CAPÍTULO 6
Mientras metía el queso, el pan y el jamón en la pequeña cesta de mimbre, decidí que lo que iba a hacer no era de ser una atrevida. Vale que una dama debía esperar a que el hombre se lo propusiera para ir a hacerle una visita, pero en épocas de guerra no se debían aplicar las mismas premisas. Además, se trataba simplemente de visitar a Louis en su lugar de trabajo y él me lo había ofrecido en muchas ocasiones. Vale que debería haberle avisado, pero entonces no tendría tanta gracia como en una sorpresa.
A la hora de elegir el vestuario lo tuve fácil, quería parecer una persona seria, así que me puse una falda que me cubría los pies beige, una camisa blanca y un abrigo del mismo color que la falda. El pelo me lo recogí en una cola de caballo dejándome un mechón rizado que sobresalía en mi cara con la esperanza de que él lo situara detrás de la oreja.
No tenía carnet, así que le pedí a Alger que me llevara. Siempre había querido aprender a conducir, me encantaban los coches, la libertad que suponían. Pero como de costumbre, nunca había dicho nada al respecto ni nadie me había preguntado. Siempre que padre se refería a ese tema en comidas o cenas con amigos, decía que él tenía los medios económicos suficientes para que un chófer me llevara a donde quisiera; lo que él nunca supo es que yo no quería depender.
En la puerta había un guardia que abrió inmediatamente. Leí un cartel que citaba «El trabajo os hará libres»y pensé que tal vez yo podría trabajar. Entonces recordé las enseñanzas en La liga de las Muchachas Alemanas, mi deber era traer una familia amplia de niños arios a este mundo y cuidar del hogar y de mi marido, no trabajar. Aunque, ¿no suena mal debery muy bien libertad?
Alger tuvo que preguntar a otro chico por el camino donde se encontraba Louis, ya que no estaba en su puesto habitual. El tipo que nos dio las indicaciones era como un gigante, fuerte, con ojos azules y pelo albino, la nariz parecía rota y aplastada, sus pómulos eran amplios con bastantes granos. Al fijarme detenidamente, me percaté de que el chico no tendría más de quince años, parecía un hombre con ese uniforme, pero bajo él era tan solo un niño.
—Han llegado más judíos, está haciendo una
selección al lado del pabellón número 36 —habló el adolescente
alemán.
—Más o menos está a diez minutos de aquí, ¿no? —preguntó
Alger.
—Sí.
—Entonces, ¿hay algún problema en que ella vaya sola hasta allí?
—preguntó Alger—, es Juliana Stiel.
—No, no creo que haya problemas —dijo el chico poniéndose lo más
firme que podía.
—¿Te importa ir tú sola? —me preguntó sin mirarme siquiera. Ledolía
que me interesase por Louis y no por él—. Es en esa dirección
—señaló el norte o eso creí—, si no le ves, le puedes preguntar a
cualquier persona. Louis es muy popular —su tono no dejó dudas de
que no apreciaba en absoluto a Louis.
Asentí y empecé a caminar en busca de Louis. Los barracones eran
todos bastantes similares, por lo que era fácil perderse. Pequeñas
casas de madera, con un patio alrededor cercado por vallas, a las
cuales decidí no me acercaría. Había montones de trabajadores,
todos con el mismo uniforme y gorro de rayas. Algunos trabajaban en
lo que parecían tierras y otros, la gran mayoría, formaban amplias
colas para acudir a trabajar fuera. Todos ellos se encontraban bajo
el influjo de una melodía que se me antojó de guerra. Decidí que si
tenía que trabajar, nunca sería allí. Por supuesto que los judíos
debían trabajar en esas condiciones a modo de castigo, pero ¿yo?,
yo no había hecho nada malo.
Viendo el aspecto de los hombres (no creo que la ducha estuviera
muy de moda por aquellos parajes), me percaté de que los ancianos
parecían mayores allí y los jóvenes de quince años aparentaban
treinta.
El sonido de la risa de Louis me indicó que se encontraba entre el
grupo de por lo menos diez oficiales que tenía frente a mí y se me
antojaban iguales. Iba a levantar la mano para saludarles
discretamente y así captar su atención, cuando un niño pequeño se
chocócontra mí.
Bajé la vista, era un chico, tendría alrededor de seis años, con
una carita graciosa y unos ojos marrones muy grandes, unos labios
gruesos y unos dientes que parecían de un conejo. Estaba manchado
de arena por todas partes y me entraron ganas de darle un buen
baño, pero ¿qué hacían las madres o los padres con sus hijos allí?
Me miraba asustado, le sonreí y le acaricié la mejilla para que se
diera cuenta que no le haría daño.
Del temor pasó a la incertidumbre y luego a la súplica:
—Por favor, señora, ayúdeme, el hombre malo nos va a hacer daño
—dijo mientras señalaba a Louis.
—Ese hombre no es malo, es como yo, no te hará daño, te va a llevar
a un sitio para que te limpien estas manitas —dije mientras cogía
una de ellas y veía cómo esa misma marca estaba en mi falda como
una huella de barro.
—No, por favor, por favor, rápido, ayúdeme a esconderme, si monto
en ese camión, no volveré.
No sé qué me encaminó a ayudarle, tal vez su inocencia, tal vez el
hecho de verle tan indefenso o si miro mi parte egoísta, puede que
buscara un lugar en el que limpiar el estropicio que era ahora la
falda. El caso es que agarré su manita y como si fuera una niña,
corrí a jugar al escondite con él, lo que tal vez no sabía en esos
momentos es que era el escondite más peligroso e importante en la
vida de aquel niño.
—Por favor, corra mucho, si me pillan, me montará al camión, por
favor, por favor… —repetía sin cesar.
Lo peor de todo es que le empecé a hacer caso. Corría escondiéndome
de cualquiera que llevara un uniforme, de cualquier compañero de mi
padre, Alger y Louis. Sabía que eso estaba mal, si el régimen decía
que los niños se debían montar en los camiones, yo no era quién
para opinar lo contrario, pero por una absurda razón, sentí que
debía cuidar al niño que parecía aterrorizado. De repente me hizo
girar a la derecha. Allí había una caseta bastante pequeña, con lo
que pude intuir como agujeros en el suelo, el olor cada vez era más
nefasto.
—Pero, ¿dónde me llevas? —pregunté mientras me tapaba la nariz con
una mano para evitar vomitar.
—Esto es un escondite, todos los miércoles es cuando los niños van
en esos camiones. Si logro esconderme y que no me vean, estaré una
semana más.
—Entiendo, pero ¿dónde te vas a esconder exactamente?
—dudé.
—Son las letrinas, aquí casi nunca miran. Nos escondemos entre
agujero y agujero y si vienen, como miran un segundo, siempre
puedes bucear.
Me quedé helada, las letrinas era el lugar donde las personas
cagaban y meaban. Entonces, si este niño buceaba allí, significaba
que iba a estar entre la mierda. Me paré en seco; eso no era
saludable.
—¿Cómo te vas a esconder ahí? —dije mientras enarcaba las cejas e
intentaba poner la pose más autoritaria.
—Es el único sitio que conozco bueno. Vamos, señora, tenemos que
escondernos, las mujeres judías también se van en ese camión —me
imploró.
—Ya, pero yo soy alemana —ante mi afirmación, intentó soltarse de
mi mano.
—Entonces va a entregarme. ¡Suélteme, perra! —dijo como si
escupiera esas palabras. Demasiada amargura para alguien tan
joven.
—Eh, cuidadito con tu lenguaje, que eres solo un niño —me ofendí—.
No voy a entregarte a nadie, solo que no creo que éste sea el mejor
sitio para un niño, ¿conoces otro? —negó con la cabeza—. Está bien,
voy a buscar ayuda de un amigo.
—No, no confío en nadie —me espetó.
—¿Confías en mí? —supe que me estaba estudiando y que había pasado
su examen.
—Sí, no me miras como ellos—era la segunda vez en poco tiempo que
me decían que no era como mis amigos, cosa que no sabía si me debía
alagar u ofender.
—Vale, pues tienes la palabra de Juliana Stiel, que va a traer
ayuda y que no montarás en el camión si eso te da miedo.
Al fijarme más detenidamente observé su desnutrición y en un
momento maternal, saqué un poco de la comida que había llevado para
Louis y se la tendí. Los ojos se le abrieron mucho y me la quitó de
las manos. Durante cinco minutos solo tragaba, deprisa, daba la
sensación de que se ahogaría.
—Vale —me dio su manita con cara seria, simulando ser un hombre—.
Te esperaré aquí. Soy Alberto —y volvió a comer como un
animal.
Llegar al pabellón 36 no era tan fácil cuando habías corrido y
girado sin fijarte por dónde ibas y menos aún cuando todas las
casetas parecían la misma. Me costó bastante situarme. Por el
camino me encontré con varios oficiales a los cuales tuve que decir
mi nombre y a quién buscaba, que era Louis.
Ese niño tenía miedo y lo entendía, pero Louis era muy dulce,
hablaría con él para que dejara al niño tranquilo. Era muy típico
de un niño temer a alguien mayor y tan alto como Louis, lo que
Alberto no sabía es que Louis le ayudaría, era bueno.
Seguí las indicaciones de un chico que parecía un gorila y por fin
le encontré. Estaba al lado de cinco camiones, todos ellos afinados
de niños, pasé por su lado. Me impresionó observar que había hasta
bebés. Algunos niños sonreían pensando que iban a un lugar mejor,
pero otros me miraban con tristeza, con terror, me acordé de la
carita de Alberto, ¿por qué temían tanto ir a un nuevo pabellón
donde estarían mejor?
Intenté hacerles el menor caso posible. De reojo, observé que
algunos tenían sangre en sus rostros y moretones. Me dije a mí
misma que eran judíos, la raza que yo odiaba, pero pronto comprendí
que siempre me sería imposible odiar a un niño, fuera de la raza
que fuera.
Un grito me distrajo de mis pensamientos. A lo lejos, una figura
estaba llevando a un grupo de cinco rezagados. De vez en cuando les
golpeaba y éstos caían al suelo. El monstruo que desde que llegué
aquí me obligaba a hacer cosas se adueñó de mis piernas y corrió en
su dirección.
Mis piernas se movían solas y de mi garganta noté que iban a salir
palabras:
—Pero, ¿qué haces, idiota desal…? —mi frase se quedó ahí, la
persona que les golpeaba era Louis.
—¿Juliana? ¿Qué haces tú aquí? —parecía sorprendido.
Me agaché a coger a uno de los niños que no se habían levantado.
Tenía la cara roja de golpes, era muy delgadito, con ojos pequeños
color caramelo, se le notaba cada hueso del cuerpo y lagrimones y
mocos surcaban su cara. Es un instinto, cogí mi camisa y le limpié,
el niño me abrazó, cosa que creo que no le agradó a mi futuro
marido.
—Venía a darte una sorpresa —miré su cara de serpiente—, pero ya
veo que estás ocupado.
—Juliana —me agarró la mano pero me zafé—, has visto algo que no es
habitual, luego te lo explicaré, esta noche voy a tu
casa.
—No, estoy muy cansada —en realidad estaba enfadada.
—Juliana —me miró fríamente, lo que me iba a decir era una orden—,
esta noche iré y hablamos. Puedes malinterpretar lo que ves aquí,
pero te garantizo que todo está justificado.
No le contesté y me marché entre lo que no sabía si eran
afirmaciones u órdenes. Ahora sí que lo tenía difícil, por un lado
necesitaba ayuda, se lo había prometido a Alberto pero, ¿cómo dejar
al niño que me acababa de abrazar?
Intenté pensar en personas que me podían ayudar, por un lado tenía
a mi padre, pero para él las normas eran lo primero. Las mujeres y
hombres que conocí en la cena, pero dudé tener la confianza
suficiente para pedirles un favor. Entonces supe que sabía quién
era la única persona que me ayudaría, Alger.
Corrí al puesto de guardia, allí seguía el adolescente granudo que
al verme se cuadró:
—¿Puedes decirme dónde encontrar al oficial Alger? —dije cogiendo
aire. Había ido demasiado deprisa y estaba cansada.
—Pabellón 38.
—Gracias —salí corriendo mientras se disponía a explicarme mejor
cómo llegar hasta allí.
Había una gran cola de judíos frente al pabellón pero yo solo
buscaba a un alemán, Alger. Estaba en medio de todos en lo que
parecía ser una explicación.
—Alger —grité mientras me aproximaba y me detenía a intentar andar
como la señorita que se me olvidaba que era.
Él se giró y supe que estaba molesto por la interrupción. Sin
embargo, debió notar mi desesperación, porque mudó su expresión
instantáneamente.
—¿Te ha pasado algo? —dijo mientras venía a grandes zancadas hacia
mí.
—No —me señaló mi camisa manchada—, es una larga historia, luego te
cuento. He venido porque te necesito…
—Estoy explicando a estos trabajadores —noté que no les había
llamado judíos como los demás— su trabajo en una fábrica, luego me
cuentas tu problema.
—¡No! —esta vez le interrumpí yo—, te necesito ahora —bajé eltono
suplicante.
—Está bien —dijo tras meditar mientras enarcaba las cejas. Ahora se
dirigió a los judíos—: Voy a ausentarme media hora —se giró de
nuevo y me preguntó en voz baja—: ¿Es tiempo suficiente?
Asentí y le expliqué que el problema estaba cerca del pabellón enel
que se encontraba Louis, por lo que comenzó a andar en esa
dirección. Yo le seguía pero no era capaz de seguir su paso. Todos
los judíos se apartaban cuando estaba a su lado, dejándome el
camino libre. Todos me parecían iguales, con los mismos rostros y
cuerpos.
No sé por qué, aunque supongo que el hecho de que sea patosa y
además esté nerviosa, influyó, pero mi pie se torció y noté cómo
caía. Me precipitaba al vacío de boca, así que me llevé las manos a
la cara intentando proteger mis dientes.
Antes de que alcanzara el suelo, dos brazos fuertes me agarraron y
me levantaron como si fuera una pluma. Sabía que había sido un
judío pero ante todo, era educada. Giré sobre mis talones para
agradecérselo, siempre dejando claro mi supremacía. Mi visión fue
asquerosa, allí había más de cincuenta judíos y, tenía que ser él,
Ishmael.
—Gracias —dije con la cabeza más erguida que podía, mientras el
corazón me empezaba a latir más fuerte por los nervios.
—De nada —hizo amago de hacerme una reverencia, entonces, al
doblarse sobre sí mismo, hizo una mueca de dolor.
Cómo no, éste había sido el judío que se enfrentó a Louis. Si es
que se veía a la legua que era bobo. Sin darme cuenta, me detuve y
me quedé mirándole seis segundos a lo máximo, como si estuviera en
una burbuja, sin darme cuenta de que el tiempo giraba a mi
alrededor y que la gente observaba extrañada.
Yo solo veía su cara de dolor, sus ojos verdes, sus magulladuras,
sus brazos y piernas moradas, su labio partido. Otra vez no, el
monstruo tiraba de mí hacía él, deseaba ayudarle, quería tocarle,
quería curarle, intentaba refrenar mis manos que poco a poco se
movían en su dirección. Intentaba que los rasgos de mi cara no se
suavizaran, pero la tristeza empezó a dominar cada músculo de la
misma, quería abandonar esa burbuja, ese mundo de los dos, pero no
podía, algo mandaba en mí. Traté de recordar lo mucho que le
odiaba, cómo yo, Juliana Stiel, una de las mujeres alemanas más
importantes, solo podía desear que muriera. Sabía que me daba asco
pero mi monstruo interior no me hacía caso. Ya nada podía pararme,
mi mano estaba a menos de un centímetro de su cara, ansiosa por
tocarle, me abandonaba…
—Juliana, ¿vamos? —dijo una voz familiar que me sacó de mi estado
de hipnotismo.
Entonces volví a tomar control de mi cuerpo. Menudo panorama había
a mi alrededor, todos los asquerosos judíos mirando, Alger
llamándome y Ishmael con cara de ¿comprenderlo todo? ¿Él también
tenía un monstruo?
Bajé mi mano inmediatamente y corrí hacia Alger. No había olvidado
mi propósito y ése no tenía nada que ver con judíos apestosos
trabajadores, sino con los niños.
—¿Qué es exactamente lo que voy a hacer? —preguntó Alger durante el
camino.
—Te lo explico cuando lleguemos —le dije mientras mi cabezaseguía
yendo por otros derroteros. Aún estaba nerviosa.
En el momento en que llegamos al lugar donde me había chocado con
el niño, le dije que ahora tendríamos que empezar a jugar una
especie de escondite.
—¿Escondite? —dijo escéptico.
—Sí, es para que recuerde dónde está el sitio al que te quiero
llevar —enarcó las cejas—; confía en mí —añadí y encogiéndose de
hombros, me siguió hasta que por fin en mi horizonte divisé las
letrinas.
—¿Aquí es donde me traes? —parecía contrariado—, ¿quieres que
vigile mientras vas al baño o algo así?
—No, iremos dentro y te lo explicaré —pasamos al otro lado, pero no
había ni rastro de ningún niño.
—¿Alberto? ¿Estás aquí? Soy Juliana y éste es mi amigo, es bueno,
puedes salir —dije, me asomaba a las letrinas en su
búsqueda.
—Pero, ¿esto de qué va? —me preguntó Alger bastante
contrariado.
Le mandé callar. Repetí el grito durante al menos quince minutos,
pero allí ya no había nadie, entonces un pensamiento empezó a
inundar mi mente: ¿y si le habían cogido? Entonces le habría
fallado, yo le había prometido que le ayudaría.
—¡Vámonos! —grité.
—No, no me muevo de aquí, a no ser que me expliques de qué vatodo
este juego —se cruzó de brazos y se apoyó en la pared.
—Tenemos prisa, si no, Louis se llevará a los niños.
—Espera, espera, ¿Louis? ¿Niños? ¿De qué va esto, Juliana? —parecía
enfadado por primera vez.
—Vale, te lo explicaré pero es una larga historia —le relaté mi
encuentro con Alberto, mi promesa, cómo había acudido a Louis, lo
que había presenciado, todo hasta el momento presente en el que
estábamos él y yo.
—Pero, ¿cómo se te ocurre meterte en esto? Deja que cada uno haga
su trabajo —repuso seriamente mientras se marchaba.
—Seguro que puedes hacer algo —dije fingiendo que no me había dado
cuenta de su indignación.
—Claro que podría, pero no lo haré, no es mi problema. Cada uno
tiene aquí su trabajo y yo respeto el de todos —afirmó.
No podía entenderlo, necesitaba convencerle porque si no lo
hacíacon él, no lo haría con nadie.
—Vale —dije mientras se marchaba y me quedaba ahí.
—¿Quieres hacer el favor de venir conmigo? Después de esto, me he
dado cuenta de que no es seguro que tú vayas por el campo sola —me
habló como si fuera un imán para los problemas.
—No —contesté.
—No, ¿qué? —dijo cansado.
—Intentaré ayudarle de otra manera —me gire dándole la
espalda.
—Si otros escuchan esto, pueden tacharte de traidora y eso no es
bueno, ¿entiendes? —ahora ya estaba cerca de mí, hablando con la
tranquilidad y cariño que se me hacían tan habituales—. Deja que
cada uno haga su trabajo y vivirás mejor.
—Tú me dijiste que era especial, que no cambiara, que fuera
diferente a ellos. Ahora —le agarré las manos en nuestro primer
contacto físico íntimo— te lo pido yo —se apartó de mí, estaba
reflexionando, de vez en cuando me miraba y negaba la cabeza. Yo,
por mi parte, esperaba tranquila, sin hablar, dándole su tiempo,
sabía que haría lo correcto.
—Está bien, te ayudaré.
—Gracias —le sonreí con ganas y él simplemente puso los ojos en
blanco—, ahora tenemos que correr porque supongo que les habrán
pillado…
Una tos me interrumpió. Me giré y vi a lo que parecía un niño de
barro, entorné los ojos intentando reconocer a la
personita.
—Soy Alberto, tenía miedo y me escondí. Pero ahora confío en ti
—miré a Alger.
—Vamos, venga, conmigo —lo decía en tono serio pero no daba miedo
como Louis.
—Hay un problema —dijo el niño que cada vez desprendía un olor más
nauseabundo.
Yo ya había comenzado a andar, me disponía a preguntar cuál era el
problema cuando lo vi con mis propios ojos: cuatro niños de barro
estaban detrás de Alberto.
—Los he conocido escondidos y tampoco se quieren ir —eran todos tan
pequeños…
—Vale —volvió a hablar tras meditar unos segundos Alger—, venid
conmigo ahora.
Nosabía exactamente adónde nos dirigíamos, la situación era
confusa. Alger, yo y cinco niños llenos de mierda. Me miré el
vestuario y recordé la cara del niño asustado.
—¿Puedes ayudar a más niños? —pregunté.
—¿No te parece suficiente? —contestó en voz baja mientras los niños
le seguían en fila india.
—Sí —dije finalmente apenada.
Los niños empezaron a temblar cuando vieron a Louis, me miraban
decepcionados, no entendía nada. ¿Cómo nos hacía esto Alger? Pero
ya no había vuelta atrás, nos había traicionado, me había fallado.
La persona en la que había confiado era al final como los demás, un
fraude.
—HeilHitler —se saludaron ambos.
—Veo que has pillado a unos desertores, gracias, camarada —dijo
mientras alargaba un brazo para indicarles que subieran.
No entendía nada, les había llevado hasta la trampa final. Susurré
un: «lo siento», pero los niños no oían
nada. «Simplemente es una ducha», me obligaba a pensar, «van a
estar mejor, son niños, le tienen miedo a todo». Intentaba quitarle
hierro al asunto pero mis uñas se clavaban en la palma de mi mano
para retener mi ira.
—¡NO! No os montéis —gritó Alger a los niños, no sabía qué hacía
exactamente, pero confié en él—. Louis, he venido aquí a decirte
que para la nueva fábrica que estoy montando necesito niños. He
pedido un barracón para ellos, tienen las manos pequeñas y son
únicos para algunos trabajos.
—Vale —dijo a regañadientes—, ¿cuántos? —como si fueran
mercancía.
—Me llevaré uno de los camiones y a éstos de aquí —señaló a nuestro
grupo que ahora estaba rodeado de moscas.
—Bueno, pues elige el que más te guste —y se apartó a un
lado.
Alger buscó mi mirada, quería que le dijera cuál era el camión con
el niño que me había manchado el vestido. Le distinguí entre muchos
a mi derecha y se lo señalé.
—Éste de la derecha mismo —dijo restándole importancia.
—Vale, pues los demás ya se pueden marchar a las duchas —noté la
tensión en la cara de Alger. Louis reía.
Me di la vuelta porque hubo una cosa que comprendí, no todoslos
niños se habían salvado y no me veía con fuerzas para observar su
decepción. Una voz dentro de mí me seguía gritando: «son judíos»,
pero cada vez le hacía menos caso.
Me marché con Alger, y cuando estuve segura que no nos escucharían,
me atreví a preguntar:
—¿Has mentido a Louis? —dudé.
—Claro que no, necesitaba niños, solo que pensaba cogerlos la
semana que viene —dijo mientras se crispaba por mi
comentario.
—Ah… —me sentí tranquila por no haberlo metido en un lío.
—Solo prométeme una cosa ahora tú a mí. No volverás aquí los
miércoles, no todos los niños pueden trabajar en la fábrica —miró
esperando respuesta.
—Sí —entonces se me ocurrió una idea—. Entonces, los judíos con los
que estabas en el barracón, ¿también van a trabajar contigo en la
fábrica? —intenté mostrar que no me importaba porque ellos no me
importaban.
—Sí —afirmó menos irritado.
Y con esa frase por primera vez respiré tranquila desde que había
visto a Ishmael. Si trabajaban con Alger, no corrían peligro porque
definitivamente era bueno. No le haría daño, el monstruo no tendría
que preocuparse porque los ojos verdes se encontraban a
salvo.
El camión de los niños de la fábrica pasó por mi lado y tuve que
apartarme para no ser atropellada. Entonces, uno de los últimos
niños empezó a decirme adiós con su manita y le distinguí, el niño
que estaba en el suelo, ése que se había limpiado en mí, y un
pensamiento recorrió mi cabeza, tendría que hablar con Louis, tenía
que haber una explicación, porque ese hombre, el que yo quería que
fuera mi marido, tendría que tener algún motivo para su manera de
actuar.
Había sido un día interesante. Cada vez las dolencias eran menores ynotaba cómo mi cuerpo podía moverse y asimilar el trabajo con una mayor facilidad. Por la mañana uno de los oficiales, Alger, aquel con el que ya había trabajado en la casa, había venido a explicar las tareas de cada uno de nosotros. A los más jóvenes nos tocaba transportar toda la maquinaria; bien, me gustaba emplear la fuerza en el trabajo, eso haría que me evadiera de mi pasado, mi madre, mi hermana y todo esta maldita guerra.
Solo había una cosa en la que pensaba bastante, algo de lo acontecido en la mañana. La princesita hija de Satanás (me encantaba ponerle mil motes a cada cual más desagradable) había venido buscando a nuestro oficial y había estado a punto de caer pero, idiota de mí, había detenido su caída.
Hasta ahí tampoco era algo del otro mundo, me gustaba seguir sintiéndome un ser humano y, como persona educada que era, detener una caída no era algo extraño. Lo raro y difícil venía después. Como siempre me había querido mofar de ella, esta vez haciéndole una reverencia, sí, me gustaba picarla pero después…
Ella me había mirado, no sabría explicar lo que sentía; primero pensé que se iba a reír de mis golpes, ya que si somos sinceros, ella me odia. Sin embargo, lo que allí aconteció fue algo diferente, esos ojos azules se me clavaron, miraron cada parte de mi cuerpo, no con asco, no con odio o deseo, sino con pena. Por un momento sentí que se iba a lanzar a ayudarme, que necesitaba hacerlo, que yo no era un perro para ella, sino una persona, una a la que quería proteger.
¿Y qué hice yo? Pues quité la capa de prejuicios y la vi por primera vez, no como la hija de Satanás, no como alguien a quien odio, sino como mujer. Me impactó ese cuerpo, esas formas que harían la delicia de cualquier hombre, ese pelo rubio recogido en una cola de caballo que dejaba un mechón que me apetecía atrapar con las manos. Esos ojos que no se parecían a una serpiente, a un monstruo, sino del azul cristalino de un lago, uno de esos lagos en los que me sumergiría sin pensarlo dos veces.
Durante esos segundos, dejé de ser Ishmael el judío para convertirme en el hombre. El brazo de ella se empezó a mover hacia mi rostro y no había cosa que más deseara que me tocara, me quemaba el aire cuando su mano se acercaba a mí, pero no era dolor, era un picor especial y, en ese momento, con un grito de Alger, volví al mundo real.
Ese mundo en el que ella y yo estábamos destinados a odiarnos. Es algo que comprendo, solo que no puedo evitar querer recordar la sensación que tuve cuando la tenía en frente, fue demasiado placentera.
Después de la intromisión de Alger en nuestro momento, ella se marchó corriendo, dejándome allí con una cosa nueva en la cabeza de la que pensar.
El día continuó con lo que se había convertido habitual en mi existencia, trabajar y más trabajar. A mitad de tarde, el cielo descargó bien sobre nosotros, que seguíamos transportando cajas sin quejarnos, muertos de frío y mojados.
Cada uno teníamos que transportar un número de cajas fijo. Las delos más jóvenes pesaban bastante más que las de los ancianos, ¿habían sido considerados o simplemente querían rendimiento?
Durante el trabajo no acostumbramos a hablar, en cierta manera porque sabíamos que si nos veían, sería interpretado como algo negativo y podíamos llevarnos una buena paliza. Una cosa es ser valiente y otra diferente es buscarte un lío porque sí.
Terminé mi trabajo antes que los demás porque cuando estoy nervioso quiero pensar y me sumerjo en mi burbuja, evadiéndome de la realidad y rindiendo bastante mejor.
El oficial me apuntó en una lista, ya que era el que mejor había hecho mis tareas en ese día. Me dijo que podía descansar si quería. Me senté en una roca cercana al almacén de donde sacábamos las cajas. La panorámica que se ofrecía ante mí no era para nada alentadora, los ancianos iban con las cajas como si estuvieran expulsando su último aliento. Entre ellos estaba mi padre, así que me levanté y corrí a ayudarle.
—¿Qué haces? ¿Esto es legal? —me preguntó.
—Por supuesto. A ellos les da igual mientras se
termine el trabajo —tranquilicé a mi padre, David.
—Gracias —dijo cansado mientras se limpiaba el sudor.
Nosabía a ciencia cierta si lo que le había dicho era verdad, pero
me daba igual, intentaría ayudarle en lo que pudiera hasta el fin
de mis fuerzas. Padre siempre había sido una persona muy
trabajadora pero la edad hacía mella en él, así que tardaba en
llevar una caja lo que yo cuatro. Antes de que se terminara el
tiempo disponible para el traslado de las cajas, habíamos
terminado.
Un alemán con cara de pocos amigos fue apuntando el número de las
personas que no habían conseguido llevar todas las cajas. La
mayoría eran ancianos y habían llevado más de las que podría
cualquier joven alemán, pero aun así no las suficientes.
Llegamos al barracón muertos de frío. Esa noche teníamos de cena
unas suculentas judías que devoramos sin piedad. Un menú diferente
por lo menos. Al término de la cena, todos nos encaminamos a
dormir, estábamos cansados, el día había sido muy duro y el tiempo
parecía que iba a ser peor aún al día siguiente. Estaba ya casi en
la inconsciencia del sueño cuando se abrió la puerta. Era uno de
los alemanes que habían apuntado los nombres de los
trabajadores.
—Todos en pie —chilló.
Nos levantamos y nos pusimos erguidos. Yo me coloqué, como siempre,
estratégicamente cerca de mi padre, sabía que si un día le hacían
daño encontrarían resistencia en mí.
—Si leo vuestro nombre, dad un paso al frente —dijo mientras
carraspeaba.
La lista de nombres se me hizo interminable, todos eran ancianos,
los ancianos que no habían podido llevar todas las cajas. Daban un
paso al frente con desesperación, esperando que todos nos alzásemos
en su ayuda y les salvásemos de lo que fuere que les deparara
aparecer en la lista, pero nadie hizo nada. Cuando terminó, me
sentí aliviado; ni padre, ni ningún amigo aparecía en ella.
Entonces vi a lo que serían diez u once hombres de pie, esperando
un futuro incierto; mi alegría era egoísta, sufrí por el futuro de
ellos mientras se marchaban.
—Van a las duchas —dijo un oficial a otro.
No me tranquilizó saber que iban a las duchas, ni a mí ni a mis
compañeros. El último anciano miró atrás antes de cerrar la puerta,
era como si se despidiera del mundo.
Esa noche ninguno pudimos dormir. Era de luto. Todos teníamosla
mente en qué les ocurriría a nuestros compañeros de habitación. Con
la mayoría no había hablado, pero sentí su pérdida como si de un
amigo se tratase. Cuando estás encerrado al exterior, acabas
cogiendo cariño a cualquier persona que te acompañe, aunque aporte
lo mismo que un mero mueble. Llegas a la conclusión de que ha
estado a tu lado y comparte tu sino y tu suerte.
—¿Qué tal estás, Ishmael? —Ivri rompió el silencio.
—No sé, ¿qué les ocurrirá? —respondí.
—Ninguno de nosotros lo sabemos, muchas noches acuden aquí y se
llevan a algunos. Nos dicen que van a otro pabellón con lasmujeres
y los niños. Se suelen llevar a las personas que menos trabajan…
—prosiguió Isajar dejando una duda en el aire.
—Entonces, si se supone que se los llevan a un lugar mejor, ¿por
qué tengo la sensación de estar de luto? —pregunté.
—Es algo que no es racional, todos nos sentimos así. Supongo que
influye la desconfianza en los alemanes y el miedo a lo
desconocido. Yo lo único que sé es que trabajo todo lo que puedo
para no tener que ir nunca a ese lugar que denominan mejor
—sentenció Isajar.
—Bueno, y también trabajas por las mujeres —Ivri siempre con su
mono-tema, aunque en esta ocasión se notaba que quería quitarle
tensión al asunto.
—Siempre pensando en lo mismo, a veces pienso que tus únicas
neuronas están en el pene —nos echamos a reír—. ¡Hay cosas más
importantes! —repuso Isajar.
—Pues yo no he estado nunca con ninguna mujer —sin notarlo, Nathan
se había acercado a nosotros.
—¿Nunca? —dijo Ivri—, no sabes lo que te pierdes. Es la alegría de
vivir. Trabaja duro esta semana y lo verás en la recompensa. Pero
no con la Manuela, ¡eh!
—No sé si está bien que pierda mi virginidad con una prostituta,
esas mujeres no se merecen respeto o eso me decía mi padre —dijo
inocentemente Nathan.
—No hables así de ellas —era la primera vez que Ivri se ponía
tenso—, tú no sabes lo que ellas tienen que hacer para sobrevivir.
Lo hacen por sus hijos, ¿entiendes? Son mucho más valientes de lo
que seremos nosotros y quieren a sus hijos hasta el punto de darlo
todo por ellos, así lo digo aquí para todos. ¡No os atreváis a
juzgarlas!
—Madre mía, el gallito de pelea cómo se pone por su Manuela, eso sí
que es amor y lo demás tonterías —todos estallamos en carcajadas
con el comentario de Isajar.
Así prosiguió la noche, con conversaciones insustanciales sobre la
vida en general, siempre hablando de temas alegres, temas que nos
hacían sentir como en una cantina con los amigos. Temas que
usábamos conscientemente para no recaer en otros.
—A mí me gustaba una joven de mi pueblo. Era muy buena ella.
Siempre que pasaba a mi lado me sonreía pero nunca llegué a
dirigirle la palabra —contaba Nathan.
—¿Nola hablabas? Eso, amigo, hay que solucionarlo, cuando acabe la
guerra la buscaremos y te enseñaré un poco de seducción o si no, el
amigo —Ivri me señalaba—, que con ese cuerpo que se gasta habrá
roto más corazones de los que pueda contar.
—¿Qué dices, galán de novela? —me preguntó Eleazar.
—Solo digo que cuando acabe la guerra nos iremos todos a una isla
paradisíaca de vacaciones.
—¡Soñemos con ello! Luchemos por sobrevivir e irnos de vacaciones
paradisíacas —Ivri fingió tener una copa con la que
brindaba.
La puerta se volvió a abrir. Mierda. ¿Dónde estaba padre? Le busqué
por toda la estancia pero estaba lejos de mí, con Eleazar. Si ahora
venían a llevarse a más gente, no podría detenerles. La noche no
era algo bueno en mi nueva vida.
—Vengo a traeros a un nuevo compañero. Trabajará con vosotros en la
fábrica y no tiene espacio en el otro barracón, así que viene aquí
dado que hoy ha habido limpieza —dijo sin mirarnos.
Detrás de él se encontraba nuestro nuevo compañero. Un ser
diminuto, un niño. Destacaban sus grandes ojos marrones y sus
dientes de roedor. No tendría más de siete años pero su mirada era
de por lo menos quince. Le dejó en medio del barracón y se marchó.
Inmediatamente todos se abalanzaron sobre él y le inundaron a
preguntas.
Todos sabían que los miércoles era el día en el que se llevaban a
los niños al «Barracón feliz», aquél al que nadie quería ir. Muchos
de mis compañeros tenían hijos, así que le preguntaban cómo había
llegado, si había más niños como él y finalmente le daban las
descripciones de sus hijos para ver qué suerte habían
corrido.
—Dejémosle tranquilo, que nos lo explique todo —dijo
Eleazar.
El niño se sentó en medio de la estancia y comenzó a hablar, se
notaba que le gustaba ser el centro de atención.
—Como hoy era día de partida de los niños, me iba a esconder.
Entonces me choqué con una mujer y me escondí en las letrinas
—comenzó orgulloso por su hazaña.
—¿Qué mujer? ¿Se le puede pedir ayuda para más cosas? —interrumpió
un judío desesperado.
—No sé. Ella fue a por un amigo, primero pensaba que me iba a
entregar pero luego me ayudaron a mí, a cuatro compañeros que
estaban en las letrinas y a un camión entero de niños que ahora
vamos a trabajar en la fábrica.
—¿Y cómo era esa mujer? —preguntó Abraham, el capo.
No era muy difícil suponer para qué quería la información, todos
pensamos lo mismo, así que me levanté para apartar al niño del ser
despreciable.
—Venga, ven conmigo, tengo una cama al lado de mi litera, mañana
contarás todo.
El niño se fue a regañadientes, le estaba gustando ser alguien tan
importante para los mayores. En la litera estaba Nathan.
—He decidido cambiarme aquí para estar con vosotros, ¿no os
importa, verdad? Que el chico duerma en la litera de
abajo.
El niño se tumbó en la cama haciéndose un ovillo para evitar el
frío. El resto de compañeros lo imitaron.
—Pues creo que ella era un ángel —siguió hablando ahora para un
grupo reducido de personas.
—¿Sí? —preguntó Nathan interesado.
—Sí, me ayudó todo el rato. Fue a buscar a un amigo y me han
contado que salvó a otro niño —el pequeño no paraba de
hablar.
—Cuenta, cuenta —mi intento de dormir se veía frustrado por el
interés de Nathan.
—Fue con el hombre malo, Louis, y como estaba pegando a un niño,
corrió a ayudarle, le recogió del suelo y le limpió la cara con
sublusa. Dicen que el oficial alucinaba —se rió.
—Me gustaría conocer a esa mujer, a ver si me ayuda a mí también
—dijo Ivri, que no había podido evitar acercarse a
cotillear.
—Pues me dijo su nombre pero ahora mismo no me acuerdo. Aunque era
muy guapa, rubia con ojos azules y era suave, además de oler
genial.
—No como tú… —se mofó Ivri.
Mi mente se había quedado en blanco, no podía ser ella.
—¿Y es tu amiga? —preguntó Nathan—, no sabía que alguna judía
tuviera ese poder.
—Qué va, era alemana —todos estaban con la boca abierta—.
Normalmente me caen mal, pero ella era de otra manera.
Bajé de mi litera y me puse a escuchar junto al resto:
—¿Por qué te ayudó? —pregunté—, a lo mejor tendría algún interés
para hacerlo.
—No, simplemente se lo pedí y ella me hizo caso. Mamá me decía que
la gente muy buena son ángeles, así que supongo que ella es el
único ángel alemán.
—O tú tienes mucha suerte, pequeño —dije mientras le cogía en
volandas y le daba una vuelta para jugar con él.
—Para, que me mareo —se rió—. Me caes bien —sentenció.
—Y tú a mí pero es hora de dormir, enano. ¿Cómo te
llamas?
—Alberto, ¿y tú?
—Ishmael y ahora, a dormir —lo cogí y le hice cosquillas mientras
le metía en la cama.
—Venga ya, Ishmael, deja al chaval un poco más que nos hable de ese
ángel —repuso Ivri—, a lo mejor es mi futuro y no le dejas que me
hable de ella.
—¿Y qué será de la Manuela? Anda, todos a dormir, que mañana
tenemos que trabajar mucho porque si no…
Mis palabras se quedaron en el aire, todos sabíamos lo que nos
pasaría si no terminábamos el trabajo. Otra vez regresamos a la
realidad y nos metimos en la cama en silencio. Yo solo tenía una
cosa segura: ayudaría a mi padre hasta que muriera, era mi familia
y nunca permitiría que le pasara nada.
—Ishmael —susurró Alberto—, he estado pensando una cosa. Creo que
tú sí que le gustarías a mi ángel, si la veo se lo diré.
—Vale, renacuajo, y a dormir que si no, me enfado —estos niños, qué
imaginación tienen.
—Ishmael —volvió a llamarme.
—¿Qué? —repuse más cabreado, puede que el hecho de tener a un niño
entre nosotros nos hubiera dado vida, pero en mi mente aún tenía a
los compañeros que se acababan de ir y que yo debía trabajar el
doble para que ése no fuera el destino de mi padre, así que no me
quedaba más remedio que recargar pilas.
—Juliana.
—¿Cómo dices? —de qué hablaba el niño, ¿había dicho Juliana o yo ya
estaba obsesionado?
—El ángel se llama Juliana y cuando la conozcas, te
gustará.
Me levanté de la cama y me acerqué al niño.
—Prométeme que no le dirás a nadie más el nombre de tu ángel y
menos a ese hombre —le señalé a Abraham—; él la hará daño, ¿me lo
prometes, campeón?
—Sí, no quiero que le pase nada malo —dijo asustado.
—Me parece muy bien, es nuestro secreto —volví a mi
litera.
—Cada vez tengo más claro que te gustará —dijo con una risilla
infantil, y con un bostezo se durmió.
El aire frío azotó mi mejilla, ésa que ella había estado a punto de
tocar, y como si de un bebé me tratara, caí rendido, dormido, con
un deseo que se hacía cada vez más grande.
CAPÍTULO 7
¿Por qué cuando te explican una cosa parece tan sencilla y cuando lo pones en práctica no lo es? Y ya no solo eso, ¿por qué cuando ves a alguien hacer algo es simple y cuando tú te pones manos a la obra el resultado es una chapuza?
Había visto mil veces a mi madre plantar las rosas una vez estaban crecidas. El procedimiento era tan fácil que me parecía absurdo acudir cuando ella me decía que me iba a enseñar. Hacer un agujero lo bastante profundo, meter la planta con mucho cuidado en las raíces y luego taparlo de manera tan fuerte que el rosal no perdiera el equilibrio.
Como era invierno, no tendría que regarlo y en primavera, rosas rojas como la sangre darían un poco de color al lúgubre jardín. Ésa había sido mi idea cuando me había puesto manos a la obra. Suponía que tardaría muy poco y así me entretendría al menos durante una hora.
Pues bien, llevaba más de dos horas y no había conseguido plantar ni siquiera diez rosales en condiciones. Cuando no tardaba mucho en hacer el agujero, rellenaba con poca tierra el hueco y el rosal se estampaba contra el suelo una vez yo lo había soltado orgullosa de mí misma.
Estaba frustrada cuando me di cuenta de que por
primera vez en la vida contaba con alguien a quien poder pedir
ayuda y consejo. Preguntaría a Alger si sabía algo y así tendría
una excusa para pasar una tarde con mi primer amigo.
No pude evitar recordar cuando era pequeña, siempre que tenía un
problema recurría a mi madre y, cuando eso no fue posible, me quedé
sola. Sola en la Tierra. Los problemas aumentan de grado al no
tener a nadie que te ayude, te dé ánimos y te diga que se puede
solucionar, alguien a quien pedir un favor y saber que lo recibiría
sin nada a cambio. No, las conocidas que tenía me podían ayudarpero
siempre sabía que después pasaría factura.
Hubo en una ocasión que pensé que tenía una amiga de verdad, toda la magia se rompió cuando…
Años atrás…
La joven Juliana está con su madre preparando un regalo para una amiga. Ella siempre ha sido muy casera y para la primera amiga que tiene, quiere hacer algo especial.
Llevan toda la mañana sin parar de cocinar un gran pastel de chocolate, han sacado los mejores juegos del armario y han comprado dos peluches oso iguales, uno para ella y otro para su amiga.
Su madre está contenta, siempre ha visto que Juliana era algo diferente a las niñas de su edad y le entristecería que se quedara sola. Su hija es feliz, no para de reír y de contar historietas que ha vivido junto a su amiga. Ya le ha preguntado más de quince veces qué opina del peluche, si cree que a su amiga le gustará, está nerviosa, quiere agradar. Se ha gastado todos sus ahorros en ese juguete y piensa si ha tomado la decisión correcta.
La niña se está retrasando
y Juliana pregunta a su madre: —¿Puedo ir a buscarla?
La pequeña vive en la casa de al lado, así que la madre, con
una
afirmación, hace feliz a Juliana.
Antes de partir, agarra el peluche, lo tiene decidido, se lo dará nada más llegar para ver su reacción. Tiene mucha ilusión en el primer regalo que hace a una persona fuera del ámbito familiar.
El patio de su amiga está rodeado por unos pequeños pinos. Juliana oye voces en el interior del mismo, así que aprovecha un hueco para observar qué ocurre. Si sus padres están regañando a su amiga, no quiere aparecer y avergonzarla.
Pero lo que allí ve es algo diferente. Su amiga está con cuatro niñas más del colegio. Juega con esas muñecas, las cuales le había dicho a Juliana que su madre no la dejaba tocar. Las niñas ríen y alegres se entretienen.
Una figura sale de la
puerta del hogar
—Silga, ¿no habías quedado para jugar con Juliana? Silga pone mala
cara, no, ir con esa niña es lo que menos desea. —No quiero ir con ella—dice
mientras cruza los brazos en el pecho. —¿Por qué?—pregunta su
madre.
—Porque me cae mal, es muy tonta, nadie quiere
estar con ella, es
un bicho raro—dice a la carrera—. ¿A que sí?—pregunta a las demás niñas.
Todas ellas contestan al
unísono diciendo una barbaridad superior cada una que la de la
anterior.
—Cariño—dice la madre
pacientemente—, sabes que tienes que ir.
Papá trabaja para el suyo y es muy importante. Es solo una hora,
por favor. Diré que estás castigada y por eso te vas
antes.
La niña lo piensa y tras unos segundos, decide que podrá sacar
algún regalo si acude a casa de Juliana
—Vale, iré—se vuelve
con sus amigas—, porque mi madre me obliga,
si no nunca la hablaría.
Las niñas ríen sin darse cuenta que al otro lado de esos árboles a
alguien se le acaba de romper el corazón.
Al rato comienzan a salir y por el camino ven un precioso oso en el
suelo, todas se pelean por él y al final deciden que quien gane una
carrera se lo llevará.
Mientras ellas luchan por su premio, Juliana llega a casa. Su madre
la nota triste.
—¿Qué te ocurre?—pregunta preocupada.
—Me encuentro mal, creo que es el estómago. Si
viene Silga, dile que estoy mala y hoy no puedo quedar.
Y así, con los pedazos de su corazón roto, sube, se encierra y
llora deseando tener un amigo de verdad. En ese momento lo piensa,
en cuanto termine el colegio hará cualquier cosa para encajar.
Luego solo llora mientras ve por la ventana cómo Silga va a su casa
feliz con el oso que ella le quería regalar. Ha ganado la
carrera.
Ahora se planteaba un reto aún más grande que el hecho de tener un amigo, conservarlo.
Había oído muchas veces la frase de «un amigo es un tesoro que hay que cuidar», y yo tenía el mío. La mayoría de gente no valora un amigo porque dan por hecho que están ahí. Hacen algo por ellos y en el momento lo agradecen, pero con el tiempo, si ocurre algún hecho negativo, se enfadan, olvidando todo lo que su amigo hizo por él.
Laspersonas piensan que un amigo tiene que escucharte porque es su obligación, lo que no saben es que un amigo te escucha porque quiere, porque te quiere y se interesa por ti. Muchas veces, cuando caminaba por la calle, oía cómo amigas discutían y decían: «me dejaste sola ese día y estaba mal», lo que no decían es: me dejaste sola ese día pero has estado millones conmigo, así que no pasa nada.
Definitivamente la gente no valora lo que tiene, no valora la amistad pero yo, que nunca había gozado del privilegio de tener uno, me propuse la difícil tarea de mantenerlo. Sabía lo que quería hacer, le escucharía y le ayudaría, y no porque fuera mi obligación como amiga, sino porque era mi mayor deseo.
Alcé la vista y allí estaba Ada tan atareada como siempre. Recordé nuestra conversación y pensé que podríamos hablar. De esta manera, podría ser mi maestra en lo que a amistad se refiere. Sabía que era judía y que no debía.
Se encontraba en el salón limpiando el polvo a
las pequeñas figuras de oro que predominaban en él.
—Hola.
—Hola, señora Juliana. ¿Qué le ha pasado? —no entendía a qué se
refería hasta que noté que era a la camisa—, la limpio ahora
mismo.
—No hace falta, de verdad.
—Insisto.
Puse los ojos en blanco y me dirigí a mi cuarto a quitarme la blusa
y dársela para que la lavara. La habitación estaba impecable, por
lo que supuse que se había empleado a fondo en ella. Los estantes
blancos estaban tan limpios que incluso deslumbraban.
Mientras miraba la mancha como un doctor que mira un bulto que va a
exterminar, habló:
—¿Qué quiere contarme, señora Juliana? —siempre me hablaba con
mucho respeto.
—A decir verdad, quería que me hablaras tú. Me quedé intrigada con
la historia de tu hermano y tu amiga. Noté que te dolió, así que
entendería si no quieres contármela.
—No es por eso —su sonrisa era cansada—, simplemente no tiene el
final feliz. A lo mejor le disgusta la historia.
—La escucharé y si oigo algo que me disgusta, te lo diré para que
pares. Te lo prometo —añadí al ver que tenía reservas.
—Bueno —dijo mientras se ponía la mano en la espalda, intuí que le
dolía, así que me hice a un lado en la cama para que ella se
sentara junto a mí—. No, no hace falta, señora —di dos palmadas en
la cama mientras juntaba las manos suplicantes—. Bueno, si
ustedquiere —se sentó, apenas rozando la cama, en un lateral con
medio culo fuera—. Ése, el más pequeño de mis hermanos,
Ishmael…
—¿Ishmael? —dije en voz alta.
—Sí, Ishmael.
>>Era el más joven de mis hermanos
varones y también con el que mejor me llevaba. Las semanas después
de ese encuentro en el cual nos escuchó, se volvió de lo más cursi.
Siempre leyendo y recitando poesía. Parecía un hombre salido del
siglo XVI, cambió incluso sus hábitos de comer, lo hacía de una
manera muy fina, no jugaba con sus amigos, todo para impresionarla,
¿y qué conseguía? Que ella cada vez le viese como unser más
insoportable; de «idiota reprimido» pasó a llamarle «ser que daba
asco».
>>Yo no entendía nada de lo que ocurría, mi hermano, con el
que mejor me llevaba, se estaba convirtiendo en un idiota y seguía
sin saber por qué.
>>Un día subí a su habitación y le llamé. Nuestra casa era
pequeña, humilde, por lo que todos los varones compartían
habitación —la miré con pena—. ¡No! No me mire así, Juliana, ellos
eran de lo más felices juntos, siempre estaban tramando alguna
—miró al infinito, estaba recordando tiempos mejores—. A los únicos
que les sacaba de quicio ese acercamiento era a mis padres, ya que
siempre se unían frente a lo que de broma llamaban «enemigo común».
Eran una gran piña que nadie podía romper, el único impedimento es
que si deseabas hablar con uno solo, tenías que salirte a la calle
para asegurar que los otros no pegaban la oreja. Así que mi hermano
salió y me lo llevé al claro cerca del río donde solía hablar con
mis amigas.
—¿Qué te ocurre, Ishmael?
—Nada, simplemente me quiero cultivar un poco más.
—¿Cultivar más? —me desternillé de risa—. Ishmael, a ti nunca te ha
interesado leer.
—Ya, pero tengo una edad y si quiero encontrar una novia, tengo que
ser más serio.
—Pero qué tontería más grande estás diciendo, por el amor de Dios.
Eres un chico bueno, trabajador, agradable y guapo, ¿qué más
quieres?
De verdad era muy guapo, con ojos marrones y grandes, boca gruesa,
un pelo alborotado marrón caoba, alto y fornido y con un hoyuelo
que hacía las delicias de las mujeres de mi pueblo.
—No todas.
—Ajá, empiezas a confesar. Dime por quién te estás portando así,
granuja.
—No me apetece —parecía un niño pequeño.
—Vamos, desembucha —dije mientras le pellizcaba la tripa.
—Eh, que me haces daño. De Ser… —lo dijo en voz tan baja que no lo
oí.
—Vamos, dilo en alto, que no te oigo.
—¡VALE, DE TU AMIGA SERENA! SÍ, SORPRÉNDETE PERO ME LLEVA GUSTANDO
DESDE HACE AÑOS.
Anonadada, así me quedé.
—Me gusta todo de ella. La llevo observando
años contigo, esperando a que creciera, a poder
cortejarla.
—¿Pero qué te gusta exactamente de ella, si
apenas la conoces?
—¿Que no la conozco? ¿Y cómo sé que cuando se
pone nerviosa se pellizca la palma de la mano? ¿Que cuando es feliz
se balancea hacia delante? ¿Que cuando se arregla siempre mira
hacia abajo por miedo a sentirse observada? ¿Que le encantan los
días lluviosos porque sonríe con la boca abierta y, cuando hace
sol, como máximo, curva sus labios? Te podría decir mil cosas más
de ella…
Muchas veces convives con una persona y te crees que conoces todo
de él y, hace falta un segundo como ése para darte cuenta que
apenas te habías percatado de sus sentimientos. Él, mi hermano
favorito, conocía mejor a mi amiga que yo.
—Y si la que te gusta es Serena, ¿por qué
actúas así?
—Os escuché un día en este claro y, ella dijo
que le encantaban los chicos cursis, así que en eso me estoy
transformando—dijo avergonzado.
Me disponía a contarle la verdad de ese día cuando algo se movió
entre los matorrales vecinos. Pensé que era un animal pero no,
estaban todas mis amigas y por sus caras supuse que lo habían
escuchado todo.
Ishmael me miró rojo de la ira, pensando que yo había ideado todo,
le dije que no era así. Ambos, mi hermano y yo, permanecimos
quietos esperando la reacción de Serena y, como todo en ella era
impredecible, salió corriendo con la mano en alto, cerré los ojos
pensando que le iba a dar un guantazo, pero no. Al llegar a su lado
le agarró de la nuca y le besó.
—Nunca nadie había hablado así de mí. No finjas
ser otro, me basta contigo.
—Es precioso —me limité a decir—, parece uno de los relatos de mi
amiga. ¿Cómo continúa?
—A partir de ese día fueron uña y carne. Me encantaba estar con
ellos. Entonces empezó la guerra y…
—Ya no quieres contar más, ¿verdad? No pasa nada —intenté seguir
pero me cortó.
—Sí, sí quiero contarlo, es solo que me duele.
>>Incluso en el ghetto eran felices.
Siempre sacaban lo bueno de todas las situaciones, que en su caso
era estar el uno con el otro. Podríamos tener hambre, vivir como
animales, disponer de un metro cuadrado para cada uno, estar
desesperados, que ellos dos se miraban y sonreían. Un día les
pregunté:
—¿Por qué sois tan felices? Necesito saberlo
para aguantar esto.
—Mientras no me la quiten a ella, seré feliz,
es lo único que necesito.
>>Me daban envidia pero de la sana, les amaba por amarse, les
admiraba, les quería.
>>Entonces nos empezaron a llegar noticias de los campos de
concentración. Contaron que pronto nos llevarían a ellos y que allí
separaban a los hombres de las mujeres. Eso les volvió locos, no,
por nada del mundo querían separarse, así que comenzaron con un
plan para esconderse en el ghetto y permanecer juntos.
>>Mi familia y yo sabíamos que era una locura, pero a su vez
éramos conscientes de que sería una locura aún mayor separarles,
así que les ayudamos.
Se interrumpió, yo tenía el corazón encogido. Es algo raro pero
deseaba que esos dos amantes escaparan, que les dieran esquinazo a
los alemanes.
Mi razón me decía que los alemanes debían capturarles, que era el
trabajo de padre, Alger y Louis. En ocasiones es más fácil juzgar a
alguien cuando solo es un número, que cuando ya le has puesto cara
y personalidad.
—Llegó el día que mi edificio se iba hacia los
campos. Me despedí de mi hermano y Serena con el abrazo más fuerte
que fui capaz, conocedora de que tal vez jamás pudiese volver a
verle.
—Por favor, cuidaros—les hablaba entre dientes a lágrima viva—. Pequeña, ya sabes que te estaré vigilando. Te quiero,
hermanita—le dije a Serena, a la cual
hablaba como si fuéramos familia.
—Y yo, eres mi mejor amiga y eso no va a
cambiar. ¡Te iré a buscar con una obra para
interpretar!—ella también lloraba
ahora—, te lo prometo.
—Os quiero—grité.
Oímos los coches de los alemanes en la puerta. Ellos se escondieron
en una trampilla debajo de una alfombra en la sala de estar. Me
aferré a su brazo el máximo tiempo posible pero finalmente me tuve
que marchar. Bajamos las escaleras corriendo mi padre, mi madre y
mis otros cuatro hermanos.
Todos teníamos las manos cargadas con las pocas posesiones que nos
quedaban. Allí estaba todo el mundo, todos teníamos algo común: las
pertenencias y el miedo. Nos preguntaron si estábamos todos y
contestamos que sí.
Cuando se suponía que todo iba a ir bien, aparecieron unos enormes
chuchos negros con más alemanes y escopetas, subieron por las
escaleras de nuestro bloque…
Ada lloraba desconsoladamente, la abrazaba lo más fuerte que podía,
la boca me sabía a sal de las lágrimas que recorrían mi cara
imaginándome lo que les había pasado a los amantes.
—Solo oímos los tiros, Juliana ¡Boom! ¡Boom! Todas las familias que
teníamos a alguien allí gritábamos.
—Tranquila, Ada, tranquila.
—Lo peor de todo es que cuando bajaron los alemanes, llevaban los
cadáveres arrastrándolos. Los vi, a mi Ishmael y mi Serena, con un
tiro sangrante en la cabeza. Era raro pero ambos sonreían. Solo me
queda un consuelo: los alemanes no les pudieron quitar su único
sueño, nunca les pudieron separar, ¿entiendes?
—Sí —dije con congoja.
—Vencieron a la guerra, Juliana, la vencieron —dijo derrotada. Y
meciéndola en mis brazos, dejé que se descargara de ese dolor que
llevaba tan adentro desde lo que supongo serían meses. Le
acariciaba su melena rizada rojiza. No hablaba, pero estaba ahí con
ella, sintiendo pena por su dolor.
Mucho frío, ésa fue la sensación que me inundó durante toda la noche. Habría pagado millones por una manta con la que taparme, una ducha caliente o una hoguera. Pero ninguno de mis deseos se hizo realidad, simplemente tuve que acostumbrarme a la sensación.
Recuerdo un amigo de padre que decía que el frío y el calor son pura psicología. «Si no quieres tener frío, piensa que no hace frío», me repetía a mi mismo sin parar, deseando que ese pseudo experto llevara razón. Era una mentira. Tal vez con unas temperaturas menores valía el truco, pero con el nevazo que nos rodeaba estaba seguro de que no.
Nada podría calmar mi malestar. Lo que me preocupaba era el trabajo al aire libre. El sudor, unido a las bajas temperaturas, podría conllevar a una enfermedad, y de algo estaba seguro, no invertirían dinero cuidándonos, simplemente nos dejarían morir.
Abraham tenía un abrigo de piel, como «regalo» por sus servicios de traidor. Durante estos días tan duros se podía apreciar cómo varios de mis compañeros se acercaban a él y se ofrecían como ayudantes de los alemanes, lástima que ellos no quisieran a más, no les gustaba tener que dar privilegios a los judíos, con lo cual tenían a los justos y necesarios.
Con respecto a noticias de la guerra, continuábamos igual, enclaustrados en nuestro mundo. Nos llegaban dos tipos de rumores muy contradictorios: por un lado, estaban los que decían haber oído en la radio de su señor que Alemania ganaría en pocos meses; y por el contrario, los que nos decían que los rusos estaban entrando en Alemania y pronto acudirían a por nosotros.
Sea como sea, solo una cosa tenía clara,
estuvieran como estuvieran las cosas allí fuera, yo no notaba la
diferencia.
La maquinaria ya estaba dispuesta en la fábrica de armas. No sabía
exactamente cuál sería mi trabajo de hoy, ya que no podríamos
empezar hasta que un técnico alemán supervisara que nuestro montaje
había sido el correcto, y no sin antes hacer una inauguración con
las principales autoridades del campo.
Era gracioso pensar qué harían para la inauguración, un coctel con
los mejores manjares, bebida, música, y ¿quiénes lo iban a
disfrutar? Personas que no habían hecho absolutamente nada.
Eloficial Alger había dicho que nos seleccionaría a algunos de
nosotros para llevar las bandejas con la comida así como para
servir la bebida, etc. Si se nos ocurría tocar, aunque fuera un
pincho de comida, las consecuencias serían negativas. Eso está pero
que muy bien, es como si a un alcohólico le tienes toda la noche
rodeado de champán y no puede beber, o a un cocainómano con cocaína
la cual no puede esnifar.
Pues bien, nuestra droga ahora mismo era cualquier bien que antes
no habíamos valorado: la comida, la ropa, el calor, la bebida, la
familia, los amigos… si somos sinceros, somos drogadictos a
muchísimas cosas que siempre hemos tenido y, ahora que lo hemos
perdido, añoramos ansiosamente.
Me acuerdo en el colegio cuando di la Declaración de los Derechos
del Hombre y del Ciudadano francesa. En ella hablábamos del derecho
de propiedad y, mi profesor nos habló de lo importante que era, de
que cómo el ser humano ansiaba poseer ciertas cosas, poder decir:
«es mío».
En esos momentos preferí jugar con mis amigos y no atender, ahora
sé a lo que él se refería. Puede parecer egoísmo pero aquí no
tenemos nada, nada nuestro, ni tan siquiera un reloj. Algo que
poder decir: «me pertenece». Aunque qué puedo esperar si tan
siquiera mi derecho más sagrado, el de la vida, es mío.
El capo, Abraham, entró con su abrigo de piel marrón. Esa misma
mañana, él y otros capos se habían hecho fotografías con sus nuevas
prendas para la propaganda del gobierno alemán; así la plebe que se
quería engañar a sí misma pensaría que estábamos bien cuidados.
Todos le mirábamos con mezcla de odio y envidia. A los que le
suplicaban, les dejaba ponérselo un rato y entrar en calor. Pero
como siempre, mi orgullo me podía y no lo pediría por mí ni al
borde de morir congelado.
Solo había dos supuestos en los que lo haría: por mi padre y por el
niño, y eso no era necesario. Alberto marchaba todas las mañanas
junto a otros de su misma edad para aprender a hacer su trabajo en
la fábrica, ése que solo podían llevar a cabo ellos.
Está claro que en el lugar donde les enseñaban no había una gran
lumbre, pero según decía el niño, no pasaban frío, con lo cual no
tenía que preocuparme, por ahora, por él.
Y con respecto a padre...
—Si quieres, le pido el abrigo. Después de lo que hice, le encantará que me humille y te aseguro que me lo dejará.
—No, sé que lo haces por mi
bien pero no quiero que te humilles por un momento de
calor.
—Me da igual, puedes enfermar.
—Déjame tener mi orgullo, Ishmael. Como me decías de pequeño: «vale
más morir de pie que vivir siempre arrodillado». Si he de enfermar
y morir, moriré, pero cuando le hables de mí a tus hijos, les
contarás cómo tu padre no se volvió un perrito faldero de los
alemanes y tuvo siempre honor y orgullo, lo único que podemos tener
aquí.
—Ya, pero puede que no viva y, el orgullo y el honor aquí no sirven
de nada.
—Estoy seguro de que vivirás y, sí, sí que sirve, me hace seguir
sintiendo que soy una persona libre, no un esclavo, que aún puedo
tomar la decisión sobre ciertas cosas.
—Me han dicho que me acompañen fuera los hombres de esta lista. Los demás irán con un oficial a ayudar en unas tierras —interrumpió mis pensamientos Abraham.
Mi nombre estaba entre las personas de la lista. El grupo estaba formado por cinco o seis, entre ellos, ninguno de mis amigos de allí dentro.
Unoficial nos esperaba fuera. No creo que se
pueda expresar con palabras hasta qué punto notábamos cómo nos
íbamos congelando poco a poco. La prenda de vestir era tan fina que
se me antojaba como si fuera desnudo. Permanecimos parados un buen
rato en fila india y durante ese tiempo aprecié cómo me dolía
siquiera tener los ojos abiertos. Éstos se secaban con las ráfagas
de aire y temí que se fueran a partir como si se tratase de
cristal. Además, sin movimiento, el frío aumentaba un ochenta por
ciento.
Los oficiales hablaban mientras reían y bebían de un recipiente del
que salía vaho. Imagino que un caldo calentito, para tener una
buena temperatura corporal.
Con nuestros zapatos y sus suelas de plástico que traspasaban cualquier forma sobre la que pisáramos, comenzamos a movernos a través de un camino de tierra en el que se nos clavaban los picos de las piedras que sobresalían.
El cielo estaba tan negro que parecía de noche pese a que debía ser temprano. Por ello, no vimos el camión blanco hasta que prácticamente lo tocamos. Allí, nos repartieron unas palas y nos dijeron que teníamos que hacer ese camino transitable.
Quitar nieve, ése era mi trabajo del día y, no era lo peor que me podía haber pasado. La nieve que quitábamos la teníamos que echar a las cunetas. Trabajo fácil y sencillo para lo que estábamos acostumbrados.
Yo no paraba de mover los dedos de los pies y de la mano por temor a que se me congelaran. Suponía que si algo malo me pasaba en los pies o las manos, ya no serviría y para ellos sería como un juguete roto, uno de ésos que puedes desechar.
Como no tenía reloj, no sabía cuánto tiempo llevaba trabajando, tal vez una hora, tal vez cuatro. Solo sé que el cansancio aún no habíahecho mella en mí cuando a lo lejos distinguí a otros hombres de rayas como nosotros, solo que éstos no se encargaban de apartar nieve, sino lo que parecía sacos. Supuse de comida.
El oficial de los otros judíos se acercó al nuestro y comenzaron a hablar. Mientras me agachaba a por otra pala de nieve, les observé de reojo, ambos discutían, parecían acalorados y señalaban al otro batallón, el batallón de los sacos.
Seguí trabajando y decidí no cotillear más; al
fin y al cabo, nada de lo que tramaran ellos dos me interesaba ni
me importaba.
—Escuchadme, vais a ayudar a ese grupo y después seguiréis
limpiando. Esta noche no dormiréis hasta que no esté la carretera
transitable.
Ya me había acostumbrado a ser obediente, así que con un sonoro:
«sí, señor», todos le seguimos.
Las señales de lo que nos esperaba allí no tardaron en sucederse.
Uno de mis compañeros nos señaló en silencio hacia la cuneta
derecha, al mirar el corazón me dio un vuelco, sangre. Cada vez la
sangre en los laterales era mayor. Una arcada recorrió mi cuerpo de
repente cuando me di cuenta de que había sesos, cerebros,
expandidos por las cunetas y por la nieve de la
carretera.
Los compañeros se tapaban con las manos la boca en lo que supuse
diferentes arcadas que les vendrían. Todos manteníamos los ojos
bien abiertos y los sentidos alerta y, miedo, mucho
miedo.
Al fin pudimos distinguir claramente la labor de nuestros
compañeros. La carretera estaba llena de cadáveres. Treinta metros
de largo de muerte.
También había tres camionetas abiertas para que se introdujeran los
cadáveres allí y, por lo menos había una treintena ya. Los cuerpos
sin vida estaban en una hermosa fila horizontal, todos con un tiro
en la cabeza, de ésos que se dan cuando fusilan a un
grupo.
Nos señalaron los cadáveres, sin hablar, aunque tampoco era muy
difícil saber qué era lo que querían que hiciéramos. Luego uno de
los oficiales empezó a andar por encima de ellos, con orgullo, como
si ese acto demostrara el poder que tenía.
Dicen que la primera vez que ves la muerte es la que más te
impresiona, que luego se convierte en algo habitual; es
mentira.
Intenté averiguar si los fallecidos seguían algún patrón, pero no,
había niños, mujeres, ancianos, gitanos, todos con el mismo final.
Algunos cadáveres no llevaban nuestras vestimentas por lo que
supuse nunca habían llegado al campo, murieron durante el traslado,
seguramente por sed.
Tenía que ser fuerte, pero no podía, me imaginaba a mi familia y
amigos así, y por un instante me derrumbé. Todo esto ya era
demasiado.
Entonces Abraham se acercó a mí, tenía los ojos llorosos y llevaba
a un hombre al hombro, manchado de sangre.
—Trabaja, Ishmael —me dijo en un susurro—, sé que sufres pero hazlo
o acabarás así.
Pensaba que no podría. Pero saqué fuerzas de mi interior y me
dirigí al transporte de mi primer cadáver. Era una mujer, apenas
treinta años, tenía el pelo rapado y los huesos se le marcaban en
el cuerpo. Supuse lo que habría sufrido, su vida hasta ese momento,
pensando qué habría sentido cuando viera lo que se le venía
encima.
La cogí, pero no como un saco, sino con mis dos brazos, como si la
llevara a dormir. Su cuerpo se dobló y la sangre cayó por mi mano
manchada de sesos. No me dio asco, sino pena por saber que ella no
descansaría en paz. Recé por ella mientras la depositaba con todo
el respeto que era capaz.
Me dirigí a por el segundo ante la atenta mirada de los
supervisores. Encontré a dos ancianos, una mujer y un hombre. Sus
manos estaban juntas, sus anillos eran iguales, eran marido y
mujer. Habían llegado juntos hasta allí, seguramente después de una
larga y feliz vida juntos y, en la muerte habían querido estar
unidos. Pensé qué habrían querido mis padres si el destino les
hubiera permitido estar juntos, pronto lo tuve claro.
Entonces, cargando mis músculos de adrenalina, los cogí a los
dos,el peso muerto me destrozaba los brazos pero no permitiría que
los separaran ni en la muerte. Puede que no sirviera de nada pero a
mí me hacía estar más tranquilo. En el camino hacia el camión rece
por sus almas, mientras todo yo era bañado en sangre.
Los alemanes me señalaban, supongo que pensarían que quería ser un
trabajador eficiente. Pobres ilusos, su mente no daba más de sí,
¿cómo podrían si quiera pensar que ese judío estaba rindiéndoles
tributo a los fallecidos sin separarlos? ¿Intentando hacer algo
bueno por ellos después de muertos? No, si no tienes amor en tu
corazón, es muy difícil que lo entiendas.
Yasí siguió mi día cargando decenas de historias que habían
acabado, imágenes que me acompañarían cada día y noche, cientos de
personas que sin saberlo, ahora formaban parte de mí.
Al terminar de montar a los cadáveres, hicieron la primera
excepción del día que fue dejarnos dar una ducha. La sangre caía a
nuestro alrededor mezclada con el agua. Si me hubieran preguntado
al principio del día qué era lo que más deseaba, seguramente mi
respuesta habría sido una ducha, ahora ya no. El agua no estaba
caliente, eso era un privilegio demasiado grande para nosotros,
pero sí templada, de manera que mi cuerpo entraba en
calor.
Al terminar las duchas, nos mantuvieron desnudos en una sala. No
hablamos ni una vez durante la espera. Una parte de mí pensaba que
nos matarían por lo que habíamos visto. Así, cuando vimos que el
pomo de la puerta giraba, esperamos el veredicto de nuestros
jueces, en este caso un hombre de rasgos afilados y
Louis.
—Os daremos un uniforme nuevo. Como sabéis, el otro ha quedado
inservible. Pero no he venido aquí a hablaros de los uniformes,
sino a daros una advertencia. De vuestra función de hoy no tenéis
que hablar con nadie, ni siquiera con las personas que están aquí.
¿ENTENDIDO?
—Sí —dijimos al unísono.
—Las consecuencias de hablar sobre este tema no os afectarán solo a
vosotros, sino a todo vuestro barracón. Y no es muy difícil
averiguar que la consecuencia es acabar como los asquerosos que
habéis recogido. Es más, creo que me alegraría si hablarais para
meteros un tiro entre ceja y ceja a algunos de vosotros —dijo
mirándome fijamente—. Ahora volved al barracón y ya sabéis, os
quiero ver alegres, chicos —dijo mofándose de nuestra situación—.
Pensad que solo habéis recogido ratas muertas de nuestro camino
—escupió en el suelo y se marchó.
Anduvimos hacia el barracón, fue tranquilo. No nos mirábamos, no
nos hablábamos, no pensábamos, simplemente actuábamos como robots.
Como seres a los que poco a poco desposeían de su alma. En ese
momento fui consciente de que estaba traumatizado y, que si seguía
muchos días así, los alemanes podrían hacer conmigo lo que
quisieran.
Al llegar vi a mis amigos en un rincón charlando, supongo que de lo
acontecido en el día. Alberto y Nathan me hicieron un gesto para
que me acercara pero no pude, no quería mostrarme feliz ni inventar
una anécdota o escuchar conversaciones insustanciales. Solo quería
dormir y dejar de ver mis manos manchadas de sangre, sangre de los
míos.
Me tumbé en la cama sin probar bocado.
—¿Qué tal el día? —Eleazar está a mi lado.
—Bien, Ele, pero estoy cansado y hoy no quiero hablar —dije con la
mayor amabilidad que pude.
—¿Tu primer trabajo del que no puedes hablar? —dijo enarcando las
cejas.
—No —¿sabía él algo? Imposible, nadie habría hablado sabiendo las
consecuencias.
—Entiendo —puso los ojos en blanco.
—Es verdad, es que simplemente quiero descansar, ¿tan difícil te
parece? —contesté exasperado.
—No, simplemente quería hablar contigo un rato, llevas aquí mucho
tiempo y ya confío en ti.
—Gracias.
—No me des las gracias tan rápido —rió— porque te voy a encomendar
un trabajo. Pero no te asustes, que no es difícil —repuso
amablemente al ver mi cara—. Es un trabajo que les digo a todos los
que conozco y espero que alguno pueda llegar a hacer.
—Dime y lo intentaré —dije mientras me reincorporaba.
—Tú no sabes mucho de mi vida y hoy creo que no es el día para
contártela.
—Puedes contarme lo que quieras.
—No, tranquilo, sé o supongo cuál ha sido tu cometido hoy. Es solo
que ha llegado el invierno y desaparece mucha gente, y yo, Ishmael,
soy solo un anciano que puede desparecer mañana.
—No digas eso, aquí no va a desaparecer nadie.
—No mientas, Ishmael, sabes que puede pasar y no me importa, pero
hay una cosa que tengo que solucionar.
—Te escucho.
—¿Sabías que tengo una hija? —negué con la cabeza—, pues la
tengo.
>>Adriana Hintre, una muchacha de dieciséis años.
>>Cuando me di cuenta de cómo acabaría el progreso de la
guerra, decidí hacer algo para su futuro, lo único que podía
hacer.
>>Yo era un hombre con mucho dinero, Ishmael, pero como
sabes, en los tiempos anteriores a esta guerra, ya empezamos a
quedarnos sin absolutamente nada.
>>Un día, mientras mi hija trabajaba en el campo, pensé qué
sería de ella si sobrevivía a lo que se nos venía encima. Entonces
cogí casi todo mi oro y lo llevé a un lugar para
esconderlo.
>>Siempre supe que lo que nos esperaba no sería algo
positivo, pero nunca que me separarían de mi pequeña. Por ello
nunca le expliqué a ella dónde debía acudir en el caso de que
finalizase la guerra y yo no estuviera vivo.
>>Es por ese motivo por lo que te voy a contar ahora todo a
ti, cuando acabe la guerra, si yo he muerto, que es lo más seguro,
búscala y ayúdala para que vea que su padre intentó proteger su
futuro.
>>Tienes que acudir a Kraut, un pueblo cerca de Polonia, y
allí preguntar cuál es el árbol más antiguo. Las gentes de por allí
se enorgullecen mucho en mostrarlo ya que es de los más antiguos
del planeta. Una vez que estés en el árbol, verás un camino, anda
por él alrededor de cien metros, encontrarás un recordatorio a un
fallecido. Es mentira, nadie murió allí, cava abajo y verás el
tesoro y datos de mi hija para que la localices.
>>Por favor —Elezar miró fijamente—, os lo estoy diciendo a
todos, cuando la encontréis, decidle que su padre no pasó un
segundo de su vida sin pensar en ella. Que sea feliz y olvide todo,
que alguien la estará cuidando desde allí arriba —señaló el techo—.
Dile que será un inicio de unos días mejores y que su padre siempre
la ha querido. ¿Entendido? ¿Me prometes que lo harás?
—Sí —él sonrió—, pero prefiero pensar que la buscaré
contigo.
Se lo prometí de verdad, aunque no tan seguro de que yo fuera a
vivir el final de esa guerra. Era el momento idóneo para
preguntarle por su hija, que me contara su historia, sabría que le
haría bien pero egoístamente no podía, necesitaba que mi conciencia
descansara del día fatal que había tenido. Eleazar se giró cuando
llevaba andados unos metros:
—Sé que es triste, pero saca fuerzas, Ishmael. Siempre queda el
consuelo de pensar que ahora están en un lugar mejor, si no, aunque
tu fuerza física sea potente, la mental acabará
matándote.
Con esa frase me dejó allí, solo con una certeza, esa noche Eleazar
dormiría feliz, optimista de que algún día el mensaje llegara a
suhija y de esta manera ella tuviera una existencia mejor a la de
ahora, una vida plena y fuera feliz y en el recuerdo pensara en su
padre.
CAPÍTULO 8
Después de su confesión, Ada lloró pero le vino bien, había mantenido sus recuerdos y su personalidad encerrados en ella misma durante mucho tiempo y, contándoselo a otra persona, aunque fuera una extraña, por lo menos había podido descargarlos.
Cuando compartes un problema o un secreto todo es más fácil, ya que no combates tú sola, sino con ayuda, y yo era eso, la ayuda de Ada.
Pero una idea seguía rondando en mi cabeza y era la actuación que había visto de Louis con los niños, no me había gustado. Como suponía que esa noche vendría a intentar charlar conmigo, me acosté pronto, demasiado pronto, ya que no me encontraba preparada para hablar con él.
—Ada, si viene alguien a buscarme, dile que
estoy dormida, que me encontraba un poco mal.
—¿De veras se encuentra mal, Juliana? Si necesita cualquier cosa,
dígamelo.
No quería mentirle, no después de que ella se hubiese abierto a mí,
tal vez era una judía, tal vez yo odiaba a los judíos, pero tal vez
era mi única confidente.
—Es por Louis —noté cómo se estremecía—, hoy he visto algo en él
que no me ha gustado y prefiero hablarlo mañana —permanecía en
silencio—; es decir, ¿crees que una persona puede ser amable y
buena con alguien y despiadada con otro? ¿Puede existir en alguien
tal ambigüedad?
—No sé. Solo pienso que si una persona es buena y amable, no puede
ser despiadada. Creo que en ese caso la persona tiene mucha maldad,
solo que en ocasiones la retiene por algún interés. La bondad no
puede ser selectiva, señora Juliana.
Dicho esto, abandonó la habitación y me dejó reflexionando sobre
sus palabras. No me había gustado el trato de Louis a los niños,
pero ante todo debía escuchar su explicación, estaba claro que por
un momento tan breve no había perdido mi interés en él como
hombre.
Me acordé de Alger, él era bueno, amable y un amigo, pero no me
hacía sentir el mismo deseo que Louis. Pero si trataban así a los
niños, ¿cómo tratarían a los adultos? La incertidumbre llenaba cada
espacio en mi cabeza. Entonces oí la puerta que se abría y una voz,
no era Louis, era mi padre. Si alguien tenía que solucionarme mis
dudas sobre lo acontecido, era sin lugar a dudas él.
Bajé las escaleras y llegué al comedor. Allí estaba, solo con un
plato de sopa y un asado de pollo en la mesa. Su cara parecía mayor
que la última vez que le vi, las arrugas le surcaban el rostro y
crecían alrededor de sus ojos dificultando la visión.
—Me habían dicho que no bajarías a cenar.
—Al final lo he pensado mejor —dije mientras me sentaba.
—¡Ada, traiga un cubierto más! —gritó.
Ada corrió con un cubierto tambaleándose con sus anchas caderas. El
pelo rojizo le caía por la frente sudada, la conversación conmigo
había hecho que tuviera que correr para preparar la cena. Me
disponía a darle las gracias cuando caí en la cuenta de que con
padre cerca eso no era una posibilidad.
—Me han contado que hoy has estado en Auschwitz —dijo mientras le
daba un bocado al asado.
—Sí, fui a darle una sorpresa a Louis —me expliqué.
—También me han dicho que presenciaste una escena con los
niños.
—Sí y quería hablar de eso —dije suave mientras jugaba con la
comida, ya que no tenía apetito.
—¿Sobre qué exactamente?
—¿Es normal que se les trate mal? Es decir, entiendo que tienen que
ser educados, es más, creo que lo tienen que ser, pero son niños,
padre, a los niños no se les trata…
—¿Qué crees que es lo correcto, Juliana? Juzgas sin saber nada,
algo habitual en las mujeres. Piensa por un momento que aquí
estamos ayudando a cientos de niños, si se escapan y no ven un poco
de autoridad, todos se sublevarían y, ¿sabes qué
ocurriría?
—No —dije avergonzada.
—Pues que todos escaparían y tendríamos que invertir el doblede
personal en los campos de trabajo, y ¿a qué conlleva ello? Venga,
di, Juliana.
—A —era fácil, padre siempre lo repetía cuando discutía con madre—
menos personal en la guerra.
—En efecto y tú, ¿no querrás que nos ganen la guerra? ¿No querrás
que impongan el régimen de terror? —me espetó.
—No, pero ¿por qué los niños temen ir a esas duchas, padre? Les vi
y era miedo real.
—Así que han utilizado el viejo truco del miedo y lo peor es que tú
les has creído. Creí que eras más inteligente. Los niños tienen
miedo a muchas cosas, si tú cuando eras pequeña creías hasta que
tenías un monstruo en el armario, ¿y te creíamos? No, porque los
adultos entienden que los niños tienen miedo a cosas irreales, pero
nosotros sabemos cuál es la realidad y qué no hay que
temer.
—¿Y los mayores? He visto a algunos heridos, ¿es normal que seles
trate con fuerza para trabajar?
—¿Has preguntado a algún oficial qué había hecho ese judío? —su
mirada era furia—. Creía que después de lo vivido, tú comprenderías
lo traicioneros que son, comprenderías que a veces hay que emplear
la fuerza por la seguridad de todos —me miraba fijamente a los
ojos, ambos sabíamos de lo que hablábamos. Me avergoncé de mí
misma.
—Sí, es solo que cuesta asimilarlo—¿a quién había visto con un
golpe? A Ishmael, a ese joven que era impertinente, seguro que
habrían tenido algún motivo para hacerle entrar en
cintura.
—Supongo que ya sabes lo que tienes que hacer —pero no, no lo
sabía, notó mi incertidumbre porque añadió—: Por supuesto, pedir
disculpas a Louis por tu comportamiento. Él haciendo el bien para
Alemania y tú comportándote como una chiquilla. El joven tiene
intenciones contigo, solo espero que no te lo hayas cargado por un
día.
Era estúpida hasta más no poder. Tenía que entrometerme en todo,
los judíos habían invadido mi mente, ¿por qué había liado ésa por
un mocoso que ni siquiera me importaba? Tendría que haber escuchado
a Louis.
Nunca más entraría en el campo por sorpresa, nunca más vería a ese
hombre porque estaba claro que no me hacía bien verle. No, no
quería ver al niño, ni al judío idiota ni a nadie. Justo en ese
instante Ada apartó los platos y me acordé de ella.
Ada se había abierto a mí, me gustaba hablar con ella y tenía que
convivir con ella. Una opción era pedir que la cambiaran con
cualquier excusa, no hablaría a la nueva sirvienta y asunto
resuelto. Pero entonces no sabría qué le pasaría a Ada, y ¿si era
malo? No quería que la pasase nada como a los amantes de su
historia. Vale, con Ada seguiría hablando, ya que ella era
diferente.
Esa noche tuve un sueño, a veces cuando sueñas que quieres a una persona, te levantas con un sentimiento nuevo y profundo, como si de verdad ese momento inconsciente te hubiera cambiado un poco.
No lo recuerdo todo pero sí algunas partes, en primer lugar la felicidad, el roce de su mano, su mirada, cómo nos besábamos y nos decíamos que nos queríamos, todo era perfecto, puro, alegre… Entonces todo se nubló, del cielo caían lluvia y rayos y yo no podía encontrar esa mano, esos besos, esa imagen.
Entonces un grito de desesperación: «¿por qué has renunciado a mí, Juliana? ¿Por qué? Habríamos sido tan felices juntos» y acababa el grito, el llanto.
No entendía nada, solo que le tenía que encontrar, no podía perderle, de mi boca brotaba: «lo siento, no quise renunciar, ven conmigo, no puedo vivir sin ti». Un gemido brotaba entonces de su garganta. Yo salía corriendo lo más deprisa que podía, pero no le encontraba.
Ahora había niebla y no le podía ver, me chocaba con algo y caía de bruces contra el suelo y ahí estaba él, muerto por un disparo en el pecho, le abrazaba, le acunaba contra mí, gritaba, lloraba, me moría porque mi amor, mi Ishmael, yacía muerto y sin él ya no era nada…
—¡NOOOOOO!
Me desperté gritando, tenía la cara pegajosa de llorar. Le buscaba por la habitación, buscaba ese pelo cobrizo y revuelto, esos ojos verdes, esa sonrisa burlona, esas manos que me habían ayudado, las buscaba muertas. Entonces me di cuenta que todo había ocurrido solo en mi cabeza, Ishmael seguía vivito y coleando en el barracón de Alger.
Me asomé a la ventana y la abrí, miles de copos de nieve caían del cielo, era de noche y pensé que a muchos metros de allí estaba durmiendo Ishmael. ¿Habría pensado en mí? ¿Habría notado él también ese monstruo que nos quería acercar? No lograba entender qué me pasaba. No creía en amores épicos como el de Romeo y Julieta, un amor que se fragua sin llegar apenas a hablar, un amor a primera vista, no, eso no existía.
Sinembargo, mientras miraba por esa ventana
solo quería que alguien a unos metros de distancia pensara en
mí.
Era evidente que me había embrujado. Mi destino era estar al lado
de Louis, eso lo tenía claro porque me gustaba y haría lo posible
por ser su mujer.
Sin embargo, después de ese momento sentía a Ishmael mío. Saqué la
cabeza por la ventana, necesitaba que se pasaran los efectos
nocivos, pero seguían ahí.
Había sido solo un sueño, a mí no me importaba alguien a quien ni
siquiera conocía, entonces el flashde
Ishmael muerto. Vale, no quería que muriera pero eso no significaba
nada más, solamente estaba nerviosa por la conversación con padre
y, a mi memoria había venido la imagen del judío que más odiaba,
solo eso.
Me lo repetí una y otra vez hasta que me aseguré que se debía a que
me sentía mal con Louis. Entonces cerré la ventana y volví a la
cama, me arropé con el edredón por encima de la nariz.
Antes de dormir, todos experimentamos un último momento de consciencia del cual no nos acordaremos al día siguiente. Y ese día, en ese último instante entre la Juliana despierta y dormida, alguien muy lejos de allí se despertaba con su imagen grabada en la mente, tal vez con deseos similares a los de ella.
Losruidos del comedor me despertaron a la mañana siguiente. No sabía cuánta gente había pero sí que estaban haciendo bastante jaleo. Me vestí rápidamente con un vestido color caqui, ceñido hasta la cintura y con una falda que llegaba al suelo. Era de manga larga y cuello alto, acorde al frío que allí hacía. Me coloqué una diadema en el pelo y bajé a ver qué ocurría en mi casa.
La puerta del comedor estaba cerrada, excepto
por una rendija, así que me acerqué para ver qué había al otro
lado.
—Nunca te han dicho que cotillear es de mala educación —susurró
alguien en mi oído.
Di un bote y casi me caigo, cuando me giré, mi temor se disipó, era
Alger y de su rostro brotaba una amplia sonrisa.
—Me has asustado —dije aún con la respiración nerviosa.
—No deberías escuchar detrás de las puertas.
Intenté contestar pero ahí me había pillado, así que ambos reímos.
Alger iba muy guapo ese día, no iba de uniforme, sino con unos
pantalones de vestir marrones oscuros y una camisa blanca. Le
sentaba bien, matizaba cada músculo de su cuerpo y francamente,
resultaba bastante atractivo.
—Ya que me has pillado cotilleando, me puedes decir qué ocurre, por
favor.
—Da la casualidad de que están aquí por mí.
—¿Y eso?
—Hemos terminado la fábrica, esta noche la inauguramos y mañana
comienza el trabajo. Entonces han venido muchos peces gordos, pero
solo por la fiesta. ¿Qué te parece?
—Supongo que estaré invitada.
—Por supuesto, tus peticiones son órdenes —me sacó la lengua, no
entendía su actitud, había cambiado tanto en tan poco
tiempo.
—Por cierto, quería darte las gracias por lo del otro día, eres un
amigo.
—¡No hace falta que me las des! —repuso sonriente, estaba muy
alegre por la inauguración de su próxima fábrica—, siempre y cuando
no digas nada —matizó—. ¿Tienes alguna petición más?
—Ahora que lo dices, me podrías dar trabajo en ella —dije de manera
alegre, fue lo primero que se me pasó por la cabeza.
—¿De verdad quieres trabajar? —me preguntó serio.
—La verdad es que ha sido lo primero que se me ha pasado por la
cabeza pero, pensándolo mejor, me vendría bien trabajar. Tengo
mucho tiempo libre y aquí no hay mucho que hacer.
—Anda que quejarte de tener demasiado tiempo libre… Bien, ¿y qué
sabes hacer?
—¿Cómo que qué sé hacer? He estudiado toda mi vida, así que nivel
teórico tengo, en Las muchachasme enseñaron
todo el trabajo manual, así que supongo que para alguna cosa
valdría —repuse orgullosa.
—Está bien, si sale algo, te lo diré. Ahora voy a atender a los
invitados aunque esta noche espero verte, ¿vale?
—Dalo por hecho y que no se te olvide buscarme algún
trabajo.
La puerta se abrió y con ella una corriente de aire. Louis entró y
tampoco llevaba el uniforme, sino un traje negro y blanco, sus ojos
azules se encontraron conmigo al instante.
—Hola, Juliana —besó mi mano—, camarada Alger —hizo un movimiento
de cabeza.
—Louis —saludó—. Me voy para dentro. He invitado a Juliana esta
noche a la inauguración. ¿Vendrás?
—Por supuesto, iré con ella —dijo mirando fijamente a
Alger.
—Pues hasta esta noche, Juliana.
—Allí estaré —contesté a Alger.
Los primeros momentos fueron un poco incómodos. Estaba allí, con el
hombre que más deseaba del universo, y mi temor me impedía hablar.
No sabía cómo comenzar la conversación después del encontronazo en
el campo, cuando fui con mi bocadillo a darle una
sorpresa.
—Juliana, hay algo que tengo que explicarte —me tomó de la mano—,
siento lo que viste el otro día, pero es que esos chicos se habían
intentando escapar. Si no les llegamos a castigar, habría sido un
caos. Muchas veces hay que usar la mano dura con estos judíos,
aunque yo no quiera. Pero tú, que eres tan sensible —puso la palma
de su mano en mi mejilla y me ruboricé—, no tendrías que haberlo
visto.
Se quedó esperando mi respuesta. Sus ojos se encontraban con los
míos y me mareaban. Me había dicho lo mismo que padre y, padre era
bueno y casi siempre llevaba razón. Yo había sido la necia y ahí
tenía al hombre de mi vida pidiendo disculpas por hacer su deber
solo porque yo me había enojado. Sin lugar a dudas, no podía perder
a Louis.
—La que lo tiene que sentir soy yo, siento las formas. Padre me lo
explicó todo ayer y yo iba a pedirte disculpas.
—Pues entonces olvidemos lo ocurrido.
—Vale —dije mientras su mano tocaba mi brazo.
—Para empezar, hazme el honor de venir esta noche conmigo a la
fiesta de la fábrica y mañana te invitaré a comer en la ciudad.
Tengo dos días libres y los quiero pasar contigo —dijo
intensamente.
—Está bien, iré contigo.
Seacercó a mí, pensé que iba a besarme, deseaba que lo hiciera,
cerré los ojos esperando ese contacto. Pero el contacto se produjo
con mi mejilla, él se metió en la sala donde estaba Alger y yo me
quedé fuera con un deseo irremediable.
¿Qué habrían hecho con los cadáveres?, pensaba. Eso es algo que jamás llegaría a saber hasta que terminara la guerra y, si ésta no finalizaba favorable para mí, quizás nunca poseería ese conocimiento. Eso sí, estaba seguro de una cosa y es que no los habían tirado directamente, no sin antes desposeerlos de las cosas de valor que llevaban, como a nosotros, hasta dejarles sin nada más que su cuerpo.
Tampoco olvidaba lo descortés que había sido con Eleazar al no preguntarle por su hija. Puede que en otra circunstancia el hecho de no interesarme por algún aspecto de la vida de un amigo no fuera importante, pero aquí sí, donde los recuerdos eran lo único que teníamos y compartirlos lo más importante.
Puede que debido a los nervios me desperté antes que mis compañeros. Todos dormían apaciblemente en sus camas, me fijé en Alberto, que tenía un hilillo de baba colgando de la boca y se lo limpié con el dedo.
Me asomé por una rendija que daba al exterior
en una de las maderas, otro día frío y nevado, perfecto.
Mientras esperaba a que mis compañeros se despertaran, recordaba lo
que me había gustado la nieve. Siempre la había adorado. Me
encantaba tirarme bolas con los amigos, ver los campos impregnados
de ella, hacer muñecos y destrozar aquéllos que había hecho mi
hermana. Mi hermana, Dios, cómo la echaba de menos.
En mi ciudad apenas nevaba, con lo que el día que lo hacía era un
acontecimiento, pronto tenías a un amigo que había acudido a tu
casa a buscarte sin ninguna excusa más que el hecho de que hubiera
nieve. La nieve, que siempre había sido algo positivo para mí,
ahora me daba miedo, ahora solo deseaba que se fuera y con ella las
enfermedades.
Muchas veces da miedo pensar, pero cuando empiezas, horas y horas
se te van en ello. Antes yo acostumbraba a vivir sin pensar, a
disfrutar del momento por si no había otro, a recoger la mayor
cantidad de recuerdos felices; ahora, una vez llegado el fin, me
quedaba pensar, reflexionar y recordar y, francamente, no estaba
tanmal.
Cuando no tienes nada que hacer, tú mismo te conviertes en tu mejor
amigo y llegados a este punto, pensar en la felicidad pasada se
convertía en una diversión. Pero como he dicho, el tiempo volaba
con los recuerdos positivos y se paraba en los negativos y, como en
esta ocasión pensaba en momentos mejores, pronto empecé a apreciar
que mis compañeros se despertaban.
Cuando vi que Eleazar se levantaba, acudí a él.
—Menudos ronquidos tenías —bromeé para romper la tensión.
—Hijo mío, cuando te haces mayor… —sonrió.
—Eleazar, he venido porque ayer me intrigaste, nunca me habías
contado que tenías una hija.
—No, hay muchas cosas que aún no sabes de nosotros. Ten en cuenta
que pasamos mucho tiempo juntos, no podemos contarnos todo el
primer día o luego nos aburriremos. Aquí las historias tienen mucho
valor y hay que administrarlas.
Llevaba razón. Todos relatábamos nuestra vida con cuentagotas,
conscientes de que había que contarlas poco a poco, ya que nos
quedaba mucho tiempo allí y, que en el campo no encontraríamos
vivencias que nos apeteciera contar.
—Solo quería que supieras que si quieres hablar de ella, puedes
hablar conmigo, anoche puede que no estuviera receptivo por
problemas —recordé el camión y un sabor amargo cubrió mi boca—,
pero hoy me encantaría.
—Gracias, puede que esta noche hablemos de ella.
Isajar e Ivri llegaron en ese momento seguidos de Alberto y
Nathan.
—Ya sé cuál es nuestro trabajo de hoy —dijo Ivri intentando hacerse
el interesante.
—Simplemente seremos los camareros para una fiesta en honor a la
fábrica, eso sí, sin probar bocado —completó Isajar.
—¿Te gusta interrumpirme o algo así? Intento darle emoción a las
noticias —dijo Ivri.
Isajar simplemente no contestó, se encogió de hombros. Qué pareja
tan extraña.
—Yo no sé si aguantaré sin comer nada. Pagaría dinero por un bocado
de carne. Estoy pensando aunque sea comer los restos de los
alemanes —dijo Nathan.
—Chaval, ésos antes le dan las sobras a los perros que a nosotros,
lo único positivo es que estaremos calentitos —contestó
Ivri.
—La primera vez que dices algo inteligente, enhorabuena —le dijo
Isajar mientras le daba un capón.
—¿Habrá gente importante? —preguntó la vocecilla inocente de
Alberto.
—Sí, eso supongo —yo no solía hablar, pero con el niño no podía
evitarlo, me recordaba tanto a alguien perdido…
—¿Estará la señora buena? ¿Ésa que no recuerdo el nombre? —mientras
lo decía me guiñaba un ojo, era su forma de decirme que seguía
guardando el secreto.
—No lo sé, puede. Me da igual —contesté.
—A mí me encantaría conocerla, imagínate, podría ayudarnos —habló
Nathan.
El pequeñín de nuestro barracón salió corriendo hacia su litera.
Ellos siguieron hablando de la misteriosa dama. Lo que desconocían
es que yo sabía quién era ella y que de angelical no tenía nada,
era la mismísima hija del jefe, aquélla a la que observé reír
cuando nos trataron como perros. Aquélla que me había hecho recoger
la mierda, aquélla para la cual no valíamos más que un
insecto.
Desde el otro lado de la habitación Alberto me llamaba con su
mano.
—Perdón, chicos, pero creo que el visionario de ángeles quiere que
vaya con él.
Todos se echaron a reír y me vieron marchar. El cuarto no era muy
grande, así que de cuatro zancadas estaba al lado de Alberto. Él se
encontraba girado hacia un rincón con las manos abiertas. Cuando se
dio cuenta de mi presencia, las cerró.
—¿Qué querías? —pregunté.
—Es un secreto, como el otro que tenemos tú y yo, ¿vale?
—Por supuesto —y levanté la mano en señal de juramento, quería oír
qué clase de secreto podría contarme un niño de apenas siete
años.
—Quiero que le des un regalo a Juliana —me quedé
boquiabierto.
—¿Por qué no se lo das tú? —dije amablemente, no quería tener nada
más que ver con ella.
—Porque yo no voy, ayer nos dijeron que hoy libre y mañana
empezamos o algo así. Bueno, te voy a dar el regalo pero no te lo
quedes, ¿vale?
—Sí —me reí divertido, qué clase de regalo podría tener alguien en
Auschwitz que cuidara con tanto aplomo.
—Toma —abrí mi mano y lo depositó en ella—, es un trébol de cuatro
hojas, dicen que da suerte. Un amigo me dijo que todo el mundo
quería uno pero como lo encontré yo, dije que sería para mi amiga,
así que ¿se lo darás tú?
—Vale.
—¿Me lo prometes?
—Sí.
—En verdad lo he hecho para hacerte un favor —dijo de manera
chulesca—. Como te dije aquel día, te gustará, así tendrás excusa
para conocerla.
Posterior a esa conversación llegó una descripción detallada de
Juliana, en la cual pasó de tener los ojos azules a tenerlos de
tres colores, se inventó cuarenta datos de lunares identificativos
y dijo que tal vez la viera volando; en ocasiones se me olvidaba
que era un niño.
Después de la cuadragésima promesa, intuyo que confió en mí, puesto
que se fue a jugar con Ivri y Nathan.
Me quedé mirando el trébol en la palma de la mano. ¿Se lo daría o
rompería la promesa absurda con un niño de apenas ocho años? Y si
se lo daba, ¿cómo actuaría en este ocasión la bipolar Juliana? O lo
trataba como un diamante o lo tiraba al suelo y, viniendo de mí, la
segunda opción era la más correcta, al menos, era lo que yo haría
con algo suyo.
Además, qué importaba todo si tal vez ni viniera. Entonces un
recuerdo, ella mirándome, queriéndome tocar, ¿y si se volvía loca y
hacía eso en un sitio lleno de alemanes? Me matarían pensando que
la había drogado o engañado. Otro momento llegó a mi mente, recordé
que junto con su mano venía un calor, un calor que abrasaba mi
rostro. ¡Por lo menos algo calentito! Bromeé para mis
adentros.
—¿Enqué piensas, hijo? —padre estaba a mi lado.
—En la fiesta de esta noche, trabajo, padre.
—No me lo creo —dijo enarcando las cejas—, pero si no me lo quieres
contar…
—¿Por qué te iba a mentir?
—Porque por una fiesta de alemanes no parecerías así de…
—¿Así de qué? —le interrumpí.
—Feliz, simplemente pareces feliz.
Antes de ir a la fiesta nos dejaron ducharnos. Era la segunda vez que me duchaba esta semana y aún me quedaba la ducha del domingo, todo un lujo para mí. Como siempre, no todo podía ser positivo y el agua caía cual témpano de hielo. Pero al menos me sentiría limpio. A la salida de las duchas nos dejaron un uniforme para la gala. Consistía en un pantalón blanco de vestir y una camisa de rayas, ante todo que no se nos olvidé que somos presos.
Luego se nos indicó cómo debíamos trabajar. Unos se encargaban de poner los canapés y las bebidas, que venían del mejor catering de Polonia, en las bandejas. Otros se encargarían de servir la comida caliente y la bebida durante la cena. Otros pasarían la bandeja con los canapés antes de la cena,y por último, estaba yo, que tenía la labor de sacar bebida antes y después de la cena en unas bandejas.
El sitio elegido era el salón de fiestas dentro del campo, que se componía de dos partes, una para el aperitivo y otra para la cena, y un patio lleno de nieve.
Nos recordaron las numerosas reglas, entre ellas no comer, no beber, no hablar ni tocar a los invitados, no tocar la comida con las manos… Básicamente era comportarse como si tuviéramos una enfermedad contagiosa y nadie nos pudiera ni mirar por temor a contagiarse.
La cena empezaba a las siete, así que a las seis empezaron a entrar los invitados. Yo como siempre los esperaba en el primer salón para ofrecerles una copa de vino nada más entrar. La mayoría tardaban en aparcar en el hielo; por supuesto, todos traían sus chóferes privados.
El salón era bastante amplio, supuse que podría albergar a unas doscientas personas. Todo él estaba decorado con mesas blancas y lámparas doradas, ninguna silla y en las paredes, retratos del Führer con al menos seis banderas del régimen. Vamos, el sitio más feliz para mí, un salón lleno de nazis que me odiaban y podían matar una vez borrachos en cualquier instante.
Cuando quedaban diez minutos, abrieron las puertas del gran salón, por lo que podría descansar hasta que salieran de la cena. Me habría sentado pero no había sillas, así que empecé a recoger un poco, no sabía lo que tardarían los alemanes en terminar de cenar y todo tenía que estar limpio para cuando salieran.
Mis compañeros fueron a por la escoba, el
recogedor y bolsas de basura, mientras yo permanecí por si alguien
más llegaba.
La puerta se abrió, como siempre, tenía que haber alguien
impuntual. Era una mujer y un hombre, pero él corrió al coche,
supuse que había olvidado algo.
Me acerqué al proyecto de dama para cogerle un gran abrigo blanco
que llevaba.
—Disculpe, ¿quiere que le coja el abrigo y se lo guarde?
—Sí, gracias.
Ya había distinguido esa voz petulante que me encantaba, era
Juliana. Se quitó el abrigo con una delicadeza propia de las
reinas, aún de espaldas a mí, y me lo dio mirando hacia afuera,
esperando a su acompañante.
Iba sencillamente preciosa, puede que fuera alguien que incordiara
pero era el ser más bonito de la naturaleza. Llevaba un vestido
gris, con una cola que le sobresalía. Era un vestido de tirantes
con la espalda destapada hasta la cintura y dejaba entrever todas
sus curvas.
Ella seguía sin percatarse de que era yo y eso me sentaba mal. Me
gustaba que me odiara, que me quisiera tocar, pero no su
indiferencia.
Podría mentirme a mí mismo, pero la pregunté para verla, para ver
su cara.
—¿Quiere algo de beber?
—Sí, vino blanco.
Conseguí mi meta cuando se giró a coger su copa. Al verme, noté
cómo sus facciones se ponían tensas. Tenía un recogido precioso en
el pelo, con un mechón rebelde en la cara, los ojos con una sombra
oscura destacaban más que de costumbre y sus labios, con el carmín
rojo, parecían más apetecibles que nunca.
La cuarta norma era no hablar con los invitados y, la
incumplí:
—Estás muy elegante, Juliana —dije al tiempo que me aproximé a
ella.
Podría haberse movido, estoy seguro, en cambio, permaneció quieta,
mirándome fijamente, sin hablar, mordiéndose el labio y
masajeándose las manos con nerviosismo. Sentía su olor, no podría
identificar a qué, solo que me encantaba, su pecho se movía cada
vez más deprisa debido a una respiración irregular.
Entonces supe que no mentiría a un niño, y cogí el trébol de mi
camisa. Ella seguía allí sin moverse y entreví una sonrisa por algo
que había apreciado en mí. Poco a poco acerqué mi mano a la suya
para depositar el regalo de Alberto.
Lo hacía a ciegas, sin apartar mis ojos de los suyos. Quedaba poco
para rozar su mano y romper así la segunda norma. Me armé de valor,
en esos momentos daban igual las consecuencias, la cogí, ella se
asustó pero no apartó la mano de mí. Abrí con delicadeza sus dedos
e introduje el trébol de cuatro hojas.
Ella desvió la mirada, apartó su mano de la mía y miró el trébol
que era suyo ahora.
—¿Un trébol?
—Es un regalo de Alberto, cree que le dará buena suerte.
—Tal vez lo necesite más usted —me miró inquisitivamente.
—¿No le han enseñado que los regalos no se devuelven?
Contrariada, iba a responderme pero apareció su acompañante y, fue
la persona que menos me hubiera gustado ver, Louis. La agarró de la
mano, besó en los labios y ambos se dirigieron al gran comedor. A
mí él ni me miró.
En el momento que él apareció, para ella dejé de existir. Solo un
detalle mientras veía que se marchaba me demostró que no lo había
soñado que de verdad nos habíamos tocado y era su puño derecho
apretado sujetando algo, el regalo de Alberto.
Un sentimiento nuevo surgió en mí. Era como si me golpeaban con
puñales en el estómago. Entonces fui consciente de una cosa, dejé
de mentirme, me había ilusionado de esa mujer. Puede que fuera
petulante, orgullosa, irónica, alemana, pero había algo en cómo nos
mirábamos que hacía que mi ser vibrara de una manera que me volvía
loco, deseaba enfadarla, reírme, besarla, deseaba demasiado de
ella. Pero para ella yo no era nadie, un simple judío, alguien a
quien odiar, ya lo había visto, ella quería a un hombre como Louis,
yyo era todo lo opuesto. Nunca la tendría, porque yo valía menos
que ella.
Cuando finalizó la cena, los invitados salieron a seguir bebiendo
más borrachos que antes si cabía. Todo ese tiempo había estado
pensando en Juliana y la conclusión había sido la más sencilla: la
cadenade acontecimientos que hacían que nos encontráramos
terminaría y yo podría vivir sin verla, así el deseo que tenía en
mí no crecería y viviría en paz.
Un invitado borracho empezó a abofetear a todos mis compañeros que
se encontraba en su camino. Dos tortas para ver si Yahvé venía a
ayudarnos, repetían sin parar. Le faltaba poco para llegar a
mí.
—Disculpa…
Mierda, ahora no, Juliana vería cómo me abofeteaban y con ello me
trataría como el resto de monstruos allí delante.
—¿Me oyes? —preguntó.
—Sí, dígame —dije con la cabeza baja, abatido por los dos días que
llevaba.
—Quiero que me acompañe al jardín, tenemos unos presentes para los
invitados y necesito ayuda —dijo con orgullo, como era
ella.
¿De todos los judíos que había allí tenía que ser yo? ¿Tenía que
pedirme que le acompañara yo para torturarme más? Anduve detrás de
ella hasta que salimos. Ninguno hablaba, de vez en cuando la miraba
de reojo pero ella no me miraba a mí. Entonces, como siempre, ella
actuó de una manera que no comprendí, se giró y empezó a hablar tan
deprisa que apenas podía entenderla:
—Mira ya sé que un regalo no se devuelve. ¿Siempre tienes que ser
tan listillo hablando? No, no me contestes. Simplemente quería ser
agradable contigo. El otro día cuando fui tenías la cara llena de
moratones, por eso te dije que si lo querías, por si era un símbolo
de buena suerte para los judíos.
—Espera un momento…
—¿Sí? —dijo agitada, el aire hacia que mas mechones le cayeran en
la cara poniéndola preciosa.
—Así que una cosa me has dejado clara.
—¿Cuál? —dijo entornando los ojos.
—Que te preocupas por mí.
—No, yo no he dicho eso —dijo titubeando—, simplemente que pensaba
que necesitabas suerte por lo estúpido que eres siempre
enfrentándote a todo el mundo.
Ahora estaba divertido, me encantaba vacilar con ella.
—Si te importo tanto, procuraré no meterme en líos por ti —le guiñé
un ojo, supe que eso la volvería loca de rabia y también que no me
haría daño. Confiaba en ella.
—¿Cómo te atreves? Te saco de la fiesta, porque hay un hombre
borracho golpeando a todos los judíos y así me lo pagas.
Desagradecido —me echó en cara.
—¿Acabas de oírte? —ahora sí que estaba riendo a carcajada—: «Te
saco de la fiesta porque hay un hombre golpeando…», queda
demostrada mi afirmación de que te preocupas por mí, y más de lo
que creía. Claramente preocupante.
—Mira, eres tonto —ella hablaba con seguridad pero no la tenía; yo
le había pillado—. Simplemente te he llamado porque necesitaba
ayuda y he aprovechado el momento oportuno. Dale las gracias a
Alberto.
—Se las daré de tu parte —la miré a los ojos y su rostro estaba
rojo, como si fuera a estallar de furia de un momento a
otro.
—Ahora no hace falta que nos hablemos lo que queda de
camino.
Ambos seguimos en silencio hasta el destino, un rincón del patio
nevado. No me había dado cuenta del frío que tenía hasta que la vi
tiritar a ella, ya que no llevaba abrigo. Se me ocurrió
algo.
—Juliana…
—¡Creía que te había dicho que no me hablaras! —contestó borde,
potente, cien por cien ella.
—Es solo que te veo tiritar y que vamos, si quieres, como favor te
abrazo, solo porque cojas calor —la sonreí y puse cara de
ángel.
—Ni muerta —dijo con la sonrisa más ancha que pudo—. Ya hemos
llegado.
La caja estaba frente a mí. Al verla, comencé a reír, me doblé
sobre mí mismo. Era del tamaño de una caja de zapatos y contenía
¡cigarros!
—¿Qué te hace tanta gracia? —me preguntó.
—Esta caja, la podías haber llevado tú sola. Definitivamente, eres
mi heroína.
Haciendo gala de un esfuerzo terrible, habló como si no se muriera
por atizarme.
—Tengo a las bestias para que me lo lleven. Un consejo: no le
hables así a nadie más porque te matarían sin pensárselo dos veces.
Yo no lo hago porque me das pena, no merece la pena gastar un tiro
enti —ironizó.
Ella intentó dar una zancada grande para huir de mí, tan nerviosa
que no se dio cuenta de que uno de sus tacones se había quedado
clavado en el hielo, así que se escurrió chocando de espaldas
contra mi pecho. Otra vez el contacto hizo quemar toda mi piel.
Ella podía haberse incorporado antes pero se quedó recostada en mí.
Nuestros cuerpos se acoplaban a la perfección, y estoy seguro de
que ambos sentimos ese calor. Entonces la susurré en el
oído:
—No podrías matarme, no quieres, quieres verme bien y eso te duele.
Eres diferente a ellos, sientes cosas por un judío y eso no puede
ser.
Se zafó de mí corriendo y con una última frase, puso fin a nuestra
conversación, al menos, esperaba, de ese día:
—No me conoces, me das igual, como todos los de tu clase.
CAPÍTULO 9
Aunque era de madrugada, sabía que Ada estaría despierta esperándome puesto que tenía órdenes de ello. Aunque había intentado no emborracharme como la vez anterior, no lo había conseguido. Yo no sabía que el efecto del alcohol no era inmediato, así que cuando me había querido dar cuenta, no sabía hablar y me iba chocando con las paredes.
—¡ADA! —grité borracha al entrar a casa.
Como si de una corredora de fondo se tratara, en menos de dos segundos estaba plantada a mi lado. Me subió a la habitación y me puso el pijama. La hice una seña para que se sentara en la cama.
—Ada, hoy ha sido el mejor día de mi vida. He
besado al hombre de mis sueños, Louis.
—Me alegro, señorita —su sonrisa parecía sincera cuanto menos—.
¿Cómo ha sido?
—Cuando he bajado después de arreglarme para la fiesta, me ha
invitado a tomar un café. Allí hemos estado hablando de su vida y
de la mía. Tuvo un padre muy malo —dije mientras ponía morritos de
niña pequeña y controlaba el vómito que quería ser
expulsado.
—¿Y eso?
—Quería que Louis fuera el mejor en las Juventudes Hitlerianas y
cuando no lo conseguía, le encerraba en una habitación, una vez
estuvo incluso cinco días sin comer ni beber.
—Lleva razón, un hombre malvado.
—Menos mal que Louis es tan bueno —Ada puso los ojos en blanco,
fingí no darme cuenta—, ha presentado una solicitud para ir dos
meses a ayudar al Führeren persona y dice
que si se la dan, será alguien bastante importante en el
régimen.
—Lo que nos faltaba —dijo Ada tan bajo que no la escuché.
—¿Qué? —pregunte mientras la cabeza me daba vueltas.
—Que ojalá se la den —gritó como si yo estuviera sorda.
—Eso mismo digo yo —sonreí—. Bueno, pues en medio de las
confesiones me ha dicho que ya sabe que es muy pronto pero que yo
le gustaba muchísimo. Lleva mucho tiempo buscando a la una mujer
con la que perpetuar su estirpe y me ha elegido a mí, ¿te imaginas
qué niños nos saldrían, Ada? Entonces me ha dicho que podríamos
empezar una relación y, por supuesto, he aceptado. No te niego que
al principio tuviera un poco de miedo, era mi primer beso con un
hombre, pero luego todo ha ido a la perfección.
—Y, ¿qué has sentido? —preguntó Ada mirándome fijamente.
—Qué voy a sentir, nervios y luego, pues ganas de aprender a besar,
estamos hablando del primer beso con un hombre. No paraba de pensar
que lo hacía mal.
—¿Estaba pensando mientras le besaba?
—Por supuesto, con un hombre como él hay que pensar y aprenderpara
ser perfecta en todo. Luego me ha entregado unos pendientes a juego
con el colgante que me regaló y nos hemos ido a la fiesta —le
enseñé los pendientes—. Es tan romántico, de verdad. Luego en la
fiesta, todo genial, hemos bailado, bebido, hablado, besado (creo
que la última vez lo he hecho mejor, como siempre, él perfecto).
También he estado un rato con Alger y, ¿adivinas?
—No —se rió de mi estado de embriaguez.
—Tal vez me consiga trabajo en la fábrica ayudándole en cosas de
contabilidad. ¡Así tendré algo que hacer!
—Me alegro. Entonces, ¿día perfecto?
—Bueno —un hecho oscuro acudió a mi memoria—, solo un incidente
malo, sin importancia.
—¿Qué le te ha pasado? —preguntó preocupada.
—Nada, un estúpido.
—¿Alemán? ¿Amigo de Louis?
—Qué va, judío —contesté secamente, no quería hablar de
él.
—¿Y qué has hecho con un judío?
—¿Te acuerdas del chico con ojos verdes que trabajo aquí en la
casa? ¿Aquél al que hice limpiar la mierda? —asintió—, pues el
mismo.
—Era un joven muy guapo —me miró pícara.
—No me fije en él.
—Tenía un pelo negro azabache precioso y, era bastante musculoso,
demasiado, creo yo —afirmó Ada.
—Creo que te equivocas, su pelo era castaño con pequeños reflejos
de otro color. Tenía el cuerpo delgado, pero con forma, no
excesivamente musculoso. ¿No te acuerdas? —Ada negó riendo—. A ver
que te diga más datos, la sonrisa, una sonrisa traviesa —seguía
negando—, las cejas espesas y bonitas, ¿aún no? —negó—. Esas manos
rudas y brazos que cuando te agarran lo hacen con firmeza… —cuando
me di cuenta, ya no estaba hablando para ella, sino para mí,
narrando mis pensamientos de él.
—Ya sé de quién hablas —sonreía y me miraba cómplice—, ¿y qué ha
pasado con él?
—La historia viene del otro día —me hizo un gesto de que continuara
y lo hice sin ganas—, el otro día casi me caí buscando a Alger,
entonces él me sujetó.
—Qué amable.
—Y bueno, pues a mí me dio pena y digamos… bueno, ése no es el
caso, lo que pasa es que hoy había un hombre pegando a todos los
camareros y él era uno de ellos. Así que como tenía que llevarme a
alguien, le llamé a él solo para dejar que sus heridas
cicatrizaran.
—Eso, Juliana, está muy bien —dijo mientras me miraba con más
cariño que nunca.
—Él, al ver la caja tan pequeña, se ha pensado que lo he llevado
porque me importa mucho y se ha mofado de mí. «Mi heroína», me ha
llamado en ironía.
—¿Lo ha hecho?
—¿El qué? —pregunté, todo me daba tantas vueltas.
—Llevárselo porque le importa.
—Por supuesto que no, y luego casi me vuelvo a caer pero él estaba
detrás. Y el atrevido, como he tardado unos segundos en
incorporarme porque tenía que recuperar la estabilidad, me ha
hablado ¡al oído!
—¿Y qué le ha dicho? —preguntó intrigada, esta historia le gustaba
más.
—Que no quiero matarle, que siento algo por él y que eso me duele,
¿increíble, verdad?
—¿Y qué le has contestado? —estaba impaciente.
—Ahí ya he quedado bien, y con todo mi orgullo le he dicho que nome
conoce y que no me importa nada, como todos los de su clase —sonreí
orgullosa. Entonces vi la decepción en los ojos de Ada—. ¡Oh, Ada!
No te lo creas, es mentira. Tú sí que me importas, es solo que
tenía que quedar por encima de él, es un juego,
¿comprendes?
—Entonces, ¿él te importa?
Heaquí la cuestión más difícil que ni siquiera yo sabía, formulada
por una judía a la que hace unos días habría azotado por el mero
hecho de sentarse en mi cama. No quería mentir a Ada, por ello puse
las dos neuronas que me quedaban tras la ingesta de alcohol en
funcionamiento, intentando descifrar lo que sentía. Está claro que
darme igual no me daba, pero tampoco me importaba como Louis, era
algo diferente.
Nada más entrar en el banquete le vi, pero fingí no hacerlo, quería
saber si se acercaría a hablarme, y sorprendentemente, lo había
hecho.
Al oír su voz la primera vez no me giré. Por dos motivos, quería
que me llamara otra vez y tenía miedo de la reacción del monstruo
dentro de mí la primera vez que le viera estando a solas. Pero al
girarme, el monstruo no había hecho nada porque ya no existe como
un ente separado de mí, ya somos uno.
Me gustó el contacto con su mano y, por un instante pensé que me
rozaba porque sí, que no me iba a dar un regalo, que simplemente me
daba la mano y me daba igual.
Luego, cuando había visto cómo golpeaban a los camareros y cómo esa
hostia se acercaba a Ishmael, la ira me había envuelto, sabía que
si le pegaban podría reaccionar de manera irracional y hacer algo,
por lo que en un momento de inteligencia suprema decidí llevarlo a
por unos cigarros para así salvarle.
Claro, que él no podía mantener el aura de encanto y tenía que
ponerse chulo, encima que le hacía un favor, era definitivamente
estúpido y eso, eso me preocupaba sobremanera, en este sitio la
condena por ser chulo era la muerte y no quería que muriera. No le
conocía pero sentía que quería que estuviera a salvo, suena raro,
lo sé, pero lo siento.
Cuando caí apoyada en él, perdí el sentido, si no hubiera roto ese
momento con una de sus frases, estoy segura que habrían tenido que
salir a separarnos.
Ya tenía la respuesta a la pregunta de Ada, puede que no me
entendiera a mí misma pero si la pregunta era si me importa para
bien o para mal, la respuesta era sí. En una situación normal.
NUNCA lo hubiera confesado pero el alcohol cambiaba incluso mi
personalidad.
—Sí, Ada, me importa —dije avergonzada.
—¿Por qué te avergüenzas, Juliana?
—No lo sé, supongo que porque me importa alguien que no debería,
alguien para el cual soy un chiste andando.
—No creo que seas eso para él —dijo dándome la mano.
—Me da igual —me repuse—, al fin y al cabo, yo al que quiero es a
Louis —vi el trébol en la mesita—. Ada, ¿alguna vez ha sentido algo
sin saber por qué?
—Muchas veces, la mayoría de los sentimientos que importan son
imprevisibles, por eso son mágicos, tú no decides cuándo
vendrán.
—¿Es normal que me duela que alguien que apenas conozco sería de
mí?
—Sí, es un síntoma —dijo mientras me arropaba.
—¿De qué?
—De un sentimiento imprevisible, no sé cuál, pero uno de
ellos.
La bebida empezaba a hacer que se me cerraran los ojos, así que
poco a poco Ada se acercó a la puerta para marcharse. Apenas podía
abrir los ojos pero había una pregunta que le tenía que
hacer:
—¿Por qué sabes que no soy un chiste para él, Ada? —dije mientras
hipaba.
—Porque después del odio que tienen los judíos a los alemanes y
todo el daño que presumo le habrán hecho, él te miraba como un
hombre mira a una mujer, con interés.
Solo la oscuridad se extendía a mi alrededor. Llevábamos alrededor de media hora en la fábrica y aún no podía ver absolutamente nada. Nos tenían dentro con un frío enloquecedor, en fila india, esperando ver nuestros nuevos puestos pero por ahora lo único que apreciaba de esa nueva etapa que se extendía ante mí en Auschwitz era la oscuridad más absoluta, una oscuridad que bien podría simbolizar el tiempo ya pasado allí.
En cierta manera debería conocer esa nueva instalación, ya que había transportado un amplio porcentaje de la maquinaria. Me imaginaba esa fábrica de armamento como algo monstruoso. En cierta medida me convertía en cómplice de su masacre, ya que la consecuencia de esa estancia era una mejor posición de mis enemigos ante la guerra y menos posibilidades para nosotros.
Te sientes un traidor cuando piensas que gracias a tu futuro trabajo miles de personas que luchan por tu causa morirán. Ayudar es la única manera de mantener la vida en el campo y, hasta que no te ves en una situación límite, no sabes hasta qué punto serías capaz de colaborar con tu asesino por unos minutos de vida, aunque esos minutos no signifiquen una vida plena, sino en una jaula, en un zoo, no obstante, vida.
En cierta manera envidiaba a las personas que habían fallecido en esas cunetas, pensaba que ellos estarían en algún lugar mejor sin tener que aguantar las atrocidades que nos esperaban a nosotros, que «éramos afortunados».
¿Que por qué soy un afortunado? Es muy simple, después de llevar a cabo mi primer trabajo «secreto», suponía que mucha gente de este campo llevaba a diario ese tipo de trabajo e incluso peores, así que dentro de lo malo, ser el traidor de los tuyos en una fábrica era de una de las mejores bazas que tenía allí dentro.
Solo una cosa no abandonaba mi mente: mi madre y mi hermana. ¿Engrosarían la lista de personas fallecidas en una cuneta? ¿Harían trabajos forzosos todo el día? ¿Recibirían palizas? ¿Comerían? ¿Estarían enfermas? Demasiadas preguntas y pocas respuestas; era algo ya habitual.
Lo peor de tener tantas preguntas es no poder formularlas, guardártelas dentro y no enterrarlas, sentir cómo día a día las preguntas crecían, cómo con cada experiencia negativa vivida aumentaban las preocupaciones y nunca se atisbaba un minuto de esperanza.
Siempre supe que no volvería a saber de ellas. Tuve esa certeza al cien por cien pero en el fondo, mi yo emocional esperaba que fuera como en la cárcel, con un día de correo en el que saber de tus familiares, un día en el que te llegara una carta de defunción o te avisaran que los aliados las habían salvado, pero no.
La incertidumbre, ése es el peor enemigo del hombre, preferiría saber que están muertas a vivir con mi máximo temor, que es el no saber nada, para bien o para mal, y si a eso le añado que no sé si algún día lo sabré, ese dolor aumenta hasta proporciones insufribles.
Perono todo puede ser negativo, el ser humano, hasta en las condiciones más adversas, saca algo positivo para poder vivir. En mi caso tenía a mi padre, eso me reconfortaba, saber que él estaba allí, saber que yo le protegería con mi vida y que por lo menos, si algo le pasaba, yo sería consciente.
Luego quieres ser duro, cerrar tu corazón, no porque no lo tengas, sino por no tener que preocuparte por nadie. Entonces llega gente como Ivri y Isajar y, sin que te des cuenta, se han convertido en tus amigos; Nathan y Alberto en tus sobrinos pequeños; y Elezar en ese tío mayor con el que en ocasiones se charla. Compruebas que sigues receptivo a comunicarte con la raza humana. En el fondo sabes que es negativo, que sufrirás si algo les pasa, que ahora ya no estás tú contra los malos, ahora ellos tienen algo con lo que chantajearte.
Y es en esos momentos cuando te planteas cerrarte en ti mismo, pero no puedes ya el ser humano necesita tanto comunicarse como el aire para respirar.
Luego piensas que eres joven, te acuerdas de las cosas que veías a la gente hacer a tu edad actual, recuerdas por qué querías crecer. Querías trabajar, querías viajar, querías ir por la calle sin el cuidado de tu madre, querías salir con tus amigos, querías tener una chica… Una chica, y ahí estás, rodeado de hombres, pero el deseo hacia el sexo femenino no se ha ido, no puede desvanecerse porque es algo innato en los humanos. Ves que no tendrás nada de lo que tanto has ansiado y te duele, pero no lo puedes mostrar porque, si no, te conviertes en alguien débil. Una cosa he aprendido aquí, no por no estar serio, por no llorar, por hablar normal e incluso reír, no estás mal, eso es mentira, todos estamos hecho polvo por dentro pero intentamos disfrutar del cero coma uno por ciento de vida de la que disponemos.
Los alemanes se creen que ellos son los únicos que nos odian y como en muchas otras cosas, se equivocan de cabo a rabo. Les odio con toda mi alma, creo que si ahora mismo me dieran un arma les metería un tiro a todos; en un mundo de bestias hasta el más santo se convierte, es la selección natural, el instinto de supervivencia arraigado al hombre.
Cuando reflexiono momentos como los de la noche pasada, pienso que la locura está haciendo mella en mi persona. En una fiesta con mis mayores enemigos, puse la mejor cara de la que fui capaz eincluso intenté agradarles. Una parte de mí deseaba ver en alguno una cara de compasión, una imagen de una persona que me dijera: «lo siento, no comparto su opinión pero no puedo hacer nada», soy consciente de que eso no cambiaría ni un ápice mi situación pero al menos yo dormiría pensando en una insurrección dentro de los propios alemanes, soñarían cómo se levantaban contra su ejército y nos salvaban, cómo no todos nos odiaban.
Cuando el alemán gordo empezó a golpear a mis compañeros, tuve una impotencia gigante, esperaba mi turno pero mira tú por dónde, alguien había salido a en mi ayuda. Puede que ella me hubiera dicho que no le importaba nada, pero era mentira. Me gustaría poder entrometerme en esa cabeza caprichosa y saber lo que piensa; de aquí es la persona que más intriga.
El primer día creí que era peor que todos ellos, viéndola reír al lado de los monstruos uniformados, pero como en muchas ocasiones, me equivocaba. Sigo sin saber exactamente por qué, pero me protege y ahora que lo pienso, ya lo hizo ese día, cuando irrumpió en la conversación con el médico alemán que prometía acabar con consecuencias negativas para mí.
Creo que ella tampoco se entiende y eso es algo que me hace gracia, resulta cómica diciéndome que no le importo nada después de haber usado la excusa más tonta para ayudarme. Aunque ahora tengo dos problemas con respecto a ella, y es que tampoco me entiendo a mí, y eso sí que resulta frustrante. Podría tirarme horas despotricando sobre Juliana, insultándola, sacando cien argumentos en su contra, tachándola de alemana igual que ella a mí de judío, pero solo sería mentirme a mí mismo y con todas las mentiras que hay en el ambiente, una nueva no procede. No lo entiendo porque no la conozco, porque mi razón de ser, mi naturaleza, debería odiarla, pero no lo hago; es más, me gusta verla.
Me gustaría pensar que el hecho de ser alemán no es razón para odiarla pero lo es, por lo menos en mi caso. Sería idóneo ir de ser bondadoso y decir que no odio a todos los alemanes, que solo a los malos, pero llegados a este punto, los odio a todos menos a ella. Puede que sea una manera que mi inconsciente tiene de agradecimiento por la ayuda encubierta prestada, no lo sé. Pero en ese caso, ¿por qué quiero verla? ¿Por qué ansió tocarla? ¿Por qué deseo que no esté con nadie? Una opción es que es de las pocas mujeres que veo, sería lógico, soy un hombre, tengo deseos, ella es lo único que hay, lo quiero para mí.
Sin embargo, es algo más profundo que eso, aunque no haya amado, he estado con algunas mujeres en mi vida, no todo ha sido sufrimiento y las he deseado cuando las hacía mías, sé lo que se siente y no se parece ni por asomo. El sentimiento que ella desata en mi yo salvaje es algo superior, incontrolable, no sé si mejor o peor, sí diferente. Un sentimiento que me gusta y hace que aumente cada vez que la veo, por ello aquí dentro, donde los sentimientos solo toman dos direcciones, el temor o la pasividad, ese nuevo se ha convertido en mi pasatiempo favorito. No tengo ilusiones, ella nunca se fijaría en un hombre como yo, tal vez en un mundo diferente… pero tal vez en ese mundo yo nunca habría gastado más de cinco segundos en ella. No quiero pensar en realidades alternativas, me guste o no, ésta es la mía.
Como si nos hubiéramos compaginado, llegando a mi conclusión final, las luces se encendieron deslumbrándome durante al menos diez segundos. Cuando llevas más de media hora en la oscuridad, la vista se acostumbra y el reflejo de las luces de neón sin previo aviso te ciega.
Por fin tenía enfrente nuestra obra, esa nueva fábrica se extendía ante mi persona. Me quedé perplejo, nunca había creído que un lugar en el que se fabricaban instrumentos para matar pudiera resultar tan bello. Tenía forma de rectángulo con grandes cristaleras a ambos lados y unas pareces blancas, puro y limpio. La primera sensación que me transmitió podría ser descrita con dos palabras: paz y tranquilidad. Las personas que habían ideado la estructura lo habían hecho francamente de cine.
El rectángulo estaba dividido en tres partes separadas entre sí por unas puertas de madera que ahora mismo estaban abiertas. Yo me encontraba en un bloque lateral lleno de mesas largas de cadena de trabajo. Cada mesa tenía una maquinaria diferente para introducir una pieza en la cadena de montaje de las armas.
No lo sabía exactamente, pero intuía que los
otros dos bloques serían si no iguales, parecidos.
En el bloque más alejado distinguí a varios niños, entonces ese
bloque debía ser en el que se insertaban las piezas más pequeñas e
importantes, ésas que solo ellos pueden introducir con sus manos
reducidas. ¿Qué sería de ellos cuando el tiempo avanzara y
crecieran?Otra pregunta más sin respuesta.
Desde el otro extremo Alger vino hacia nosotros junto con tres
oficiales más. No sabía exactamente su edad pero parecía más joven
que los otros tres, los otros tenían unas espaldas anchas y una
cara que me recordaba a un rottweiler, sin
embargo, Alger era bastante delgaducho y largo, con una cara en la
que aún se notaban indicios de juventud, claramente un adolescente
con poder.
Al llegar hasta nosotros se pusieron los cuatro en una fila
horizontal. El primero en hablar fue el oficial de la izquierda,
uno de los rottweiler, sin ningún rasgo que
lo diferenciara de los otros dos.
—¡HeilHitler! —dijo mientras se
cuadraba.
Nosotros recitamos sus mismas palabras poniéndonos todo lo rectos
que éramos capaces.
—Somos los oficiales Camilo, Klaus —dijo señalando al de su lado;
éste, en un gesto de amistad, nos enseñó los dientes como un perro
rabiosos—, y Yurio —dijo señalando al del otro extremo, al lado de
Alger—. Cada uno seremos los jefes de uno de los sectores de la
fábrica de armamento número 88 de Auschwitz. Hoy os enseñaremos en
qué consiste vuestro deber y el número de producción necesario para
cada día, ¿entendido? —alzó la voz.
—Sí —gritamos al unísono.
El oficial Alger se adelantó un paso al resto de sus
compañeros:
—En primer lugar, decir que soy la persona que manda en la fábrica,
así que si no cumplís los propósitos, os impondré el peor de los
castigos. Ellos serán los jefes de un bloque, les tenéis que hacer
caso en todo, cada uno elegirá a sus trabajadores. Antes de que
ellos hagan la selección, tengo que elegir a uno de vosotros para
un trabajo —paseó mirándonos uno a uno—. La condición es tener
conocimientos de Economía. La persona se encargará de los
presupuestos así como la asignación del armamento a los diferentes
batallones. ¿Alguien se considera capacitado?
Guardó silencio mirándonos uno a uno, fijamente, pero nadie dijo
nada. Tengo la teoría de que la gente no decía nada por temor a
hacerlo mal; los conocimientos que se requerían de Economía no eran
excesivos y además sería un trabajo menos cansado aunque con más
responsabilidades. Tal vez si no hacías la producción un día no te
mataran pero si liabas alguna con el papeleo e influía
negativamente en una batalla, morirías y no de la mejor de las
maneras. Yo tenía los conocimientos adecuados.
—Y a mí que me decían que los judíos eran listos —empezó a hablar
uno de los perros ironizando.
Además, si nadie salía, tal vez descubrieran que algunos compañeros
habían mentido en la selección inicial. Muchos de ellos habían
dicho ser economistas, si ahora nadie se ofrecía voluntario y lo
revisaban, sería el fin.
—Yo, señor —dije en voz alta.
Se acercó a mí junto con uno de los perros, que no pudo resistir la
tentación de venir a humillarme:
—¿Eres retrasado, judío? —preguntó con el tono más agrio que
pudo.
—No —contesté.
—Entonces la próxima vez que se te pregunte, contesta más rápido
—dijo adelantándose, sentía su aliento en mi cara. Me escupió y
golpeó un puntapié en la espinilla—. Y vosotros, ahora haremos la
lista de quién está en cada bloque —dijo mirando a mis compañeros—.
¡Espero que no todos los judíos seáis tan retrasados!
Mientras su compañero seguía despotricando, Alger me agarró del
brazo y comenzó a andar dejando allí al compañero.
—Sígueme.
Salimos por la puerta lateral más cercana al exterior. A unos cien
metros de distancia, distinguí una caseta rodeada de naturaleza y
nieve.
—Éste es el despacho donde estarás —dijo señalándolo a pocos metros
de distancia.
—Entiendo —contesté.
—Cada día, al finalizar la labor, un compañero te traerá un
registro con la producción del día, ¿entendido?
—Sí, señor —contesté.
—Hoy estarás con un judío que lleva la contabilidad de otra de las
fábricas de Auschwitz y te explicará todo lo que no sepas. Un aviso
—se puso serio—, puede que me veas joven pero no toleraré ningún
fallo, supongo que no hace falta que te diga las consecuencia —me
miró fijamente.
—No, señor.
—Una última cosa antes de que te enseñe tu lugar de
trabajo.
—Dígame, señor.
—Eres uno de los hombres más fuertes del barracón, así que cuando
termines la labor de contabilidad, tendrás que transportar cajas
con armas hasta el almacén. —hice un gesto afirmativo con la
cabeza—. Pasemos a ver las instalaciones.
Por dentro el despacho era ¿acogedor? Sí, es el adjetivo que
mejorlo define. Tenía dos mesas de madera de un marrón claro, una
enfrente de la otra, con una máquina de escribir en ambas. Había
dos sillas, una bastante elegante de una madera fina y la otra
hecha de esparto. Encima de la pared, clavada en la pared blanca,
había baldas de madera a modo estantería, tres en cada una, si me
vistazo fugaz no me fallaba. Solo había un detalle que no me
cuadraba: en un lateral había un sofá de tres plazas blanco como la
nieve, con un ventanal para poder observar el exterior. Demasiado
elegante para un mí, por lo que la única conclusión era que Alger
estaría también allí.
Alger notó mi mirada confusa y siguió la dirección de mis ojos.
Alver en qué estaba fija mi atención, puso sus ojos en
blanco.
—Como puedes apreciar, tendrás a un compañero de despacho
—gesticulé señalándole—, no, no soy yo, y no me señales.
Seguimos en silencio. Alger estaba sentado en el sofá y yo
permanecía de pie a la espera de que se me diera una orden. Le
notaba aburrido, así que volvió a hablar:
—Cómo es la gente de impuntual ¡Eh!, se suponía que el judío debía
estar aquí hace media hora —me miró, no contesté, esperó un rato y
decidió cambiar de tema—. Sobreentiendo que sabes que tu mesa es la
de la silla de esparto —esperó mi respuesta.
—Sí, señor.
—Así como sobreentiendo que no harás nada que pueda ofender a la
señorita que te acompañara en el puesto —me miró fijamente,
amenazante.
—¿Una señora del régimen, señor? —pregunté tímidamente.
—Sí, algo así. Ella llevará la contabilidad contigo y te
supervisará. No es exactamente una militar pero a la mínima que se
encuentre molesta, te irás a hacer otros trabajos más forzados.
¿Ves este sofá? —dijo mientras señalaba—, es para ella. ¿Ves esta
ventana? —se giró y señaló—, es para que ella vea las vistas y
descanse, no tú. Si en algún momento necesita ayuda, se la
ofrecerás y si en algún instante se ve agobiada, harás su trabajo.
Digamos que te conviene que ella esté a gusto y contenta en el
puesto.
Lapuerta se abrió y junto con una ráfaga de aire que transportaba
pequeños copos entró un anciano con el uniforme de rayas puesto, mi
profesor por ese día. Estaba dispuesto a aprender todo con respecto
a la contabilidad, quería ser bueno en el primer trabajo
mínimamente intelectual desde que había llegado y, ¿por qué no
decirlo?, porque ya sabía quién sería mi acompañante en esta nueva
etapa; ¿acaso era tan difícil? Solo alguien podía ser, Juliana. El
mezquino destino se había empeñado en unirnos y sabía que este caso
no sería una excepción. Parecía que una fuerza sobrehumana quería
juntarnos pues ya eran demasiadas casualidades. Si todo el
firmamento se estaba poniendo de acuerdo en este juego cruel, era
hora de caer en la tentación y dejarse llevar por lo que estaba
escrito, saliera bien o mal.
CAPÍTULO 10
Tenía un dolor de cabeza insoportable. Por fin sabía el significado de tener una buena resaca. Intentaba recordar cuánto bebí y se me hacía imposible.
En la cena creo que fueron cuatro vinos, ¿o cinco? No sé, luego, en el cóctel de después, empecé probando el whisky, estaba asqueroso, creo que también probé una bebida cubana, ron añejo o algo así, más aceptable, y champán, muchos brindis y mucho champán hasta que al fin perdí la consciencia de mi persona.
Hablé con todo el mundo, reí muchísimo, escuché millones de historias de las cuales no recordaba ni una, me encantaba esa sensación. Lo que no me explicaron mis amigos de una noche de borrachera fue que al día siguiente me sabría la boca como si hubiera chupado una suela de mi zapato, el estómago lo tenía revuelto y solo pensaba en que la habitación dejara de dar vueltas a mi alrededor.
Tenía flashes de la noche pasada, pero no eran claros, muchos fragmentos de mi memoria aparecían borrosos o eliminados completamente.
Por supuesto, me acordaba de lo más importante y era que tenía novio, Louis. Sin lugar a dudas, fui la gran protagonista de la fiesta, me acordaba de la cara de las guardias alemanas que me miraban con una envidia e ira que parecían que iba a estallar.
Ya había cumplido mi meta, había conquistado al joven más guapo y con más poder de allí, un joven que sería mi futuro para siempre.
Cuando mis recuerdos se detenían en Louis, era feliz, era tan guapo, tenía ese cuerpo musculoso y esa proyección en su carrera, que se me hacía difícil concebir algo superior.
Hurgando en mis recuerdos, encontré uno que hizo que me levantara de la cama corriendo, ese mismo día había quedado con Louis para comer porque me tenía que contar algo. Me lo dijo casi alfinal de la fiesta, mientras me acompañaba al coche para traerme a casa. Algo de lo que había ocurrido en la fiesta le había hecho muy feliz y, como su pareja que era, quería que fuera la primera en enterarme. A partir de ahora sería la primera para él en todo.
Me apetecía gritar y saltar de alegría por todo lo bueno que me estaba ocurriendo, pero dado que era una señorita, no lo podía hacer. Una idea perfecta surgió en mi cabeza, una manera de desahogar mi absoluta dicha sin quedar como una loca saltarina: escribiría todos mis pensamientos y cuando lleváramos más tiempo juntos, se lo daría y él disfrutaría al ser consciente de la felicidad que creaba en mí.
Miré mi muñeca para saber la hora pero allí no estaba mi reloj. No recordaba habérmelo quitado, así que supuse se me habría perdido en la fiesta; daba igual, le pediría otro a mi padre.
Bajé las escaleras sin hacer ruido pues padre seguía dormido. Como siempre, Ada estaba recogiendo la casa como un fantasma para no despertarnos.
—¿Quiere algo de desayuno? —preguntó.
—No, solo un gran vaso de agua helada.
—Eso no será difícil con este tiempo —me tendió un vaso que
me bebí en un trago—. ¿Ya ha olvidado el
incidente de anoche? —Sí —contesté aún tragando, no sabía a lo que
se refería pero
me daba igual, porque no quería hablar. Mi único deseo era que
llegara la hora de ver de nuevo a Louis—. ¿Qué hora es? —Son las
doce de la mañana —dijo mirando el reloj de la
cocina.
—¿LAS DOCE DE LA MAÑANA? —grité, había quedado con
Louis en menos de una hora.
—Sí, ¿pasa algo?
—Corre, tienes que ayudarme a vestirme, tengo una cita
con
Louis y no puedo llegar tarde.
Subimos a la habitación a trompicones. Abrí el armario de par
en
par y empecé a sacar posibles atuendos para ese día tan importante.
Me los fui probando uno a uno mientras Ada daba su opinión. Al
final nos decantamos por un vestido azul marino de tirantes, con
un
breve escote y falda hasta el suelo.
—Le sienta genial, Juliana, ¿pero no pasará frío? —Puede, pero me
da igual. Para presumir, hay que sufrir. Deprisa pasó al pelo. En
esta ocasión me lo dejé suelto, ondulado, con una pequeña pinza
azul recogiéndome un mechón rebelde. Nos estábamos riendo cuando la
puerta de mi habitación
se abrió.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó padre en un tono enfadado. Ambas nos
dejamos de reír al instante. Él nos miraba a las dos
como si la situación que estaba presenciando no pudiera ser real.
—Ada —dijo con la voz más fría que había oído en mi
vida—,
estás aquí para trabajar. Esto no es un campamento y mi hija no
es
tu amiga.
—Lo siento, padre, ha sido mi idea —le interrumpí. —Cállate. Ada,
aquí eres una sirvienta, no estás para mantener
conversaciones ni reír con nadie y menos con mi hija,
¿entiendes?
—dijo mientras levantaba una mano a su rostro.
—Lo siento, señor —lloriqueó Ada.
—Que no se vuelva a repetir —dijo mientras bajaba la
mano—.
Por lo pronto, hoy además de ocuparte de tus labores de la casa,
trasladaras toda la leña al cobertizo aunque te lleve toda la
noche. Ahora márchate.
Ada salió escopetada y asustada. Mi padre se quedó ahí, en frente
de mí mirándome como si yo también fuera un insecto, con
una
severidad y frialdad que nunca había visto en él.
—En cuanto a ti, te prohíbo que intimes con ninguna de
estas
personas. No son buenas, nos odian y engañan, ¿sabes por qué
ha
ido a ti? Porque sabe que eres débil, ve que te puede manipular
y
quiere engañarte, pero bajo esa cara de corderito se esconde una
bestia cuyo único cometido es hacernos la vida imposible. —Lo
siento, padre —dije con resignación.
—Que no se repita, Juliana. Después de la charla de ayer
sobre
los judíos creía que habías comprendido un poco. Venía a darte
una
noticia, ahora me estoy planteando si la mereces.
—Lo lamento —dije lloriqueando—, siento haberle defraudado. No se
volverá a repetir.
—Juliana, no te pongas así —cogió mi mentón y me levantó
la
vista hacia sus ojos—. Este campo es como si fuera la guerra y tú
no
eres militar, por ello tienes que seguir mis órdenes, que son
siempre
buenas para ti.
—Si lo sé, padre, usted es el que más me quiere y nunca
diría
nada que pudiera hacerme daño.
—Está bien —sonrió—, pero que no se repita.
Empezó a ojear mi atuendo.
—¿Vas a alguna parte? —preguntó.
—Sí, he quedado con Louis —respondí feliz del cambio de
conversación.
—Me alegro, veo que seguiste mi consejo en algo y creo
que
por eso te voy a dar la noticia.
—¿Cuál? —¿qué noticia querría darme? Me intrigaba
muchísimo.
—Alger ha venido a hablar conmigo con de ti.
¿Alger? ¿Qué pintaba Alger en estos momentos de la conversación?
Pensaba que la noticia sería cualquier tontería de la
guerra,
que habíamos ganado alguna batalla, que el campo de trabajo
iba
mejor, pero nunca algo que me concerniera a mí y menos con Alger.
—¿De qué hablas?
—Tranquila, no es nada malo. Simplemente me comentó que
te aburrías aquí en casa. Supongo que no es un buen sitio para
una
chica de tu edad siempre sola, tal vez por eso has empezado a
hablar con personas poco adecuadas —miró a un lado y chasqueó
la
lengua—, por ello hemos decidido que te incorpores a la nueva
fábrica que él llevará. ¿Qué te parece?
Todo mi cuerpo empezó a temblar de la emoción. Salté de
la
cama y le di un abrazo sin responderle; trabajar, eso es lo que
más
deseaba en el mundo. Dejar de estar encerrada en una casa y
hacer
algo productivo por el régimen.
—Me encanta, padre, ¿de qué será mi trabajo? —le solté de
mis
brazos.
—Le dije que tenías nociones de contabilidad, así que trabajaras de
ello.
—¿Contabilidad? —pregunté confundida.
Sí, había dado algún curso de contabilidad en la escuela
pero
de eso hacía muchos años, es más, apenas sí me acordaba de lo que
había dado. No era el trabajo que mejor desempeñaría ni mucho
me
nos. Debió de notar mi cara de preocupación porqué añadió:
—Tranquila, tendrás a un ayudante para las cosas que no recuerdes
hacer.
¿Un ayudante? Eso era peor aún, eso significaba que no me
consideraban lo bastante buena como para hacer un trabajo yo
sola.
Mecabreé con los dos por haber pensado que yo no era capaz, aunque
tal vez llevarán razón. Lo que tenía que hacer es no mostrar
mi
disgusto y hacerlo de una manera tan buena que al final
tuvieran
que quitar al ayudante de mi lado por innecesario. Así que oculté
mi
enfado puse mi mejor sonrisa y añadí:
—Gracias por todo. Cuando vuelva de estar con Louis, iré
a
agradecérselo personalmente a Alger.
—Es verdad, se me había olvidado lo de Louis.
—¿El qué? —si era una noticia de Louis, sí que me interesaba. —Hija
—me miró asustado. ¿Qué pasaba aquí? —. Louis quería contártelo él
mismo pero no ha podido —hizo una pausa—. Le
han concedido el puesto al lado del Führerque tanto ansiaba. —¿De verdad? —pregunté
entusiasmada—, eso es fantástico,
tiene que estar que no quepa en sí de gozo. ¿Piensas que
debería
comprarle un regalo?
—Hija…
—¿Qué crees que le gustaría? Madre mía, y he quedado en menos de
diez minutos con él…
—¡JULIANA! —gritó para sacarme de mis ensoñaciones—, él
no vendrá.
—¿Por qué? —dije mientras me sentaba y mi corazón latía a
mil por hora.
—Se ha tenido que ir esta mañana temprano. Anoche nos dijeron que
se iría de madrugada pero al final se ha tenido que marchar esta
mañana —noté cómo mis ojos se llenaban de lágrimas—.
No, no llores. Me dio esto para ti.
En sus manos había un sobre blanco. Lo cogí con sumo cuidado. En él
se podía leer con una letra pulcra y bella: «para mi Juliana». —Me dijo que te lo diera —pausa,
no hablé—, piensa que como
máximo serán siete meses y volverá siendo alguien de confianza
para
Hitler. Es lo mejor que le puede pasar a un oficial, no seas
egoísta
con él.
—Lo siento, solo es que le echaré mucho de menos. Si al
me
nos me hubiera despedido…
—Piensa que estarás estos meses inmersa en tu trabajo, en cuanto te
quieras dar cuenta estará aquí contigo.
—Llevas razón —dije mientras las lágrimas caían en mi vestido. Abrí
la carta deseando leer las palabras que había dejado para
mí, viéndolas como un tesoro.
«Querida Juliana:
Me acaban de informar de que me tengo que marchar a Berlín a mi
nuevo puesto.
No puedo extenderme mucho ya que tengo que prepararlo todo y aún no he empezado, por eso solo te haré una petición y te daré una garantía.
Te pido que no me olvides,
que me esperes y que cuando vuelva, sigamos juntos y podamos
emprender una vida más seria como pareja.
Te garantizo que yo no te olvidaré porque tú tienes todas las
características que he buscado siempre en una mujer.
Cuando te quieras dar cuenta, estaré allí contigo con una vida
mejor que ofrecerte.
Louis».
Leí la carta alrededor de quince veces seguidas.