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Observó que el charlatán se apoyaba en “la barra junto a ella.
No miraba a nadie.
Se le vio cansado.
Tenía una especie de visera en la cabeza y la lanzaba un poco hacia atrás.
Ni se fijó en Lita.
Pero Lita sí se fijó en él. Moreno de piel, pardos claros los ojos, casi glaucos, de expresión cansada.
Se diría que el trabajo no era tan llevadero como parecía.
Unos pocos cabellos le asomaban hacia la frente como escapándose de la visera.
—¿Qué desea? —preguntó el barman inclinándose hacia él.
Lita observó que él estaba distraído.
No era muy alto ni descollaba por su belleza.
Pero era hombre, tenía virilidad, personalidad callada.
Algo diferente.
—Dame un whisky —dijo.
Y encendió un cigarrillo.
Fumó mirando distraído en torno. Lita casi leyó en su pensamiento y se dio cuenta que después de su trabajo de charlatán, quedaba más que harto de todo el mundo.
—Aquí tiene su whisky —dijo el camarero.
Lita vio que asía el vaso entre los dedos y lo llevaba a los labios.
Encontró entonces sus ojos.
La miró.
Ni serio, ni sonriente, ni ansioso, ni curioso.
Ella se mantuvo firme. Ni sonrió.
Pero tenía la boca entreabierta y se le veían los dientes nítidos e iguales.
Ricardo desvió los ojos de ella y los dejó vagar en torno.
Tenía el pitillo metido entre los labios y se le escurría hacia la comisura izquierda.
El humo ascendía solo.
Por lo que Ricardo Fano se veía precisado a cerrar un poco un ojo, manteniendo el otro abierto.
Lita se fijó en sus ropas.
Pantalón de pana parda, camisa a cuadros, calzaba botas de tafilete sin cordones. No usaba corbata
Por la abertura completa de la camisa se veía un vello marrón, rizado, abundante.
Decidió entablar conversación con él.
No era tan fácil.
El tal Ricardo parecía totalmente ajeno a ella, cansado, y dos gotas de sudor le humedecían el pelo.
Bebía despacio como si no tuviera nada que hacer ni prisa por marcharse.
La primera vez en su vida, pensaba Lita, que un hombre no se fijaba en ella, no le hacía rápidas proposiciones vergonzantes.
Ello produjo en la joven un cierto desconcierto.
El hombre no era mayor. Se le veía joven. ¿Veintisiete años? ¿Menos?
No muchos más.
—Se te está apagando el cigarro —dijo.
Ricardo miró sus dedos.
Hizo un gesto vago y se fue directamente hacia la puerta sin soltar el vaso. Tiró la- colilla a la calle y retornó al mostrador diciendo sin fijarse en ella:
—Gracias. Por nada me quemo los dedos.
Y bebió de nuevo.
Lita pensó contrariada: «Ni siquiera se ha dado cuenta de que soy mujer. »
Su amor propio se resintió.
—Ya veo que vendes bastante.
Él miró en torno como preguntándose con quién hablaba la joven. Y al ver a los parroquianos entretenidos en lo suyo, se volvió hacia ella.
—¿Es a mí?
—Claro.
—Ah.
—Digo que vendes mucho.
—No me quejo. Pero no es grato como a simple vista parece.
—¿Qué es lo que no te parece grato?
—Subirse a la tarima y gritar. Se queda uno con la garganta seca.
—¿Andas solo?
Él no parecía entenderle.
—¿Solo dices?
—Vendiendo. En tu carromato. Te pregunto si andas solo.
Ricardo rió.
Tenía unos dientes blancos e iguales, que en su cara morena, curtida por los aires y el sol, le daban un aspecto provocativo.
—Por supuesto que ando solo. Es decir, no, ando con mis potingues, mi coche, mi soledad...
—¿Paras mucho en esta ciudad?
El se alzó de hombros.
—Estoy de paso.
Y al rato se fue sin mediar entre ambos más palabras.
* * *
Lita no se quedó conforme.
Era algo terca.
Y sobre todo cuando- una persona no le prestaba atención, se enojaba consigo misma, como también se enojaba cuando se le prestaba demasiada.
Compleja ella, contradictoria.
Anochecía ya y las luces de la ciudad empezaban a encenderse.
Lita pagó su coñac que no había terminado y salió a la calle.
Vio al final de aquélla la silueta masculina perderse hacia el carromato, con andar lento, algo cansado.
Pensó que no disponía aún de cuarto donde dormir,
Pero había fondas en la ciudad.
Ya buscaría una.
Disponía de tiempo.
Caminando sin prisas se internó en la calle casi solitaria.
Al rato sintió una música de armónica.
Y al dar la vuelta a la roulotte vio a Ricardo Pan© sentado en el suelo, con la espalda pegada a la roulotte empuñando la armónica que dejaba sonar una música lenta y candenciosa.
Ricardo tenía una pierna encogida de modo que apoyaba los codos en la rodilla en pico y con las dos manos apretaba la armónica contra la boca.
Lita se quedó delante de él.
Pero si bien Ricardo lanzó una mirada sobre ella, no por eso dejó de tocar.
Lita aguardó a que terminara la melodía y, de repente, se sentó a su lado y se quedó muda.
Ricardo parecía que no reparaba en su presencia ni en su proximidad.
Seguía tocando entretenido.
Como si ello significara un desahogo a sus fatigas.
Cuando terminó secó la armónica con un pañuelo a cuadros que sacó del bolsillo y metió la armónica en el bolsillo superior de la camisa.
Era noche cerrada.
Hacía calor y Ricardo se arremangó las mangas de la camisa, encendiendo después un cigarrillo. Debió darse cuenta de que la tenía sentada a su lado en el puro suelo, porque le ofreció la cajetilla abierta.
—¿Fumas?
—No —dijo ella.
La miró curiosamente,
—¿De verdad?
—No he fumado nunca.
—¿Y eso?
Lita se alzó de hombros.
—No lo sé. Nunca me apeteció o nunca me lo dieron,
—¿Eres de aquí?
Ella distraída, respondió:
—De cerca.
—De aquí, quieres decir.
—No de lejos, por supuesto. No le veía bien la cara.
—¿Qué haces sola?
—Yo siempre ando sola.
—¿No te aburres?
—¿Te aburres tú?
—Yo no puedo aburrirme.
—¿Por lo que trabajas durante el día? Las noches también son largas.
—Por las noches duermo.
—¿Solo?
Él lanzó una risita.
—No siempre, claro.
—Te salen amigas por las ciudades y los pueblos, ¿no?
—Según.
—¿Sí o no?
—No siempre. No me interesa mucho ese asunto. Yo vivo a mi aire. Me gusta vivir como vivo.
—¿No te cansas en invierno?
—En esa época me detengo.
—¿Dónde?
—¿Por qué quieres saber tanto de mi vida? Y perezoso, apoyando las manos en las rodillas, se levantó.
También Lita.
—¿No es muy tarde para andar sola por ahí?
—Nunca es tarde para mí.
La miró de nuevo. Esta vez casi interrogante. Como si se fijara en ella por primera vez.
—Eres muy joven.
—Por supuesto.
—¿Cuántos años?
—Dieciocho...
—Si te echan de menos en tu casa, saldrán a buscarte y pensarán que tengo yo la culpa de tu entretenimiento.
—Y la tienes. Me causas curiosidad.
—Vaya, vaya.
Pero sin darle demasiada importancia, se dirigió a la roulotte y se deslizó dentro.
Ya en la puerta se volvió hacia la joven que permanecía de pie en la calle.
—Vete a casa que pueden venir tus padres a buscarte.
Lita no se inmutó.
—No tengo —dijo indiferente.
Él alzó una ceja.
Metió la visera contra la frente.
—¿Ni hermanos?
—Nada.
—¿Nadie...?
—Nadie.
—Vaya, vaya.
Y se perdió en el interior del vehículo.
* * *
Lita no se alteró lo más mínimo. No conoció a muchos hombres. Sus conocimientos sobre el particular fueron y eran limitados. Aquél era distinto.
Por eso se asomó a la puerta del vehículo y miró hacia el interior.
Una mesa en medio, prendida a una esquina de la roulotte. Una cama al fondo y todos los utensilios propios de una vivienda ambulante, amén de cajas amontonadas donde seguramente guardaba su mercancía.
—¿Sigues ahí? —preguntó él al mismo tiempo que empuñaba un bocadillo. —¿Me ofreces?
—¿El qué?
—Algo de lo que comes.
Ricardo se alzó de hombros.
—¿Qué has hecho hasta ahora si estás sola?
—Vivir.
—¿De qué manera?
al tiempo de preguntar, sin esperar demasiadas respuestas,, partía el bocadillo en dos y le daba una parte.
Lita, de un salto, se coló dentro y buscó el borde de la cama donde se sentó.
Él lo hizo en el suelo alzando las rodillas y comiendo, buscó con la mano una botella a su alcance y llevó el gollete a sus labios.
—Es vino tinto, ¿quieres?
—Bueno.
—Toma.
Lita, asiendo la botella se la llevó a los labios y bebió un trago.
—Está fresco —ponderó— y rico. Es fuerte.
—Sangre de toro, le llamo yo. Lo compré por la Mancha hace algún tiempo y lo mantengo en sitio fresco.
—¿Recorres todo el mundo?
—No. Sólo España y los veranos.
—¿Qué haces los inviernos?
Él se alzó de hombros
—¿No dices tú que vives? Yo también vivo.
—Pero si no vendes ni trabajas, ¿de qué vives?
—De lo que gano en verano.
—Ya. ¿Es buen negocio éste?
—No está mal.
—Pero engañas a la gente.
—No lo creas. Casi siempre es verdad lo que digo y cierto lo que vendo. Los vendedores ambulantes tenemos mala fama, pero no siempre es merecida.
Lita comía con apetito.
Se daba cuenta en aquel instante de que no había comido desde la mañana.
Se preguntó qué dirían en la granja. ¡Nada! Ya se encargaría Manuel de que no la buscaran. Posiblemente ni él lo hiciera por temor a que se descubriera la verdad de los hechos que él sabía y ella también,
—Parece que tienes buen apetito —dijo Ricardo observándola.
Y también parecía darse cuenta de que era hermosa.
Tenía aspecto de gitana. ¿Lo sería?
—¿De dónde procedes? —preguntó.
—De una granja a la que no pienso volver.
—¿Por qué?
—Esas son cosas mías.
—Haces bien en tener tus cosas. Yo no me voy a meter en ellas.
—Pues puedes meterte si quieres.
Tenía los ojos vivos.
Demasiado negros.
Tan negros que parecían pasiones encendidas.
Ricardo sintió un poco de curiosidad, aunque no era curioso. Él vivía su vida y le importaba un rábano la de los demás.
Pero, de repente, aquella joven venía a alterar su paz.
Se levantó y buscó en mi cajón, jamón y pan.
Se volvió hacia ella que permanecía sentada en el borde del estrecho lecho adosado a la pared de la roulotte.
—¿Quieres algo?
—Si me das, sí.
Preparó un bocadillo y se lo entregó, haciendo otro para él.
Volvió a sentarse en el suelo y sin quitarse la visera empezó a comer y a beber vino,
Lita comía también y miraba en torno.
—¿Vives aquí por las noches?
—Sí. Cuando hace mucho frío me voy a una fonda, pero casi siempre duermo aquí.
—¿Me dejas quedar aquí esta noche?
Ricardo la miró desconcertado.
Le veía las piernas y por tenerlas cruzadas, casi por un lado las pantorrillas y los muslos. No dilató los ojos. Ricardo estaba de vuelta de todo. Pero apreció su belleza, su juventud, su lozanía.
—¿Conmigo?
—Por lo menos aquí —insistió ella.
Ricardo meneó la cabeza.
—Si te quedas aquí, no tenemos más que una cama y no voy a prescindir de ella por dártela a ti. Lita se alzó de hombros.
—Si quieres la ocupamos los dos. Ricardo la miró más atentamente. Una prostituta.
Igual pretendía sacarle dinero. ¡Ji!
No estaba por ésas, que costar ya le costaba ganarlo.
—¿Por qué haces eso?
La pregunta desconcertó a Lita.
—¿Hacer qué?
—Ofrecerte a dormir conmigo.
—No sé. Tal vez porque estoy sola.
—¿Has dormido con más hombres? —preguntó curioso.
La curiosidad ya era un poco morbosa.
No se había fijado en ella como en aquel instante. Realmente no se había fijado demasiado, casi nada. Pensó que sería ave de paso. Niñas de ciudad pequeña que sienten curiosidad por los vendedores ambulantes, pero la chica parecía hablar en serio.
Y era hermosa.
Escandalosamente hermosa y joven.
—No he dormido con ninguno —dijo ella—, pero me acosté con cuatro.
—Oh...
—¿Tanto te asombra?
—Que lo digas así, un poco.
—Por eso estoy harta, ¿sabes?
—¿No te han dado gusto?
—No demasiado.
—Y supones que yo te lo daré.
—No supongo nada. Quiero cambiar, vivir de otra manera.
—Pero te vas a entregar a otro, ¿no es eso lo que me estás proponiendo?
Lita terminó el bocadillo y sacudió una mano contra otra.
—Estaba riquísimo.
—¿Quieres más?
—No. Ya estoy alimentada por esta noche.
Y sin más se tiró de espalda en la cama y se quedó
con los ojos abiertos fijos en el techo de la roulotte.
* * *
Ricardo se levantó pensativo y se quitó la visera,
El pelo se le desparramó.
No era demasiado largo, pero no tenía nada de corto.
Sus crenchas lacias se le iban hacia la frente.
Las retiró con una mano y así, en mangas de camisa, lento y pausado, más bien sosegado que alterado, se acercó a ella.
La miró desde su altura.
Era esbelta y bonita.
Femenina.
Pese a sus ropas de no precisamente muy buen gusto, las dos prendas con distintos estampados que no favorecían a nadie, a ella sí le quedaban bien.
Ella tenía algo.
—¿Dónde te has criado? —preguntó sin inclinarse.
Lita hizo un gesto vago.
—En el campo, entre trigales y maizales... entre cerdos, conejos y puercos humanos.
—¿Te han violado alguna vez?
Lita rió.
Una risa amarga.
Fría, casi gélida.
—¿Quieres decir si me han forzado?
—Sí, eso te pregunto.
—No.
—¿A qué años hiciste el amor por primera vez?
—A los quince mal cumplidos.
—Y desde entonces...
—Eso, lo que piensas.
—¿Con todos?
—Ya te lo he dicho al principio. Con cuatro.
—De ninguno te enamoraste.
—¿Qué es eso?
—¿Eso?
—El amor.
—Ah. Es fatiga y deseo, amargura y alegría, pasión, vértigo, convulsión, tristeza...
—¿Tanto?
—Debe serlo.
—¿Te has enamorado tú alguna vez, Ricardo? Su nombre, pronunciado por ella, tenía una dulce cadencia.
Ricardo se inclinó un poco. La miró a los ojos.
—Yo —dijo roncamente— no ofrezco ninguna seguridad a nadie..
—Ni yo —respondió ella.
—Por lo que veo, tanto te da una cosa como otra.
—Tanto. Nada. Todo me da igual.
—¿Y esto? —preguntó Ricardo suavemente.
Sus labios lentos y golosos, sosegados y huecos se metieron en la boca femenina.
Se abrió la de Lita para recibirlo. Se onduló dentro de los labios femeninos. Ella se estremeció. Seguía besando.
Largamente, asomando su lengua que se perdía enredada entre la de Ricardo.
Después él se separó y la miró a los ojos.
—¿Sabes hacerlo?
—Ya te dije...
—Es verdad...
Quedó tieso.
Firme, mirando por la ventana del vehículo.
—Es noche cerrada —dijo.
Lita ya lo sabía.
Le palpitaba el pecho de súbita excitación. Nadie la había besado así. Los besos o fueron torpes o brutales. Pero nunca tan dulces, tan ansiosos, tan hondos y sosegados dentro de una dulzura nunca experimentada.
—Ricardo...
Él se volvió.
—¿Puedo quedarme?
—Puedes si quieres...
—Quiero...