Capítulo 10
Se había ido. No podía creerlo. No era cierto. Sencillamente no quería creerlo.
El dolor era espantoso y la sensación de vacío, casi insoportable.
Aunque desde que ella regresó de East Hampton había tenido el presentimiento de que iba a perderla, se dijo que Kate no se iría.
Cuando entró en la habitación del hospital en que se encontraba Sophia y vio a Kate sentada en la silla, con el bebé en sus brazos, creyó que tal vez podrían tener una oportunidad. Parecía tan hermosa, tan contenta… Pero cuando le entregó el bebé a Eleni, pareció desconsolada.
Se imaginó que él le entregaba un hijo suyo. El hijo de los dos. Un niño que fortalecería los lazos que habían empezado a unirlos, un niño que les proporcionaría el pretexto para prolongar su matrimonio.
Pero ella se había marchado.
Sin ninguna advertencia. Sin discutirlo. Sólo una breve nota.
Me parece que hemos llevado esto demasiado lejos. Ya no puedo mentir. Saludos, Kate.
«Saludos», pensó. Como si no fueran nada más que simples conocidos.
«Quizás lo seamos», se dijo Damon. Hacía una semana que Kate se había ido.
No sabía nada de ella. No lo amaba. Eso era evidente.
Se sirvió otra copa, una de las muchas que había bebido desde que ella se fue.
Luego se dejó caer en el sofá y, con los ojos empañados por las lágrimas, miró al techo.
Se suponía que a las tres tenía una reunión con Belliard. El anciano había volado desde Montreal para finalizar el trato. Pero a Damon no le importaba. Hacía horas que debería estar en la oficina. En dieciséis años no había faltado ni un solo día.
Hasta ahora.
Ya llevaba una semana sin ir a la oficina.
—¿Qué te pasa? —le había preguntado muchas veces Arete—. No me has escuchado lo que te he dicho.
—¿A qué te refieres? ¿No sabes dónde está el expediente de Billiard? —le preguntó Stephanos—. Tú lo tenías.
—Damon, ¿estás enfermo?
—Damon, ¿pasa algo con Kate?
—Damon, no puedes continuar así.
Fueron necesarios cuatro días y bastante insistencia por parte de Stephanos y de Sophia para que les contara lo que pasaba.
—¿Te ha dejado? —le preguntó su hermana, horrorizada—. ¿Qué le has hecho, Damon?
Damon no pudo contestar a eso. Sencillamente continuó sentado en el salón, contemplando la copa que tenía entre las manos, y movió la cabeza.
Sophia cambió rápidamente de táctica.
—Volverá —profetizó—. Quizás sólo tenga «mieditis» después de la luna de miel.
—No —dijo Damon en voz baja. Apuró el whisky y se puso de pie—. No es eso.
Se dirigió hacia la puerta.
—¿Damon? —la voz de Sophia lo detuvo—. ¿Hay algo que podamos hacer?
Él movió la cabeza.
—Lo hice todo yo solo.
Kate sabía que sería difícil. No habían estado casados durante mucho tiempo.
Ni siquiera se habían casado por amor.
El día que dejó a Damon también se marchó de la ciudad. Si él la seguía, ella no sabía si tendría la fuerza suficiente para decirle que no, así que huyó a Nueva Inglaterra.
En enero Cape Cod parecía un lugar apropiado. Era un lugar tan frío y desolado como su corazón.
Pero en lugar de olvidar, le hizo recordar las Bahamas. Recordó los días al sol, los días de calor, los días en brazos de Damon.
Pasó allí una semana. Luego se fue a casa.
Pero eso tampoco resultó, pues su apartamento ya no era su hogar. Su hogar estaba al lado de Damon.
Durante tres días se dedicó a trabajar. No le sirvió de nada.
—Deberías descansar un poco —le dijo Greta el jueves por la tarde—. Se supone que te has tomado unas vacaciones, pero tienes peor aspecto que cuando te fuiste.
—Me he resfriado —mintió Kate.
—Entonces deberías irte a casa, tomarte un zumo de naranja y acostarte.
Pero Kate movió la cabeza.
—Tengo trabajo pendiente.
Greta le quitó la carpeta de la mano.
—Entonces será mejor que te ayude.
No se cayó a pedazos mientras Greta estaba allí. Aguardó a que ésta se fuera, a las cinco, para dejar de fingir. Empezó a sollozar.
En ese momento llamaron a la puerta. Kate se secó los ojos, se sonó y se aclaró la garganta.
—Hemos cerrado. Vuelva mañana —dijo con voz temblorosa.
—¿Kate? ¿Eres tú? ¡Abre!
Ella se puso de pie rápidamente.
—¿Stephanos?
Abrió la puerta, insegura.
—¡Gracias a Dios! —exclamó él, entrando y agarrándola del brazo.
—¿Qué sucede? ¿Le pasa algo a Sophia? ¿Al bebé? ¿Es que la señora Partridge…?
—Sophia está bien. El bebé está bien. La señora Partridge es una santa.
—¿Entonces qué?
Stephanos la miró airadamente.
—Se trataba de Damon.
—¿Damon? —preguntó estremecida. ¿Qué le pasa a Damon?
—Cuéntamelo tú —dijo él, soltándola, pero sin dejar de mirarla.
Ella movió la cabeza, perpleja.
—No come. No duerme. No se afeita. No trabaja. ¡Imagínate! ¡Damon no trabaja! Sin embargo, bebe. ¡Bebe demasiado! ¿Y por qué? Porque lo has abandonado,
¡por eso!
—Yo…
—¿Por qué, Kate? ¿Por qué lo has dejado?
De pronto ella se humedeció los labios secos.
—Damon lo sabe —respondió con voz apagada después de un momento. Miró por la ventana hacia la oscuridad, incapaz de mirar a la cara a su cuñado.
—Eso es lo que dijo —reconoció Stephanos—. Pero no tiene sentido. ¡Os queréis!
Kate no dijo nada. No podía negarlo, no podía negar que lo amaba. ¿Pero él la quería a ella?
—Tú lo sabes, Kate —dijo Stephanos con cuidado—, el matrimonio es difícil.
Pero vosotros compartíais algo real… lo mismo que compartíamos Sophia y yo.
—¡No compartíamos nada! —protestó Kate.
—¿Entonces por qué llorabas? ¿Por qué Damon está alcoholizándose? —sonrió con amabilidad—. Piénsalo de nuevo, Kate. Corre el riesgo. Vuelve a casa. A mí me salió bien.
No era lo mismo, se dijo Kate. Ella no había estado jugando.
Pero Damon nunca le había dicho que la amaba. Aunque ella tampoco.
Cerró la oficina y salió a la calle. Un frío viento invernal la hizo tiritar. Corrió hacia una esquina y paró un taxi, deseosa de llegar a su casa.
Pero incluso en su apartamento, siguió tiritando.
Se obligó a tomar un tazón de sopa, pero no logró entrar en calor.
Damon no trabajaba. Damon no comía. No dormía.
¿También él tendría frío?, se preguntó.
Se puso un abrigo, se echó una bufanda alrededor del cuello y salió de nuevo.
Desde la calle no se veían luces encendidas en el apartamento de Damon.
Pero allí se encontraba ella. Así que subió en el ascensor, avanzó por el pasillo y entró en el apartamento. Estaba a oscuras, vacío. Kate se preguntó qué iba a hacer.
En realidad sabía lo que debía hacer: irse. Damon no se encontraba allí.
Stephanos se había equivocado.
Tragó en seco, se volvió y se disponía a abrir la puerta para salir cuando se detuvo.
Cuando abandonó a Damon, tenía prisa.
Pero ahora… ahora necesitaba decir adiós, aunque fuera en el silencio de un apartamento vacío.
Se quitó la bufanda, se desabrochó el abrigo y se descalzó. Luego, guiándose sólo por las luces de los demás edificios, entró en la sala de estar. Caminó lentamente, deslizando la mano por el respaldo del sofá, recordando cuando ella y Damon se acurrucaban allí. Tocó los estantes de los libros.
Luego fue a la cocina. Había un montón de platos sucios en el fregadero.
Recogió una taza de café vacía que estaba sobre la barra. Con los labios tocó el borde donde no hacía mucho tiempo habían estado los labios de Damon. Se apresuró a dejar la taza.
Se detuvo al llegar a la puerta del dormitorio principal. En la oscuridad pudo ver que la colcha que cubría la cama estaba un poco arrugada.
Kate entró despacio. Dio la vuelta a la cama y recordó. Tuvo ganas de llorar.
Descuidadamente, cogió la almohada de Damon, la apretó contra sí y aspiró su aroma. «¡Oh, Dios, cómo huele!», exclamó en silencio. Se frotó la cara con la almohada, secándose las lágrimas. Luego salió al pasillo.
—¿Quién está ahí?
Era una voz ronca. Era la voz de Damon. Kate se detuvo en seco.
Oyó ruidos procedentes del dormitorio de atrás. Luego una silueta apareció en la puerta. Una mano buscó a tientas el interruptor y encendió la luz.
—¡Maldición, Stephanos! Déjame en paz. Yo… ¡tú!
Fue una gran sorpresa la que se llevó Kate. Pensó, que después de todo, Stephanos tenía razón. Damon había dejado de afeitarse. Y de comer. Y de dormir.
—Damon —dijo ella en voz baja.
—¿Qué demonios quieres? —preguntó él, mirándola con ojos inyectados en sangre. Sólo llevaba puestos unos pantalones cortos. Se apoyó en el quicio de la puerta, como si fuera a caerse.
—¿Has… has estado enfermo?
—Estoy bien. Te he hecho una pregunta. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Stephanos me dijo…
Damon dijo algo en griego acerca de Stephanos. Kate no necesitó un traductor para saber que no se trataba de un cumplido. Luego se puso pálido. Se volvió y corrió hacia el cuarto de baño.
Kate quiso ir tras él, pero no se atrevió. Se dijo que si tenía algo de sentido común, debía irse. Desde luego, Damon no se había alegrado de verla.
Sin embargo, se quedó donde estaba. Dio un paso hacia atrás sólo cuando la puerta se abrió de nuevo.
Damon, aún pálido y con el pelo húmedo y despeinado, la miró.
—¿Todavía estás aquí?
—Estás enfermo. Deberías estar acostado.
—Me acostaré —dijo Damon con una mezcla de hastío e irritación—. Pero sal de aquí —se volvió y se dirigió al pequeño dormitorio.
Kate lo siguió.
—¿Por qué no duermes en nuestra…? —se detuvo. Iba a decir «nuestra habitación».
—Porque no quiero, ¿de acuerdo?
Se sentó en la cama y se quedó mirándose las manos. Ella nunca lo había visto así.
Kate entró en la habitación.
—¿Por qué no quieres hacerlo, Damon?
—¿Qué quieres? Dios, ¿qué te he hecho yo? Sal de aquí, Kate. Déjame en paz.
—Estás enfermo. Necesitas que alguien te cuide.
—Tú no.
Sus palabras le sentaron a Kate como una bofetada.
—De acuerdo. Yo no. ¿Pero qué tal tu madre o alguna de tus hermanas?
Damon soltó un bufido.
—No, gracias.
—Eleni, entonces.
—¿Quién?
—¿Quién? La amiga de Pandora. La mujer que vino con ella a ver al bebé.
El asintió con la cabeza y se pasó una mano por la cara.
—¿Por qué habría de quererla a ella?
—No lo sé. Pero es perfecta para ti. Hermosa, inteligente, encantadora, maternal.
—¿Por qué habría de quererla? —parecía aún confuso. Luego bajó la vista, inclinó la cabeza y una vez más se miró las manos—. No.
Al observarlo, Kate también se sintió confusa. Se preguntó si tendría razón Stephanos.
Apretó los puños.
Damon la miró.
—No tienes que quedarte allí. No sé lo que Stephanos te ha dicho, pero…
—Me ha dicho que me quieres.
De pronto fue como si el mundo se hubiese detenido. Damon no se movió.
Tampoco Kate; simplemente esperó.
Al fin él suspiró y cerró los ojos. Volvió a abrirlos y la miró con expresión irónica.
—También me hizo recordar que te quiero —dijo ella.
—Quieres a Bryce —la corrigió él con voz ronca.
—Lo amé alguna vez —reconoció Kate—. Cuando me casé con él. Pero él no me amaba…
—Pero…
—Quería lo que yo tenía, la fortuna de la familia, exactamente lo que mi padre predijo. Y cuando papá me desheredó, Bryce me abandonó.
—Murió —protestó Damon.
—Justo cuando me abandonaba.
Él se levantó de la cama, cruzó la habitación y la tomó en sus brazos.
—¡Oh, caramba, Kate! Lo siento. Lo siento mucho.
Kate se apretó contra él. Apoyó la cabeza en su hombro.
—Gracias por preocuparte.
—Creía… quiero decir, cuando hacíamos el amor… —movió la cabeza un poco, como si estuviera aturdido.
—¿Creías que me imaginaba que eras Bryce? Nunca. Yo nunca… nunca fue así con Bryce.
—¿No?
—De ninguna manera —respondió ella, sonriendo—. Era apenas tolerable.
Creía que era frígida.
Damon soltó un bufido y la abrazó con fuerza.
—¡Qué vas a ser frígida!
—Entonces todo te lo debo a ti.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque habría significado cambiar las reglas.
Damon la miró a los ojos.
—Yo deseaba más y creía que tú no. Y cuando te fuiste a East Hampton creí ver confirmada esa idea. Me pareció que lo que te importaba era tu trabajo. ¡Oh, Dios, Kate! Te he echado mucho de menos. Creí morir cuando llegué a casa y encontré tu nota. ¿A qué te referías cuando dijiste que no podías continuar con el engaño?
—Durante un cierto tiempo, después de que regresamos de las islas, creí que nuestro matrimonio podría resultar. Y luego… luego me pareció que empezaba a
caerse a pedazos. Te fuiste a Montreal, yo me fui a Hampton y las cosas comenzaron a empeorar. Te alejaste. Y Stephanos me habló de Eleni.
—¿Qué te dijo de ella?
—Que todo el mundo pensaba que ella habría sido una buena esposa para ti, pero que estabas casada conmigo.
—Maldito Stephanos.
—No fue culpa suya. Tenía razón.
—Nadie es mejor esposa para mí que tú —dijo Damon—. Tienes todo lo que siempre he querido en una esposa.
—Pero ni siquiera lo sabías cuando te casaste conmigo —dijo Kate, bromeando.
—Ni siquiera te conocía cuando me casé contigo — dijo él, sonriendo—. Pero no necesité mucho tiempo. Te metiste en mi sangre. Te convertirse en parte de mí. Te quiero, Kate. Cuando te fuiste, creí que moriría.
—Yo casi morí —dijo Kate.
—Encontré tu calendario… aquél en que tachabas los días…
Kate asintió con la cabeza.
—Al principio sólo quería que trascurrieran los días. Luego… —inclinó la cabeza—… luego no quería que terminara. Te quiero, Damon.
—Yo también te quiero.
—Gracias a Stephanos —dijo ella después de un largo momento.
—Supongo que tenemos que estarle agradecidos.
—Sí. Deberías darle unas vacaciones.
Damon movió la cabeza.
—Al contrario, creo que la manera de pagarle es darle más trabajo. Lleva una semana y media dirigiendo todo el negocio, y ahora ha ido a cerrar el trato con Belliard. Me parece que tendré que nombrarlo director ejecutivo, después de todo.
—¿Pero y tú? ¿No echarás de menos el puesto?
—No tendré tiempo para echarlo de menos. La presidencia de la compañía es algo más que un puesto —sonrió y luego le guiñó un ojo—. Además, tengo otros planes.
Kate sonrió.
—¿Ah, sí? ¿Cómo cuáles?
Damon la apretó contra sí y la besó en los labios.
—Como demostrarte una y otra vez lo feliz que soy de que seas mi mujer.
Fin