CAPÍTULO 4

 

Fue Lewis quien acompañó a Karen hasta su apartamento.

Karen había visto cuando Paul se marchó con Ruth. Le pareció entonces que la noche había perdido su encanto. En realidad, no podía imaginar por qué Se sentía así, ya que Paul y ella no habían bailado juntos y la conversación que tuvieron había sido un duelo verbal. De esto ella era la culpable, ya que encontraba un raro placer en mortificarlo.

Se imaginó que si Paul y Ruth se habían ido era porque deseaban estar solos. Esta idea la perturbó, aunque ya no tenía derecho alguno sobre Paul.

Poco después Karen le sugirió a Lewis sus deseos de irse. Este no objetó nada y Karen se despidió de Tony.

Secretamente deseó que Lewis no quisiera entrar a su apartamiento para conversar un rato, pero Lewis sí entró y le preguntó a quemarropa:

-¿Te sientes bien?

-¿Que si me siento bien? —exclamó ella con sorpresa—. ¡Por supuesto que sí! ¿Por qué me lo preguntas?

-Bueno, es que me parece que te he estropeado la noche. Stoker debe haber pensado que soy un idiota.

Karen terminó de preparar dos copas de vodka con zumo de limón y pasándole una a Lewis, replicó:

-Bueno, Lewis, no puede decirse que hayas sido el alma de la fiesta, pero tú no me estropeaste la noche.

-Me alegra oírtelo decir, pero pareces algo distanciada.

-Estoy pensando —contestó ella secamente.

-¿Puedes revelarme tus pensamientos?

-Prefiero reservármelos —repuso ella, terminando su copa.

-¿Piensas ver nuevamente a Stoker?

Karen negó con la cabeza.

—No. Bailé con él porque estaba solo.

-Y Sin embargo, es innegable que le gustaste.

-¡Por favor, Lewis! Ya te dije que no pienso volver a verlo.

Lewis también terminó su copa y la dejó sobre una bandeja.

—Y ahora ruego que te vayas —dijo Karen súbitamente—. Estoy muy cansada. No te importa, ¿verdad?

-No. Ya me voy.

Lewis se fue, pero dejó una atmósfera que a Karen le resultaba desagradable. Desde un principio, se había dado cuenta que Lewis se interesaba en ella, pero jamás le había infundido esperanzas. Aun sin, sentirse obsesionada por Paul, Lewis no era el tipo de hombre a quien ella escogería por marido. Era demasiado posesivo e inflexible.

De algo, al menos, se alegraba. Había visto a la novia de paul. Era una mujer muy atractiva, tenía que admitirlo. Intranquila, fue a su dormitorio y se paseó ante el espejo, analizando su figura. Si Ruth era para Paul el ideal de la belleza femenina, entonces no era de extrañar que él se hubiera divorciado. La figura de Ruth era menuda, delicadamente proporcionada, mientras que ella era alta y esbelta. No tenían nada en común. Ruth era algo así como un lirio frágil, mientras que ella misma se comparaba con una rosa en plena floración.

Sin embargo Ruth era el tipo de mujer que haría sentirse a Paul fuerte y protector. Karen había sido muy independiente y ahora se preguntaba si Paul preferiría una esposa que se plegara más a sus deseos, una mujer que él pudiera manejar a voluntad. Por otra parte, la intimidad conyugal entre Paul y Karen había sido perfecta, y difícilmente él podría lograr algo mejor en este aspecto.

Al recordar su vida en común a Karen se le hizo un nudo en la garganta. Si a Paul no le hubiera preocupado tanto el negocio, tal vez su matrimonio no hubiese fracasado. Pero, pensó Karen, ¿qué mujer está dispuesta a pasar sola días y noches, semanas tras semanas, mientras su marido se consagra al trabajo? Sin embargo, si en este momento Paul le pedía que regresara a su lado ella aceptaría inmediatamente.

Se deslizó lentamente una semana. Karen se sumió en su trabajo. Era una vía para escapar de la realidad. Tony Stoker la llamó para darle las gracias por la noche tan agradable que le había hecho pasar. Karen le agradeció su gesto. También Lewis le envió flores con una nota en la que se disculpaba por su mal humor la noche del baile. Diez días después, Karen terminó el trabajo que tenía pendiente.

Decidió entonces tomar su viejo coche deportivo para dar un paseo por la campiña, pues hacía mucho tiempo que no se permitía este placer; el día era fresco y primaveral.

El viejo auto corría por la carretera. Karen le tenía cariño. Nunca le había fallado. Lo compró de medio uso, poco después de separarse de Paul.

Llegó a Guildford y entró en un restaurante para saborear una taza de café. Se distrajo examinando a los jóvenes de cabello largo que ocupaban una mesa cercana a la suya, hasta que decidió que era hora de iniciar el regreso.

En el viaje de vuelta condujo lentamente por caminos poco transitados. De repente se encontró en el sendero hacia Trevayne y los latidos de su corazón se aceleraron. ¿Era su subconsciente lo que la había llevado hasta allí?

Cediendo a un súbito impulso, traspasó las grandes verjas de hierro de la propiedad y se quedó mirando hacia la casa. Esta se veía igual que cuando ella la había abandonado. La blanca fachada estaba tan inmaculada como siempre y salía humo de una de las chimeneas.

Karen bajó del vehículo. Se preguntó quién viviría allí. ¿Sería un matrimonio con hijos? ¿Sería ahora un hogar feliz? Y fue entonces cuando notó el coche deportivo blanco estacionado. Era igual al automóvil en que Paul la había llevado hasta la oficina de Lewis el día que almorzaron juntos. Por supuesto, se dijo, aquél no podía ser el mismo coche.

Sin pensarlo más, decidió retirarse. Dio media vuelta con rapidez y, al hacerlo, se torció dolorosamente un tobillo, perdió el equilibrio y cayó sobre el sendero. Con esfuerzo ahogó un grito y se apretó el tobillo con las manos.

Se sentía ridícula sentada allí y silenciosamente rogó que el dolor se le calmara lo suficiente para poder tomar su coche y conducir de regreso a su apartamento. El tobillo lesionado comenzó a inflamársele.

Mentalmente se recriminaba por su descuido, sobre todo por haber ido allí. Si la descubrían se vería en una situación embarazosa.

Karen oyó que la puerta de entrada a la casa se abría. No quiso esperar a ver de quién se trataba e hizo un esfuerzo por levantarse y llegar hasta su coche. Pero no lo logró. El dolor del tobillo era tan intenso que perdió el equilibrio y volvió a caer.

Una voz masculina llegó hasta sus oídos.

-Está bien, Benson. Le avisaré la próxima semana... —era la voz de Paul. Este, de súbito dejó de hablar, como si acabara de descubrirla.

Karen cerró los ojos. ¿Pensaría Paul que ella lo estaba siguiendo? Oyó pisadas y luego unas manos fuertes la tomaron por los hombros, ayudándola a ponerse en pie, y la sostuvieron con firmeza. Era Paul quien la había levantado.

-¡Karen! ¿Qué estás haciendo aquí?

El rostro de Karen estaba pálido, pero se las arregló para contestarle:

-¡Ya lo ves, un tobillo!

Paul se veía intrigado y Karen decidió explicarse mejor.

-Debo disculparme —le dijo, sonrojándose—. Me detuve para darle una ojeada a la casa y me torcí el pie. Ya me voy.

Haciendo un esfuerzo trató de llegar hasta su automóvil, pero sin éxito, pues su pie no pudo soportar el peso de su cuerpo y volvió a caerse.

-¡Karen! ¡Por Dios, mira como tienes ese tobillo!

-No es nada —pero Paul ignoró su protesta y volvió a sostenerla en sus brazos.

Por un momento se miraron a los ojos y Karen sintió que el corazón le latía violentamente. Estar tan cerca de él era una sensación maravillosa.

La llevó en brazos hasta la casa, donde el sorprendido Benson se quedó mirándolos. Atónito, el buen hombre exclamó:

— ¡Pero si es la señora Frazer!

Karen se las arregló para sonreír, aunque le parecía que todo aquello era un sueño.

-Hola, Benson —lo saludó—. Me alegra volverlo a ver. ¿Está bien Maggie?

-Muy bien, gracias —repuso Benson, aún sin salir de su asombro—. ¿Desea algo el señor?

-Sí —respondió Paul con rapidez—. Pídale a Maggie que traiga agua fría y vendajes elásticos. Creo que la señora... es decir» la señorita Stacey... se ha dislocado un tobillo.

-Sí, señor —contestó Benson, marchándose apuradamente a cumplir la orden recibida.

Paul llevó a Karen a la sala y la tendió sobre un sofá. Sorprendida, miró en derredor. Recordaba perfectamente esta estancia. Ella misma escogió la decoración en azul y gris.

Miró hacia el exterior a través de las puertas-ventanas y vio el césped que separaba la casa de la piscina y de las canchas de tenis. Suspiró, mirando su tobillo inflamado. La casa estaba tal y como ella la había dejado y eso la intrigaba. ¿No le había dicho Paul que tenía intenciones de comprar una casa para Ruth? El se encontraba de pie con la espalda vuelta hacia la chimenea.

—Me apena causar estos trastornos —le dijo.

—No te preocupes —replicó él, sus ojos permanecían inescrutables—. ¿Quieres un cigarrillo?

-Sí, gracias —él encendió el de ella y el suyo. —Díme, Paul —le preguntó sin poder contener por más tiempo su curiosidad—. ¿Todavía eres el dueño de esta casa?

—Sí, —contestó, mirándola seriamente.

—Pero hablaste de comprar otra. ¿Has cambiado de opinión?

—No —repuso él en tono enigmático.

—Entonces, ¿para que necesitas ésta?

—No la necesito —replicó él fríamente. —Simplemente no quiero venderla. Esta casa siempre me gustó.

De súbito el dolor del tobillo se le agudizó e hizo una mueca, ahogando un grito.

Paul corrió hacia la puerta.

-¡De prisa, Maggie! —llamó con impaciencia.

-Probablemente la pobre Maggie se está apresurando todo lo que puede —le dijo Karen, dándose vuelta para mirarlo.

-No corre todo lo que debe —respondió con rudeza, pero casi no había terminado de hablar, cuando la señora Benson apareció, con una vasija llena de agua y los vendajes.

-¿Donde está la señora Frazer? —preguntó, ignorando a Paul.

-Aquí, Maggie —contestó Karen sonriendo—. ¡Me alegro de volver a verla!

-Debería venir a vernos con más frecuencia —le dijo Maggie con evidente falta de tacto.

La mujer estaba a punto de arrodillarse para atender el tobillo lesionado de Karen, cuando Paul la interrumpió diciéndole.

-Yo lo haré, Maggie. ¿Por qué no va a prepararnos un poco de té?

-Enseguida —repuso la mujer. Salió y cerró la puerta tras sí. Paul se arrodilló junto al sofá. Le levantó la pierna y le examinó la piel enrojecida.

Ella experimentó una sensación deliciosa cuando él la tocó. El dolor que sentía pareció perder toda su intensidad. El empapó bien el vendaje antes de aplicárselo y cuidó de no apretárselo demasiado. Karen sintió alivio y esperó con calma a que terminara de ponerle el vendaje.

Pero súbitamente comenzó a acariciarle el pie con extraña intensidad y, cuando ella lo miró a los ojos, notó en ellos una mirada apasionada.

A poco las manos de Paul le acariciaban todo el cuerpo y la boca de él buscaba sus labios apasionadamente.

-¡Paul! —exclamó ella casi sin aliento, ladeando la cabeza para esquivar sus besos. Pero él, tomándola del cuello, hizo que los labios de ambos se unieran. El beso aquel pareció dejar exhausta a Karen. En aquel momento nada le importaba, excepto que Paul continuara demostrándole su amor. No había ternura en él, sólo deseo, y ella reaccionó con igual intensidad.

Ambos habían olvidado que la señora Benson iba a regresar, y sólo el ruido producido por el carrito del té, los devolvió a la realidad. Se separaron y él, con dedos temblorosos, se arregló el nudo de la corbata y se alisó el cabello.

Karen se sentó en el sofá. Estaba sonrojada y tenía el cabello, desordenado. La señora Benson le acercó el carrito para que se sirviera el té, y Karen se preguntó qué estaría pensando la buena mujer.

En el carrito, además del té, había una bandeja de apetitosos bizcochos.

-Señora, llámeme si desea algo más.

Karen paladeó su té. Se sentía avergonzada por haber cedido a los impulsos de Paul. Pensó que ahora él la despreciaría. Aunque la había besado, creía ella que se odiaría a sí misma por haberlo hecho.

Tratando de adoptar una actitud natural, Karen le preguntó:

-¿Deseas más té?

-No, gracias —le contestó con voz casi inaudible.

Karen continuó saboreando el suyo, que le producía un efecto reconfortante. Paul prendió un cigarrillo.

-Debo disculparme, Karen. Me temo que hice un papelón.

Las mejillas de Karen ardían.

-Fue una reacción mutua que no pudimos controlar.

Paul aspiró el humo de su cigarrillo y sorbió un poco de té.

-Me tranquiliza que te expliques lo que nos ha ocurrido —dijo torpemente—. Temí que fueras a pensar...

Ella lo interrumpió.

-No es necesario que sigas, Paul. Sé cómo te sientes.

-¿Lo sabes? —replicó él con rabia—. No creo que lo sepas, Karen. ¿No es verdad que secretamente tienes la esperanza de que yo siga enamorado de ti?

— ¡Paul! —exclamó con reproche.

El se mordió los labios.

-No te hagas la inocente conmigo. Toma en cuenta lo que voy a decirte. Si me caso con Ruth es porque quiero hacerlo, no para olvidarte. Y la reacción que tuve hace un momento fue motivada por estímulos puramente sexuales. ¿Lo comprendes así? Eres una mujer muy atractiva. Nunca lo he negado.

Karen se puso furiosa. ¡Cómo se atrevía a hablarle así! De nuevo sintió el dolor del tobillo y deseó poder escapar de allí en aquel instante.

Inclinó la cabeza para no mirarlo. Deseando herirlo, como él la había herido, le preguntó:

-¿Y está consciente tu novia de las reacciones sexuales que yo te provoco? ¿Has conversado sobre esto con ella?

Se sintió satisfecha al notar que había logrado perturbarlo.

-No es necesario que seas tan explícita —replicó él.

Karen se rio.

-Querido Paul, ¿dónde está tu sentido del humor?

-¡Cállate!

-¿Por qué? Sólo estoy diciendo la verdad. Estoy segura de que Ruth no sería muy comprensiva acerca de esto. Ella podría suponer que todavía me extrañas.

-Tú mataste el amor que una vez te tuve —dijo Paul, con cara tensa—. ¿Crees que pueda volver contigo después de que has sido la amante de Martin?

-Nunca he sido la amante de Martin. Ni antes ni ahora. Esa historia la inventaste tú. ¡Por Dios, Paul! ¿De veras crees que yo pueda enredarme con un hombre que me lleva más de veinte años? Además, Lewis no es mi tipo.

En aquel instante, alguien llamó a la puerta. Paul hundió las manos en los bolsillos.

-Entre —ordenó. Y asomó la cabeza de Benson.

-Perdone el señor la interrupción. ¿Se quedará para cenar?

Paul miró a Karen y dudó por un momento.

-No —contestó secamente—. Nos iremos dentro de un rato.

-Haga el favor de poner el coche de la señorita Stacey en el garaje, le diré a Edwards que lo recoja mañana. La señorita Stacey no está en condiciones de conducir. Yo la llevaré a la ciudad.

-Muy bien, señor —respondió Benson.

Karen protestó.

-No es necesario que me lleves —pero Paul la silenció con un gesto.

Benson sonrió:

-Le deseo que mejore su tobillo, señora.

—Muchas gracias, Benson.

Ha sido muy agradable volver a verla, señora —añadió en tono afectuoso y salió de la habitación.

Karen hizo un esfuerzo y se puso de pie. Paul se adelantó hacia ella y la tomó en sus brazos.

Sus rostros estaban tan cerca que casi se rozaban sus mejillas. El la llevó en brazos hasta su coche y la colocó en el asiento delantero, junto al del chofer. Luego se hizo cargo del volante y puso el vehículo en marcha.

-Me fascina este coche —dijo ella sin poder contenerse.

—Me alegro que te guste.

Antes no acostumbrabas conducir modelos deportivos. Paul era buen chofer y Karen comenzó a disfrutar del paseo. Decidió que era mejor olvidar lo ocurrido en la casa y prefirió mantener la conversación en un plano casual. Cuando se acercaban al apartamento de ella, Paul le dijo:

—Dame la llave de tu garaje; le diré a Edwards que te traiga tu coche mañana. El dejará las dos llaves con el portero. Después de registrar su bolsa Karen no pudo encontrarla.

—Seguramente la dejé en el coche —explicó pero tengo otra idéntica en mi apartamento. Será mejor que te la dé. Eso si no te impona subir.

Paul la miró y ella se mortificó al comprender lo que él pensaba; enseguida vació el contenido de su bolsa en el asiento. Efectivamente, no había llaves.

-¿Satisfecho? Ahora, si me esperas aquí, yo te bajaré la llave. Parece que te aterra subir a mi casa, pero no tienes por qué alarmarte, no trataré de seducirte.

Paul sonrió a medias y se bajó del coche. Karen que también se había bajado iba brincando en un pie para subir los escalones de la entrada. Sabía que iba a serle difícil, pero estaba resuelta a hacerlo sola.

Encogiéndose de hombros, él la siguió. Karen le dijo algunas palabras al portero y prosiguió saltando antes de que Paul la alcanzara.

-¿Cansada? —le preguntó.

-No; y por favor no trates de ayudarme.

Paul movió la cabeza y entró con ella en el ascensor. El portero le había prestado una llave maestra que abriría la puerta de su apartamento.

Karen entró en el apartamento, sin invitar a Paul a pasar, pero dejándole la puerta abierta, para que siguiera si quería. Suponía que se quedaría en el umbral, pero él entró y cerró la puerta. Para Paul, aquélla era su segunda visita al apartamento donde vivía Karen, y no disimuló su curiosidad.

Karen fue al dormitorio a buscar la llave que tenía que darle a Paul. Al regresar, con un poco de duda le preguntó.

-¿Puedo ofrecerte una copa?

Paul sonrió.

-Acepto, pero no te molestes en prepararla tú; yo mismo lo haré.

A continuación, sirvió dos whiskies con soda y continuó inspeccionando el apartamento. Las pinturas abstractas le interesaron.

-Estas son excepcionalmente buenas —le comentó a Karen, que se había sentado en el sofá—. ¿Quién las pintó?

-Yo.

-¿De veras? Nunca supe que te interesara la pintura. Creí que el dibujo era tu vocación.

-La pintura es mi “hobby”. Cuando tengo algún tiempo libre, me entretengo pintando.

Paul asintió lentamente.

-Nunca dejas de darme sorpresas. Debes saber que tus cuadros son muy buenos. ¿Has tratado de venderlos?

Ella negó con la cabeza

-Seamos realistas, Paul. Hay docenas de buenos artistas que tratan de vender cuadros. ¿Crees que puedo competir con ellos? Además, Lewis cree... —Karen cortó en seco, molesta consigo misma por haber introducido el nombre de Lewis en el diálogo.

-¿No vas a terminar de decirme lo que piensa Lewis?

-Bueno... él cree que los cuadros están bastante bien, pero que no tienen valor comercial.

Paul enarcó las cejas, sorprendido.

-¿Así piensa Lewis? No estoy de acuerdo con él. Creo que tus cuadros tienen gran calidad. A mi me gustaría comprar uno.

Karen se sonrojó.

-Por favor, Paul no mencionemos cuestiones de dinero entre nosotros. Si hay alguno que te gusta tendré mucho gusto en dártelo.

-Esa actitud no es nada práctica.

-¿Es que entre nosotros tenemos que ser prácticos?

Paul se preparó un segundo trago.

-Está bien —le dijo—. Quisiera éste. Me recuerda las puestas de sol que tanto nos gustaba ver desde los ventanales de Trevayne.

-¡Qué intuitivo eres! —dijo ella sonriendo—. Eso es exactamente lo que quise representar en ese cuadro.

-No me extraña. Tú y yo siempre tuvimos afinidad en muchas cosas, ¿recuerdas?

Karen se estremeció. ¿Cómo no iba a recordarlo? Si Paul supiera lo doloroso que esos recuerdos eran para ella...

-Sí, recuerdo las muchas cosas que compartimos —murmuró suavemente.

Paul terminó su copa.

-Ahora debo irme. Tengo una cita.

-Perfectamente —Karen descolgó el cuadro—. Puedes llevártelo ahora.

Paul lo tomó, evitando cuidadosamente todo contacto de sus manos con las de Karen.

-Algún día este cuadro valdrá una fortuna.

-Yo diría que eso es improbable —replicó Karen serenamente—. Toma, aquí tienes la llave del garaje y por favor, devuélvele al portero la llave maestra.

-Está bien. No desatiendas tu tobillo.

-¿Es que de veras te importa? —preguntó Karen burlonamente, tratando de disipar la sensación de melancolía que empezaba a invadirla. Los últimos minutos entre ella y Paul habían sido deliciosamente naturales, y ahora tenía que resignarse a que él regresara a Ruth.

-Sí, de veras me importa —repuso él y dando media vuelta, salió del apartamento.

Karen sintió que el corazón le latía apresuradamente. ¿Tenía algún significado la última respuesta de Paul?

Karen miró el espacio vacío de la pared, donde había estado colgado el cuadro. Por nada del mundo le hubiera dicho a Paul que aquel cuadro era su favorito. Para ella, significaba mucho que él lo tuviera y pudiera mirarlo algunas veces. Al hacerlo, ¿se acordaría de ella? Por lo menos, una pequeña parte de su atención estaría dedicada a Karen de vez en cuando.

En dos meses, pensó, ya Paul estaría casado. Cada vez que pensara en él tendría que recordar también a Ruth, y la envidiaría. ¿No sería mejor irse de Inglaterra? Quizá eso era lo que necesitaba. Un cambio de ambiente.

Pero la idea de alejarse a miles de kilómetros de Paul, se le hacía insoportable. En Londres al menos él podría siempre ponerse en contacto con ella si alguna vez la necesitaba. No, no se iría. Al menos por ahora. Aún faltaban dos meses para la boda de Paul y Ruth.