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Las señales de lo que nos esperaba allí no tardaron en sucederse. Uno de mis compañeros nos señaló en silencio hacia la cuneta derecha; al mirar el corazón me dio un vuelco, sangre.

« El amor es como una bestia salvaje sedienta de sangre que acecha y te arranca el corazón mientras estás dormido, y la felicidad… la felicidad es un delito que se paga muy caro».

ÉXODOANISAB. DAMOM

CAPÍTULO 1

No podía ver nada, un manto de lluvia cubría todas mis vistas desde la ventana. Hacía solo tres horas que había abandonado Berlín y ya empezaba a notar los cambios.

El primero fue el tiempo, está bien, en el mes de noviembre lo habitual es que haga frío. Sin embargo, lo que no es normal o lo que yonunca había experimentado es una sensación térmica que me impidiera incluso abrir los ojos sin temor a que se me congelaran.

Además, el trayecto en el tren no estaba siendo muy entretenido que digamos. Nada más montar, padre se había ido con otros generales para que le pusieran al día de Auschwitz, ya que él comenzaría a dirigirlo en cuanto llegáramos.

Así que de buenas a primeras me di cuenta de que me había quedado sola por lo que tuve que buscar un compartimento vacío en el vagón, y tardé, puesto que empecé por el más alejado de la cabina y en el único que no había nadie era el primero. Tampoco era extraño que ninguna persona hubiera osado situarse allí dado que estaba reservado para los mandamases del régimen y sus familias y, puesto que la mayoría estaban hablando con mi padre en un compartimento más grande y con servidumbre, solo yo tenía la categoría suficiente para estar allí.

Pronto me alegré de mi elección ya que se trataba de un viaje largo y quería dormir un poco y, en mi situación, ningún ruido me molestaría.

Los compartimentos eran bastante amplios, todos hechos de madera de pino, con un pequeño cristal circular en la puerta para poder ver el pasillo exterior. Aunque en realidad poco se podía ver ya que el vidrio se encontraba empañado hasta tal punto que daba la sensación de que si lo tocabas se partiría como una muñeca de hielo.

Había ocho asientos, lo que me permitió tumbarme todo lo larga que era sobre cuatro de ellos. Tanteé a ciegas la parte de debajo de mi «cama» y me encontré con una maravillosa almohada que hizo que mi estancia fuera aún más cómoda.

Como no encontraba la postura ideal para dormir, me incorporé e intenté observar las vistas de mi Alemania natal. Sin embargo, el manto de la lluvia que no cesaba no me dejó. Traté de focalizar a través de las gotas, quería que se me grabara en la retina hasta el más mínimo detalle, los bosques, las laderas, las casas, las personas, todo.

Poco a poco un manto negro empezó a cubrir el cielo y con ello asumí que nunca más volvería a ver mi país, al menos en un tiempo cercano. No sé por qué me daba tanta pena, si padre decía que a esta guerra le quedaban dos telediarios, que regresaríamos a Berlín siendo más importantes si cabía.

Por algún motivo que se escapaba a su entendimiento, Himmler y el Führerle consideraban importante para el régimen y le habían prometido un puesto destacado en el gobierno después de la guerra. El primer paso que llevaron a cabo fue ofrecerle dirigir el campo de trabajo en Auschwitz. El motivo era sencillo, o eso decían. Después de una larga investigación habían encontrado señales de que existían una serie de oficiales corruptos. Debido a las referencias tan positivas que habían recibido de mi padre habían decido que él fuera el encargado de limpiar ese error de inmediato.

Además, debía ayudar a controlar a los judíos que allí habitaban. A decir verdad, sabía poco de ese tema porque tampoco me interesaba mucho. Las únicas referencias que tenía eran las conversaciones que escuchaba a hurtadillas en el despacho de mi padre, en la que se oían casi siempre palabras como: delincuencia, caos, amenaza para la sangre y la cultura y poco más.

También había visto algún panfleto del gobierno en los que se hablaba del tema, pero nunca me había detenido a mirarlo a fondo, normalmente, conforme llegaban a casa, los dejaba en la pila de periódicos que nuestra sirvienta tiraba los martes.

Era consciente de que tampoco dejaba algo muy importante atrás; desde que empezó la guerra mis conocidos habían ido desapareciendo a otras ciudades hasta el punto de que estaba sola, con la única compañía de mis libros.

Por ello, en las últimas semanas, mientras preparaba mi partida, mi única preocupación fue decidir qué libros metería en el enorme baúl nuevo que me había comprado padre, nada más.

Un rayo caído en el bosque al lado de las vías del tren atrajo mi atención. Me acerqué a la ventana con la ilusión de que algo interesante ocurriera y he de decir que hasta deseé que se incendiaran algunos árboles para ver algo de acción. No hubo llamas, ya que el agua no se lo permitió; sin embargo, como si de un castigo por mis malos pensamientos se tratara, la cabeza me empezó a doler como sialguien la estuviera golpeando con un martillo a ambos lados,y con esa sensación apreté los ojos con fuerza y dormí.

Soñaba con mi madre, con lo buena que era conmigo. Cómo me gustaba peinar su cabello rizado rubio y mantener la mirada fija en esos ojos marrones que desprendían ternura en su caída. Era realmente guapa, tenía un cuerpo envidiado por las mujeres de la alta sociedad, una delgadez bonita, no se le notaban los huesos ni estaba entrada en carnes, simplemente era ideal.

Siempre que soñaba con ella era el mismo día, domingo. Ese día madre me enseñaba algún libro nuevo, ambas leíamos un capítulo tras otro mientras padre nos hacía algo de comida.

Aunque eran sueños, siempre sentía cómo le daba la mano, cómo me miraba y cómo me sonreía con ternura. Lo malo de soñar con ella es que sabía siempre cómo acabaría, ella con su vestido blanco, sangre, ¡no!, tenía que despertar.

Me incorporé sudando, el pelo se me había pegado en la frente. Abrí la ventana un poco para que me diera el aire en la cara, el viento entraba gélido y cuando hacía contacto con mi piel sudada me producía escalofríos. Eso estaba bien, odiaba soñar con mi madre, hacía ya tiempo que me había prohibido a mí misma pensar en ella, pero cuando estaba nerviosa o excitada, ella aparecía en mis sueños, esos sueños que detestaba, siempre el mismo final.

El aire había despertado cada poro de mi piel, había dejado de llover, así que por fin podía ver el exterior. El cielo empezaba a volverse más claro, por lo que supuse que estaba amaneciendo; ¿cuánto había dormido? ¿Estaría ya en Polonia?
Miré el paisaje y me resultó como el que me había acompañado durante todo el camino. Algunos fragmentos estaban blancos de la nieve, otros verdes y algunos con piedras desprendidas de las montañas. La verdad es que sabía poco sobre ese país. La única frase que había escuchado para referirse a Polonia había sido la del carnicero que refunfuñando mientras venía a casa a traer el encargo le había dicho a nuestra sirvienta: «Allí hay un buen número de judíos»,y después había seguido hablando. Pude haberle escuchado y tal vez debí hacerlo, pero otra cosa atrajo mi atención.

Como si dentro del orificio derecho de su nariz hubiera un gran tesoro, el carnicero estuvo durante toda la conversación hurgándosecon el dedo derecho en la nariz. Ese dedo estaba en la mano en la que cinco minutos antes se encontraba apoyada la carne que iba a cenar… por ello no atendí y por la misma razón, esa noche cené patata asada.

Algunos botones de mi camisa blanca de seda se habían soltado del movimiento durante mi pesadilla, así que comencé a abrochármelos, todos menos el último. Está claro que era una dama y no debía ir como las prostitutas mostrando carne gratuitamente, pero no me parecía algo malo dejar un poco a la imaginación. Tenía ya diecinueve años y mi único deber consistía en encontrar un marido adecuado y traer al mundo bastante niños arios.

Sabía que no tendría difícil esta búsqueda; siendo sincera, era bastante guapa, tenía unos ojos azules rodeados por las pestañas más largas que jamás había visto en ninguna mujer, mi pelo era de color caoba por la cintura, con unas ondas propias de las grandes reinas y, mi cuerpo era delgado, con un voluptuosos pechos rígidos y firmes, que llamaban la atención a través de mis ceñidas camisas.

Además, mi padre era un capitán muy importante en el III Reich, y cualquier alemán pagaría por casarse conmigo y tenerlo en la familia.

Por todos estos motivos, mi elección tenía que ser de lo más adecuada; padre me había dado de plazo hasta los veintiún años para encontrar un marido de mi agrado y no pensaba desaprovechar esa oportunidad. No quería acabar como alguna de mis compañeras, con un hombre de cincuenta años que lo único que quisiera fuera beber cerveza, comer guisos caseros y acudir con los amigos a casas de alterne.
Aunque me quedaba bastante tiempo, me había empezado a agobiar. La guerra hacía que los muchachos jóvenes se marcharan al frente eliminando así cualquier posibilidad de conocerlos. La única manera era trabajando en el mundo de la salud, pero yo odiaba la sangre.

Cuál fue mi sorpresa cuando un día descubrí que había otro camino para encontrar el marido adecuado y era nada más y nada menosque mi próximo destino. En los campos de trabajo, la mayoría de trabajadores eran jóvenes y hombres. Sí, puede que tal vez estuvieran las judías pero ellos nunca se fijarían en el eslabón inferior de la cadena. También conocía la existencia de algunas oficiales pero, según las informaciones que tenía, eso no suponía ningún tipo de amenaza.

Elsonido seco de unas botas contra la madera del suelo me advirtió de que alguien se acercaba a mi posición, por lo que me dio tiempo a sentarme como una señorita tal y como me habían enseñado.

Era padre, el gran Raymond Stiel. Pensaba que le encontraría nervioso, pero como casi siempre con él, me equivocaba. Llevaba su uniforme a la perfección, básicamente eran unos pantalones verde oscuro y una camisa verde claro, todo ello acompañado con su gorra. Si no le conociera me habría dado miedo; padre era muy profesional así que su cara era inescrutable y su postura totalmente erguida. Una de las cosas que echaba de menos en él era su pelo color miel con algunas canasen las patillas, siempre me había parecido bastante original pero ahora apenas se veía que el cabello amenazaba con salir, se lo rapaba.

Cada vez tenía más y más arrugas, por lo que incluso aparentaba ser mayor de sus años. Todo ocurrió tan rápido después del suceso…

Me miró con sus ojos marrones y entonces, poco a poco, los músculos se relajaron hasta que formó una sonrisa que hizo que las arrugas se pronunciaran más.

—¿Qué tal has pasado el viaje? —me besó en la frente (menos mal que me había limpiado el sudor) y se sentó a mi lado.
—Bien, me he dormido durante bastante tiempo, así que no sé cuánto hemos tardado —respondí mientras alisaba los pliegues de la falda.
Se rió de mí, soy la persona que tiene menos sentido del tiempo del universo. Si a eso le añadimos que puedo dormir hasta dieciséis horas seguidas, no es de extrañar que muchas veces sin reloj pueda ir a desayunar en plena noche.
No le había dado tiempo ni siquiera a sentarse cuando éste se paró de un frenazo que hizo que saliera disparada hacia delante, como si fuera una pelota que mi padre tuvo que parar.
Con cuidado me volvió a depositar en mi sitio y mientras se aseguraba que yo estaba bien, añadió con una voz seca y seria:
—Ya hemos llegado. Me han dicho que vendrán dos oficiales a por nosotros, quieren enseñarme las instalaciones de Auschwitz; si no quieres venir, dímelo ahora y te excusaré.
No me apetecía en absoluto; estaba cansada, tenía el vestido arrugado, el pelo enredado, los dedos entumecidos y los pies doloridos por tanto tiempo sin quitarme los tacones. Por otra parte, me imaginaba que el campo estaba lleno de judíos, los cuales podían tener enfermedades o lo que es peor, podían intentar robarme o hacerme daño.
Pero por otra parte era consciente de la ilusión que mi padre tenía depositada en aquel trabajo, y siendo yo su única familia, creí conveniente asistir. Así que como buena dama, puse mi sonrisa más convincente e hice que me temblara un poco la voz de la emoción:
—¡Oh, padre, por supuesto que quiero ir! No sabes la ilusión que me hace ver tu nuevo trabajo; de hecho, he pensado que inclusopodría ayudarte en algo… —me mordí la lengua mientras decía la frase y recé por que él no la hubiera escuchado.
Menos mal que cuando padre iba a contestar, un trabajador del tren nos interrumpió, se situó a mi lado derecho y, nervioso y mientras tartamudeaba, dijo algo como que ya nos estaban esperando fuera. Así que llegó la hora de salir a nuestra nueva vida.
Padre bajó primero y enseguida oí dos voces diferentes pronunciando un «¡Heil Hitler!»con un volumen bastante elevado, supongo que querrían caer bien al jefe, normal.
Bajé los escalones. La estación estaba en medio de la nada, de hecho podías observar campos en los alrededores. Toda la infraestructura la componía una caseta gris, bastante mal cuidada si querían mi opinión. Había otras vías, pero el único tren que estaba era el nuestro, que a comparación con aquella estación tan cutre, parecía como si encerraras a un águila real en una jaula de periquitos.
Estaba observando todo lo que me rodeaba cuando vi a los dos jóvenes que estaban con mi padre, me acerqué para saludar. Aunque fingí no darme cuenta, observé la cara que se les quedó a los dos al verme. Supongo que después de tanto tiempo allí, que aparezca una señorita y, además tan bella, les impresionó.
Ambos se inclinaron y me hicieron una reverencia dando a entender que me consideraban alguien importante; me gustó, aquello empezaba bien.
Padre comenzó a hablar:
—Juliana, éste es Louis Sherfam, le conocí en las juventudes hitlerianas, donde fui su mentor, muy prometedor —reconocí orgullo cuando decía la palabra prometedor.
Me fijé en él. Mediría al menos un metro ochenta, tenía un cuerpofirme y musculoso, por lo que imaginé que hacía mucho deporte. Su pelo rapado era de un rubio platino y daba la sensación de estar calvo a pesar de tener pelusa. Tenía unos ojos azules tan grandes que fue raro que no me quedara mirándolos como una boba. Puse mi cara más tímida y mientras, disimuladamente, pellizqué mis mejillas para dar un toque más inocente a mi aspecto.
—Encantada, señor Louis —dije con el tono más seductor que encontré dentro del decoro.
—Es un placer conocerla —por su sonrisa deduje que mi plan había surtido efecto—, espero su estancia aquí le sea de lo más agradable. Por cierto, usted no se preocupe por no conocer a nadie, cuando acabe nuestra jornada laboral iremos a buscarla.
—Gracias, pero por favor, háblame de tú —él me sonrió; iba a hablar cuando padre nos interrumpió.
Me había olvidado de su otro compañero. Éste sería igual de alto pero a diferencia de Louis, lucía muy delgaducho y desgarbado. Llevaba el pelo un poco más largo que mi padre y Louis, y lucía unos vergonzosos ojos verdes. Mientras que Louis despertaba seguridad en sí mismo, el nuevo joven parecía desconcertado, como quien no sabe muy bien por dónde anda. No esperó a que padre me presentara:
—Alger Hotterman, Juliana
Su voz tembló tanto al pronunciar su nombre que temí que no supiera hablar.
—Encantada, señor Hotterman —dije mientras desviaba la vista para comprobar que el muy desgraciado ni siquiera estaba prestando atención.
Louis se percató, por lo que a la velocidad de la luz se acercó a mí y retomó la conversación:
—Si quieren, podemos ir ya al coche para llevarles a su casa, y también les haremos una visita guiada —dijo mientras con un movimiento de cabeza nos invitaba a seguirle.
Ambos, mi padre y yo, asentimos a la vez. Comenzamos a andar hacia el coche. No era el vehículo oficial del ejército. No entendía mucho de coches dado que no podía conducir, pero se trataba de un Volkswagencolor negro.
Sin previo aviso, empezaron a llegar autobuses por todos los lados, no entendía qué podía pasar. ¿Cuánta gente iba a llegar para necesitar tantos autobuses? Todos mis compañeros giraban la vista a la derecha, así que hice lo mismo. La luz reflejada en la nieve no me dejaba ver, así que me puse una mano en la frente para hacer el efecto visera. Lo que ahí había me dejó más confusa de lo que estaba, era un tren de mercancías, no lo entendía, para qué tantos autobuses si como mucho vendrían diez trabajadores de los trenes.
Me giré para consultar a mi padre pero lo que me encontré fue una escena inédita. Padre miraba con la cara a punto de estallar a los dos jóvenes que no paraban de pedir disculpas mientras atropelladamente intentaban explicar la situación, lo que hacía que sus explicaciones se solapasen y no se entendiera nada. Lo único que alcancé a entender es que el destino final de ese tren estaba anegado por la nieve y por eso había tenido que parar antes.
La estación se volvió un caos, más aún cuando unos hombres con perros labradores llegaron corriendo. Habitualmente me gustaban mucho los animales y yo les gustaba a ellos, pero cuando uno de los labradores me miró y ladró, tuve la certeza de que me encontraba ante animales que eran asesinos.
Sin que nadie reparara en mis movimientos me sitúe detrás de mi padre y me agarré a su camisa como cuando era pequeña y pensaba que estando con él nada malo me podría ocurrir.
—Lo siento, señor Raymond, el tren tenía que llegar en dos horas, hablaré con el encargado —dijo Louis mientras yo me aferraba más y más fuerte a ese trozo de tela.
—No pasa nada —añadió tras una reflexión y por el rabillo del ojo noté cómo los oficiales respiran en paz—, no me importa ver cómo se trabaja en esta estación. Lo único es por mi hija, una dama no debería presenciar cómo vienen estas fieras.
El tono de mi padre no había sido nada amigable, así que me dispuse a hablar para calmar los humos mientras me preguntaba qué clase de animales vendrían en esos vagones o si las fieras eran los chuchos que parecía que con sus ladridos ponían banda sonora a nuestro encuentro.
—Padre, no me importa, de hecho me gustaría ver todo el funcionamiento de tu nuevo trabajo —sonreí y eché una mirada de soslayo a Louis y Alger demostrando mi complicidad.
—Está bien, nosotros ayudaremos a trabajar. Tú te quedarás… —empezó a buscar con la mirada algo, no sabía exactamente el qué, entonces debió verlo—. ¿Ves esas mesas de ahí? —dijo mientras señalaba un punto al norte.
Asentí. Eran como unas seis mesas donde había sentados oficiales del régimen que aún no conocía.
—Quiero que vayas allí con Alger y no te mezcles con la gente que de este tren va a salir, ¿entendido?
—Sí —contesté, me habría gustado ir con él, pero por la manera de hablar sabía que no era una pregunta, sino una orden.
—No se preocupe, mi general; por favor, Juliana, sígame —dijo Alger.
Me costó soltar la camisa de padre y no lanzarme a la de Alger. Tuve que utilizar todas mis fuerzas para serenarme y no demostrar que estaba muy asustada. No me hizo falta andar más de cinco pasos para darme cuenta de que prefería a Louis como acompañante, ya no solo porque fuera más fuerte, sino porque seguramente habría hablado aunque fuera algo.
Al llegar a las mesas nadie se percató de mi presencia. Alger hizo un intento pobre de presentarme a alguno de los oficiales pero tras observar que éstos estaban muy atareados con los papeles, simplemente se echó hacia atrás y sin mediar palabra comenzó a observarlo todo. Por supuesto, no me miró ni una sola vez.
Al cabo de un rato un chico joven que parecía que llegaba tarde a una cita importante se acercó y depósito de golpe una silla a mi lado mientras seguía corriendo y me gritaba, sin mirarme siquiera, que «ese trámite» tardaría alrededor de dos horas, así que era mejor que me sentara para no cansarme. Esta última palabra la deduje yo porque por supuesto, el corredor se había mezclado en el tumulto de gente y en esos momentos apenas podía ni siquiera verle.
Otro corredor (o tal vez el mismo) se la ofreció después a Alger, pero dijo que no, después se acercó a mí y permaneció todo el tiempo a mi lado erguido y mudo. De vez en cuando me miraba, pero cuando yo levantaba la vista para ver si el quería algo, se giraba corriendo. Era como un niño, me preguntaba si habría besado a alguna mujer.
Las máquinas del tren se pararon al rato y me alarmé; se oían muchos gritos, miré preocupada, ¿qué estaba pasando? Afiné el oído: «¡Agua! ¡Por favor, hay niños!».Los generales se acercaron entonces alos vagones, había tantos que se escapaban de mi vista, llevaban las cerraduras por fuera, así que hasta que ellos no las abrieron, nadie pudo salir. Tenía curiosidad por ver cuánta gente había allí dentro; el volumen de gritos era demasiado alto para la capacidad de personas que puede contener un vagón.
Una vez que hubo un oficial delante de cada vagón, abrieron las compuertas a la vez. Lo que pasó en ese momento fue algo inimaginable, ya que iban repletos de personas, no paraba de salir gente. Intenté contar pero era imposible, así que me planteé cuántos habían viajado, ¿cientos? Creo que mi cara lo dijo todo, porque entonces Alger me habló:
—Van tantos en un vagón porque es un viaje corto, no te preocupes, que les damos agua y… —se detuvo y no dijo nada más, algo en su rostro me decía que mentía y además no estaba cómodo ante esa situación. Como supuse que no me diría la verdad, opté por mentir yo también:
—Ah, vale, me dejas más tranquila, y exactamente ahora, ¿qué va a suceder?
—Primero se separa a las mujeres de los hombres —debió de ver mi cara de incredulidad ya que empezó a explicarse—. Juliana, tienes que entender que aquí vienen a trabajar y, el sector de mujeres está repleto; de todas maneras seguirán teniendo comunicación con las familias —no paraba de frotarse las manos sudorosas entre sí.
No quería seguir preguntando ya que temía que me viera como a una de esas apestosas alemanas que ayudaban a los judíos. Yo no era de ésas, a mí ni siquiera me importaban, solo despertaban en mí asco, odio y rencor.
—En verdad no me importa mucho, es solo que quiero entender cómo van aquí todos los procesos. Como se podría decir, quiero conocer mi nuevo hogar —dije de una manera encantadora.
Alger asintió sin mostrar ningún tipo de interés en mis palabras y siguió mirando hacia delante, así que le imité. Había tanta gente y tantos vagones que me detuve a observar al que había quedado en frente de mi punto de visión.
Había una contradicción, pese a que la gente llevaba sus mejores trajes, joyas y maletines, la sensación que transmitían era de pobres, tristes y muertos de miedo. Los ropajes de todos estaban sucios, los valientes que se habían puesto alguna prenda blanca la lucían ahoracon mohín. El olor que desprendía el tren era como las granjas que había limpiado durante mi estancia en la «Liga de las muchachas alemanas», afiné mi vista y comprendí que muchas de las manchas de la ropa que yo había tomado por mohín eran excrementos. Tenían ojeras, denotaban una delgadez excesiva pero su único grito era «¡Sed!».
Un oficial, al cual no conocía, salió con varias garrafas de agua. Me alegré, no porque ellos bebieran, sino porque cesarían los gritos que me estaban volviendo loca. No sé lo que les diría pero todos comenzaron a hacer cola. Entonces el oficial cogió y empezó a derramar el agua por el suelo, el bulto formado por las personas se agachó,y lo chuparon como perros, algunos lloraban mientras lo hacían. Eso me hizo sentir incómoda.
No sabía cómo se actuaba en esos casos, pero mis oídos empezaron a captar risas y supe que esa situación debía resultar graciosa, así que comencé a reírme a carcajada limpia, tal vez puede que incluso exagerada, ante todo necesitaba encajar.
Toda la gente nos miraba, cientos de personas pero solo uno captó mi atención.
De repente solo podía mirarle a él, donde todos miraban con temor, él reprochaba. Donde todos agachaban la cabeza, él la levantaba desafiante, donde todo el mundo odiaba a los generales delReich, supe que él me odiaba a mí.
Sus ojos solo querían encontrarse con los míos, era de los pocos que permanecía de pie, así que era difícil no verle. Nunca un hombre me había mirado así, para él yo apestaba, algo en mí me decía que no me tocaría ni aunque fuera la última mujer en el mundo y eso, aunque viniera de un judío, me disgustó.
Desvié la vista hacia los oficiales, que reían, me miraban, señalaban a los judíos que bebían como perros, y seguían con la diversión. Había complicidad entre nosotros.
No entendía qué ocurría pero mis ojos siempre acababan girando por sí solos y encontrándose con los del judío, con sus ojos verdes, nunca había visto un judío con esos ojos. Estaba perdida, ¿cómo alguien que valía tan poco podía hacerme sentir así?, por primera vez en mi vida, yo era un monstruo.
No sé cuánto tiempo pasé así, puede que minutos. Tampoco sé cuánto había transcurrido cuando me di cuenta de que ya no me reía. Entonces, tonta de mí, llegué a la conclusión de que él ya no me miraría mal, ya que ya no me mofaba de su situación, pero me equivocaba, seguía exactamente en la misma postura.
Como parecía que esto era una guerra de miradas, decidí poner la mía más severa y esperar a que fuera él quien se retirase; al fin y al cabo yo tenía las papeletas ganadoras en esa situación. Me fijé en su pelo alborotado castaño, sus ojos verdes, su cuerpo delgaducho; de no haber sido judío me podría haber parecido guapo ¡Pero qué tonterías piensas! En ese momento algo ocurrió, un niño que no tendría más de trece años corrió hacia las garrafas de agua, parecía desesperado. El oficial al mando le golpeó con un palo, sonó como si el niño se partiera en dos, no se movía.
Me incorporé corriendo y atisbé el espectáculo. Entonces se oyó un grito que provenía del interior de la marea humana. Una mujer corría mientras gritaba: «¡Mi hijo no! ¡Por el amor de Dios, es solo un niño!»;en menos de un segundo estaba tendida al lado del cuerpo inerte de su hijo.
La mujer no paraba de llorar, cogía al pequeño en sus brazos y lo mecía como si así el niño pudiera volver. Le limpiaba la cara y le besaba. Por un instante temí ponerme a llorar ahí mismo; era un niño y solo quería agua. Paseé la vista por los judíos, sus expresiones eran vacías, como si estuvieran acostumbrados y, cómo no, llegué al judío que me había incomodado.
No quería mirarle, nunca había visto a un niño morir y bastante mal me sentía en esos instantes como para que un idiota me hiciera sentir peor. Sin embargo, cuando mi vista pasó delante de la suya, algo había cambiado, ahora no me miraba con rabia sino confuso, me hubiera encantado poder leer sus pensamientos.
Un oficial se dirigió a la desconsolada masa que tenía enfrente y comenzó su verdadero calvario.
Empezaron a coger a las mujeres y a meterlas de nuevo en el vagón; a las primeras las pilló de imprevisto, pero en el momento que se oyeron los primeros gritos, los hombres agarraron a sus mujeres con la mayor fuerza que tenían y podían.
Elindeseable judío tenía a dos en sus manos, una era mayor y supuse sería su madre, la otra más joven, tal vez su mujer o prometida. Los oficiales intentaban cogerlas pero él no les dejaba, al final iba a resultar que ese cuerpo delgaducho tenía fuerza. Pasaron algunos segundos hasta que apareció otro oficial con un palo y le dio enlas espinillas al judío; éste cayó de boca al suelo y en ese momento cogieron a las dos mujeres y las introdujeron en el tren. Estando en el suelo, el judío lloraba de la rabia y daba golpes hasta que sus nudillos sangraron. Un hombre mayor se acerco a él y le abrazó, me tranquilicé.
No quería ver más situaciones de ésas, no me gustaba sentir «pena» por los judíos, así que decidí intentar hablar con Alger.
—Madre mía, tenéis muchísimo trabajo.
—Sí —contestó poniendo los ojos en blanco.
—Vienen como fieras, espero que en los campos os respeten más—dije nerviosa mientras deseaba que su respuesta dejara de ser un monosílabo.
—Lo hacen —dijo sin mirarme siquiera.
Vale, estaba intentando mantener una conversación con él, y empezaba a ver que eso era prácticamente imposible, definitivamente Louis me habría hecho sentir más cómoda.
Probé con la última pregunta para hablar un rato:
—Bueno, ¿y qué más queda por hacer? —dije mostrando un interés que no tenía.
—Como te he dicho, ahora separamos a las mujeres de los hombres y las metemos en los vagones. Luego cogemos a los hombres sanos y los montamos en los autobuses para que vayan al campo. De los que no estamos seguros sobre su salud les hacemos pasar por estas mesas —dijo señalando las mesas que teníamos al lado.
—Entiendo, ¿y aquí qué se hace? —al desviar la vista hacia las mesas vi que los hombres sentados en ellas se preparaban, boli en mano, para empezar su parte del trabajo.
—Básicamente es una pregunta sobre cuál era su profesión,y el médico les hace una revisión rápida. Sí están sanos o son útiles para una profesión, van al autobús, si no, vuelven al tren —dijo como si fuera un robot.
—¿Dónde les lleva el tren?
—No lo sé, está fuera de mis competencias. No me gusta meterme donde no me llaman —supe que no obtendría más información por ese camino, así que cambié el curso de mis preguntas.
—¿Qué es lo que haces tú? —le pregunté.
—Pues depende, ahora mismo estoy controlando una entrada de Auschwitz, pero con la llegada de tu padre no sé dónde nos mandarán. Si me disculpas —y me señaló a un vagón en el que había problemas—, tengo que ir a ayudar, espera aquí.
—Por supuesto —contesté muy deprisa; por lo que veía desde mi posición, había gente golpeándose.
Claro que no le hice caso, en cuanto se marchó me desplacé poco a poco arrastrando la silla para poder ver en primera persona cómo era la prueba de selección.
No oía muy bien pero después de pocos minutos comprendí que el oficial que tenía a mi derecha era mucho más severo que el de mi izquierda. Mientras que el de la izquierda solo mandaba a los hombres muy ancianos de vuelta al tren, el de la derecha lo hacía con cualquiera que superara los cuarenta años, ya estuviera sano o no, y eso no debía ser bueno ya que la gente regresaba entre lágrimas y gritos. Supongo que les daba pena separarse de su familia.
Algunos mentían, siempre he sido buena captando la mentira: sudan, tardan mucho en contestar, tartamudean, no miran a su entrevistador al contestar… lo extraño era que mintieran para volver a los trenes.
Me detuve en uno de los mentirosos, el hombre era mayor pero bien podía haber trabajado unos añitos más, le seguí hasta que ingresó en el tren. Una mujer tan anciana como él le agarró y besó, y entonces lo supe, había mentido para ir con ella. Pues menuda estupidez, cada vez entendía menos a estas «personas», les daban una oportunidad de trabajar y mentían a los únicos que se compadecían de ellos. Me indigné.
Poco a poco el trabajo me pareció tan mecánico que perdí la curiosidad, los judíos lloraban, se les mandaba a un sitio u otro y vuelta a empezar. Además, ya les veía a todos exactamente iguales, es decir, mismas ropas, mismos gestos, misma cara… mi nivel de aburrimiento era tan alto que decidí levantarme y comenzar a andar alrededor de las mesas. Sabía que no debía pero no me alejaría demasiado.
Iba por la cuarta mesa y me enganché una ramita al pie. Me agaché para quitarla (no quería caerme en mi primer día) y ya de pasoaproveché para bostezar. Fue por eso que no me percaté inmediatamente mientras me incorporaba de que tenía esos ojos verdes frente a mí. Dos ancianos sujetaban al judío mientras su nariz se hinchaba al mismo tiempo que por sus orificios salían ríos de sangre.
El joven se tuvo que apoyar en la mesa donde le iban a hacer elreconocimiento. Tenía los nudillos de las manos en carne viva de los golpes que había dado al suelo, tanto era así que casi vomito.
Me paré detrás de la mesa llevándome las manos a la espalda, sentía curiosidad por saber dónde le mandaban; ojalá fuera de regreso al tren y no tuviera que volver a verle la cara.
Me detuve a escuchar:
—¿Qué profesión ejercías? —dijo un hombre alemán con una voz que parecía más propia de un robot.
—Era obrero, pero también puedo ejercer de carpintero o economista —su tono de voz era débil y la sangre empezaba a cubrirle lacamiseta que llevaba.
«Amigo, ahora no eres tan valiente», pensé. Él no se había dado cuenta de que yo estaba allí, así que me acerqué más para que lo supiera. Esta vez yo mandaba y no iba a dejar pasar la oportunidad de hacerle sentir débil. Le miré por encima del hombro todo lo que pude, una cucaracha se habría sentido más importante en esos momentos. Me sentía impotente ya que no me veía y carraspeé sonoramente para llamar su atención. Agachó la cabeza pero yo sabía que sentía mis ojos odiosos clavados en su nuca. Fue de lo más gratificante, lo más divertido de ese día, sin ninguna duda.
El oficial fue a llamar a otro hombre, apareció vestido de verde y dijo que era el médico. Me extrañó, la mayoría de médicos que había conocido en mi vida solían llevar batas blancas y no ese uniforme horrible verde pistacho.
—Revíselo, si hay que emplear mucho tiempo en su sanación, le mandamos al tren —dijo el oficial, que no quería perder el tiempo.
El médico le observó y le tocó con unos guantes, el judío permaneció quieto e impasible, como si no sintiera el dolor.
—¿Puedes andar y puedes llevar peso? —le preguntó el médico.
—Sí, como ya he dicho, parece que tengo mucho pero solo es sangre reseca —contestó con firmeza.
—Mándele para el autobús, está sano y creo que, como él dice, parece mucho pero después de que le duchen son solo heridas superficiales —dijo el médico al oficial.
—Irá al autobús, judío —dijo el oficial sin apartar la vista de unos papeles.
—Ishmael —dijo el judío con voz prepotente.
—¿Cómo dice? —contestó el oficial, que había dejado sus papeles a un lado y le miraba fijamente.
—Ishmael, señor, es mi nombre, no «judío» —dijo hinchando el pecho de orgullo.
Cuando dijo su nombre me miró. En ese preciso instante el oficial se levantó, no hacía falta ser muy listo para saber que se disponía a pegarle, y por hoy ya había visto demasiada violencia, así que le interrumpí:
—Hola, ¿señor? —como no obtenía respuesta tuve que carraspear sonoramente mientras me acercaba.
—Rudolph —seguía mirando al judío en vez de a mí.
—Soy la señorita Juliana… —me interrumpió:
—Encantado, encantado —respondió rápido y sin girarse si quiera hacia mí. Su mirada seguía fija en el judío—. Estoy trabajando… —sabía que la paliza venía ya, así que le interrumpí yo. Ya me había hartado de que me ignoraran:
—Juliana Raymond, quiero decirle que me parece que es usted todo un profesional. ¿Podría enseñarme en qué consiste su trabajo? Es que he llegado hoy.
En el momento que pronuncié mi apellido, se detuvo, no era bueno darle una paliza a alguien delante de la hija del jefe en su primer día. Primero se dirigió al judío, Ishmael:
—Ve al autobús —dijo con autoridad. Entonces cambió la cara, el tono y volumen, y se dirigió a mí—: Por supuesto que le enseñaré el trabajo.
A esta conversación le siguió más de media hora apasionante sobre cómo el tercer Reichera lo mejor que le había pasado, lo muchísimo que le gustaba su trabajo y cómo todos estaban contentísimos de que mi padre llegara para ocupar el mando. Lo más interesante de la conversación fue una anécdota de cómo un día abrió la puerta a Himmler; lo dicho, era pura emoción.
Me alegré cuando mi padre vino junto con Louis y tuve que fingir cuando apareció Alger.
—Espero que no te hayas aburrido mucho, es que hoy hay mucho trabajo —me dijo padre.
—No, ha estado bien, creo que tienes gente muy competente aquí —esta vez no disimulé que era mentira, pero como casi siempre, mi padre no se percató.
—Juliana, porque no ha visto a su padre, definitivamente es el mejor jefe que podían habernos mandado —contestó inmediatamente Louis apuntándose un tanto. Esperé a que Alger hiciera algo pero permaneció en otro mundo, quise golpearle para ver si corría sangre por sus venas.
—Muchas gracias —entonces me miró, noté que padre tenía en gran estima al muchacho—. Creo que podemos irnos ya a Auschwitz —y con un gesto todos le seguimos como si fuera nuestro líder. Nos montamos en el coche y emprendimos camino. Solo había tres pensamientos en mi cabeza y si hablo sin mentir, no sé a cuál daba más importancia.
Uno de ellos era la sed, maldita sea, el agua. Me odiaba a mí mismo por las veces que había jugado a mojarme con mis amigos, la desperdiciaba. Odiaba al tiempo por no llover; si lloviera, abriría la boca para que las gotas me saciaran. No sé cuánto tiempo se puede pasar sin beber una pizca de agua, pero no creo que yo pueda durar mucho más. ¡Ni siquiera me queda saliva! ¿Cuándo fue la última vez que bebí? No puedo decir un número de horas o de días, pero sé que fue en el ghetto.
Después nos montaron en estos trenes y comenzó la pesadilla. Cuando todo esto empezó, no paraba de repetirme: «Ishmael, no puede ir peor». Trataba de convencerme, puede que incluso me engañara a mí mismo. Ahora, con la perspectiva del tiempo, ya no digo esa sandez, claro que todo puede ir a peor y seguramente si hay alguna posibilidad, lo irá.
Tengo miedo cuando trato de imaginar algo más brutal que los trenes. Ahora mismo no me paran de venir momentos en él. La incertidumbre al entrar y dirigirnos a un lugar del que habíamos oído siempre comentarios negativos, los campos de trabajo. Solo una esperanza quedaba en mí, iba con mi familia, con ese padre, esa madre y esa hermana, la cual aunque de cuerpo presente, murió hace mucho.
No intenté hablar con nadie que no fuera de mi familia, no por nada, si hubiera hablado de mi vida anterior, antes de toda la locura, habrían conocido a un Ishmael bastante empático con muchísimos amigos. Pero en esta época un amigo se convierte en una preocupación: ¿Qué le sucederá? ¿Aguantará un día más? Tiene hambre, ¿le doy la mitad de mi ración?... Bastante preocupación tengo con mi familia como para añadir a alguien más.
Hay algunos momentos en los que sé que cuando acabe esta guerra me perseguirán en mis peores pesadillas. Una cosa está clara: cuando se cerraron las puertas por fuera, comenzó la selección natural. No sabíamos cuánto tiempo íbamos a viajar, si nos darían más comida, ni tan siquiera si viviríamos o nos quedaríamos allí hasta que muriéramos todos.
Antes de llegar a este destino fuimos a otro lado, allí bajaron a la gente más enferma de los vagones. ¿Se puede entender que por un instante sintiéramos alivio? Sé que suena a malas personas, pero nadie se puede imaginar lo que se siente encerrado en un sitio, comiendo un bocado de pan por día, pudiendo mojarte un dedo de agua para vivir, haciendo tus necesidades en el vagón, un mísero cubo para cientos de personas, limpiándote con tu ropa, oliendo a mierda seca y solo una ventana pequeña (para que no pueda escapar nadie) que sirve para airear el vagón.
Enesos momentos no eres ni una persona, y cuando ves que la gente enferma, gente que no conoces, lo único que piensas son dos cosas: la primera, si no será algo que se contagie, ya no solo por ti, sino por tu familia. La segunda, deseas con toda tu alma que dejen de gritar por las noches, tan solo que haya silencio. Pero cuando se van a ir ytienes ese silencio que se supone que te haría feliz es cuando piensas que esa persona va a morir, y te da pena. Al final, cuando mueren, te sientes desgraciado por los pensamientos egoístas que has tenido, pero luego ves que no se llevan los cadáveres y deseas con ansia que los saquen del vagón, pero eso no ocurre mientras el tren está en marcha.
Lo que nos acompañará eternamente son los niños, esas madres desgarradas viendo cómo su bebé dejaba de respirar, o aquella otra que veía a su niño vomitando, que temblaba. Como si fuera una película, te conviertes en el espectador que sin poder hacer nada presencia cómo esa criatura tan dulce que tanto tenía por vivir se va, esperemos, a un sitio mejor.
Antes he dicho que mi hermana murió en elghetto. Cuando ves cómo su cuerpo está allí pero su mente te ha abandonado, no puedes evitar pensar en todo lo que has discutido con ella cuando eras pequeño. Cómo me gustaba hacer enfadar a Gabriela y recuerdo las ocasiones en que les decía a mis amigos que ni siquiera la quería, y ahora, siento que la quiero tanto que me enfado conmigo mismo por no haber aprovechado cada segundo a su lado. ¡Mierda! No entiendo por qué el ser humano tiene que esperar a estar en una situación tan límite para darse cuenta de lo que tenía al lado… solo habló una vez en el tren, los niños no paraban de gritar y muy poca gente intentaba ayudar, eran demasiados para ellos. Entonces Gabriela se levantó cogió todas las provisiones de agua que habíamos robado e introducido en el vagón de manera «ilegal», y dijo en un hilo de voz:
—Toda nuestra agua va a ser para los niños. ¿De qué sirve salir vivos teniendo esto en la conciencia? Dadme un solo argumento. Imaginaros que fuera Jacob…
Con este último nombre, todos entendimos que llevaba razón y que el agua no nos pertenecía, era para ellos. Jacob, prefiero no pensar en él, cerrar mi mente con una llave y tirar el candado, porque si lo hago, si verdaderamente le incluyo en las imágenes de mi memoria, todo mi mundo se desmorona y ahora mismo necesito ser fuerte.
Perdí la consciencia, puede que incluso viera alucinaciones, soñaba con agua, parece gracioso pero incluso sentía deseo de chupar el sudor, esas gotitas que simulaban al rocío de la mañana en las plantas.
Ahora, cuando ya pienso que no voy a sobrevivir al tren de la muerte, éste para y oigo cómo los candados ceden y la luz entra. Mi padre y mi madre se abrazan con fuerza, yo levanto a mi hermana, al palo en que se ha convertido. Salimos deprisa, me duele la vista. Creo que soy un topo que no se acostumbra a la luz, creo que puede cegarme y bajo la vista.
En ese momento, un general del tercerReichaparece con lo que parecen barreños de agua. No he experimentado tanta alegría desde hace mucho tiempo. Padre coge una cantimplora y yo otra, dejamos a madre y Gabriela sentadas, abatidas, y ambos salimos corriendo.
Hay dos colas, así que padre va a la de la derecha y yo a la de la izquierda, corriendo pese a estar cansados, felices aunque nos dirigimos a nuestro final.
Un ataque de ingenio por parte del oficial hace que tire los barreños al suelo con toda el agua. Escucho comentarios a mi alrededor que dicen que ha sido un accidente pero sé que es mentira. Hay pequeños charcos en los surcos del suelo y la gente se lanza a beber como los perros, ellos no saben que el perro hace el movimiento contrario con la lengua y que apenas podrán coger dos gotas. Pero ahí están, hombres que lo han tenido todo, ricos, con orgullo. Me cabreó, estoy muy enfadado, no me agacharé, no les daré esa satisfacción, estoy harto; si he de morir, moriré, pero nunca viviré bajo sus reglas, no permitiré ser su bufón. Porque eso es lo que somos para ellos.
Levanto la vista y les miró, todos están riendo como locos, parece que es lo mejor que han visto en su día. ¡Manda cojones! Entonces me detengo en una chica en particular. Una pseudo dama, muy arreglada, tiene un pelo castaño claro con bastantes ondas, unos ojos azules gigantes, un buen cuerpo; simplificando, es preciosa. Pese a su belleza, me repele, no me acercaría a ella ni aunque fuera la última mujer en la Tierra. Los demás visten el uniforme de los monstruos, y siendo coherentes, actúan como tales. Pero ella, esa pequeña mini-nazi, esa idiota que se cree dama, ésa es peor que ellos, porque los demás saben lo que son, ella se cree mejor, se cree por encima del sistema y lo que no sabe es que es la que más asco da.
La miro. Descargo toda mi ira contenida en ella. Creo que lo notaporque empieza a apartar la vista. Me divierto; así que al final va a resultar que tan orgullosa y tiene miedo de un simple judío que ni siquiera podría darle dos buenas bofetadas sin que le mataran. En medio de mi locura, me resulta graciosa y todo. Se toca el pelo y mira hacia otro lado, está nerviosa.
Sepone seria, me mira buscando mi aprobación pero no quito mi cara de asco. Supongo que no estará acostumbrada a que un hombre no pueda mirarla sino con cara de deseo. Pequeña princesa con el corazón hecho de abono.
De repente,¡Pum!,un sonido seco y gritos desesperados de una mujer. ¿Pero qué coño ha pasado? Surgen los chillidos a mi alrededor, un niño ha muerto por un golpe. Entonces la miro, no sabría definir lo que parece. Ninguno de los alemanes ríe, pero donde todos miran como si fuera un fallo técnico, ella parece ¿triste? Sus ojos azules parecen ¿vidriosos?
No me da tiempo a hacer más conjeturas cuando oigo un grito que conozco muy bien, madre, están metiendo a las mujeres de nuevo a los vagones. «¡No!», grito con toda la potencia de mi voz. Doy dos zancadas y llego donde las habíamos dejado, las agarro con las manos con tanta fuerza que noto que les hago daño, seguro que mañana tendrán unos buenos cardenales. Unos oficiales intentan arrancármelas pero no los dejo. Siempre he sido bastante fuerte y esta vez, pese a estar cansado, he decidido emplear toda mi potencia hasta que se acabe, me da igual no tener después.
Voy ganando. No me lo puedo creer. Puedo con ellos. Entonces ¡Pum!De nuevo, un palazo en las espinillas hace que pierda el equilibrio y caiga al suelo. Intento aferrarme a sus faldas desgarrándolas. Los alemanes son rápidos, las cogen y las meten en el vagón sin echar la vista atrás.
Tengo la cara llena de la arena del suelo, me duele todo el cuerpo, sigo recibiendo palos y puntapiés. Levantó la vista y las veo, pese a tener la cara de mayor temor que jamás he visto, leo sus labios: —Te quiero, hijo mío, ¡cuida de tu padre!
Con esa última frase y con unos ojos que prometían que iba a llorar, se cierran las puertas. Así que de este modo llego a mi segundo pensamiento: ¿qué será de mi hermana y mi madre? Pero lo desecho rápidamente, en ocasiones, enterrar pensamientos impide el dolor. En estos momentos, con la escasez de fuerza interior, no me puedo permitir nada más, así que guardo este pensamiento bajo llave, pensamiento que estoy seguro retomaré más tarde. Aunque no me doy cuenta, me escuecen los ojos, supongo que me habrá entrado arena. Cojo el bajo de la camisa y me los limpio y entonces es cuando me doy cuenta de que estoy llorando.
Mientras estoy en el suelo, veo cómo los alemanes cierran la puerta desde fuera. Solo una cosa me anima, las están echando agua con una manguera, se oyen gritos de alegría. Padre aparece a mi lado. No hace falta que hablemos, lo sabe y me abraza.
Un oficial me llama, no por mi nombre, sino señalándome y haciendo un gesto con la cabeza. A algunos hombres los está mandando a unos autobuses. A mí me dice que tengo que ir a unas mesas que están enfrente. Me encuentro un poco mal, así que mi padre y otro hombre al que no conozco me cogen de los hombros y me llevan hasta allí.
Unhombre con cara de agrio me pregunta por mi profesión, estoy contestando cuando me percato de que detrás está ella. ¡Mierda! Me mira con la cara altiva, dejando claro que si mueve uno solo de sus labios, me aplastará como a una cucaracha. Agacho la cabeza, esta princesita endemoniada me puede joder bien y no estoy dispuesto a ello. Ahora la que se divierte es ella.
Un hombre vestido de negro, doy por hecho que es médico, me hace algunas preguntas de salud, creo que le he convencido porque le dice al otro que me mande a los autobuses.
Y sin saber muy bien por qué, supongo que por todo lo que ha acontecido durante el día, decido ponerme gallito y hablar al oficial de una manera chulesca recordándole mi nombre.
De ahí no voy a salir bien parado, amigo, pero sin venir a cuento, ella empieza a hablar, muestra el cargo de su padre, que debe ser muy alto por la cara del otro, y empieza a ¿distraerle? El oficial se olvida de mí y me manda al autobús. No puedo creer mi suerte.
Una mano golpea mi hombro con brusquedad, es padre. Me giro.
—Pero, ¿estás loco o qué? Cómo se te ocurre ponerte así con un oficial. Menos mal que esa joven ha empezado a hablar con él, si no, a saber qué habría pasado —está preocupado y cansado.
—Pero, ¿qué se supone que tengo que hacer? ¿Permitirle que me trate como una mierda?, estoy harto, cansado —grito.
—Acabo de perder a tu madre y a tu hermana, por favor, no hagas ninguna tontería, no permitas que te pierda también a ti —habla sin fuerza; esa voz que antaño imponía, ahora solo contiene restos de dolor.
—Lo siento —contesto finalmente y aunque me apetece rebelarme y que me peguen un tiro, me descubro intentando tranquilizar a padre—, me controlaré, es solo que llevo mucho tiempo aguantando cosas y ya no puedo más.
—¿Crees que no te entiendo? ¿Crees qué no me gustaría insultarles? ¿Pegarles? ¡Pues claro! Pero no serviría de nada. No lo entiendo, pero ellos tienen el poder. Así que compórtate. No juegues con tu vida, porque no es solo tuya, también es mía, y tú eres mi última fuerza. Si a ti te pasará algo… —le interrumpo:
—Vale —no quiero drama.
—¿Qué es lo que vale?
—Te prometo que no haré nada más, seré un buen chico —miento de manera tan convincente que padre respira tranquilo una sola vez. Luego vuelve a agachar la cabeza y continúa andando mecánicamente.
Qué ironía, ser un buen chico se ha convertido en aguantar con buen talante todo lo que los monstruos uniformados nos digan.
Cuando voy hacia el autobús, observo las mesas de mi alrededor. En ellas hay gente que conozco del tren, mienten en la edad y la profesión, tal y como nos ha aconsejado todo el mundo. Es malo entrar en Auschwitz, pero peor es volver al tren.
Mientras entro en el bus, escucho cómo los oficiales de las SS nos califican como «personas aptas para trabajar». Me siento y con ello llega mi tercer pensamiento: ¿qué nos depara nuestro futuro en el campo, en nuestro nuevo «hogar»? Oigo que alguien se ríe como si estuviera loco y busco de dónde proviene esa risa, hasta que veo que todo el mundo me mira a mí. Me tapo la boca y el sonido cesa. Era yo.

CAPÍTULO 2

El viaje hasta Auschwitz no duró mucho o a mí se me hizo rápido hablando con Louis. El camino tenía muchos baches y, como había llovido, la carretera estaba atestada de barro, por lo que más de una vez tuvimos que parar y fue necesario que Alger empujara el coche.

Por eso y por el temor a manchar los bajos de mi falda, tardé enapreciar lo espectacular que era mi casa una vez que hubimos llegado. Toda ella era blanca y tenía un jardín enorme que la rodeaba con un porche con unas mesas, sillas y lo que parecía ser un columpio.

—Ésta es su nueva casa —indicó Louis mirándome—. Hay que hacer algunos arreglos pero no se preocupen, mañana mandaremos a alguien. Calculo que no tardarán más de tres o cuatro días en terminarlo —dijo zafado de sí mismo.

Revelado esto, se adelantó y nos abrió la puerta como el caballero que era. La entrada era majestuosa. La puerta del salón estaba entreabierta, así que pude apreciar que estaba todo decorado de madera, con lámparas y detalles en oro y, presidiéndolo, una gran foto del Führer.

Sin embargo, pronto captó mi atención la puerta de la izquierda. Ésta, de madera antigua, tenía un gran cerrojo cuya llave cedió Louis a mi padre. Como nadie me invitó a entrar, tuve que mirar disimuladamente desde fuera. Era una estancia simple con una máquina de escribir y decenas de libros. Padre dejó su maletín de mano en la única silla que había, por lo que deduje que él era el dueño de ese despacho. No tardaron en salir y no pude sino extrañarme cuando oí cómo padre echaba el cerrojo de nuevo. Nunca había existido en nuestro hogar una sala en la que yo no pudiera entrar.

Seguimos de frente y encontramos la cocina. Allí había una mujer con unas caderas tan grandes que resultarían ofensivas en una dama. Otro detalle que no me gustó en ella fue su cabello rojo y rizado. Había leído mucho sobre la época de las brujas en Escocia y tenía mis prejuicios hacia ese tono de pelo. Pese a que esbozó una amplia sonrisa, no me agradó en absoluto.

—Ella es la judía que hará todas las cosas de la casa, así que no tienen por qué preocuparse de nada —explicó Louis sin siquiera mi mirarla.

—Encantada, señor y señorita Stiel. Mi nombre es Ada y estoy a su disposición —contestó con un susurro de voz nuestra nueva sirvienta. No sé si fueron impresiones mías, pero parecía que en cualquier momento se iba a poner a temblar.

Pensaba contestar pero entonces padre hizo un gesto con la cabeza y seguimos avanzando, esta vez escaleras arriba.
El segundo piso estaba compuesto por tres habitaciones y un cuarto de baño. Me metí en la mía, me parece de mala educación entrar en las que van a pertenecer a otras personas. La habitación es algo muy privado.
Era bastante amplia, con una cama de matrimonio, un escritorio, un armario y unos estantes para los libros. Las cortinas y el edredón estaban a juego con un tono blanco en el que se reflejaban los pocos rayos de sol que podían escapar a la nube negra constante que presidía nuestro cielo.
Una mano me tocó el hombro y me puse tensa.
—Venga a ver las vistas, Juliana. Yo elegí esta habitación para usted, espero haber acertado —dijo Louis en un intento de coqueteo conmigo. Me relajé y me dejé guiar.
La cara de Louis estaba muy cerca de la mía, me abrumaba, ¿cómo podía existir un hombre así? Aparté las cortinas y observé las vistas. Daba a la parte trasera donde estaba la puerta de la cocina, delante de mí se extendía una explanada verde que me gustó.
—Me encanta —dije con más emoción de la que sentía—, parece que me conozca usted muy bien, Louis —le miré con una cara traviesa que no le pasó desapercibida.
—Solo hay un pequeño fallo, la obra la harán en la cocina y durante dos o tres semanas sus vistas se estropearán con los obreros. Está claro que no sabía eso cuando dije que le prepararan este cuarto —se excusó.
—No pasa nada —conteste muy deprisa—, al fin y al cabo, así podré vigilar que los obreros trabajen y no hagan el vago —ambos nos reímos, cerca, muy cerca.
En ese momento oí un carraspeo y cuando me giré, vi que Alger había entrado a la habitación.
—Creo que nos tenemos que ir, ya le he enseñado al señor Raymond el resto de la casa —en mi opinión ese chico tenía algún tipo de problema. Francamente, un robot tenía más vitalidad que él.
Louis se giró hacia mí y con el encanto típico de los grandes galanes de novela, me beso en la mano mientras me susurraba:
—Hasta mañana, Juliana, estoy deseando enseñarle las instalaciones.
Alger permanecía en el marco de la puerta y con un simple gesto de cabeza siguió a Louis y se marchó. Padre no pasó a decir nada, con los nervios de ver todo, se olvidó. ¿Qué más da?
Me quedé traspuesta. Cuando desperté, advertí que mis baúles estaban en la puerta. Supongo que esa criada, Ada, los habría subido. Comencé a colocar mis cosas, lo primero que saqué fueron mis libros, coloqué el Mein Kampfen una de las estanterías, era un libro que siempre me acompañaba a todas partes. En realidad no podría decir el número de veces que me lo había leído. Iba a sacar los demás cuando noté que no estaba sola en mi habitación
—Señorita, si quiere, coloco yo las cosas, antes las he subido pero como estaba dormida, no he querido despertarla —dijo cabizbaja.
—Sí, coloque los libros y los vestidos. Por cierto, me llamo Juliana, Juliana Stiel. Puede llamarme Juliana —dije dándome algo de importancia.
—Entendido, señora Juliana —contestó Ada.
Dicho esto, comenzó a trabajar, me aburría. Total, no podía hacer nada, así que empecé a hacer algunas preguntas; hasta que conociera a alguien, tendría que hablar con esta mujer.
—Ada —inmediatamente se dio la vuelta—, ¿vienen por aquí mucho los oficiales?
—Depende de cómo lo lleve su padre. Pero normalmente suelen pasar mucho por la casa —mientras hablaba, sacaba con cuidado las prendas y las doblaba.
—¿Y dónde viven? —dije fingiendo que no me importaba demasiado.
—A más o menos un kilómetro, cerca de los campos, usted puedeir dando un paseo, señorita, quiero decir Juliana —Ada era rápida, ya había terminado de colocar el primer baúl.
—¿Y quién te dice que yo quiera ir? —cómo era tan atrevida…
—Lo suponía, lo siento —dijo Ada, muy nerviosa.
—Pues no lo sienta tanto, no suponga sobre mí, que no me conoce—la interrumpí—, y que una cosa quede clara: tú y yo no somos amigas.
—Lo siento —dijo otra vez. Tomé el temblor de su voz como respeto y eso hizo que me hinchara de orgullo; tiempo después sabría que se trataba de temor.
—Deja ya de decirlo, me aburre. La verdad es que he sido tonta al pensar que podría conversar con usted. Limítese a colocar las cosas y con cuidado.
Mientras habíamos hablado, ella había colocado casi todos los baúles de ropa y algunos de objetos. En ese momento tenía un vestido blanco en la mano. Estaba inquieta por la conversación y se le cayó al suelo. Entonces supe de qué vestido se trataba. Me levanté hecha una furia y la abofeteé la cara.
—Este vestido vale más que tú, ¿entiendes? —gritaba, la miraba con odio, creo que en esos momentos parecía una bestia.
—Me han temblado las manos y se me ha caído, lo siento, no se ha manchado, señorita…
—¡Le he dicho que no me llame SEÑORITA! —me acerqué amenazante a ella—. Váyase y no vuelva hasta que la llame, ¿entendido? —la volví a golpear en las mejillas por puro gusto.
—Sí, por supuesto, Juliana —contestó a una velocidad que casi fue difícil entenderla.
—Pues lo dicho. ADIÓS —rugí.
Se marchó corriendo, lloraba y se llevaba las manos a las mejillas, rojas de mis bofetadas. Aun así, Ada parecía en cierta medida tranquila, creo que esperaba que mis golpes se prolongaran durante más tiempo.
No me sentía mal, para mí ese vestido valía más que ella, podría haber tirado cualquiera pero no el blanco; otra vez me sobrevino la imagen de mi madre. Cerré los ojos con fuerza, no quería verla.
Entonces algo raro me ocurrió, rememoré la mirada de reproche del joven de los ojos verdes, Ishmael, el judío y algo se me revolvió. ¿Cómo me habría mirado él en esta situación? Seguramente como un monstruo, y yo no lo era.
Después fue como si no mandara en mis movimientos, no sabía muy bien por qué actuaba así, solo veía esos ojos, sus ojos. Cuando fui consciente, estaba en la cocina. Ada fregaba lloriqueando y al verme se encogió pegada a la pared y cerró los ojos con fuerza esperando como un animal maltratado. No entendía qué iba a decir, ¿por qué estaba allí? ¿Cómo había bajado? Empecé a oír mi voz pero yo ya no mandaba en ella:
—Era el vestido de mi madre. Intente que no se le caiga de nuevo —hablaba mecánicamente.
Pero, ¿qué estaba haciendo? ¿Por qué narices le estaba dando explicaciones a ella? Una mísera judía. Quería cerrar la boca pero aun así no pude
—Siento haberte abofeteado porque no lo sabías. A partir de ahora lo sabes y ya no te pediré disculpas si te abofeteo por el vestido.
Yasí, con la cara de asombro de la sirvienta, salí de la cocina. Abrí la puerta principal y el aire me azotó la cara con brutalidad. Me sentía mal, acababa de rebajarme a mi sirvienta. Eso no era bueno. Los judíos eran muy listos, podría haber perdido mi autoridad. Seguía sin entender quién había dirigido mis acciones.
Tenía ante mí un nuevo mundo que descubrir, unos bosques que investigar, quería comenzar a andar y perderme como una exploradora… pero algo no me dejaba, no podía distinguir otra cosa.

1936, siete años antes. Una joven Juliana está en la habitación de sus padres. Tiene el oído afinado ante cualquier ruido. Acaba de hacer algo prohibido, sabe que si su madre entra, la regañará y de manera merecida, al fin y al cabo se lo ha repetido mil veces. Pero a ella le da igual, le encanta ese vestido y se lo pone. El primer día que vio a su madre con él puesto, alucinó. Parecía una princesa. Es blanco, de seda, con unos finos tirantes, ajustado hasta la cadera y luego de vuelo. Le queda bastante grande pero aun así le parece que es la mejor prenda que ha visto en su vida. Empieza a tararear una canción mientras da vueltas con el vestido puesto.

Si no hubiera tatareado, habría oído la puerta abrirse y cómo su madre subía las escaleras rumbo a su habitación después de un largo día de compras.

—Juliana —dice nada más abrir la puerta—, ¿no te he dicho mil veces que no te pongas ese vestido?
—Lo sé, mamá, pero es que es tan bonito. Parezco una princesa cuando me lo pongo —madre sonríe cariñosamente, esta vez no se enfadará.
—Quítate el vestido y acompáñame al jardín, que te he comprado un regalo.
Así, de esa manera, se acaba la discusión. Juliana guarda el vestido perfectamente en el armario y lo mira sabiendo que algún día será suyo. La expectativa de un regalo hace que baje los escalones de dos en dos y antes de que su madre se haya sentado, ya está allí abajo.
—Bueno, ¿qué es ese regalo que me has traído?

¡Impaciente, eso es lo que eres!
Entonces tiende ante su hija una bonita caja color rosa con un lazo blanco. Juliana se muerde las uñas mientras espera que su madre le dé la aprobación para abrirlo. Con un gesto la tiene. Como si de una hiena ante un cacho de carne fuera, se lanza y lo abre rompiendo el papel por todos lados. «Menuda señorita estoy educando», piensa su madre, aunque en el fondo sabe que es buena chica y por ahora con eso le basta.
Juliana no se lo puede creer, es el vestido, el vestido de su madre de princesa pero esta vez es para ella.
—Como veo que tanto te gusta, he decidido que mejor tuvieras el tuyo propio.
—¡Gracias! ¡Gracias! —grita la niña mientras se come a su madre a besos—, me casaré con este vestido. Será el que me ponga para todos los eventos importantes…
Mientras Juliana no para de nombrarle a su madre para la cantidad de actividades que servirá ese vestido, Arabelle ríe en silencio. Cómo es posible que sea tan feliz por un vestido. Durante un instante, la envidia y echa de menos sus doce años.
—Pequeña, he escrito un relato más, ¿quieres que te lo lea?

Claro, mami, espero que esta vez haya un príncipe. No, mejor que un príncipe, espero que haya un pirata. No, mejor un bandido que se hace bueno por amor…
Mientras no para de nombrar cuál sería su personaje favorito, su madre ve en ella a una futura escritora.
En esta ocasión el libro es de un historia en Berlín, un chico malo que se acabará enamorando de la una bella dama de sociedad. Empieza a leerlo y Juliana se acomoda en sus brazos. Cómo le gusta estar así. Mientras oye el relato que su madre le cuenta, se lo imagina y por un instante cree que es ella la protagonista. Los relatos de su madre son cortos, así que en apenas tres horas ha terminado. Juliana embriagada de amor pregunta a su madre:
—¿Crees que alguna vez conoceré a alguien que se parezca a un príncipe azul de tus relatos?
Es una soñadora, sí, pero le da inocencia.

Pues claro, y será mejor. Eso sí, te tendrás que poner el vestido blanco para la boda.
En ese momento empieza una pelea de cosquillas. Un hombre entra después del trabajo y ve a las dos cosas que más quiere, su mujer y su hija, tiradas en el suelo riendo. No sabe qué están haciendo pero corre a su encuentro. Ambas se alían contra él y así, revolcados en el césped del jardín, pasan los últimos tiempos felices.

Nos empujaron para que bajáramos del autobús, no habíamos tardado mucho tiempo. Enfrente contemplamos lo que parecía todo un complejo de barracones de madera, rodeado por una valla que presuponía estaba electrificada. Para que nos quedara claro que no podíamos escapar, había numerosas torretas de vigilancia. Las personas que se encontraban en éstas lucían grandes rifles que mostraban desafiantes.

Lo que más captó mi atención fue el manto de rayas blancas y negras que poblaba el espacio. No me hizo falta hablar con ellos para presuponer que se trataba de los míos, de las personas que pertenecían a mi mismo equipo en el duro juego de la supervivencia.

Nos hicieron ponernos en cola. Agarré a mi padre de la mano y le sitúe detrás, quería que estuviera cerca de mí. Íbamos entrando en grupos de treinta personas más o menos. Después de una media hora llegó nuestro turno. Pasamos por una puerta en la que se podía leer «El trabajo os hará libres». Me pareció cuanto menos, ridícula.

Anduvimos unos cien metros y llegamos a un despacho. El oficial se paró en la puerta de una sala a la cual nos hizo entrar. Nos sentamos acurrucados en un rincón, atentos a cualquier movimiento, como un animal que se ve acorralado. Sin embargo, la estancia estaba completamente vacía, únicamente en el medio había una gran fuente, pero ironías de la vida, el agua no era potable. Algunos valientes o desconfiados se acercaron a beber, enseguida quedó claro que lo que ponía no era una mentira.

Mierda, tendríamos que esperar más para saciar la sed. Ya casi había olvidado que necesitaba agua pero ver una fuente hizo que todos nos pusiéramos más nerviosos y que instantáneamente tuviéramos más necesidad de ella. Cómo no, nuestro acompañante se percató de nuestro deseo.

—El agua del campo no se puede beber excepto la que os proporcionemos nosotros —y sin más, se marchó.
Oímos un carraspeo y con un simple gesto de cabeza otro alemán nos indicó que le siguiéramos. Así, llegamos a una sala donde se nos solicitó que dejáramos todas nuestras pertenencias y nos desnudáramos íntegramente. Ni siquiera se molestaron en mentirnos y decirnos que nos lo devolverían. Judíos con el uniforme de rayas seleccionaban las pertenencias. Poco a poco dejé una única maleta que me acompañaba, mi ropa y todos los complementos que llevaba encima, un reloj de mi padre y una cadena.

Nueve años antes. Un Ishmael de tan solo diez años pasea nervioso por los jardines en el día de su cumpleaños. Gabriela le ha dicho que esa noche David hablaría muy seriamente con él. Piensa de qué travesura se habrá enterado. La primera opción es la de la compañera a la que ha llenado de chocolate lanzado en globos. Imposible, él y su amigo Guillermo se habían asegurado de que no les viera ocultándose tras un muro. Sigue barajando opciones y llega a la que cree que es la buena, la pintada en la pared al lado de la iglesia. Solo un nombre viene a su mente, Gabriela, la traidora.

El día anterior, Guillermo y él habían decidido ser pintores, qué mejor manera de demostrar sus dotes artísticas que con un gran dibujo en las paredes blancas de la casa abandona de la Villa de la Iglesia. Todo habría ido sin problemas si su hermana de dieciséis años no los hubiera visto en plena faena

—¿Qué hacéis? —les había preguntado mientras se acercaba acechándolos detrás de unos arbustos.
—Nada —habían contestado mientras intentaban tapar su pequeña ilusión del día.
Sin embargo, Gabriela, demostrando esa fuerza atroz de la que solo disponen las hermanas mayores, los padres y los profesores, les había apartado a un lado dejando a la vista aquello que ambos querían ocultar.

Dejadme adivinar, ¿pintores? Ésa es la gran profesión que queréis desempeñar esta semana.
Pintores no, artistas bohemiosdecía un Ishmael a la defensiva.
No te pongas así, pequeño Picasso, ya verás qué contento se pone padre esta noche cuando le cuente que su hijo, el gran pintor ha ensuciado una propiedad que no es la suya.
El niño intenta defenderse pero se da cuenta que la bruja de su hermana le tiene cogido. Intenta pensar en posibles escapatorias pero sabe que con ella solo una es posible.

¿Qué quieres que haga para que no se lo digas a papá?
Déjame que pienseGabriela se muerde una uña, divertida—. Creo que ya lo sé. Este mes me ha tocado entre las tareas limpiar el jardín, es muy simple, dirás que tu sueño del mes es ser jardinero y lo harás tú.
Ishmael se enfada, es el trabajo que más odian los dos y ahora lo tendrá que hacer, o eso o el castigo de su padre, el cual será peor.

Valedice aceptando su derrota.
Gabriela se marcha a la casa mientras piensa que si su hermano se hubiera metido dentro habría visto miles de pintadas, entre ellas una suya. Mientras Ishmael y Guillermo deciden que esa profesión es muy dura y limpian la prueba de su delito. Después se tumban en el suelo, ven una camada de gatitos y a las crías indefensas, deciden su profesión del mes: criadores de animales. Y felices, se van mirando a esas criaturitas mamar de la gata, sin saber que en un mes se encariñarían tanto de las crías que cada uno acabaría con una como mascota.
Ishmael vuelve a la realidad, la noche de su cumpleaños, el día más deseado hasta ese momento. Mientras todos comen la sopa, está nervioso, no entiende por qué padre aún no le ha regañado.
Desde la otra punta de la mesa, Gabriela ríe en silencio sabedora de que no ha dicho nada. Su madre por el contrario piensa si su hijo no comerá más debido a que la sopa le ha salido muy salada, preocupada.
La cena termina y los nervios aumentan.

Ishmael ven aquídice padre sentado en un sofá al lado del fuego.
El niño se acerca preparando su mejor defensa y echándole miradas de odio a su hermana.

Mamá, Gabriela, venid tambiéndice padre cuando vuelve a hablar.
Ishmael se siente confuso, una bronca delante de su madre y hermana ya es por algo muy importante, lo de la pintada no le cuadra. Entonces la mano de padre se acerca con una cajita pequeña envuelta con papel rojo.

Antes de darte esto tengo que hablar contigo.
¿Un regalo?pregunta el niño más perplejo.
Clarodice David divertido—, ¿qué pensabas que era? ¡Es tu cumpleaños!
Madre se acurruca contra él en el sofá, mientras sonríe, más ansiosa que Ishmael por ver el presente. David no ha querido decirle qué es.

Es una reliquia familiar, tu abuelo me lo dio a mí, a él se lo dio su abuelo y así muchas generacionesel tono es de misterio—,por eso tienes que prometerme que lo cuidarás mucho y se lo darás a tu hijo cuando cumpla diez añosel niño asiente deseoso que acabe la charla para poder abrirlo, impaciente—. ¡Vamos, ábrelo!
Y ahí está un colgante de plata con el sello de su familia. Su primera posesión de valor.

¿Qué era el primer abuelo que lo compró?pregunta aún fascinado con su belleza.
Médico.
Entonces yo seré médico, como él.
Y sin soltar su nuevo tesoro, abraza a su padre, no sin antes propinarle una patada a su hermana por el día que le ha hecho pasar.

Dejé la cadena en una cesta donde había miles más. Posiblemente no tendría mucho valor económico pero sí sentimental, algo que los alemanes no podrían apreciar. Ahora por primera vez soy consciente de que ya no tengo pertenencias, nada que me recuerde que algún día fui una persona feliz con una familia, un niño ilusionado que soñaba con comerse el mundo.

La siguiente estancia era parecida a la anterior, paredes sucias, poca luz y ningún sitio para sentarte. Un hombre pasó con una máquina y nos rapó el pelo uno a uno, sin consultar. Recordé entonces cómo las chicas decían que mi pelo me daba un aire atractivo y me eché a reír. Pensaba en las mujeres con las que había estado, me las imaginaba si me vieran ahora totalmente rapado, cuál sería su opinión, aunque suponía que tampoco ellas estarían tan bellas como las recordaba.

Desnudos, nos metieron en una habitación que se cerró desde fuera. Hacía mucho frío así que todos comenzamos a temblar. En el techo había aspersores de ducha. Sigo sin entender muy bien por qué, pero teníamos miedo. Queríamos salir de ahí. Padre me abrazó. Se hizo el silencio. De repente, comenzó a caer agua. Abrimos la boca, bebimos y gritamos de alegría, fue un momento máximo de euforia.

La desinfección fue algo un poco más doloroso. Nos embadurnaron de una especie de lejía amarilla que producía un escozor inaguantable en cada fragmento de piel. Exactamente no comprendía el resultado que querían obtener con eso, tal vez solo disfrutar viéndonos retorcernos.

Cuando terminó el baño, nos dieron a cada uno nuestra indumentaria. Ésta se componía de una camisa básica blanca, unos calzoncillos largos, una chaqueta y pantalones de rayas azules y blancas y unos zuecos. Todos teníamos además una gorra con un número que nos identificaba, que cuando hicieran recuento teníamos que llevar puesta. No nos dijeron qué pasaría si no la llevábamos durante el recuento, solo que la tratáramos como un tesoro y, no pensaba desobedecerles.

—Esto es toda vuestra vestimenta durante el tiempo que estéis aquí. Con personas normales no haría falta decirlo pero tratándose de vosotros… —decía el oficial que nos miraba como si fuéramos ratas—, os aviso que tenéis que mantenerlo cuidado y limpio porque no os daremos otro y no estamos dispuestos a trabajar con guarros. Todos los días haremos revisión de vuestra ropa.

Eltacto con mi nueva ropa me llevó a una afirmación: era usada, otros judíos la habían llevado puesta. Por qué se la habían quitado y me la habían dado a mí, era una pregunta para la que jamás tendría respuesta. Aunque si nos ponemos a decir posibilidades, la que más fuerza cobraba en mi interior es que la persona que la llevó ya no estaba viva.

Proseguimos con nuestra procesión hasta la siguiente sala. En ella primero nos daban un papel con un número y una serie. Luego, en grupos de tres en tres pasaban a la siguiente sala.

Mi número era el A-8888. Pronto supe cuál era su utilidad. —Muéstrame el brazo —me ordenó un oficial. Por supuesto lo hice y el hombre lo sujetó con fuerza—. Ahora vamos a tatuarte el número, pero no tires el papel. Debes colocarlo en el uniforme con una estrella de David que te darán ahora.
La aguja empezó a sonar y la tinta brotó en mi muñeca mostrando lo mismo que tenía el papel. Siempre me habían dado miedo las agujas, hasta el punto que odiaba las inyecciones del médico. Sin embargo, mi orgullo pudo con el temor. Puede que doliera pero yo no mostré ningún tipo de sentimiento. No les daría la satisfacción. Lo hizo mecánicamente y con profesionalidad, no cabía ninguna duda que estaba acostumbrado. Cuando acabó, me limpió la sangre y miró contento su obra. Yo me sentía marcado como una vaca. Así es como el hombre se convertía en animal. Era como se pasaba de ser humano a criatura.
—¿Qué crimen ha cometido este judío? —preguntó un oficial a otro mientras tocaba numerosas estrellas de David de diferentes colores.
—Crímenes contra la pureza de raza —dijo otro instantáneamente.
El primer oficial sopesó las distintas tonalidades de la mesa y al final me asignó una de color amarillo y blanco. La cogí sin saber muy bien lo que debía hacer con ella y el segundo oficial me lo explicó con voz cansina:
—Debes colocártela junto con el número impreso en el pecho. Con la punta de la estrella hacia abajo
Mientras hacía lo que me había ordenado el oficial, escuché cómo la persona que venía detrás de mí había cometido un crimen político y le asignaban otra estrella. Algo no se les podía negar a mis captores, y era la buena gestión y organización que tenían.

Al final llegamos a nuestro dormitorio. «Bloque 29», se podía leer. Había al menos treinta literas. Las literas estaban hechas de hormigón y encima de cada una había un colchón de paja, un plato de metal, un cucharón, un vaso, una sábana y una almohada, todo ello nos debería durar durante toda nuestra vida allí, no nos darían nada nuevo.

Ya había personas instaladas, así que busqué una litera libre para mi padre y para mí. No tardé mucho en encontrarla en uno de los laterales. Como no tenía pertenencias que dejar encima para demostrar que la litera estaba ocupada, revolví un poco ambas sábanas como señal de que esa cama estaba siendo utilizada.

El alemán se marchó. Todos nos miraban con recelo. Al principio se acercaron en manada para obtener respuestas de lo que estaba ocurriendo en el exterior. Algunos preguntaban por familiares y amigos y la mayoría querían saber cómo iba la guerra. Cuando se dieron cuenta de que no podíamos satisfacer su curiosidad, cada uno volvió cabizbajo a su colchón. Nadie nos habló durante un rato, llegué a sentir que nadie podía vernos hasta que dos chicos que estaban en la litera de al lado nos saludaron:

—Mi nombre es Isajar —era moreno, muy moreno con la cara manchada. Su rostro era rudo, podría pasar por un boxeador. Con ojos marrones pequeños y pelo rapado.

—Hola, yo me llamo Ishmael y éste es mi padre David —les dimos la mano.
—Yo soy Ivri —este otro era más pequeñajo, tenía una nariz respingona y unas orejas de duende, ojos en una mezcla de verde y marrón y sonrisa limpia—. ¿Queréis un cigarro? —dijo mientras nos ofrecía uno.
—No fumo —contesté, aunque conforme lo decía, me replanteé mi respuesta—, pero creo que sí, hoy voy a fumar.
Ambos se rieron y padre también. Entonces llegó otro mayor, sería de la edad de padre. Aunque tenía el mismo uniforme, despertabaautoridad en la gente de alrededor.
—Cualquier cosa que os digan estos dos es mentira, son unos bromistas; si queréis saber algo, no dudéis en venir a mí. Me llamo Eleazar.
Me volví a presentar a él, se movía de manera elegante, estoy seguro de que antes de la guerra tenía mucho dinero.
—¿Os han explicado todo el funcionamiento? —preguntó Eleazar amablemente.
—No —contestamos padre y yo al unísono.
—Lo suponía, nunca lo hacen los muy cabrones —dijo Isajar poniendo una mueca de asco.
—¿Cuál es vuestra primera duda? —preguntó Elezar. Mis tripas sonaron y contestaron por nosotros—. La comida, ¿no? —dijo Eleazar intentando ser simpático para que nos sintiéramos cómodos.
—Deliciosa —dijo Ivri mientras se relamía los labios y se reía.
—No le hagáis caso —replicó Isajar, que miró a Ivri con una mirada que decía «es pronto para bromas, están desubicados»—. La comida se compone básicamente de desayuno, una especie de sucedáneo de café. Al almuerzo todos los días, una sopa insípida, y para cenar pan.
—¿Hay alguna variación? —pregunté esperanzado.
—No, nunca —dijo Ivri, esta vez con una sonrisa amarga.
—Ahora os explicaré un poco las reglas por encima... —comenzó a hablar Eleazar.
—Bueno, a lo interesante —interrumpió Ivri, que parecía incómodo con la conversación tan seria—, supongo que no tendréis muchas necesidades masculinas porque acabáis de llegar y seguro que tendríais algo fuera. Aquí a los mejores trabajadores os dejan una vez al mes tener un encuentro con una dama. El mejor momento de la vida aquí —supongo que quería darnos una alegría pero no lo hizo. Nos daba igual.
—Siempre pensando en lo mismo —Isajar le dio un codazo a Ivri—. ¿Os han asignado ya trabajo?
—No —contesté mientras me sentaba a su lado.
—Pues entonces dentro de un rato os asignarán uno. Estamos todo el día trabajando —Eleazar carraspeó—, lo siento, es que este Ivri siempre está interrumpiendo, explícalo bien.
—Cada mañana nos despiertan a las cinco con una banda de música tocada por judíos o por unos silbatos. En esos momentos tenemos que hacer la cama al modo militar y prepararnos para el conteo. Muy importante, no perdáis ninguna prenda de vuestra ropa.
—¿Cómo vamos a hacer la cama al estilo militar con paja? Es imposible —afirmé.
—Una excusa para castigarnos —dijo Ivri por primera vez serio.
—El Appel(conteo) es por la mañana y por la tarde —continuó Eleazar—, a las seis nos vamos para el trabajo y volvemos siempre antes de las ocho, que empieza el toque de queda. Si sales, te meten un tiro —dijo advirtiendo, sin querer asustarnos.
—Les encanta la música —añadió Ivri—, es muy emocionante ir a trabajar con sonidos de trompetas de la banda.
—Más o menos esto es todo —dijo Eleazar—, ¿lo comprendéis?
—Sí —dije mientras suspiraba e intentaba que toda la información se metiera en mi cabeza—, creo que lo único que me ha gustado de todo lo que me has dicho es que de vez en cuando comeré sopa.
—Uy, riquísima, una sopa que bien podría ser agua con barro pero que permite que no te queden fuerzas para trabajar. En ocasiones me siento como una vaca a la que dan de pastar —dijo Ivri.
Todos estallaron en una carcajada, me caían bien, estaban en el infierno y aun así se divertían, me gustaba que fueran mis compañeros de habitación.
—Por cierto, una última cosa —advirtió Ivri y todos callamos para prestar atención—, no sé si os habéis fijado en la hermosa valla que rodea nuestro campamento infantil —Isajar puso los ojos en blanco mientras le escuchaba—; intentad no acercaros nunca —pronunció esta última palabra con toda la lentitud que pudo—. Alrededor de ese metal hay unas piedras con unas señales que dicen«prohibido pisar»y un dibujo bastante realista de un arma. El problema reside en que en ocasiones, si te ven cerca, te tiran tu gorro o cualquier cosa a esa zona para que lo recojas. ¿Y eso significa? —nos preguntó como si fuera un profesor de colegio.
—La muerte —respondió Isajar sin bromas—, o mueres por pisar las piedras o mueres por perder la prenda.
Se hizo el silencio hasta que padre preguntó algo, algo que yo debía haber preguntado también, algo en lo que llevaba un rato sin pensar y me hizo sentir mal.
—¿Decís que hay mujeres? En el tren nos han separado de mi mujer y mi hija, ¿hay alguna posibilidad que estén aquí, en algún otro bloque?
Siempre he sido muy observador y la mirada entre Isajar e Ivri no dejaba lugar a dudas, ellos también habían perdido mujeres y no las habían visto. Agacharon la cabeza, no querían decírselo a un hombredesesperado. Iba a intervenir cuando Eleazar habló:
—Claro, puede que sí. Las mujeres son muy necesarias para el régimen, ya se sabe, hacen todo mejor que los hombres, no se desharían de ellas, lo que pasa es que las tendrán en algún lugar mejor. Hay muchos que han visto a su mujer y dicen que son muy felices
Supe que era mentira pero a padre le tranquilizó. En ocasiones, aunque sabes que algo no es real necesitas creerlo y si te lo cuentan, aunque sepas que es falso te aferras a ello. Padre ya lo había hecho. Yo sentí por dentro esa pérdida y recordé a esa madre y hermana que quizás no volvería a ver. Eleazar se levantó y se dirigió a padre:
—Venga conmigo, dejemos aquí a estos jóvenes, le presentaré a más personas —y guiñándonos un ojo, desapareció con padre.
Miré a todos los hombres que me rodeaban y entre ellos desató mi curiosidad uno, iba con un aire bastante altivo, imponía, ya que tenía más masa corporal que los demás e incluso parecía más limpio.
—¿Quién es ése? —pregunté mientras le señalaba con el dedo.
—Es nuestra niñera, Abraham —contestó Ivri.
—Un capo —interrumpió Isajar.
Debió notar que no sabía qué era un capo, por lo que siguió:
—Los capos son judíos que ayudan a los alemanes. Nos vigilan. Cualquier cosa mala que hagas, van corriendo y se lo dicen, como sus perritos falderos. Claro, que a cambio reciben, ¿cómo decirlo?, un mejor trato por parte de ellos. ¿No es así, Ivri?
—Sí, son más odiosos que los propios alemanes, traicionando a sus compañeros. En el fondo se piensan que valen algo para ellos, lo que no saben es que son instrumentos y en el momento que dejen de interesar, irán a la basura, que aquí significa la muerte.
Quería preguntar algo pero en ese momento entraron cuatro oficiales alemanes. Todos los judíos se pusieron de pie, muy rectos y con la mirada gacha; hice lo propio y les imité. Comenzaron a leer algunos nombres, entre ellos estaba Isajar. Se acercó a ellos.
—Isajar, ¿obrero, verdad?
—Sí, señor.
—Tiene un trabajo, es un arreglo en la casa del gran Raymond Stiel, elija a cuatro hombres con usted. Mañana empiezas. Dímelos, que los apunte.
Entonces gritó dirigiéndose al resto:
—Si oís vuestro nombre, os acercáis aquí, ¿entendido?
—Sí—contestamos al unísono como la masa que formábamos.
—Ivri —comenzó Isajar, quien se acercó—, Eleazar, Ishmael —me acerqué, me extrañó mi nombre, me acababan de conocer, supongo que nos habríamos caído bien mutuamente, solo faltaba un nombre. Entonces me fijé miré a mi padre y miré a Isajar haciéndole una seña que esperaba que entendiera—. David —dijo mientras señalaba a mi padre; gracias, Isajar.
—Vale, éstos serán sus hombres. Mañana a las cinco y media de la mañana después del conteo vendrán a por vosotros. Será el oficial Alger. Espero que os sepáis comportar en esa casa y que seáis eficientes —después nos dirigió una mirada de asco y se marchó.

El tiempo pasó lentamente y al final me sentía como si llevara años allí en vez de unas pocas horas. Media hora después de cenar se apagaron las luces y se hizo un silencio de vez en cuando interrumpido por algún que otro lamento. Al final todos dormimos. Mis pensamientos se centraron en recuerdos pasados, la vida podía haber sido tan diferente… y entre sueños y pesadillas transcurrió mi primera noche.

CAPÍTULO 3

Padre volvió a casa a la hora de cenar. Ada había hecho pollo asado, uno de mis platos preferidos. Nos sentamos, padre presidiendo la mesa, con el cuadro del Führerde fondo.

—¿Qué tal el día? —le pregunté aburrida puesto que el mío no había sido nada interesante.
—Bastante cansado —calló, así que le hice un gesto para que continuara—. He tenido que conocer a todos los trabajadores, ver cómo llevan aquí el funcionamiento —noté cómo me juzgaba y llegaba a la conclusión de que yo no entendería lo que había hecho—, y eso —dijo mientras bostezaba.
—¿Y bien? ¿Muchas cosas por cambiar? —mostré interés.
—La verdad es que no, llevan una buena organización, ese chico, Louis, es muy listo y lo ha hecho bien en mi ausencia —dijo mientras cortaba el pollo.
—Ah, Louis, parece que es bastante responsable —un rubor cubría mis mejillas.
—Ya me ha dicho que mañana utilizará su día libre para enseñarte el campo —mientras habla, no deja de mirar a su plato de comida. ¿Lo habrá dicho con alguna intención? ¿Sabrá que me he fijado en él?
—Sí, eso tenía entendido —entonces introduzco una duda en la que he estado pensando—. ¿Vendrá también Alger? —deseo con todas mis fuerzas que no venga, quiero estar sola con Louis. —No, iba a ir pero necesitaba que alguien vigilara a los trabajadores que arreglarán la casa y Alger va a ser el encargado. ¿Por qué, querías que os acompañara? —me mira con curiosidad.
—No, digo sí, vamos, que me da igual —salgo del paso—, solo sentía curiosidad por saber con quién iba a ir y como son los únicos a los que conozco…
Creoque he disimulado bien. Por lo demás, la cena transcurre con total normalidad. Padre me cuenta que todo lo que ha hecho y yo le detallo las cosas bonitas que he visto a mi alrededor. En un momento estoy a punto de contarle lo de Ada pero decido no hacerlo, total, ha sido una tontería.

El día era soleado, acorde con mi estado de ánimo. Louis pasaría a por mí sobre las diez. Abro la ventana, no pasa mucho aire, por lo que no necesitaré chaqueta. Me pongo una camisa color azul cielo con la falda blanca. Resalta mis ojos. Me echo un poco de carmín y sombra en los ojos, lo suficiente para ir mona sin parecer que he esmerado mucho.

La puerta de la habitación de mi padre está entornada, la cama hecha y las ventanas abiertas, ya se habrá ido a trabajar. Mañana intentaré despertarme más pronto para desayunar con él, aunque con lo marmota que soy, lo veo bastante difícil.

Bajo las escaleras y llego al comedor. Empiezo a gritar a Ada para que me traiga el desayuno; nada, no contesta.
La sorpresa me la llevo cuando entro a la cocina. Todo está desordenado, hasta hay un boquete en el suelo, se desprende un olor a tubería insoportable. Salgo corriendo por la puerta del patio intentando llegar al aire fresco, por nada del mundo quiero oler así cuando llegue Louis, quiero oler bien para él.
Si tenía alguna esperanza de que fuera oliera mejor, pronto quedó disipada, el olor se aumenta, todo el césped está levantado y se ven las tuberías de la casa. Entonces recuerdo algo, los obreros tenían que arreglar no se qué de la casa, supongo que serán las tuberías.
A lo lejos veo a unos hombres vestidos con una especie de pantalón y camisa de rayas negras con un gorrito que hace juego. Me acerco.
—¿Se puede saber por qué narices huele tan mal? —intento que mi voz denote toda la indignación.
—Estamos arreglando las tuberías, señora, es por eso. Lo siento si no es de su agrado, en pocos días se habrá terminado —contesta uno de los obreros con la cabeza gacha.
—Vale, entiendo. ¿Me puedes decir por qué parte de la casa debo pasar para no coger este olor? Tal vez a vosotros os gusté oler como cerdos, pero a mí no.
Uno de los obreros levanta la vista y me mira y antes de que pueda pensar que le conozco, habla:
—Señorita, tal vez debería usted ducharse antes de salir, el agua estaba cerrada, así que dudo que hoy lo haya hecho; a lo mejor el olor es debido a eso.
Memira desafiante, con reconocimiento; es él, parece algo diferente pero es él, el judío Ishmael, la persona que más odio en todo el mundo.
—Da la casualidad que hay gente que se da un baño de sales y deja el agua preparada la noche anterior para que esté a temperatura ambiente —¿por qué le doy explicaciones?—. Supongo que tú no lo sabrás. Si para ti una ducha será mojarte la axila porque ya no puedes respirar de tu propio hedor —digo enfadada.
—No hace falta que me dé explicaciones —me mira más divertido que antes, esto se ha convertido en su juego y le encanta. Yo, porotra parte, no me voy a dejar ganar—, y si se ha dado un baño de sales seguro que olerá estupendamente aunque esté unos minutos rodeada por nosotros. Nuestro olor por ahora no es contagioso —su sonrisa se ensancha.
—Ya, pero yo soy una dama y no me gusta tener que soportar ningún mal olor. Es más, trabajas para mí, así que dime ahora mismo por dónde puedo pasar sin tener que soportarte —le miro con desdén.
—Es tan simple como ir por la puerta principal. Según teníamos entendido, ésta es la del servicio, por eso hemos cavado aquí —dice mientras pone los ojos en blanco.
Me disponía a mandarle lo más lejos que pudiera cuando apareció Alger.
—¿Pasa algo aquí, Juliana?
Instantáneamente esos aires de chulito de Ishmael cesaron. Estaba segura de que pasaba un poco de miedo, cuando levantó la cara y me miró de una manera insolente.
Ahora llegaba mi revancha:
—Algo muy divertido, ese judío, Ishmael, ha dicho que se llama —de repente una cara de sorpresa. Mierda, se había dado cuenta que recordaba su nombre, ahora me miraba con más egocentrismo si cabe. Pero se la pensaba devolver—, estaba contándole a sus compañeros cómo adoraba este olor a heces. Entonces he pensado que si aparte de este trabajo hay alguno más en el que pudiera disfrutar de este olor, podríais asignárselo para después. No hay nada mejor que un trabajador motivado y si a éste lo que le gusta… aunque parezca raro, son los excrementos… Me parece idóneo hacerle feliz —le miré, había ganado.
—No, no hay ningún trabajo así, no es lo habitual que a los trabajadores les motive eso —dice Alger mirando extrañado al judío.
Me quedé pensativa, tenía que encontrar algo para que se fastidiara y pronto me di cuenta de que tenía la solución justo delante de mis narices.
—Y esto, ¿quién lo recoge? —dije señalando toda la porquería que rodeaba mi jardín.
—Pues ellos, pero cuando hayan terminado en dos o tres días —dijo Alger como si fuera obvio.
—No, no me gusta que la casa esté sucia aunque sea por la noche. Creo que dado que este hombre ama tanto su trabajo, podría quedarse un rato más que los demás y limpiarlo cada noche. Así, si traemos invitados, estará más presentable —puse mi mirada más inocente y una voz angelical—. Tenga en cuenta, Alger, que si vienen por el día sabrán que está así porque hay obra, pero por la noche pueden pensar que somos unos sucios.
—A mí me daría igual pero si es lo que quieres... —comenzó a hablar a los judíos—: Antes de marcharos, limpiad todo esto cada día —no era una petición, era una orden; la verdad, no me imaginaba a Alger con autoridad, pero la tenía.
Tenía que inventar algo, no quería que se quedasen los demás, tenía que ser él, solo él, los demás no me importaban ni para bien ni para mal, no tenía necesidad de castigarlos como al estúpido.
—Tampoco hay tanto trabajo, mejor que lo haga ése solo. Además, es su pasión, será como un premio día a día.
—Ishmael, cada día, cuando tus compañeros terminen de trabajar, te quedarás y limpiarás todo como te gusta —se dirigió a mí en voz baja—. Este chico es el primero al que le gusta el olor a mierda —volvió a mirar a Ishmael y a hablarle con el tono de mando—. Ahora, agradece a Juliana este favor.
—Gracias, señora, nada me podría hacer más feliz que limpiar su casa cada noche —me miró fijamente con fastidio y cogiendo la pala empezó a cavar empleando más fuerza de la necesaria en cada agujero.
Un pitido largo y prolongado sonó al otro lado de la casa. Mi cuerpo empezó a temblar, Louis había llegado. Así que me olí con disimulo y por quinta vez en la mañana intenté alisar mi falda con las manos.
—Discúlpeme, Alger, pero creo que su compañero Louis ha llegado para enseñarme los campos.
—Vale, páselo bien —dijo de manera simple, como intuía era él.
Aunque quería ir deprisa, tuve que andar erguida y como una dama hasta que giré en el patio. Una vez comprobé con fugaces miradas que nadie me veía, eché a correr evitando los diferentes charcos de barro. Me dirigí hacía el coche con mi mejor sonrisa. Estaba fuera del coche esperándome, con el uniforme puesto, guapo, galán, perfecto.
—Espero no haberte hecho esperar —dijo poniendo una voz deniño para nada creíble pero que a mí me encantó.
—No, estaba hablando con Alger, lleva a los judíos que están arreglando las tuberías.
Noté una mueca de celos, yo le gustaba y no quería que hablara sola con su amigo. Lo que él no sabía es que yo solo quería hablar con él, solo podía verle a él.
Me abrió la puerta y monté en el coche, el mismo Volkswagen que nos había recogido el día anterior en el tren. Olía a frambuesa, uno de mis olores favoritos.
—Bueno, ¿qué sabes de Auschwitz? —rompió el hielo.
—La verdad es que casi nada. Ayer padre me habló un poco. Pero esperaba que todo lo que tuviera que saber me lo enseñara usted hoy —me hice la tonta, a los hombres no les gustan las mujeres inteligentes, les gustan las dulces, las inocentes, las que despiertan su lado protector y eso precisamente es lo que pensaba hacer yo.
—Lo primero que tienes que saber es que se divide en tres. En uno es donde se lleva a cabo toda la labor administrativa, de hecho, ahí es donde estará tu padre pero creo que no deberíamos pasar a molestarle.
—No, claro que no —le di la razón.
—Lo que sí que le enseñaré de ahí es nuestro hogar. Es donde vivimos todos los guardias del campo. Por cierto, antes de que se me olvide, mañana daremos una cena todo mi grupo de compañeros —me extrañó que no dijera amigos—, y me encantaría que asistieras. Solo si tú quieres —dijo con voz sensual.
—Sí —había sonado muy desesperada—, no hay muchas cosas que hacer, así que supongo que me divertiré —intenté remendar mi impulso anterior, que pareciera que lo hacía por aburrimiento.
—Sigo explicándote nuestra visita turística. La segunda parte es donde viven los trabajadores judíos. También la verás, aunque como te digo, muy por encima. Tampoco hay mucho que ver, solo judíos, y ver judíos no es el mejor plan para pasar un día —sonríe, su sonrisa en tan perfecta—; la tercera parte no te la enseñaré.
—¿Por qué? —le interrumpí, no hay nada que más te apetezca hacer como lo que te han prohibido.
—Es por ti, Juliana, ahí están los judíos enfermos y aunque los tenemos muy bien cuidados, tengo miedo de que pilles algo.
Lo hacía por mí. Era encantador.

Eso piensa ella mientras va en su coche. Lo que no sabe es que si hubiera insistido un poco más, si le hubiera dicho que está vacunada de todo, la respuesta habría sido la misma, porque los alemanes guardan un secreto ahí, algo que no quieren que nadie sepa, algo que en un futuro no muy lejano, miles de personas llamarán Holocausto, pero ella está ahí, en su coche y solo puede pensar que tal vez él es el príncipe que esperaba, lo poco que sabe es que se preocupa por su salud y eso para ella lo hace único .

Louis me dejó en la puerta de mi casa y con un beso en la mejilla se despidió. Me sentía eufórica, lo había pasado realmente bien. Primero me llevó a las instalaciones donde vivían. Las habitaciones eran muy pequeñas, con una cama, una mesilla y un armario. Pero Louis me había dicho que pasaba muy poco tiempo en ella, y ¿cómo iba a pasar mucho tiempo si tenían una sala de juegos, un bar, y vivía con decenas de personas de su edad?

Me presentó a bastante gente pero siempre marcando el territorio. Les dejaba claro que él se había fijado en mí y que nadie intentara nada; los demás tenían una mezcla entre alucinados por su amigo y envidia por no ser ellos.

Las chicas que llevaban un pabellón de mujeres me miraban con recelo, supongo que muchas se habrían percatado de que Louis era un buen partido y ya le habrían echado el ojo.

Me tomé un zumo con ellos y luego seguimos en la visita guiada. Durante los trayectos me pudo contar bastantes cosas de su vida. Como que su padre también formaba parte de las SS. Su paso por las Juventudes Hitlerianas, donde conoció a mi padre, y así con todo mi interés puesto en él, siguió poco a poco hasta llegar a su trabajo en Auschwitz. Trabajo que, según pude comprobar después, le apasionaba.

Cuando entramos en el campo donde estaban los judíos, noté su poder, no hay nada más atractivo en un hombre que ver cómo manda en otros, cómo le temen, cómo les intimida, cómo es superior.

Todos agachaban la cabeza al verle pasar e incluso algunos le hacían una reverencia. En una de las ocasiones me noté acalorada y selo dije. Solo tuvo que decir una palabra en voz alta: «agua», e inmediatamente cuatro judíos me trajeron para beber.

Había sido como si fuera la princesa de alguno de los cuentos de mamá, incluso mejor. No me había importado que no me pudiera enseñar una de las partes, porque lo había hecho para protegerme, qué bien suena, protegerme de los enfermos judíos.

Lo que seguía sin entender es por qué los judíos les odiaban tanto. Los alemanes les daban trabajo, comida, a los enfermos los duchaban y desinfectaban, incluso había visto a muchos médicos dirigirse a esa zona; realmente eran unos desagradecidos por completo.

Y así, con este pensamiento, Juliana entraba en su casa a dormir. Mientras, en Auschwitz, un grupo de niños se metían a esas duchas de los enfermos, duchas de las que nunca saldrían, al menos con vida.

El sonido del aullido de los lobos y los insectos que se habían colado en la habitación y campaban a sus anchas habían sido las dos cosas más agradables de esa noche. De hecho, me habían impedido pensar y era lo que más me apetecía.

Como en mi vida, todo se trataba de mala suerte; justo cuando acababa de perder la conciencia durante un rato y mi cuerpo podía descansar, un sonido que destrozaba los tímpanos me había indicado que debía despertarme.

Como era nuestro primer día, habíamos imitado todo lo que hacían nuestros compañeros. Lo primero fue hacer la cama de la manera militar. Era imposible debido a que la paja del saco siempre dejaba algún pliegue por encima de donde debería estar.

Por supuesto, luego nos habían contado en filas de diez en diez y a los antiguos les habían revisado la ropa. En ese momento sucedió el primer castigo que vislumbré en Auschwitz, y como se dice, me mostró cómo era la realidad.

Ivri mostró sus zapatos al oficial, que parecía cabreado por algo, y éste hizo una mueca de disgusto. Intenté advertir qué era lo que le disgustaba pero no lo encontraba. Los zuecos estaban tan limpios que incluso se podría decir que brillaban.

—¿Qué te parece? —preguntó el oficial a su segundo. —Muy grave, señor —dijo éste evitando reír.
—Trae la vara de madera, por favor —dijo el oficial y su segundo salió corriendo.

Con un gesto de mano, hizo que Ivri se pusiera con el culo en pompa. No comprendía lo que ocurría, así que le pregunté a Isajar:
—¿Qué ha hecho Ivri? —lo dije en susurros para que no nos castigaran.
—Los zapatos —me dijo como si fuera obvio.
—¿Qué les ocurre a sus zapatos? —pregunté mientras los miraba de nuevo.
—Están demasiado limpios —afirmó Isajar.
—¿No se supone que debemos tener la indumentaria limpia? —creía que ésa era una de las normas.
—No, ni muy limpios ni muy sucios —yo seguía sin comprender, así que me lo explicó—: Si los tienes sucios, es indicio de que te has escaqueado de la limpieza. Si los tienes muy limpios, es un indicio de que no trabajas mucho.
—Eso es una estupidez —dije atónito.
—Bienvenido a un mundo rodeado de normas contradictorias —dijo con amargura Isajar.
El otro oficial llegó y comenzó a golpear a Ivri en el culo con una brutalidad increíble. Nuestro amigo nos miraba y nos guiñaba los ojos y sonreía, eso me despistaba aún más.
Creo que tras veinte duros golpes, el hombre paró; ya habría usado la suficiente adrenalina.
—Déjame ver —dijo con un tono frío a Ivri. Éste se bajó los pantalones y todos pudimos ver un culo que parecía rojo como el de algunos babuinos—. Por hoy es suficiente, espero que aprendas.
Ivri volvió a nuestro lado mientras el oficial seguía con su revisión. Aproveché para hablar con Ivri:
—¿Estás bien? —dije preocupado.
—Claro —contestó con una amplia sonrisa.
—No lo entiendo. ¿Cómo puedes estar tan feliz con lo que te acaba de pasar? —pregunté temiéndome que la gente con el tiempo se volvía loca allí dentro.
—Soy una persona alegre —dijo encogiéndose de hombros—, y eso es lo único que nunca me van a quitar —volvió a reír y siguió como si nada. A mí por supuesto me dio mucho que pensar. Creo queen su situación no me habría podido frenar y le habría propinado un puñetazo al oficial.

Ahora estaba en la mierda, y nunca mejor dicho. Mis compañeros de trabajo ya habían terminado pero yo tenía que limpiarlo todo. El juego con la princesa consentida me había salido mal. Pero había merecido la pena bajarle los humos aunque fuera solo un instante.

Aún escucho las voces de mi padre:
—¿Pero cómo le dices eso? ¿No ves que es la señora de la casa? —Ya, pero alguien tiene que bajarle esos humos, ni a un animal se le puede hablar así.

Después vino un hombre a por ella. Mis compañeros palidecieron, no entendía por qué, tampoco parecía más fuerte que los demás oficiales. Aunque cómo no, Isajar me aclaró quién era:

—Su nombre es Louis, de los alemanes es el peor, cruel y despiadado. Parece que tiene que ver con esta chica, así que nunca le digas nada que pueda tomárselo mal. Ha matado a personas por mucho menos. Puede matar porque no te guste la comida, así que ten mucho cuidado.

No mentían, le temían de verdad. Era como si el hecho de pronunciar su nombre les pudiera llevar a la muerte, así que decidí que no valía la pena jugármela. No volvería a hablar mal a la chica. No podía arriesgarme a que me pasara algo y padre quedará solo.

Estaba cargando palas de barro con excrementos cuando unos faros me cegaron. Un coche acababa de llegar, supongo que el de la bruja con aspecto de dama. Seguí limpiando, sinceramente, el olor era asqueroso pero me daba igual. Con todas las cosas que había imaginado que me deparaba el campo, limpiar mierda se podría ver como una de las mejores.

Antes de oír nada, me giré, no sé por qué, pero sabía que vendría. Supongo que era mucha tentación no regocijarse de su victoria.
—Ya veo que te estás divirtiendo limpiando. Cada uno tiene lo que se merece —habló con esa voz repipi que me exasperaba.
No la miré, no la contesté.
—Venga ya, ¿el gallo de pelea ya se ha asustado?
Ella quería picarme y no la iba a dejar.
—¿No me hablas porque no huelo cómo tú? Disculpa, es que hay gente que tiene dignidad. Se me olvidaba que eres menos que una persona —esperó a que contestara.
«Cuenta hasta diez, Ishmael, no, ella no te sacará de tus casillas».
—Entendido, no me vas a hablar nunca más —pausa, está esperando a que conteste pero a cambio recibe más silencio, como decía mi madre: «no hay mayor desprecio que la indiferencia»—. Por fin veo que lo has entendido. Yo soy alemana, mi raza es superior a la tuya, igual que los humanos son superiores a los animales. Nunca más me contestarás desafiante, no te atreverás ni a poner en entredicho lo que hable, si te digo que el sol es azul, es azul, ¿entendido?
—Sí, señora —me pellizco las palmas de las manos para no saltar.
—Bien, muy bien. Pensaba que me costaría más domesticarte. Hasta mañana.
Y así, sintiéndose superior, se metió a la casa. De vez en cuando se giraba y miraba de reojo, era como si temiera que me fuera a abalanzar sobre ella como una alimaña. Pobre señora consentida, me temía a mí, un judío indefenso, un tigre en una jaula de metal y luego disfrutaba con una hiena, una lista y malévola que la destrozaría poco a poco.
Nunca creí que se podría odiar tanto a una persona, aunque como dicen, siempre hay una excepción que confirma la regla. Pensar en ella me producía vómitos, no porque me hubiera mandado limpiar la mierda, sino porque con esa cara que parecía un ángel estabacon el demonio; es difícil mirar tanta belleza, tanta sencillez y estar prevenido. Cuando estás con un cuervo sabes que te puede sacar los ojos pero sin embargo, si estás con un cisne no piensas que te pueda hacer daño. Ella era un cisne de una nueva raza, carnívoro, que te podría devorar hasta las entrañas y algo dentro de mí me decíaque era con la que más cuidado debía tener porque «no hace daño quien quiere, sino quien puede».

Cuando regresé al barracón había más silencio que de costumbre. Solodos días allí dentro y ya conocía la rutina a la perfección, ya incluso me permitía hablar de ritos diarios.

Cuando caminaba con el oficial observé una cola de hombres, la mayoría mayores, que iban a Dios sabe dónde. Algunos de ellos los había visto la noche anterior en las literas de mi «nueva habitación», así sonaba mejor.

—¿Qué ha pasado, padre? ¿Dónde van todos esos? —me apresuré a preguntar al entrar.
—Nadie lo sabe. Eleazar me ha contado que muchas veces entran, se llevan a los mayores o débiles y nunca se vuelve a saber de ellos. Algunos dicen que les llevan a una especie de duchas y luego a trabajos más adaptados a su edad.
Me disponía a contestar cuando las luces se apagaron, silencio. Puede que eso fuera verdad, pero de ser así, ¿por qué la gente no se quería ir? Definitivamente, era otra de las mentiras que nos contábamos a nosotros mismos para así de alguna manera creer que nuestros compañeros están en un lugar mejor.
Esa noche nadie pudo dormir. Se oían pequeños lamentos por algunos que acababan de perder a un amigo o familiar. Otros, por el contrario, lloraban pensando que tal vez ése podría acabar siendo su final. La incertidumbre, el mayor enemigo.
Un pitido casi me destroza el tímpano. Los alemanes venían a nuestro barracón a hacer una revisión sorpresa, así que teníamos pocos minutos para arreglar la cama y vestirnos. Eché la pequeña sábana encima y la alisé dejando todo a la perfección, no quería problemas.
Como no tenía pijama y por las noches en noviembre no hacía calor, lo llevaba puesto todo menos el gorro, así que fue lo único que me tuve que poner.
Guardaba el de mi padre y el mío debajo de una «almohada». Cogí los dos y bajé de mi litera. Me coloqué el mío con cuidado y pasé a mi padre el suyo. Después todo, tenía que ser muy sencillo, saldríamos afuera, formaríamos filas, el oficial nos daría el visto bueno, nos vejaría un poco y se marcharía. Resumiendo, un poco de insultos, el oficial ya está realizado ese día, y a trabajar. Debería ser fácil y sencillo.
Percatarse de que algo va mal no es muy difícil, sobre todo cuando ves a un hombre corriendo de un lado a otro gritando que le van a matar. No tenía gorro, lo habría perdido o se lo habrían robado, no lo sé, lo único que sé es los ojos se le iban a salir de las órbitas del temor.
Las personas desesperadas siempre tienen dos opciones, unos se quedan en un lugar llorando y lamentándose y otros van directamente a la acción. Claramente eligió su segunda opción.
Enalgunos momentos parecía un animal corriendo a todos los lados como un loco, luego una máquina mirándonos uno a uno y examinando las posibilidades que tendría frente a una pelea por el gorro. En los ancianos se detenía bastante más, cuando miró a padre, pude ver un atisbo de esperanza en sus ojos. Mi brazo reaccionó agarrándolo del hombro y mis ojos lanzaron fuego a mi compañero.
Justo cuando empezaba a tener convulsiones por el temor, encontró lo que había estado buscando todo el rato, no su gorro, sino una víctima a la que arrebatárselo.
Un joven que no tendría más de catorce años estaba poniendo la almohada y en el otro extremo había dejado su gorra. El muchacho estaba muy delgado, apenas sesenta kilos en uno ochenta de altura.
De dos zancadas, el judío temeroso estaba junto al gorro del chaval, lo cogió y se dispersó entre la multitud.
Justo cuando el niño se daba cuenta que había perdido su preciado tesoro, unos alemanes aparecieron en la puerta, los encabezaba ése que tanto temían, Louis. Con un grito nos mandó fuera y nos pusimos en fila. No podía ver al niño pero sí oír sus lamentos. Comenzó a andar, se paraba en cada uno de nosotros y nos miraba con esos ojos azules que daban auténtico terror.
No sabía que la angustia tenía sonido, pero lo tiene y fue el detonante por el que noté que había llegado a ese joven. No podía girarla cabeza para saber qué estaba sucediendo. Por supuesto, Louis era consciente de ello y dado que le gustaban los castigos colectivos, le mandó situarse en el punto de la habitación donde todos podíamos observarle antes de empezar con el castigo.
—¿Dónde está tu gorro? —la frialdad no solo dominaba su rostro, sino también su voz.
—¡Me lo han robado, señor! ¡Le juro que lo tenía y me lo han robado! —repetía llorando, con la voz quebrada.
—¿Y quién te lo ha robado? —preguntó. El niño se encogió de hombros.
—Se lo suplico, no me haga nada. Guardaba el gorro como un tesoro pero me lo han robado.
Louis no hablaba, simplemente le inspeccionaba detenidamente. Mi corazón estaba latiendo a toda velocidad, expectante por la decisión final sobre ese niño.
—Claro que no te haré nada. Tú no tienes la culpa de que te lo hayan robado. Da un paso adelante.
El chico lo hizo, con temor y decisión. Se acercó a Louis con su cabeza baja.
—Míralos a ellos —dijo mientras le giraba—, ahora elegirás a uno y tú robaras su gorra, privándole así del privilegio de la vida.
Las convulsiones empezaron a ser más fuertes en el chaval. Pude ver su cara, los ojos eran pequeños y marrones, en un lago rojo provocado por el llanto. Tenía las ojeras muy pronunciadas, cosa que, junto con el hueso marcado de la nariz y mandíbula, le daban un aspecto aterrador. El chico nos miraba uno a uno, luego negaba con la cabeza y volvía a llorar.
—Señala a uno ya —le espetó Louis.
—No, no —decía entrecortadamente—. No puedo, señor.
—Esto sí que es gracioso, te doy una oportunidad de vivir y me la rechazas. No seas mal educado y elige a uno —sonrió con unos dientes afilados.
El chico volvió a intentarlo, en algunas ocasiones estaba a punto de señalar a algunos pero luego, al ver cómo éstos lloraban, retraía su mano.
—¡QUIERES HACERLO DE UNA VEZ! —gritó Louis, se estaba poniendo nervioso.
—NO PUEDO —gritó el niño mientras se derrumbaba y caía de rodillas al suelo.
—Está bien —dijo más calmado Louis mientras le tocaba el hombro—, levanta.
Se levantó, con el uniforme lleno de barro. Miraba hacia nuestra zona con ilusión, debía pensar que ese hombre le había perdonado pero no era así, su medio sonrisa indicaba que ahora empezaba la diversión para él y, me hacía una pequeña idea de lo que eso significaba.
—Ve hacía allí —dijo señalándole la alambrada enfrente de nosotros.
—¿Cómo dice…? —antes de terminar la frase lo comprendió. Debía caminar hacia la pared de ladrillo rojo donde había una alambrada.
No le dejaron ni empezar a andar, ya que dos oficiales le agarraron por los hombros y le llevaron. Intentó escapar pero pronto se dio cuenta que no podía y se quedó totalmente quieto.
—Aquí están tus compañeros —empezó Louis—, uno de ellos ha acabado con tu vida. Si alguien se atribuye el robo de tu gorro, morirá por ti —ahora nos miraba a nosotros—, si no, pagarás por él —clavó la mirada en cada uno de nosotros—. Os doy un minuto para que salga el culpable.
Pero nadie habló, en el fondo todos sabíamos que eso no iba a ocurrir. Nos mirábamos los unos a los otros tratando de sacar la valentía para salvar al niño, pero no lo hicimos. El minuto pasó más rápido que un trueno y pronto llegaron las consecuencias.
—¿Nadie sale? —preguntó—. Sabía que erais unos cobardes pero dejar que muera un niño… Eso está muy pero que muy mal —repuso con ironía—; ahora sed conscientes de que todos vamos a matar a este joven poco a poco. Quiero que tengáis los ojos bien abiertos mientras le disparo —amenazó—, porque todos somos cómplices de esto.
Lo que ocurrió a continuación fue muy rápido aunque no por ello menos doloso. Al principio el chico permanecía en silencio pero cuando Louis comenzó a cargar el arma se volvió loco. Nos gritó, nos suplicó ayuda, lloraba y gemía mientras por el bajo del pantalón caían unas gotas.
Con un soloBoomtodo acabó. Louis no tardó en marcharse dejando el cadáver ahí. Había conseguido su realización maligna del día, no solo por haber matado, sino porque sabía que a los demás nosdejaba con un cargo de conciencia de por vida. Todos habíamos matado a ese niño, el cual, no había querido convertirse en asesino salvando su vida.

CAPÍTULO 4

Mientras me vestía, cantaba una canción a toda potencia. Me sentía feliz, todo había salido a pedir de boca. En primer lugar, por fin era superior al judío que había osado intimidarme; por otro lado, había conocido al hombre de mi vida, Louis, el ser más maravilloso que habitaba la Tierra.

Measomé a la ventana y pude contemplar cómo un tímido sol luchaba contra las nubes para hacerse con el poder del cielo, y con mis dotes de adivina aventuré que ese día ganaría. Habría bajado los escalones de cuatro en cuatro pero por precaución lo hice solo de dos en dos.

El olor a croissantrecién hecho me guió por sí solo hasta la cocina, donde un verdadero buffet de manjares me esperaba. Me serví un tazón de leche fría que bebí de un trago, por lo que tuve que rellenar. Cogí una bandeja de bollos de diferentes tipos y me dirigí al patio portando una mantita.

Me senté en un pequeño banco que aún estaba rodeado de césped y di un mordisco pequeño al dulce de leche. Busqué a los judíos pero no los vi. Al cabo de un rato la estampa de estar sentada sola viendo la naturaleza comenzó a parecerme insuficiente, así que fui a mi habitación, abrí el baúl y cogí un relato de mi madre para leerlo.

Lo que más me gustaba de sus historias era que siempre tenían una moraleja, una ayuda para hacer a la gente mejores personas. Ella, siempre tan buena, creía en la bondad humana, pero yo a estas alturas sabía que no existía. Como me ocurría siempre que leía un buen libro, no tardé en evadirme de la realidad. En mi cabeza yo estaba luchando con monstruos, por ello no presté atención a los trabajadores que poco a poco habían llegado.

—Disculpe, señorita —era un hombre mayor con una voz dulce—, vamos a tener que abrir el suelo por aquí y desprenderá olor y, como sé que no le gusta…

Me fijé que el hombre miraba sin cesar con el rabillo del ojo los dulces. Su delgadez era excesiva, se le notaba cada hueso de su cuerpo.
—Gracias por avisar, me meteré dentro.
Miré todo el jardín, y si no quiero mentirme a mí misma, lo que buscaba era ver a Ishmael, quería ver si ya había amansado a la bestia. Tarde menos de treinta segundos en encontrarle, tenía su miradaclavada en el hombre de delante de mí. En ese instante me percaté de un detalle, miré intensamente al anciano y pude ver una prolongación de Ishmael, un Ishmael maduro, el Ishmael futuro pero sin saber por qué, a diferencia de su hijo, este hombre me inspiraba cariño. Por segunda vez en menos de dos días hablé y actúe sin mandar en mí, alguien me guiaba, algo dentro de mi ser se movía y yo no podía detenerlo; definitivamente era más fuerte que yo:
—Tome —dije mientras le tendía la bandeja de croissants.
—¿Cómo dice? —el hombre parecía contrariado, como si no supiese si era verdad o tan solo otra broma cruel.
—Tome los croissants, yo ya no puedo más.
—Pero… si quedan al menos ocho, ¿nadie los querrá?
Le sonreí con amabilidad. ¿Qué me pasaba?
—Tranquilo, ésta es mi ración, en el fondo me hace usted un favor, así no pierdo la línea, que aún no estoy casada.
—Gracias —su cara expresaba tanta alegría que me hizo sentir incomoda. ¿Cómo esa tontería podía hacerle tan feliz?
Y dejándole contrariado repartiéndose los croissants, le dejé en el patio. Mi cabeza quería girar y ver cuál había sido la reacción de mi enemigo, tal vez incluso pensará que le había intentado envenenar. Me reí en mi fuero interno. No, no miraré, total, quedan bastantes días de trabajo para este juego que tanto me divierte.
Una vez en la habitación volví a mandar en mí misma y me pellizqué el antebrazo, ¿le había hablado de usted? ¿Había tratado a un judío como un «amigo»? No, no podía ser.
Intenté averiguar qué me pasaba, por qué había actuado dos veces de esa manera y solo llegué a una conclusión: debía mantenerme más alejada de ellos, padre ya me lo había avisado: «son listos, manipuladores, acabarás creyendo en ellos».

El crepúsculo formó en el cielo preciosos rayos de tono rojizo los cuales atraían la atención como si se tratase de imanes. No podía evitar pensar que las cosas más bellas provenían de la materia prima de la tierra sin necesidad de ser artificiales. Louis no lo miraba porque, tal y como decía mi padre, ese tipo de pensamientos eran solo de mujeres.

Pronto tuve que dejar el espectáculo de la naturaleza para fijarme en cosas más terrenales, y es que los caminos que llevaban a las instalaciones de los oficiales estaban llenos de barro y piedras. Mis tacones de diez centímetros que estilizaban mi figura me harían deslumbrar en la cena de esa noche pero ahora se clavaban en el suelo y amenazaban mi estabilidad al andar.

Todo había sido idea de Alger. El asocial había decidido acompañar a Louis a buscarme. Éste pensaba venir en el cómodo y calentito coche, pero Alger le había sugerido que tal vez me apetecería ir andando para ver los paisajes y la puesta de sol y por esta razón ahora parecía que venía de un circo y que iba haciendo equilibrios.

Estaba tan concentrada en no caer y el pavimento que solo me percaté que habíamos llegado cuando noté que el suelo era firme y pude respirar con alivio. Un ruido de hombres hablando a voces y brindando copas de vidrio fino resonó. Louis, con su caballerosidad particular, sujetó la puerta mientras yo entraba lentamente y me agitaba el cabello.

Las ilusiones de cena romántica se desvanecieron y dieron paso a la mayor fiesta que yo había observado en toda mi vida. Louis comenzó a presentarme a tanta gente que decidí que no me iba a molestar en memorizar ni uno solo de sus nombres.

Nunca había acudido a una fiesta que no fuera de la alta sociedad con mis padres y en ésas solo se me permitía estar sentada hasta que se sirviera la primera copa de alcohol o lo que es lo mismo, solo podía cenar y a veces ni me daba tiempo a terminar. Por eso, tenía mucha curiosidad en ver a un hombre borracho. Inspeccioné el local en busca de los signos que siempre me habían contado y me di cuenta que casi todos iban en ese estado de embriaguez, por lo que pedí mi primera copa y le di un sorbo. Sabía amargo, mucho peor que los batidos que había tomado hasta entonces. Aun así, me encantó la sensación de ser mayor.

Entonces una chica rubia, con ojos claros y el cuerpo más robusto que había visto en una mujer me habló:
—Bueno, así que tú debes ser la famosa Juliana, mi nombre es Leyna.
Le di la mano y ella la estrechó, la tenía fuerte, me hizo daño, parecía un hombre.
—Encantada —dije tímidamente mientras daba otro sorbito y cogía un poco de queso de una bandeja.
—Me han dicho que llegaste ayer, ¿qué te parece la vida por Auschwitz? —me miraba suspicaz.
—No está mal, aunque por ahora solo conozco a dos personas —sonreí y miré a Alger y Louis—, espero hacer más amigos —di un pequeño bocado al queso y me terminé la primera copa.
—Bueno, ya me han dicho que han metido a unos judíos en tu casa, ellos pueden ser buenos amigos —Leyla habló con la boca llena, comía con ansiedad, como si se fuera a acabar la comida, pero yo sabía que con la cantidad que había eso era imposible.
Toda la mesa estalló en carcajadas, yo no entendía la broma pero reí. El único que parecía no inmutarse era Alger, me daba la impresión de que estaba allí pero era asocial. Aproveché mi desconcierto para coger un cigarrillo de una de las mesas y fumar como el resto de los comensales hacía. Nunca lo había probado, así que traté de aspirar el humo con toda la capacidad de mis pulmones. La sensación fue asquerosa, me puse a toser como si me muriera y la boca me sabía a cenicero. Lo apagué con fuerza contra el cenicero y bebí otra copa tratando de eliminar cualquier resto de su sabor.
El primer plato llegó en ese momento y me evitó pasar un momento bochornoso. Eran filetes de cerdo deliciosos.
—Ey, qué os parece si cogemos unos filetes para nuestros amigos judíos —dijo Louis y todos rieron, yo quería caer bien, así que me dispuse a hacer mi primera broma.
—Yo esta mañana les he dado a los trabajadores unos bollos y no veas lo felices que se pusieron —como nadie se reía procuré completar la broma—. Vaya amargados, tanta felicidad por unos míseros croissants.

Esperaba las risas, pero nunca llegaron. Me miraban incrédulos. —¿Te lo han pedido? ¿No te habrán dicho que solemos darle nuestra comida? —Louis hablaba deprisa, me ponía nerviosa porque no sabía cómo debía actuar. Todos me miraban callados, ya la había liado. Intenté beberme otra copa pero Louis me agarró el brazo demostrándome que no podría beber hasta que contestara. —No… —titubeé, no sabía qué decir—, es decir, ya no tenía

más hambre y para que se tiraran…

Por la manera de actuar de mis compañeros, supuse que había roto algún código interno que no alcanzaba a entender.
—Es su primer día, le habrán dado pena —dijo mientras se dirigía al resto—. Te acostumbrarás, no les des nada, no lo merecen. Nosotros les damos cosas cuando lo ganan trabajando. Si tú les das sin que hagan nada, dejarán de rendir, ¿entiendes?
—Sí —contesté corriendo—, lo lamento mucho.
—No pasa nada, sigamos con la fiesta, ¿más vino, preciosa? —asentí deprisa y mi copa se llenó de un líquido rojo que parecía sangre y que como el líquido anterior, bebí de un trago.
La fiesta continuó como si nada, pero yo ya no sabía qué estaba bien y qué estaba mal. Intenté pasar desapercibida. Así que escuché todas sus anécdotas de trabajo, reí cuando todos lo hacían e intenté pillar algunas bromas entre ellos, introducirme en su «hermandad». Una que les hacía mucha gracia y nunca pillé fue: «Cuando los niños se porten mal, ya no hará falta regañarles, solo decir: ¿queréis ir a la ducha?». Aunque no lo pillaba reí, solo había otra persona que parecía estar más fuera de lugar que yo, Alger. Eso no era bueno, me sentía identificada con el ser asocial.
Me sentía una documentalista fuera de su hábitat natural. Poco a poco comencé a comprender la rutina de lo que tanto divertía a la gente joven. Conforme bebían, el volumen del ruido aumentaba. Peleaban y hacían las paces de manera aleatoria. Las chicas cada vez llevaban menos ropa y ellos parecían más desesperados. Cuando la música comenzó, las chicas vieron en eso la excusa para bailar desinhibidamente, como no haría nunca una dama.
Louis se movía como pez en el agua. Era tan guapo, tan majestuoso, a todos les encantaba, era el mejor, era mi destino. Me senté en un sofá mientras observaba a toda la gente reír borrachos de cualquier tontería que sobrios les habría resultado indiferente. —Hola —Alger se había acercado y estaba frente a mí. —Hola, ¿qué tal lo estás pasando?
—Bien —contesté con media sonrisa. Le miré y le hice la pregunta que me estaba comiendo por dentro toda la noche—. ¿Tan malo es lo que he hecho? Es decir, no sabía que iba contra vuestras normas… —sollocé mientras me mareaba un poco.
—Ey, tranquilízate. No has hecho nada malo, no hay normas con respecto a eso. Son ellos los equivocados, no tú —mientras hablaba se acariciaba con nerviosismo la parte trasera de la cabeza.
Intentaba decirme algo más pero le interrumpí:
—Gracias —no sabía por qué pero me apetecía seguir hablandocon él. Que me explicara todas las cosas sin juzgarme.
Me disponía a simpatizar más con Alger cuando vi en el fondo de la sala a Louis con una rosa roja. Para mí. Me sonrojé, me indicó con el dedo que acudiera, pero ahora no podía marcharme, no, no quería dejar solo a la única persona amable, Alger. Él leyó mi mente.
—Tranquila, ya me marcho. Sólo una última cosa, no cambies, eres mejor que los que hay aquí.
Con paso firme se marchó sin que ninguno de los presentes se percatara de su ausencia. Solo yo le seguí con la mirada hasta que vi que desaparecía por el umbral. Louis se estaba impacientando, así que acudíen su encuentro. Había deseo en su mirada. Sin avergonzase, miró cada centímetro de mi piel. Alrededor, todas las chicas me miraban furiosas; Leyna ya no se divertía, me odiaba, estaba segura.
—Esto es un pequeño regalo para ti —me tendió una rosa y un pequeño paquete—, espero que te guste.
Me mordí el labio, nunca en mi vida un chico me había dado un regalo. Nunca me habían cortejado, era como una princesa en un castillo de hielo, nadie se había acercado a mí y, siendo la primera vez, me sentía nerviosa, excitada. Cuando abrí la pequeña caja observé un colgante, era precioso. Con una medallita en medio, me encantó.
—Muchísimas gracias —le miré a los ojos, cerca de su cara, dos centímetros y nos habríamos besado.
Puso sus manos con fuerza alrededor de mi cadera y bailamos durante mucho tiempo y, bebimos, bebimos mucho, hasta que yo no podía parar de reír, de hablar, estaba contenta; enseñé el regalo a todas las que me preguntaron y, aunque sabía que no debía, presumí de él. Fuimos en el coche riendo, él incluso cantaba, en ocasiones el volante se le iba y derrapábamos, daba igual, era tan divertido.
Cuando llegamos, me acompañó hasta la puerta.
—Me encantas, Juliana, eres perfecta —dijo balbuceando por el alcohol. Parecía que hablara otro idioma pero el alcohol me había permitido entenderlo y hablarlo yo también—. Esta noche solo hemos hablado de mí, mañana me contarás cosas de tu vida, de tus amigas, ¿vale?
—Sí —le contestaba sin pensar, en mi interior solo quería complacerle.
—Me recuerdas a un cisne —me besó la mano—, mañana nos vemos.
Intenté hacer un símil con un animal antes de que se marchase pero el único animal que inundaba mis pensamientos era una serpiente y, no es muy romántico que digamos.
Iba borracha y no tenía sueño. Entonces supe qué era lo que quería: iría a ver al judío a reírme un poco para acabar la noche bien mientras limpiaba la mierda. Al llegar al patio no había nadie, me metí en la cocina y allí estaba Ada.
—¿Dónde está el trabajador? Se suponía que tenía que limpiar la casa todas las noches —mientras hablaba, casi pierdo el equilibrio.
—Lo siento, Juliana, pero hoy los han cambiado y, han traído a otros nuevos —dijo mientras ponía mi brazo encima de su hombro y me ayudaba a subir hacia la habitación.
Una vez dentro me puso el pijama mientras yo agitaba las piernas como una niña. No sabía qué me pasaba, pero no coordinaba nada. Me tumbó en la cama y me arropó, justo cuando se dirigía a la puerta, intenté hablar antes de que el sueño inundara mis sentidos:
—¿Cuándo vuelven? —dije en el idioma de los borrachos.
—Creo que nunca, señora, ha sido un cambio definitivo. Esos jóvenes eran fuertes y los necesitan para otro tipo de trabajo —su gesto cambió. ¿Intentaba que le confiara un secreto? —. ¿Es por algo especial? Usted puede hablar para que vuelvan…
—No —contesté inmediatamente—, era curiosidad.

Y así, sin más, se durmió. A diferencia del día anterior, su sueño no fue tranquilo, estaba emocionada por su primera cita con el oficial Louis, o eso pensaba ella. Si hubiera mirado más en su interior, se habría dado cuenta de que esa parte, la que actuaba sola, la que le había dado los croissants a David, lloraba desconsolada y no compartía para nada la opinión de Louis como hombre de su vida; esa parte había empezado a grabar en el alma a fuego otro nombre.

Salivó como un animal antes de comerse el bollo. Algo tan habitual en su anterior dieta se acababa de convertir en el mejor manjar en meses, aunque a él le parecieran años.

Después, un monstruo vestido de oficial le había cambiado de destino. Una fábrica, ése era su nuevo trabajo. El edificio ya estaba construido pero faltaban las máquinas. Ese día su trabajo había consistido en llevarlas, pesaban mucho, pero eso le gustó; aunque le dolían los músculos, le hizo sentir fuerte.

Además, sus compañeros le habían animado:

 

—Está bien, muy bien que nos hayan mandando a la fábrica

—dijo Isajar.
—Ya ves, por fin algo bueno —le contestó Ivri con ese entu
siasmo que empezaba a ser habitual.
—¿Por qué es bueno trabajar en una fábrica? —preguntó David. —Bueno, mientras ellos te vean útil sigues con vida. Por lo visto somos útiles porque hasta nos cambian de destino —dijo Isajar
emocionado.
—Cuéntale lo práctico —le interrumpió Ivri con una sonrisa
de oreja a oreja—, a la gente que mandan trasportar las máquinas a
la fábrica acaba trabajando en ella.
—Lo que se traduce en ración doble de comida —terminó la
frase Isajar.
—Parece que hemos empezado con buen pie —dije. —Aunque a lo mejor hay alguien aquí que echará de menos
algo de la gran casa —Elezar me miraba a mí y crei intuir me guiñó
un ojo.
—¿Por quién lo dices, Elezar? —respondió Ivri—. La sirvienta era guapa. ¡Eh, no me miréis así! ¡Puede que esté en el infierno
pero sigo teniendo ojos!
—Cállate —repuso Isajar.
Todos reímos, sabía que no se refería a él, Elezar se refería a
mí. Durante la tarde procuré meditar qué le había inducido a pensar eso; supongo que mis «bromitas» con la hija del gran jefe de los
despiadados. Se notaba que no me conocía porque nunca, en mi vida,
me fijaría en ella, antes muerto que con una mujer así. Una cosa es
vivir en el inframundo y otra muy diferente enamorarte del diablo.
Mientras pensaba esto, me divertía y no sé describir por qué me sentí más eufórico que de costumbre.

Era media noche cuando empezamos a oír ruidos y gritos en el patio. Esta vez no eran de lamentos, sino risas y gritos de diversión. Las luces se encendieron y un oficial entró.

—¡Todos en pie! —se tambaleaba mientras hablaba.

Nos levantamos y pusimos la gorra al instante, yo ayudé a padre. Me puse delante de él como siempre, si venían a llevarse a los viejos a esas excursiones de las que nunca volvían, le ayudaría, daba igual si mi vida se iba en el intento.

—¡Todos a la calle inmediatamente! —chilló.

La imagen que nos esperaba fuera no era para nada halagüeña, allí estaban siete soldados borrachos, con una botella que intuí era whisky en la mano. No sé por qué, uno de ellos destacaba, era muy alto, muy rapado, con unos ojos azules como el hielo que daban miedo. Pronto le reconocí, era Louis.

—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó uno al gigante.

—Desnudaros y corred. Tú —dijo mientras señalaba al capo—, coge piedras y tráemelas.
—Enseguida, señor —contestó su ferviente siervo.
Nos despojamos de nuestra ropa como animales. Tan solo nos dejaron conservar los calzoncillos a algunos. Corrimos, el aire helado calaba en nuestros huesos pero no permití que me vieran flaquear, aunque por dentro sentía cómo las agujas se clavaban entre los músculos y en las articulaciones.
Estaba agotado pero llevaba la cabeza bien alta, como si aquello fuese un placer para mí. «Fuerza y honor, te mantendrá a salvo por lo menos mentalmente», pensé en mi amigo Javier diciéndomelo antes de marchar del ghetto.
Cuando el capo llegó con las piedras de todos los tamaños, empezó la diversión para los alemanes; nos las tiraban como si fuéramos una atracción de feria. Algunos caían del impacto, otros gruñían de dolor y se empapaban de sangre.
No me alcanzó ninguna y, gracias a Dios, a mi padre tampoco. Una piedra dio de pleno en la cabeza de un muchacho y se le escapóun «joder»entre susurros. Esa mísera palabra les otorgó el derecho a empezar con un juego más subidito de tono, le empezaron a golpear, le escupían, le insultaban a él y a sus muertos. Se mofaban de cómo mataron a su madre, de cómo se la follaron una vez muerta; el chico no hablaba, solo lloraba desconsoladamente.
Cuando fui consciente, ya estaba parado y con los puños en tensión. «No lo hagas», oí que dijo padre, pero no hice caso, ya no era racional, era un animal. No soportaría otra muerte como la del joven de la gorra. ¡NO!
—Dejadle en paz —grité.
Todos los alemanes se dieron la vuelta, ahora ya no reían, miraban cabreados, deseosos de sangre. Como si de una manada de leonas se tratara, pronto estuvieron todos a mi alrededor con una mano cerca del revólver. Esperaban un rugido de su león jefe para actuar.
Antes de que se pronunciase, me empezaron a pegar entre todos, solo veía manos y piernas, me defendí. Tiré a dos al suelo, les golpeé con codazos en el estómago, consciente de que les hacía daño. Entonces, un palazo en la cabeza y caí al suelo. Los escupitajos me caían en la cara. Sangraba por la nariz. Pero no les suplicaba, les miraba con odio. El grupo se abrió y dio paso a la bestia inmunda, al gigante Louis que apestaba a alcohol.
—Dejadle vivo, va a ser más divertido torturarle poco a poco. El día que cambie su mirada de asco por la de miedo, le mataremos, y estad seguros de que lo hará —me recordaban a una ¿serpiente? Y con un sonido más propio de animal, me dijo—: De eso ya me encargo yo. ¡Volved todos al barracón! Mañana, a trabajar una hora antes.
Me levanté con dificultad y tuve que agarrarme al primer compañero que se acercó para no caer al suelo. Había un charco de sangre en la parte del suelo donde me había caído. Palpé mi frente y descubrí una pequeña brecha que tendría que cicatrizar por sí sola y que esperaba no se infectase. El oficial me miraba divertido, me había convertido en su mejor juego para horas muertas.
—Gracias —dijo el joven al que defendí captando mi atención—, me llamo Nathan, estoy aquí para lo que quieras.
Ni siquiera me paré a conocerle. Quería tumbarme en mi cama y descansar de inmediato. Padre me miró con el gesto de «casi te pierdo, gilipollas», pero también con un deje de orgullo en sus ojos.
Y así, mientras mis muslos intentaban recobrar la fuerza para el trabajo del día siguiente, una alarma se creó en mi inconsciente. ¿Qué sería de la niña mimada si acababa con aquel ser despreciable? Pero ése no era mi problema. ¿O sí?

CAPÍTULO 5

La cabeza me iba a estallar. Era como si pequeños gusanos se movieran por el espacio destinado a mi cerebro produciéndome pinchazos de manera incesante. No volvería a probar el alcohol en mucho tiempo, al menos no en esas cantidades. La boca me sabía mal, pastosa y noté que mi aliento debía parecer el de una mofeta, así que fuial cuarto de baño a lavarme los dientes.

Mientras bajaba las escaleras, recordaba mi maravillosa noche con Louis y, cómo Alger había pasado de ser asocial a la única persona que me comprendió. Estaba rememorando cada momento de la última noche cuando llegué a un detalle. Louis quería saber cosas sobre mí, historias de mi vida y yo no tenía nada que contar.

En la escuela nunca había sido muy importante, era una chica un tanto gafe; si había una pelota y tenía que golpear a alguien, ésa era a mí, si alguien se caía, ésa era yo, por ello las demás niñas preferían jugar entre ellas antes que conmigo.

Luego crecí y seguí sin integrarme, era bonita, tenía dinero, clase, pero no nos compenetrábamos. Sus conversaciones me parecían vacías y, a ellas las mías, demasiado profundas. Cuando les hablaba de mi último libro leído, ellas me respondían hablando de dinero, de chicos, de ropa, temas que no me interesaban. Poco a poco fui cerrándome en mí misma y en mi madre.

Me evadía de la realidad en sus historias, ésas que me hacían sentir la protagonista, con millones de amigos, con una realidad perfecta y feliz. Madre siempre decía: «eres demasiado especial, pequeña, pero el destino te tiene reparado algo, lo sé». «¿Cómo?»,respondía yo. «La gente buena siempre tiene su propio final de cuento de hadas».

Siempre confié en esas palabras de madre pero, cuando ocurrió la desgracia, me di cuenta de que la gente buena no tiene su historia alegre. A partir de ese momento quise tener amigas y cambié, me volví fría y banal y mis intereses cambiaron para adaptarse a la mayoría, pero ya era imposible, la gente se marchaba, había desconfianzas y casi todo el mundo permanecía con su familia, por lo que continué sola.

Ahora, por primera vez en la vida, tenía la oportunidad de tener gente a mi alrededor que me quisiera y, entre ellos, Louis era el que más me importaba. Pero claro, en cuanto le contara que la mujer de sus sueños era solo una marginada, dejaría de fijarse en mí, siempre habría alguien más interesante. Entonces tuve una idea, una locura, pero podría servir.

—Ada, ¿dónde estás? —pregunté mientras deambulaba por la casa.
—Aquí —contestó una voz en la planta de arriba.
Estaba aireando mi habitación mientras se mecía de un lado para otro.
—¿Qué desea, Juliana?
Nosabía ni siquiera por dónde empezar.
—Bueno, he pensado que ya que estamos las dos solas todas las mañanas, podríamos conocernos.
—Sí, como guste —dijo con cautela, desconfiada.
—Es decir —me expliqué—, no digo ser amigas ni nada de eso, simplemente saber de nuestra vida.
—Cuénteme lo que quiera, la escucho —repuso con amabilidad—, pero si no le importa, mientras hablamos yo voy recogiendo la casa.
—No, no me importa. Se puede hablar de pie —tenía que ir directa al grano—. Ada, antes de venir aquí, ¿qué hacías con tus amigas para divertirte? ¿Tienes anécdotas?
Se giró en redondo. ¡Mierda! Seguro que me había pillado, sabría que tendría intenciones ocultas. ¿Por qué sino me iba a interesar su sencilla vida?
—¿De verdad quiere saberlo? —parecía que tenía una buena dosis de confusión.
—Sí —le dije con una amplia sonrisa, había mordido el anzuelo—, ya que casi vivimos juntas, quiero saber cuáles son tus aficiones, conocerte.
—De joven tenía muchas amigas —dijo después de meditar—. Vivía en un pueblecito en el que apenas éramos doscientos habitantes, por lo que todo el mundo se conocía muy bien. Yo tenía cincohermanos mayores, todos varones, así que tenía una sobreprotección; en una ocasión, uno de ellos… Oh, lo siento, estoy siendo muy pesada.
—No —dije con desesperación—, empieza tú, cuando me aburra te lo diré.
Ella asintió y continuó. Desde ese momento supe que se había evadido de la realidad y aunque continuaba ayudando con mi habitación, lo hacía mecánicamente, con la cabeza puesta en otro lugar.
—Pues bien, a uno de ellos le gustaba una amiga mía, entonces un día vino a nuestro claro del bosque (es que mis amigas y yo siempre nos reuníamos en un claro, al lado de un río a contarnos nuestras cosas). Llegó y se escondió y escuchó todo para luego poder cortejar a mi amiga; lo que él no sabía es que ese día hicimos el juego al revés, teníamos que decir lo que más odiábamos como que nos encantaba. Total, que ella odiaba a los hombres cursis, que recitan poemas y regalan con rosas —recordé la rosa de mi tocador regalo de Louis y pensé que esa chica era idiota—. Al día siguiente estábamos en mi casa mi amiga y yo y entró en la cocina con una rosa para cada una y hablando de una manera lírica; mi amiga dijo que era odioso. Así que consiguió el efecto contrario —estalló en carcajadas, se balanceaba entre sus grandes caderas, me pareció un momento raro y especial—, quién le iba a decir —continuó— que años después acabarían casándose, con lo mal que había hablado de él. «Idiota reprimido», le llamó… —de repente su voz se apagó y sus ojos se volvieron vidriosos, tal vez la historia no tuvo un final memorable—. Y usted, ¿qué me cuenta?
Me apetecía contarle algo, no me gustaba su cara. No es que ella me importara, pero si quería sacar más información, también tenía que aportar yo algo, ¿pero qué? Bueno, había una cosa que tal vez pudiera contarle falseando un poco la verdad.
—Yo tenía una amiga que escribía, escribía los mejores relatos que jamás oirás. Un día por semana quedábamos en mi patio y ella me los leía y yo me imaginaba la protagonista de sus historias —me reí de mí misma—, luego merendábamos juntas y jugábamos toda la tarde.
—Se nota que quería mucho a esa amiga —me dijo, los vidrios habían desaparecido de sus ojos.
—No lo sabes bien —esta vez era yo la nostálgica.
—Nosotras hacíamos algo parecido pero diferente —escuché atenta—. Es una tontería pero yo quería ser actriz, de teatro, viajar por el mundo interpretando las mejores obras. Ellas, para ayudarme, escribían cada semana una obra y las interpretábamos en nuestro claro. Por supuesto, yo siempre hacía el papel principal y ellas los secundarios, pero lo pasábamos bien.
No sé cuándo empecé pero la estaba ayudando a recoger. Otra vez estaba haciendo cosas sin ser consciente pero en esta ocasión no me importaba, quería ayudar a Ada, estaba a gusto con ella. Tal vez ella era la única diferente pues no me parecía malvada.
La conversación era entretenida hasta tal punto que el tiempo se me estaba pasando volando. Me estaba contando una caída en el río, se tropezó y cayó de culo. La falda se le quedó subida pero ella no se dio cuenta, así que al salir, todos los chicos del pueblo le vieron las bragas. Me dolía la tripa de reír cuando apareció Alger:
—¿Qué ocurre aquí? —nos vio—. Pensaba que alguien estaba gritando, no que eran risas —miró mis manos mojadas por el friegue, y muy serio, dijo—: Juliana, ven conmigo.
Ada comenzó a temblar instintivamente, asustada. Como si algo malo le pudiera ocurrir por haberse dejado ayudar. Le hice un gesto para que no se preocupara pero no creo que surtiera efecto.
Alger me guió hasta el patio y sujetó la puerta para que yo pudiera salir. Fuera, el día estaba nublado con un cielo bañado de diferentes tonos grises. A lo lejos se oían truenos y se veían los fugaces destellos de los relámpagos. Tirité de temor. Mi madre siempre me decía de pequeña que los árboles atraían a esos pequeños rayos de electricidad y mi casa estaba rodeada.
No me había dado cuenta de que estaba temblando hasta que noté cómo el oficial colocaba su chaqueta sobre mis hombros.
—¿Te importa que demos un paseo? —me preguntó serio.
—Vale—titubeé mientras miraba de reojo el espectáculo de la naturaleza.
Anduve en primera posición para poder elegir el camino que íbamos a seguir. Éste fue el que seguía de frente, un camino de tierra y piedra rodeado por laderas verdes. Alger sugirió ir hacia el otro lado, ya que los árboles nos resguardarían en lugar de mojarnos,a lo que me negué.
—¿Qué significa lo que he visto? —me sorprendió que comenzara la conversación después de diez minutos con esa pregunta corta y directa como él.
—Estaba hablando con Ada —contesté secamente, él no era quién para meterse en lo que yo hacía.
—¿Y por qué tenías las manos mojadas? —las señaló antes de que me diera tiempo a llevarlas a mi espalda—, ¿la estabas ayudando en sus tareas?
—Espera un momento —le interrumpí antes de que terminara—, ella no me ha pedido nada, lo he hecho porque quería. Quiero ser útil, es aburrido estar todo el día sin hacer nada aquí en esta casa gigante vacía.
—Pero TÚ no tienes que hacer nada, ésa es su tarea.
—YO hago lo que quiero y, si me apetecía limpiar, lo hago, sea la tarea de quien sea.
—Tranquila —su tono de voz bajó, más calmado—, ya sabes que a mí me da igual pero ya viste que no todo el mundo piensa como yo. Para la gente no está bien que ayudes a una persona de su clase, Juliana.
—Me acuerdo—recordé el momento incómodo de la cena, las miradas de todos clavadas en mí—, pero a ti no te parece mal. No entiendo por qué me regañas. Creí que me entendías.
—Yo no te regaño —contestó enfadado—, no podría —dijo en un susurro—, es solo que no sabes qué pasaría si en vez de verte yo hubiera sido Louis o tu padre.
—No me dirían nada, ellos no se meten en mi vida.
—Sabes que eso no es así…
—¿Y qué harían según tú? —cada vez subía más el tono.
Él me paro, me cogió las manos pero al minuto las soltó asustado por el contacto físico.
—Ellos no lo verían bien. Ellos no te verían como yo.
—¿Y cómo me ves tú? ¿Cómo una estúpida? ¿Cómo alguien que está aquí para hacer difícil tu estancia? —me puse a llorar como una niña pequeña y aún recuerdo que más tarde me avergonzaría mucho de este momento.
—Nunca digas eso ¡NUNCA! —gritó—. ¿Quieres saber qué pienso cuando veo cómo actúas? —asentí—. Pienso que ojalá todo el mundo fuera como tú, que esta mierda de guerra no existiera, que mi padre no me hubiera obligado a estar en las SSy pudiera seguir enmi pueblo. Y, tal vez, solo tal vez, una chica la mitad de preciosa, encantadora y buena, se fijara en mí y no en tipos como Louis,y poder formar una familia.
Me dejó sin palabras, yo le gustaba, no solo le gustaba, era el único que me veía como era y me aceptaba. No sabía qué cambio se había efectuado en su circuito cerebral en tan poco tiempo; el primer día me ignoraba y ahora me piropeaba. Pero yo no le podía hablar. En esos momentos tenía que ofrecerle algún gesto de cariño pero, dado que el abrazo me pareció demasiado personal, me limité a darle dos golpecitos en la espalda a un metro de distancia.
—Gracias, pero no hables así, encontraras a la mejor de las mujeres —lo decía de verdad.
—Es duro tener que luchar por algo en lo que no creo. Ver cómo llegan personas como tú, puras, y acaban convirtiéndose en bestias. Para ellos no es un trabajo asqueroso, es una diversión. No quiero que juntándote con Louis acabes así, solo es eso —escupió las últimas palabras.
—Nunca lo haré. Louis solo tiene una fachada, es bueno. Pero si alguna vez veo que me empieza a cambiar como a una «bestia» como dices, le dejaré, no me cambiará.
—Gracias, solo necesitaba hablar con alguien. Decir mi verdadera opinión sin que me juzguen. Gracias —no volvió a hablarme en todo el camino pero esta vez no me molestó. Por primera vez comprendí que ser diferente no era siempre malo y tuve la certeza de que había encontrado un amigo.

Esamisma tarde Louis apareció en la casa. Conversamos en el salón. El plan salió a la perfección y conté las historias de Ada como propias, él decía que le encantaban, que eran maravillosas, pero a veces me daba la sensación de que no las escuchaba.

Luego la conversación empezó a ir sobre él y su trabajo, y aquí fue cuando tuve que poner todo mi poder de concentración en no dormirme.

—El otro día, después de dejarte, fuimos al campo, a hacer trabajar a esos holgazanes.
—¿A esas horas? No sé cómo pudisteis después de beber tanto.
—Soy un hombre —sonrió satisfecho y me acarició la mejilla—. Hubo uno que nos desafió pero tranquila, recibió su merecido; he indagado sobre él. Ishmael, le tendré vigilado…
La conversación siguió, él no paró de hablar, pero mi mente estaba muy lejos. Había escuchado su nombre y, sabía que había miles de judíos allí, y muchos con ese nombre, pero él era uno de los pocos que desafiaría a un oficial. ¿A qué se refería con dar su merecido? ¿Acaso pegarle? ¿Algo peor? Y mientras los ojos verdes se me clavaban en la memoria, no podía pensar ni ver a nadie más, pese a estar con el que veía como mi futuro marido.

El sonido infernal de la banda me despertó como todos los días. Mi cuerpo rechazó inmediatamente esa música como si se tratara de algo que me pudiera hacer daño físicamente.

Seguía con el cuerpo dolorido. Me miré el torso, estaba fuerte, firme con algunas manchas que pronto se convertirían en moretones. Me alegró, esas marcas significarían que aún tenía orgullo, seguía siendo un hombre y nadie más me trataría como algo inferior. Me vestí y puse mi gorra con el número, miré a mi alrededor y todos mis compañeros estaban haciendo lo mismo. Llevaba pocos días y ya había asimilado la rutina del resto de mi existencia.

El oficial que pasó esta vez era diferente al de la noche anterior; era muy alto y delgaducho pero me causó más respeto que los otros gigantes.

—Es Alger, el de la casa, no es de los peores. Si damos con él, tendremos suerte —dijo Ivri emocionado.
Me ponía a pensar en qué cosas nos hacían felices, «era un monstruo no del todo malo», tal vez no nos pegase o nos tratase como si valiéramos menos que cerdos. Es irónico con que poco se conforma el ser humano en una situación extrema. Estaba casi seguro de que si se lo ofrecieran, la mayoría del barracón accedería a ser tratado como animal de compañía si eso significaba comida y eliminaba los malos tratos al ochenta por ciento; yo no, pero tampoco les culpaba por ello, el miedo es el peor enemigo del hombre.
—Soy el oficial del III Reich,Alger Hotterman —dijo mientras nos miraba uno a uno—. Algunos de vosotros ya habéis trabajado conmigo. Os respetaré, siempre y cuando sigáis mis normas —se detuvo a esperar nuestras reacciones de asentimiento—. Hay una fábrica nueva de la que me voy a hacer cargo. Será de armamento para el ejército alemán. Vosotros construiréis las armas, si alguno no se ve capacitado, que me lo diga ahora —esperó respuesta, no la obtuvo—, bien. Hoy es domingo, día de duchas y de limpieza de todo el campo, pero mañana empieza el trabajo. Tendréis una semana en la que os explicaremos cuál es exactamente la ocupación de cada uno de vosotros, con el tiempo se incorporarán más.
Sin decir nada más se marchó. Perfecto, ahora construiremos las armas para que la guerra la ganen los alemanes. Lo peor: no tenemos alternativa. Pero había algo que no me habían explicado mis compañeros.
—¿Qué es lo que pasa los domingos? —pregunté a padre.
—Que nos duchamos, es como nuestro día de la semana libre, para nosotros mismos, aunque tampoco hay mucho que hacer —me explicó Isajar, que parecía mi guía de Auschwitz.
—¿Cómo que no? —apareció la cara de Ivri—. Yo hoy tengo mi recompensa.
—¿Qué recompensa? —pregunté.
—Mujeres, la sangre necesaria para vivir —mientras hablaba, se puso a hacer gestos con las manos que simulaban unas buenas tetas.
—¿Pero de qué hablas? —no entendía a qué se refería.
—Te lo dijimos el primer día, si haces un buen trabajo, tienes tu recompensa femenina —le ayudó Isajar.
—Sí y eso se traduce en una sesión de sexo apasionado con mujeres bonitas —terminó su frase Ivri.
—Para ti todas son bonitas —le contestó Isajar mientras le daba un codazo.
—¿Y quiénes son esas mujeres? ¿Vuestras novias? ¿Si trabajas las puedes ver? —preguntó padre.
Todos se miraron confusos, notaban que habían abierto otra puerta en su esperanza, puerta que tendrían que cerrar.
—Son polacas —repuso Eleazar—, voluntarias. A cambio de esto, no las mandan a un campo. Prefieren vivir así. Además, las dejan estar con sus hijos.
No estaba nada de acuerdo, las convertían en objetos sexuales para motivar el trabajo. Nada de lo que había oído me parecía tan ruin. «Estás en el infierno», recordé.
—No nos juzgues —dijo Isajar—, nadie te ha robado los instintos y, Dios se apiade de mí, el sexo es muy importante.
—No te juzgo, solo que yo nunca querré ese beneficio.
—Pues tú te lo pierdes —Ivri rompió un poco la tensión—, yo por mi parte siempre tomo a mi Manuela, es guapísima y creo que cuando acabe la guerra, tendré algo serio con ella.
—¿Te da igual que haya sido prostituta? —preguntó padre.
—Sí, al fin y al cabo, todo lo que aquí haya ocurrido lo borraré de mi mente, pues lo suyo también —se golpeó el pecho con orgullo.
—No es que no me parezca interesante vuestra conversación —Eleazar puso los ojos en blanco—, solo me preocupa un poco lo que nos acaba de decir el oficial.
—Explícate —solicitó padre.
—Este hombre nos ha dicho que van a abrir una fábrica y eso noes bueno.
—¿Por qué? —preguntó Ivri sin su alegría habitual.
—Hijo mío, se escuchan muchas historias.
—Y muchas son barbaridades imposibles —completó Isajar.
—Pero otras no —señaló Eleazar.
—¿Y cuál es ésta? —preguntó Ivri rompiendo la tensión de los dos líderes.
—Hay quien dice que trabajar en las fábricas está bien. Suelen cuidar más a estos trabajadores ya que su labor es muy útil. Por otro lado, hay quien matiza que ese armamento para el ejército es de prueba y debe ser utilizado para ver su capacidad.
—¿Cómo? —preguntó padre y cuando que me quise dar cuenta, medio barracón intentaba escuchar.
—Por ejemplo, un conocido mío me explicó que en un campo cercano a Berlín les hacían usar las botas por un camino.
—¿Cuál era la meta? —preguntó un chico del barracón desde el otro lado de la habitación.
—Ver cuánto duraban las suelas para el enfrentamiento con los rusos. Les ponían una mochila con piedras y les hacían caminar por un suelo peliagudo una y otra vez.
—No lo veo mucho peor que otros trabajos —dijo este mismo joven, y muchos asintieron.
—La diferencia reside en que muchas veces las suelas tardaban mucho en romperse y los judíos caían muertos mientras andaban y…
—Y aquí hacemos armas —completé sabiendo lo que quería decir. Si necesitaban comprobar la efectividad de nuestro material, solo había una solución posible.
—También dicen que nos hacen cavar nuestras propias fosas y luego nos ponen en fila india para pegarnos un tiro, y nunca he visto a nadie ni he oído a ninguna persona que le haya sucedido —intervino de manera sarcástica el capo.
—Si están muertos, no pueden hablar, estúpido —repuso Ivri.
—Entonces, ¿quién lo ha contado y cómo ha llegado esa historia hasta aquí? Si están muertos, nadie puede tampoco haber escuchado esa historia de la boca de un testigo. Todo es una gran mentira.

Pasó una hora cuando llegó el oficial.
—A las duchas ya.
Salimos en una fila perfecta. Había bastantes más personas en

los barracones de alrededor, por lo que supuse todos nos dirigíamos al mismo sitio. Cuando llegamos, a los nuevos nos dieron una pastilla de jabón y apuntaron nuestro número en una hoja, esa pastilla tenía que durarnos todo un mes, aunque con una ducha semanal lo veía más que suficiente.

Elagua caliente en mis músculos doloridos me hizo mucho bien, notaba cómo corría entre mis abdominales y se metía en los huecos que mi cuerpo huesudo había formado, sentía un placer supremo.

—Madre mía, qué calladito te lo tenías —me dijo Ivri. —Vamos, eres uno de esos culturistas al cuerpo. No me negarás que esos músculos no son trabajados… Tenías que ser el terror de las nenas… —me miro cómplice—. Cuando salgamos me enseñarás tus tácticas —me miré y me extrañó pues yo me veía como un esqueleto humano.
No había tenido tiempo para pararme a pensar en mujeres. Es verdad que alguna me había gustado, pero en tiempos de guerra centrarme en cuidar a mi familia era más que suficiente.
—Claro —respondí divertido—, pero ten en cuenta que mis tácticas son muy difíciles de aplicar.
—Tranquilo, te llevaré conmigo a todos los lados, así tú atraerása la manada, te dejo elegir y luego llega mi parte. Se podría decir que comeré tus restos. Nunca he sido muy exquisito.
Ambos reímos. Ivri siempre hablaba como si fuéramos a salir algún día. Le encantaba planear todo lo que íbamos a hacer. En los pocos días que llevaba allí ya había hablado de al menos quince negocios que nos harían millonarios. Veinte viviendas que serían las idóneas para nosotros y cómo estaríamos con millones de mujeres antes de conocer a la indicada. Hablar con él era fácil. Además, te hacía sentir bien. Luego tenías a Isajar, que era la parte racional de esa extraña pareja. Tenían dos extremos, o acababan la frase del otro o se peleaban en los lados más opuestos.
Cuando terminó la ducha, el dolor se había calmado. Nos vestimos con las mismas ropas y fuimos al barracón. En la parte de atrás teníamos un patio cercado y el oficial dijo que podríamos estar allí, pero con el frío que hacía, todos decidimos quedarnos dentro. Despuésse llevaron a los que tenían recompensa por su trabajo. Ivri y Isajar partieron hacía su cita sexual.
Estaba en mi cama cuando alguien me habló:
—Ya vi lo que hiciste anoche —era el capo—, soy Abraham —el capo me tendió la mano, no la estreché—, supongo que ya te habrán hablado de mí.
—Sí, y no creo que nos llevemos bien.
—¿Sabes? En realidad no soy malo, solo listo—me miró suspicaz—. Tú también podrías serlo. Piensa en dónde estás, los héroes mueren cada día, solo la gente que les ayuda sobrevive. No es tan malo, tan solo somos los más fuertes, como en la cadena alimentaria los leones. Cuando sobrevivas a esto, entonces tienes que ser un héroe, ayudar, pero primero tienes que sobrevivir.
—No me vale sobrevivir a cualquier precio —contesté de manera seca.
—Eres fuerte y listo, lo sé, lo noto. Los demás están destinados a perder, tú no, únete a mí. Hablaré con ellos, tendrás más comida y una vida mejor —se acercó a mí y bajó la voz—, dejarás de ser un animal, vivirás como las personas. No les harás daño —señaló a todos los compañeros de habitación—, ellos ya están muertos.
Me giré y le propiné un puñetazo en la cara con todas mis fuerzas, de la nariz le empezó a brotar sangre a borbotones.
—Como ya te he dicho, no estoy interesado —me subí a mi litera y le di la espalda.
Noté cómo se alejaba y oía sus susurros: «te arrepentirás», «te has convertido en otro cadáver». Maldito cobarde, ni siquiera se había atrevido a levantar una mano contra mí. Me daba asco. Odiaba más a ese tipo de personas que a los propios alemanes. Los alemanes son malos y ya se sabe qué se puede esperar de ellos, pero un judío, uno de los nuestros, que permitiera esto y además les ayudara, se merecía el peor de los castigos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó padre.
—Nada, diferentes opiniones. Definitivamente, creo que este sitio está sacando mi parte más salvaje —y reí, como lo hacía siempre, divertido de ver cómo mi padre ponía esa cara de puritano.
—No debes llamar la atención aquí, Ishmael.
—Lo sé, tranquilo. ¿Qué crees que se podrá hacer aquí en nuestro tiempo libre?
—Conozco a uno que tiene una baraja de cartas, me ha dicho que podemos jugar un póker si te apetece
—¡Claro! ¡Vamos a que vean quiénes son los campeones!
No teníamos nada, así que en cierta manera no había nada que perder aun así, el espíritu competitivo que había en mí salió y jugué lo mejor que sabía. Gané casi todas las manos y todos me miraban admirados. «Tendrías que haber sido jugador profesional», me decía el hombre bajito y con la barriga hinchada de enfrente
—Yo seré su representante —me giré, era Nathan, el niño al que ayudé, desde ese día yo me había convertido en algo parecido a su ídolo—, así que voy apuntando todo lo que le debéis para cuando salgáis. Bueno, claro, si aceptas —titubeó.
—Eso depende de la comisión que te quieras llevar —contesté.
—Bueno, ¿un diez por ciento?
—Está bien, chaval —le dije mientras le dejaba un hueco a mi lado—, al final me sales caro.
A mitad de tarde unos hombres de otros barracones se acercaron para traernos nuevas noticias. Hablaban asustados y mirando hacia todos los lados, paranoicos. Les escuchamos atentamente.
—Unos hombres de nuestro barracón han intentado hacer una rebelión —nos sorprendió y quisimos saber qué había ocurrido—. El capo se enteró y se lo ha dicho a los oficiales. Creo que esta tardetoca castigo ejemplar.
—¿A qué se refieren con castigo ejemplar? —pregunté a Eleazar.
—Cuando alguien hace algo de este tipo, suelen castigarle delante de todos nosotros. Pronto nos llamarán para que nos marchemosy observemos. Es una especie de aviso —cambió la voz e imitó a los alemanes—: «Si intentáis algo, ésta será vuestra recompensa. No podéis huir de nosotros. Somos como el Gran Hermano de Orwell, siempre nos enteramos de todo».
Al rato llegaron los alemanes y nos indicaron lo que ya sabíamos. Nos marchamos en fila hasta una plaza descampada. En una especie de gradas improvisadas se sentaban los oficiales y los vigilantes. Me recordaron a las personas que iban a ver a los gladiadores. El espectáculo debía comenzar.
—El castigo no será la muerte puesto que solo ha sido una idea. Sihubieran intentado escapar, los habrían fusilado —afirmó Eleazar, que se encontraba a mi lado.
Los conspiradores eran cuatro hombres de mediana edad. Se encontraban en el centro perfecto de la plaza. A los alemanes les encantaba hacerlo todo de manera meticulosa.
Los verdugos que aplicaban el castigo hicieron bajar a doce judíos más.
—Creo que ya sé qué castigo va a tocarles —dijo Eleazar—, el del potro.
Me disponía a preguntarle de qué se trataba cuando lo vi con mis propios ojos. Dos judíos inmovilizaban a los castigados agarrándoles de brazos y piernas y un tercero les golpeaba con un barrote en el pecho y el abdomen.
Las víctimas debían contar esos golpes al unísono y en voz alta. Los alemanes aplaudían y reían en cada golpe. A nosotros nos parecía macabro. Al final, cuando los alemanes se aburrieron, los golpes cesaron. Debían entretener a la plebe.
La reacción de mis compañeros me asombró. Nadie comentó lo sucedido ni habló con los heridos. Todo el mundo ignoró el suceso y siguió como si nada.
—Oye, Isajar, luego mírame un bultito —dijo Eleazar a Isajar cuando éste regresó rompiendo el silencio tenso en nuestro grupo de amigos— Es que era médico —nos explicó.
—Y mira dónde he acabado —esta vez no lo dijo con su habitual alegría, sino con tristeza.
—Mi hijo quería ser médico —explicó mi padre—, se le daban bien todas las cosas, las Matemáticas, la Física, la Historia… todo. Pero mi Ishmael siempre decía de niño: «Papa, seré un gran médico, el primero que lo sepa curar todo».
—Uy, tenías que ser un niño muy mono —se burló Isajar.
—Seguro que fue cuando decidiste empezar a hacer ejercicio y dejar de ser repipi —bromeó Ivri.
—Como os he dicho, siempre he sido un chico con suerte. A las chicas las traía locas desde los seis años, amigos —dije mientras adoptaba una pose de chulo y cuando me quise dar cuenta, yo también había olvidado que algo así sucedió. No había prisa.