades independientes e inalterables. Tenía miedo de que continuaran y me revelaran algo que ya no quería ver, del mismo modo que no quería ver a tío Craig muerto.

—Owen no tiene que ir —dije con amargura, apoyando la cara en la malla suelta de la puerta mosquitera y viéndolo sentado en el patio junto a su viejo carromato, con las piernas desnudas, sucio, remoto, fingiendo ser otro, un árabe en una caravana o un esquimal sobre un trineo tirado por un perro.

Eso hizo que mis padres se separaran, y mi madre suspiró.

—Owen es pequeño.

La casa era como uno de esos crucigramas, esos laberintos sobre papel con un punto negro en uno de los cuadros, o habitaciones; se supone que tienes que abrirte camino hasta él o salir. El punto negro era en este caso el cuerpo de tío Craig, y mi preocupación no era encontrar el camino que conducía a él sino evitarlo por encima de todo, sin abrir ninguna puerta, por lo que pudiera haber detrás.

Los rollos de heno seguían allí. La semana anterior, mientras todavía estaba yo en la casa, habían segado el heno justo hasta los escalones del porche, y lo habían enrollado en forma de perfectas colmenas tan altas como la cabeza de una persona. Por las noches esos rollos de heno, que primero proyectaban grandes sombras alargadas, y se volvían grises y sólidos cuando el sol se ocultaba, formaban una especie de poblado, o, si los contemplabas en perspectiva desde la esquina de la casa, toda una ciudad de cabañas secretas, exactamente iguales entre sí, de un gris morado. Pero uno había rodado por el suelo, y ahí seguía, blando y deforme, para que yo saltara sobre él. Retrocedía hasta los escalones y me precipitaba hacia él con los brazos abiertos, y me hundía en el fresco heno, todavía tibio, que conservaba aún su olor a hierba intenso. Estaba lleno de flores marchitas: mímulos blancos y morados, linarias amarillas y pequeñas flores azules cuyo nombre nadie conocía. Yo tenía los brazos, las piernas y la cara cubiertos de arañazos, y cuando me incorporaba sobre el heno me picaban y sentía un ardor en mí con la brisa que llegaba del río.

Tía Elspeth y tía Grace también habían corrido y saltado sobre el heno con los delantales ondeando, riéndose de ellas mismas. Pero cuando llegó el momento titubearon y no saltaron con suficiente abandono, aterrizando en una decorosa posición sentada, con las manos extendidas como si rebotaran sobre un almohadón, o sujetándose el pelo.

Cuando regresaron y se sentaron en el porche, con los boles de fresones en el regazo, para hacer confitura, tía Grace habló sin aliento, pero con una voz serena y pensativa.

—Si hubiera pasado un coche, ¿no te habrías querido morir?

Tía Elspeth se quitó las horquillas del pelo y lo dejó caer suelto sobre el respaldo de la silla. Cuando lo llevaba recogido se veía casi todo gris, pero suelto dejaba ver muchos mechones de un castaño oscuro y sedoso, el color de un visón. Con pequeños resoplidos de placer, sacudió la cabeza y se pasó los dedos por el pelo, para desprenderse de las briznas de heno que se habían enredado en él.

—¡Qué idiotas somos!

¿Dónde estaba tío Craig mientras tanto? Tecleando impertérrito detrás de sus ventanas cerradas, con las persianas bajadas.

El rollo de heno aplastado seguía donde lo había dejado. Pero los hombres caminaban sobre los rastrojos, todos con traje oscuro como altos cuervos, hablando. Una corona de lirios blancos colgaba de la puerta principal, que estaba entreabierta. Mary Agnes se acercó sonriendo alegremente y me pidió que estuviera quieta mientras me ataba y volvía a atar la faja. La casa y el patio estaban llenos de gente. Los parientes de Toronto estaban sentados en el porche, con aire benévolo pero voluntariamente apartados. Me llevaron allí y me hicieron hablar con ellos, y procuré no mirar por las ventanas a sus espaldas, a causa del cuerpo de tío Craig. Ruth McQueen salió con una cesta de mimbre llena de flores que dejó en la barandilla del porche.

—Hay tantas flores que no caben en la casa —dijo, como si fuera algo por lo que todos podríamos llorar—. Se me ha ocurrido sacarlas aquí.

Era una mujer rubia, discreta y lánguidamente solícita; ya era una solterona. Se sabía el nombre de todo el mundo. A mi madre y a mí nos presentó a un hombre y a su mujer del Sur. Él llevaba una americana encima del mono.

—Nos dio nuestra licencia de matrimonio —dijo la mujer, orgullosa.

Mi madre se disculpó para ir a la cocina y yo la seguí, pensando que no habrían puesto a tío Craig allí, de donde llegaban olores a café y comida. En el pasillo también había hombres de pie, como troncos de árboles que hubiera que sortear. Las dos puertas del salón estaban cerradas y frente a ellas había una cesta de gladiolos.

Tía Moira, vestida de luto como un gigantesco obelisco, estaba de pie junto a la mesa de la cocina, contando tazas.

—He contado tres veces y las tres veces me ha salido una cantidad diferente —dijo, como si fuera una calamidad que solo le pudiera ocurrir a ella—. Mi cerebro no es capaz de funcionar hoy. No voy a aguantar mucho más tiempo de pie.

Tía Elspeth, con un delantal con volantes de linón impecablemente almidonado y planchado, nos besó a mi madre y a mí.

—Eh —dijo, incorporándose con un suspiro de satisfacción—. Grace está arriba, refrescándose los ojos. ¡No podemos creernos la cantidad de gente que ha venido! Grace ha dicho: «Creo que la mitad del condado está aquí», y yo le he dicho: «¿Cómo que la mitad del condado? ¡No me sorprendería que estuviera todo el condado!». Pero hemos echado de menos a Helen. Ha enviado un verdadero manto de lirios.

—¡Debería haber suficientes, santo cielo! —exclamó tía Moira con tono práctico, mirando las tazas—. ¡Todas las buenas y las de la cocina, más las que pedimos prestadas a la iglesia!

—Haz como en el funeral de los Poole —susurró una señora junto a la mesa—. Guardaron las buenas bajo llave y utilizaron las de la iglesia. Ella dijo que no quería correr riesgos con su porcelana.

Tía Elspeth puso en blanco sus ojos enrojecidos, una expresión habitual en ella, ahora suavizada por las circunstancias.

—De todos modos habrá suficiente comida. Creo que hay bastante para alimentar a cinco mil personas.

Yo también lo pensaba. Allá donde miraba veía comida. Un plato frío de cerdo, grandes pollos asados con aspecto laqueado, patatas en rodajas gratinadas, aspic de tomate, ensalada de patatas, ensalada de pepino y remolacha, jamón dulce, tarta de plátanos, bizcocho de fruta, un pastel de capas oscuras y claras, merengue de limón y tartas de manzana y frutos silvestres, boles de fruta en conserva, diez o doce variedades de encurtidos y salsas. También sandía en encurtido, el plato favorito de tío Craig. Siempre decía que un día le gustaría comer solo eso con pan y mantequilla.

—No es para tanto —dijo tía Moira, sombría—. A la gente se le abre el apetito en los funerales.

Hubo un revuelo en el pasillo; tía Grace pasó a través de los hombres, que se apartaron, y ella les dio las gracias, sumisa y agradecida, como si fuera una novia. La seguía el clérigo, que habló con las mujeres de la cocina con entusiasmo contenido.

—¡Bueno, señoras! ¡Vaya! No parece que hayan estado de brazos cruzados. El trabajo es una buena ofrenda, es bueno ofrecer el trabajo en momentos de dolor.

Tía Grace se inclinó y me dio un beso. Debajo de su agua de colonia percibí un ligero olor amargo, una advertencia.

—¿Quieres ver a tío Craig? —me susurró, afectuosa y enérgica como si prometiera un premio—. Está en el salón y está guapísimo debajo de los lirios que ha enviado tía Helen.

Unas señoras le preguntaron algo y me escabullí. Volví a recorrer el pasillo. Las puertas del salón seguían cerradas. Al pie de la escalera, junto a la puerta de la calle, mi padre y un hombre que yo no conocía caminaron unos pasos y dieron la vuelta, tomando medidas discretamente con las manos.

—Este tramo será peliagudo.

—¿Quitamos la puerta?

—Es demasiado tarde para eso. Causaríamos un trastorno. A las señoras les podría afectar ver cómo nos la llevamos. Si retrocedemos al doblar esta…

En el pasillo lateral hablaban dos ancianos. Pasé rápidamente entre ellos.

—No es como en invierno. Acuérdate del de Jimmy Poole. El suelo estaba duro como una roca. No se podía clavar en él ninguna clase de herramienta.

—Tuvieron que esperar un par de meses hasta que se derritiera.

—Entonces debía de haber tres o cuatro más esperando. Veamos, uno era Jimmy Poole…

—Sí. Luego estaba la señora Fraleigh, la madre…

—Espera, ella murió antes de la helada. No tenía por qué haber ningún problema con ella.

Crucé la puerta del final del pasillo lateral y salí a la parte vieja de la casa. La llamaban la despensa, y por fuera parecía una pequeña construcción de leños añadida al lateral de la gran casa de ladrillo. Las ventanas, pequeñas y cuadradas, estaban ligeramente torcidas como las ventanas nunca del todo convincentes de una casa de muñecas. Casi no entraba luz debido a los oscuros trastos amontonados en todas partes, incluso delante de las ventanas: la mantequera y la vieja lavadora accionada a mano, cabeceras de cama de madera partidas, baúles, bañeras, hoces, un cochecito aparatoso como un galeón e inclinado hacia un lado. Ésa era la habitación en la que tía Grace se negaba a entrar; siempre tenía que ir tía Elspeth si querían algo de ella. Tía Grace se quedaba en la puerta, olfateaba atrevidamente y exclamaba:

—¡Qué lugar! ¡El aire está tan viciado como en una tumba!

Me entusiasmó el sonido de esa palabra cuando se la oí pronunciar por primera vez. No sabía exactamente qué significaba; me imaginé una especie de huevo de mármol hueco impregnado de una difusa luz azul en el que todos estábamos acurrucados.

Mary Agnes estaba sentada en la mantequera, y no parecía sorprendida.

—¿Para qué has entrado aquí? —preguntó en voz baja—. Te vas a perder.

No respondí. Sin volverle la espalda, di vueltas por la habitación. A menudo me había preguntado si había algo dentro de ese cochecito. Por supuesto que había algo; un montón de Family Heralds viejos. Oí la voz de mi madre llamándome. Sonaba un poco nerviosa y, sin proponérselo, respetuosa. No me moví y Mary Agnes tampoco. ¿Qué había estado haciendo ella? Había encontrado unas botas de señora anticuadas, acordonadas por delante y ribeteadas con pieles, y se aferraba a ellas. Las pieles le rozaban la barbilla.

—Piel de conejo.

Se acercó y me puso las botas en la cara.

—¿Piel de conejo?

—No las quiero.

—Ven a ver a tío Craig.

—No.

—Aún no lo has visto.

—No.

Esperó con una bota en cada mano, impidiéndome pasar, luego dijo de nuevo, con tono taimado e incitante:

—Ven a ver a tío Craig.

—No pienso ir.

Soltó las botas y me puso una mano en el brazo, clavándome los dedos. Traté de apartarla, pero ella me cogió con la otra mano y tiró de mí hacia la puerta. Para alguien tan poco ágil y que casi había muerto tres veces de bronquitis, era sorprendentemente fuerte. Bajó la mano hasta mi muñeca y con una garra como la de un oso me sujetó. Su voz todavía era tranquila, suave, regodeante.

—Ven y… verás… a tío Craig.

Dejé caer la cabeza y se me metió en la boca su brazo, un brazo sólido y velloso, justo por debajo del codo, y mordí, mordí hasta que le hendí la piel y, experimentando la más pura libertad, pensando que había hecho lo peor que haría jamás, probé la sangre de Mary Agnes Oliphant.

No tuve que asistir al funeral. Nadie iba a obligarme a mirar a tío Craig. Me llevaron a su despacho y me instalaron en el sofá de cuero, donde él había dormido sus siestas y donde las parejas se habían sentado esperando sus licencias matrimoniales. Tenía una manta sobre las rodillas a pesar del día tan caluroso que hacía, y una taza de té a mi lado. También me habían dado un pedazo de bizcocho que me había comido inmediatamente.

Cuando mordí a Mary Agnes pensé que estaba rompiendo a mordiscos con todo. Pensé que estaba dejándome a mí misma fuera, donde ningún castigo sería jamás suficiente, donde nadie se atrevería a pedirme que mirara un cadáver, o ninguna otra cosa, nunca más. Pensé que todos me odiarían, y en ese momento el odio me pareció algo muy deseable, como el don de volar.

Pero no; la libertad no es tan fácil de alcanzar. Aunque tía Moira siempre diría que tuvo que arrancar el brazo de Mary Agnes de mi boca manchada de sangre (era mentira; yo ya me había apartado y Mary Agnes, con todo su poder diabólico desinflado, estaba agachada, atónita y llorando), en realidad me agarró por los hombros y me sacudió, de tal modo que mi cara estaba a apenas un par de centímetros de sus pechos acorazados, y su cuerpo siseó y tembló por encima de mí como un monumento a punto de explotar.

—¡Perra rabiosa! ¡Solo los perros rabiosos muerden así! ¡Tus padres tendrían que encerrarte!

Tía Elspeth vendó el brazo de Mary Agnes con un pañuelo. Tía Grace y otras señoras se le acercaron y le dieron palmaditas.

—He de llevarla al médico. Tendrán que ponerle puntos y vacunarla. Esa niña podría tener la rabia. Existen los niños rabiosos.

—Moira, querida. Moira, querida, no. Apenas le ha rasgado la piel. Solo es un dolor momentáneo. Bastará con que le laves un poco la herida y la vendes, y se pondrá bien.

Tanto tía Elspeth como tía Grace trasladaron su atención de Mary Agnes a su hermana, la sostuvieron y la tranquilizaron, una a cada lado, como si trataran de mantener todas las piezas juntas hasta que hubiera pasado el peligro de la explosión.

—No ha habido daños permanentes.

—La culpa es mía, la culpa es toda mía —dijo la voz clara y peligrosa de mi madre—. No debería haber venido con la niña. Es demasiado nerviosa. Es bárbaro someter a una niña como ella a un funeral.

Impredecible, voluble, y aun así alguien a quien estar agradecido en el momento menos pensado, ofreció comprensión, salvación, cuando en rigor ya no eran de mucha utilidad.

Pero aquello tuvo efecto; si bien a veces al emplear una palabra como «bárbaro» solo producía silencio y consternación a su alrededor, en esta ocasión halló solidaridad, y varias señoras se acogieron rápidamente a su explicación y la ampliaron.

—No sabía lo que hacía.

—Estaba histérica a causa de la tensión.

—Yo misma me desmayé en un funeral poco antes de casarme.

Ruth McQueen me rodeó con un brazo y me preguntó si quería una aspirina.

De modo que mientras consolaban, lavaban y vendaban a Mary Agnes, y calmaban a tía Moira (fue a ella a quien dieron la aspirina, así como unas píldoras especiales —para el corazón— de su bolso), a mí también me rodearon y me cuidaron, y me condujeron a esa habitación y me tendieron en el sofá tapada con una manta, como si estuviera enferma, y me dieron un té con bizcocho.

Mi comportamiento no había echado a perder el funeral. La puerta se cerró. No veía nada, pero alcanzaba a oír las voces cantar, de forma desordenada al principio, poniendo cada vez mayor esfuerzo, anhelo y convicción:

Mil años en tus ojos

son como el atardecer que se ha ido,

breves como el reloj que cierra la noche

antes del amanecer.

La casa estaba llena de gente apretujada, mezclada como viejos lápices sin punta, gente cordial, acomodaticia, cantando. Y yo estaba en medio de ellos, a pesar de estar encerrada allí sola. Mientras vivieran, casi todos se acordarían de que yo había mordido el brazo de Mary Agnes Oliphant en el funeral de tío Craig. Al pensar en ello, recordarían que era muy nerviosa e imprevisible, o que era una malcriada, o un caso de pocas luces. Pero no me echarían. No. Sería el miembro de la familia nervioso, imprevisible y malcriado, lo que es muy diferente.

Ser perdonado suscita una vergüenza particular. Tenía calor, no solo por la manta. Me sentía presa, asfixiada, como si no fuera a través del aire que yo tenía que moverme y hablar en este mundo, sino de algo espeso como el algodón. Era una vergüenza física, pero iba más allá de la vergüenza sexual, mi primera vergüenza de la desnudez; de pronto era como si no fuera solo el cuerpo desnudo, sino todos los órganos internos —el estómago, el corazón, los pulmones, el hígado— los que estaban expuestos e indefensos. Lo más parecido que había experimentado antes era la sensación que tenía cuando me hacían cosquillas hasta que no podía más —una sensación horrible y voluptuosa de estar expuesta e indefensa, de traicionarme a mí misma—. Y esa vergüenza brotaba de mí y se extendía por toda la casa, cubría a todos los presentes, incluidos Mary Agnes y tío Craig en su actual estado ausente y desechable. Estar hecho de carne era la humillación. Me veía atrapada en una visión que, en cierto modo, era todo lo contrario de la visión incomunicable de la armonía y de la luz del místico; una visión, también incomunicable, de confusión y obscenidad, de impotencia, que se revelaba como lo más obsceno que podía existir. Pero como la otra clase de visión, ésta no podía mantenerse más de un par de segundos, pues se derrumbaba por su propia intensidad, y, una vez extinguida, no era posible reconstruirla ni creer realmente en ella. Cuando empezaron a cantar el último himno del funeral volvía a sentirme normal, solo con la debilidad que cabe esperar de quien ha mordido un brazo humano; los Padres de la Confederación que tenía frente a mí habían retomado sus ropajes y su dignidad verosímil, y me había bebido toda la taza de té, explorando su desconocido sabor a adulto, a importante.

Me levanté y abrí poco a poco la puerta. Las dos puertas del salón estaban abiertas. Los asistentes se movían despacio, sus espaldas encorvadas por la preocupación quedaban lejos.

Jesús nos llama, por encima del clamor

del tempestuoso mar de nuestra vida…

Entré en la habitación sin que nadie reparara en mí y me puse en la cola frente a una anciana afable y sudorosa que no me conocía, y que se inclinó y me susurró con tono alentador:

—Has llegado a tiempo para la última mirada.

Todas las persianas estaban bajadas, para impedir que entrara el sol de la tarde; la habitación estaba mal ventilada y lúgubre, atravesada por unas pocas varas de luz, como un pajar en una tarde brillante. Olía a lirios, lirios de un blanco puro y cerúleo, y también a sótano. Me vi avanzar con las demás personas hasta que llegué a un extremo del ataúd, que estaba colocado frente a la chimenea, la bonita chimenea que nunca se utilizaba, con sus azulejos encerados como esmeraldas. El interior del ataúd era de raso blanco, todo fruncido y plisado como el más hermoso de los vestidos. La mitad inferior de tío Craig estaba cubierta por una tapa pulida; la superior, de los hombros a la cintura, quedaba oculta por lirios. En contraste con tanto blanco, la cara se veía cobriza, con una expresión de desdén. No parecía dormido; no tenía en absoluto el mismo aspecto que cuando yo entraba en su despacho para despertarlo los domingos por la tarde. Los párpados le caían demasiado ligeros sobre los ojos, y los surcos y las arrugas de su cara se habían vuelto demasiado superficiales. Todo él se había borrado por completo; esa cara era como una delicada máscara de piel, barnizada y colocada sobre la cara de carne y hueso, o sobre nada en realidad, lista para partirse si le clavabas un dedo. Sentí el impulso de hacerlo, a un nivel que no estaba dentro de lo posible, como puede sentir uno el impulso de tocar un cable de alta tensión. Algo parecido era tío Craig bajo sus lirios, sobre su almohada de raso; era el terrible, silencioso e indiferente conductor de fuerzas, que en un instante podía pegar fuego a toda esa habitación, a toda la realidad, y dejarnos a oscuras. Me volví con un zumbido en los oídos, pero me sentía aliviada, me alegraba de haberlo visto después de todo y haber sobrevivido, y me abrí paso a través de la habitación abarrotada de gente que cantaba en dirección a mi madre, que se había sentado sola junto a la ventana —mi padre estaba con los demás porteadores del ataúd—, sin cantar, mordiéndose los labios con una expresión absurdamente esperanzada.

Poco después tía Elspeth y tía Grace vendieron la casa de Jenkin’s Bend, junto con las tierras y las vacas, y se fueron a vivir a Jubilee. Habían escogido Jubilee en lugar de Blue River, donde conocían a más gente, o de Porterfield, de donde era tía Moira, porque querían ser de alguna utilidad para mi padre y su familia. Y, en efecto, se sentaban en su casa situada en una colina del extremo norte de la ciudad, como dos guardianas asombradas y dolidas pero sumisas, atentas a nuestro bienestar, con dudas acerca de nuestras vidas. Remendaban los calcetines de mi padre, que se acostumbró a llevárselos para eso; tenían un huerto, y hacían conservas; cosían, tejían y hacían bizcochos para nosotros. Yo iba a verlas una o dos veces a la semana, al principio de forma bastante voluntaria, aunque en parte era por la comida; cuando empecé el instituto iba a verlas a regañadientes. Cada vez me decían: «¿Por qué has tardado tanto en volver? ¡Casi no te reconocemos!». Estaban sentadas en su pequeño y oscuro porche con mosquitera, si hacía buen tiempo, como si llevaran toda la semana esperando; desde allí ellas veían la calle pero la gente que pasaba no podía verlas.

¿Qué iba a decir yo? Su casa se convirtió en un diminuto país aislado, con sus propias costumbres recargadas y su idioma elegante y ridículamente complicado, donde las noticias del mundo exterior no eran exactamente prohibidas pero eran cada vez más difíciles de comunicar.

En el cuarto de baño, encima del inodoro, colgaba la vieja admonición cosida en punto de cruz:

PURIFICAD EL AIRE ANTES DE SALIR.

UN DETALLE QUE LOS DEMÁS AGRADECERÁN.

Debajo había un platito con cerillas. Al leerlo, siempre me sentía avergonzada, como si me hubieran pillado con las manos en la masa, pero siempre encendía una cerilla.

Contaban las mismas anécdotas y hacían las mismas bromas, ya secas y quebradizas por el uso; con el tiempo todas las palabras, todas las expresiones de su cara, todos los revoloteos de sus manos llegaron a parecer algo aprendido hacía mucho y perfectamente recordado, y cada una de sus identidades era vista como algo construido con gran cuidado; cuanto mayores se hacían, más frágil, admirable e inhumana parecía esa construcción. Así les sucedió cuando dejaron de tener con ellas un hombre para darle de comer y admirar, y cuando se marcharon del lugar donde su artificialidad había florecido de forma natural. Tía Elspeth perdió poco a poco el oído, y tía Grace tuvo problemas de artritis en las manos, de modo que al final renunció a coser, como no fuera labores burdas. Pero no se vieron drásticamente expuestas, ni dañadas ni cambiadas; con gran esfuerzo, con un último sentido del deber, conservaron sus contornos intactos.

Tenían consigo el manuscrito de tío Craig y de vez en cuando hablaban de enseñárselo a alguien, tal vez al señor Buchanan, el profesor de historia del instituto, o el señor Fouks, del Herald-Advance. Pero no querían dar la impresión de estar pidiendo un favor. ¿Y en quién podías confiar? Cualquiera podía apoderarse de él y publicarlo como si fuera suyo.

Una tarde sacaron la lata roja y dorada con la foto de la reina Alejandra en la tapa, llena de galletas de avena con dátiles, y otra gran lata negra, a prueba de incendios y con candado.

—La historia de tío Craig.

—Casi mil páginas.

—¡Más páginas que Lo que el viento se llevó!

—Lo pasó a máquina a la perfección, sin ninguna errata.

—Pasó a máquina la última hoja la tarde del día que se murió.

—Sácala de la lata y mírala —me pidieron. Del mismo modo que me ofrecían galletas.

Le eché un vistazo.

—Lee un poco —dijeron—. Te interesará. ¿No has sacado siempre buenas notas en historia?

Durante la primavera, el verano y el comienzo del otoño de aquel año se llevó a cabo mucha construcción en los municipios de Fairmile, Morris y Grantly. En la esquina de Concession Street número 5 con River Sideroad, en Fairmile, erigieron una iglesia metodista para atender la creciente comunidad de esa zona. Se conoció como la iglesia de Ladrillo Blanco pero por desgracia solo se mantuvo en pie hasta 1924, cuando un incendio de origen desconocido la destruyó. Solo se salvó el garaje, a pesar de estar construido de madera. En la esquina opuesta, el señor Alex Hedley construyó y abrió una tienda, pero al cabo de dos meses de su apertura, el hombre murió de un derrame cerebral y el negocio pasó a manos de sus hijos, Edward y Thomas. En Concession Street número 5 también había una herrería, cuyos dueños se llamaban O’Donnell. Esa esquina se conocía como la Esquina de Hedley o la Esquina de la Iglesia. En esa población no queda actualmente nada salvo el edificio de la tienda, que alquila una familia.

Mientras leía en alto ellas me dijeron, con una agradable vacilación debido a mi sorpresa, que el manuscrito era para mí.

—Y todos sus viejos archivos y papeles serán para ti, cuando… faltemos, o antes incluso, no es necesario esperar a eso si estás preparada para tenerlos.

—Porque esperamos…, esperamos que algún día puedas terminarla.

—Pensábamos dársela a Owen, porque es el chico…

—Pero tú eres la que tiene facilidad para escribir.

Sería un trabajo arduo, dijeron, y me exigiría mucho, pero creían que me resultaría más fácil si me llevaba el manuscrito a casa y lo guardaba, y lo leía de vez en cuando, para hacerme con el estilo de tío Craig.

—Tenía un don. Era capaz de incorporarlo todo y lograr que se leyera de corrido.

—Tal vez podrías aprender a copiar su estilo.

Estaban hablando con alguien que creía que el único deber de un escritor era crear una obra maestra.

Cuando me marché lo hice llevando la caja torpemente bajo el brazo. Tía Elspeth y tía Grace se quedaron ceremoniosamente en el umbral, observando cómo me alejaba, y tuve la sensación de ser un barco con sus esperanzas que se alejaba hacia el horizonte. Una vez en casa, guardé la caja debajo de la cama; no tenía ganas de hablar de ello con mi madre. Unos días después me pareció que sería un buen lugar para guardar los pocos poemas y fragmentos de novela que había escrito; quería guardarlos bajo candado, donde nadie pudiera encontrarlos y estuvieran seguros en caso de incendio. Levanté el colchón y los saqué. Era allí donde los había guardado hasta entonces, doblados dentro de un gran ejemplar plano de Cumbres borrascosas.

No quería juntar el manuscrito de tío Craig con lo que yo había escrito. Me parecía tan muerto, pesado, tedioso e inútil que temí que pudiera amortajar también mis escritos y traerme mala suerte. Lo llevé al sótano y lo dejé en una caja de cartón.

La última primavera en Jubilee, cuando estudiaba para mis exámenes finales, el sótano se inundó unos ocho o diez centímetros. Mi madre me llamó para que la ayudara, y bajamos, abrimos la puerta trasera y sacamos con la escoba el agua fría, con su olor cenagoso, hacia un desagüe de fuera. Encontré la caja con el manuscrito dentro, del que me había olvidado por completo. Solo era un gran fajo de papel empapado.

No miré lo dañado que estaba ni si podía rescatarse. Me pareció que había sido un error de principio a fin.

Pensé en tía Elspeth y en tía Grace. (Tía Grace estaba entonces en el Jubilee Hospital, recobrándose, o eso creíamos, de una fractura de cadera, y tía Elspeth iba cada día a verla, se sentaba junto a su cama y decía a las enfermeras, que eran muy atentas con las dos: «¿Pueden creer de qué son capaces ciertas personas para quedarse en la cama y que las sirvan?».) Las recordé observando cómo el manuscrito abandonaba su casa dentro de una caja con candado y sentí remordimiento, esa clase de remordimiento tierno que tiene como reverso una brutal y absoluta satisfacción.