Capítulo 5
QUINN se dio cuenta inmediatamente de que había metido la pata al decir todo eso. Por todos los santos, ¿es que no se le había pasado aquel enamoramiento de la adolescencia? Sí, claro que sí se le había pasado. No estaba allí para piropear a Julia, sino para hacer un trabajo.
Para alivio propio, y supuso que también para el de ella, Jake reapareció evitando lo que hubiera seguramente resultado un momento embarazoso. Además, no podía acusarlo de ser un mirón. Ella también había estado observándolo durante mucho rato: bueno, durante un rato que seguramente le había parecido más largo de lo tenso que estaba.
—Mamá, ¿podemos comer hamburguesas?
—¿Por qué no?
Julia respondió tensa. Quinn paseó su mirada por aquellas facciones ligeramente ruborizadas y comprendió con desolación que sus palabras anteriores no habían salido porque sí. Estaba más bella que nunca y se imaginó a sí mismo enterrándose en la suave piel de su cuerpo.
—¿Le gustan las hamburguesas, señor Marriott?
—Esto… claro —contestó con naturalidad, contento de que no pudieran leerle el pensamiento.
Jake miró a su madre con expectación.
—Ya voy —dijo, todavía con un rastro de tensión en la voz.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Quinn, sin pensar.
—¿De ti? —preguntó Julia con frialdad—. No, quédate donde estás. Jake me ayudará en lo que haga falta.
—¡Ay, mamá!
Se veía claramente que el niño no había tenido esa idea. ¿Vería el niño a alguien más cuando estaba en la isla? ¿O Julia lo habría incluido también en aquel aislamiento voluntario?
—La ayudaremos los dos —dijo e ignorando a Julia se puso de pie sonriendo—. Hago unas hamburguesas buenísimas y no digamos las patatas fritas.
—Vamos a comer ensalada —le dijo Julia secamente.
Él no le hizo caso y continuó hacia el interior de la casa. ¡Qué demonios! No iba a dejar que lo desconcertara tan fácilmente. Le gustaba su hijo, le gustaba ella también e iba a demostrárselo.
Iban a comer en otra pieza que daba al jardín. Quinn se fijó en ella cuando fue a colocar el bol de ensalada sobre la mesa. Allí no había muebles barnizados; las sillas eran de madera natural sin lacar. Pero lo que sí que no variaba respecto a las otras partes de la casa eran los suaves colores del mobiliario; todo era discreto y elegante.
Quienquiera que hubiese diseñado el interior de la casa tenía muy buen ojo para combinar los colores.
—¿Acaso esta demostración es una señal de que alguna mujer ha logrado domesticar a la bestia salvaje? —preguntó Julia con sarcasmo cuando volvió a la cocina, mientras le daba la vuelta en la parrilla a unas jugosas hamburguesas.
En ese momento no estaba mirándolo y al contemplar los delgados brazos y los pechos bamboleándose ligeramente bajo la blusa, sintió de nuevo la misma lascivia que había sentido antes. De espaldas a él y con las piernas ligeramente separadas, era la esencia de la sensualidad femenina. Experimentó un deseo terrible de pasarle la mano por la curva del trasero.
—No —replicó con brevedad para que no notase su creciente excitación.
¡Dios mío! ¡Cualquiera capaz de conocer sus pensamientos pensaría que nunca había hecho el amor con una mujer, o que no lo había hecho nunca con ella! ¿Por qué le daba por pensar en todo aquello? ¿Acaso no estaba ya demasiado implicado?
—¿No? —repitió Julia sabiendo que él la estaba observando—. ¿No estás casado?
—Todavía no —respondió con cuidado de no delatar su estado—, pero hay alguien.
Julia se lo esperaba; no le sorprendió.
—¿Y tú? —Quinn la incitó a hablar.
Por un momento lo miró y le pareció ver una chispa de angustia reflejada en aquellos maravillosos ojos verdes. Se preguntó qué recuerdos le habrían traído a la mente sus palabras.
—Yo… tengo amistades —replicó finalmente.
Quinn se asustó por la opresión que sintió en el pecho al escuchar sus palabras.
«No me apetece nada oír hablar de sus amigos» pensó con frustración. Fuesen hombres o mujeres, seguramente significarían para ella mucho más de lo que él significase jamás. ¿Por qué no se habría imaginado lo traumático que le iba a resultar estar allí? Pensaba que había olvidado el pasado, pero en esos momentos se dio cuenta de que solo había estado dormido.
—Qué bien huele —dijo para ver si lograba distraerse.
Tenía que controlarse si no quería mandar todo a paseo.
—¿Quién es ella? ¿Quién es la persona de la que hablabas? ¿La conozco? No me digas que es la boba de la hija de Wainwright; esa con quien tu madre se empeñaba tanto en que fueses amable.
—¿Madeline? —al menos de ella podía hablar sin demostrar emoción alguna—. No; Madeline se casó con Andy Spencer. Él es jugador de polo profesional. Puede que hayas oído hablar de él.
—Mamá, ya he puesto la mesa. —Jake entró en la cocina, sonriendo a Quinn—. ¿Me dejará conducir el Moke después de comer, señor Marriott?
—Pensé que ibas a ir a casa de los Thomas después de comer —se adelantó su madre antes de que Quinn pudiese decir nada.
—¡Pero no si tenemos compañía! —exclamó, haciendo un mohín de disgusto—. Eso es lo que siempre dices cuando viene el tío Bernard.
Quinn imaginó con disgusto que a lo mejor ese tal tío Bernard no era siempre bien recibido. ¿Sería uno de los amigos que había mencionado antes? ¿O sería alguien que buscase algo más que una amistad y ella no quisiera?
—En este caso, y por ser el cumpleaños de Sammy, creo que podemos hacer una excepción. —Julia replicó afable—. ¿Por qué no vais a sentaros a la mesa? Yo llevaré las hamburguesas dentro de un momento.
La tentación de preguntarle a Jake sobre la identidad del tío Bernard era muy grande, pero decidió contenerse. No quería que ella le sorprendiese preguntándole al niño.
La comida transcurrió de manera muy agradable. Además de ensalada y hamburguesas, Julia llevó pan francés y abrió una botella de vino. Las fresas que había recogido Jake fueron el postre.
El niño habló durante toda la comida con naturalidad sobre todo lo que hacía, con lo cual Quinn pudo enterarse de bastantes detalles sobre la vida de Julia. Por ejemplo, que era escritora de novelas infantiles.
—¿Sabes? Oí una crítica acerca de tus cuentos en un especial sobre literatura infantil que dieron por televisión. Hector Pickard, mi jefe, sugirió hacer una serie sobre autores de novelas infantiles. Quiero decir, autores contemporáneos que pudiesen hablar sobre su obra.
—¿Y qué es un especial? —preguntó Jake, frunciendo el ceño. Por un momento, Quinn pensó que aquella expresión le recordaba a alguien, pero no sabía a quién. Al ver que el niño esperaba impaciente una respuesta, continuó.
—Es un programa de televisión sobre un tema específico.
—¡Trabajas en televisión! —exclamó, abriendo los ojos como platos—. ¡Caramba, es estupendo! Ojalá pudiese ver dónde trabajas.
—Pues no puedes —interrumpió su madre—. El señor Marriott trabaja en Londres, que está muy lejos de aquí. Venga, ¿por qué no te vas a cambiar de camisa y pantalones? Te llevaré a West Bay antes de fregar.
—Pero no quiero ir a West Bay —protestó Jake—. Quiero quedarme aquí y que el señor Marriott me cuente todo lo que hacen en la tele —miró a su madre suplicante—. Seguro que mi madre saldría muy guapa en televisión. Trabajaba en películas hace muchos años.
—Lo sé.
—La gente que trabaja en la televisión y en las películas no viven en un mundo real —declaró Julia levantándose—. Me alegré de dejar ese mundo, como ya te he dicho otras veces, Jake. No voy a cometer esa equivocación nunca más.
—Pero mamá…
—Jake, el señor Marriott es un hombre muy ocupado. No tiene tiempo para pasarse la tarde entera hablando contigo —empezó a recoger los platos sucios—. Ahora venga, vete a prepararte. Estoy segura de que el señor Marriott no tardará mucho en marcharse.
—¿Ah sí?
Quinn no dijo nada, pero la mirada que intercambiaron fue reveladora. Julia le estaba queriendo decir que no aceptaría lo que había ido a proponerle; fuera lo que fuera no le interesaba. ¿Y por qué iba a estarlo cuando estaba disfrutando de su nueva profesión?
«¿Entonces por qué no me voy ya?», pensó. Hector tenía ya una respuesta y si quería llegar más lejos tendría que buscar a algún otro imbécil que lo hiciera en su lugar. Antes de ir allí, él ya sabía que ella no aceptaría tan fácilmente; era lógico. Una persona que se había tomado tantas molestias en esconderse no iba a reaccionar positivamente ante la oferta de volver a airear su vida.
A pesar de ello, no quería marcharse. Imaginaba que podría engañarse a sí mismo diciéndose que era porque le debía a Hector más de un favor, pero en el fondo sabía que la verdadera razón no era tan fácil de explicar. Hubo un tiempo en el que había estado muy cerca de ella. ¿Acaso era una idea tan descabellada el hecho de querer probar otra vez?
—No tengo prisa —dijo, ganándose una mirada de aviso—. Esperaba poder convenceros para que cenéis conmigo esta noche —vaciló—. Después de tu fiesta, por supuesto.
—Me temo que no hay ninguna posibilidad —replicó Julia cortante, tomando los platos para llevarlos a la cocina—. Jake, no me obligues a decírtelo otra vez —añadió, con lo que el niño miró a Quinn con rebeldía antes de salir de la habitación.
Cuando estuvo solo a la mesa, Quinn empezó a preguntarse por qué se estaba molestando tanto en prolongar la situación. Estaba claro que a Julia le incomodaba su presencia allí y corría el peligro de enfurecerla con su persistencia. Pero, qué diablos, tenía derecho a una explicación, ¿no? Hasta ese momento lo único que había hecho había sido hacerle el vacío, y no era mostrar mucho agradecimiento para alguien que había disfrutado de la hospitalidad de su casa en numerosas ocasiones.
Después de servirse lo que quedaba del vino y bebérselo de un trago, se levantó y llevó el vaso vacío a la cocina. Quería enterarse de algunas cosas antes de irse de allí.
Julia estaba fregando. Se acercó a ella con un paño de cocina, dispuesto a ayudar.
—Me las puedo arreglar yo sola.
—Dime, ¿cuándo se te ocurrió la idea de escribir libros? ¿Fue antes o después de decidir dejar tu carrera de actriz?
—Fue después, por supuesto.
—No hay por supuesto que valga —interrumpió Quinn, dejando el plato que había secado sobre la mesa—. Hay muchas actrices que han hecho otras cosas, además a mí no me hiciste partícipe de tus planes, ¿recuerdas?
El niño apareció, interrumpiendo la conversación.
—¿Tengo que ir, mamá?
—Vas a ir y no se hable más —dijo algo irritada, colocando el último cubierto en el escurridor y secándose las manos con una toalla de papel—. Bien, ¿tienes el regalo de Sammy?
—Está aquí. —Jake levantó un paquete cuadrado que había encima de un aparador—, ¿no podría quedarse el señor Marriott a cenar con nosotros esta noche?
Quinn meneó la cabeza.
—Otra vez será, Jake —dijo con suavidad—. Ve y disfruta de la fiesta. Estoy seguro de que nos veremos otra vez.
—¿Nos vamos? —preguntó Julia, mirando a Quinn significativamente.
—Si no te importa, prefiero sentarme en el porche un rato —replico, dándose cuenta de que aún no quería marcharse—; debe de ser el vino. Cierra la casa con llave si quieres. Solo deseo relajarme y disfrutar de las vistas un rato.
Jake se quedó mirando a su madre, pero Julia se limitó a agarrar un juego de llaves, sin hacer ningún intento de cerrar la puerta de entrada.
Al quedarse solo en la cocina, Quinn resistió el impulso de fisgar un poco por la casa. Su interés era meramente profesional, pensó. No sabía si confiaba en él o no, pero lo había dejado solo; no podía traicionar esa confianza.
Pero decidió que sí podría entrar al salón donde había estado antes, ya que allí hacía más fresco que en el porche. Iba a sentarse en el sofá un rato y analizar sus opciones.
El apartamento que Julia tenía en Londres era mucho más lujoso que aquella casa. Pero a Julia nunca le habían convencido la grifería de oro macizo y las lujosas alfombras orientales. Su madre había decorado y amueblado el apartamento y Julia nunca se atrevió a decir nada que hubiese podido herir los sentimientos de la señora.
Cuando Quinn conoció a Julia, la señora Harvey ya había muerto, pero su influencia se dejaba sentir todavía.
En ese momento, estaba en la puerta del salón, de nuevo apreciando la acogedora casa que había creado Julia. Aquello era completamente diferente del apartamento de Londres. ¿Habría de verdad odiado tanto esa vida como decía?
Se preguntó quién sería el hombre que le había proporcionado esa libertad. Sería el padre de Jake, ese hombre que había pensado tan poco en su hijo. ¿Qué clase de hombre sería capaz de hacer algo así? ¿Qué ataduras habría tenido para sacrificar tanto?
Seguro que había sido un hombre casado. Tendría que haber sido alguien con alguna responsabilidad o compromiso previo que le diese a Julia la posibilidad de tener la última palabra. ¿Habría sido Arnold Newman? ¿Sería por eso por lo que Julia le había mentado antes?
Quinn puso mala cara. No podía creérselo. Arnold Newman era un viejo. Julia había tenido demasiado éxito como para eso.
Trató de descartar aquella desagradable sospecha y caminó por la alfombra color albaricoque pálido. Había otra puerta que daba al salón. A pesar de todos sus buenos propósitos, no resistió la tentación de cruzarla. «Este debe de ser su despacho», pensó, fijándose en las paredes cubiertas de libros y en la mesa de madera natural.
Había un ordenador colocado a un lado y un montón de hojas manuscritas al otro, probablemente esperando a que las viese el editor.
Vaciló un momento pero el irrefrenable deseo de ver en lo que Julia estaba trabajando era superior a él. Creía recordar que Julia Stewart se había hecho un nombre en el mundo literario escribiendo libros sobre una detective adolescente llamada Penny Parrish. ¿Estaría ahora escribiendo otra de esas aventuras?
Pero comprobó que aquella historia era diferente: había un perro llamado Harold y Xanadú, un dragón de nieve. Aquella era para niños más pequeños. Empezó a leerla y no pudo parar. Las imágenes eran excelentes y el personaje de Harold tan interesante que supuso que iba a constituir una delicia para los padres poder leerles aquella historia a sus hijos.
Sentándose a la mesa, se puso a leer sin darse cuenta del tiempo. No pensó en que West Bay no estaba tan lejos. Estaba completamente ensimismado por el derroche de fantasía y olvidó que estaba invadiendo un terreno privado.
Hasta que…
—¿Qué demonios crees que haces?
Quinn se pegó un susto de muerte. No la había oído entrar, maldita sea, ni siquiera había oído el motor del coche. Ella estaba ahí, fulminándolo con la mirada y se sintió como un ladrón sorprendido con las manos en la masa.
—Yo… No has tardado nada.
—Creo que más bien he tardado demasiado —dijo encolerizada, entrando en la habitación y arrancándole las páginas de la mano—. Tienes mucha cara entrando aquí y revolviendo entre mis papeles privados. Pensé que habías dicho que te ibas a sentar en el porche a relajarte —añadió con sarcasmo—. Debería haber sido lo suficientemente inteligente como para no confiar en un reportero.
—No soy reportero, ya te lo he dicho. Y siento que te parezca mal mi interés pero,
¿qué le voy a hacer? Estaba muy enfrascado en la lectura gracias a tu maravillosa habilidad. Normalmente no leo cuentos de hadas.
—¿Estás utilizando ese argumento como excusa?
—No, es la verdad; la historia es fantástica, me encanta. Y a los niños les encantará también. Tienes un talento fuera de lo común.
—Y supongo que eso te sorprende ¿no?
—No. —Quinn se levantó—. ¿Por qué iba a sorprenderme?
—Las actrices de cine no suelen destacar por su habilidad académica y dudo que a tu productor le interese el hecho de que tengo cerebro.
Quinn suspiró.
—Julia…
—¡Haz el favor de salir de aquí, ¿quieres?! —lo miró enfadada y después se dio la vuelta, como si no fuese capaz de controlar su resentimiento—. ¡Fuera de aquí! ¡Sal de mi vida! Creo que me debes al menos el que haya respetado a tu madre lo suficiente como para no decirle nada acerca de su hijo.