CAPITULO 8
Bowman se volvió con lentitud, ya que ahora nada ganaba apresurándose. Su rostro no mostraba señales de la impresión recibida, ni de la honda angustia inevitable. En cambio Czerda, que de pie en el vano empuñaba un arma con silenciador, y Masaine que, junto a el, tenía en la mano un cuchillo, no intentaban disimular sus sentimientos. Ambos sonreían, y ampliamente, aunque sin ninguna calidez. A una seña de Czerda, Maca se adelantó y examinó los grillos que sujetaban a los tres hombres.
—No han sido tocados, anuncio.
—Probablemente estuvo muy ocupado explicándoles lo listo que es, repuso Czerda, sin molestarse en ocultar la enorme satisfacción que ese momento le causaba—. Todo fue muy sencillo, Bowman. Usted es realmente un tonto. Cuando un comerciante de Arles recibe una propina de seiscientos francos suizos, no es probable que olvide a la persona que se los dio. Le confieso que apenas pude mantenerme serio cuando me paseaba entre el público fingiendo buscarlo a usted. Pero teníamos que simular para convencerlode que no lo habíamos reconocido; de lo contrario, nunca se habría arriesgado. Idiota, lo teníamos identificado antes de que entrara en la plaza de toros.
—Podrían habérselo dicho a Maca— murmuró, Bowman.
—Podríamos, pero me temo que Maca no sea buen actor— contestó Czerda, pesaroso—. No habría sabido hacer pasar por verdadera una pelea fingida... Y si no hubiéramos dejado guardia, usted habría desconfiado más todavía—. Tendió la mano izquierda—. Ochenta mil francos, Bowman.
—No llevo encima tanto dinero...
—Mís ochenta mil francos.
Bowman lo miró con desprecio.
—¿De dónde puede haber sacado ochenta mil francos un individuo como usted?
Sonriendo, Czerda se adelantó inesperadamente y hundió el cañón con silenciador de su arma en el plexo solar de Bowman, que se dobló en dos con una exclamación ahogada de dolor.
—Me habría gustado darle un golpe en la cara, como hizo usted conmigo — declaró el gitano, ya sin sonreír—. Pero por el momento prefiero no dejarle marcas. ¿El dinero, Bowman?
Este se irguió con lentitud. Cuando habló, la voz le salió como un áspero graznido.
—Lo perdí.
—¿Que lo perdió?
—Tenía el bolsillo agujereado.
Con la cara retorcida de ira, Czerda levantó el arma para aporrear a Bowman, luego sonrió.
—Verá cómo enseguida lo encuentra— dijo.
El Rolls—Royce verde disminuyó la velocidad al aproximarse al Mas de Lavignole. Le Grand Duc, siempre con un parasol sostenido sobre su cabeza, observó la escena pensativo.
—Las casas rodantes de Czerda— comentó—. Sorprendente. Quién habría previsto que el Mas de Lavignole interesara en particular a nuestro amigo Czerda... Pero un hombre así tendrá siempre una buena razón para lo que hace. Sin embargo, no hay duda de que considerará un honor informarme de sus razones... ¿Qué pasa, querida mía?
—Mira allá— indico Lila.
Siguiendo la dirección señalada, el duque vio que Cecile, flanqueada por El Brocador y Searl, el primero todo de blanco, el segundo todo de negro, subía los escalones de una casa rodante y desaparecía adentro. La puerta se cerró a sus espaldas.
El duque oprimió el botón de la ventanilla divisoria para ordenar:
—Pare el coche, por favor— Dirigiéndose a Lila, agregó:
—¿Crees que es tu amiga? Admito que el vestido es el mismo, pero a mí todos esos vestidos arlesianos de fiesta me parecen iguales, en especial de atrás.
—Esa es Cecile— insistió Lila, terminante.
—Un razateur y un cura— meditó Le Grand Duc—. Realmente debes admitir que tu amiga tiene una marcada proprensión a entablar las relaciones más insólitas. ¿Tienes allí tu libreta?
—¿Si tengo qué?
—Debemos investigar esto.
—Vas a investigar...
—Por favor, nada de coro griego. A un auténtico folklorista le interesa todo.
—Pero no puedes irrumpir así como así...
—Tonterías. Soy el duque de Croytor. Además, yo nunca irrumpo; siempre entro con dignidad.
Bowman suponía que el dolor que sentía en el diafragma no era nada comparado con algunos de los dolores que se avecinaban para el... es decir, siempre que entonces fuera a estar en situación de sentir algo. En la mirada de Czerda había un destello, en su cara un anhelo apenas contenido, que nada bueno anticipaba para el futuro inmediato, pensó Bowman.
Miró a su alrededor. Los rostros de los tres hombres engrillados mostraban la desesperación perpleja e inexpresiva de quienes ya aceptan la derrota como una realidad. Czerda y Mazaine sonreían complacidos. En los ojos de Simón Searl había una mirada peculiar que hacía comprensible sin dificultad su excomunión. Por su parte, Cecile parecía simplemente un poco aturdida, un poco asustada, un poco furiosa, pero lo mas lejos posible del histerimo.
—Ahora comprendrá por qué dije que usted encontraría el dinero en seguida— declaró Czerda.
—Ahora lo comprendo. Lo encontrarán...
—¿Que dinero? — pregunto Cecile—. ¿Qué quiere ese, ese monstruo?
—Recobrar sus ochenta mil francos... menos ciertos pequeños gastos que tuve que hacer... y ¿quién se lo puede reprochar?
—¡No le diga nada!
—Y tú ¿no comprendes qué clase de hombres tienes delante? Dentro de diez segundos te torcerán el brazo a la espalda hasta tocarte la oreja, tú gritarás de dolor, y si por casualidad te rompen el hombro o te desgarran unos cuantos ligamentos, pues tanto peor.
—Pero... yo me desmayaré y listo...
—Por favor —Bowman miró a Czerda, eludiendo cuidadosamente la mirada de Cecile—. Está en Arles. En una caja de seguridad de la estación.
—¿Y la llave?
—En el auto, en un llavero. Escondida. Yo les indicaré.
—Excelente— declaró Czerda—. Me temo que sea una desilusión para el amigo Searl, pero inflingir dolor a una mujer joven no me causa placer, aunque no vacilaría en hacerlo si fuera necesario. Como usted verá.
—No entiendo.
—Ya entenderá. Usted es un peligro, ha sido un peligro, y debe morir, nada más. Morirá esta tarde y antes de una hora, de un modo tal que nadie sospeche de nosotros.
Bowman pensó que era la sentencia de muerte más lacónica que hubiera oído en su vida.
En la indiferente certeza del gitano había algo de escalofriante.
Czerda continuó:
—Ahora entenderá por qué no le lastimé la cara, por qué quise que no tuviera marcas al entrar en la pista de toros.
—¿La pista de toros?
—La pista de toros, amigo mío.
—Está loco. No puede obligarme a entrar a una pista de toros.
Czerda no elijo nada, ni hubo ninguna señal. Con la pronta ayuda de un sonriente Masaine, Searl apresó a Cecile, la derribó de bruces en una litera y, mientras Masaine la sujetaba, el asió el cuello del traje arlesiano y lo desgarró hasta la cintura. Volviéndose, sonrió a Bowman mientras de entre los pliegues de su ropa sacerdotal sacaba algo que parecía una versión de un cepo de caza, con un mango de cuero entrelazado unido a tres largas y finas correas negras. Al mirar a Czerda, Bowman vio que no observaba nada de lo que ocurría, observaba a Bowman, y el arma con la cual le apuntaba no se movía.
—Creo que tal vez entre en esa pista de toros— sugirió Czerda.
—Sí— asintió Bowman—, creo que tal vez lo haga.
Searl retiró su cepo. Tenía la cara torcida con la amarga decepción de un niño malcriado a quien se ha privado de un juguete nuevo. Masaine dejó de sujetar los hombros de Cecile, que se sentó vacilante, mirando a Bowman. Estaba muy pálida, pero su mirada era colérica. A Bowman se le acababa de ocurrir que ella era, como había dicho, muy capaz de usar un arma si se le enseñaba a hacerlo, cuando afuera se oyó el ruido de un andar pesado y medido; luego se abrió la puerta y entró el duque, seguido por Lila, evidentemente indecisa y temerosa. Le Granel Duc se ajustó mejor el monóculo diciendo:
—Ah, Czerda, mi estimado amigo, es usted...— Al ver el arma que empuñaba el gitano, agregó con brusquedad, señalando a Bowman: —¡No me apunte con esa porquería! Apúntele a ese sujeto. ¿No sabe acaso que su enemigo es él, grandísimo idiota?
Czerda, vacilante, apuntó de nuevo su arma hacia Bowman, mientras miraba al duque con igual vacilación.
—¿Qué quiere?— exclamó, procurando infundir marcada autoridad en su tono, pero no le salió bien, ya que el duque no era una persona adecuadamente receptiva —.Por qué está...
—¡Cállese! —lo interrumpió el duque, en su tono más intimidatorio, que lo era mucho—. Estoy hablando yo... Son ustedes un hato de badulaques incompetentes e imbéciles. Me han obligado a destruir la regla básica de mi existencia... a revelar mi identidad. He visto exhibida más inteligencia que la de ustedes en una jaula llena de chimpancés retardados. Me han hecho perder mucho tiempo y me han costado una enormidad de molestias y ansiedad. Tengo la seria tentación de prescindir de los servicios de todos ustedes... de modo permanente. Y eso significa también prescindir de ustedes. ¿Qué están haciendo aquí?
—¿Qué estamos haciendo aquí?— repitió Czerda, mirándolo extrañado—. Pero... pero... pero Searl dijo que usted...
—Más tarde ajustaré cuentas con Searl —prometió el duque, en un tono tan amenazante, que Searl mostró de inmediato una expresión de gran desdicha. Czerda se mostró nervioso en una medida inimaginable en él; El Brocador se mostró perplejo y Masaine había renunciado evidentemente a pensar en nada. Lila se mostraba simplemente aturdida. El duque continuó:
—Grandísimo cretino, no pregunté qué hacen en Mas de Lavignole. Quise decir qué hacen aquí, en este preciso momento, en esta casa rodante.
—Este Bowman robó el dinero que usted me dio— repuso Czerda con hosquedad—, íbamos a...
—¿Qué hizo?— lo interrumpió el duque con expresión tormentosa.
—Robo todo su dinero— repitió Czerda, inquieto.
—¡Todo!
—Ochenta mil francos. Eso hacíamos... averiguar dónde está. Estaba por indicármelo.
—Por el bien de ustedes, confío en que lo encuentren —replicó el duque, quien se interrumpió y se volvió al entrar Maca tambaleante, apretándose con ambas manos una cara evidentemente muy dolorida.
—¿Está ebrio este hombre? preguntó Le Grand Duc—¿Está usted ebrio, señor? Póngase derecho cuando hable conmigo.
—¡Fue el!— exclamó Maca dirigiéndose a Czerda, sin haber notado aparentemente la presencia del duque, ya que solo miraba a Bowman—. Llegó y...
—¡Silencio!— intervino el duque con una voz que habría intimidado a un tigre de Bengala—. Dios mío, Czerda, se rodea usted de los colaboradores más inútiles e ineficaces que he tenido la desdicha de encontrar en mi vida—. Paseó la vista a su alrededor, y sin hacer caso de los tres hombres esposados, dio dos pasos hacia el sitio donde estaba sentada Cecile y la miró—. ¡Ja! La cómplice de Bowman, por supuesto. ¿Qué hace aquí?
Czerda se encogió de hombros.
—Bowman no quería cooperar...
—¿Un rehén? Muy bien. Aquí tienen otro — y asiendo a Lila por un brazo, le dio un brusco empujón.
Lila tropezó, casi cayó, y luego se sentó pesadamente en la litera, junto a Cecile.
Su expresión, ya horrorizada, era ahora estupefacta.
—¡Charles! —
—¡Cállate!
—Pero ¡Charles! Mi padre... tú dijiste...
—Eres una muchacha idiota, con cerebro de pajarito —dijo el duque con desprecio—. El auténtico duque de Croytor, con quién afortunadamente tengo un gran parecido, se halla en la actualidad en el alto Amazonas, probablemente siendo devorado por los salvajes del Matto Grosso. Yo no soy el duque de Croytor.
—Ya lo sabemos, señor Strome— dijo Simón Searl, más obsequioso que nunca.
Exhibiendo una vez más su notabilísima velocidad, el duque se adelantó y dio a Searl un fuerte golpe en la cara. Con un grito de dolor, Searl trastabilló pesadamente hasta chocar con la pared de la casa rodante. Durante unos segundos reinó el silencio.
—No tengo nombre— declaró en voz baja el duque—. La persona que usted mencionó no existe.
—Disculpe, señor— pidió Searl, tocándose la mejilla—. To...
—¡Silencio!— ordenó el duque antes de volverse hacia Czerda— ¿Bowman tiene que mostrarles algo? ¿Darles algo?
—Sí, señor. Y debo atender a otro asuntito.
—Sí, sí, sí. Pero dése prisa.
—Sí, señor.
—Yo esperaré aquí. Cuando regrese tenemos que hablar, ¿eh, Czerda?
El gitano asintió preocupado, ordenó a Masaine que vigilara a las jóvenes, ocultó el arma bajo su chaqueta y salió, acompañado por Searl y El Brocador. Masaine, siempre cuchillo en mano, se sentó cómodamente. Maca, frotándose tiernamente la cara magullada, murmuró algo y salió, probablemente a curar sus heridas. Lila miró desolada al duque.
—Oh, Charles, cómo has podido...
—¡Boba!
Ella lo miró acongojada. Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Cecile la abrazó mirando furiosa al duque, quién la miró como si no existiera y sin dar señales de sentirse afectado.
—Párense aquí— dijo Czerda.
Se detuvieron, Bowman delante de Czerda, con un silenciador hurgándole la espalda, El Brocador y Searl a cada lado suyo, el Citroen a tres metros de distancia.
—¿Dónde está la llave?— preguntó Czerda.
—Yo se la daré.
—No. Es muy capaz de escamotearla o hasta de encontrar un arma oculta. ¿Dónde está?
—En un llavero pegado con tela adhesiva debajo del asiento del conductor, detrás, a la izquierda.
—Searl —dijo Czerda; el nombrado asintió y se dirigió al auto—. No confía en mucha gente, ¿verdad? —agrego con acritud.
—¿Le parece que debería confiar?
—¿Que número tiene esa caja de seguridad?
—Sesenta y cinco.
Searl regresó diciendo:
—Estas son llaves de automóvil.
—La de bronce no.
Czerda tomó las llaves.
—La de bronce no— repitió, sacándola del llavero—. Esta vez dijo la verdad. ¿Cómo está envuelto el dinero?
—En hule y papel pardo, lacrado. Tiene mi nombre escrito.
—Bien— repuso Czerda, e hizo una seña a Maca, que estaba sentado en los escalones de una casa rodante y se acercó frotándose la barbilla y mirando a Bowman con malevolencia—. El joven José tiene una motoneta, ¿verdad?
—Si quieres que lleve un mensaje, yo iré en su busca. Está en la plaza de toros.
—No hace falta— repuso Czerda, entregándole la llave—. Es de la caja de seguridad número sesenta y cinco de la estación de Arles. Dile que la abra y que traiga el paquete envuelto en papel pardo que hay adentro. Dile que lo cuide tanto como a su propia vida. Es un paquete muy valioso, muy valioso. Dile que vuelva aquí lo antes posible y que me lo entregue. Si no estoy aquí, alguien sabrá dónde fui y debe buscarme. ¿Está claro?
Maca asintió con la cabeza y se alejó. Czerda dijo:
—Creo que es hora de que nosotros también visitemos la plaza de toros.
Cruzaron el camino, pero no fueron directamente a la pista, sino a una de varias cabañas adyacentes, evidentemente utilizadas como vestuarios, pues en la que entraron colgaban uniformes de matador y de razateur, así como varios trajes de payaso.
—Póngase ese— indicó Czerda, señalando uno de estos últimos.
—¿Ese?— exclamó Bowman, mirando el pintoresco atavío—. ¿Por qué demonios voy a hacerlo?
—Porque este amigo mío se lo pide— dijo Czerda, moviendo el arma que empuñaba—. No lo haga enojarse.
Bowman obedeció. Cuando termino, no le sorprendió nada ver que El Brocador se quitaba su llamativo uniforme blanco y se ponía su traje oscuro, que Searl se cubría con una larga bata azul y que después los tres se ponían máscaras de papel y sombreros cómicos. Evidentemente ansiaban permanecer anónimos, una predilección nada insólita en quienes se proponen cometer un asesinato. Czerda ocultó su arma bajo una bandera roja y juntos salieron rumbo a la plaza de toros.
Cuando llegaron a la entrada del callajon, a Bowman le sorprendió un poco descubrir que el acto cómico iniciado antes de salir el no había terminado todavía. Tantas cosas parecían haber ocurrido desde que el abandonara la plaza de toros, que le costaba darse cuenta de que habían trascurrido pocos minutos. Al llegar comprobaron que uno de los payasos, increíblemente, estaba haciendo equilibrio parado sobre una mano encima del lomo del toro, que permanecía inmóvil con desconcertada furia, balanceando la cabeza de un lado a otro. La multitud aplaudía extasíada; y Bowman pensó que, en otras circunstancias, también él habría aplaudido.
Para su breve actuación final, los dos payasos valsearon hacia el costado de la pista, acompañados por el acordeón del tercero. Por fin se detuvieron, juntos encararon al público y se inclinaron profundamente, sin advertir, al parecer, que daban la espalda al toro enfurecido. El público grito para prevenirles, los payasos, siempre agachados, se separaron empujándose a último momento y el toro se precipitó enloquecido al sitio donde habían estado apenas un segundo antes, para estrellarse contra la barrera con un impacto que lo dejó momentáneamente aturdido. Mientras los payasos saltaban al callajon, la multitud seguía aclamándolos con silbidos y gritos. A Bowman se le ocurrió preguntarse si unos minutos más tarde estarían todos tan contentos y despreocupados; le pareció improbable.
Ahora la pista estaba vacía, y Bowman y sus tres acompañantes habían pasado al callajon. El público miraba interesado y con gran regocijo el atavío de Bowman, al que incuestionablemente valía la pena mirar dos veces. Vestía de la manera más extravagante. Su pantalón era rojo en la pierna derecha, blanco en la izquierda, y el jubón estaba compuesto de cuadrados rojos y blancos. Los zapatos flexibles de lona verde que calzaba eran tan absurdamente largos, que las puntas iban atadas a sus espinillas. Lucía un blanco sombrero cónico de pierrot, con un pompón rojo encima; para su defensa iba armado con una delgada caña de un metro de largo, con una pequeña bandera tricolor en la punta.
—Tengo el arma y tengo a la muchacha— le dijo Czerda en voz baja—. ¿Lo recordará?
—Trataré.
—Si intenta escapar, la muchacha no vivirá. ¿Me cree?
Bowman movió la cabeza asintiendo y dijo:
—Y si muero, la muchacha tampoco vivirá.
—No. Sin usted, la muchacha no es nada, y Czerda no combate contra mujeres. Ya sé quién es usted, o creo saberlo. No importa. He descubierto que usted la conoció recién anoche, y que es inimaginable que un hombre como usted pueda haberle dicho nada importante: un profesional nunca explica más de lo necesario, ¿no es así, señor Bowman? Y a una mujer joven se la puede obligar a hablar, señor Bowman. Ella no puede hacernos daño. Cuando hayamos hecho lo que nos proponemos, y eso será dentro de dos días, quedará libre y podrá irse.
—Ella sabe dónde está enterrado Alexandre.
—No me diga. ¿Alexandre? ¿Quién es Alexandre?
—Por supuesto. ¿Podrá irse?
—Tiene usted mi palabra— repuso el gitano, y Bowman le creyó—. A cambio, tendrá usted que luchar ahorra de manera convincente.
Bowman asintió con la cabeza. Los tres hombres lo sujetaron, o intentaron sujetarlo, y los cuatro se tambalearon en el callajon. La colorida muchedumbre estaba ahora de excelente humor: alegre, parlanchína, tranquila. Evidentemente, todos pensaban que estaban paáando un rato muy divertido esa tarde, y que esa fingida pelea que tenía lugar en el callajon (fingida era, sin duda, ya que no se veían brazos levantados ni movimientos coléricos) era solo el preludio de otra comiquísima representación. Tenía que serlo, si el hombre que forcejeaba por zafarse estaba vestido con ese ridículo traje de pierrot. Por último, con acompañamiento de muchos silbidos, risas y gritos de aliento, Bowman se zafó, corrió un poco por el callajon y saltó a la pista. Czerda corrió tras él, intentó trepar la barrera, pero lo contuvieron Searl y El Brocador, señalando excitados al norte de la pista. Czerda miró en la dirección indicada.
No eran los únicos que miraban hacia allí. El público había quedado silencioso de pronto; sus risas habían cesado, y desaparecido las sonrisas. Su regocijo había sido reemplazado por un desconcierto que se convirtió rápidamente en ansiedad y temor. Los ojos de Bowman siguieron a los de la multitud: entonces pensó que no solo comprendía el temor de la multitud, sino que lo compartía en todo su alcance. Se había levantado la compuerta norte del toril, y en la entrada se alzaba un toro. Pero ese no era el pequeño y liviano toro negro del Camargue que se utilizaba en el cours libre, el inofensivo toreo de Provenza; aquel era un enorme toro de lidia español, uno de los monstruos andaluces que pelean hasta morir en las grandes corridas de España. Tenía un lomo enorme, una cabeza gigantesca y unos cuernos de un largo aterrador. Tenía la cabeza baja, aunque no tanto como la tendría cuando arremetiera. Golpeaba el suelo con las patas, arrastrando hacia atrás cada casco delantero por turno, abriendo hondos canales en la arena oscura.
Muchos espectadores se miraban ya con extrañeza inquieta y algo temerosa. En su mayoría eran aficionados a ese deporte y sabían que lo que estaban viendo era insólito, y que aquello sería lo mismo que enviar a un hombre a su muerte segura, así fuera el razateur más valiente y hábil.
El gran toro avanzaba ahora lentamente por la pista, sin dejar de hacer esas hondas huellas en la arena. Tenía la cabezota más baja que antes.
Bowman permanecía inmóvil, con los labios apretados, los ojos entrecerrados, fijos y atentos. Unas doce horas antes, cuando avanzaba centímetro a centímetro por la repisa de aquel precipicio en los almenajes en ruinas de la antigua fortaleza, había conocido el miedo, y ahora lo volvía a conocer y lo admitía para sí. Pensó irónicamente que eso no era mala cosa. Era el miedo lo que ponía en movimiento la adrenalina, y la adrenalina era el catalizador que desencadenaba la capacidad para la acción violenta y para una reacción anormalmente rápida. En esa situación, iba a necesitar toda la adrenalina posible. Pero era fríamente consciente de que si sobrevivía, solo podía ser por un brevísimo período: ya no podía salvarlo ni toda la adrenalina del mundo.
Desde la seguridad del callajon, Czerda se lamió los labios, en parte con inconsciente simpatía hacia el hombre que estaba en la pista, en parte adelantándose a lo que ocurría. De pronto se puso tenso, y toda la multitud hizo lo mismo. Un silencio fantasmal, como de muerte, envolvió el estadio. El enorme toro arremetía
Con una aceleración increíble en un animal de ese tamaño, fue hacia Bowman como un tren expreso. Bowman no pestañeó; se quedó inmóvil, como paralizado de miedo, mientras su mente calculaba la correlación entre la velocidad del toro y la distancia que los separaba y que disminuía con rapidez. Temerosos, como hipnotizados, los espectadores miraban horrorizados, convencidos en su fuero interno de que solo faltaban unos instantes para que ese pierrot loco fuera destruido. Bowman aguardó a que pasara uno de esos instantes y entonces, cuando el toro estuvo a menos de seis metros y de un segundo de distancia, se arrojó a la derecha. El toro, que lo sabía todo sobre esas tácticas, viró instantáneamente a la izquierda para interceptarlo, con celeridad notable en un animal tan enorme. Pero Bowman, que solo había finteado, se detuvo violentamente y se arrojó a la izquierda, y el toro pasó de largo con estruendo sin hacerle daño, errándole con el cuerno derecho por treinta centímetros. La multitud, incrédula, lanzó un largo suspiro colectivo de alivio; los espectadores se miraron meneando la cabeza entre murmullos de alivio. Pero la aprensión, la tensión, seguían pesando en la atmósfera.
El toro andaluz, que podía frenar con toda rapidez como acelerar, se detuvo entre una lluvia de arena, giró en redondo y, sin pausa, cargó de nuevo contra Bowman. Este calculó de nuevo su momento con la exactitud de una fracción de segundo, de nuevo repitió la misma maniobra, pero esta vez a la inversa. De nuevo el toro erró, pero esta vez solo por algunos centímetros. De la multitud surgió otro murmullo de admiración, acompañado en esta ocasión por algunos aplausos esporádicos. La tensión reinante comenzaba a aflojarse, no mucho, pero sí lo bastante como para que fuera perceptible.
De nuevo el toro dio la vuelta, pero esta vez se quedó quieto, a menos de diez metros de distancia. Sin moverse para nada, observaba a Bowman, tal como Bowman, sin moverse, lo observaba. Bowman contempló con fijeza los grandes cuernos. No cabían dudas de que les habían afilado las puntas. Con una curiosa sensación de distanciamiento, pensó que pocas veces había visto un refinamiento más superfluo. Así los cuernos hubieran sido afilados, o limados hasta el diámetro de una moneda, el resultado habría sido el mismo. Un movimiento de uno de esos enormes cuernos, respaldado por toda la potencia de esos grandes músculos del lomo y el pescuezo, le traspasaría el cuerpo a cualquiera que fuese el estado de la punta. A decir verdad, quizá ser destripado por un cuerno afilado resultara un modo más fácil y menos torturante de morir. De todos modos, la cuestión tenía importancia solo académica; el resultado final sería inevitable y el mismo.
Los enrojecidos ojos del toro no vacilaban. Bowman se preguntó si acaso pensaba, si estaría pensando. ¿Pensaría lo mismo que él, que aquello no era más que un partido de ruleta rusa en cuanto a los términos de probabilidades? ¿Esperaría que Bowman ejecutara la misma maniobra la próxima vez, no se dejaría atraer, seguiría derecho y lo alcanzaría cuando Bowman se detuviera para lanzarse en sentido opuesto? ¿O pensaría quizás que la próxima acción evasiva de Bowman tal vez no fuera una finta, sino un movimiento real, y lo alcanzaría igual. Engaño y doble engaño, pensó Bowman, y no tenía sentido pensar en eso. Allí actuaban las reglas de la suerte ciega, y tarde o temprano, —más temprano que tarde, ya que en cada ocasión tenía el cincuenta por ciento de probabilidades—, uno de esos cuernos le arrancaría la vida.
El pensar en ese cincuenta por ciento de probabilidades instó a Bowman a arriesgar una rápida mirada hacia la barrera, que estaba a solo tres metros de distancia. Se volvió y corrió hacia ella, tres pasos, sabiendo que a sus espaldas el toro había iniciado su ataque, sabiendo que delante suyo, en el callajon, estaba Czerda con la bandera roja sobre el brazo, pero el arma debajo, claramente colgando hacia abajo. Sabía, tal como Bowman sabía que él sabía, que aquel no tenía intención de abandonar la pista.
Bowman giró sobre sí mismo, de espaldas a la barrera, para enfrentar al toro. Girando como un trompo, se alejó velozmente a lo largo de la barrera, mientras el toro enfurecido atacaba y la punta aguzada de su cuerno derecho rozaba la manga de Bowman, pero sin desgarrar siquiera la tela. El toro se estrelló contra la barrera con fuerza tremenda, astilló las dos tablas de arriba y luego se encabritó con las patas delanteras encima de las tablas, tratando furiosamente de trepar. Trascurrió un rato antes de que el animal advirtiera que Bowman estaba todavía dentro de la pista, aunque ya a una prudente distancia.
Ya la muchedumbre aplaudía y lanzaba gritos de aprobación. Reaparecían las sonrisas, y algunos empezaban incluso a disfrutar de lo que inicialmente había parecido una contienda absurda unilateral y suicida.
El toro permaneció inmóvil medio minuto, sacudiendo su cabezota lentamente como aturdido por la potencia de su choque frontal con la barrera, y probablemente lo estuviera. Esta vez, cuando se movió, había cambiado de táctica. No atacó a Bowman, sino que lo acechó. Se adelantó cuando Bowman retrocedía, ganándole terreno lentamente, y cuando bruscamente bajó la cabeza y arremetió, estaba tan cerca que Bowman ni tuvo espacio para maniobrar. Haciendo lo único que le restaba hacer, saltó muy alto mientras el toro trataba de lanzarlo al aire, y aterrizando sobre el lomo del toro, dio un salto mortal y cayó al suelo de pie. Aunque lastimado y muy agotado, logró milagrosamente mantener el equilibrio.
La muchedumbre demostró su admiración vociferando y silbando. Riendo encantados, los espectadores se palmeaban unos a otros. Allí, bajo ese disfraz de pierrot, debía estar uno de los grandes razateurs del momento, el más grande razateur del momento. Algunos espectadores se mostraban casi avergonzados de haberse preocupado por la capacidad de supervivencia de tan gran maestro.
Los tres prisioneros esposados en sus literas, las dos muchachas y Masaine observaban con cierto recelo al duque, que se paseaba intranquilo de un lado a otro de la casa rodante, mirando su reloj con creciente irritación.
—En nombre del diablo ¿por qué tarda tanto Czerda?— exclamó volviéndose hacia Masaine—. Oiga, usted...
—¿Adonde llevaron a Bowman?
—Vaya, pensé que lo sabía.
—¡Contéstame, cretino!
—En busca de la llave para el dinero. Ya lo oyó. Y después a la plaza de toros, por supuesto.
—¿A la plaza de toros? ¿Para qué?
—¿Para qué?— repitió Masaine, auténticamente perplejo—. Usted quería que lo hicieran, ¿verdad?
—¿Que hicieran qué?— insistió Le Grand Duc, conteniéndose a duras penas.
—Eliminar a Bowman.
El Duque puso las manos sobre los hombros de Masaine y lo sacudió con un enojo ya incontenible.
—¿Por qué a la plaza de toros?
—A pelear a mano limpia con un toro, por supuesto. Un enorme toro español que mata— explicó Masaine, señalando a Cecile con la cabeza—. Si no lo hace, la mataremos a ella. De este modo, dice Czerda, no se sospechará de nosotros. Bowman ya debe estar muerto. Czerda es listo— concluyó Masaine, meneando la cabeza con admiración.
—¡Es un loco delirante!— gritó el duque—. ¿Matar a Bowman? ¿Ahora? ¿Antes de que lo hayamos hecho hablar? Sin mencionar los ochenta mil frnacos que todavía no tenemos. ¡Enseguida, hombre! ¡Detenga a Czerda! Saque a Bowman de allí antes de que sea demasiado tarde.
Masaine sacudió la cabeza con terquedad diciendo:
—Tengo órdenes de quedarme aquí y vigilar a estas mujeres.
—Más tarde me ocuparé de usted— dijo el duque en tono helado—. No puedo, no debo permitir que me vean de nuevo con Czerda en público. Señorita Dubois, corra enseguida...
Cecile se incorporó de un salto. Su vestido arlesiano no era tan bello como antes, pero Lila había efectuado arreglos rápidos suficientes como para cubrirla decorosamente.
Hizo ademán de adelantarse, pero Masaine le cerró el paso.
—Ella se queda aquí— declaró—. Tengo órdenes...
—¡Gran Dios del Cielo!— atronó Le Grand Duc—. ¿Me está desafiando?
Y avanzó pesadamente hacia Masaine, cuyo temor era evidente. Antes de que el gitano pudiese siquiera empezar a darse cuenta de lo que iba a pasar, el duque bajó con violencia un talón, con todo su enorme peso, sobre el empeine de Masaine. Con un aullido de terrible dolor, Masaine, cojeando, se agachó para apretarse el pié lastimado con ambas manos. Entonces el duque golpeó con las manos juntas la base del cuello de Masaine, que se desplomó pesadamente al suelo, inconsciente antes ya de llegar a él.
—¡Rápido, señorita Dubois, rápido!— exclamó con premura el falso duque—. Si no ha muerto ya, es posible que su amigo esté in extremis.
Y no cabían dudas de que Bowman se hallaba in extremis. Aún estaba de pie... pero solo un poder de voluntad excepcional y un instinto de supervivencia, aunque este se extinguía con rapidez, lo mantenían todavía allí. Tenía la cara chorreada de arena y sangre, retorcida de dolor y sumida de agotamiento. De vez en cuando se apretaba las costillas del lado izquierdo, que eran evidentemente la fuente principal del dolor que sufría. Sus galas de pierrot estaban ahora harapientas, sucias y rotas; dos largos desgarrones al costado derecho de su blusa eran pruebas de que dos veces había escapado por muy poco al cortante cuerno izquierdo del toro. Ya había olvidado cuántas veces había estado en el suelo enarenado de la pista, pero no había olvidado las tres ocasiones en que su estadía allí había sido totalmente involuntaria. Dos veces el toro lo había arrojado al suelo, y una vez el revés del cuerno izquierdo le había golpeado el brazo izquierdo, lanzándolo al aire en un salto mortal. Y ahora el animal arremetía de nuevo.
Bowman esquivó, pero sus reacciones se habían vuelto más lentas, mucho más lentas. Providencialmente, el toro calculó mal y embistió lejos de Bowman, pero su costado izquierdo lo rozó... aunque tratándose de algo que pesa como una tonelada y corre a cuarenta kilómetros por hora, la palabra "rozar" es un término puramente relativo. Ese roce lanzó a Bowman de cabeza al suelo. El toro lo persiguió, tratando malignamente de traspasarlo, pero a Bowman le quedaban todavía percepción y recursos físicos suficientes como para seguir rodando en un desesperado intento de esquivar aquellos cuernos mortíferos.
El público había quedado de pronto muy callado. Sabían que aquel era un gran razateur, un mimo y actor magistral, pero sin duda nadie llevaría el interés por su arte hasta los extremos suicidas en que, ahora a cada instante, rodando sobre la arena, eludía la muerte por centímetros y algo menos, ya que dos veces en otros tantos segundos los cuernos del toro atravesaron la espalda del jubón.
Las dos veces Bowman sintió que el cuerno le surcaba la espalda, y fue eso lo que le infundió energías para un esfuerzo que, lo sabía, debía ser el último. Seis veces huyó del toro rodando lo más rápido posible, aprovechó la ínfima posibilidad que se le ofrecía y se irguió de prisa. No podía hacer más que permanecer allí de pie, vacilando como un ebrio y tambalendo de lado a lado. De nuevo cayó sobre el estadio ese silencio espectral mientras el toro, enfurecido más allá de toda medida y tan colérico que abandonó toda astucia, arremetía una y otra vez, pero cuando parecía inevitable que en esta ocasión el toro lo destriparía sin falta, una incontrolable sacudida de Bowman hizo que el afilado cuerno le errara por dos centímetros apenas. Tan furioso estaba el toro, que siguió corriendo veinte metros más antes de advertir que Bowman ya no estaba en su camino, y detenerse entonces.
La muchedumbre pareció enloquecer. En su alivio, en su ilimitada admiración por aquel semidiós, todos aclamaban, aplaudían, gritaban, lloraban lágrimas de risa. ¡Qué gran actor, qué comediante, qué magnífico razateur! Sin duda alguna, nunca se había visto tal exhibición.
Totalmente agotado, Bowman se apoyó en la barrera, a escasa distancia del sonriente Czerda. Bowman estaba acabado, y la desesperación de su rostro lo mostraba. Estaba acabado no solo físicamente; también había llegado al final de sus energías mentales. Simplemente ya no estaba dispuesto a escapar más. El toro bajó la cabeza preparándose para otra embestida: una vez más se hizo el silencio en el estadio. ¿Qué nueva hazaña iba a mostrarles ahora ese hombre maravilloso?
Pero el hombre maravilloso ya no cumpliría más hazañas ese día. Al hacerse el silencio, oyó algo que lo hizo volverse bruscamente y mirar a la multitud con expresión incrédula. De pie en lo alto, detrás de la muchedumbre, se hallaba Cecile, haciéndole señas frenéticas, sin hacer caso de las decenas de personas que se habían vuelto para mirarla extrañadas.
—¡Neil! Su voz era casi un alarido—. ¡Neil Bowman! ¡Ven!
Bowman fue. El toro había iniciado su embestida, pero ver a Cecile y comprender que su salvación estaba cercana habían infundido a Bowman renovada fuerza, aunque fuera por poco tiempo. Trepando, se refugió en el callajon por lo menos dos segundos antes de que el toro se lanzara contra la barrera. Luego se quitó el sombrero de Pierrot, que le colgaba sobre la nuca por su banda elástica, lo clavó en uno de los cuernos aguzados, pasó junto al atónito Czeída empujándolo sin ceremonias y subió las gradas corriendo con toda la rapidez que le permitían sus pesadas piernas, saludando con la mano al público que se abría para dejarle paso. Aunque desconcertados por ese notable desenlace, los espectadores le brindaron una recepción tumultuosa. Tan insólito había sido el acto entero, que sin duda pensaban que aquello también era parte de él. Bowman no sabía ni le importaban las reacciones del público. Mientras le abrieran paso y volvieran a cerrarlo después, eso podría darle segundos de ventaja sobre los inevitables perseguidores, que quizá resultaran vitales. Llegado arriba, tomó a Cecile por el brazo diciéndole:
—Me encanta tu sentido de la oportunidad.
Su voz, como su respiración, era ronca, jadeante y alterada. Se volvió y miró atrás. Czerda se abría paso entre la muchedumbre, sin hacerse de nuevos amigos; El Brocador avanzaba en una ruta convergente; de Searl no veía señales. Juntos, él y la joven bajaron de prisa los anchos escalones hasta salir del estadio, bordeando los toriles, los establos y los vestuarios. Introduciendo una por uno de los muchos desgarrones de su blusa, Bowman sacó las llaves de su auto. Cuando llegaron al último vestuario, apretó con más fuerza el brazo de Cecile y miró cautelosamente desde la esquina. Un segundo más tarde se volvió con una amarga expresión de pesar.
—No es nuestro día de suerte, Cecile. Ese gitano a quien aporreé, Maca, está sentado sobre la tapa del motor del Citroen. Lo que es peor, se está limpiando las uñas con un cuchillo. Con uno de esos cuchillos—. Abriendo una puerta que tenían detrás, empujó a Cecile adentro del vestuario donde él mismo se había vestido antes de su actuación, y le entregó las llaves del coche—. Espera a que salga el público, mézclate con él. Toma el coche y espérame en el extremo sur de la iglesia, de Sainte-Maries, el que da hacia el mar. Por amor de Dios, no dejes al Citroen cerca... condúcelo a la playa de estacionamientos para casas rodantes, al este de la población, y déjalo allí.
—Entiendo— repuso ella; Bowman pensó que estaba notablemente serena—. Y mientras tanto, ¿tú tienes asuntos que atender?
—Como siempre— replicó Bowman, espiando por una grieta de la puerta; por el momento no se veía a nadie—. Cuatro madrinas de boda— agregó antes de escabullirse afuera, cerrando la puerta a su paso.
Los tres hombres encadenados yacían en sus literas, en silencio y con aparente indiferencia, Lila lloriqueaba desconsolada y Le Grand Duc fruncía el entrecejo con expresión tormentosa cuando Searl llegó corriendo. Su expresión era otra vez temerosa, y se notaba que le faltaba el aliento.
—Confío en que no traiga malas noticias— dijo Le Grand Duc en tono amenazador.
—Vi a la muchacha— jadeó Searl—. ¿Cómo fue que...?
—Por Dios, Searl, usted y el badulaque de su amigo Czerda pagarán por esto. Si Bowman ha muerto...— Se interrumpió, mirando por sobre el hombro de Searl, a quien luego apartó bruscamente—. ¿Quién demonios es ese?
Searl se volvió para mirar adonde indicaba el falso duque. Un pierrot vestido de rojo y blanco cruzaba la improvisada playa de estacionamiento corriendo a tropezones y tumbos. Era evidente que se hallaba casi exhausto.
—Es él— gritó Searl—. Es él.
A la vista de ellos aparecieron tres gitanos, uno de los cuales era inconfundiblemente Czerda, que perseguían a Bowman ganando terreno mucho más rápido que él. Bowman miró por sobre su hombro, divisó a sus perseguidores, se desvió para buscar refugio entre varias casas rodantes y volvió a detenerse cuando vio que El Brocador y otros dos gitanos le cerraban el paso; dobló en ángulo recto hacia un grupo de caballos atados cerca de allí, caballos blancos de Camargue ensillados con las monturas regionales de pomo grueso y alto respaldo, más parecidas a sillones acanalados y tapizados en cuero que a ninguna otra cosa. Corriendo hacia el más cercano, lo desató, apoyó un pie en el estribo de forma peculiar y logró subir, no sin considerable esfuerzo.
—¡Rápido!— ordenó el duque—. Traiga a Czerda. Dígale que si Bowman escapa, no escaparán ni él ni usted. Pero lo quiero vivo. Si muere, mueren ustedes. Quiero que me sea entregado antes de una hora en el Hotel Miramar de Saintes-Maries. Por mi parte, no puedo darme el lujo de permanecer aquí ni un momento más. No olviden atrapar a esa condenada muchacha y traerla también. ¡De prisa, hombre, de prisa!
Searl se apresuró. Cuando iba a cruzar el camino, tuvo que apartarse con rapidez y prudencia para evitar que lo arrollara el caballo de Bowman. Le Grand Duc pudo ver que Bowman oscilaba en la montura al punto de que, pese a tener las riendas en las manos, tenía que aferrarse al pomo para mantenerse en su sitio. Bajo el tostado artificial tenía el rostro pálido, sumido de dolor y agotamiento. Le Grand Duc advirtió que Lila se hallaba a su lado, mirando también a Bowman.
—Oí hablar de eso— dijo con voz queda la muchacha, ya sin llanto. Solo calma, tristeza e incredulidad—. Y ahora lo veo. Acosar a un hombre hasta la muerte...
Le Grand Duc apoyó una mano en su brazo diciendo:
—Mi querida muchacha, te aseguro...
Ella, sin decir nada, se apartó bruscamente de él. No hacía falta que hablara: su expresión de desprecio y aborrecimiento lo decía todo. El falso duque movió la cabeza asintiendo, se volvió y observó la figura de Bowman que se empequeñecía hasta desaparecer en un recodo del camino, al sur.
No fue el único en interesarse tanto por la partida de Bowman. Con la cara apretada contra una ventanita cuadrada al costado del vestuario, Cecile siguió con la vista el galope del blanco caballo y su jinete hasta que se perdieron de vista. No se movió de allí porque tenía la certeza de lo que iba a suceder después, y no tuvo que esperar mucho. Treinta segundos más tarde pasaron, al galope de sus cabalgaduras, otros cinco jinetes: Czerda, Ferenc, El Brocador, Searl y otro a quien ella no reconoció. Con los labios secos, casi llorando y acongojada, la joven se apartó de la ventana y se puso a buscar entre las vestimentas allí colgadas.
Casi de inmediato encontró lo que buscaba: un traje de payaso, consistente de los anchísimos pantalones habituales —rojos, con anchos tirantes para sostenerlos—; un jersey de fútbol a rayas rojas y amarillas, y una voluminosa chaqueta oscura. Se puso los pantalones, acomodando como pudo dentro de ellos el largo vestido de fiesta (eran tan anchos, que el abultamiento adicional apenas se notó), se puso el jersey rojo y amarillo, se cubrió con la chaqueta grande, se quitó la peluca roja y se puso en la cabeza una gorra chata verde. En el vestuario no había espejo; Cecile pensó tristemente que tal vez eso fuera una ventaja.
Volvió a la ventana. Era evidente que había concluido la función de la tarde, ya que la gente en tropel bajaba los escalones y cruzaba el camino en busca de sus coches. Se acercó a la puerta. Así vestida, con un traje tan conspicuo que volvía casi anónimo a quien lo llevaba puesto; con los hombres a quienes más temía persiguiendo a Bowman, y con tanta gente afuera con quien mezclarse, comprendía que esa sería la mejor oportunidad que podría tener de llegar al Citroen sin ser advertida.
Y por lo que pudo determinar, nadie notó su presencia cuando ella cruzó el camino en busca del automóvil, y si alguien la notó, no hizo ningún alboroto al respecto, lo cual, para Cecile, equivalía a lo mismo. Abrió el coche, miró atras y adelante para comprobar que no era observada, se deslizó detrás del volante, introdujo la llave en la ignición y lanzó un grito, más de miedo que de dolor, al sentir que una mano grande y fuerte le apretaba el cuello.
Cuando la soltaron, la joven se volvió con lentitud. Maca estaba arrodillado en el piso de atrás. Sonreía de modo no muy alentador y en la mano derecha empuñaba un gran cuchillo.