Capítulo 5

—¿A qué te refieres con eso de que no teníamos que habernos casado?

Kate terminó de dar vueltas a la ensalada, contenta de que la señora Vincent tuviera el día libre y no estuviera allí escuchando la conversación.

—Lo que acabo de decir. Te adelantaste. Marina no iba a ser tu esposa —sonrió a Damon.

—¿Cómo lo sabes?

—Tu madre me lo dijo.

—¿Se lo preguntaste?

—No precisamente. Ella me habló de todas las… cosas que esperaba que encontrarías en la mujer con quien te casaras. Y luego me dijo que se alegraba de que las hubieras encontrado en mí —dijo con voz un poco vacilante.

Damon no dijo nada. Se apoyó en la barra de la cocina y la miró entrecerrando los ojos.

—Ella… esto… no creía que estuvieras prestándole atención cuando te hablaba de lo mucho que necesitabas una esposa. Y se alegra de que le hayas hecho caso.

Damon murmuró algo en voz baja.

—¿Y Marina? —preguntó.

Kate puso la ensalada sobre la mesa y sacó los filetes del horno.

—Marina fue… esto… una especie de… acicate, digamos.

—¡Un acicate!

—Para que te sirviera de estímulo y te hiciera pensar.

Él murmuró algo más, furioso. Kate se alegró de que fuera en griego.

—Siéntate —dijo—. Ya podemos comer.

Damon se sentó, pero no comió. Tomó un cuchillo y lo clavó en el filete.

—De modo que podemos conseguir una anulación si quieres —dijo Kate.

Damon alzó la cabeza rápidamente.

—¡De ninguna manera!

Kate frunció el ceño.

—Pero si en realidad no necesitas casarte conmigo… quiero decir, no te obligaré a nada… quiero decir, por Jeffrey.

Había pensado mucho en ello en el taxi, al volver a casa esa tarde, y aunque resultaba tentador obligarlo a cumplir esa parte del trato, decidió que era justo dejarlo libre.

Podría arreglárselas con Jeffrey y con su padre, sobre todo ahora que tenía otro fracaso matrimonial en su haber y que desde luego Damon no perjudicaría a su empresa.

—Esto no tiene nada que ver con Jeffrey —dijo él mirándola con furia—.

¿Sinceramente crees que vamos a conseguir una anulación ahora? ¿Tienes idea de lo que pensaría mi madre si lo hiciéramos?

—¡Oh!

—Sí, oh —dijo Damon con burla.

—Bueno, fue bastante estúpido.

—Eso quiere decir que eres tan idiota como yo.

No era precisamente muy cortés por su parte al decir eso, pero a Kate no le sorprendió.

—¿Qué propones entonces?

Damon hundió el cuchillo en el filete una vez más.

—Propongo que vayamos a pasar nuestra luna de miel en las Bahamas.

«Sed flexibles», les decía siempre Kate a sus empleadas.

Era un buen consejo cuando se trataba de cuidar niños de dos años de edad. Y

tampoco estaba mal cuando se trataba de enfrentarse a un malhumorado marido griego.

Kate hizo todo lo posible por hacer frente con ecuanimidad a la perspectiva de la luna de miel. Damon se mostró brusco en algunas ocasiones, y callado y malhumorado en otras.

Preocupada, Kate le propuso que comprara un colchón. Damon le echó una bronca.

—Sólo estaba tratando de ayudarte —protestó ella.

—Esa no es la clase de ayuda que necesito —gruñó Damon y salió de la habitación.

Sus otros encuentros no fueron mucho mejores. Esperaba que una vez que se alejaran del trabajo y de la familia, las cosas mejoraran.

—A Damon le encanta Buccaneer's Cay —le dijo Helena durante la fatídica comida—. Es el mejor lugar a donde podéis ir.

Pero ahora, cuando el avión descendía sobre Buccaneer's Cay, Kate no estaba tan segura de eso.

Desde luego, Damon no parecía contento. Esa mañana, en el aeropuerto, había desempeñado el papel de alegre novio hasta que su madre y hermana se fueron.

Luego sacó un montón de papeles de su cartera e hizo caso omiso de Kate durante el resto del tiempo.

Ella intentó un par de veces entablar conversación, pero al recibir solamente monosílabos por respuesta, se dio por vencida.

Por grave que fuera la situación, no pudo evitar sentirse emocionada. Quería divertirse. Lo que Damon hiciera sería problema de él.

El avión se inclinó de lado y se acercó a la isla, permitiendo una perspectiva clara de la estrecha playa y de la hilera de casas.

—¿Cuál es la casa? —preguntó Kate.

Damon alzó la vista y señaló una de ellas.

—Allí está —dijo.

Ella divisó un edificio de das pisos con chimeneas de piedra, ventanas con postigos y amplios miradores. Cerca había dos o tres edificios más pequeños.

—Es hermosa —dijo Kate.

Damon volvió a ocuparse de sus papeles.

No aterrizaron en Buccaneer's Cay. La pista se encontraba en una isla cercana, más grande.

Damon no dijo nada hasta que al fin cruzaron la bahía y el barco atracó en el muelle de la aduana.

Allí los saludó un negro fornido. Damon guardó sus papeles y sonrió.

—¡Joe! —exclamó.

Era la primera vez que Kate lo veía sonreír desde hacía una semana.

—Me alegro de verlo —dijo Joe, estrechando la mano de Damon—. Ahora viene con una hermosa dama.

—Estoy de luna de miel.

Joe pareció sorprendido. Luego le dio unas palmaditas en el hombro a Damon.

—¡Claro que sí! —exclamó—. ¡Una dama muy bonita! —rió y luego dirigió una mirada amistosa a Kate—. ¡La novia de Alexakis! —dijo después de un momento—.

Sí, señor. Su madre ha hecho muy bien.

—Mi madre no ha tenido nada que ver con esto.

Joe pareció nuevamente sorprendido mientras los conducía hacia donde estaba el burro. Hizo un guiño a Kate.

—Debe de ser una dama bastante especial —le dijo.

Por milésima vez Kate deseó que Damon y ella no estuvieran fingiendo.

—Trató de hacerlo —replicó sonriente.

Joe también sonrió.

—Lo ha llevado al altar. Eso lo dice todo. Su éxito está asegurado.

—Ya lo veremos —dijo Damon también divertido.

Seguía sonriendo cuando atravesaron la jungla en dirección a la casa. Kate tuvo deseos de que dejara de hacerlo.

Durante toda la semana había deseado que no se mostrar tan gruñón y reservado. ¡Le parecía tan apuesto cuando sonreía!

Al fin el burro se detuvo al final del camino, cuando llegaron a la parte posterior de la enorme casa de dos pisos que Damon había señalado desde el avión.

Kate estaba encantada. Pensó con alegría que en un lugar tan grande Damon y ella no tendrían ningún problema para evitarse.

Antes de que pudiera decir algo, apareció una mujer alta y robusta.

—¡Señor Damon! ¡Su madre me llamó el lunes y me dijo que se había casado!

¡Déjeme ver a la afortunada dama!

Damon dijo a Kate en voz baja:

—Se llama Teresa y es muy lista.

—Lo tendré en cuenta —dijo Kate sonriendo, mientras Damon se apartaba.

Teresa la abrazó.

—Déjeme echarle un vistazo —dijo la mujer con tono divertido.

Kate miró hacia otro lado.

—¿Es tímida? —preguntó Teresa a Damon—. No sea tímida, encanto. No conmigo. Caramba, es usted tan bonita como dijo la señora. ¡Está tan contenta!

Siempre estuve segura de que el señor Damon encontraría una belleza.

Kate se sorprendió al ver que él se sonrojaba.

Damon tomó las maletas.

—¿Quieren córner primero o deshacer las maletas?

Damon miró a Kate, que se encogió de hombros.

—Antes desharemos las maletas —decidió él.

—No van a dormir aquí —dijo Teresa—. Su madre me pidió que preparara la cabaña.

Damon se detuvo en seco.

—¿La cabaña? —pareció que el color huía de su rostro—. Pertenece a Sophia y a Stephanos.

Teresa sonrió.

—No —dijo—. Pertenece a los casados. Ahora tienen derecho a alojarse allí. No querrán que me entrometa en su luna de miel, ¿verdad? Desean un poco de intimidad. Por lo menos, eso es lo que su madre dijo. ¿Acaso está equivocada?

—Por supuesto que no —contestó Damon, irritado. Se volvió y a grandes pasos caminó por un estrecho sendero bordeado de árboles sin mirar hacia atrás.

Kate lo siguió con la mirada por una fracción de segundo, asombrada. Luego, al verlo desaparecer cuando dobló la esquina de la casa, lo siguió.

—¿Qué cabaña? —preguntó—. ¿Qué pasa? ¿Por qué no podemos quedarnos en la casa principal?

—Porque mi madre está manipulando la situación de nuevo.

No se detuvo hasta llegar a una pequeña casa blanca de un solo piso. Se encontraba situada más cerca del mar que la casa principal.

Era preciosa. Tenía un aspecto íntimo. Pero no era muy grande.

Eso fue lo que Kate, desesperada, le comentó:

—¿Crees que no lo sé? —dijo Damon, casi gritando.

Después de hacer una mueca, Kate abrió la puerta y entró. La sala de estar y la cocina constituían una sola habitación con mucha luz; estaba pintada de blanco y equipada con una mesa y sillas, así como un sofá de mimbre. Le bastaron diez pasos para atravesar la pieza y llegar hasta la otra puerta. Entró en un dormitorio. También con mucha luz, pero diminuto, con una cama de matrimonio.

Kate lo miró con ojos entrecerrados.

—Lo de la cabaña no ha sido idea mía —dijo Damon.

—Pero lo del matrimonio, sí. Francamente, Damon, esto se está poniendo cada vez peor. ¿No pensaste en ello antes de proponer ese plan tan estúpido?

Él se pasó una mano por el pelo.

—Me pareció una buena ida en ese momento.

—¿Siempre tomas decisiones de negocios sin pensarlo antes?

—Por supuesto que no.

—Bueno, ¿entonces…?

Él se encogió de hombros, se apoyó en la pared y cerró los ojos.

—Atribúyelo a la tensión.

De verdad parecía estar tenso. Si se hubiera atrevido, Kate le habría acariciado la mejilla apartándole ese mechón de la frente. En vez de eso, metió las manos en los bolsillos de la falda.

Echó una mirada al minúsculo dormitorio, con sus paredes blancas y muebles de mimbre, su ventilador de techo y su cama cubierta con una colcha estampada. No pudo menos que pensar que sería un lugar agradable si realmente estuviera de luna de miel.

Regresó a la otra habitación.

—Al menos puedes dormir en la sala de estar — dijo sin pensarlo.

Damon soltó una palabra muy grosera.

Damon dejó que ella se quedara en el dormitorio y Kate le dijo que era un caballero.

A él se le ocurrió otra palabra. «Idiota» acudió a su mente. Y mientras más tiempo permanecía acostado en el duro suelo de madera, escuchando el canturreo de Kate en el dormitorio e imaginándosela con el largo cabello suelto, con la cara recién lavada, su camisón cubriendo apenas su cuerpo, más seguro estaba de ello.

Maldijo en silencio y se preguntó qué estaba haciendo allí.

A Damon no le gustaba que las cosas se saliesen fuera de control, y no le cabía duda de que, por lo que se refería a su matrimonio con Kate, eso mismo estaba ocurriendo.

Ella hizo todo lo que debía hacer con Teresa, riendo y sonriendo durante la cena, contestando a sus preguntas con la cantidad adecuada de ansia, incluso pareciendo muy enamorada de Damon cuando era necesario.

Fue el propio comportamiento de Damon lo que hizo que Teresa alzara las cejas, asombrada. Se mostró poco dispuesto a tocar a Kate cuando estaban sentados juntos en el sofá. Cuando Teresa, bromeando, le hizo alguna pregunta tonta acerca de su vida amorosa, estuvo a punto de echarle una bronca. Y cuando se iban y Kate le puso una mano sobre el brazo, dio un respingo.

¿Por qué? Porque la deseaba.

Esperaba que no prestándole atención durante la semana anterior apagaría su deseo. Esperaba que ella hiciera o dijera algo que lo desalentara.

Pero no lo había hecho todavía.

Vio que la luz del dormitorio se apagaba y oyó un crujido procedente de la cama.

Profirió una maldición y se dio la vuelta. Algo pequeño y oscuro atravesó el suelo iluminado por la luna.

Murmuró otra maldición. Iba a ser una larga noche.

«¿Una larga noche?», se preguntó. No solamente eso; iba a ser infernal. Trató de no pensar en el año de matrimonio que le esperaba.

Cuando lo recordaba, se decía que sólo era cuestión de hormonas. Hacía tiempo que no había estado con una mujer. La mayor parte del tiempo no le importaba. Pero ahora sí, a causa de la proximidad de Kate.

Dondequiera que iba, allí estaba ella.

Pero no podía tenerla.

¡Maldición! ¿Por qué no había encontrado una mujer a quien le gustara el sexo con despreocupación? ¡Sería mucho más fácil estar casado con ella si así fuera!

Cerró los ojos. Soñó con Kate.

Soñó que le quitaba el camisón y la acariciaba. Soñó que hacía el amor con ella hasta que el deseo la hacía perder el sentido. Luego soñó que las delicadas manos de Kate lo atormentaban. El deseo lo hizo despertar, lo hizo gemir.

Luego, medio dormido, se dio cuenta de que podía seguir sintiendo que lo tocaban.

Pero no era Kate.

Gritó y se puso de pie de un salto. Una araña cayó al suelo y se escabulló debajo del armario. Pálido y temblando, aturdido y refunfuñando, Damon se puso de pie.

Murmuró una última maldición y se estremeció. Luego se pasó una mano por el pelo y, con expresión anhelante, miró la puerta cerrada del dormitorio. Pero no necesitaba mucha imaginación para pensar en el furor que provocaría si invadía ese lugar sagrado.

Murmurando volvió a acostarse en el estrecho sofá.

Esta vez soñó con insectos del tamaño de un plato, con tarántulas y escorpiones, con lagartijas y serpientes. Tantas veces se despertó empapado en sudor frío que al fin se dio por vencido y se levantó.

No tenía sentido permanecer sentado allí mirando la puerta que lo separaba de su esposa.

Arrojó la sábana sobre el sofá, caminó hacia la puerta y salió a la oscuridad.

La luna había descendido y ahora estaba detrás de los árboles. Se dirigió hacia la playa.

La marea estaba bajando y casi no había resaca. Damon atravesó la arena húmeda y se zambulló en el agua.

Se dijo que lo hacía para borrar el contacto de la araña, para limpiarse de sueños de tarántulas y serpientes.

Pero aun cuando estuvo nadando durante más de una hora, aun cuando sus pulmones estaban a punto de estallar, aun cuando al fin salió del agua y se dejó caer exhausto en la arena, todavía no podía dormir.

No dejaba de pensar en Kate.

—Sí, señor —dijo Teresa con regocijo mientras servía unos huevos revueltos esa mañana, a la hora del desayuno—, tiene el típico aspecto de un hombre que está de luna de miel. Los ojos hundidos e inyectados en sangre son una prueba evidente —

guiñó el ojo a Damon.

—Usted ha tenido mucha experiencia, ¿verdad? — preguntó él con acritud mientras se bebía su café.

Kate le dio un codazo. Pensaba que si ella tenía que ser cortés, no existía ninguna razón para que él no lo fuera.

Damon la miró airadamente. La había estado mirando así durante toda la mañana, desde que llegó a las siete y media, y ella le preguntó:

—Oh, ¿has ido a nadar temprano?

Él había proferido un gruñido y se había dirigido al cuarto de baño sin hablar.

Una ducha no había mejorado mucho su disposición.

—¿Y qué van a hacer hoy? —preguntó Teresa, mirándolos con curiosidad—. ¿O

no debería preguntar? —volvió a sonreír.

—No sé lo que hará Kate —contestó Damon—, pero yo necesito dormir un poco.

—Así son las lunas de miel —dijo Teresa.

Kate se sonrojó y Damon apretó los dientes.

—El problema con ella es que me conoce desde que tenía ocho años —dijo Damon refunfuñando cuando Teresa regresó a la cocina—. Cree que lo sabe todo.

—Sólo está bromeando —señaló Kate.

Damon gruñó y mordió su tostada con bastante ferocidad.

Las bromas de Teresa continuaron durante todo el desayuno. Kate vio que poco a poco Damon iba perdiendo el control.

—Vamos —dijo ella tan pronto como terminaron de desayunar—. Lo llevaré a casa —explicó a Teresa—, antes de que surja la fiera.

Teresa rió entre dientes.

—Hágalo. Convénzalo.

Damon abrió la boca, pero Kate no lo dejó hablar. Lo tomó de la mano y lo llevó hacia la puerta.

—Calma —le dijo entre dientes—. Calma. Regresaremos a la casa para que puedas dormir una siesta.

—¿Siesta?

—¿No es eso lo que dijiste que querías hacer?

—Sí, pero… —se detuvo como si fuera a decir algo más, pero cambió de opinión.

—En realidad no es una mala idea —dijo Kate—. Podemos compartir la cama.

—Ah.

—Yo la utilizaré por la noche y tú puedes ocuparla durante el día.

—¿Cómo? —tropezó con una raíz y chocó contra Kate.

Ella sonrió.

—Es la solución perfecta. Después de todo, seguramente Teresa pensará que necesitas descansar mucho durante el día si vas a seguir con tus proezas amatorias durante toda la noche.

—Tú no la necesitas, supongo —repuso él con enfado.

—Se supone que yo no tengo que trabajar tanto. Tal vez Teresa crea que yo sólo me tumbo y pienso en Nueva York.

Damon frunció el ceño.

—No seas aguafiestas —lo regañó ella—. Es una solución mejor que lo que se te ha ocurrido.

—Se me ocurre una todavía mejor.

Ella se detuvo y lo miró.

—¿Cuál?

Damon la miró con avidez.

—Olvídalo —dijo Kate.

Ojalá pudiera hacerlo. Estaba haciendo todo lo posible.

Por su parte, se dijo que estar cerca de él todo el tiempo la estaba poniendo cada vez más nerviosa. Se puso un sombrero de paja, se despidió de Damon agitando la mano y salió.

—No te acerques a la casa —dijo Damon—. Teresa supone que estás aquí conmigo —añadió cuando Kate se volvió con el ceño fruncido.

—Primero iré a la playa, luego al pueblo. ¿Puedo llegar allí por la playa?

—Cuando llegues a la arena, vete derecho. Tienes que caminar un kilómetro y medio más o menos hasta llegar a un sendero que te llevará tierra adentro. Allí la playa está llena de turistas. Avanza por el sendero hasta encontrarte con el depósito de agua. Desde allí se puede ver el pueblo —hizo una pausa y añadió—: Pórtate bien.

Kate lo miró sorprendida.

—Todo el mundo sabrá quién eres. No digas nada que después tengamos que lamentar —le pidió él.

—Ya he dicho bastantes cosas que he tenido que lamentar, desde el principio, cuando dije «acepto».

—Yo también.

Se miraron a los ojos por un momento en una silenciosa batalla. Luego Damon entró en la habitación sin decir más.

De modo que tampoco a él le gustaba su matrimonio, pensó Kate. Se sorprendía de que la idea la perturbara. «No debería ser así», se dijo. Debería alegrarse.

Pero, maldición, aún dolía.

Se dijo que era culpa de Bryce. Aún sufría a causa de su fracaso con Bryce.

Desde luego aquello no tenía nada que ver con Damon. Eso sería el colmo de la locura.

Se olvidó de Damon Alexakis y se obligó a concentrarse en la isla que iba a explorar. Habían llegado bastante tarde el día anterior, de manera que Kate sólo vislumbró el centro cuando lo atravesaron.

Era el paraíso tropical con el que tantas veces había soñado.

Pensó que Damon tenía razón; todo el mundo la conocía.

—Buenos días, señora Damon —la saludó la mujer regordeta de la tienda de cestas.

—¿Cómo está hoy, señora Damon? —le preguntó el anciano que daba de comer a los pollos.

Y cuando trató de esconderse en un diminuto establecimiento para comprar una bebida y recuperarse de las miradas sonrientes y de complicidad, la propietaria, una joven y jovial madre llamada Rebecca, le preguntó:

—¿Cuánto tiempo se quedarán aquí usted y el señor Damon?

—Una semana.

—¿Una semana? ¿Sólo una semana? —la mujer parecía consternada.

—Tenemos que regresar a trabajar —dijo Kate, disculpándose. Le gustaba la amabilidad de los isleños. Habría querido conocerlos mejor.

—El señor Damon trabaja demasiado. Siempre se preocupa de todos los demás.

Pero nunca se preocupa de sí mismo —dijo Rebecca, moviendo la cabeza—. ¡Oye, Silas! —gritó a uno de los dos hombres que estaban jugando al dominó en el porche

—. ¿Has oído eso? ¡La señora Damon dice que sólo se quedarán una semana!

Dos rostros entrados en años, los dos con barbas entrecanas, se asomaron. Uno de ellos sonrió maliciosamente a Kate antes de dirigirse a Rebecca.

—Es una señora muy bonita.

—¿La familia no vendrá de vacaciones este año?

—¿Familia? Oh, se refiere a la de Damon. Creo que sí, pero…

—Bueno, aquí está usted —Rebecca sonrió y le entregó a Kate su refresco.

Kate dio las gracias a la mujer, sonrió y salió al porche.

—¿Quieren ir a pescar usted y el señor Damon? — le preguntó Silas cuando ella pasó a su lado—. Dígale que Silas se ofrece a llevarlos. Será un placer. No está trabajando ahora, ¿verdad?

—Está durmiendo.

Silas rió entre dientes.

—Está agotado, ¿no? No me sorprende. Siempre ha trabajado mucho.

Sonrojada, Kate bajó los escalones deprisa. La risa alegre de Silas resonó cuando se iba.

No entró en más tiendas; ni siquiera terminó su recorrido por la calle que bordeaba el puerto. En vez de ello cruzó la isla de vuelta a la playa. Sintió alivio al encontrarla casi desierta.

Kate sabía que estaba perdiendo el control. Y tenía miedo de que el mundo entero, sobre todo Rebecca y Silas, se dieran cuenta de ello.

Era una insensatez lo que sentía por Damon Alexakis. Sólo podría causarle problemas. Damon no estaba interesado en ella.

«Alexakis», pensó. El apellido resonó en su cabeza.

Ya no era Kate McKee. Ahora era Kate Alexakis, la mujer de Damon Alexakis.

Cerró los ojos y movió la cabeza. No quería pensar en eso.

Se dejó caer en la arena, flexionó las piernas, se abrazó las rodillas y trató de aceptar la situación en la que se encontraba. Pero era inútil. La tarde no estaba hecha para pensar.

La brisa de la isla la importunaba. El sol le besaba la espalda. Cerró los ojos.

Alzó la cara hacia el calor, imaginándose cómo sería aquello si en realidad estuviera de luna de miel, si hubiera llegado allí junto al hombre a quien amaba.

Recordó a Bryce. Siempre recordaba a Bryce.

Pero de algún modo su desastroso matrimonio le parecía lejano e inútil. Casi la destruyó. Pero ahora su poder sobre ella parecía haber disminuido.

Allí, en esa isla paradisíaca, sentía que el dolor iba desapareciendo poco a poco.

Cerró los ojos y vio un rostro, no el atractivo de Bryce, sino otra cara, más morena.

Recordó los labios de Damon.

Se sentía cansada. Muy cansada.

Había trabajado mucho durante mucho tiempo. No se había tomado un sólo día de descanso desde que Bryce la abandonó. No tuvo tiempo para ello. Había luchado por desarrollar su empresa, hacer contactos, mantener a distancia a su padre. Había dedicado años a eso.

Y nunca había flaqueado. Ni siquiera algún fin de semana. Siempre había trabajo por hacer. Mucho trabajo.

En cualquier caso, eso le había ayudado a olvidar a Bryce.

Hacía mucho tiempo que no se relajaba así; que no se desperezaba en la arena y dejaba que la tierra y el sol calentaran su cuerpo. El sonido del mar la tranquilizaba, la arrullaba, la hacía sonreír.

Por supuesto, pronto tendría que decidir qué iba a hacer con Damon Alexakis.

Pero primero, aunque fuera por unos cuantos minutos, tenía que cerrar los ojos.