CAPITULO 3

No cualquier mujer, a quien despiertan en plena noche, puede sentarse de pronto en la cama, con las sábanas levantadas hasta el cuello, el cabello despeinado y los ojos enturbiados por el sueño, y aún así mostrarse tan atractiva como si se preparara para ir a un baile, pero Cecile Dubois debe haber sido una de las pocas que pueden lograrlo. Después de pestañear, tal vez, un poco más que antes de irse a bailar, lanzó a Bowman una mirada que parecía más bien penetrante y crítica, debido posiblemente a que, como resultado de tanto trepar por las ruinas y caer por las cuestas, el traje oscuro de Bowman había perdido algo de su elegancia. A decir verdad, ahora que podía verlo con claridad por primera vez, lo notaba espantosamente sucio, manchado y desgarrado de manera irremediable. Aguardó la reacción de ella, sarcástica, cínica o acaso simplemente fastidiada, pero Cecile no era una muchacha obvia.

—Creí que ya estaría en otro país— comentó.

—Casi fui a parar al otro mundo directamente— repuso él, mientras apartaba la mano del interruptor de la luz y acercaba la puerta casi hasta cerrarla, aunque no del todo—. Pero volví. Por el auto... y por usted.

—¿Por mí?

—Especialmente por usted. Dése prisa y vístase. Si se queda aquí, su vida no valdrá un comino.

—¿Mi vida? Pero ¿por qué yo...?

—Vamos, levántese, vístase y prepare su equipaje. Ya.

Acercándose a la cama, miró a la joven, y aunque su aspecto no era muy alentador, debe haber sido convincente, ya que aquella apretó un poco los labios y luego asintió. Bowman volvió a la puerta y miró por la abertura que había dejado. Pensaba que, por muy atrayente que fuera la señorita Dubois, eso no quería decir que tuviera que encajar en el esquema de la morena hermosa. Tomaba decisiones, aceptaba con rapidez lo que consideraba inevitable y ni siquiera se le ocurría pensar en la frase habitual de "no se cree que me voy a vestir mientras usted está parado allí". No es que él hubiera objetado seriamente, pero, por el momento, el inminente regreso de Ferenc reclamaba primero su atención. Se preguntó brevemente por qué se retrasaría Ferenc, que sin duda ya habría tenido que apresurarse a informar a su padre que habían tropezado con algunas dificultades imprevistas para ejecutar su misión. Era imposible, por supuesto, que Ferenc todavía estuviera merodeando esperanzado por los callejones de Les Baux, con una pistola en una mano, un cuchillo en la otra y la muerte en el corazón.

—Estoy lista— anunció Cecile.

Un tanto asombrado, Bowman se volvió a mirarla. Y lo estaba, sí, incluso al punto de haberse peinado... Sobre la cama tenía una valija con las correas ajustadas.

—¿Y ya preparó su equipaje?— preguntó Bowman.

—Anoche— replicó ella, y vaciló—. Oiga, no puedo irme así como así, sin...

—¿Lila? Déjele un mensaje. Dígale que se comunicará con ella por Poste Restante, Saintes-Maries. Dése prisa. Vuelvo enseguida, tengo que recoger mis cosas.

Y dejándola allí, se dirigió rápidamente a su propia habitación, ante cuya puerta se detuvo. El viento sur suspiraba entre los árboles, y el agua chapoteaba en la fuente de la piscina, pero no se oía nada más. Entró en su habitación, metió ropas en una valija de cualquier manera y volvió a la pieza de Cecile antes del minuto prometido. Ella seguía escribiendo empeñosamente.

—Poste Restante, Saintes-Maries, basta con que ponga eso— le dijo apresuradamente Bowman—. Es probable que ella ya conozca su biografía.

Cecile lo miró breve e inexpresivamente por sobre el armazón de unos anteojos que a él le sorprendió apenas un poco verle usar, lo redujo a la categoría de un insecto en la pared y siguió escribiendo. Al cabo de veinte segundos, firmó con una rúbrica que a Bowman le pareció totalmente innecesaria si se tiene en cuenta la urgencia del momento, guardó los anteojos en un estuche y movió la cabeza indicando que estaba lista. Bowman levantó la valija de ella y ambos salieron, no sin antes apagar la luz y cerrando la puerta a su paso. Bowman recogió su propia valija, esperó a que la joven introdujera el mensaje doblado bajo la puerta de Lila, después los dos cruzaron la terraza con paso rápido y silencioso, para luego dirigirse al camino que bordeaba los fondos del hotel. La joven seguía a Bowman de cerca y en silencio, y él comenzaba a felicitarse por lo rápido y bien que ella respondía a su método de entrenamiento, cuando Cecile lo sujetó con firmeza por el brazo izquierdo, obligándolo a detenerse. Bowman la miró y arrugó el entrecejo, pero sin lograr ningún efecto aparente. "Es miope", se dijo caritativamente.

—¿Aquí estamos a salvo?— preguntó ella.

—Por el momento, sí.

—Deje esas valijas en el suelo...

El obedeció. Tendría que revisar sus métodos de entrenamiento.

—Hasta aquí, no más lejos— declaró ella con naturalidad—. Me he portado bien e hice lo que usted me pedía porque pensé que quizás hubiera una posibilidad sobre cien de que usted no esté loco. Pero el otro noventa y nueve por ciento de mi modo de pensar me obliga a pedir una explicación... ahora.

Tampoco su madre la había educado muy bien, pensó Bowman. Por lo menos, en cuanto se refiere a las finuras de una conversación. Pero en cambio, alguien había hecho muy buen trabajo en otros aspectos, ya que si estaba alterada o asustada, lo cierto era que no lo demostraba.

—Usted está en aprietos y por mi culpa— repuso Bowman—. Ahora es responsabilidad mía sacarla de ellos.

¿Yo estoy en aprietos?

—Nosotros dos. Tres sujetos de esa caravana de gitanos me dijeron que me matarían. Después a usted, pero antes a mí. Por eso me persiguieron hasta Les Baux, y luego por el poblado y entre las ruinas.

Ella lo miró pensativa, nada preocupada ni inquieta como debía haberlo estado.

—Pero si lo persiguieron...

—Me libré de ellos. El hijo del jefe gitano, un muchachito amoroso llamado Ferenc, posiblemente esté todavía allá arriba, buscándome. Tiene una pistola en una mano y un cuchillo en la otra. Cuando no me encuentre, volverá a decírselo a su padre, y entonces unos cuantos de ellos irán en tropel a nuestras habitaciones. La suya y la mía.

—¿Y yo qué hice?— preguntó ella.

—Ha sido vista conmigo toda la tarde, y la vieron dándome refugio, eso es lo que hizo.

—Pero... pero esto es ridículo. Me refiero a huir así...— Meneó la cabeza—. Me equivoqué respecto de ese posible uno por ciento; usted está loco.

—Es probable— replicó Bowman, pensando que ese era un punto de vista justificable.

—Me refiero a que le bastaría llamar por teléfono...

—¿A quién?

—A la policía, tonto.

—Nada de policía... porque no soy tonto, Cecile. Sería arrestado por asesinato.

Ella lo miró y luego sacudió lentamente la cabeza, incrédula, desconcertada o ambas cosas a la vez.

—No fue tan fácil librarme de ellos esta noche— prosiguió Bowman—. Hubo un accidente... mejor dicho, dos.

—Fantasía— Cecile sacudió la cabeza al repetir la palabra—. Fantasía.

—Por supuesto— replicó él, tomándole la mano—. Venga, le mostraré los cadáveres.

Sabía que jamás lograría ubicar a Hoval en la oscuridad, pero el paradero de Koscis no presentaría ningún problema, y en cuanto a demostrar sus afirmaciones, con un cadáver bastaba. Y entonces supo que ya no necesitaba demostrar nada. En el rostro de Cecile, muy pálido pero ahora muy calmo, algo había cambiado. Bowman ignoraba qué era, se limitó a notar el cambio. Y después la joven se le acercó y tomó su mano libre entre las de ella. No tuvo temblores ni se apartó con horrorizada repugnancia de ujn asesino confeso; se acercó simplemente, y le tomó la otra mano.

—¿Adonde quiere ir?— le preguntó en voz baja, pero que tampoco temblaba—. ¿Riviera? ¿Suiza?

Bowman tuvo ganas de abrazarla, pero decidió esperar un momento más propicio.

—A Saintes-Maries— repuso. — ¡A Saintes-Maries!

—Allá van todos los gitanos, de modo que es allí donde quiero ir.

Hubo un silencio, al cabo del cual ella dijo sin ninguna inflexión particular en la voz:

—A morir en Saintes-Maries.

—A vivir en Saintes-Maries, Cecile. A justificar la vida, si así lo prefieres. Nosotros, los holgazanes inútiles, tenemos que hacerlo, ya sabe.

Ella lo miró con fijeza, pero sin hablar. Bowman ya lo habría previsto, pues Cecile era una persona que siempre sabría cuándo guardar silencio. A la pálida luz de la luna, su bello rostro estaba serio hasta la tristeza.

—Quiero averiguar por qué ha desaparecido un joven gitano— continuó Bowman—. Quiero averiguar por qué una madre gitana y tres jóvenes gitanas están muertas de terror. Quiero averiguar por qué otros tres gitanos se empeñaron tanto en matarme esta noche. Y quiero averiguar por qué están dispuestos incluso a llegar al extremo de matarla a usted. ¿No le gustaría también averiguar todo eso, Cecile?

Ella asintió con la cabeza y retiró las manos. El levantó las valijas y ambos salieron con circunspección por la puerta principal del hotel. No se veía nadie cerca, no se oía moverse a ninguna persona, nada de gritería, solo la suave quietud y tranquilidad de los Campos Elíseos o, quizás, de cualquier cementerio o morgue bien administrados. Siguieron por el sinuoso y empinado camino hasta donde se unía el camino trasversal que iba de norte a sur atravesando el Valle del Infierno, y allí tomaron bruscamente a la derecha, en un viraje de noventa grados. Treinta metros más, y Bowman, aliviado, depositó las valijas en el herboso margen.

—¿Dónde se halla estacionado su automóvil?— preguntó él.

—En el extremo interior de la zona de estacionamiento.

—Eso sí que es estar a mano... Quiere decir que hay que pasar con él por la playa de estacionamiento y el antepatio. ¿De qué marca es?

—Un Peugeot 504, azul.

—Las llaves— dijo él, tendiendo la mano.

—¿Por qué? ¿Acaso no me cree capaz de manejar mi propio coche para salir de...?

—No se trata de salir, querida, sino de pasar por encima de cualquiera que trate de interponerse en nuestro camino. Porque lo harán...

—Pero si estarán dormidos...

—Ah, qué inocente. Estarán sentados, bebiendo slivovitz y esperando muy contentos la buena noticia de mi muerte. Las llaves...

Lanzándole una mirada intencionada, con una extraña mezcla de irritación y pensativo regocijo, ella sacó de su cartera las llaves. Bowman las tomó, y cuando se alejaba, Cecile intentó seguirlo. El meneó la cabeza diciendo:

—La próxima vez.

—Entiendo— repuso ella con una mueca—. No creo que usted y yo nos vayamos a llevar muy bien.

—Ojalá que sí— repuso él—. Por su bien y por el mío, ojalá que sí. Y sería lindo llevarla al altar sana y salva. Quédese aquí.

Dos minutos más tarde, profundamente oculto en las sombras, Bowman se detenía al costado de la entrada del antepatio. En tres casas rodantes, las tres que él ya había examinado antes, las luces seguían encendidas, pero solo en una de ellas —la de Czerda— se veían señales de actividad humana. No le sorprendió comprobar la notable exactitud de sus suposiciones en cuanto a lo que estarían haciendo Czerda y sus lugartenientes, salvo que no tenía modo de averiguar si el alcohol que consumían en tan copiosas cantidades era slivovitz o no. De que era alcohol no cabían dudas. Los dos hombres sentados junto a Czerda en los escalones de la casa rodante estaban forjados en el mismo molde que el mismo Czerda: atezados, enjutos, de físico potente, inconfundiblemente centroeuropeos y muy poco simpáticos. Bowman no había visto antes a ninguno de ellos, y mirándolos, tampoco le interesó mucho volver a verlos. De la deshilvanada conversación dedujo que se llamaban Maca y Masaine, y cualesquiera fuesen sus nombres, era evidente que el destino no los había puesto del lado de los ángeles.

Casi directamente entre ellos y el escondite de Bowman se encontraba el jeep de Czerda, estacionado de modo que enfrentaba la entrada del antepatio. Era el único vehículo en esa posición. Estaba claro que, en una emergencia, sería el primero en utilizarse, y a Bowman le pareció prudente tomar medidas al respecto. Bien agachado, cruzando lenta y silenciosamente el antepatio, y manteniendo en todo momento el jeep entre él mismo y los escalones de la casa rodante, llegó a la parte delantera del vehículo, se acercó cautelosamente a la cubierta delantera más próxima, desenroscó la tapa de la válvula e introdujo en esta la punta de un fósforo, utilizando un pañuelo apelotonado para apagar el silbido del aire al escaparse. Poco a poco el borde de la rueda descendió hasta quedar apoyado en el armazón interno del rodamiento. Bowman rogó con fervor, aunque con retraso, que Czerda y sus amigos no estuvieran mirando con atención la parte delantera derecha del jeep, ya que en tal caso no habrían podido menos que asombrarse un poco al ver que se había hundido siete u ocho centímetros más hacia el suelo. Pero, providencialmente, Czerda y sus amigos tenían su atención ocupada en otras preocupaciones, más inmediatas.

—Algo anda mal— declaró Czerda en tono terminante. Y muy mal. Ya saben que siempre soy capaz de prever esas cosas.

—Ferenc, Koscis y Hoval saben cuidarse— dijo confiado el hombre que, según creía Bowman, era Maca—. Si ese Bowman huyó, tal vez haya huido lejos.

—No... — repuso Czerda, poniéndose de pie, como lo comprobó Bowman al mirar por encima del jeep—. Hace demasiado tiempo que están ausentes. Debemos ir en su busca.

Los otros dos gitanos se incorporaron de mala gana, pero se quedaron allí, lo mismo que Czerda, inclinando las cabezas y volviéndolas lentamente. Al mismo tiempo que ellos, Bowman había oído el ruido producido por alguien que llegaba corriendo desde el patio, junto a la piscina. Ferenc apareció en lo alto de los escalones, los bajó de a tres y cruzó corriendo el antepatio hacia la casa rodante de Czerda. Corría tambaleándose, dando tumbos, como un hombre casi agotado, y su respiración alterada, su rostro sudoroso y el hecho de que no intentara ocultar la pistola que empuñaba, evidenciaban que Ferenc se hallaba en un estado de gran agitación.

—¡Están muertos, padre!— La voz de Ferenc era un ronco jadeo—. Hoval y Koscis... ¡están muertos!

—En nombre de Dios, ¿qué estás diciendo?— exclamó Czerda.

—¡Muertos! ¡Muertos, te digo! Encontré a Koscis. Tiene el cuello roto, creo que tiene rotos todos los huesos del cuerpo. Dios sabe dónde está Hoval.

Czerda asió a su hijo por las solapas y lo sacudió con violencia.

—¡No digas disparates! ¿Los mataron?— preguntó casi en un grito.

—Ese tal Bowman los mató.

—Los mató... los mató... ¿y Bowman?

—Escapó.

—¡Escapó, escapó! Muchacho estúpido, si este hombre escapa, Gaiuse Strome nos matará a todos. ¡Pronto! ¡A la habitación de Bowman!

—Y a la de la muchacha— dijo Ferenc, cuyos jadeos habían disminuido un poco—. Y a la de la muchacha.

—¿Qué muchacha? ¿La morena?— preguntó Czerda. Ferenc asintió violentamente con la cabeza.

—Ella le dio refugio.

—Y a la habitación de ella— repitió Czerda en tono amenazante—. De prisa...

Los cuatro hombres corrieron hacia los escalones del patio. Bowman se acercó a la cubierta delantera del otro lado, y como esta vez no necesitaba molestarse en disimular el silbido del aire al escapar, se limitó a desenroscar la válvula y arrojarla lejos. Luego se irguió y, siempre agachado, cruzó corriendo el antepatio y por la arcada esculpida en el seto pasó a la playa de estacionamiento.

Allí tropezó con una dificultad imprevista. Cecile había dicho un Peugeot azul... Perfecto. Podía reconocer un Peugeot azul en cualquier momento... a la luz del día. Pero no era de día, sino de noche, y aunque la luna brillaba, el tejado de mimbre entretejido arrojaba una sombra casi impenetrable sobre los automóviles estacionados debajo de él. Tal como de noche todos los gatos son pardos, de noche todos los automóviles se asemejan mucho. Acaso fuera bastante fácil diferenciar a un Rolls de un Mini, pero en esta era de conformismo, la gran mayoría de los automóviles se parecen de un modo inquietante en cuanto a tamaño y contorno. Al menos, eso fue lo que Bowman comprobó esa noche, consternado. Con rapidez pasó de un auto a otro, obligado en cada caso a observarlo atentamente durante un lapso enfurecedor, solo para descubrir que no era el que buscaba.

Oyendo rumor de voces bajas, pero coléricas y ansiosas, se acercó rápidamente a la arcada. Junto a la casa rodante de Czerda, los cuatro gitanos, que evidentemente acababan de descubrir que sus pájaros habían levantado vuelo, gesticulaban y discutían acalorados, celebrando su consejo de guerra y evidentemente preguntándose qué demonios hacer después. Bowman no los envidiaba por tener que tomar esa decisión, ya que en lugar de ellos no habría tenido la más remota idea.

Bruscamente, el centro de su atención se modificó. De reojo había visto algo que, aun con esa pálida luz lunar, constituía definidamente un manchón de color. La colorida aparición, ubicada en la terraza superior, consistía de unos pijamas a chillonas rayas color heliotropo, y dentro de ellos, quién sino Le Grand Duc, que apoyado en la balaustrada contemplaba el antepatio con una expresión que tal vez fuera de leve interés, o de benigna indiferencia, o, a decir verdad, toda una variedad de otras expresiones, ya que es difícil ser terminante a este respecto cuando gran parte de lo que se puede ver del rostro en cuestión consiste de mandíbulas que suben y bajan regularmente, mientras la mayor parte del resto está oculto por una gran manzana. De todos modos, era evidente que el duque no se hallaba presa de ninguna emoción violenta.

Mientras el duque seguía masticando, Bowman reanudó su búsqueda. Cecile había dicho el extremo interior de la playa de estacionamiento... Pero su condenado Peugeot no se encontraba en el extremo interior. Lo había explorado dos veces. Se dirigió al lado oeste, y el cuarto automóvil fue el que buscaba. Al menos, eso pensó él. De cualquier manera, era un Peugeot. Entrando en él, comprobó que la llave encajaba en la ignición. "Mujeres", pensó con amargura, aunque no siguió discutiendo el tema consigo mismo, ya que tenía tarea por delante.

Cerró la portezuela con la mayor suavidad posible. Le pareció improbable que se hubiera podido oír el leve chasquido desde el antepatio, aun cuando los gitanos no estuvieran celebrando su acalorado consejo de guerra. Soltó el freno manual, puso el coche en primera y mantuvo apretado el embrague; buscó y movió las palancas de la ignición y de los faros al misino tiempo. Motor y faros comenzaron a funcionar exactamente juntos, y el Peugeot, arrojando piedrecillas por las ruedas de atrás, se adelantó de un salto, mientras Bowman hacía girar el volante a la izquierda para apuntar hacia la arcada del seto. Enseguida vio que los cuatro gitanos se apartaban de la casa rodante de Czerda y corrían para bloquear la ruta que, según presumían con acierto, iba a tomar él entre la arcada y la salida del antepatio. Czerda estaba evidentemente gritando, y aunque no se podía oír su voz debido al rugido del motor al acelerar, su violenta gesticulación indicaba con claridad que estaba ordenando a sus hombres detener el Peugeot, aunque Bowman no lograba imaginar cómo proponía conseguirlo. Al trasponer la arcada, pudo ver al resplandor de los faros que Ferenc era el único que empuñaba un arma de fuego, y como la apuntaba directamente hacia él, no le dejó otra alternativa que apuntar el auto directamente hacia él. El pánico que súbitamente expresó el rostro de Ferenc indicó que había perdido todo interés en usar el arma, y que ahora le preocupaba ante todo salvarse él. Se zambulló frenéticamente hacia la izquierda, y casi logró apartarse, pero "casi" no bastó. Alcanzado en el muslo por el Peugeot, de pronto desapareció. Bowman no pudo ver otra cosa que el metálico resplandor de su pistola que giraba en el aire. A la izquierda, Czerda y los otros dos gitanos habían logrado apartarse. Bowman torció de nuevo el volante, conduciendo el auto fuera del antepatio y hacia el camino del valle. Se preguntaba cómo habría interpretado todo eso Le Gratid Duc. Pensó que probablemente no se hubiera perdido ni un bocado.

Con un chirrido de cubiertas, el Peugeot viró en ángulo recto al pie del camino. Bowman lo detuvo junto a Cecile, bajó, pero dejó el motor en marcha. Ella corrió a su encuentro arrojándole una valija.

—¡Apúrese! ¡Rápido!— exclamó casi furiosa—. ¿No los oye venir?

—Los oigo— repuso Bowman pacíficamente—. Creo que tenemos tiempo.

Lo tenían. Oyeron el gemido de un motor, un gemido cuya intensidad disminuyó cuando el jeep frenó para dar la vuelta. De pronto apareció a la vista, y fue evidente que le costaba mucho doblar ese recodo a la derecha. Czerda tironeaba como loco del volante, pero las ruedas delanteras, o al menos las cubiertas, parecían actuar con criterio propio. Bowman observó con interés cómo el jeep seguía derecho, cruzaba velozmente la margen opuesta del camino, derribaba un arbolito y aterrizaba con resonante estrépito.

—¡Vaya, vaya!— dijo Bowman a Cecile—. ¿Alguna vez vio manejar con tanto descuido?

Y cruzando el camino, contempló el campo. El jeep, cuyas ruedas giraban todavía, yacía de costado, mientras los tres gitanos, que evidentemente se habían separado de su vehículo antes de que este se detuviera, yacían en confuso montón a unos cinco metros de distancia. Ante su mirada, se desenredaron y se incorporaron con dificultad. Ferenc no estaba entre ellos, lo cual era comprensible. Bowman advirtió que Cecile estaba a su lado.

—Usted lo hizo— le dijo en tono acusador—. Usted saboteó su jeep.

—No fue nada— respondió él, restándole importancia—. Lo único que hice fue soltarles un poco de aire de las cubiertas.

—Pero... pero ¡pudo haber matado a esos hombres! El jeep pudo haber caído sobre ellos, aplastándolos.

—No siempre es posible disponerlo todo como uno querría— declaró Bowman, apenado. Ella lo miró como a un delincuente, de modo que Bowman cambió de tono—. No parece tonta, Cecile, ni habla como una tonta, así que no estropee el efecto conduciéndose como si lo fuera. Si cree que nuestros tres amigos salieron simplemente a saborear las delicias del aire nocturno provenzal, ¿por qué no va a preguntarles cómo se sienten?

Sin decir palabra, ella se volvió y regresó al coche. El la siguió, y pronto partieron en un silencio unilateralmente resentido. Un minuto más tarde, Bowman detenía el auto en una pequeña zona despejada a la derecha del camino. A través del parabrisas veían los riscos verticales de piedra caliza, con enormes aberturas rectangulares artificiales que comunicaban con la impenetrable oscuridad de las cavernas ocultas.

—¿No va a detenerse aquí?— preguntó ella con incredulidad.

—Ya me detuve— repuso él mientras detenía el motor y ponía el freno de estacionar.

—¡Pero aquí nos encontrarán!— exclamó Cecile, que parecía un tanto desesperada—. Es inevitable. De un momento a otro...

—No. Si todavía son capaces de pensar después de ese pequeño revolcón que sufrieron, estarán pensando que ya nos encontramos a medio camino de Avignon. Además, creo que tardarán un poco en recobrar su primer entusiasmo por conducir a la luz de la luna.

Bajaron del Peugeot y contemplaron la entrada a las cavernas. La palabra adecuada para describirlas no era "ominosas", ni tampoco "siniestras", sino algo más fuerte, mucho más fuerte. Era un paraje literalmente horroroso, y Bowman no tuvo dificultad en comprender y compartir el punto de vista del agente de policía, allá en el hotel. Pero no creía ni siquiera por un momento que fuera necesario nacer en Les Baux, y crecer junto a las antiguas supersticiones, para desarrollar una fobia nocturna hacia esas cavernas. Era, simplemente, un sitio en el cual ningún hombre en su sano juicio se aventuraría después de ponerse el sol. Tenía la esperanza de hallarse en su sano juicio y no quería entrar. Pero debía hacerlo.

Sacando una linterna de su valija, dijo a Cecile:

—Espere aquí.

—¡No! No va a dejarme sola aquí— replicó, ella, con bastante vehemencia.

—Es probable que adentro sea mucho peor.

—No me importa.

—Como quiera.

Juntos echaron a andar y pasaron por la abertura más grande, a la izquierda. Si se hubiera podido poner sobre ruedas una casa de tres pisos, se la podría haber hecho pasar por esa abertura sin dificultad alguna. Bowman inspeccionó con su linterna las paredes, paredes cubiertas con inscripciones de innúmeras generaciones; luego optó por una arcada a la derecha, que conducía a una caverna más grande todavía. Notó que Cecile, aun cuando llevaba puestas sandalias de taco bajo, tropezaba bastante, más de lo justificado por las escasasy leves ondulaciones del suelo de piedra caliza. Ya estaba convencido de que la visión de la joven era mucho menos que perfecta, lo cual, pensó quizás explicara por qué había aceptado acompañarlo.

La siguiente caverna no encerraba nada de interés para Bowman. Es cierto que sus abovedadas alturas se perdían en la oscuridad, pero como solamente un murciélago podía haber llegado allí, eso no tenía importancia. Adelante se alzaba otra arcada.

—Qué lugar espantoso— susurró Cecile.

—Bueno, a mi no me gustaría vivir siempre aquí.

—Señor Bowman...

—Neil.

—¿Puedo tomarlo del brazo?

Bowman creía que eso ya no se preguntaba.

—Sírvase— le contestó amablemente—. No es usted la única persona que necesita que la tranquilicen por aquí.

—No es eso. Realmente no estoy asustada. Es solo que usted no deja de pasear la luz de esa linterna por todos lados y yo no veo y tropiezo a cada rato.

—¡Ah!

De modo que ella lo tomó del brazo, y ya no tropezó más, limitándose a temblar con violencia, como si estuviera por caer enferma de algún tipo de peludismo. Al cabo de un rato preguntó:

—¿Qué está buscando?

—Demasiado bien sabe usted qué estoy buscando.

—Tal vez... bueno, es posible que lo hayan ocultado.

—Es posible que lo hayan ocultado. No es posible que lo hayan sepultado, a menos que hubieran traído un poco de dinamita, pero es posible que lo hayan ocultado. Bajo un montón de piedra caliza y rocas. Hay de sobra por aquí.

—Pero hemos pasado junto a docenas de montones de piedra caliza y usted ni se fijó en ellos.

—Cuando lleguemos a un montón reciente, se dará cuenta de la diferencia— replicó él con naturalidad, y la joven volvió a estremecerse—. Cecile... Dijo la verdad cuando afirmó no estar asustada; está simplemente aterrada.

—Prefiero estar simplemente aterrada aquí con usted que simplemente aterrada sola afuera— contestó ella.

En cualquier momento le iban a castañetear los dientes.

—Tal vez no le falte razón en eso— admitió Bowman.

Subiendo un poco esta vez, pasaron por otra arcada a otra inmensa caverna; unos pasos más adelante Bowman se detuvo bruscamente.

—¿Qué pasa?— susurró ella.

—No sé...— Hizo una pausa—. Sí, no sé— agregó, por primera vez se estremeció él también.

—¿Usted también?— volvió a susurrar ella.

—Yo también...Pero no es eso. Algún torpe acaba de pasar por sobre mi tumba.

—Por favor...

—Aquí es. Este es el lugar. Cuando se es viejo y pecador como yo, se la puede oler.

—¿La muerte?— preguntó ella, y esta vez le tembló la voz—. No se puede oler la muerte.

—Yo puedo— repuso él, y apagó la linterna.

—¡Enciéndala, enciéndala!— Su voz era aguda, cercana al histerismo—. Por amor de Dios, enciéndala. Por favor.

Retirando la mano de ella, Bowman la rodeó con un brazo y la apretó. Con un poco de suerte, pensó, quizás lograrían temblar con cierta sincronización, tal vez no tanta como los campeones de baile en la televisión, pero lo suficiente como para estar cómodos. Cuando las vibraciones se aquietaron un poco, le preguntó:

—¿Nota algo distinto en esta caverna?

—¡Hay luz! Hay luz que viene de alguna parte.

—Así es— repuso él.

Ambos avanzaron con lentitud hasta llegar a un enorme montón de desechos. La confusa masa de rocas se extendía hacia arriba hasta que, en lo alto, divisaron un gran trozo más o menos cuadrado de cielo espolvoreado de estrellas. Por el centro de esa pila de rocas, de arriba a abajo, corría un angosto tramo de desechos removidos, un sendero que parecía recién abierto. Bowman encendió la antorcha y no le quedaron dudas: era reciente. Pasó la luz de su linterna por la base de la pila, y entonces la luz, casi por voluntad propia, se detuvo y mostró un montículo de piedra caliza, tal vez de dos metros y medio de largo por uno de alto.

—Cuando un montículo de piedra caliza es reciente, se nota la diferencia— dijo Bowman.

—Se nota la diferencia— repitió ella mecánicamente. —Por favor, apártese un poco.

—No. Es raro, pero ahora me siento bien.

Le creía, y no le parecía raro. El género humano está todavía tan cerca de las junglas primitivas, que halla el mayor de todos los miedos en lo desconocido; pero allí, y entonces, ellos sabían.

Agachándose sobre el montículo, Bowman se puso a arrojar piedras a un lado. No se habían molestado en cubrir muy hondo al desdichado Alexandre, ya que al cabo de un momento, Bowman encontró los acuchillados restos de una camisa antes blanca y ahora saturada de sangre. En medio de la sangre encostrada, y unido a una cadena, había un crucifijo de plata. Desenganchando la cadena, la retiró junto con el crucifijo.

Bowman detuvo el Peugeot en el camino del valle, en el sitio donde había recogido a Cecile y las valijas, y bajo.

—Quédese aquí— dijo a la joven—. Esta vez se lo digo en serio.

Aunque ella no asintió obediente, tampoco discutió. Quizá los métodos de entrenamiento de Bowman comenzaran a mejorar. Observó que el jeep estaba donde lo había visto por última vez; haría falta una grúa móvil para sacarlo de allí.

La entrada al antepatio del Baumaniere parecía desierta, pero Bowman había elaborado el mismo tipo de afectuosa confianza en Czerda y su alegre banda de compinches que hacia una colonia de cobras o de arañas venenosas, de modo que se ocultó en las sombras y penetró en el antepatio lentamente. Su pie tropezó con algo sólido y hubo un leve tintineo metálico. Se quedó totalmente inmóvil, pero no vio ni oyó que hubiera provocado ninguna reacción. Entonces se agachó y levantó la pistola que, sin darse cuenta, había pateado contra la base de una bomba de petróleo. Era la del joven Ferenc, sin duda alguna. Por lo último que había visto Bowman de Ferenc, no creía que la hubiera echado de menos, ni que quisiera utilizarla por un tiempo. De todos modos, decidió devolvérsela. Sabía que no despertaría a nadie, ya que en la casa rodante de Czerda aún brillaban luces a través de las ventanas y de la puerta semiabierta. Todas las otras casas rodantes se hallaban a oscuras. Acercándose a la de Czerda, subió los escalones sin hacer ruido y se asomó a la puerta.

Con la mano izquierda vendada, una mejilla magullada y un gran trozo de tela adhesiva en la frente, Czerda se encontraba muy desmejorado, pero estaba en perfectas condiciones comparado con Ferenc, de cuyas heridas se estaba ocupando. Tendido en un catre, Ferenc gemía, semi—inconsciente, lanzando de vez en cuando exclamaciones de dolor mientras su padre le quitaba de la frente un vendaje empapado en sangre. Cuando por fin el vendaje quedó suelto, acompañado por un último chillido de dolor, un dolor que tuvo el efecto de devolver a Ferenc algo bastante cercano a la conciencia total, Bowman pudo ver que tenía un feísimo tajo en la frente, pero un tajo que se volvía insignificante comparado con los machucones de su frente y su cara. Si Ferenc había recibido machucones corporales de magnitud similar, debía estar sufriendo de manera considerable, y sintiéndose muy disminuido por cierto. Esta idea no conmovió a Bowman. De haberse salido Ferenc con la suya, él, Bowman, ya no estaría en situación de volver a sentir nada.

Ferenc se sentó en el catre, tembloroso, mientras su padre iba en busca de un vendaje nuevo; después apoyó los codos en las rodillas, la cara en las manos, y lanzó un gemido.

—En nombre de Dios, ¿qué pasó? Mi cabeza...

—Ya se te pasará— intentó tranquilizarlo Czerda—. Tienes un tajo y un machucón, nada más.

—Pero ¿qué posó? ¿Por qué mi cabeza...?

—El automóvil, ¿recuerdas?

—El automóvil. Por supuesto. ¡Ese demonio de Bowman!— exclamó Ferenc; y Bowman pensó que, viniendo de él, eso era un elogio—. ¿Pudo...pudo...?

—Sí, maldita sea su alma. Escapó... y estropeó nuestro jeep. ¿Ves?— dijo Czerda, señalándose la mano y la frente.

Ferenc miró con indiferencia y apartó la vista; tenía otras preocupaciones.

—¡Mi pistola, padre! ¿Dónde está mi pistola?

—Aquí— anunció Bowman.

Y apuntando a Ferenc con su pistola, entró en la casa rodante; de su mano izquierda colgaban la cadena y el crucifijo ensangrentados. Ferenc lo miró con fijeza; tenía el aspecto que podía tener un hombre con la cabeza apoyada en el tajo cuando el verdugo comienza a balancear su hacha. Es que, en la situación de Bowman, Ferenc habría sido un verdugo. Czerda, que estaba de espaldas a la puerta, se volvió y se quedó tan inmóvil como su hijo. No se mostró más complacido que Ferenc de ver a Bowman. Este avanzó dos pasos y puso el crucifijo ensangrentado sobre una mesita, diciendo:

—Tal vez la madre del muchacho quiera conservar eso. Aunque sería mejor limpiar antes la sangre...— Esperó alguna reacción, pero como no la hubo, continuó: —Voy a matarlo, Czerda. Tendré que hacerlo, ¿verdad?, porque nadie podrá demostrar jamás que usted mató al joven Alexandre. Pero a mí no me hace falta prueba, solo certeza. Pero todavía no. No puedo hacerlo todavía, ¿verdad? No debo provocar la muerte de personas inocentes, ¿no? Pero más tarde sí. Más tarde lo mataré. Después mataré a Gaiuse Strome. Díganle que yo lo dije, ¿quieren?

—¿Qué sabe usted de Gaiuse Strome?— susurró el gitano.

—Lo suficiente como para hacerlo colgar. Y a usted también.

Czerda sonrió de pronto, pero al hablar lo hizo en ese mismo susurro.

—Acaba de decir que no puede matarme todavía— y dio un paso adelante.

Sin decir palabra, Bowman movió un poco la pistola, hasta apuntarla entre los ojos de Ferenc. Czerda no intentó dar otro paso. Mirándolo, Bowman señaló un banquito junto a la mesa.

—Siéntese frente a su hijo— ordenó.

Czerda hizo lo que se le indicaba. Bowman se adelantó un paso, y fue evidente que las reacciones de Ferenc no funcionaban bien aún, pues aunque súbitamente expresó horror con lo poco que aún quedaba de su cara en condiciones de registrar expresiones, y abrió la boca para gritar una advertencia, lo hizo demasiado tarde para ayudar en algo a Czerda, que se desplomó pesadamente al suelo cuando Bowman lo golpeó detrás de la oreja con su pistola.

Ferenc mostró los dientes, insultando a Bowman con violencia. Al menos así lo presumió Bowman, ya que Ferenc había vuelto a utilizar su dialecto natal, pero apenas había iniciado sus descripciones cuando Bowman se adelantó sin decir palabra, blandiendo de nuevo su pistola. Las reacciones de Ferenc fueron más lentas aún de lo imaginado por Bowman: cayó de cabeza sobre su padre y quedó inerte.

—Qué ocu...

Al oír una voz a sus espaldas, Bowman se arrojó de costado al suelo, giró sobre sí mismo y levantó la pistola; después se incorporó con más lentitud. En el vano estaba Cecile, con los verdes ojos dilatados, el rostro paralizado por la impresión.

—Grandísima tonta— exclamó salvajemente Bowman—. Estuvo por morir allí, ¿no lo sabe?

Ella asintió, todavía atónita.

—Entre y cierre la puerta. Sí que es tonta. ¿Por qué demonios no hizo lo que le pedí y se quedó donde estaba?

Como hipnotizada, ella entró y cerró la puerta. Miró a los dos hombres caídos, luego de nuevo a Bowrnan.

—Por amor de Dios, ¿por qué desmayó a esos dos hombres? ¿A dos hombres heridos?

—Porque por ahora no convenía matarlos— repuso Bowman con frialdad.

Y dándole la espalda, se puso a registrar el lugar metódica y exhaustivamente. Cuando se registra cualquier lugar, ya sea una casa rodante gitana o el palacio de un barón, metódica y exhaustivamente, hay que destruirlo totalmente. De modo que Bowman, de manera sistemática y ordenada, se dedicó a reducir la casa rodante de Czerda a una ruina total. Despedazó las camas, abrió los colchones utilizando un cuchillo que quitó al inerte Czerda, desparramando por todas partes la lana para comprobar que no había nada escondido adentro, y abrió a la fuerza los armarios, todos cerrados con llave, siempre con la ayuda del cuchillo de Czerda. Pasando al nicho de la cocina, destrozó todos los recipientes de loza que podían ocultar algo, vació en el fregadero los contenidos de una docena de latas de comida, rompió frascos de conserva y varias botellas de vino mediante el simple recurso de golpearlos de a dos, y terminó volcando en el suelo los cajones de cubiertos para averiguar si no había nada oculto bajo el papel con que estaban forrados. No lo había.

Cecile, que presenciaba sus movimientos siempre como hipnotizada, preguntó:

—¿Quién es Gaiuse Strome?

—¿Cuánto hacía que escuchaba?

—Desde el principio. ¿Quién es Gaiuse Strome?

—No lo sé— repuso Bowman con franqueza—. Nunca oí hablar de él hasta esta noche.

Y dedicó su atención a los cajones de ropa, más grandes. Los vació por turno en el suelo y separó sus contenidos a puntapiés. No encontró nada que le interesara; solo ropas.

—Para usted no significa gran cosa la propiedad ajena, ¿verdad?— comentó Cecile, cuyo estado hipnótico se había convertido en el aturdido desconcierto de quien procura asir la realidad.

—La tendrán asegurada— la consoló Bowman.

Dicho esto, inició un ataque contra el último mueble todavía intacto: un escritorio de caoba bellamente tallada, que valía para cualquiera una pequeña fortuna, cuyos cajones cerrados con llave astilló y abrió utilizando la punta del cuchillo de Czerda. Arrojó al suelo el contenido de los primeros cajones, y se disponía a abrir otro cuando algo atrajo su mirada. Agachándose, levantó unos pesados calcetines de lana enrollados. Adentro encontró un fajo de crujientes billetes de banco, nuevos, con numeración consecutiva y sujetos con una banda de goma. Le llevó más de medio minuto contarlos.

—Ochenta mil francos suizos en billetes de a mil— observó—. ¿De dónde habrá sacado nuestro amigo Czerda ochenta mil francos suizos en billetes de a mil? En fin...

Y se guardó los billetes en un bolsillo del pantalón antes de reanudar la búsqueda.

—Pero...pero ¡eso es robar!

Aunque tal vez fuera excesivo decir que Cecile se mostró horrorizada, lo cierto es que esos grandes ojos verdes no expresaban mucha admiración. Pero Bowman no se hallaba de humor para la desaprobación moral.

—¡Oh, cállese!— dijo.

—Pero usted tiene dinero.

—Tal vez lo consigo así.

Forzó otro cajón, revolvió sus contenidos con la punta del zapato y luego se volvió al oír un ruido a su izquierda. Viendo que Ferenc se incorporaba tembloroso, lo tomó del brazo, lo ayudó a erguirse, le dio un golpe muy fuerte en el costado de la mandíbula y lo dejó de nuevo en el suelo. El rostro de Cecile volvió a expresar asombro, mezclado con cierta repugnancia. Probablemente fuera una joven criada con gentileza, a quien se había criado en la creencia de que la ópera, el ballet o el teatro constituían el ideal de una noche de diversión. Bowman pasó al cajón siguiente.

—No me lo diga— pidió él—. Nada más que un haragán inútil haraganeando inútilmente, ¿No le hace gracia?

—No— repuso ella, con los labios apretados como los de una maestra severa.

—Es que tengo prisa... ¡Ah!

—¿Qué pasa?— preguntó ella. Aun en las mujeres más puritanas, la repugnancia siempre es vencida por la curiosidad.

—Esto— repuso Bowman, mostrándole una caja de palisandro barnizado, delicadamente tallada, con incrustaciones de ébano y madreperla. Estaba cerrada con llave, y su hechura era tan exquisita que fue totalmente imposible introducir la punta del cuchillo de Czerda, pese a ser tan afilado, en la microscópica línea que separaba la tapa de la caja. Cecile pareció extraer de este momentáneo problema cierta maliciosa satisfacción, ya que movió una mano señalando el destrozo indescriptible que ahora cubría el suelo de la casa rodante.

—¿Quiere que busque la llave?— inquirió con dulzura.

—No hace falta— repuso Bowman.

Y poniendo la caja de palisandro en el suelo, le saltó encima con ambos tacos, reduciéndola de inmediato a un montón de astillas. De las ruinas sacó un sobre cerrado, lo abrió y extrajo una hoja de papel.

En ella había escrito a máquina en letras mayúsculas, un revoltijo de letras y cifras aparentemente sin sentido. Había unas cuantas palabras en lenguaje llano, pero en ese contexto su significado era totalmente oscuro. Cecile miraba por sobre su hombro. Tenía los ojos entrecerrados, y Bowman comprendió que le resultaba difícil ver.

—¿Qué es?— preguntó.

—Parece estar en código. Hay una o dos palabras directas... Dice "Lunes", una fecha, 24 de mayo, y el nombre de un lugar: Grau du Roi.

—¿Grau du Roi?

—Un puerto pesquero y lugar turístico en la costa. Vaya, ¿y para qué un gitano llevará consigo un mensaje en código?— Lo pensó un poco, pero de nada le sirvió. Aunque aún estaba despierto y en pie, su mente ya se había ido a dormir—. Qué pregunta estúpida. Bueno, vamonos...

—¿Cómo? Todavía le falta destrozar dos hermosos cajones.

—Dejémoslos para los vándalos— replicó él, tomándola del brazo para que no tropezara con demasiada frecuencia antes de llegar a la puerta. Ella lo miró con atención y expresión interrogante.

—¿Quiere decir que sabe descifrar códigos?

Bowman miró a su alrededor.

—Sé romper muebles y destrozar vajilla... Pero no descifrar códigos. Venga, vamos al hotel.

Se marcharon. Antes de cerrar la puerta, Bowman dio una última ojeada a los dos hombres heridos que, todavía inconscientes, yacían en medio de los restos, irremediablemente arruinados, de lo que antes fuera el interior bellamente decorado de una casa rodante. Casi lo lamento por la casa rodante.