CAPÍTULO 6
Bowman detuvo el vehículo frente a la entrada del hotel. A menos de seis metros de distancia, Lila estaba sola, sentada junto a una mesa, cerca de la entrada del patio. Era difícil determinar si parecía primordialmente furiosa o desconsolada. Lo cierto es que no parecía contenta.
—Su novio la abandonó— anunció Bowman—. La espero dentro de quince minutos. En el callejón al fondo del hotel. No se haga ver hasta que vea un Citroen azul. Yo estaré adentro. Y no vaya al patio. En el vestíbulo estará a salvo.
Cecile índico a Lila con la cabeza.
—¿Puedo hablar con ella?
—Claro. Adentro.
—Pero si nos ven...
—No importa. ¿Va a contarle que persona terrible soy?
—No— repuso ella con sonrisa temblorosa.
—¡Ah! Entonces le va a anunciar nuestras inminentes nupcias.
—Eso tampoco— volvió a sonreír ella.
—Tiene que decidirse...
Ella apoyó una mano en el brazo de él diciendo:
—Creo posible que usted sea una persona bastante bondadosa.
—Dudo de que ese individuo que quedó en el Ródano comparta su opinión— replicó secamente Bowman.
La sonrisa desapareció. Cecile bajó y, al partir Bowman, lo miró alejarse con el entrecejo un poco fruncido. Después fue al patio, miró a Lila y le señaló el vestíbulo con un movimiento de cabeza. Ambas entraron juntas, conversando.
—¿Estás segura?— preguntó Cecile—. ¿Charles reconoció a Neil Bowman?
Lila asintió con la cabeza.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—No sé. Te diré que es muy, muy sagaz.
—¿Te parece que es algo más que un famoso viñatero o folklorista?
—Me parece.
—¿Y no confía en Bowman?
—Eso es decir muy poco, por cierto.
—Es un empate. Ya sabes lo que piensa Bowman del duque. Por mi parte, confío en él, Lila. Hoy eliminó a otro de los malvados...
—¿Que hizo qué?
—Lo arrojó al Ródano. Lo vi hacerlo. Dice que...
—Así que por eso parecías un fantasma cuando te vi recién.
—También me sentía un poco como si lo fuera. El dice que mató a otros dos, y le creo. Y lo vi derribar a otros dos. Una farsa es una farsa, pero eso sería ridículo, no se puede simular a un muerto. El está del lado de los ángeles, Lila. Aunque debo decirte que no creo que a los ángeles les guste mucho.
—Yo no soy ángel y esto no me gusta nada— replicó Lila—. Estoy despistada y no sé cómo salir del paso. ¿Qué haremos?
—Estoy tan desconcertada como tú. ¿Hacer? Lo que se nos indicó, supongo...
—Así lo supongo yo— suspiró Lila, asumiendo de nuevo su anterior expresión cariacontecida.
—¿Dónde está Charles?— preguntó Cecile, mirándola con atención.
—Se fue— repuso Lila con mayor tristeza aún—. Acaba de irse con esa chófer suya... así la llama él... y me dijo que esperara aquí.
—¡Lila!— exclamó Cecile, mirando extrañada a su amiga—. No es posible que tú...
—¿Por qué? ¿Por qué no? ¿Qué hay de malo en Charles?
—Nada, por supuesto. Absolutamente nada— Cecile se levantó—. Dentro de dos minutos tengo una cita. A nuestro señor Bowman no le gusta que le hagan esperar.
—Cuando pienso en él con esa zorrita...
—A mí me pareció una joven simpatiquísima.
—Eso pensé yo también— admitió Lila—. Pero fue hace una hora.
La verdad era que Le Grand Duc no estaba con la zorrita, ni siquiera cerca de ella. En la plaza donde se hallaban instaladas las casas rodantes rumanas y húngaras, no se veían señales de Carita ni del enorme Rolls Royce verde. Y no podía decirse que ni a una ni a otro se los pudiera pasar normalmente por alto. En cambio, el duque estaba bien a la vista: no lejos de la casa rodante verde y blanca, y con su libreta en la mano, conversaba con Simón Searl con gran animación. Czerda, como correspondía al jefe de los gitanos y a una persona ya conocida por el duque, se encontraba cerca, pero sin tomar parte alguna en la conversación. En cuanto a Searl, a juzgar por los pocos signos de emoción que su flaco rostro ascético mostraba de vez en cuando, también parecía deseoso de no estar tomando parte en ella.
—Agradecidísimo, señor cura, agradecidísimo— declaro Le Grand Duc en su tono más señorial—. No sé decirle lo impresionado que me dejó la ceremonia que usted celebró en el campo cercano a la Abadía, esta mañana. Conmovedora, muy conmovedora. Por Júpiter, mis conocimientos aumentan a cada minuto. ¿Se lastimó la pierna, mi estimado amigo?— agregó mirando a Searl con más atención.
—No es más que una leve torcedurn — repuso Searl con evidente esfuerzo.
—Ah, pero hay que cuidar esas leves torceduras... pueden surgir complicaciones muy graves, en verdad. Sí, por cierto, muy graves—. Se quitó el monóculo, balanceándolo en la punta de su gruesa cinta negra, para observar mejor a Searl—. ¿No lo he visto antes en otra parte...? No me refiero a la Abadía. Sí, sí, por supuesto...esta mañana, junto al hotel. Qué raro, no recuerdo que cojeara entonces. Pero claro que mi vista...— Volvió a ponerse el monóculo—. Otra vez, gracias. Y cuídese de esa torcedura. Tenga usted muchísimo cuidado, señor cura. Por su propio bien.
Y guardándose la libreta en un bolsillo interno, el duque se alejo majestuosamente. Czerda miró a Searl sin que la parte de su cara que no estaba vendada registrara ninguna expresión. Searl, por su parte, se pasó la lengua por los labios secos, y sin decir palabra, dio la espalda y se fué.
Incluso para un observador cercano que lo conociera, el hombre sentado al volante del reluciente Citroen azul detenido en el callejón, al fondo del hotel, debía ser totalmente irreconocible como Bowman. Lucía un sombrero blanco, anteojos negros, una atroz camisa a pintas azules y blancas, un chaleco negro bordado, desabotonado, unos pantalones de piel de topo y botas altas. La tez era más pálida; el bigote, más grande. A su lado, sobre el asiento, tenía un pequeño bolso. Se abrió la portezuela delantera del otro lado, y Cecile se asomo pestañeando indecisa.
—No muerdo— dijo alentadoramente Bowman.
—¡Dios santo!— exclamó ella, deslizándose a su asiento—. ¿Qué... qué es esto?
—Soy un guardián, un vaquero vestido con sus mejores galas, uno de los muchos que andan por la calle. Ya le elije que había ido de compras. Ahora le toca a usted...
—¿Qué lleva en ese bolso?
—Mi poncho, por supuesto.
Mientras Cecile lo miraba con esa expresión pensativa que ya se había vuelto casi habitual en ella, Bowman la llevó al emporio de ropas que habían visitado esa mañana, más temprano. Al cabo ele un lapso adecuado, la misma gerenta revoloteó alrrededor de Cecile, formulando comentarios efusivos y admirativos, hablando tanto con los brazos como con la voz. Cecile estaba ahora ataviada con el traje de fiesta de una arlesiana, con un largo vestido bordado en negro, un jubón blanco de encaje y un sombrero con pliegues del mismo material. El sombrero cubría una peluca de color rojo oscuro.
—¡Madame, está... fantástica!— declaró extáticamente la gerenta.
—El precio también— contestó Bowman resignado, mientras sacaba más billetes de banco.
Luego condujo a Cecile al Citroen, donde ella, sentándose, acarició la bella tela de su vestido con aprobación.
—Debo confesar que es muy lindo. ¿Le gusta vestir muchachas?
—Solo cuando algún delincuente me financia. No se trata de eso... Cierta gitana morena fue vista conmigo. En toda Europa no habría una compañía de seguros que mire siquiera a esa gitana morena.
—Entiendo— repuso ella con macilenta sonrisa—. ¿Tanta solicitud por su futura esposa?
—Por supuesto. ¿Qué otra cosa podía ser?
—¿El hecho de que, francamente, no puede darse el lujo de perder su ayudanta en este momento?
—Ni siquiera lo pensé.
Bowman condujo el Citroen hasta un punto cercano al sitio donde se hallaban estacionadas las casas rodantes húngaras y rumanas, en la plaza. Allí detuvo el Citroen, tomó su bolso, bajó, se irguió y se volvió. Al hacerlo tropezó con un corpulento transeúnte que pasaba lentamente por allí. El transeúnte se detuvo y lo miró ceñudo a través de un monóculo sujeto con cinta negra: Le Grand Duc no estaba habituado a que nadie lo empujara.
—Disculpe usted, monsieur— dijo Bowman.
—Concedido— respondió el duque, mientras lanzaba a Bowman una mirada de considerable disgusto.
Con una sonrisa de disculpa, Bowman tomó del brazo a Cecile y se alejó con ella. La joven le dijo en voz baja y con tono acusador:
—Hizo eso a propósito.
—¿Y qué? Si él no nos reconoce, ¿quién puede hacerlo? — Dio dos o tres pasos más y se detuvo—. Vaya, pues, ¿qué será eso?
Hubo un súbito movimiento de interés al aparecer en la plaza un camión de mudanzas negro, sin inscripciones. El conductor bajó, preguntó evidentemente algo al gitano más próximo, que señaló del otro lado de la plaza; subió de nuevo al camión y lo condujo hasta las cercanías de la casa rodante de Czerda. El mismo Czerda se hallaba junto a la escalera, hablando con Ferenc: ninguno de los dos parecía haber progresado mucho en recuperarse de sus heridas.
El conductor y un ayudante bajaron, se dirigieron a la parte posterior del camión, abrieron las puertas y, con mucha dificultad y la ayuda que les fue ofrecida, sacaron una camilla donde, con el brazo izquierdo en cabestrillo y la cara toda vendada, yacía inerte Pierre Lacabro. El malévolo resplandor de su ojo derecho —ya que el izquierdo estaba totalmente cerrado— mostraba con claridad que Lacabro estaba bien vivo. Con expresiones consternadas, Czerda y Ferenc se adelantaron con rapidez para ayudar a los que cargaban la camilla. Inevitablemente, Le Granel Duc fue uno de los primeros en llegar a la escena inmediata. Se inclinó brevemente sobre el aporreado Lacabro y luego se irguió, chasqueando la lengua y meneando la cabeza tristemente.
—Ya nadie está seguro en las rutas— comentó antes de volverse hacia Czerda—. ¿No es este mi pobre amigo, el señor Koscis?
—No— repuso Czerda, conteniéndose.
—¡Ah! Me alegro de oírlo. Aunque compadezco a este pobre sujeto, por supuesto. De paso, ¿quiere decirle al señor Koscis que quisiera hablar de nuevo con él cuando este aquí? Cuando le convenga, por supuesto.
—Tratare de encontrarlo— repuso Czerda, mientras ayudaba a llevar la camilla hacia la escalera de su propia casa rodante.
Al volverse, el duque estuvo por tropezar con la pareja china que antes estaba en el patio del hotel. Se quitó el sombrero con galantería, pidiendo disculpas a la mujer eurasiática.
Bowman, que no se había perdido nada de la acción lateral, miró primero a Czerda, cuya cara registraba en alto grado una mezcla de ira y temor; luego al duque, y por último a la pareja china. Por fin se volvió hacia Cecile, susurrándole:
—Ya ve. Sabía que el sabría nadar. No mostremos demasiado interés en lo que ocurre— agregó llevándola a unos pasos de distancia—. Ya sabe qué quiero hacer... le prometo que no habrá peligro.
La miró pasar como al descuido cerca de la casa rodante de Czerda y detenerse para acomodarse un zapato en la vecindad de la casa rodante verde y blanca. En la ventana lateral, las cortinas estaban cerradas, pero la ventana misma se hallaba un poco entreabierta.
Satisfecho, Bowman cruzó la plaza, hacia unos árboles cercanos a varias otras casas rodantes, donde estaban atados algunos caballos. Miró a su alrededor para comprobar que nadie lo observaba, vio que la puerta de la casa rodante de Czerda se cerraba una vez que la camilla estuvo adentro, introdujo una mano en su bolso y de el sacó un puñado de objetos enroscados envueltos en papel pardo y cada uno provisto de dos centímetros y medio de mecha. Eran simplemente triquitraques tradicionales...
En la casa rodante de Czerda, este mismo, Ferenc, Simón Searl y El Brocador rodeaban el cuerpo todavía yacente de Pierre Lacabro. En lo poco que se podía ver de su cara, la expresión de Lacabro registraba un descontento que no se podía atribuir enteramente a sus sufrimientos tísicos. Tenía el aire ofendido de alguien a cuyas heridas no se acuerda el grado debido de cariñoso cuidado y preocupada compasión.
—¡Lacabro, eres un tonto!— La voz de Czerda era casi un grito—. ¡Grandísimo idiota! Te dije nada de violencia. Nada de violencia.
—Tal vez debiste decírselo a Bowman, en cambio— sugirió El Brocador—. Bowman sabía. Bowman vigilaba. Bowman esperaba. ¿Quién se lo dirá a Gaiuse Strome?
—Quién otro que nuestro excomulgado amigo, aquí presente— dijo Czerda con violencia—. No te envidio, Searl.
A juzgar por su expresión, era evidente que Searl tampoco se envidiaba a sí mismo.
—Quizá no sea necesario— sugirió abatido—. Si Gaiuse Strome es quien ahora todos creemos que es, ya está enterado.
—¿Enterado?— repitió Czerda . ¿Enterado de qué? No sabe que Lacabro es uno de mis hombres, y por consiguiente, de los suyos. No sabe que Lacabro no sufrió un accidente en la ruta. No sabe que el responsable es Bowman. No sabe que una vez más nos las hemos ingeniado para perder el rastro a Bowman... mientras que, al mismo tiempo, Bowman conoce evidentemente todos nuestros movimientos. Si crees no tener nada que explicar, Searl, estás loco—. Se volvió hacia Ferenc—. Reúne a las casas rodantes. Ya mismo. Partimos dentro de media hora. Diles que esta noche acamparemos cerca de Vaccares. ¿Qué fue eso?
Clara y bruscamente se había oído una serie de fuertes estampidos. Los hombres gritaban, los caballos relinchaban de miedo, se oía el silbato de un policía, y aún continuaba la serie de sonoras explosiones. Czerda, seguido por los otros tres, se precipitó a la puerta de su casa rodante y la abrió de un tirón.
No eran los únicos ansiosos y curiosos por descubrir de dónde provenía el alboroto. No sería exagerado atirmar que en treinta segundos, los ojos de todos los presentes en la plaza estaban fijos en la parte noreste de esta, donde un grupo de gitanos y guardians (entre los que se destacaba Bowman) forcejeaban por contener a un grupo de caballos encabritados, que iban de un lado a otro, relinchando y ya enloquecidos de miedo.
Un par de ojos estaba ocupado en otra cosa, y ese pertenecía a Cecile. Esta, apretada contra el costado de la casa rodante verde y blanca, en puntas de pie, espiaba por una abertura que acababa de hacer en la cortina.
Dentro de la casa rodante estaba oscuro, pero las tinieblas no eran totales ni mucho menos, y hasta los ojos de Cecile se habituaron rápidamente a la oscuridad. Entonces la joven no pudo contener una involuntaria exclamación de horror. Una muchacha de cabello negro corto yacía boca abajo sobre un camastro; evidentemente, solo así podía estar acostada. No tenía vendada la espalda desnuda, salvajemente mutilada, pero sí cubierta con alguna clase de ungüento. Por sus continuos movimientos inquietos, y sus ocasionales gemidos, era evidente que no dormía.
Cecile bajó la cortina y se alejó. En los escalones de la casa rodante, Madamc Zigair, Sara y Marie le Hobenaut miraban con atención hacia el otro lado de la plaza, y Cecile pasó al lado de ellas con la mayor despreocupación posible, cosa que no le fué fácil cuando le temblaban las piernas y se sentía descompuesta. Cruzando la plaza, volvió junto a Bowman, que en ese momento lograba tranquilizar a uno de los aterrados caballos. Soltó el caballo, tomó a la joven del brazo y la condujo al sitio donde había dejado estacionado el Citroen. La miró, pero no tuvo que hacerlo muy de cerca.
—No le gustó lo que vio, ¿verdad?— preguntó.
—Enséñeme a usar un arma y la usaré. Aunque no vea. Me acercaré lo suficiente.
—¿Tan malo es?
—Peor. Es poco más que una niña, un ser menudo y frágil, y prácticamente le han despellejado la espalda. Era horrible. La pobre muchacha debe sufrir muchísimo.
—¿Así que no compadece tanto al hombre a quien arrojé al Ródano?
—Lo compadecería. Si me encontrara con él. Con un arma en la mano.
—Nada de armas. Yo tampoco las llevo... Pero le entiendo.
—Y usted parece recibir con mucha calma las noticias que le doy.
—Estoy tan encolerizado como usted, Cecile, pero es que hace mucho que lo estoy y no puedo demostrarlo siempre. En cuanto a la paliza que recibió esa muchacha, tenía que ser algo por el estilo. Como Alexandre, la pobre chica se desesperó y trató de pasar un mensaje, alguna información; por eso le enseñaron una lección que consideraran permanente para ella y las demás mujeres. Y es probable que lo sea.
—¿Qué información?
—Si lo supiera, tendría a esas cuatro mujeres fuera de esa casa rodante y a salvo en diez minutos.
—Si no quiere decírmelo, no me lo diga.
—Oiga, Cecile...
—Está bien, no importa— Hizo una pausa—. ¿Sabe que esta mañana quise huir? ¿Cuando volvíamos del Ródano?
—No me habría sorprendido.
—Ahora no. Ya no. Tendrá que soportarme.
—No querría soportar a nadie más.
Ella lo miró casi sorprendida.
—Lo dijo sin sonreír.
—Lo dije sin sonreír— asintió él.
Llegados al Citroen, se volvieron y miraron hacia la plaza. Los gitanos iban de un lado a otro en una atmósfera de gran actividad. Pudieron ver que Ferenc iba de una casa rodante a otra, hablando urgentemente con los propietarios que, en cuanto él se alejaba, comenzaban a hacer preparativos para enganchar sus vehículos de remolque a las casas rodantes.
—¿Se van?— exclamo Cecile, mirando a Bowman con sorpresa—. ¿Por qué? ¿A causa de unos cuantos triquitraques?
—A causa de nuestro amigo, el que estuvo en el Ródano. Y a causa mía.
—¿Suya?
—Desde que nuestro amigo volvió de su baño, ya saben que les sigo el rastro. No saben cuánto sé. No saben cuál es mi aspecto ahora, pero sí que será diferente. También saben que no pueden echarme el guante aquí en Arles, ya que no tienen idea alguna de dónde estoy o cuál será mi paradero. Saben que, para atraparme, tendrán que aislarme, y para eso tendrán que obligarme a salir al descubierto. Esta noche acamparán en campo abierto, en algún paraje apartado del Camargue. Y allí esperan atraparme. Porque ahora saben que dondequiera que estén sus casas rodantes, allí estaré yo.
—Sí que sabe decir discursos, ¿no?— comentó Cecile, sin malicia en sus ojos verdes.
—Es pura práctica.
—Y no tiene exactamente una mala opinión de usted, ¿verdad?
—No— admitió Bowman, mirándola pensativo—. ¿Le parece que ellos sí?
—Disculpe— repuso Cecile y le tocó el dorso de la mano en un ademán contrito—. Hablo así cuando estoy asustada.
—Yo también. O sea casi siempre. Partiremos en cuanto usted haya retirado sus pertenencias del hotel, y en el mejor estilo detectivesco, los seguiremos por delante. Porque si vamos detrás, apostarán vigías a intervalos regulares para observar cualquier vehículo que pase. Y no habrá tantos coches yendo hacia el sur... esta es la gran noche de fiesta en Arles, y la mayoría no viajará a Saintes-Maries hasta dentro de cuarenta y ocho horas.
—¿Nos reconocerán? ¿Con esta ropa? No creo que puedan...
—No pueden reconocernos. No es posible que nos hayan descubierto todavía. Esta vez, no; estoy seguro. No les hace falta. Buscarán un coche en el que viaje una pareja. Buscarán un coche con patente de Arles, porque tendrá que ser un coche alquilado. Buscaran a una pareja disfrazada, porque tendrán que estarlo, y en esta zona eso significa únicamente trajes de fiesta gitanos o de guardián. Buscarán una pareja con características ya bien conocidas, tales como que usted es delgada, tiene pómulos altos y ojos verdes, mientras que yo no soy nada delgado y tengo en la cara ciertas cicatrices que solo una tintura puede ocultar. ¿Cuántos coches con cuántas parejas que vayan esta tarde al sur, a Vaccares, llenarán todos esos requisitos?
—Una— se estremeció ella—. No se le escapa nada, ¿verdad?
—A ellos tampoco. Por eso nos adelantaremos. Si no nos alcanzan, siempre podemos volver para averiguar adonde se han detenido. No sospecharán de los automóviles que lleguen desde el sur. Por lo menos así lo espero. Pero no se saque nunca los anteojos negros; esos ojos verdes la delatan de lejos.
Bowman condujo el Citroen de vuelta al hotel y lo detuvo a unos sesenta metros del patio, el sitio más cercano que encontró para estacionar.
—Prepare su equipaje— dijo a Cecile—. Tiene quince minutos. Dentro de diez estaré con usted en el hotel.
—¿Usted, por supuesto, tiene un asuntito que atender antes?
—Lo tengo.
—¿Quiere decirme cuál es?
—No.
—Qué raro. Pensé que confiaba en mí.
—Naturalmente. Cualquier muchacha que se vaya a casar connmigo...
—No me merezco eso.
—Es cierto. Confío en usted, Cecile. Implícitamente.
—Sí— asintió ella, como si estuviera satisfecha—. Ya veo que lo dice en serio. Pero no confía en mi capacidad de no hablar bajo presión.
Bowman la miró un momento, luego preguntó.
—¿Alguna vez, durante la noche, sugerí que usted no era... ejem... tan lista como podría serlo?
—Me llamó tonta varias veces, si a eso se refiere.
—¿Podrá llegar a perdonarme?
—Intentaré— sonrió ella mientras bajaba del auto y se alejaba.
Bowman esperó a que ella entrara en el patio, luego bajó del auto, se dirigió a la oficina de correos, retiro un telegrama que lo esperaba en Poste Restante, lo llevó consigo al automóvil y lo abrió. El mensaje, que estaba en ingles, y no en código, decía:
SENTIDO CONFUSO PUNTO ES ESENCIAL QUE CONTENIDOS SEAN ENTREGADOS AlGUES —MORTES O GRAU DU ROÍ LUNES 24 MAYO INTACTOS E INCÓGNITO PUNTO SI SOLO UNA COSA POSIBLE NO ENTREGAR CONTENIDOS PUNTO SI POSIBLE NO IMPORTAN GASTOS RELATIVOS PUNTO SIN FIRMA.
Bowman releyó dos veces el mensaje y asintió para sí. Para él, el sentido no era confuso ni mucho menos. Pensó que ya nada era confuso. Sacando fósforos, quemó el telegrama pedazo por pedazo en el cenicero de adelante, trituraudo el papel carbonizado en fragmentos diminutos. Miró a su alrededor con frecuencia para ver si alguien se interesaba demasiado en su insólita ocupación, pero no vio a nadie. En su espejo retrovisor vio que a unos trescientos metros de distancia, el Rolls Royce del duque se detenía frente a un semáforo. Pensó que incluso un Rolls tiene que detenerse ante una luz roja; para Le Grand Duc esas fastidiosas nimiedades debían ser una fuente constante de irritación ducal. Al mirar por el parabrisas, vio que el chino y su dama eurasiática se dirigían a paso lento hacia el patio, desde el oeste.
Bowman bajó la ventanilla, rompió el sobre de su telegrama en pedacitos diminutos y los arrojó afuera, esperando que los ciudadanos de Arles lo perdonaran por ensuciarles la calle. Hecho esto, bajó del auto y entró en el patio del hotel, cruzándose de paso con la pareja china. Lo miraron impasibles, ocultos por sus anteojos reflectores, pero Bowman ni siquiera miró en su dirección.
Cosa sorprendente, el duque, detenido ante las luces de tránsito, no evidenciaba señal ninguna de irritación. Estaba absorto haciendo anotaciones en una libreta que, curiosamente, no era la que solía utilizar cuando acrecentaba su acervo de folklore gitano. Aparentemente satisfecho con lo escrito, guardó la libreta, encendió un gran habano y oprimió el botón que controlaba la ventana divisoria. Carita lo miró con aire interrogante por el espejo retrovisor.
—Casi ni hace falta que le pregunte si cumplió mis instrucciones, querida mía— dijo Le Grand Duc.
—Al pie de la letra, señor duque.
—¿Y la respuesta?
—Con suerte, noventa minutos. Sin ella, dos horas y media.
—¿Dónde?
—Respuestas por cuadruplicado, señor duque. Poste Restante, Arles, Saintes-Maries, Aigues-Mortes y Grau du Roi. ¿Espero que sea satisfactorio?
—En grado sumo— replicó el duque, sonriendo satisfecho—. Hay momentos, mi estimada Carita, en que no sé qué haría sin usted.
La ventanilla volvió a subir en silencio, el Rolls partió sin ruido al encenderse la luz verde, y el duque, con su cigarro en la mano, se reclinó a contemplar el mundo con su aire patriarcal de costumbre.
De pronto, después de lanzar una mirada algo perpleja a travéz del parabrisas del automóvil, se inclinó cinco centímetros enteros, cosa que, en el duque, indicaba un grado de interés extraordinariamente elevado, y oprimió el botón de la ventanilla divisoria.
—Hay un lugar de estacionamiento detrás de ese Citroen azul. Para allí.
El Rolls Royce se detuvo y el duque llevó a cabo la casi inaudita hazaña de abrir la portezuela y bajar solo. Luego se adelantó despacio, se detuvo y miró los trozos de papel amarillo de telegrama tirados a la calle, y luego al chino que se erguía lentamente con algunos pedazos en la mano.
—Parece haber perdido algo— le dijo cortésmente el duque—. ¿Puedo serle útil?
—Es usted muy amable— repuso el chino en un inglés impecable—. No es nada. Mi esposa perdió uno de sus aros, pero no está aquí.
—Lamento saberlo— replicó el duque, y siguió de largo.
Al trasponer la entrada del patio, paso junto a la esposa del chino, que estaba sentada, y dio señas de haber advertido su presencia con un leve movimiento de cabeza. El duque advirtió que la mujer era inconfundiblemente eurasiática y muy bella. No rubia, por supuesto, pero así y todo bella. Además tenía puestos sus dos aros. Con paso medido, Le Grand Duc cruzó el patio y se reunió con Lila, que en esc momento se sentaba a una mesa. El duque la miró con gravedad.
—Estás triste, querida.
—No, no.
—Oh, sí que lo estás. Tengo un instinto infalible para esas cosas... Por no se que razones extraordinarias, tienes algunas reservas acerca de mí, ¡De mí! ¡De mí, si puedo decirlo, el duque de Croytor! — Le tomó la mano—. Telefonea a tu padre, mi amigo el conde Delafont, y hazlo ya. El te tranquilizará, te doy mi palabra. ¡Yo! ¡El duque de Croytor!
—Por favor, Charles. Por favor.
—Eso está mejor. Prepárate para partir enseguida. Es una cuestión urgente. Los gitanos se marchan... o al menos, se marchan los que nos interesan... y adonde vayan, debemos seguirlos—. Contuvo a Lila, que se disponía a levantarse—. "Urgente" es un término relativo. Dentro de una hora, digamos... tenemos que comer un bocado antes de partir hacia los inhóspitos yermos del Camargue.