Nueve

 

 

 

 

Devon no estaba seguro de si lo que estaba a punto de hacer era lo más sensato, pero debía al menos hacer el intento. Si su misión no daba resultados, entonces sí se ocuparía finalmente de la mujer.

Observó con atención el edificio en donde se encontraba la estación de policía. No le sería sencillo, pero estaba dispuesto a arriesgarse.

Necesitaba alimentarse y no lo había hecho desde la muerte del tercer sacerdote. Enfiló hacia el interior del viejo edificio de cuatro pisos y, sin más preámbulos, se dirigió a la sección de Evidencias de la policía.

Cuando llegó a la oficina, se encontró con un oficial gordo engullendo una hamburguesa. Devon se plantó delante de él y el sujeto casi se atragantó al ver sus ojos verdes brillar.

—Buenas noches, oficial… Stevens —saludó, leyendo su insignia. Su voz era potente y retumbó en el lugar.

El oficial Stevens regresó la hamburguesa al plato y se quedó mirándolo.

—Buenas noches. ¿En qué puedo ayudarlo? —Esperó a que aquel extraño sujeto le mostrara alguna identificación, pero eso no sucedió.

Se hizo un silencio y, en unos pocos segundos, el pobre guardia cayó bajo el poder hipnótico de Devon. No hubo necesidad de palabra alguna: su mente le dijo lo que había venido a buscar.

Observó cómo el cuerpo rollizo del oficial se movía al compás de sus órdenes. Devon sonrió complacido cuando él regresó cargando un sobre de papel marrón en sus manos. Se lo entregó de inmediato.

Devon sacó la cruz que estaba guardada en una bolsa de nylon más pequeña y la sostuvo en sus manos durante un instante. La cruz brilló al entrar en contacto con su piel, una luz cargada de energía que parecía devolverla a la vida.

Le devolvió el sobre vacío al oficial Stevens.

—Gracias, oficial —le dijo y se marchó, desapareciendo en medio de la gente que iba y venía por los pasillos de la estación de policía.

El oficial Stevens parpadeó y vio su hamburguesa aún sin terminar. La cogió entre sus manos regordetas y grasientas y le dio un gran mordisco. Entonces reparó en el sobre vacío encima del mostrador.

Era extraño, ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta allí.

*

Faith se despertó en medio de la noche. Su cuerpo aún guardaba vestigios del sueño que acababa de tener, el sudor brotaba de su piel y mechones de su cabello se le habían pegado a la frente. Otra vez aquel sueño que la dejaba con la sensación de haberlo vivido en todo su esplendor. Se masajeó el cuello con una mano mientras intentaba recobrar la respiración; le dolían los pezones que aún seguían duros y sentía la tela pegajosa de sus bragas húmedas.

Aquello no podía seguir sucediendo. Primero las pesadillas que habían cesado de repente y ahora esos sueños eróticos que solo lograban perturbarla. La imagen de Sebastian vino a su mente, y los recuerdos de lo que había sucedido entre ellos la excitaron aún más que el sueño que acababa de tener.

Necesitaba darse una ducha fría. Estiró la mano para encender la luz y casi le dio un infarto cuando una silueta alta se recortó contra la ventana.

—Faith…

¡Por Dios! ¿Qué hacía Sebastian en su habitación? Y lo que era más desconcertante… ¿qué demonios hacía desnudo en su habitación?

Era imposible que él estuviera allí. Se restregó los ojos para asegurarse de que no estaba todavía soñando. Estaba segura de que, cuando los volviera a abrir, él habría desaparecido.

Pero abrió los ojos y él continuaba allí, acercándose a su cama en medio de la oscuridad.

—Sebastian, ¿qué haces aquí? —preguntó, mientras lo observaba sentarse en la cama.

—Tú me has traído hasta aquí —respondió.

Escuchar aquella voz profunda provocó una marea de sensaciones dentro de ella. Tampoco podía olvidarse de que él no llevaba ropa alguna.

—¿Qué estás diciendo? —Se movió inquieta en la cama—. Son casi las dos de la madrugada y tú… ¿qué demonios le sucedió a tu ropa?

Sebastian sonrió divertido. Le encantaba la expresión de desconcierto en el rostro de Faith, pero más le gustaba lo que veía detrás de sus ojos.

—Hablo de tus sueños, Faith.

Faith sacudió la cabeza; seguramente había oído mal.

—¿Mis sueños? —Faith se llevó una mano a la boca. Aunque le pareciera increíble, comenzaba a darse cuenta de qué estaba hablando Sebastian—. ¿Tú eres el hombre de mis sueños?

Sebastian le tomó la mano y acarició la piel suave del dorso con su dedo pulgar.

Faith seguía aquel movimiento con atención, olvidándose por un instante de lo que Sebastian le había dicho. Finalmente alzó la mirada y se enfrentó a sus ojos.

—Eso no es posible. Tú… tú eres real, no eres producto de mi imaginación. —Necesitaba que él acabara con aquella confusión en beneficio de su propia cordura.

—Lo soy—dijo, tranquilizándola—, pero también soy el hombre que te hace el amor en tus sueños…

Faith estuvo a punto de decir que estaba delirando, pero él la tomó por sorpresa y la besó apasionadamente.

—Soy real, Faith. Tan real como lo que sentimos el uno por el otro —dijo contra su garganta, mientras sus fosas nasales se llenaban del aroma a limón que despedían sus cabellos.

Faith lo sabía y no le importaba sí él había estado o no en sus sueños o si había emergido de uno, presentándose en medio de la noche y completamente desnudo.

 

Él estaba allí y eso era lo único que importaba.

Se incorporó lentamente y dejó que los brazos fuertes de Sebastian rodearan su cintura. Inmediatamente su cuerpo pequeño se amoldó al suyo, como si hubieran esperado toda la vida para encontrarse.

—Sebastian, hazme el amor —susurró Faith en su oído—. Demuéstrame cuán real es lo que sentimos…

Sebastian no iba a esperar mucho más; con un ligero movimiento le quitó el fino camisón de seda que llevaba y saboreó las montañas carnosas que ella le ofrecía sin reparos. Se deleitó con las cimas enhiestas endurecidas que clamaban por su boca. La atormentó con lentos movimientos primero, para luego chupar, morder y tironear hasta hacerla caer en un pozo de placer.

Faith gemía descontrolada, sus manos apretaban los fuertes hombros de Sebastian, atrayéndolo más hacia ella, hasta que no quedara espacio entre sus cuerpos sudados. Sus bocas volvieron a encontrarse; hambrientas, furiosas, dispuestas a no darse un segundo de pausa.

Faith abrió sus piernas aún más. Necesitaba sentirlo dentro de ella, que acabara con aquella agonía que desgarraba su cuerpo en mil pedazos.

Sebastian embistió entre sus piernas lentamente, pero ella demandaba un ritmo más acelerado. Era una delicia sentirla retorcerse contra él, pidiendo por más. Su polla rápidamente se llenó de la humedad que ella le regalaba y Sebastian pensó que no le importaría perecer luego de aquel momento sublime. Podía morir en paz porque se llevaría el recuerdo de Faith bajo la piel.

*

Esa mañana, Mitch ya estaba en su tercera taza de café cuando uno de los oficiales le anunció que había surgido un posible testigo, no del caso de los asesinatos, sino de lo sucedido en el departamento de Faith.

Dejó la taza ya vacía encima de su escritorio y lanzó un bufido.

Faith. No había vuelto a saber nada de ella desde hacía dos noches, cuando le había insistido en que abandonar su apartamento era lo más seguro que podía hacer. La mayoría de las veces, discutir con Faith solo conducía a un callejón sin salida, pero él lo sabía muy bien y había aprendido a lidiar con eso porque la amaba. Faith era la mujer que había elegido para pasar el resto de su vida y esperaba que ella lo entendiera algún día.

Entró a la sala de interrogatorios. Un hombre de unos cincuenta años, con anteojos y un ridículo bigote al mejor estilo Groucho Marx lo esperaba moviendo nerviosamente los dedos encima de la mesa.

—Buenos días, señor Rollston —lo saludó, mientras se sentaba frente a él—. Tengo entendido que tiene usted algo que contarme.

El hombre asintió.

—Se trata de lo sucedido en el edificio que está enfrente de mi tienda —explicó un poco más calmado—. Hace dos noches yo estaba en la parta trasera de mi tienda viendo los números. Salí un momento a fumarme un cigarrillo y fue entonces que lo vi.

—¿A quién vio, señor Rollston?

—A ese hombre. Cuando lo vi entrar al edificio me di cuenta de que era el mismo sujeto que había estado rondando durante todo el día en el lugar. —Bajó el tono de su voz y se acercó más a Mitch—. Estoy seguro de que es el hombre que entró en uno de los apartamentos a robar.

Mitch frunció el ceño.

—¿Podría describirlo? —preguntó. Sin una descripción física estaban como al principio.

—Era un sujeto joven, alto y tenía el cabello castaño; lo llevaba un poco largo. Vestía ropa oscura, seguramente para pasar desapercibido —alegó.

Mitch entró de inmediato en alerta: él conocía a un sujeto con esas mismas características. Un sujeto que había aparecido prácticamente de la nada y que se había acercado demasiado a Faith.

Había tenido a Sebastian O’Neil en la mira desde el primer momento; había algo extrañamente sospechoso en él y tenía olfato para esas cosas.

Además de lo relatado por el señor Rollston, estaba el hecho de que varias personas habían asegurado haberlo visto en la escena de los tres crímenes, mezclado en medio de la multitud. Por eso se había alarmado tanto cuando lo vio en el departamento de Faith; minutos antes había escuchado la declaración de más de cuatro testigos que ubicaban a Sebastian O’Neil en las escenas de los crímenes como un espectador más. Ahora estaba seguro de que su presencia allí tenía otra explicación.

Mitch dejó al testigo en el cuarto de interrogaciones y salió a toda prisa.

Su cabeza le daba vueltas; aun así, tenía muy claro lo que tenía que hacer.

*

Faith se retorció bajo las sábanas mientras intentaba desperezarse y abrir sus ojos por completo. Estiró la mano, pero solo encontró un espacio vacío en donde el cuerpo caliente de Sebastian había dejado sus huellas.

Él había estado allí; no podía haber sido parte de su sueño. La noche anterior la realidad había superado con creces su propia imaginación. Sebastian había aparecido en su cama, completamente desnudo, y ella prácticamente le había suplicado que le hiciera el amor.

Lo que habían experimentado ambos debajo de aquellas sábanas era tan real como la luz del sol que ahora se filtraba a través de la ventana. Sus ojos recorrieron ansiosamente la habitación, pero él ya no estaba allí.

Sonrió. No había sido un sueño, estaba segura. Aún podía aspirar su olor con solo respirar profundamente. Se recostó en la cama y estiró ambos brazos por encima de la cabeza. Ignoraba lo que aquel encuentro ardiente le depararía de ahora en más, pero no estaba arrepentida en lo más mínimo de lo que había sucedido entre Sebastian y ella. Era como si aquel encuentro estuviese programado de antemano y alguien hubiese estado moviendo sus hilos hasta hacer que sus caminos finalmente se cruzaran.

Era una locura y lo sabía; sin embargo, una felicidad hasta ese momento desconocida la embargaba de pies a cabeza.