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Las señales de lo que nos esperaba allí no tardaron en sucederse. Uno de mis compañeros nos señaló en silencio hacia la cuneta derecha; al mirar el corazón me dio un vuelco, sangre.
« El amor es como una bestia salvaje sedienta de sangre que acecha y te arranca el corazón mientras estás dormido, y la felicidad… la felicidad es un delito que se paga muy caro».
ÉXODOANISAB. DAMOM
CAPÍTULO 1
No podía ver nada, un manto de lluvia cubría todas mis vistas desde la ventana. Hacía solo tres horas que había abandonado Berlín y ya empezaba a notar los cambios.
El primero fue el tiempo, está bien, en el mes de noviembre lo habitual es que haga frío. Sin embargo, lo que no es normal o lo que yonunca había experimentado es una sensación térmica que me impidiera incluso abrir los ojos sin temor a que se me congelaran.
Además, el trayecto en el tren no estaba siendo muy entretenido que digamos. Nada más montar, padre se había ido con otros generales para que le pusieran al día de Auschwitz, ya que él comenzaría a dirigirlo en cuanto llegáramos.
Así que de buenas a primeras me di cuenta de que me había quedado sola por lo que tuve que buscar un compartimento vacío en el vagón, y tardé, puesto que empecé por el más alejado de la cabina y en el único que no había nadie era el primero. Tampoco era extraño que ninguna persona hubiera osado situarse allí dado que estaba reservado para los mandamases del régimen y sus familias y, puesto que la mayoría estaban hablando con mi padre en un compartimento más grande y con servidumbre, solo yo tenía la categoría suficiente para estar allí.
Pronto me alegré de mi elección ya que se trataba de un viaje largo y quería dormir un poco y, en mi situación, ningún ruido me molestaría.
Los compartimentos eran bastante amplios, todos hechos de madera de pino, con un pequeño cristal circular en la puerta para poder ver el pasillo exterior. Aunque en realidad poco se podía ver ya que el vidrio se encontraba empañado hasta tal punto que daba la sensación de que si lo tocabas se partiría como una muñeca de hielo.
Había ocho asientos, lo que me permitió tumbarme todo lo larga que era sobre cuatro de ellos. Tanteé a ciegas la parte de debajo de mi «cama» y me encontré con una maravillosa almohada que hizo que mi estancia fuera aún más cómoda.
Como no encontraba la postura ideal para dormir, me incorporé e intenté observar las vistas de mi Alemania natal. Sin embargo, el manto de la lluvia que no cesaba no me dejó. Traté de focalizar a través de las gotas, quería que se me grabara en la retina hasta el más mínimo detalle, los bosques, las laderas, las casas, las personas, todo.
Poco a poco un manto negro empezó a cubrir el cielo y con ello asumí que nunca más volvería a ver mi país, al menos en un tiempo cercano. No sé por qué me daba tanta pena, si padre decía que a esta guerra le quedaban dos telediarios, que regresaríamos a Berlín siendo más importantes si cabía.
Por algún motivo que se escapaba a su entendimiento, Himmler y el Führerle consideraban importante para el régimen y le habían prometido un puesto destacado en el gobierno después de la guerra. El primer paso que llevaron a cabo fue ofrecerle dirigir el campo de trabajo en Auschwitz. El motivo era sencillo, o eso decían. Después de una larga investigación habían encontrado señales de que existían una serie de oficiales corruptos. Debido a las referencias tan positivas que habían recibido de mi padre habían decido que él fuera el encargado de limpiar ese error de inmediato.
Además, debía ayudar a controlar a los judíos que allí habitaban. A decir verdad, sabía poco de ese tema porque tampoco me interesaba mucho. Las únicas referencias que tenía eran las conversaciones que escuchaba a hurtadillas en el despacho de mi padre, en la que se oían casi siempre palabras como: delincuencia, caos, amenaza para la sangre y la cultura y poco más.
También había visto algún panfleto del gobierno en los que se hablaba del tema, pero nunca me había detenido a mirarlo a fondo, normalmente, conforme llegaban a casa, los dejaba en la pila de periódicos que nuestra sirvienta tiraba los martes.
Era consciente de que tampoco dejaba algo muy importante atrás; desde que empezó la guerra mis conocidos habían ido desapareciendo a otras ciudades hasta el punto de que estaba sola, con la única compañía de mis libros.
Por ello, en las últimas semanas, mientras preparaba mi partida, mi única preocupación fue decidir qué libros metería en el enorme baúl nuevo que me había comprado padre, nada más.
Un rayo caído en el bosque al lado de las vías del tren atrajo mi atención. Me acerqué a la ventana con la ilusión de que algo interesante ocurriera y he de decir que hasta deseé que se incendiaran algunos árboles para ver algo de acción. No hubo llamas, ya que el agua no se lo permitió; sin embargo, como si de un castigo por mis malos pensamientos se tratara, la cabeza me empezó a doler como sialguien la estuviera golpeando con un martillo a ambos lados,y con esa sensación apreté los ojos con fuerza y dormí.
Soñaba con mi madre, con lo buena que era conmigo. Cómo me gustaba peinar su cabello rizado rubio y mantener la mirada fija en esos ojos marrones que desprendían ternura en su caída. Era realmente guapa, tenía un cuerpo envidiado por las mujeres de la alta sociedad, una delgadez bonita, no se le notaban los huesos ni estaba entrada en carnes, simplemente era ideal.
Siempre que soñaba con ella era el mismo día, domingo. Ese día madre me enseñaba algún libro nuevo, ambas leíamos un capítulo tras otro mientras padre nos hacía algo de comida.
Aunque eran sueños, siempre sentía cómo le daba la mano, cómo me miraba y cómo me sonreía con ternura. Lo malo de soñar con ella es que sabía siempre cómo acabaría, ella con su vestido blanco, sangre, ¡no!, tenía que despertar.
Me incorporé sudando, el pelo se me había pegado en la frente. Abrí la ventana un poco para que me diera el aire en la cara, el viento entraba gélido y cuando hacía contacto con mi piel sudada me producía escalofríos. Eso estaba bien, odiaba soñar con mi madre, hacía ya tiempo que me había prohibido a mí misma pensar en ella, pero cuando estaba nerviosa o excitada, ella aparecía en mis sueños, esos sueños que detestaba, siempre el mismo final.
El aire había despertado cada poro de mi piel,
había dejado de llover, así que por fin podía ver el exterior. El
cielo empezaba a volverse más claro, por lo que supuse que estaba
amaneciendo; ¿cuánto había dormido? ¿Estaría ya en
Polonia?
Miré el paisaje y me resultó como el que me había acompañado
durante todo el camino. Algunos fragmentos estaban blancos de la
nieve, otros verdes y algunos con piedras desprendidas de las
montañas. La verdad es que sabía poco sobre ese país. La única
frase que había escuchado para referirse a Polonia había sido la
del carnicero que refunfuñando mientras venía a casa a traer el
encargo le había dicho a nuestra sirvienta: «Allí hay un buen
número de judíos»,y después había seguido hablando. Pude haberle
escuchado y tal vez debí hacerlo, pero otra cosa atrajo mi
atención.
Como si dentro del orificio derecho de su nariz hubiera un gran tesoro, el carnicero estuvo durante toda la conversación hurgándosecon el dedo derecho en la nariz. Ese dedo estaba en la mano en la que cinco minutos antes se encontraba apoyada la carne que iba a cenar… por ello no atendí y por la misma razón, esa noche cené patata asada.
Algunos botones de mi camisa blanca de seda se habían soltado del movimiento durante mi pesadilla, así que comencé a abrochármelos, todos menos el último. Está claro que era una dama y no debía ir como las prostitutas mostrando carne gratuitamente, pero no me parecía algo malo dejar un poco a la imaginación. Tenía ya diecinueve años y mi único deber consistía en encontrar un marido adecuado y traer al mundo bastante niños arios.
Sabía que no tendría difícil esta búsqueda; siendo sincera, era bastante guapa, tenía unos ojos azules rodeados por las pestañas más largas que jamás había visto en ninguna mujer, mi pelo era de color caoba por la cintura, con unas ondas propias de las grandes reinas y, mi cuerpo era delgado, con un voluptuosos pechos rígidos y firmes, que llamaban la atención a través de mis ceñidas camisas.
Además, mi padre era un capitán muy importante en el III Reich, y cualquier alemán pagaría por casarse conmigo y tenerlo en la familia.
Por todos estos motivos, mi elección tenía que
ser de lo más adecuada; padre me había dado de plazo hasta los
veintiún años para encontrar un marido de mi agrado y no pensaba
desaprovechar esa oportunidad. No quería acabar como alguna de mis
compañeras, con un hombre de cincuenta años que lo único que
quisiera fuera beber cerveza, comer guisos caseros y acudir con los
amigos a casas de alterne.
Aunque me quedaba bastante tiempo, me había empezado a agobiar. La
guerra hacía que los muchachos jóvenes se marcharan al frente
eliminando así cualquier posibilidad de conocerlos. La única manera
era trabajando en el mundo de la salud, pero yo odiaba la
sangre.
Cuál fue mi sorpresa cuando un día descubrí que había otro camino para encontrar el marido adecuado y era nada más y nada menosque mi próximo destino. En los campos de trabajo, la mayoría de trabajadores eran jóvenes y hombres. Sí, puede que tal vez estuvieran las judías pero ellos nunca se fijarían en el eslabón inferior de la cadena. También conocía la existencia de algunas oficiales pero, según las informaciones que tenía, eso no suponía ningún tipo de amenaza.
Elsonido seco de unas botas contra la madera del suelo me advirtió de que alguien se acercaba a mi posición, por lo que me dio tiempo a sentarme como una señorita tal y como me habían enseñado.
Era padre, el gran Raymond Stiel. Pensaba que le encontraría nervioso, pero como casi siempre con él, me equivocaba. Llevaba su uniforme a la perfección, básicamente eran unos pantalones verde oscuro y una camisa verde claro, todo ello acompañado con su gorra. Si no le conociera me habría dado miedo; padre era muy profesional así que su cara era inescrutable y su postura totalmente erguida. Una de las cosas que echaba de menos en él era su pelo color miel con algunas canasen las patillas, siempre me había parecido bastante original pero ahora apenas se veía que el cabello amenazaba con salir, se lo rapaba.
Cada vez tenía más y más arrugas, por lo que incluso aparentaba ser mayor de sus años. Todo ocurrió tan rápido después del suceso…
Me miró con sus ojos marrones y entonces, poco a poco, los músculos se relajaron hasta que formó una sonrisa que hizo que las arrugas se pronunciaran más.
—¿Qué tal has pasado el viaje? —me besó en la
frente (menos mal que me había limpiado el sudor) y se sentó a mi
lado.
—Bien, me he dormido durante bastante tiempo, así que no sé cuánto
hemos tardado —respondí mientras alisaba los pliegues de la
falda.
Se rió de mí, soy la persona que tiene menos sentido del tiempo del
universo. Si a eso le añadimos que puedo dormir hasta dieciséis
horas seguidas, no es de extrañar que muchas veces sin reloj pueda
ir a desayunar en plena noche.
No le había dado tiempo ni siquiera a sentarse cuando éste se paró
de un frenazo que hizo que saliera disparada hacia delante, como si
fuera una pelota que mi padre tuvo que parar.
Con cuidado me volvió a depositar en mi sitio y mientras se
aseguraba que yo estaba bien, añadió con una voz seca y
seria:
—Ya hemos llegado. Me han dicho que vendrán dos oficiales a por
nosotros, quieren enseñarme las instalaciones de Auschwitz; si no
quieres venir, dímelo ahora y te excusaré.
No me apetecía en absoluto; estaba cansada, tenía el vestido
arrugado, el pelo enredado, los dedos entumecidos y los pies
doloridos por tanto tiempo sin quitarme los tacones. Por otra
parte, me imaginaba que el campo estaba lleno de judíos, los cuales
podían tener enfermedades o lo que es peor, podían intentar robarme
o hacerme daño.
Pero por otra parte era consciente de la ilusión que mi padre tenía
depositada en aquel trabajo, y siendo yo su única familia, creí
conveniente asistir. Así que como buena dama, puse mi sonrisa más
convincente e hice que me temblara un poco la voz de la
emoción:
—¡Oh, padre, por supuesto que quiero ir! No sabes la ilusión que me
hace ver tu nuevo trabajo; de hecho, he pensado que inclusopodría
ayudarte en algo… —me mordí la lengua mientras decía la frase y
recé por que él no la hubiera escuchado.
Menos mal que cuando padre iba a contestar, un trabajador del tren
nos interrumpió, se situó a mi lado derecho y, nervioso y mientras
tartamudeaba, dijo algo como que ya nos estaban esperando fuera.
Así que llegó la hora de salir a nuestra nueva vida.
Padre bajó primero y enseguida oí dos voces diferentes pronunciando
un «¡Heil Hitler!»con un volumen bastante
elevado, supongo que querrían caer bien al jefe, normal.
Bajé los escalones. La estación estaba en medio de la nada, de
hecho podías observar campos en los alrededores. Toda la
infraestructura la componía una caseta gris, bastante mal cuidada
si querían mi opinión. Había otras vías, pero el único tren que
estaba era el nuestro, que a comparación con aquella estación tan
cutre, parecía como si encerraras a un águila real en una jaula de
periquitos.
Estaba observando todo lo que me rodeaba cuando vi a los dos
jóvenes que estaban con mi padre, me acerqué para saludar. Aunque
fingí no darme cuenta, observé la cara que se les quedó a los dos
al verme. Supongo que después de tanto tiempo allí, que aparezca
una señorita y, además tan bella, les impresionó.
Ambos se inclinaron y me hicieron una reverencia dando a entender
que me consideraban alguien importante; me gustó, aquello empezaba
bien.
Padre comenzó a hablar:
—Juliana, éste es Louis Sherfam, le conocí en las juventudes
hitlerianas, donde fui su mentor, muy prometedor —reconocí orgullo
cuando decía la palabra prometedor.
Me fijé en él. Mediría al menos un metro ochenta, tenía un
cuerpofirme y musculoso, por lo que imaginé que hacía mucho
deporte. Su pelo rapado era de un rubio platino y daba la sensación
de estar calvo a pesar de tener pelusa. Tenía unos ojos azules tan
grandes que fue raro que no me quedara mirándolos como una boba.
Puse mi cara más tímida y mientras, disimuladamente, pellizqué mis
mejillas para dar un toque más inocente a mi aspecto.
—Encantada, señor Louis —dije con el tono más seductor que encontré
dentro del decoro.
—Es un placer conocerla —por su sonrisa deduje que mi plan había
surtido efecto—, espero su estancia aquí le sea de lo más
agradable. Por cierto, usted no se preocupe por no conocer a nadie,
cuando acabe nuestra jornada laboral iremos a buscarla.
—Gracias, pero por favor, háblame de tú —él me sonrió; iba a hablar
cuando padre nos interrumpió.
Me había olvidado de su otro compañero. Éste sería igual de alto
pero a diferencia de Louis, lucía muy delgaducho y desgarbado.
Llevaba el pelo un poco más largo que mi padre y Louis, y lucía
unos vergonzosos ojos verdes. Mientras que Louis despertaba
seguridad en sí mismo, el nuevo joven parecía desconcertado, como
quien no sabe muy bien por dónde anda. No esperó a que padre me
presentara:
—Alger Hotterman, Juliana
Su voz tembló tanto al pronunciar su nombre que temí que no supiera
hablar.
—Encantada, señor Hotterman —dije mientras desviaba la vista para
comprobar que el muy desgraciado ni siquiera estaba prestando
atención.
Louis se percató, por lo que a la velocidad de la luz se acercó a
mí y retomó la conversación:
—Si quieren, podemos ir ya al coche para llevarles a su casa, y
también les haremos una visita guiada —dijo mientras con un
movimiento de cabeza nos invitaba a seguirle.
Ambos, mi padre y yo, asentimos a la vez. Comenzamos a andar hacia
el coche. No era el vehículo oficial del ejército. No entendía
mucho de coches dado que no podía conducir, pero se trataba de un
Volkswagencolor negro.
Sin previo aviso, empezaron a llegar autobuses por todos los lados,
no entendía qué podía pasar. ¿Cuánta gente iba a llegar para
necesitar tantos autobuses? Todos mis compañeros giraban la vista a
la derecha, así que hice lo mismo. La luz reflejada en la nieve no
me dejaba ver, así que me puse una mano en la frente para hacer el
efecto visera. Lo que ahí había me dejó más confusa de lo que
estaba, era un tren de mercancías, no lo entendía, para qué tantos
autobuses si como mucho vendrían diez trabajadores de los
trenes.
Me giré para consultar a mi padre pero lo que me encontré fue una
escena inédita. Padre miraba con la cara a punto de estallar a los
dos jóvenes que no paraban de pedir disculpas mientras
atropelladamente intentaban explicar la situación, lo que hacía que
sus explicaciones se solapasen y no se entendiera nada. Lo único
que alcancé a entender es que el destino final de ese tren estaba
anegado por la nieve y por eso había tenido que parar
antes.
La estación se volvió un caos, más aún cuando unos hombres con
perros labradores llegaron corriendo. Habitualmente me gustaban
mucho los animales y yo les gustaba a ellos, pero cuando uno de los
labradores me miró y ladró, tuve la certeza de que me encontraba
ante animales que eran asesinos.
Sin que nadie reparara en mis movimientos me sitúe detrás de mi
padre y me agarré a su camisa como cuando era pequeña y pensaba que
estando con él nada malo me podría ocurrir.
—Lo siento, señor Raymond, el tren tenía que llegar en dos horas,
hablaré con el encargado —dijo Louis mientras yo me aferraba más y
más fuerte a ese trozo de tela.
—No pasa nada —añadió tras una reflexión y por el rabillo del ojo
noté cómo los oficiales respiran en paz—, no me importa ver cómo se
trabaja en esta estación. Lo único es por mi hija, una dama no
debería presenciar cómo vienen estas fieras.
El tono de mi padre no había sido nada amigable, así que me dispuse
a hablar para calmar los humos mientras me preguntaba qué clase de
animales vendrían en esos vagones o si las fieras eran los chuchos
que parecía que con sus ladridos ponían banda sonora a nuestro
encuentro.
—Padre, no me importa, de hecho me gustaría ver todo el
funcionamiento de tu nuevo trabajo —sonreí y eché una mirada de
soslayo a Louis y Alger demostrando mi complicidad.
—Está bien, nosotros ayudaremos a trabajar. Tú te quedarás… —empezó
a buscar con la mirada algo, no sabía exactamente el qué, entonces
debió verlo—. ¿Ves esas mesas de ahí? —dijo mientras señalaba un
punto al norte.
Asentí. Eran como unas seis mesas donde había sentados oficiales
del régimen que aún no conocía.
—Quiero que vayas allí con Alger y no te mezcles con la gente que
de este tren va a salir, ¿entendido?
—Sí —contesté, me habría gustado ir con él, pero por la manera de
hablar sabía que no era una pregunta, sino una orden.
—No se preocupe, mi general; por favor, Juliana, sígame —dijo
Alger.
Me costó soltar la camisa de padre y no lanzarme a la de Alger.
Tuve que utilizar todas mis fuerzas para serenarme y no demostrar
que estaba muy asustada. No me hizo falta andar más de cinco pasos
para darme cuenta de que prefería a Louis como acompañante, ya no
solo porque fuera más fuerte, sino porque seguramente habría
hablado aunque fuera algo.
Al llegar a las mesas nadie se percató de mi presencia. Alger hizo
un intento pobre de presentarme a alguno de los oficiales pero tras
observar que éstos estaban muy atareados con los papeles,
simplemente se echó hacia atrás y sin mediar palabra comenzó a
observarlo todo. Por supuesto, no me miró ni una sola
vez.
Al cabo de un rato un chico joven que parecía que llegaba tarde a
una cita importante se acercó y depósito de golpe una silla a mi
lado mientras seguía corriendo y me gritaba, sin mirarme siquiera,
que «ese trámite» tardaría alrededor de dos horas, así que era
mejor que me sentara para no cansarme. Esta última palabra la
deduje yo porque por supuesto, el corredor se había mezclado en el
tumulto de gente y en esos momentos apenas podía ni siquiera
verle.
Otro corredor (o tal vez el mismo) se la ofreció después a Alger,
pero dijo que no, después se acercó a mí y permaneció todo el
tiempo a mi lado erguido y mudo. De vez en cuando me miraba, pero
cuando yo levantaba la vista para ver si el quería algo, se giraba
corriendo. Era como un niño, me preguntaba si habría besado a
alguna mujer.
Las máquinas del tren se pararon al rato y me alarmé; se oían
muchos gritos, miré preocupada, ¿qué estaba pasando? Afiné el oído:
«¡Agua! ¡Por favor, hay niños!».Los
generales se acercaron entonces alos vagones, había tantos que se
escapaban de mi vista, llevaban las cerraduras por fuera, así que
hasta que ellos no las abrieron, nadie pudo salir. Tenía curiosidad
por ver cuánta gente había allí dentro; el volumen de gritos era
demasiado alto para la capacidad de personas que puede contener un
vagón.
Una vez que hubo un oficial delante de cada vagón, abrieron las
compuertas a la vez. Lo que pasó en ese momento fue algo
inimaginable, ya que iban repletos de personas, no paraba de salir
gente. Intenté contar pero era imposible, así que me planteé
cuántos habían viajado, ¿cientos? Creo que mi cara lo dijo todo,
porque entonces Alger me habló:
—Van tantos en un vagón porque es un viaje corto, no te preocupes,
que les damos agua y… —se detuvo y no dijo nada más, algo en su
rostro me decía que mentía y además no estaba cómodo ante esa
situación. Como supuse que no me diría la verdad, opté por mentir
yo también:
—Ah, vale, me dejas más tranquila, y exactamente ahora, ¿qué va a
suceder?
—Primero se separa a las mujeres de los hombres —debió de ver mi
cara de incredulidad ya que empezó a explicarse—. Juliana, tienes
que entender que aquí vienen a trabajar y, el sector de mujeres
está repleto; de todas maneras seguirán teniendo comunicación con
las familias —no paraba de frotarse las manos sudorosas entre
sí.
No quería seguir preguntando ya que temía que me viera como a una
de esas apestosas alemanas que ayudaban a los judíos. Yo no era de
ésas, a mí ni siquiera me importaban, solo despertaban en mí asco,
odio y rencor.
—En verdad no me importa mucho, es solo que quiero entender cómo
van aquí todos los procesos. Como se podría decir, quiero conocer
mi nuevo hogar —dije de una manera encantadora.
Alger asintió sin mostrar ningún tipo de interés en mis palabras y
siguió mirando hacia delante, así que le imité. Había tanta gente y
tantos vagones que me detuve a observar al que había quedado en
frente de mi punto de visión.
Había una contradicción, pese a que la gente llevaba sus mejores
trajes, joyas y maletines, la sensación que transmitían era de
pobres, tristes y muertos de miedo. Los ropajes de todos estaban
sucios, los valientes que se habían puesto alguna prenda blanca la
lucían ahoracon mohín. El olor que desprendía el tren era como las
granjas que había limpiado durante mi estancia en la «Liga de las
muchachas alemanas», afiné mi vista y comprendí que muchas de las
manchas de la ropa que yo había tomado por mohín eran excrementos.
Tenían ojeras, denotaban una delgadez excesiva pero su único grito
era «¡Sed!».
Un oficial, al cual no conocía, salió con varias garrafas de agua.
Me alegré, no porque ellos bebieran, sino porque cesarían los
gritos que me estaban volviendo loca. No sé lo que les diría pero
todos comenzaron a hacer cola. Entonces el oficial cogió y empezó a
derramar el agua por el suelo, el bulto formado por las personas se
agachó,y lo chuparon como perros, algunos lloraban mientras lo
hacían. Eso me hizo sentir incómoda.
No sabía cómo se actuaba en esos casos, pero mis oídos empezaron a
captar risas y supe que esa situación debía resultar graciosa, así
que comencé a reírme a carcajada limpia, tal vez puede que incluso
exagerada, ante todo necesitaba encajar.
Toda la gente nos miraba, cientos de personas pero solo uno captó
mi atención.
De repente solo podía mirarle a él, donde todos miraban con temor,
él reprochaba. Donde todos agachaban la cabeza, él la levantaba
desafiante, donde todo el mundo odiaba a los generales delReich, supe que él me odiaba a mí.
Sus ojos solo querían encontrarse con los míos, era de los pocos
que permanecía de pie, así que era difícil no verle. Nunca un
hombre me había mirado así, para él yo apestaba, algo en mí me
decía que no me tocaría ni aunque fuera la última mujer en el mundo
y eso, aunque viniera de un judío, me disgustó.
Desvié la vista hacia los oficiales, que reían, me miraban,
señalaban a los judíos que bebían como perros, y seguían con la
diversión. Había complicidad entre nosotros.
No entendía qué ocurría pero mis ojos siempre acababan girando por
sí solos y encontrándose con los del judío, con sus ojos verdes,
nunca había visto un judío con esos ojos. Estaba perdida, ¿cómo
alguien que valía tan poco podía hacerme sentir así?, por primera
vez en mi vida, yo era un monstruo.
No sé cuánto tiempo pasé así, puede que minutos. Tampoco sé cuánto
había transcurrido cuando me di cuenta de que ya no me reía.
Entonces, tonta de mí, llegué a la conclusión de que él ya no me
miraría mal, ya que ya no me mofaba de su situación, pero me
equivocaba, seguía exactamente en la misma postura.
Como parecía que esto era una guerra de miradas, decidí poner la
mía más severa y esperar a que fuera él quien se retirase; al fin y
al cabo yo tenía las papeletas ganadoras en esa situación. Me fijé
en su pelo alborotado castaño, sus ojos verdes, su cuerpo
delgaducho; de no haber sido judío me podría haber parecido guapo
¡Pero qué tonterías piensas! En ese momento algo ocurrió, un niño
que no tendría más de trece años corrió hacia las garrafas de agua,
parecía desesperado. El oficial al mando le golpeó con un palo,
sonó como si el niño se partiera en dos, no se movía.
Me incorporé corriendo y atisbé el espectáculo. Entonces se oyó un
grito que provenía del interior de la marea humana. Una mujer
corría mientras gritaba: «¡Mi hijo no! ¡Por el
amor de Dios, es solo un niño!»;en menos de un segundo estaba
tendida al lado del cuerpo inerte de su hijo.
La mujer no paraba de llorar, cogía al pequeño en sus brazos y lo
mecía como si así el niño pudiera volver. Le limpiaba la cara y le
besaba. Por un instante temí ponerme a llorar ahí mismo; era un
niño y solo quería agua. Paseé la vista por los judíos, sus
expresiones eran vacías, como si estuvieran acostumbrados y, cómo
no, llegué al judío que me había incomodado.
No quería mirarle, nunca había visto a un niño morir y bastante mal
me sentía en esos instantes como para que un idiota me hiciera
sentir peor. Sin embargo, cuando mi vista pasó delante de la suya,
algo había cambiado, ahora no me miraba con rabia sino confuso, me
hubiera encantado poder leer sus pensamientos.
Un oficial se dirigió a la desconsolada masa que tenía enfrente y
comenzó su verdadero calvario.
Empezaron a coger a las mujeres y a meterlas de nuevo en el vagón;
a las primeras las pilló de imprevisto, pero en el momento que se
oyeron los primeros gritos, los hombres agarraron a sus mujeres con
la mayor fuerza que tenían y podían.
Elindeseable judío tenía a dos en sus manos, una era mayor y supuse
sería su madre, la otra más joven, tal vez su mujer o prometida.
Los oficiales intentaban cogerlas pero él no les dejaba, al final
iba a resultar que ese cuerpo delgaducho tenía fuerza. Pasaron
algunos segundos hasta que apareció otro oficial con un palo y le
dio enlas espinillas al judío; éste cayó de boca al suelo y en ese
momento cogieron a las dos mujeres y las introdujeron en el tren.
Estando en el suelo, el judío lloraba de la rabia y daba golpes
hasta que sus nudillos sangraron. Un hombre mayor se acerco a él y
le abrazó, me tranquilicé.
No quería ver más situaciones de ésas, no me gustaba sentir «pena»
por los judíos, así que decidí intentar hablar con Alger.
—Madre mía, tenéis muchísimo trabajo.
—Sí —contestó poniendo los ojos en blanco.
—Vienen como fieras, espero que en los campos os respeten más—dije
nerviosa mientras deseaba que su respuesta dejara de ser un
monosílabo.
—Lo hacen —dijo sin mirarme siquiera.
Vale, estaba intentando mantener una conversación con él, y
empezaba a ver que eso era prácticamente imposible, definitivamente
Louis me habría hecho sentir más cómoda.
Probé con la última pregunta para hablar un rato:
—Bueno, ¿y qué más queda por hacer? —dije mostrando un interés que
no tenía.
—Como te he dicho, ahora separamos a las mujeres de los hombres y
las metemos en los vagones. Luego cogemos a los hombres sanos y los
montamos en los autobuses para que vayan al campo. De los que no
estamos seguros sobre su salud les hacemos pasar por estas mesas
—dijo señalando las mesas que teníamos al lado.
—Entiendo, ¿y aquí qué se hace? —al desviar la vista hacia las
mesas vi que los hombres sentados en ellas se preparaban, boli en
mano, para empezar su parte del trabajo.
—Básicamente es una pregunta sobre cuál era su profesión,y el
médico les hace una revisión rápida. Sí están sanos o son útiles
para una profesión, van al autobús, si no, vuelven al tren —dijo
como si fuera un robot.
—¿Dónde les lleva el tren?
—No lo sé, está fuera de mis competencias. No me gusta meterme
donde no me llaman —supe que no obtendría más información por ese
camino, así que cambié el curso de mis preguntas.
—¿Qué es lo que haces tú? —le pregunté.
—Pues depende, ahora mismo estoy controlando una entrada de
Auschwitz, pero con la llegada de tu padre no sé dónde nos
mandarán. Si me disculpas —y me señaló a un vagón en el que había
problemas—, tengo que ir a ayudar, espera aquí.
—Por supuesto —contesté muy deprisa; por lo que veía desde mi
posición, había gente golpeándose.
Claro que no le hice caso, en cuanto se marchó me desplacé poco a
poco arrastrando la silla para poder ver en primera persona cómo
era la prueba de selección.
No oía muy bien pero después de pocos minutos comprendí que el
oficial que tenía a mi derecha era mucho más severo que el de mi
izquierda. Mientras que el de la izquierda solo mandaba a los
hombres muy ancianos de vuelta al tren, el de la derecha lo hacía
con cualquiera que superara los cuarenta años, ya estuviera sano o
no, y eso no debía ser bueno ya que la gente regresaba entre
lágrimas y gritos. Supongo que les daba pena separarse de su
familia.
Algunos mentían, siempre he sido buena captando la mentira: sudan,
tardan mucho en contestar, tartamudean, no miran a su entrevistador
al contestar… lo extraño era que mintieran para volver a los
trenes.
Me detuve en uno de los mentirosos, el hombre era mayor pero bien
podía haber trabajado unos añitos más, le seguí hasta que ingresó
en el tren. Una mujer tan anciana como él le agarró y besó, y
entonces lo supe, había mentido para ir con ella. Pues menuda
estupidez, cada vez entendía menos a estas «personas», les daban
una oportunidad de trabajar y mentían a los únicos que se
compadecían de ellos. Me indigné.
Poco a poco el trabajo me pareció tan mecánico que perdí la
curiosidad, los judíos lloraban, se les mandaba a un sitio u otro y
vuelta a empezar. Además, ya les veía a todos exactamente iguales,
es decir, mismas ropas, mismos gestos, misma cara… mi nivel de
aburrimiento era tan alto que decidí levantarme y comenzar a andar
alrededor de las mesas. Sabía que no debía pero no me alejaría
demasiado.
Iba por la cuarta mesa y me enganché una ramita al pie. Me agaché
para quitarla (no quería caerme en mi primer día) y ya de
pasoaproveché para bostezar. Fue por eso que no me percaté
inmediatamente mientras me incorporaba de que tenía esos ojos
verdes frente a mí. Dos ancianos sujetaban al judío mientras su
nariz se hinchaba al mismo tiempo que por sus orificios salían ríos
de sangre.
El joven se tuvo que apoyar en la mesa donde le iban a hacer
elreconocimiento. Tenía los nudillos de las manos en carne viva de
los golpes que había dado al suelo, tanto era así que casi
vomito.
Me paré detrás de la mesa llevándome las manos a la espalda, sentía
curiosidad por saber dónde le mandaban; ojalá fuera de regreso al
tren y no tuviera que volver a verle la cara.
Me detuve a escuchar:
—¿Qué profesión ejercías? —dijo un hombre alemán con una voz que
parecía más propia de un robot.
—Era obrero, pero también puedo ejercer de carpintero o economista
—su tono de voz era débil y la sangre empezaba a cubrirle
lacamiseta que llevaba.
«Amigo, ahora no eres tan valiente», pensé. Él no se había dado
cuenta de que yo estaba allí, así que me acerqué más para que lo
supiera. Esta vez yo mandaba y no iba a dejar pasar la oportunidad
de hacerle sentir débil. Le miré por encima del hombro todo lo que
pude, una cucaracha se habría sentido más importante en esos
momentos. Me sentía impotente ya que no me veía y carraspeé
sonoramente para llamar su atención. Agachó la cabeza pero yo sabía
que sentía mis ojos odiosos clavados en su nuca. Fue de lo más
gratificante, lo más divertido de ese día, sin ninguna
duda.
El oficial fue a llamar a otro hombre, apareció vestido de verde y
dijo que era el médico. Me extrañó, la mayoría de médicos que había
conocido en mi vida solían llevar batas blancas y no ese uniforme
horrible verde pistacho.
—Revíselo, si hay que emplear mucho tiempo en su sanación, le
mandamos al tren —dijo el oficial, que no quería perder el
tiempo.
El médico le observó y le tocó con unos guantes, el judío
permaneció quieto e impasible, como si no sintiera el
dolor.
—¿Puedes andar y puedes llevar peso? —le preguntó el
médico.
—Sí, como ya he dicho, parece que tengo mucho pero solo es sangre
reseca —contestó con firmeza.
—Mándele para el autobús, está sano y creo que, como él dice,
parece mucho pero después de que le duchen son solo heridas
superficiales —dijo el médico al oficial.
—Irá al autobús, judío —dijo el oficial sin apartar la vista de
unos papeles.
—Ishmael —dijo el judío con voz prepotente.
—¿Cómo dice? —contestó el oficial, que había dejado sus papeles a
un lado y le miraba fijamente.
—Ishmael, señor, es mi nombre, no «judío» —dijo hinchando el pecho
de orgullo.
Cuando dijo su nombre me miró. En ese preciso instante el oficial
se levantó, no hacía falta ser muy listo para saber que se disponía
a pegarle, y por hoy ya había visto demasiada violencia, así que le
interrumpí:
—Hola, ¿señor? —como no obtenía respuesta tuve que carraspear
sonoramente mientras me acercaba.
—Rudolph —seguía mirando al judío en vez de a mí.
—Soy la señorita Juliana… —me interrumpió:
—Encantado, encantado —respondió rápido y sin girarse si quiera
hacia mí. Su mirada seguía fija en el judío—. Estoy trabajando…
—sabía que la paliza venía ya, así que le interrumpí yo. Ya me
había hartado de que me ignoraran:
—Juliana Raymond, quiero decirle que me parece que es usted todo un
profesional. ¿Podría enseñarme en qué consiste su trabajo? Es que
he llegado hoy.
En el momento que pronuncié mi apellido, se detuvo, no era bueno
darle una paliza a alguien delante de la hija del jefe en su primer
día. Primero se dirigió al judío, Ishmael:
—Ve al autobús —dijo con autoridad. Entonces cambió la cara, el
tono y volumen, y se dirigió a mí—: Por supuesto que le enseñaré el
trabajo.
A esta conversación le siguió más de media hora apasionante sobre
cómo el tercer Reichera lo mejor que le
había pasado, lo muchísimo que le gustaba su trabajo y cómo todos
estaban contentísimos de que mi padre llegara para ocupar el mando.
Lo más interesante de la conversación fue una anécdota de cómo un
día abrió la puerta a Himmler; lo dicho, era pura
emoción.
Me alegré cuando mi padre vino junto con Louis y tuve que fingir
cuando apareció Alger.
—Espero que no te hayas aburrido mucho, es que hoy hay mucho
trabajo —me dijo padre.
—No, ha estado bien, creo que tienes gente muy competente aquí
—esta vez no disimulé que era mentira, pero como casi siempre, mi
padre no se percató.
—Juliana, porque no ha visto a su padre, definitivamente es el
mejor jefe que podían habernos mandado —contestó inmediatamente
Louis apuntándose un tanto. Esperé a que Alger hiciera algo pero
permaneció en otro mundo, quise golpearle para ver si corría sangre
por sus venas.
—Muchas gracias —entonces me miró, noté que padre tenía en gran
estima al muchacho—. Creo que podemos irnos ya a Auschwitz —y con
un gesto todos le seguimos como si fuera nuestro líder. Nos
montamos en el coche y emprendimos camino. Solo había tres
pensamientos en mi cabeza y si hablo sin mentir, no sé a cuál daba
más importancia.
Uno de ellos era la sed, maldita sea, el agua. Me odiaba a mí mismo
por las veces que había jugado a mojarme con mis amigos, la
desperdiciaba. Odiaba al tiempo por no llover; si lloviera, abriría
la boca para que las gotas me saciaran. No sé cuánto tiempo se
puede pasar sin beber una pizca de agua, pero no creo que yo pueda
durar mucho más. ¡Ni siquiera me queda saliva! ¿Cuándo fue la
última vez que bebí? No puedo decir un número de horas o de días,
pero sé que fue en el ghetto.
Después nos montaron en estos trenes y comenzó la pesadilla. Cuando
todo esto empezó, no paraba de repetirme: «Ishmael, no puede ir
peor». Trataba de convencerme, puede que incluso me engañara a mí
mismo. Ahora, con la perspectiva del tiempo, ya no digo esa sandez,
claro que todo puede ir a peor y seguramente si hay alguna
posibilidad, lo irá.
Tengo miedo cuando trato de imaginar algo más brutal que los
trenes. Ahora mismo no me paran de venir momentos en él. La
incertidumbre al entrar y dirigirnos a un lugar del que habíamos
oído siempre comentarios negativos, los campos de trabajo. Solo una
esperanza quedaba en mí, iba con mi familia, con ese padre, esa
madre y esa hermana, la cual aunque de cuerpo presente, murió hace
mucho.
No intenté hablar con nadie que no fuera de mi familia, no por
nada, si hubiera hablado de mi vida anterior, antes de toda la
locura, habrían conocido a un Ishmael bastante empático con
muchísimos amigos. Pero en esta época un amigo se convierte en una
preocupación: ¿Qué le sucederá? ¿Aguantará un día más? Tiene
hambre, ¿le doy la mitad de mi ración?... Bastante preocupación
tengo con mi familia como para añadir a alguien más.
Hay algunos momentos en los que sé que cuando acabe esta guerra me
perseguirán en mis peores pesadillas. Una cosa está clara: cuando
se cerraron las puertas por fuera, comenzó la selección natural. No
sabíamos cuánto tiempo íbamos a viajar, si nos darían más comida,
ni tan siquiera si viviríamos o nos quedaríamos allí hasta que
muriéramos todos.
Antes de llegar a este destino fuimos a otro lado, allí bajaron a
la gente más enferma de los vagones. ¿Se puede entender que por un
instante sintiéramos alivio? Sé que suena a malas personas, pero
nadie se puede imaginar lo que se siente encerrado en un sitio,
comiendo un bocado de pan por día, pudiendo mojarte un dedo de agua
para vivir, haciendo tus necesidades en el vagón, un mísero cubo
para cientos de personas, limpiándote con tu ropa, oliendo a mierda
seca y solo una ventana pequeña (para que no pueda escapar nadie)
que sirve para airear el vagón.
Enesos momentos no eres ni una persona, y cuando ves que la gente
enferma, gente que no conoces, lo único que piensas son dos cosas:
la primera, si no será algo que se contagie, ya no solo por ti,
sino por tu familia. La segunda, deseas con toda tu alma que dejen
de gritar por las noches, tan solo que haya silencio. Pero cuando
se van a ir ytienes ese silencio que se supone que te haría feliz
es cuando piensas que esa persona va a morir, y te da pena. Al
final, cuando mueren, te sientes desgraciado por los pensamientos
egoístas que has tenido, pero luego ves que no se llevan los
cadáveres y deseas con ansia que los saquen del vagón, pero eso no
ocurre mientras el tren está en marcha.
Lo que nos acompañará eternamente son los niños, esas madres
desgarradas viendo cómo su bebé dejaba de respirar, o aquella otra
que veía a su niño vomitando, que temblaba. Como si fuera una
película, te conviertes en el espectador que sin poder hacer nada
presencia cómo esa criatura tan dulce que tanto tenía por vivir se
va, esperemos, a un sitio mejor.
Antes he dicho que mi hermana murió en elghetto. Cuando ves cómo su cuerpo está allí pero su
mente te ha abandonado, no puedes evitar pensar en todo lo que has
discutido con ella cuando eras pequeño. Cómo me gustaba hacer
enfadar a Gabriela y recuerdo las ocasiones en que les decía a mis
amigos que ni siquiera la quería, y ahora, siento que la quiero
tanto que me enfado conmigo mismo por no haber aprovechado cada
segundo a su lado. ¡Mierda! No entiendo por qué el ser humano tiene
que esperar a estar en una situación tan límite para darse cuenta
de lo que tenía al lado… solo habló una vez en el tren, los niños
no paraban de gritar y muy poca gente intentaba ayudar, eran
demasiados para ellos. Entonces Gabriela se levantó cogió todas las
provisiones de agua que habíamos robado e introducido en el vagón
de manera «ilegal», y dijo en un hilo de voz:
—Toda nuestra agua va a ser para los niños. ¿De qué sirve salir
vivos teniendo esto en la conciencia? Dadme un solo argumento.
Imaginaros que fuera Jacob…
Con este último nombre, todos entendimos que llevaba razón y que el
agua no nos pertenecía, era para ellos. Jacob, prefiero no pensar
en él, cerrar mi mente con una llave y tirar el candado, porque si
lo hago, si verdaderamente le incluyo en las imágenes de mi
memoria, todo mi mundo se desmorona y ahora mismo necesito ser
fuerte.
Perdí la consciencia, puede que incluso viera alucinaciones, soñaba
con agua, parece gracioso pero incluso sentía deseo de chupar el
sudor, esas gotitas que simulaban al rocío de la mañana en las
plantas.
Ahora, cuando ya pienso que no voy a sobrevivir al tren de la
muerte, éste para y oigo cómo los candados ceden y la luz entra. Mi
padre y mi madre se abrazan con fuerza, yo levanto a mi hermana, al
palo en que se ha convertido. Salimos deprisa, me duele la vista.
Creo que soy un topo que no se acostumbra a la luz, creo que puede
cegarme y bajo la vista.
En ese momento, un general del tercerReichaparece con lo que parecen barreños de agua. No
he experimentado tanta alegría desde hace mucho tiempo. Padre coge
una cantimplora y yo otra, dejamos a madre y Gabriela sentadas,
abatidas, y ambos salimos corriendo.
Hay dos colas, así que padre va a la de la derecha y yo a la de la
izquierda, corriendo pese a estar cansados, felices aunque nos
dirigimos a nuestro final.
Un ataque de ingenio por parte del oficial hace que tire los
barreños al suelo con toda el agua. Escucho comentarios a mi
alrededor que dicen que ha sido un accidente pero sé que es
mentira. Hay pequeños charcos en los surcos del suelo y la gente se
lanza a beber como los perros, ellos no saben que el perro hace el
movimiento contrario con la lengua y que apenas podrán coger dos
gotas. Pero ahí están, hombres que lo han tenido todo, ricos, con
orgullo. Me cabreó, estoy muy enfadado, no me agacharé, no les daré
esa satisfacción, estoy harto; si he de morir, moriré, pero nunca
viviré bajo sus reglas, no permitiré ser su bufón. Porque eso es lo
que somos para ellos.
Levanto la vista y les miró, todos están riendo como locos, parece
que es lo mejor que han visto en su día. ¡Manda cojones! Entonces
me detengo en una chica en particular. Una pseudo dama, muy arreglada, tiene un pelo castaño claro con
bastantes ondas, unos ojos azules gigantes, un buen cuerpo;
simplificando, es preciosa. Pese a su belleza, me repele, no me
acercaría a ella ni aunque fuera la última mujer en la Tierra. Los
demás visten el uniforme de los monstruos, y siendo coherentes,
actúan como tales. Pero ella, esa pequeña mini-nazi, esa idiota que
se cree dama, ésa es peor que ellos, porque los demás saben lo que
son, ella se cree mejor, se cree por encima del sistema y lo que no
sabe es que es la que más asco da.
La miro. Descargo toda mi ira contenida en ella. Creo que lo
notaporque empieza a apartar la vista. Me divierto; así que al
final va a resultar que tan orgullosa y tiene miedo de un simple
judío que ni siquiera podría darle dos buenas bofetadas sin que le
mataran. En medio de mi locura, me resulta graciosa y todo. Se toca
el pelo y mira hacia otro lado, está nerviosa.
Sepone seria, me mira buscando mi aprobación pero no quito mi cara
de asco. Supongo que no estará acostumbrada a que un hombre no
pueda mirarla sino con cara de deseo. Pequeña princesa con el
corazón hecho de abono.
De repente,¡Pum!,un sonido seco y gritos
desesperados de una mujer. ¿Pero qué coño ha pasado? Surgen los
chillidos a mi alrededor, un niño ha muerto por un golpe. Entonces
la miro, no sabría definir lo que parece. Ninguno de los alemanes
ríe, pero donde todos miran como si fuera un fallo técnico, ella
parece ¿triste? Sus ojos azules parecen ¿vidriosos?
No me da tiempo a hacer más conjeturas cuando oigo un grito que
conozco muy bien, madre, están metiendo a las mujeres de nuevo a
los vagones. «¡No!», grito con toda la
potencia de mi voz. Doy dos zancadas y llego donde las habíamos
dejado, las agarro con las manos con tanta fuerza que noto que les
hago daño, seguro que mañana tendrán unos buenos cardenales. Unos
oficiales intentan arrancármelas pero no los dejo. Siempre he sido
bastante fuerte y esta vez, pese a estar cansado, he decidido
emplear toda mi potencia hasta que se acabe, me da igual no tener
después.
Voy ganando. No me lo puedo creer. Puedo con ellos. Entonces
¡Pum!De nuevo, un palazo en las espinillas
hace que pierda el equilibrio y caiga al suelo. Intento aferrarme a
sus faldas desgarrándolas. Los alemanes son rápidos, las cogen y
las meten en el vagón sin echar la vista atrás.
Tengo la cara llena de la arena del suelo, me duele todo el cuerpo,
sigo recibiendo palos y puntapiés. Levantó la vista y las veo, pese
a tener la cara de mayor temor que jamás he visto, leo sus labios:
—Te quiero, hijo mío, ¡cuida de tu padre!
Con esa última frase y con unos ojos que prometían que iba a
llorar, se cierran las puertas. Así que de este modo llego a mi
segundo pensamiento: ¿qué será de mi hermana y mi madre? Pero lo
desecho rápidamente, en ocasiones, enterrar pensamientos impide el
dolor. En estos momentos, con la escasez de fuerza interior, no me
puedo permitir nada más, así que guardo este pensamiento bajo
llave, pensamiento que estoy seguro retomaré más tarde. Aunque no
me doy cuenta, me escuecen los ojos, supongo que me habrá entrado
arena. Cojo el bajo de la camisa y me los limpio y entonces es
cuando me doy cuenta de que estoy llorando.
Mientras estoy en el suelo, veo cómo los alemanes cierran la puerta
desde fuera. Solo una cosa me anima, las están echando agua con una
manguera, se oyen gritos de alegría. Padre aparece a mi lado. No
hace falta que hablemos, lo sabe y me abraza.
Un oficial me llama, no por mi nombre, sino señalándome y haciendo
un gesto con la cabeza. A algunos hombres los está mandando a unos
autobuses. A mí me dice que tengo que ir a unas mesas que están
enfrente. Me encuentro un poco mal, así que mi padre y otro hombre
al que no conozco me cogen de los hombros y me llevan hasta
allí.
Unhombre con cara de agrio me pregunta por mi profesión, estoy
contestando cuando me percato de que detrás está ella. ¡Mierda! Me
mira con la cara altiva, dejando claro que si mueve uno solo de sus
labios, me aplastará como a una cucaracha. Agacho la cabeza, esta
princesita endemoniada me puede joder bien y no estoy dispuesto a
ello. Ahora la que se divierte es ella.
Un hombre vestido de negro, doy por hecho que es médico, me hace
algunas preguntas de salud, creo que le he convencido porque le
dice al otro que me mande a los autobuses.
Y sin saber muy bien por qué, supongo que por todo lo que ha
acontecido durante el día, decido ponerme gallito y hablar al
oficial de una manera chulesca recordándole mi nombre.
De ahí no voy a salir bien parado, amigo, pero sin venir a cuento,
ella empieza a hablar, muestra el cargo de su padre, que debe ser
muy alto por la cara del otro, y empieza a ¿distraerle? El oficial
se olvida de mí y me manda al autobús. No puedo creer mi
suerte.
Una mano golpea mi hombro con brusquedad, es padre. Me
giro.
—Pero, ¿estás loco o qué? Cómo se te ocurre ponerte así con un
oficial. Menos mal que esa joven ha empezado a hablar con él, si
no, a saber qué habría pasado —está preocupado y cansado.
—Pero, ¿qué se supone que tengo que hacer? ¿Permitirle que me trate
como una mierda?, estoy harto, cansado —grito.
—Acabo de perder a tu madre y a tu hermana, por favor, no hagas
ninguna tontería, no permitas que te pierda también a ti —habla sin
fuerza; esa voz que antaño imponía, ahora solo contiene restos de
dolor.
—Lo siento —contesto finalmente y aunque me apetece rebelarme y que
me peguen un tiro, me descubro intentando tranquilizar a padre—, me
controlaré, es solo que llevo mucho tiempo aguantando cosas y ya no
puedo más.
—¿Crees que no te entiendo? ¿Crees qué no me gustaría insultarles?
¿Pegarles? ¡Pues claro! Pero no serviría de nada. No lo entiendo,
pero ellos tienen el poder. Así que compórtate. No juegues con tu
vida, porque no es solo tuya, también es mía, y tú eres mi última
fuerza. Si a ti te pasará algo… —le interrumpo:
—Vale —no quiero drama.
—¿Qué es lo que vale?
—Te prometo que no haré nada más, seré un buen chico —miento de
manera tan convincente que padre respira tranquilo una sola vez.
Luego vuelve a agachar la cabeza y continúa andando
mecánicamente.
Qué ironía, ser un buen chico se ha convertido en aguantar con buen
talante todo lo que los monstruos uniformados nos digan.
Cuando voy hacia el autobús, observo las mesas de mi alrededor. En
ellas hay gente que conozco del tren, mienten en la edad y la
profesión, tal y como nos ha aconsejado todo el mundo. Es malo
entrar en Auschwitz, pero peor es volver al tren.
Mientras entro en el bus, escucho cómo los oficiales de las
SS nos califican como «personas aptas para
trabajar». Me siento y con ello llega mi tercer pensamiento: ¿qué
nos depara nuestro futuro en el campo, en nuestro nuevo «hogar»?
Oigo que alguien se ríe como si estuviera loco y busco de dónde
proviene esa risa, hasta que veo que todo el mundo me mira a mí. Me
tapo la boca y el sonido cesa. Era yo.
CAPÍTULO 2
El viaje hasta Auschwitz no duró mucho o a mí se me hizo rápido hablando con Louis. El camino tenía muchos baches y, como había llovido, la carretera estaba atestada de barro, por lo que más de una vez tuvimos que parar y fue necesario que Alger empujara el coche.
Por eso y por el temor a manchar los bajos de mi falda, tardé enapreciar lo espectacular que era mi casa una vez que hubimos llegado. Toda ella era blanca y tenía un jardín enorme que la rodeaba con un porche con unas mesas, sillas y lo que parecía ser un columpio.
—Ésta es su nueva casa —indicó Louis mirándome—. Hay que hacer algunos arreglos pero no se preocupen, mañana mandaremos a alguien. Calculo que no tardarán más de tres o cuatro días en terminarlo —dijo zafado de sí mismo.
Revelado esto, se adelantó y nos abrió la puerta como el caballero que era. La entrada era majestuosa. La puerta del salón estaba entreabierta, así que pude apreciar que estaba todo decorado de madera, con lámparas y detalles en oro y, presidiéndolo, una gran foto del Führer.
Sin embargo, pronto captó mi atención la puerta de la izquierda. Ésta, de madera antigua, tenía un gran cerrojo cuya llave cedió Louis a mi padre. Como nadie me invitó a entrar, tuve que mirar disimuladamente desde fuera. Era una estancia simple con una máquina de escribir y decenas de libros. Padre dejó su maletín de mano en la única silla que había, por lo que deduje que él era el dueño de ese despacho. No tardaron en salir y no pude sino extrañarme cuando oí cómo padre echaba el cerrojo de nuevo. Nunca había existido en nuestro hogar una sala en la que yo no pudiera entrar.
Seguimos de frente y encontramos la cocina. Allí había una mujer con unas caderas tan grandes que resultarían ofensivas en una dama. Otro detalle que no me gustó en ella fue su cabello rojo y rizado. Había leído mucho sobre la época de las brujas en Escocia y tenía mis prejuicios hacia ese tono de pelo. Pese a que esbozó una amplia sonrisa, no me agradó en absoluto.
—Ella es la judía que hará todas las cosas de la casa, así que no tienen por qué preocuparse de nada —explicó Louis sin siquiera mi mirarla.
—Encantada, señor y señorita Stiel. Mi nombre es Ada y estoy a su disposición —contestó con un susurro de voz nuestra nueva sirvienta. No sé si fueron impresiones mías, pero parecía que en cualquier momento se iba a poner a temblar.
Pensaba contestar pero entonces padre hizo un
gesto con la cabeza y seguimos avanzando, esta vez escaleras
arriba.
El segundo piso estaba compuesto por tres habitaciones y un cuarto
de baño. Me metí en la mía, me parece de mala educación entrar en
las que van a pertenecer a otras personas. La habitación es algo
muy privado.
Era bastante amplia, con una cama de matrimonio, un escritorio, un
armario y unos estantes para los libros. Las cortinas y el edredón
estaban a juego con un tono blanco en el que se reflejaban los
pocos rayos de sol que podían escapar a la nube negra constante que
presidía nuestro cielo.
Una mano me tocó el hombro y me puse tensa.
—Venga a ver las vistas, Juliana. Yo elegí esta habitación para
usted, espero haber acertado —dijo Louis en un intento de coqueteo
conmigo. Me relajé y me dejé guiar.
La cara de Louis estaba muy cerca de la mía, me abrumaba, ¿cómo
podía existir un hombre así? Aparté las cortinas y observé las
vistas. Daba a la parte trasera donde estaba la puerta de la
cocina, delante de mí se extendía una explanada verde que me
gustó.
—Me encanta —dije con más emoción de la que sentía—, parece que me
conozca usted muy bien, Louis —le miré con una cara traviesa que no
le pasó desapercibida.
—Solo hay un pequeño fallo, la obra la harán en la cocina y durante
dos o tres semanas sus vistas se estropearán con los obreros. Está
claro que no sabía eso cuando dije que le prepararan este cuarto
—se excusó.
—No pasa nada —conteste muy deprisa—, al fin y al cabo, así podré
vigilar que los obreros trabajen y no hagan el vago —ambos nos
reímos, cerca, muy cerca.
En ese momento oí un carraspeo y cuando me giré, vi que Alger había
entrado a la habitación.
—Creo que nos tenemos que ir, ya le he enseñado al señor Raymond el
resto de la casa —en mi opinión ese chico tenía algún tipo de
problema. Francamente, un robot tenía más vitalidad que
él.
Louis se giró hacia mí y con el encanto típico de los grandes
galanes de novela, me beso en la mano mientras me
susurraba:
—Hasta mañana, Juliana, estoy deseando enseñarle las
instalaciones.
Alger permanecía en el marco de la puerta y con un simple gesto de
cabeza siguió a Louis y se marchó. Padre no pasó a decir nada, con
los nervios de ver todo, se olvidó. ¿Qué más da?
Me quedé traspuesta. Cuando desperté, advertí que mis baúles
estaban en la puerta. Supongo que esa criada, Ada, los habría
subido. Comencé a colocar mis cosas, lo primero que saqué fueron
mis libros, coloqué el Mein Kampfen una de
las estanterías, era un libro que siempre me acompañaba a todas
partes. En realidad no podría decir el número de veces que me lo
había leído. Iba a sacar los demás cuando noté que no estaba sola
en mi habitación
—Señorita, si quiere, coloco yo las cosas, antes las he subido pero
como estaba dormida, no he querido despertarla —dijo
cabizbaja.
—Sí, coloque los libros y los vestidos. Por cierto, me llamo
Juliana, Juliana Stiel. Puede llamarme Juliana —dije dándome algo
de importancia.
—Entendido, señora Juliana —contestó Ada.
Dicho esto, comenzó a trabajar, me aburría. Total, no podía hacer
nada, así que empecé a hacer algunas preguntas; hasta que conociera
a alguien, tendría que hablar con esta mujer.
—Ada —inmediatamente se dio la vuelta—, ¿vienen por aquí mucho los
oficiales?
—Depende de cómo lo lleve su padre. Pero normalmente suelen pasar
mucho por la casa —mientras hablaba, sacaba con cuidado las prendas
y las doblaba.
—¿Y dónde viven? —dije fingiendo que no me importaba
demasiado.
—A más o menos un kilómetro, cerca de los campos, usted puedeir
dando un paseo, señorita, quiero decir Juliana —Ada era rápida, ya
había terminado de colocar el primer baúl.
—¿Y quién te dice que yo quiera ir? —cómo era tan
atrevida…
—Lo suponía, lo siento —dijo Ada, muy nerviosa.
—Pues no lo sienta tanto, no suponga sobre mí, que no me conoce—la
interrumpí—, y que una cosa quede clara: tú y yo no somos
amigas.
—Lo siento —dijo otra vez. Tomé el temblor de su voz como respeto y
eso hizo que me hinchara de orgullo; tiempo después sabría que se
trataba de temor.
—Deja ya de decirlo, me aburre. La verdad es que he sido tonta al
pensar que podría conversar con usted. Limítese a colocar las cosas
y con cuidado.
Mientras habíamos hablado, ella había colocado casi todos los
baúles de ropa y algunos de objetos. En ese momento tenía un
vestido blanco en la mano. Estaba inquieta por la conversación y se
le cayó al suelo. Entonces supe de qué vestido se trataba. Me
levanté hecha una furia y la abofeteé la cara.
—Este vestido vale más que tú, ¿entiendes? —gritaba, la miraba con
odio, creo que en esos momentos parecía una bestia.
—Me han temblado las manos y se me ha caído, lo siento, no se ha
manchado, señorita…
—¡Le he dicho que no me llame SEÑORITA! —me acerqué amenazante a
ella—. Váyase y no vuelva hasta que la llame, ¿entendido? —la volví
a golpear en las mejillas por puro gusto.
—Sí, por supuesto, Juliana —contestó a una velocidad que casi fue
difícil entenderla.
—Pues lo dicho. ADIÓS —rugí.
Se marchó corriendo, lloraba y se llevaba las manos a las mejillas,
rojas de mis bofetadas. Aun así, Ada parecía en cierta medida
tranquila, creo que esperaba que mis golpes se prolongaran durante
más tiempo.
No me sentía mal, para mí ese vestido valía más que ella, podría
haber tirado cualquiera pero no el blanco; otra vez me sobrevino la
imagen de mi madre. Cerré los ojos con fuerza, no quería
verla.
Entonces algo raro me ocurrió, rememoré la mirada de reproche del
joven de los ojos verdes, Ishmael, el judío y algo se me revolvió.
¿Cómo me habría mirado él en esta situación? Seguramente como un
monstruo, y yo no lo era.
Después fue como si no mandara en mis movimientos, no sabía muy
bien por qué actuaba así, solo veía esos ojos, sus ojos. Cuando fui
consciente, estaba en la cocina. Ada fregaba lloriqueando y al
verme se encogió pegada a la pared y cerró los ojos con fuerza
esperando como un animal maltratado. No entendía qué iba a decir,
¿por qué estaba allí? ¿Cómo había bajado? Empecé a oír mi voz pero
yo ya no mandaba en ella:
—Era el vestido de mi madre. Intente que no se le caiga de nuevo
—hablaba mecánicamente.
Pero, ¿qué estaba haciendo? ¿Por qué narices le estaba dando
explicaciones a ella? Una mísera judía. Quería cerrar la boca pero
aun así no pude
—Siento haberte abofeteado porque no lo sabías. A partir de ahora
lo sabes y ya no te pediré disculpas si te abofeteo por el
vestido.
Yasí, con la cara de asombro de la sirvienta, salí de la cocina.
Abrí la puerta principal y el aire me azotó la cara con brutalidad.
Me sentía mal, acababa de rebajarme a mi sirvienta. Eso no era
bueno. Los judíos eran muy listos, podría haber perdido mi
autoridad. Seguía sin entender quién había dirigido mis
acciones.
Tenía ante mí un nuevo mundo que descubrir, unos bosques que
investigar, quería comenzar a andar y perderme como una
exploradora… pero algo no me dejaba, no podía distinguir otra
cosa.
1936, siete años antes. Una joven Juliana está en la habitación de sus padres. Tiene el oído afinado ante cualquier ruido. Acaba de hacer algo prohibido, sabe que si su madre entra, la regañará y de manera merecida, al fin y al cabo se lo ha repetido mil veces. Pero a ella le da igual, le encanta ese vestido y se lo pone. El primer día que vio a su madre con él puesto, alucinó. Parecía una princesa. Es blanco, de seda, con unos finos tirantes, ajustado hasta la cadera y luego de vuelo. Le queda bastante grande pero aun así le parece que es la mejor prenda que ha visto en su vida. Empieza a tararear una canción mientras da vueltas con el vestido puesto.
Si no hubiera tatareado, habría oído la puerta abrirse y cómo su madre subía las escaleras rumbo a su habitación después de un largo día de compras.
—Juliana —dice nada más
abrir la puerta—, ¿no te he dicho mil veces que no te pongas ese
vestido?
—Lo sé, mamá, pero es que es tan bonito. Parezco una princesa
cuando me lo pongo —madre sonríe cariñosamente, esta vez no se
enfadará.
—Quítate el vestido y acompáñame al jardín, que te he comprado un
regalo.
Así, de esa manera, se acaba la discusión. Juliana guarda el
vestido perfectamente en el armario y lo mira sabiendo que algún
día será suyo. La expectativa de un regalo hace que baje los
escalones de dos en dos y antes de que su madre se haya sentado, ya
está allí abajo.
—Bueno, ¿qué es ese regalo que me has traído?
—¡Impaciente, eso es lo que eres!
Entonces tiende ante su hija una bonita caja color rosa con un lazo
blanco. Juliana se muerde las uñas mientras espera que su madre le
dé la aprobación para abrirlo. Con un gesto la tiene. Como si de
una hiena ante un cacho de carne fuera, se lanza y lo abre
rompiendo el papel por todos lados. «Menuda señorita estoy
educando», piensa su madre, aunque en el fondo sabe que es buena
chica y por ahora con eso le basta.
Juliana no se lo puede creer, es el vestido, el vestido de su madre
de princesa pero esta vez es para ella.
—Como veo que tanto te gusta, he decidido que mejor tuvieras el
tuyo propio.
—¡Gracias! ¡Gracias! —grita la niña mientras se come a su madre a
besos—, me casaré con este vestido. Será el que me ponga para todos
los eventos importantes…
Mientras Juliana no para de nombrarle a su madre para la cantidad
de actividades que servirá ese vestido, Arabelle ríe en silencio.
Cómo es posible que sea tan feliz por un vestido. Durante un
instante, la envidia y echa de menos sus doce años.
—Pequeña, he escrito un relato más, ¿quieres que te lo
lea?
—Claro, mami, espero que esta vez haya un
príncipe. No, mejor que un príncipe, espero que haya un pirata. No,
mejor un bandido que se hace bueno por amor…
Mientras no para de nombrar cuál sería su personaje favorito, su
madre ve en ella a una futura escritora.
En esta ocasión el libro es de un historia en Berlín, un chico malo
que se acabará enamorando de la una bella dama de sociedad. Empieza
a leerlo y Juliana se acomoda en sus brazos. Cómo le gusta estar
así. Mientras oye el relato que su madre le cuenta, se lo imagina y
por un instante cree que es ella la protagonista. Los relatos de su
madre son cortos, así que en apenas tres horas ha terminado.
Juliana embriagada de amor pregunta a su madre:
—¿Crees que alguna vez conoceré a alguien que se parezca a un
príncipe azul de tus relatos?
Es una soñadora, sí, pero le da inocencia.
—Pues claro, y será mejor. Eso sí, te tendrás
que poner el vestido blanco para la boda.
En ese momento empieza una pelea de cosquillas. Un hombre entra
después del trabajo y ve a las dos cosas que más quiere, su mujer y
su hija, tiradas en el suelo riendo. No sabe qué están haciendo
pero corre a su encuentro. Ambas se alían contra él y así,
revolcados en el césped del jardín, pasan los últimos tiempos
felices.
Nos empujaron para que bajáramos del autobús, no habíamos tardado mucho tiempo. Enfrente contemplamos lo que parecía todo un complejo de barracones de madera, rodeado por una valla que presuponía estaba electrificada. Para que nos quedara claro que no podíamos escapar, había numerosas torretas de vigilancia. Las personas que se encontraban en éstas lucían grandes rifles que mostraban desafiantes.
Lo que más captó mi atención fue el manto de rayas blancas y negras que poblaba el espacio. No me hizo falta hablar con ellos para presuponer que se trataba de los míos, de las personas que pertenecían a mi mismo equipo en el duro juego de la supervivencia.
Nos hicieron ponernos en cola. Agarré a mi padre de la mano y le sitúe detrás, quería que estuviera cerca de mí. Íbamos entrando en grupos de treinta personas más o menos. Después de una media hora llegó nuestro turno. Pasamos por una puerta en la que se podía leer «El trabajo os hará libres». Me pareció cuanto menos, ridícula.
Anduvimos unos cien metros y llegamos a un despacho. El oficial se paró en la puerta de una sala a la cual nos hizo entrar. Nos sentamos acurrucados en un rincón, atentos a cualquier movimiento, como un animal que se ve acorralado. Sin embargo, la estancia estaba completamente vacía, únicamente en el medio había una gran fuente, pero ironías de la vida, el agua no era potable. Algunos valientes o desconfiados se acercaron a beber, enseguida quedó claro que lo que ponía no era una mentira.
Mierda, tendríamos que esperar más para saciar la sed. Ya casi había olvidado que necesitaba agua pero ver una fuente hizo que todos nos pusiéramos más nerviosos y que instantáneamente tuviéramos más necesidad de ella. Cómo no, nuestro acompañante se percató de nuestro deseo.
—El agua del campo no se puede beber excepto la
que os proporcionemos nosotros —y sin más, se marchó.
Oímos un carraspeo y con un simple gesto de cabeza otro alemán nos
indicó que le siguiéramos. Así, llegamos a una sala donde se nos
solicitó que dejáramos todas nuestras pertenencias y nos
desnudáramos íntegramente. Ni siquiera se molestaron en mentirnos y
decirnos que nos lo devolverían. Judíos con el uniforme de rayas
seleccionaban las pertenencias. Poco a poco dejé una única maleta
que me acompañaba, mi ropa y todos los complementos que llevaba
encima, un reloj de mi padre y una cadena.
Nueve años antes. Un Ishmael de tan solo diez años pasea nervioso por los jardines en el día de su cumpleaños. Gabriela le ha dicho que esa noche David hablaría muy seriamente con él. Piensa de qué travesura se habrá enterado. La primera opción es la de la compañera a la que ha llenado de chocolate lanzado en globos. Imposible, él y su amigo Guillermo se habían asegurado de que no les viera ocultándose tras un muro. Sigue barajando opciones y llega a la que cree que es la buena, la pintada en la pared al lado de la iglesia. Solo un nombre viene a su mente, Gabriela, la traidora.
El día anterior, Guillermo y él habían decidido ser pintores, qué mejor manera de demostrar sus dotes artísticas que con un gran dibujo en las paredes blancas de la casa abandona de la Villa de la Iglesia. Todo habría ido sin problemas si su hermana de dieciséis años no los hubiera visto en plena faena
—¿Qué hacéis? —les había
preguntado mientras se acercaba acechándolos detrás de unos
arbustos.
—Nada —habían contestado mientras intentaban tapar su pequeña
ilusión del día.
Sin embargo, Gabriela, demostrando esa fuerza atroz de la que solo
disponen las hermanas mayores, los padres y los profesores, les
había apartado a un lado dejando a la vista aquello que ambos
querían ocultar.
—Dejadme adivinar, ¿pintores? Ésa es la gran
profesión que queréis desempeñar esta semana.
—Pintores no, artistas bohemios—decía un Ishmael a la defensiva.
—No te pongas así, pequeño Picasso, ya verás
qué contento se pone padre esta noche cuando le cuente que su hijo,
el gran pintor ha ensuciado una propiedad que no es la
suya.
El niño intenta defenderse pero se da cuenta que la bruja de su
hermana le tiene cogido. Intenta pensar en posibles escapatorias
pero sabe que con ella solo una es posible.
—¿Qué quieres que haga para que no se lo digas
a papá?
—Déjame que piense—Gabriela se muerde una uña, divertida—. Creo que ya lo sé. Este mes me ha tocado entre las
tareas limpiar el jardín, es muy simple, dirás que tu sueño del mes
es ser jardinero y lo harás tú.
Ishmael se enfada, es el trabajo que más odian los dos y ahora lo
tendrá que hacer, o eso o el castigo de su padre, el cual será
peor.
—Vale—dice aceptando su
derrota.
Gabriela se marcha a la casa mientras piensa que si su hermano se
hubiera metido dentro habría visto miles de pintadas, entre ellas
una suya. Mientras Ishmael y Guillermo deciden que esa profesión es
muy dura y limpian la prueba de su delito. Después se tumban en el
suelo, ven una camada de gatitos y a las crías indefensas, deciden
su profesión del mes: criadores de animales. Y felices, se van
mirando a esas criaturitas mamar de la gata, sin saber que en un
mes se encariñarían tanto de las crías que cada uno acabaría con
una como mascota.
Ishmael vuelve a la realidad, la noche de su cumpleaños, el día más
deseado hasta ese momento. Mientras todos comen la sopa, está
nervioso, no entiende por qué padre aún no le ha
regañado.
Desde la otra punta de la mesa, Gabriela ríe en silencio sabedora
de que no ha dicho nada. Su madre por el contrario piensa si su
hijo no comerá más debido a que la sopa le ha salido muy salada,
preocupada.
La cena termina y los nervios aumentan.
—Ishmael ven aquí—dice
padre sentado en un sofá al lado del fuego.
El niño se acerca preparando su mejor defensa y echándole miradas
de odio a su hermana.
—Mamá, Gabriela, venid también—dice padre cuando vuelve a hablar.
Ishmael se siente confuso, una bronca delante de su madre y hermana
ya es por algo muy importante, lo de la pintada no le cuadra.
Entonces la mano de padre se acerca con una cajita pequeña envuelta
con papel rojo.
—Antes de darte esto tengo que hablar
contigo.
—¿Un regalo?—pregunta
el niño más perplejo.
—Claro—dice David
divertido—, ¿qué pensabas que era? ¡Es tu
cumpleaños!
Madre se acurruca contra él en el sofá, mientras sonríe, más
ansiosa que Ishmael por ver el presente. David no ha querido
decirle qué es.
—Es una reliquia familiar, tu abuelo me lo dio
a mí, a él se lo dio su abuelo y así muchas
generaciones—el tono es de
misterio—,por eso tienes que prometerme que
lo cuidarás mucho y se lo darás a tu hijo cuando cumpla diez
años—el niño asiente deseoso que acabe la
charla para poder abrirlo, impaciente—. ¡Vamos, ábrelo!
Y ahí está un colgante de plata con el sello de su familia. Su
primera posesión de valor.
—¿Qué era el primer abuelo que lo
compró?—pregunta aún fascinado con su
belleza.
—Médico.
—Entonces yo seré médico, como él.
Y sin soltar su nuevo tesoro, abraza a su padre, no sin antes
propinarle una patada a su hermana por el día que le ha hecho
pasar.
Dejé la cadena en una cesta donde había miles más. Posiblemente no tendría mucho valor económico pero sí sentimental, algo que los alemanes no podrían apreciar. Ahora por primera vez soy consciente de que ya no tengo pertenencias, nada que me recuerde que algún día fui una persona feliz con una familia, un niño ilusionado que soñaba con comerse el mundo.
La siguiente estancia era parecida a la anterior, paredes sucias, poca luz y ningún sitio para sentarte. Un hombre pasó con una máquina y nos rapó el pelo uno a uno, sin consultar. Recordé entonces cómo las chicas decían que mi pelo me daba un aire atractivo y me eché a reír. Pensaba en las mujeres con las que había estado, me las imaginaba si me vieran ahora totalmente rapado, cuál sería su opinión, aunque suponía que tampoco ellas estarían tan bellas como las recordaba.
Desnudos, nos metieron en una habitación que se cerró desde fuera. Hacía mucho frío así que todos comenzamos a temblar. En el techo había aspersores de ducha. Sigo sin entender muy bien por qué, pero teníamos miedo. Queríamos salir de ahí. Padre me abrazó. Se hizo el silencio. De repente, comenzó a caer agua. Abrimos la boca, bebimos y gritamos de alegría, fue un momento máximo de euforia.
La desinfección fue algo un poco más doloroso. Nos embadurnaron de una especie de lejía amarilla que producía un escozor inaguantable en cada fragmento de piel. Exactamente no comprendía el resultado que querían obtener con eso, tal vez solo disfrutar viéndonos retorcernos.
Cuando terminó el baño, nos dieron a cada uno nuestra indumentaria. Ésta se componía de una camisa básica blanca, unos calzoncillos largos, una chaqueta y pantalones de rayas azules y blancas y unos zuecos. Todos teníamos además una gorra con un número que nos identificaba, que cuando hicieran recuento teníamos que llevar puesta. No nos dijeron qué pasaría si no la llevábamos durante el recuento, solo que la tratáramos como un tesoro y, no pensaba desobedecerles.
—Esto es toda vuestra vestimenta durante el tiempo que estéis aquí. Con personas normales no haría falta decirlo pero tratándose de vosotros… —decía el oficial que nos miraba como si fuéramos ratas—, os aviso que tenéis que mantenerlo cuidado y limpio porque no os daremos otro y no estamos dispuestos a trabajar con guarros. Todos los días haremos revisión de vuestra ropa.
Eltacto con mi nueva ropa me llevó a una afirmación: era usada, otros judíos la habían llevado puesta. Por qué se la habían quitado y me la habían dado a mí, era una pregunta para la que jamás tendría respuesta. Aunque si nos ponemos a decir posibilidades, la que más fuerza cobraba en mi interior es que la persona que la llevó ya no estaba viva.
Proseguimos con nuestra procesión hasta la siguiente sala. En ella primero nos daban un papel con un número y una serie. Luego, en grupos de tres en tres pasaban a la siguiente sala.
Mi número era el A-8888. Pronto supe cuál era
su utilidad. —Muéstrame el brazo —me ordenó un oficial. Por
supuesto lo hice y el hombre lo sujetó con fuerza—. Ahora vamos a
tatuarte el número, pero no tires el papel. Debes colocarlo en el
uniforme con una estrella de David que te darán ahora.
La aguja empezó a sonar y la tinta brotó en mi muñeca mostrando lo
mismo que tenía el papel. Siempre me habían dado miedo las agujas,
hasta el punto que odiaba las inyecciones del médico. Sin embargo,
mi orgullo pudo con el temor. Puede que doliera pero yo no mostré
ningún tipo de sentimiento. No les daría la satisfacción. Lo hizo
mecánicamente y con profesionalidad, no cabía ninguna duda que
estaba acostumbrado. Cuando acabó, me limpió la sangre y miró
contento su obra. Yo me sentía marcado como una vaca. Así es como
el hombre se convertía en animal. Era como se pasaba de ser humano
a criatura.
—¿Qué crimen ha cometido este judío? —preguntó un oficial a otro
mientras tocaba numerosas estrellas de David de diferentes
colores.
—Crímenes contra la pureza de raza —dijo otro
instantáneamente.
El primer oficial sopesó las distintas tonalidades de la mesa y al
final me asignó una de color amarillo y blanco. La cogí sin saber
muy bien lo que debía hacer con ella y el segundo oficial me lo
explicó con voz cansina:
—Debes colocártela junto con el número impreso en el pecho. Con la
punta de la estrella hacia abajo
Mientras hacía lo que me había ordenado el oficial, escuché cómo la
persona que venía detrás de mí había cometido un crimen político y
le asignaban otra estrella. Algo no se les podía negar a mis
captores, y era la buena gestión y organización que tenían.
Al final llegamos a nuestro dormitorio. «Bloque 29», se podía leer. Había al menos treinta literas. Las literas estaban hechas de hormigón y encima de cada una había un colchón de paja, un plato de metal, un cucharón, un vaso, una sábana y una almohada, todo ello nos debería durar durante toda nuestra vida allí, no nos darían nada nuevo.
Ya había personas instaladas, así que busqué una litera libre para mi padre y para mí. No tardé mucho en encontrarla en uno de los laterales. Como no tenía pertenencias que dejar encima para demostrar que la litera estaba ocupada, revolví un poco ambas sábanas como señal de que esa cama estaba siendo utilizada.
El alemán se marchó. Todos nos miraban con recelo. Al principio se acercaron en manada para obtener respuestas de lo que estaba ocurriendo en el exterior. Algunos preguntaban por familiares y amigos y la mayoría querían saber cómo iba la guerra. Cuando se dieron cuenta de que no podíamos satisfacer su curiosidad, cada uno volvió cabizbajo a su colchón. Nadie nos habló durante un rato, llegué a sentir que nadie podía vernos hasta que dos chicos que estaban en la litera de al lado nos saludaron:
—Mi nombre es Isajar —era moreno, muy moreno con la cara manchada. Su rostro era rudo, podría pasar por un boxeador. Con ojos marrones pequeños y pelo rapado.
—Hola, yo me llamo Ishmael y éste es mi padre
David —les dimos la mano.
—Yo soy Ivri —este otro era más pequeñajo, tenía una nariz
respingona y unas orejas de duende, ojos en una mezcla de verde y
marrón y sonrisa limpia—. ¿Queréis un cigarro? —dijo mientras nos
ofrecía uno.
—No fumo —contesté, aunque conforme lo decía, me replanteé mi
respuesta—, pero creo que sí, hoy voy a fumar.
Ambos se rieron y padre también. Entonces llegó otro mayor, sería
de la edad de padre. Aunque tenía el mismo uniforme,
despertabaautoridad en la gente de alrededor.
—Cualquier cosa que os digan estos dos es mentira, son unos
bromistas; si queréis saber algo, no dudéis en venir a mí. Me llamo
Eleazar.
Me volví a presentar a él, se movía de manera elegante, estoy
seguro de que antes de la guerra tenía mucho dinero.
—¿Os han explicado todo el funcionamiento? —preguntó Eleazar
amablemente.
—No —contestamos padre y yo al unísono.
—Lo suponía, nunca lo hacen los muy cabrones —dijo Isajar poniendo
una mueca de asco.
—¿Cuál es vuestra primera duda? —preguntó Elezar. Mis tripas
sonaron y contestaron por nosotros—. La comida, ¿no? —dijo Eleazar
intentando ser simpático para que nos sintiéramos
cómodos.
—Deliciosa —dijo Ivri mientras se relamía los labios y se
reía.
—No le hagáis caso —replicó Isajar, que miró a Ivri con una mirada
que decía «es pronto para bromas, están desubicados»—. La comida se
compone básicamente de desayuno, una especie de sucedáneo de café.
Al almuerzo todos los días, una sopa insípida, y para cenar
pan.
—¿Hay alguna variación? —pregunté esperanzado.
—No, nunca —dijo Ivri, esta vez con una sonrisa amarga.
—Ahora os explicaré un poco las reglas por encima... —comenzó a
hablar Eleazar.
—Bueno, a lo interesante —interrumpió Ivri, que parecía incómodo
con la conversación tan seria—, supongo que no tendréis muchas
necesidades masculinas porque acabáis de llegar y seguro que
tendríais algo fuera. Aquí a los mejores trabajadores os dejan una
vez al mes tener un encuentro con una dama. El mejor momento de la
vida aquí —supongo que quería darnos una alegría pero no lo hizo.
Nos daba igual.
—Siempre pensando en lo mismo —Isajar le dio un codazo a Ivri—. ¿Os
han asignado ya trabajo?
—No —contesté mientras me sentaba a su lado.
—Pues entonces dentro de un rato os asignarán uno. Estamos todo el
día trabajando —Eleazar carraspeó—, lo siento, es que este Ivri
siempre está interrumpiendo, explícalo bien.
—Cada mañana nos despiertan a las cinco con una banda de música
tocada por judíos o por unos silbatos. En esos momentos tenemos que
hacer la cama al modo militar y prepararnos para el conteo. Muy
importante, no perdáis ninguna prenda de vuestra ropa.
—¿Cómo vamos a hacer la cama al estilo militar con paja? Es
imposible —afirmé.
—Una excusa para castigarnos —dijo Ivri por primera vez
serio.
—El Appel(conteo) es por la mañana y por la
tarde —continuó Eleazar—, a las seis nos vamos para el trabajo y
volvemos siempre antes de las ocho, que empieza el toque de queda.
Si sales, te meten un tiro —dijo advirtiendo, sin querer
asustarnos.
—Les encanta la música —añadió Ivri—, es muy emocionante ir a
trabajar con sonidos de trompetas de la banda.
—Más o menos esto es todo —dijo Eleazar—, ¿lo
comprendéis?
—Sí —dije mientras suspiraba e intentaba que toda la información se
metiera en mi cabeza—, creo que lo único que me ha gustado de todo
lo que me has dicho es que de vez en cuando comeré sopa.
—Uy, riquísima, una sopa que bien podría ser agua con barro pero
que permite que no te queden fuerzas para trabajar. En ocasiones me
siento como una vaca a la que dan de pastar —dijo Ivri.
Todos estallaron en una carcajada, me caían bien, estaban en el
infierno y aun así se divertían, me gustaba que fueran mis
compañeros de habitación.
—Por cierto, una última cosa —advirtió Ivri y todos callamos para
prestar atención—, no sé si os habéis fijado en la hermosa valla
que rodea nuestro campamento infantil —Isajar puso los ojos en
blanco mientras le escuchaba—; intentad no acercaros nunca
—pronunció esta última palabra con toda la lentitud que pudo—.
Alrededor de ese metal hay unas piedras con unas señales que
dicen«prohibido pisar»y un dibujo bastante
realista de un arma. El problema reside en que en ocasiones, si te
ven cerca, te tiran tu gorro o cualquier cosa a esa zona para que
lo recojas. ¿Y eso significa? —nos preguntó como si fuera un
profesor de colegio.
—La muerte —respondió Isajar sin bromas—, o mueres por pisar las
piedras o mueres por perder la prenda.
Se hizo el silencio hasta que padre preguntó algo, algo que yo
debía haber preguntado también, algo en lo que llevaba un rato sin
pensar y me hizo sentir mal.
—¿Decís que hay mujeres? En el tren nos han separado de mi mujer y
mi hija, ¿hay alguna posibilidad que estén aquí, en algún otro
bloque?
Siempre he sido muy observador y la mirada entre Isajar e Ivri no
dejaba lugar a dudas, ellos también habían perdido mujeres y no las
habían visto. Agacharon la cabeza, no querían decírselo a un
hombredesesperado. Iba a intervenir cuando Eleazar habló:
—Claro, puede que sí. Las mujeres son muy necesarias para el
régimen, ya se sabe, hacen todo mejor que los hombres, no se
desharían de ellas, lo que pasa es que las tendrán en algún lugar
mejor. Hay muchos que han visto a su mujer y dicen que son muy
felices
Supe que era mentira pero a padre le tranquilizó. En ocasiones,
aunque sabes que algo no es real necesitas creerlo y si te lo
cuentan, aunque sepas que es falso te aferras a ello. Padre ya lo
había hecho. Yo sentí por dentro esa pérdida y recordé a esa madre
y hermana que quizás no volvería a ver. Eleazar se levantó y se
dirigió a padre:
—Venga conmigo, dejemos aquí a estos jóvenes, le presentaré a más
personas —y guiñándonos un ojo, desapareció con padre.
Miré a todos los hombres que me rodeaban y entre ellos desató mi
curiosidad uno, iba con un aire bastante altivo, imponía, ya que
tenía más masa corporal que los demás e incluso parecía más
limpio.
—¿Quién es ése? —pregunté mientras le señalaba con el
dedo.
—Es nuestra niñera, Abraham —contestó Ivri.
—Un capo —interrumpió Isajar.
Debió notar que no sabía qué era un capo, por lo que
siguió:
—Los capos son judíos que ayudan a los alemanes. Nos vigilan.
Cualquier cosa mala que hagas, van corriendo y se lo dicen, como
sus perritos falderos. Claro, que a cambio reciben, ¿cómo decirlo?,
un mejor trato por parte de ellos. ¿No es así, Ivri?
—Sí, son más odiosos que los propios alemanes, traicionando a sus
compañeros. En el fondo se piensan que valen algo para ellos, lo
que no saben es que son instrumentos y en el momento que dejen de
interesar, irán a la basura, que aquí significa la
muerte.
Quería preguntar algo pero en ese momento entraron cuatro oficiales
alemanes. Todos los judíos se pusieron de pie, muy rectos y con la
mirada gacha; hice lo propio y les imité. Comenzaron a leer algunos
nombres, entre ellos estaba Isajar. Se acercó a ellos.
—Isajar, ¿obrero, verdad?
—Sí, señor.
—Tiene un trabajo, es un arreglo en la casa del gran Raymond Stiel,
elija a cuatro hombres con usted. Mañana empiezas. Dímelos, que los
apunte.
Entonces gritó dirigiéndose al resto:
—Si oís vuestro nombre, os acercáis aquí, ¿entendido?
—Sí—contestamos al unísono como la masa que formábamos.
—Ivri —comenzó Isajar, quien se acercó—, Eleazar, Ishmael —me
acerqué, me extrañó mi nombre, me acababan de conocer, supongo que
nos habríamos caído bien mutuamente, solo faltaba un nombre.
Entonces me fijé miré a mi padre y miré a Isajar haciéndole una
seña que esperaba que entendiera—. David —dijo mientras señalaba a
mi padre; gracias, Isajar.
—Vale, éstos serán sus hombres. Mañana a las cinco y media de la
mañana después del conteo vendrán a por vosotros. Será el oficial
Alger. Espero que os sepáis comportar en esa casa y que seáis
eficientes —después nos dirigió una mirada de asco y se marchó.
El tiempo pasó lentamente y al final me sentía como si llevara años allí en vez de unas pocas horas. Media hora después de cenar se apagaron las luces y se hizo un silencio de vez en cuando interrumpido por algún que otro lamento. Al final todos dormimos. Mis pensamientos se centraron en recuerdos pasados, la vida podía haber sido tan diferente… y entre sueños y pesadillas transcurrió mi primera noche.
CAPÍTULO 3
Padre volvió a casa a la hora de cenar. Ada había hecho pollo asado, uno de mis platos preferidos. Nos sentamos, padre presidiendo la mesa, con el cuadro del Führerde fondo.
—¿Qué tal el día? —le pregunté aburrida puesto
que el mío no había sido nada interesante.
—Bastante cansado —calló, así que le hice un gesto para que
continuara—. He tenido que conocer a todos los trabajadores, ver
cómo llevan aquí el funcionamiento —noté cómo me juzgaba y llegaba
a la conclusión de que yo no entendería lo que había hecho—, y eso
—dijo mientras bostezaba.
—¿Y bien? ¿Muchas cosas por cambiar? —mostré interés.
—La verdad es que no, llevan una buena organización, ese chico,
Louis, es muy listo y lo ha hecho bien en mi ausencia —dijo
mientras cortaba el pollo.
—Ah, Louis, parece que es bastante responsable —un rubor cubría mis
mejillas.
—Ya me ha dicho que mañana utilizará su día libre para enseñarte el
campo —mientras habla, no deja de mirar a su plato de comida. ¿Lo
habrá dicho con alguna intención? ¿Sabrá que me he fijado en
él?
—Sí, eso tenía entendido —entonces introduzco una duda en la que he
estado pensando—. ¿Vendrá también Alger? —deseo con todas mis
fuerzas que no venga, quiero estar sola con Louis. —No, iba a ir
pero necesitaba que alguien vigilara a los trabajadores que
arreglarán la casa y Alger va a ser el encargado. ¿Por qué, querías
que os acompañara? —me mira con curiosidad.
—No, digo sí, vamos, que me da igual —salgo del paso—, solo sentía
curiosidad por saber con quién iba a ir y como son los únicos a los
que conozco…
Creoque he disimulado bien. Por lo demás, la cena transcurre con
total normalidad. Padre me cuenta que todo lo que ha hecho y yo le
detallo las cosas bonitas que he visto a mi alrededor. En un
momento estoy a punto de contarle lo de Ada pero decido no hacerlo,
total, ha sido una tontería.
El día era soleado, acorde con mi estado de ánimo. Louis pasaría a por mí sobre las diez. Abro la ventana, no pasa mucho aire, por lo que no necesitaré chaqueta. Me pongo una camisa color azul cielo con la falda blanca. Resalta mis ojos. Me echo un poco de carmín y sombra en los ojos, lo suficiente para ir mona sin parecer que he esmerado mucho.
La puerta de la habitación de mi padre está entornada, la cama hecha y las ventanas abiertas, ya se habrá ido a trabajar. Mañana intentaré despertarme más pronto para desayunar con él, aunque con lo marmota que soy, lo veo bastante difícil.
Bajo las escaleras y llego al comedor. Empiezo
a gritar a Ada para que me traiga el desayuno; nada, no
contesta.
La sorpresa me la llevo cuando entro a la cocina. Todo está
desordenado, hasta hay un boquete en el suelo, se desprende un olor
a tubería insoportable. Salgo corriendo por la puerta del patio
intentando llegar al aire fresco, por nada del mundo quiero oler
así cuando llegue Louis, quiero oler bien para él.
Si tenía alguna esperanza de que fuera oliera mejor, pronto quedó
disipada, el olor se aumenta, todo el césped está levantado y se
ven las tuberías de la casa. Entonces recuerdo algo, los obreros
tenían que arreglar no se qué de la casa, supongo que serán las
tuberías.
A lo lejos veo a unos hombres vestidos con una especie de pantalón
y camisa de rayas negras con un gorrito que hace juego. Me
acerco.
—¿Se puede saber por qué narices huele tan mal? —intento que mi voz
denote toda la indignación.
—Estamos arreglando las tuberías, señora, es por eso. Lo siento si
no es de su agrado, en pocos días se habrá terminado —contesta uno
de los obreros con la cabeza gacha.
—Vale, entiendo. ¿Me puedes decir por qué parte de la casa debo
pasar para no coger este olor? Tal vez a vosotros os gusté oler
como cerdos, pero a mí no.
Uno de los obreros levanta la vista y me mira y antes de que pueda
pensar que le conozco, habla:
—Señorita, tal vez debería usted ducharse antes de salir, el agua
estaba cerrada, así que dudo que hoy lo haya hecho; a lo mejor el
olor es debido a eso.
Memira desafiante, con reconocimiento; es él, parece algo diferente
pero es él, el judío Ishmael, la persona que más odio en todo el
mundo.
—Da la casualidad que hay gente que se da un baño de sales y deja
el agua preparada la noche anterior para que esté a temperatura
ambiente —¿por qué le doy explicaciones?—. Supongo que tú no lo
sabrás. Si para ti una ducha será mojarte la axila porque ya no
puedes respirar de tu propio hedor —digo enfadada.
—No hace falta que me dé explicaciones —me mira más divertido que
antes, esto se ha convertido en su juego y le encanta. Yo, porotra
parte, no me voy a dejar ganar—, y si se ha dado un baño de sales
seguro que olerá estupendamente aunque esté unos minutos rodeada
por nosotros. Nuestro olor por ahora no es contagioso —su sonrisa
se ensancha.
—Ya, pero yo soy una dama y no me gusta tener que soportar ningún
mal olor. Es más, trabajas para mí, así que dime ahora mismo por
dónde puedo pasar sin tener que soportarte —le miro con
desdén.
—Es tan simple como ir por la puerta principal. Según teníamos
entendido, ésta es la del servicio, por eso hemos cavado aquí —dice
mientras pone los ojos en blanco.
Me disponía a mandarle lo más lejos que pudiera cuando apareció
Alger.
—¿Pasa algo aquí, Juliana?
Instantáneamente esos aires de chulito de Ishmael cesaron. Estaba
segura de que pasaba un poco de miedo, cuando levantó la cara y me
miró de una manera insolente.
Ahora llegaba mi revancha:
—Algo muy divertido, ese judío, Ishmael, ha dicho que se llama —de
repente una cara de sorpresa. Mierda, se había dado cuenta que
recordaba su nombre, ahora me miraba con más egocentrismo si cabe.
Pero se la pensaba devolver—, estaba contándole a sus compañeros
cómo adoraba este olor a heces. Entonces he pensado que si aparte
de este trabajo hay alguno más en el que pudiera disfrutar de este
olor, podríais asignárselo para después. No hay nada mejor que un
trabajador motivado y si a éste lo que le gusta… aunque parezca
raro, son los excrementos… Me parece idóneo hacerle feliz —le miré,
había ganado.
—No, no hay ningún trabajo así, no es lo habitual que a los
trabajadores les motive eso —dice Alger mirando extrañado al
judío.
Me quedé pensativa, tenía que encontrar algo para que se fastidiara
y pronto me di cuenta de que tenía la solución justo delante de mis
narices.
—Y esto, ¿quién lo recoge? —dije señalando toda la porquería que
rodeaba mi jardín.
—Pues ellos, pero cuando hayan terminado en dos o tres días —dijo
Alger como si fuera obvio.
—No, no me gusta que la casa esté sucia aunque sea por la noche.
Creo que dado que este hombre ama tanto su trabajo, podría quedarse
un rato más que los demás y limpiarlo cada noche. Así, si traemos
invitados, estará más presentable —puse mi mirada más inocente y
una voz angelical—. Tenga en cuenta, Alger, que si vienen por el
día sabrán que está así porque hay obra, pero por la noche pueden
pensar que somos unos sucios.
—A mí me daría igual pero si es lo que quieres... —comenzó a hablar
a los judíos—: Antes de marcharos, limpiad todo esto cada día —no
era una petición, era una orden; la verdad, no me imaginaba a Alger
con autoridad, pero la tenía.
Tenía que inventar algo, no quería que se quedasen los demás, tenía
que ser él, solo él, los demás no me importaban ni para bien ni
para mal, no tenía necesidad de castigarlos como al
estúpido.
—Tampoco hay tanto trabajo, mejor que lo haga ése solo. Además, es
su pasión, será como un premio día a día.
—Ishmael, cada día, cuando tus compañeros terminen de trabajar, te
quedarás y limpiarás todo como te gusta —se dirigió a mí en voz
baja—. Este chico es el primero al que le gusta el olor a mierda
—volvió a mirar a Ishmael y a hablarle con el tono de mando—.
Ahora, agradece a Juliana este favor.
—Gracias, señora, nada me podría hacer más feliz que limpiar su
casa cada noche —me miró fijamente con fastidio y cogiendo la pala
empezó a cavar empleando más fuerza de la necesaria en cada
agujero.
Un pitido largo y prolongado sonó al otro lado de la casa. Mi
cuerpo empezó a temblar, Louis había llegado. Así que me olí con
disimulo y por quinta vez en la mañana intenté alisar mi falda con
las manos.
—Discúlpeme, Alger, pero creo que su compañero Louis ha llegado
para enseñarme los campos.
—Vale, páselo bien —dijo de manera simple, como intuía era
él.
Aunque quería ir deprisa, tuve que andar erguida y como una dama
hasta que giré en el patio. Una vez comprobé con fugaces miradas
que nadie me veía, eché a correr evitando los diferentes charcos de
barro. Me dirigí hacía el coche con mi mejor sonrisa. Estaba fuera
del coche esperándome, con el uniforme puesto, guapo, galán,
perfecto.
—Espero no haberte hecho esperar —dijo poniendo una voz deniño para
nada creíble pero que a mí me encantó.
—No, estaba hablando con Alger, lleva a los judíos que están
arreglando las tuberías.
Noté una mueca de celos, yo le gustaba y no quería que hablara sola
con su amigo. Lo que él no sabía es que yo solo quería hablar con
él, solo podía verle a él.
Me abrió la puerta y monté en el coche, el mismo Volkswagen que nos había recogido el día anterior en
el tren. Olía a frambuesa, uno de mis olores favoritos.
—Bueno, ¿qué sabes de Auschwitz? —rompió el hielo.
—La verdad es que casi nada. Ayer padre me habló un poco. Pero
esperaba que todo lo que tuviera que saber me lo enseñara usted hoy
—me hice la tonta, a los hombres no les gustan las mujeres
inteligentes, les gustan las dulces, las inocentes, las que
despiertan su lado protector y eso precisamente es lo que pensaba
hacer yo.
—Lo primero que tienes que saber es que se divide en tres. En uno
es donde se lleva a cabo toda la labor administrativa, de hecho,
ahí es donde estará tu padre pero creo que no deberíamos pasar a
molestarle.
—No, claro que no —le di la razón.
—Lo que sí que le enseñaré de ahí es nuestro hogar. Es donde
vivimos todos los guardias del campo. Por cierto, antes de que se
me olvide, mañana daremos una cena todo mi grupo de compañeros —me
extrañó que no dijera amigos—, y me encantaría que asistieras. Solo
si tú quieres —dijo con voz sensual.
—Sí —había sonado muy desesperada—, no hay muchas cosas que hacer,
así que supongo que me divertiré —intenté remendar mi impulso
anterior, que pareciera que lo hacía por aburrimiento.
—Sigo explicándote nuestra visita turística. La segunda parte es
donde viven los trabajadores judíos. También la verás, aunque como
te digo, muy por encima. Tampoco hay mucho que ver, solo judíos, y
ver judíos no es el mejor plan para pasar un día —sonríe, su
sonrisa en tan perfecta—; la tercera parte no te la
enseñaré.
—¿Por qué? —le interrumpí, no hay nada que más te apetezca hacer
como lo que te han prohibido.
—Es por ti, Juliana, ahí están los judíos enfermos y aunque los
tenemos muy bien cuidados, tengo miedo de que pilles
algo.
Lo hacía por mí. Era encantador.
Eso piensa ella mientras va en su coche. Lo que no sabe es que si hubiera insistido un poco más, si le hubiera dicho que está vacunada de todo, la respuesta habría sido la misma, porque los alemanes guardan un secreto ahí, algo que no quieren que nadie sepa, algo que en un futuro no muy lejano, miles de personas llamarán Holocausto, pero ella está ahí, en su coche y solo puede pensar que tal vez él es el príncipe que esperaba, lo poco que sabe es que se preocupa por su salud y eso para ella lo hace único .
Louis me dejó en la puerta de mi casa y con un beso en la mejilla se despidió. Me sentía eufórica, lo había pasado realmente bien. Primero me llevó a las instalaciones donde vivían. Las habitaciones eran muy pequeñas, con una cama, una mesilla y un armario. Pero Louis me había dicho que pasaba muy poco tiempo en ella, y ¿cómo iba a pasar mucho tiempo si tenían una sala de juegos, un bar, y vivía con decenas de personas de su edad?
Me presentó a bastante gente pero siempre marcando el territorio. Les dejaba claro que él se había fijado en mí y que nadie intentara nada; los demás tenían una mezcla entre alucinados por su amigo y envidia por no ser ellos.
Las chicas que llevaban un pabellón de mujeres me miraban con recelo, supongo que muchas se habrían percatado de que Louis era un buen partido y ya le habrían echado el ojo.
Me tomé un zumo con ellos y luego seguimos en la visita guiada. Durante los trayectos me pudo contar bastantes cosas de su vida. Como que su padre también formaba parte de las SS. Su paso por las Juventudes Hitlerianas, donde conoció a mi padre, y así con todo mi interés puesto en él, siguió poco a poco hasta llegar a su trabajo en Auschwitz. Trabajo que, según pude comprobar después, le apasionaba.
Cuando entramos en el campo donde estaban los judíos, noté su poder, no hay nada más atractivo en un hombre que ver cómo manda en otros, cómo le temen, cómo les intimida, cómo es superior.
Todos agachaban la cabeza al verle pasar e incluso algunos le hacían una reverencia. En una de las ocasiones me noté acalorada y selo dije. Solo tuvo que decir una palabra en voz alta: «agua», e inmediatamente cuatro judíos me trajeron para beber.
Había sido como si fuera la princesa de alguno de los cuentos de mamá, incluso mejor. No me había importado que no me pudiera enseñar una de las partes, porque lo había hecho para protegerme, qué bien suena, protegerme de los enfermos judíos.
Lo que seguía sin entender es por qué los judíos les odiaban tanto. Los alemanes les daban trabajo, comida, a los enfermos los duchaban y desinfectaban, incluso había visto a muchos médicos dirigirse a esa zona; realmente eran unos desagradecidos por completo.
Y así, con este pensamiento, Juliana entraba en su casa a dormir. Mientras, en Auschwitz, un grupo de niños se metían a esas duchas de los enfermos, duchas de las que nunca saldrían, al menos con vida.
El sonido del aullido de los lobos y los insectos que se habían colado en la habitación y campaban a sus anchas habían sido las dos cosas más agradables de esa noche. De hecho, me habían impedido pensar y era lo que más me apetecía.
Como en mi vida, todo se trataba de mala suerte; justo cuando acababa de perder la conciencia durante un rato y mi cuerpo podía descansar, un sonido que destrozaba los tímpanos me había indicado que debía despertarme.
Como era nuestro primer día, habíamos imitado todo lo que hacían nuestros compañeros. Lo primero fue hacer la cama de la manera militar. Era imposible debido a que la paja del saco siempre dejaba algún pliegue por encima de donde debería estar.
Por supuesto, luego nos habían contado en filas de diez en diez y a los antiguos les habían revisado la ropa. En ese momento sucedió el primer castigo que vislumbré en Auschwitz, y como se dice, me mostró cómo era la realidad.
Ivri mostró sus zapatos al oficial, que parecía cabreado por algo, y éste hizo una mueca de disgusto. Intenté advertir qué era lo que le disgustaba pero no lo encontraba. Los zuecos estaban tan limpios que incluso se podría decir que brillaban.
—¿Qué te parece? —preguntó el oficial a su
segundo. —Muy grave, señor —dijo éste evitando reír.
—Trae la vara de madera, por favor —dijo el oficial y su segundo
salió corriendo.
Con un gesto de mano, hizo que Ivri se pusiera
con el culo en pompa. No comprendía lo que ocurría, así que le
pregunté a Isajar:
—¿Qué ha hecho Ivri? —lo dije en susurros para que no nos
castigaran.
—Los zapatos —me dijo como si fuera obvio.
—¿Qué les ocurre a sus zapatos? —pregunté mientras los miraba de
nuevo.
—Están demasiado limpios —afirmó Isajar.
—¿No se supone que debemos tener la indumentaria limpia? —creía que
ésa era una de las normas.
—No, ni muy limpios ni muy sucios —yo seguía sin comprender, así
que me lo explicó—: Si los tienes sucios, es indicio de que te has
escaqueado de la limpieza. Si los tienes muy limpios, es un indicio
de que no trabajas mucho.
—Eso es una estupidez —dije atónito.
—Bienvenido a un mundo rodeado de normas contradictorias —dijo con
amargura Isajar.
El otro oficial llegó y comenzó a golpear a Ivri en el culo con una
brutalidad increíble. Nuestro amigo nos miraba y nos guiñaba los
ojos y sonreía, eso me despistaba aún más.
Creo que tras veinte duros golpes, el hombre paró; ya habría usado
la suficiente adrenalina.
—Déjame ver —dijo con un tono frío a Ivri. Éste se bajó los
pantalones y todos pudimos ver un culo que parecía rojo como el de
algunos babuinos—. Por hoy es suficiente, espero que
aprendas.
Ivri volvió a nuestro lado mientras el oficial seguía con su
revisión. Aproveché para hablar con Ivri:
—¿Estás bien? —dije preocupado.
—Claro —contestó con una amplia sonrisa.
—No lo entiendo. ¿Cómo puedes estar tan feliz con lo que te acaba
de pasar? —pregunté temiéndome que la gente con el tiempo se volvía
loca allí dentro.
—Soy una persona alegre —dijo encogiéndose de hombros—, y eso es lo
único que nunca me van a quitar —volvió a reír y siguió como si
nada. A mí por supuesto me dio mucho que pensar. Creo queen su
situación no me habría podido frenar y le habría propinado un
puñetazo al oficial.
Ahora estaba en la mierda, y nunca mejor dicho. Mis compañeros de trabajo ya habían terminado pero yo tenía que limpiarlo todo. El juego con la princesa consentida me había salido mal. Pero había merecido la pena bajarle los humos aunque fuera solo un instante.
Aún escucho las voces de mi padre:
—¿Pero cómo le dices eso? ¿No ves que es la señora de la casa? —Ya,
pero alguien tiene que bajarle esos humos, ni a un animal se le
puede hablar así.
Después vino un hombre a por ella. Mis compañeros palidecieron, no entendía por qué, tampoco parecía más fuerte que los demás oficiales. Aunque cómo no, Isajar me aclaró quién era:
—Su nombre es Louis, de los alemanes es el peor, cruel y despiadado. Parece que tiene que ver con esta chica, así que nunca le digas nada que pueda tomárselo mal. Ha matado a personas por mucho menos. Puede matar porque no te guste la comida, así que ten mucho cuidado.
No mentían, le temían de verdad. Era como si el hecho de pronunciar su nombre les pudiera llevar a la muerte, así que decidí que no valía la pena jugármela. No volvería a hablar mal a la chica. No podía arriesgarme a que me pasara algo y padre quedará solo.
Estaba cargando palas de barro con excrementos cuando unos faros me cegaron. Un coche acababa de llegar, supongo que el de la bruja con aspecto de dama. Seguí limpiando, sinceramente, el olor era asqueroso pero me daba igual. Con todas las cosas que había imaginado que me deparaba el campo, limpiar mierda se podría ver como una de las mejores.
Antes de oír nada, me giré, no sé por qué, pero
sabía que vendría. Supongo que era mucha tentación no regocijarse
de su victoria.
—Ya veo que te estás divirtiendo limpiando. Cada uno tiene lo que
se merece —habló con esa voz repipi que me exasperaba.
No la miré, no la contesté.
—Venga ya, ¿el gallo de pelea ya se ha asustado?
Ella quería picarme y no la iba a dejar.
—¿No me hablas porque no huelo cómo tú? Disculpa, es que hay gente
que tiene dignidad. Se me olvidaba que eres menos que una persona
—esperó a que contestara.
«Cuenta hasta diez, Ishmael, no, ella no te sacará de tus
casillas».
—Entendido, no me vas a hablar nunca más —pausa, está esperando a
que conteste pero a cambio recibe más silencio, como decía mi
madre: «no hay mayor desprecio que la indiferencia»—. Por fin veo
que lo has entendido. Yo soy alemana, mi raza es superior a la
tuya, igual que los humanos son superiores a los animales. Nunca
más me contestarás desafiante, no te atreverás ni a poner en
entredicho lo que hable, si te digo que el sol es azul, es azul,
¿entendido?
—Sí, señora —me pellizco las palmas de las manos para no
saltar.
—Bien, muy bien. Pensaba que me costaría más domesticarte. Hasta
mañana.
Y así, sintiéndose superior, se metió a la casa. De vez en cuando
se giraba y miraba de reojo, era como si temiera que me fuera a
abalanzar sobre ella como una alimaña. Pobre señora consentida, me
temía a mí, un judío indefenso, un tigre en una jaula de metal y
luego disfrutaba con una hiena, una lista y malévola que la
destrozaría poco a poco.
Nunca creí que se podría odiar tanto a una persona, aunque como
dicen, siempre hay una excepción que confirma la regla. Pensar en
ella me producía vómitos, no porque me hubiera mandado limpiar la
mierda, sino porque con esa cara que parecía un ángel estabacon el
demonio; es difícil mirar tanta belleza, tanta sencillez y estar
prevenido. Cuando estás con un cuervo sabes que te puede sacar los
ojos pero sin embargo, si estás con un cisne no piensas que te
pueda hacer daño. Ella era un cisne de una nueva raza, carnívoro,
que te podría devorar hasta las entrañas y algo dentro de mí me
decíaque era con la que más cuidado debía tener porque «no hace
daño quien quiere, sino quien puede».
Cuando regresé al barracón había más silencio que de costumbre. Solodos días allí dentro y ya conocía la rutina a la perfección, ya incluso me permitía hablar de ritos diarios.
Cuando caminaba con el oficial observé una cola de hombres, la mayoría mayores, que iban a Dios sabe dónde. Algunos de ellos los había visto la noche anterior en las literas de mi «nueva habitación», así sonaba mejor.
—¿Qué ha pasado, padre? ¿Dónde van todos esos?
—me apresuré a preguntar al entrar.
—Nadie lo sabe. Eleazar me ha contado que muchas veces entran, se
llevan a los mayores o débiles y nunca se vuelve a saber de ellos.
Algunos dicen que les llevan a una especie de duchas y luego a
trabajos más adaptados a su edad.
Me disponía a contestar cuando las luces se apagaron, silencio.
Puede que eso fuera verdad, pero de ser así, ¿por qué la gente no
se quería ir? Definitivamente, era otra de las mentiras que nos
contábamos a nosotros mismos para así de alguna manera creer que
nuestros compañeros están en un lugar mejor.
Esa noche nadie pudo dormir. Se oían pequeños lamentos por algunos
que acababan de perder a un amigo o familiar. Otros, por el
contrario, lloraban pensando que tal vez ése podría acabar siendo
su final. La incertidumbre, el mayor enemigo.
Un pitido casi me destroza el tímpano. Los alemanes venían a
nuestro barracón a hacer una revisión sorpresa, así que teníamos
pocos minutos para arreglar la cama y vestirnos. Eché la pequeña
sábana encima y la alisé dejando todo a la perfección, no quería
problemas.
Como no tenía pijama y por las noches en noviembre no hacía calor,
lo llevaba puesto todo menos el gorro, así que fue lo único que me
tuve que poner.
Guardaba el de mi padre y el mío debajo de una «almohada». Cogí los
dos y bajé de mi litera. Me coloqué el mío con cuidado y pasé a mi
padre el suyo. Después todo, tenía que ser muy sencillo, saldríamos
afuera, formaríamos filas, el oficial nos daría el visto bueno, nos
vejaría un poco y se marcharía. Resumiendo, un poco de insultos, el
oficial ya está realizado ese día, y a trabajar. Debería ser fácil
y sencillo.
Percatarse de que algo va mal no es muy difícil, sobre todo cuando
ves a un hombre corriendo de un lado a otro gritando que le van a
matar. No tenía gorro, lo habría perdido o se lo habrían robado, no
lo sé, lo único que sé es los ojos se le iban a salir de las
órbitas del temor.
Las personas desesperadas siempre tienen dos opciones, unos se
quedan en un lugar llorando y lamentándose y otros van directamente
a la acción. Claramente eligió su segunda opción.
Enalgunos momentos parecía un animal corriendo a todos los lados
como un loco, luego una máquina mirándonos uno a uno y examinando
las posibilidades que tendría frente a una pelea por el gorro. En
los ancianos se detenía bastante más, cuando miró a padre, pude ver
un atisbo de esperanza en sus ojos. Mi brazo reaccionó agarrándolo
del hombro y mis ojos lanzaron fuego a mi compañero.
Justo cuando empezaba a tener convulsiones por el temor, encontró
lo que había estado buscando todo el rato, no su gorro, sino una
víctima a la que arrebatárselo.
Un joven que no tendría más de catorce años estaba poniendo la
almohada y en el otro extremo había dejado su gorra. El muchacho
estaba muy delgado, apenas sesenta kilos en uno ochenta de
altura.
De dos zancadas, el judío temeroso estaba junto al gorro del
chaval, lo cogió y se dispersó entre la multitud.
Justo cuando el niño se daba cuenta que había perdido su preciado
tesoro, unos alemanes aparecieron en la puerta, los encabezaba ése
que tanto temían, Louis. Con un grito nos mandó fuera y nos pusimos
en fila. No podía ver al niño pero sí oír sus lamentos. Comenzó a
andar, se paraba en cada uno de nosotros y nos miraba con esos ojos
azules que daban auténtico terror.
No sabía que la angustia tenía sonido, pero lo tiene y fue el
detonante por el que noté que había llegado a ese joven. No podía
girarla cabeza para saber qué estaba sucediendo. Por supuesto,
Louis era consciente de ello y dado que le gustaban los castigos
colectivos, le mandó situarse en el punto de la habitación donde
todos podíamos observarle antes de empezar con el
castigo.
—¿Dónde está tu gorro? —la frialdad no solo dominaba su rostro,
sino también su voz.
—¡Me lo han robado, señor! ¡Le juro que lo tenía y me lo han
robado! —repetía llorando, con la voz quebrada.
—¿Y quién te lo ha robado? —preguntó. El niño se encogió de
hombros.
—Se lo suplico, no me haga nada. Guardaba el gorro como un tesoro
pero me lo han robado.
Louis no hablaba, simplemente le inspeccionaba detenidamente. Mi
corazón estaba latiendo a toda velocidad, expectante por la
decisión final sobre ese niño.
—Claro que no te haré nada. Tú no tienes la culpa de que te lo
hayan robado. Da un paso adelante.
El chico lo hizo, con temor y decisión. Se acercó a Louis con su
cabeza baja.
—Míralos a ellos —dijo mientras le giraba—, ahora elegirás a uno y
tú robaras su gorra, privándole así del privilegio de la
vida.
Las convulsiones empezaron a ser más fuertes en el chaval. Pude ver
su cara, los ojos eran pequeños y marrones, en un lago rojo
provocado por el llanto. Tenía las ojeras muy pronunciadas, cosa
que, junto con el hueso marcado de la nariz y mandíbula, le daban
un aspecto aterrador. El chico nos miraba uno a uno, luego negaba
con la cabeza y volvía a llorar.
—Señala a uno ya —le espetó Louis.
—No, no —decía entrecortadamente—. No puedo, señor.
—Esto sí que es gracioso, te doy una oportunidad de vivir y me la
rechazas. No seas mal educado y elige a uno —sonrió con unos
dientes afilados.
El chico volvió a intentarlo, en algunas ocasiones estaba a punto
de señalar a algunos pero luego, al ver cómo éstos lloraban,
retraía su mano.
—¡QUIERES HACERLO DE UNA VEZ! —gritó Louis, se estaba poniendo
nervioso.
—NO PUEDO —gritó el niño mientras se derrumbaba y caía de rodillas
al suelo.
—Está bien —dijo más calmado Louis mientras le tocaba el hombro—,
levanta.
Se levantó, con el uniforme lleno de barro. Miraba hacia nuestra
zona con ilusión, debía pensar que ese hombre le había perdonado
pero no era así, su medio sonrisa indicaba que ahora empezaba la
diversión para él y, me hacía una pequeña idea de lo que eso
significaba.
—Ve hacía allí —dijo señalándole la alambrada enfrente de
nosotros.
—¿Cómo dice…? —antes de terminar la frase lo comprendió. Debía
caminar hacia la pared de ladrillo rojo donde había una
alambrada.
No le dejaron ni empezar a andar, ya que dos oficiales le agarraron
por los hombros y le llevaron. Intentó escapar pero pronto se dio
cuenta que no podía y se quedó totalmente quieto.
—Aquí están tus compañeros —empezó Louis—, uno de ellos ha acabado
con tu vida. Si alguien se atribuye el robo de tu gorro, morirá por
ti —ahora nos miraba a nosotros—, si no, pagarás por él —clavó la
mirada en cada uno de nosotros—. Os doy un minuto para que salga el
culpable.
Pero nadie habló, en el fondo todos sabíamos que eso no iba a
ocurrir. Nos mirábamos los unos a los otros tratando de sacar la
valentía para salvar al niño, pero no lo hicimos. El minuto pasó
más rápido que un trueno y pronto llegaron las
consecuencias.
—¿Nadie sale? —preguntó—. Sabía que erais unos cobardes pero dejar
que muera un niño… Eso está muy pero que muy mal —repuso con
ironía—; ahora sed conscientes de que todos vamos a matar a este
joven poco a poco. Quiero que tengáis los ojos bien abiertos
mientras le disparo —amenazó—, porque todos somos cómplices de
esto.
Lo que ocurrió a continuación fue muy rápido aunque no por ello
menos doloso. Al principio el chico permanecía en silencio pero
cuando Louis comenzó a cargar el arma se volvió loco. Nos gritó,
nos suplicó ayuda, lloraba y gemía mientras por el bajo del
pantalón caían unas gotas.
Con un soloBoomtodo acabó. Louis no tardó
en marcharse dejando el cadáver ahí. Había conseguido su
realización maligna del día, no solo por haber matado, sino porque
sabía que a los demás nosdejaba con un cargo de conciencia de por
vida. Todos habíamos matado a ese niño, el cual, no había querido
convertirse en asesino salvando su vida.
CAPÍTULO 4
Mientras me vestía, cantaba una canción a toda potencia. Me sentía feliz, todo había salido a pedir de boca. En primer lugar, por fin era superior al judío que había osado intimidarme; por otro lado, había conocido al hombre de mi vida, Louis, el ser más maravilloso que habitaba la Tierra.
Measomé a la ventana y pude contemplar cómo un tímido sol luchaba contra las nubes para hacerse con el poder del cielo, y con mis dotes de adivina aventuré que ese día ganaría. Habría bajado los escalones de cuatro en cuatro pero por precaución lo hice solo de dos en dos.
El olor a croissantrecién hecho me guió por sí solo hasta la cocina, donde un verdadero buffet de manjares me esperaba. Me serví un tazón de leche fría que bebí de un trago, por lo que tuve que rellenar. Cogí una bandeja de bollos de diferentes tipos y me dirigí al patio portando una mantita.
Me senté en un pequeño banco que aún estaba rodeado de césped y di un mordisco pequeño al dulce de leche. Busqué a los judíos pero no los vi. Al cabo de un rato la estampa de estar sentada sola viendo la naturaleza comenzó a parecerme insuficiente, así que fui a mi habitación, abrí el baúl y cogí un relato de mi madre para leerlo.
Lo que más me gustaba de sus historias era que siempre tenían una moraleja, una ayuda para hacer a la gente mejores personas. Ella, siempre tan buena, creía en la bondad humana, pero yo a estas alturas sabía que no existía. Como me ocurría siempre que leía un buen libro, no tardé en evadirme de la realidad. En mi cabeza yo estaba luchando con monstruos, por ello no presté atención a los trabajadores que poco a poco habían llegado.
—Disculpe, señorita —era un hombre mayor con una voz dulce—, vamos a tener que abrir el suelo por aquí y desprenderá olor y, como sé que no le gusta…
Me fijé que el hombre miraba sin cesar con el
rabillo del ojo los dulces. Su delgadez era excesiva, se le notaba
cada hueso de su cuerpo.
—Gracias por avisar, me meteré dentro.
Miré todo el jardín, y si no quiero mentirme a mí misma, lo que
buscaba era ver a Ishmael, quería ver si ya había amansado a la
bestia. Tarde menos de treinta segundos en encontrarle, tenía su
miradaclavada en el hombre de delante de mí. En ese instante me
percaté de un detalle, miré intensamente al anciano y pude ver una
prolongación de Ishmael, un Ishmael maduro, el Ishmael futuro pero
sin saber por qué, a diferencia de su hijo, este hombre me
inspiraba cariño. Por segunda vez en menos de dos días hablé y
actúe sin mandar en mí, alguien me guiaba, algo dentro de mi ser se
movía y yo no podía detenerlo; definitivamente era más fuerte que
yo:
—Tome —dije mientras le tendía la bandeja de croissants.
—¿Cómo dice? —el hombre parecía contrariado, como si no supiese si
era verdad o tan solo otra broma cruel.
—Tome los croissants, yo ya no puedo
más.
—Pero… si quedan al menos ocho, ¿nadie los querrá?
Le sonreí con amabilidad. ¿Qué me pasaba?
—Tranquilo, ésta es mi ración, en el fondo me hace usted un favor,
así no pierdo la línea, que aún no estoy casada.
—Gracias —su cara expresaba tanta alegría que me hizo sentir
incomoda. ¿Cómo esa tontería podía hacerle tan feliz?
Y dejándole contrariado repartiéndose los croissants, le dejé en el
patio. Mi cabeza quería girar y ver cuál había sido la reacción de
mi enemigo, tal vez incluso pensará que le había intentado
envenenar. Me reí en mi fuero interno. No, no miraré, total, quedan
bastantes días de trabajo para este juego que tanto me
divierte.
Una vez en la habitación volví a mandar en mí misma y me pellizqué
el antebrazo, ¿le había hablado de usted? ¿Había tratado a un judío
como un «amigo»? No, no podía ser.
Intenté averiguar qué me pasaba, por qué había actuado dos veces de
esa manera y solo llegué a una conclusión: debía mantenerme más
alejada de ellos, padre ya me lo había avisado: «son listos,
manipuladores, acabarás creyendo en ellos».
El crepúsculo formó en el cielo preciosos rayos de tono rojizo los cuales atraían la atención como si se tratase de imanes. No podía evitar pensar que las cosas más bellas provenían de la materia prima de la tierra sin necesidad de ser artificiales. Louis no lo miraba porque, tal y como decía mi padre, ese tipo de pensamientos eran solo de mujeres.
Pronto tuve que dejar el espectáculo de la naturaleza para fijarme en cosas más terrenales, y es que los caminos que llevaban a las instalaciones de los oficiales estaban llenos de barro y piedras. Mis tacones de diez centímetros que estilizaban mi figura me harían deslumbrar en la cena de esa noche pero ahora se clavaban en el suelo y amenazaban mi estabilidad al andar.
Todo había sido idea de Alger. El asocial había decidido acompañar a Louis a buscarme. Éste pensaba venir en el cómodo y calentito coche, pero Alger le había sugerido que tal vez me apetecería ir andando para ver los paisajes y la puesta de sol y por esta razón ahora parecía que venía de un circo y que iba haciendo equilibrios.
Estaba tan concentrada en no caer y el pavimento que solo me percaté que habíamos llegado cuando noté que el suelo era firme y pude respirar con alivio. Un ruido de hombres hablando a voces y brindando copas de vidrio fino resonó. Louis, con su caballerosidad particular, sujetó la puerta mientras yo entraba lentamente y me agitaba el cabello.
Las ilusiones de cena romántica se desvanecieron y dieron paso a la mayor fiesta que yo había observado en toda mi vida. Louis comenzó a presentarme a tanta gente que decidí que no me iba a molestar en memorizar ni uno solo de sus nombres.
Nunca había acudido a una fiesta que no fuera de la alta sociedad con mis padres y en ésas solo se me permitía estar sentada hasta que se sirviera la primera copa de alcohol o lo que es lo mismo, solo podía cenar y a veces ni me daba tiempo a terminar. Por eso, tenía mucha curiosidad en ver a un hombre borracho. Inspeccioné el local en busca de los signos que siempre me habían contado y me di cuenta que casi todos iban en ese estado de embriaguez, por lo que pedí mi primera copa y le di un sorbo. Sabía amargo, mucho peor que los batidos que había tomado hasta entonces. Aun así, me encantó la sensación de ser mayor.
Entonces una chica rubia, con ojos claros y el
cuerpo más robusto que había visto en una mujer me habló:
—Bueno, así que tú debes ser la famosa Juliana, mi nombre es
Leyna.
Le di la mano y ella la estrechó, la tenía fuerte, me hizo daño,
parecía un hombre.
—Encantada —dije tímidamente mientras daba otro sorbito y cogía un
poco de queso de una bandeja.
—Me han dicho que llegaste ayer, ¿qué te parece la vida por
Auschwitz? —me miraba suspicaz.
—No está mal, aunque por ahora solo conozco a dos personas —sonreí
y miré a Alger y Louis—, espero hacer más amigos —di un pequeño
bocado al queso y me terminé la primera copa.
—Bueno, ya me han dicho que han metido a unos judíos en tu casa,
ellos pueden ser buenos amigos —Leyla habló con la boca llena,
comía con ansiedad, como si se fuera a acabar la comida, pero yo
sabía que con la cantidad que había eso era imposible.
Toda la mesa estalló en carcajadas, yo no entendía la broma pero
reí. El único que parecía no inmutarse era Alger, me daba la
impresión de que estaba allí pero era asocial. Aproveché mi
desconcierto para coger un cigarrillo de una de las mesas y fumar
como el resto de los comensales hacía. Nunca lo había probado, así
que traté de aspirar el humo con toda la capacidad de mis pulmones.
La sensación fue asquerosa, me puse a toser como si me muriera y la
boca me sabía a cenicero. Lo apagué con fuerza contra el cenicero y
bebí otra copa tratando de eliminar cualquier resto de su
sabor.
El primer plato llegó en ese momento y me evitó pasar un momento
bochornoso. Eran filetes de cerdo deliciosos.
—Ey, qué os parece si cogemos unos filetes para nuestros amigos
judíos —dijo Louis y todos rieron, yo quería caer bien, así que me
dispuse a hacer mi primera broma.
—Yo esta mañana les he dado a los trabajadores unos bollos y no
veas lo felices que se pusieron —como nadie se reía procuré
completar la broma—. Vaya amargados, tanta felicidad por unos
míseros croissants.
Esperaba las risas, pero nunca llegaron. Me miraban incrédulos. —¿Te lo han pedido? ¿No te habrán dicho que solemos darle nuestra comida? —Louis hablaba deprisa, me ponía nerviosa porque no sabía cómo debía actuar. Todos me miraban callados, ya la había liado. Intenté beberme otra copa pero Louis me agarró el brazo demostrándome que no podría beber hasta que contestara. —No… —titubeé, no sabía qué decir—, es decir, ya no tenía
más hambre y para que se tiraran…
Por la manera de actuar de mis compañeros,
supuse que había roto algún código interno que no alcanzaba a
entender.
—Es su primer día, le habrán dado pena —dijo mientras se dirigía al
resto—. Te acostumbrarás, no les des nada, no lo merecen. Nosotros
les damos cosas cuando lo ganan trabajando. Si tú les das sin que
hagan nada, dejarán de rendir, ¿entiendes?
—Sí —contesté corriendo—, lo lamento mucho.
—No pasa nada, sigamos con la fiesta, ¿más vino, preciosa? —asentí
deprisa y mi copa se llenó de un líquido rojo que parecía sangre y
que como el líquido anterior, bebí de un trago.
La fiesta continuó como si nada, pero yo ya no sabía qué estaba
bien y qué estaba mal. Intenté pasar desapercibida. Así que escuché
todas sus anécdotas de trabajo, reí cuando todos lo hacían e
intenté pillar algunas bromas entre ellos, introducirme en su
«hermandad». Una que les hacía mucha gracia y nunca pillé fue:
«Cuando los niños se porten mal, ya no hará falta regañarles, solo
decir: ¿queréis ir a la ducha?». Aunque no lo pillaba reí, solo
había otra persona que parecía estar más fuera de lugar que yo,
Alger. Eso no era bueno, me sentía identificada con el ser
asocial.
Me sentía una documentalista fuera de su hábitat natural. Poco a
poco comencé a comprender la rutina de lo que tanto divertía a la
gente joven. Conforme bebían, el volumen del ruido aumentaba.
Peleaban y hacían las paces de manera aleatoria. Las chicas cada
vez llevaban menos ropa y ellos parecían más desesperados. Cuando
la música comenzó, las chicas vieron en eso la excusa para bailar
desinhibidamente, como no haría nunca una dama.
Louis se movía como pez en el agua. Era tan guapo, tan majestuoso,
a todos les encantaba, era el mejor, era mi destino. Me senté en un
sofá mientras observaba a toda la gente reír borrachos de cualquier
tontería que sobrios les habría resultado indiferente. —Hola —Alger
se había acercado y estaba frente a mí. —Hola, ¿qué tal lo estás
pasando?
—Bien —contesté con media sonrisa. Le miré y le hice la pregunta
que me estaba comiendo por dentro toda la noche—. ¿Tan malo es lo
que he hecho? Es decir, no sabía que iba contra vuestras normas…
—sollocé mientras me mareaba un poco.
—Ey, tranquilízate. No has hecho nada malo, no hay normas con
respecto a eso. Son ellos los equivocados, no tú —mientras hablaba
se acariciaba con nerviosismo la parte trasera de la
cabeza.
Intentaba decirme algo más pero le interrumpí:
—Gracias —no sabía por qué pero me apetecía seguir hablandocon él.
Que me explicara todas las cosas sin juzgarme.
Me disponía a simpatizar más con Alger cuando vi en el fondo de la
sala a Louis con una rosa roja. Para mí. Me sonrojé, me indicó con
el dedo que acudiera, pero ahora no podía marcharme, no, no quería
dejar solo a la única persona amable, Alger. Él leyó mi
mente.
—Tranquila, ya me marcho. Sólo una última cosa, no cambies, eres
mejor que los que hay aquí.
Con paso firme se marchó sin que ninguno de los presentes se
percatara de su ausencia. Solo yo le seguí con la mirada hasta que
vi que desaparecía por el umbral. Louis se estaba impacientando,
así que acudíen su encuentro. Había deseo en su mirada. Sin
avergonzase, miró cada centímetro de mi piel. Alrededor, todas las
chicas me miraban furiosas; Leyna ya no se divertía, me odiaba,
estaba segura.
—Esto es un pequeño regalo para ti —me tendió una rosa y un pequeño
paquete—, espero que te guste.
Me mordí el labio, nunca en mi vida un chico me había dado un
regalo. Nunca me habían cortejado, era como una princesa en un
castillo de hielo, nadie se había acercado a mí y, siendo la
primera vez, me sentía nerviosa, excitada. Cuando abrí la pequeña
caja observé un colgante, era precioso. Con una medallita en medio,
me encantó.
—Muchísimas gracias —le miré a los ojos, cerca de su cara, dos
centímetros y nos habríamos besado.
Puso sus manos con fuerza alrededor de mi cadera y bailamos durante
mucho tiempo y, bebimos, bebimos mucho, hasta que yo no podía parar
de reír, de hablar, estaba contenta; enseñé el regalo a todas las
que me preguntaron y, aunque sabía que no debía, presumí de él.
Fuimos en el coche riendo, él incluso cantaba, en ocasiones el
volante se le iba y derrapábamos, daba igual, era tan
divertido.
Cuando llegamos, me acompañó hasta la puerta.
—Me encantas, Juliana, eres perfecta —dijo balbuceando por el
alcohol. Parecía que hablara otro idioma pero el alcohol me había
permitido entenderlo y hablarlo yo también—. Esta noche solo hemos
hablado de mí, mañana me contarás cosas de tu vida, de tus amigas,
¿vale?
—Sí —le contestaba sin pensar, en mi interior solo quería
complacerle.
—Me recuerdas a un cisne —me besó la mano—, mañana nos
vemos.
Intenté hacer un símil con un animal antes de que se marchase pero
el único animal que inundaba mis pensamientos era una serpiente y,
no es muy romántico que digamos.
Iba borracha y no tenía sueño. Entonces supe qué era lo que quería:
iría a ver al judío a reírme un poco para acabar la noche bien
mientras limpiaba la mierda. Al llegar al patio no había nadie, me
metí en la cocina y allí estaba Ada.
—¿Dónde está el trabajador? Se suponía que tenía que limpiar la
casa todas las noches —mientras hablaba, casi pierdo el
equilibrio.
—Lo siento, Juliana, pero hoy los han cambiado y, han traído a
otros nuevos —dijo mientras ponía mi brazo encima de su hombro y me
ayudaba a subir hacia la habitación.
Una vez dentro me puso el pijama mientras yo agitaba las piernas
como una niña. No sabía qué me pasaba, pero no coordinaba nada. Me
tumbó en la cama y me arropó, justo cuando se dirigía a la puerta,
intenté hablar antes de que el sueño inundara mis
sentidos:
—¿Cuándo vuelven? —dije en el idioma de los borrachos.
—Creo que nunca, señora, ha sido un cambio definitivo. Esos jóvenes
eran fuertes y los necesitan para otro tipo de trabajo —su gesto
cambió. ¿Intentaba que le confiara un secreto? —. ¿Es por algo
especial? Usted puede hablar para que vuelvan…
—No —contesté inmediatamente—, era curiosidad.
Y así, sin más, se durmió. A diferencia del día anterior, su sueño no fue tranquilo, estaba emocionada por su primera cita con el oficial Louis, o eso pensaba ella. Si hubiera mirado más en su interior, se habría dado cuenta de que esa parte, la que actuaba sola, la que le había dado los croissants a David, lloraba desconsolada y no compartía para nada la opinión de Louis como hombre de su vida; esa parte había empezado a grabar en el alma a fuego otro nombre.
Salivó como un animal antes de comerse el bollo. Algo tan habitual en su anterior dieta se acababa de convertir en el mejor manjar en meses, aunque a él le parecieran años.
Después, un monstruo vestido de oficial le había cambiado de destino. Una fábrica, ése era su nuevo trabajo. El edificio ya estaba construido pero faltaban las máquinas. Ese día su trabajo había consistido en llevarlas, pesaban mucho, pero eso le gustó; aunque le dolían los músculos, le hizo sentir fuerte.
Además, sus compañeros le habían animado:
—Está bien, muy bien que nos hayan mandando a la fábrica
—dijo Isajar.
—Ya ves, por fin algo bueno —le contestó Ivri con ese
entu
siasmo que empezaba a ser habitual.
—¿Por qué es bueno trabajar en una fábrica? —preguntó David.
—Bueno, mientras ellos te vean útil sigues con vida. Por lo visto
somos útiles porque hasta nos cambian de destino —dijo
Isajar
emocionado.
—Cuéntale lo práctico —le interrumpió Ivri con una
sonrisa
de oreja a oreja—, a la gente que mandan trasportar las máquinas
a
la fábrica acaba trabajando en ella.
—Lo que se traduce en ración doble de comida —terminó la
frase Isajar.
—Parece que hemos empezado con buen pie —dije. —Aunque a lo mejor
hay alguien aquí que echará de menos
algo de la gran casa —Elezar me miraba a mí y crei intuir me
guiñó
un ojo.
—¿Por quién lo dices, Elezar? —respondió Ivri—. La sirvienta era
guapa. ¡Eh, no me miréis así! ¡Puede que esté en el
infierno
pero sigo teniendo ojos!
—Cállate —repuso Isajar.
Todos reímos, sabía que no se refería a él, Elezar se refería
a
mí. Durante la tarde procuré meditar qué le había inducido a pensar
eso; supongo que mis «bromitas» con la hija del gran jefe de
los
despiadados. Se notaba que no me conocía porque nunca, en mi
vida,
me fijaría en ella, antes muerto que con una mujer así. Una cosa
es
vivir en el inframundo y otra muy diferente enamorarte del
diablo.
Mientras pensaba esto, me divertía y no sé describir por qué me
sentí más eufórico que de costumbre.
Era media noche cuando empezamos a oír ruidos y gritos en el patio. Esta vez no eran de lamentos, sino risas y gritos de diversión. Las luces se encendieron y un oficial entró.
—¡Todos en pie! —se tambaleaba mientras hablaba.
Nos levantamos y pusimos la gorra al instante, yo ayudé a padre. Me puse delante de él como siempre, si venían a llevarse a los viejos a esas excursiones de las que nunca volvían, le ayudaría, daba igual si mi vida se iba en el intento.
—¡Todos a la calle inmediatamente! —chilló.
La imagen que nos esperaba fuera no era para nada halagüeña, allí estaban siete soldados borrachos, con una botella que intuí era whisky en la mano. No sé por qué, uno de ellos destacaba, era muy alto, muy rapado, con unos ojos azules como el hielo que daban miedo. Pronto le reconocí, era Louis.
—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó uno al gigante.
—Desnudaros y corred. Tú —dijo mientras
señalaba al capo—, coge piedras y tráemelas.
—Enseguida, señor —contestó su ferviente siervo.
Nos despojamos de nuestra ropa como animales. Tan solo nos dejaron
conservar los calzoncillos a algunos. Corrimos, el aire helado
calaba en nuestros huesos pero no permití que me vieran flaquear,
aunque por dentro sentía cómo las agujas se clavaban entre los
músculos y en las articulaciones.
Estaba agotado pero llevaba la cabeza bien alta, como si aquello
fuese un placer para mí. «Fuerza y honor, te mantendrá a salvo por
lo menos mentalmente», pensé en mi amigo Javier diciéndomelo antes
de marchar del ghetto.
Cuando el capo llegó con las piedras de todos los tamaños, empezó
la diversión para los alemanes; nos las tiraban como si fuéramos
una atracción de feria. Algunos caían del impacto, otros gruñían de
dolor y se empapaban de sangre.
No me alcanzó ninguna y, gracias a Dios, a mi padre tampoco. Una
piedra dio de pleno en la cabeza de un muchacho y se le escapóun
«joder»entre susurros. Esa mísera palabra
les otorgó el derecho a empezar con un juego más subidito de tono,
le empezaron a golpear, le escupían, le insultaban a él y a sus
muertos. Se mofaban de cómo mataron a su madre, de cómo se la
follaron una vez muerta; el chico no hablaba, solo lloraba
desconsoladamente.
Cuando fui consciente, ya estaba parado y con los puños en tensión.
«No lo hagas», oí que dijo padre, pero no
hice caso, ya no era racional, era un animal. No soportaría otra
muerte como la del joven de la gorra. ¡NO!
—Dejadle en paz —grité.
Todos los alemanes se dieron la vuelta, ahora ya no reían, miraban
cabreados, deseosos de sangre. Como si de una manada de leonas se
tratara, pronto estuvieron todos a mi alrededor con una mano cerca
del revólver. Esperaban un rugido de su león jefe para
actuar.
Antes de que se pronunciase, me empezaron a pegar entre todos, solo
veía manos y piernas, me defendí. Tiré a dos al suelo, les golpeé
con codazos en el estómago, consciente de que les hacía daño.
Entonces, un palazo en la cabeza y caí al suelo. Los escupitajos me
caían en la cara. Sangraba por la nariz. Pero no les suplicaba, les
miraba con odio. El grupo se abrió y dio paso a la bestia inmunda,
al gigante Louis que apestaba a alcohol.
—Dejadle vivo, va a ser más divertido torturarle poco a poco. El
día que cambie su mirada de asco por la de miedo, le mataremos, y
estad seguros de que lo hará —me recordaban a una ¿serpiente? Y con
un sonido más propio de animal, me dijo—: De eso ya me encargo yo.
¡Volved todos al barracón! Mañana, a trabajar una hora
antes.
Me levanté con dificultad y tuve que agarrarme al primer compañero
que se acercó para no caer al suelo. Había un charco de sangre en
la parte del suelo donde me había caído. Palpé mi frente y descubrí
una pequeña brecha que tendría que cicatrizar por sí sola y que
esperaba no se infectase. El oficial me miraba divertido, me había
convertido en su mejor juego para horas muertas.
—Gracias —dijo el joven al que defendí captando mi atención—, me
llamo Nathan, estoy aquí para lo que quieras.
Ni siquiera me paré a conocerle. Quería tumbarme en mi cama y
descansar de inmediato. Padre me miró con el gesto de «casi te
pierdo, gilipollas», pero también con un deje de orgullo en sus
ojos.
Y así, mientras mis muslos intentaban recobrar la fuerza para el
trabajo del día siguiente, una alarma se creó en mi inconsciente.
¿Qué sería de la niña mimada si acababa con aquel ser despreciable?
Pero ése no era mi problema. ¿O sí?
CAPÍTULO 5
La cabeza me iba a estallar. Era como si pequeños gusanos se movieran por el espacio destinado a mi cerebro produciéndome pinchazos de manera incesante. No volvería a probar el alcohol en mucho tiempo, al menos no en esas cantidades. La boca me sabía mal, pastosa y noté que mi aliento debía parecer el de una mofeta, así que fuial cuarto de baño a lavarme los dientes.
Mientras bajaba las escaleras, recordaba mi maravillosa noche con Louis y, cómo Alger había pasado de ser asocial a la única persona que me comprendió. Estaba rememorando cada momento de la última noche cuando llegué a un detalle. Louis quería saber cosas sobre mí, historias de mi vida y yo no tenía nada que contar.
En la escuela nunca había sido muy importante, era una chica un tanto gafe; si había una pelota y tenía que golpear a alguien, ésa era a mí, si alguien se caía, ésa era yo, por ello las demás niñas preferían jugar entre ellas antes que conmigo.
Luego crecí y seguí sin integrarme, era bonita, tenía dinero, clase, pero no nos compenetrábamos. Sus conversaciones me parecían vacías y, a ellas las mías, demasiado profundas. Cuando les hablaba de mi último libro leído, ellas me respondían hablando de dinero, de chicos, de ropa, temas que no me interesaban. Poco a poco fui cerrándome en mí misma y en mi madre.
Me evadía de la realidad en sus historias, ésas que me hacían sentir la protagonista, con millones de amigos, con una realidad perfecta y feliz. Madre siempre decía: «eres demasiado especial, pequeña, pero el destino te tiene reparado algo, lo sé». «¿Cómo?»,respondía yo. «La gente buena siempre tiene su propio final de cuento de hadas».
Siempre confié en esas palabras de madre pero, cuando ocurrió la desgracia, me di cuenta de que la gente buena no tiene su historia alegre. A partir de ese momento quise tener amigas y cambié, me volví fría y banal y mis intereses cambiaron para adaptarse a la mayoría, pero ya era imposible, la gente se marchaba, había desconfianzas y casi todo el mundo permanecía con su familia, por lo que continué sola.
Ahora, por primera vez en la vida, tenía la oportunidad de tener gente a mi alrededor que me quisiera y, entre ellos, Louis era el que más me importaba. Pero claro, en cuanto le contara que la mujer de sus sueños era solo una marginada, dejaría de fijarse en mí, siempre habría alguien más interesante. Entonces tuve una idea, una locura, pero podría servir.
—Ada, ¿dónde estás? —pregunté mientras
deambulaba por la casa.
—Aquí —contestó una voz en la planta de arriba.
Estaba aireando mi habitación mientras se mecía de un lado para
otro.
—¿Qué desea, Juliana?
Nosabía ni siquiera por dónde empezar.
—Bueno, he pensado que ya que estamos las dos solas todas las
mañanas, podríamos conocernos.
—Sí, como guste —dijo con cautela, desconfiada.
—Es decir —me expliqué—, no digo ser amigas ni nada de eso,
simplemente saber de nuestra vida.
—Cuénteme lo que quiera, la escucho —repuso con amabilidad—, pero
si no le importa, mientras hablamos yo voy recogiendo la
casa.
—No, no me importa. Se puede hablar de pie —tenía que ir directa al
grano—. Ada, antes de venir aquí, ¿qué hacías con tus amigas para
divertirte? ¿Tienes anécdotas?
Se giró en redondo. ¡Mierda! Seguro que me había pillado, sabría
que tendría intenciones ocultas. ¿Por qué sino me iba a interesar
su sencilla vida?
—¿De verdad quiere saberlo? —parecía que tenía una buena dosis de
confusión.
—Sí —le dije con una amplia sonrisa, había mordido el anzuelo—, ya
que casi vivimos juntas, quiero saber cuáles son tus aficiones,
conocerte.
—De joven tenía muchas amigas —dijo después de meditar—. Vivía en
un pueblecito en el que apenas éramos doscientos habitantes, por lo
que todo el mundo se conocía muy bien. Yo tenía cincohermanos
mayores, todos varones, así que tenía una sobreprotección; en una
ocasión, uno de ellos… Oh, lo siento, estoy siendo muy
pesada.
—No —dije con desesperación—, empieza tú, cuando me aburra te lo
diré.
Ella asintió y continuó. Desde ese momento supe que se había
evadido de la realidad y aunque continuaba ayudando con mi
habitación, lo hacía mecánicamente, con la cabeza puesta en otro
lugar.
—Pues bien, a uno de ellos le gustaba una amiga mía, entonces un
día vino a nuestro claro del bosque (es que mis amigas y yo siempre
nos reuníamos en un claro, al lado de un río a contarnos nuestras
cosas). Llegó y se escondió y escuchó todo para luego poder
cortejar a mi amiga; lo que él no sabía es que ese día hicimos el
juego al revés, teníamos que decir lo que más odiábamos como que
nos encantaba. Total, que ella odiaba a los hombres cursis, que
recitan poemas y regalan con rosas —recordé la rosa de mi tocador
regalo de Louis y pensé que esa chica era idiota—. Al día siguiente
estábamos en mi casa mi amiga y yo y entró en la cocina con una
rosa para cada una y hablando de una manera lírica; mi amiga dijo
que era odioso. Así que consiguió el efecto contrario —estalló en
carcajadas, se balanceaba entre sus grandes caderas, me pareció un
momento raro y especial—, quién le iba a decir —continuó— que años
después acabarían casándose, con lo mal que había hablado de él.
«Idiota reprimido», le llamó… —de repente su voz se apagó y sus
ojos se volvieron vidriosos, tal vez la historia no tuvo un final
memorable—. Y usted, ¿qué me cuenta?
Me apetecía contarle algo, no me gustaba su cara. No es que ella me
importara, pero si quería sacar más información, también tenía que
aportar yo algo, ¿pero qué? Bueno, había una cosa que tal vez
pudiera contarle falseando un poco la verdad.
—Yo tenía una amiga que escribía, escribía los mejores relatos que
jamás oirás. Un día por semana quedábamos en mi patio y ella me los
leía y yo me imaginaba la protagonista de sus historias —me reí de
mí misma—, luego merendábamos juntas y jugábamos toda la
tarde.
—Se nota que quería mucho a esa amiga —me dijo, los vidrios habían
desaparecido de sus ojos.
—No lo sabes bien —esta vez era yo la nostálgica.
—Nosotras hacíamos algo parecido pero diferente —escuché atenta—.
Es una tontería pero yo quería ser actriz, de teatro, viajar por el
mundo interpretando las mejores obras. Ellas, para ayudarme,
escribían cada semana una obra y las interpretábamos en nuestro
claro. Por supuesto, yo siempre hacía el papel principal y ellas
los secundarios, pero lo pasábamos bien.
No sé cuándo empecé pero la estaba ayudando a recoger. Otra vez
estaba haciendo cosas sin ser consciente pero en esta ocasión no me
importaba, quería ayudar a Ada, estaba a gusto con ella. Tal vez
ella era la única diferente pues no me parecía malvada.
La conversación era entretenida hasta tal punto que el tiempo se me
estaba pasando volando. Me estaba contando una caída en el río, se
tropezó y cayó de culo. La falda se le quedó subida pero ella no se
dio cuenta, así que al salir, todos los chicos del pueblo le vieron
las bragas. Me dolía la tripa de reír cuando apareció
Alger:
—¿Qué ocurre aquí? —nos vio—. Pensaba que alguien estaba gritando,
no que eran risas —miró mis manos mojadas por el friegue, y muy
serio, dijo—: Juliana, ven conmigo.
Ada comenzó a temblar instintivamente, asustada. Como si algo malo
le pudiera ocurrir por haberse dejado ayudar. Le hice un gesto para
que no se preocupara pero no creo que surtiera efecto.
Alger me guió hasta el patio y sujetó la puerta para que yo pudiera
salir. Fuera, el día estaba nublado con un cielo bañado de
diferentes tonos grises. A lo lejos se oían truenos y se veían los
fugaces destellos de los relámpagos. Tirité de temor. Mi madre
siempre me decía de pequeña que los árboles atraían a esos pequeños
rayos de electricidad y mi casa estaba rodeada.
No me había dado cuenta de que estaba temblando hasta que noté cómo
el oficial colocaba su chaqueta sobre mis hombros.
—¿Te importa que demos un paseo? —me preguntó serio.
—Vale—titubeé mientras miraba de reojo el espectáculo de la
naturaleza.
Anduve en primera posición para poder elegir el camino que íbamos a
seguir. Éste fue el que seguía de frente, un camino de tierra y
piedra rodeado por laderas verdes. Alger sugirió ir hacia el otro
lado, ya que los árboles nos resguardarían en lugar de mojarnos,a
lo que me negué.
—¿Qué significa lo que he visto? —me sorprendió que comenzara la
conversación después de diez minutos con esa pregunta corta y
directa como él.
—Estaba hablando con Ada —contesté secamente, él no era quién para
meterse en lo que yo hacía.
—¿Y por qué tenías las manos mojadas? —las señaló antes de que me
diera tiempo a llevarlas a mi espalda—, ¿la estabas ayudando en sus
tareas?
—Espera un momento —le interrumpí antes de que terminara—, ella no
me ha pedido nada, lo he hecho porque quería. Quiero ser útil, es
aburrido estar todo el día sin hacer nada aquí en esta casa gigante
vacía.
—Pero TÚ no tienes que hacer nada, ésa es su tarea.
—YO hago lo que quiero y, si me apetecía limpiar, lo hago, sea la
tarea de quien sea.
—Tranquila —su tono de voz bajó, más calmado—, ya sabes que a mí me
da igual pero ya viste que no todo el mundo piensa como yo. Para la
gente no está bien que ayudes a una persona de su clase,
Juliana.
—Me acuerdo—recordé el momento incómodo de la cena, las miradas de
todos clavadas en mí—, pero a ti no te parece mal. No entiendo por
qué me regañas. Creí que me entendías.
—Yo no te regaño —contestó enfadado—, no podría —dijo en un
susurro—, es solo que no sabes qué pasaría si en vez de verte yo
hubiera sido Louis o tu padre.
—No me dirían nada, ellos no se meten en mi vida.
—Sabes que eso no es así…
—¿Y qué harían según tú? —cada vez subía más el tono.
Él me paro, me cogió las manos pero al minuto las soltó asustado
por el contacto físico.
—Ellos no lo verían bien. Ellos no te verían como yo.
—¿Y cómo me ves tú? ¿Cómo una estúpida? ¿Cómo alguien que está aquí
para hacer difícil tu estancia? —me puse a llorar como una niña
pequeña y aún recuerdo que más tarde me avergonzaría mucho de este
momento.
—Nunca digas eso ¡NUNCA! —gritó—. ¿Quieres saber qué pienso cuando
veo cómo actúas? —asentí—. Pienso que ojalá todo el mundo fuera
como tú, que esta mierda de guerra no existiera, que mi padre no me
hubiera obligado a estar en las SSy pudiera
seguir enmi pueblo. Y, tal vez, solo tal vez, una chica la mitad de
preciosa, encantadora y buena, se fijara en mí y no en tipos como
Louis,y poder formar una familia.
Me dejó sin palabras, yo le gustaba, no solo le gustaba, era el
único que me veía como era y me aceptaba. No sabía qué cambio se
había efectuado en su circuito cerebral en tan poco tiempo; el
primer día me ignoraba y ahora me piropeaba. Pero yo no le podía
hablar. En esos momentos tenía que ofrecerle algún gesto de cariño
pero, dado que el abrazo me pareció demasiado personal, me limité a
darle dos golpecitos en la espalda a un metro de
distancia.
—Gracias, pero no hables así, encontraras a la mejor de las mujeres
—lo decía de verdad.
—Es duro tener que luchar por algo en lo que no creo. Ver cómo
llegan personas como tú, puras, y acaban convirtiéndose en bestias.
Para ellos no es un trabajo asqueroso, es una diversión. No quiero
que juntándote con Louis acabes así, solo es eso —escupió las
últimas palabras.
—Nunca lo haré. Louis solo tiene una fachada, es bueno. Pero si
alguna vez veo que me empieza a cambiar como a una «bestia» como
dices, le dejaré, no me cambiará.
—Gracias, solo necesitaba hablar con alguien. Decir mi verdadera
opinión sin que me juzguen. Gracias —no volvió a hablarme en todo
el camino pero esta vez no me molestó. Por primera vez comprendí
que ser diferente no era siempre malo y tuve la certeza de que
había encontrado un amigo.
Esamisma tarde Louis apareció en la casa. Conversamos en el salón. El plan salió a la perfección y conté las historias de Ada como propias, él decía que le encantaban, que eran maravillosas, pero a veces me daba la sensación de que no las escuchaba.
Luego la conversación empezó a ir sobre él y su trabajo, y aquí fue cuando tuve que poner todo mi poder de concentración en no dormirme.
—El otro día, después de dejarte, fuimos al
campo, a hacer trabajar a esos holgazanes.
—¿A esas horas? No sé cómo pudisteis después de beber
tanto.
—Soy un hombre —sonrió satisfecho y me acarició la mejilla—. Hubo
uno que nos desafió pero tranquila, recibió su merecido; he
indagado sobre él. Ishmael, le tendré vigilado…
La conversación siguió, él no paró de hablar, pero mi mente estaba
muy lejos. Había escuchado su nombre y, sabía que había miles de
judíos allí, y muchos con ese nombre, pero él era uno de los pocos
que desafiaría a un oficial. ¿A qué se refería con dar su merecido?
¿Acaso pegarle? ¿Algo peor? Y mientras los ojos verdes se me
clavaban en la memoria, no podía pensar ni ver a nadie más, pese a
estar con el que veía como mi futuro marido.
El sonido infernal de la banda me despertó como todos los días. Mi cuerpo rechazó inmediatamente esa música como si se tratara de algo que me pudiera hacer daño físicamente.
Seguía con el cuerpo dolorido. Me miré el torso, estaba fuerte, firme con algunas manchas que pronto se convertirían en moretones. Me alegró, esas marcas significarían que aún tenía orgullo, seguía siendo un hombre y nadie más me trataría como algo inferior. Me vestí y puse mi gorra con el número, miré a mi alrededor y todos mis compañeros estaban haciendo lo mismo. Llevaba pocos días y ya había asimilado la rutina del resto de mi existencia.
El oficial que pasó esta vez era diferente al de la noche anterior; era muy alto y delgaducho pero me causó más respeto que los otros gigantes.
—Es Alger, el de la casa, no es de los peores.
Si damos con él, tendremos suerte —dijo Ivri emocionado.
Me ponía a pensar en qué cosas nos hacían felices, «era un monstruo
no del todo malo», tal vez no nos pegase o nos tratase como si
valiéramos menos que cerdos. Es irónico con que poco se conforma el
ser humano en una situación extrema. Estaba casi seguro de que si
se lo ofrecieran, la mayoría del barracón accedería a ser tratado
como animal de compañía si eso significaba comida y eliminaba los
malos tratos al ochenta por ciento; yo no, pero tampoco les culpaba
por ello, el miedo es el peor enemigo del hombre.
—Soy el oficial del III Reich,Alger
Hotterman —dijo mientras nos miraba uno a uno—. Algunos de vosotros
ya habéis trabajado conmigo. Os respetaré, siempre y cuando sigáis
mis normas —se detuvo a esperar nuestras reacciones de
asentimiento—. Hay una fábrica nueva de la que me voy a hacer
cargo. Será de armamento para el ejército alemán. Vosotros
construiréis las armas, si alguno no se ve capacitado, que me lo
diga ahora —esperó respuesta, no la obtuvo—, bien. Hoy es domingo,
día de duchas y de limpieza de todo el campo, pero mañana empieza
el trabajo. Tendréis una semana en la que os explicaremos cuál es
exactamente la ocupación de cada uno de vosotros, con el tiempo se
incorporarán más.
Sin decir nada más se marchó. Perfecto, ahora construiremos las
armas para que la guerra la ganen los alemanes. Lo peor: no tenemos
alternativa. Pero había algo que no me habían explicado mis
compañeros.
—¿Qué es lo que pasa los domingos? —pregunté a padre.
—Que nos duchamos, es como nuestro día de la semana libre, para
nosotros mismos, aunque tampoco hay mucho que hacer —me explicó
Isajar, que parecía mi guía de Auschwitz.
—¿Cómo que no? —apareció la cara de Ivri—. Yo hoy tengo mi
recompensa.
—¿Qué recompensa? —pregunté.
—Mujeres, la sangre necesaria para vivir —mientras hablaba, se puso
a hacer gestos con las manos que simulaban unas buenas
tetas.
—¿Pero de qué hablas? —no entendía a qué se refería.
—Te lo dijimos el primer día, si haces un buen trabajo, tienes tu
recompensa femenina —le ayudó Isajar.
—Sí y eso se traduce en una sesión de sexo apasionado con mujeres
bonitas —terminó su frase Ivri.
—Para ti todas son bonitas —le contestó Isajar mientras le daba un
codazo.
—¿Y quiénes son esas mujeres? ¿Vuestras novias? ¿Si trabajas las
puedes ver? —preguntó padre.
Todos se miraron confusos, notaban que habían abierto otra puerta
en su esperanza, puerta que tendrían que cerrar.
—Son polacas —repuso Eleazar—, voluntarias. A cambio de esto, no
las mandan a un campo. Prefieren vivir así. Además, las dejan estar
con sus hijos.
No estaba nada de acuerdo, las convertían en objetos sexuales para
motivar el trabajo. Nada de lo que había oído me parecía tan ruin.
«Estás en el infierno», recordé.
—No nos juzgues —dijo Isajar—, nadie te ha robado los instintos y,
Dios se apiade de mí, el sexo es muy importante.
—No te juzgo, solo que yo nunca querré ese beneficio.
—Pues tú te lo pierdes —Ivri rompió un poco la tensión—, yo por mi
parte siempre tomo a mi Manuela, es guapísima y creo que cuando
acabe la guerra, tendré algo serio con ella.
—¿Te da igual que haya sido prostituta? —preguntó padre.
—Sí, al fin y al cabo, todo lo que aquí haya ocurrido lo borraré de
mi mente, pues lo suyo también —se golpeó el pecho con
orgullo.
—No es que no me parezca interesante vuestra conversación —Eleazar
puso los ojos en blanco—, solo me preocupa un poco lo que nos acaba
de decir el oficial.
—Explícate —solicitó padre.
—Este hombre nos ha dicho que van a abrir una fábrica y eso noes
bueno.
—¿Por qué? —preguntó Ivri sin su alegría habitual.
—Hijo mío, se escuchan muchas historias.
—Y muchas son barbaridades imposibles —completó Isajar.
—Pero otras no —señaló Eleazar.
—¿Y cuál es ésta? —preguntó Ivri rompiendo la tensión de los dos
líderes.
—Hay quien dice que trabajar en las fábricas está bien. Suelen
cuidar más a estos trabajadores ya que su labor es muy útil. Por
otro lado, hay quien matiza que ese armamento para el ejército es
de prueba y debe ser utilizado para ver su capacidad.
—¿Cómo? —preguntó padre y cuando que me quise dar cuenta, medio
barracón intentaba escuchar.
—Por ejemplo, un conocido mío me explicó que en un campo cercano a
Berlín les hacían usar las botas por un camino.
—¿Cuál era la meta? —preguntó un chico del barracón desde el otro
lado de la habitación.
—Ver cuánto duraban las suelas para el enfrentamiento con los
rusos. Les ponían una mochila con piedras y les hacían caminar por
un suelo peliagudo una y otra vez.
—No lo veo mucho peor que otros trabajos —dijo este mismo joven, y
muchos asintieron.
—La diferencia reside en que muchas veces las suelas tardaban mucho
en romperse y los judíos caían muertos mientras andaban
y…
—Y aquí hacemos armas —completé sabiendo lo que quería decir. Si
necesitaban comprobar la efectividad de nuestro material, solo
había una solución posible.
—También dicen que nos hacen cavar nuestras propias fosas y luego
nos ponen en fila india para pegarnos un tiro, y nunca he visto a
nadie ni he oído a ninguna persona que le haya sucedido —intervino
de manera sarcástica el capo.
—Si están muertos, no pueden hablar, estúpido —repuso
Ivri.
—Entonces, ¿quién lo ha contado y cómo ha llegado esa historia
hasta aquí? Si están muertos, nadie puede tampoco haber escuchado
esa historia de la boca de un testigo. Todo es una gran
mentira.
Pasó una hora cuando llegó el
oficial.
—A las duchas ya.
Salimos en una fila perfecta. Había bastantes más personas en
los barracones de alrededor, por lo que supuse todos nos dirigíamos al mismo sitio. Cuando llegamos, a los nuevos nos dieron una pastilla de jabón y apuntaron nuestro número en una hoja, esa pastilla tenía que durarnos todo un mes, aunque con una ducha semanal lo veía más que suficiente.
Elagua caliente en mis músculos doloridos me hizo mucho bien, notaba cómo corría entre mis abdominales y se metía en los huecos que mi cuerpo huesudo había formado, sentía un placer supremo.
—Madre mía, qué calladito te lo tenías —me dijo
Ivri. —Vamos, eres uno de esos culturistas al cuerpo. No me negarás
que esos músculos no son trabajados… Tenías que ser el terror de
las nenas… —me miro cómplice—. Cuando salgamos me enseñarás tus
tácticas —me miré y me extrañó pues yo me veía como un esqueleto
humano.
No había tenido tiempo para pararme a pensar en mujeres. Es verdad
que alguna me había gustado, pero en tiempos de guerra centrarme en
cuidar a mi familia era más que suficiente.
—Claro —respondí divertido—, pero ten en cuenta que mis tácticas
son muy difíciles de aplicar.
—Tranquilo, te llevaré conmigo a todos los lados, así tú atraerása
la manada, te dejo elegir y luego llega mi parte. Se podría decir
que comeré tus restos. Nunca he sido muy exquisito.
Ambos reímos. Ivri siempre hablaba como si fuéramos a salir algún
día. Le encantaba planear todo lo que íbamos a hacer. En los pocos
días que llevaba allí ya había hablado de al menos quince negocios
que nos harían millonarios. Veinte viviendas que serían las idóneas
para nosotros y cómo estaríamos con millones de mujeres antes de
conocer a la indicada. Hablar con él era fácil. Además, te hacía
sentir bien. Luego tenías a Isajar, que era la parte racional de
esa extraña pareja. Tenían dos extremos, o acababan la frase del
otro o se peleaban en los lados más opuestos.
Cuando terminó la ducha, el dolor se había calmado. Nos vestimos
con las mismas ropas y fuimos al barracón. En la parte de atrás
teníamos un patio cercado y el oficial dijo que podríamos estar
allí, pero con el frío que hacía, todos decidimos quedarnos dentro.
Despuésse llevaron a los que tenían recompensa por su trabajo. Ivri
y Isajar partieron hacía su cita sexual.
Estaba en mi cama cuando alguien me habló:
—Ya vi lo que hiciste anoche —era el capo—, soy Abraham —el capo me
tendió la mano, no la estreché—, supongo que ya te habrán hablado
de mí.
—Sí, y no creo que nos llevemos bien.
—¿Sabes? En realidad no soy malo, solo listo—me miró suspicaz—. Tú
también podrías serlo. Piensa en dónde estás, los héroes mueren
cada día, solo la gente que les ayuda sobrevive. No es tan malo,
tan solo somos los más fuertes, como en la cadena alimentaria los
leones. Cuando sobrevivas a esto, entonces tienes que ser un héroe,
ayudar, pero primero tienes que sobrevivir.
—No me vale sobrevivir a cualquier precio —contesté de manera
seca.
—Eres fuerte y listo, lo sé, lo noto. Los demás están destinados a
perder, tú no, únete a mí. Hablaré con ellos, tendrás más comida y
una vida mejor —se acercó a mí y bajó la voz—, dejarás de ser un
animal, vivirás como las personas. No les harás daño —señaló a
todos los compañeros de habitación—, ellos ya están
muertos.
Me giré y le propiné un puñetazo en la cara con todas mis fuerzas,
de la nariz le empezó a brotar sangre a borbotones.
—Como ya te he dicho, no estoy interesado —me subí a mi litera y le
di la espalda.
Noté cómo se alejaba y oía sus susurros: «te
arrepentirás», «te has convertido en otro cadáver». Maldito
cobarde, ni siquiera se había atrevido a levantar una mano contra
mí. Me daba asco. Odiaba más a ese tipo de personas que a los
propios alemanes. Los alemanes son malos y ya se sabe qué se puede
esperar de ellos, pero un judío, uno de los nuestros, que
permitiera esto y además les ayudara, se merecía el peor de los
castigos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó padre.
—Nada, diferentes opiniones. Definitivamente, creo que este sitio
está sacando mi parte más salvaje —y reí, como lo hacía siempre,
divertido de ver cómo mi padre ponía esa cara de
puritano.
—No debes llamar la atención aquí, Ishmael.
—Lo sé, tranquilo. ¿Qué crees que se podrá hacer aquí en nuestro
tiempo libre?
—Conozco a uno que tiene una baraja de cartas, me ha dicho que
podemos jugar un póker si te apetece
—¡Claro! ¡Vamos a que vean quiénes son los campeones!
No teníamos nada, así que en cierta manera no había nada que perder
aun así, el espíritu competitivo que había en mí salió y jugué lo
mejor que sabía. Gané casi todas las manos y todos me miraban
admirados. «Tendrías que haber sido jugador
profesional», me decía el hombre bajito y con la barriga
hinchada de enfrente
—Yo seré su representante —me giré, era Nathan, el niño al que
ayudé, desde ese día yo me había convertido en algo parecido a su
ídolo—, así que voy apuntando todo lo que le debéis para cuando
salgáis. Bueno, claro, si aceptas —titubeó.
—Eso depende de la comisión que te quieras llevar
—contesté.
—Bueno, ¿un diez por ciento?
—Está bien, chaval —le dije mientras le dejaba un hueco a mi lado—,
al final me sales caro.
A mitad de tarde unos hombres de otros barracones se acercaron para
traernos nuevas noticias. Hablaban asustados y mirando hacia todos
los lados, paranoicos. Les escuchamos atentamente.
—Unos hombres de nuestro barracón han intentado hacer una rebelión
—nos sorprendió y quisimos saber qué había ocurrido—. El capo se
enteró y se lo ha dicho a los oficiales. Creo que esta tardetoca
castigo ejemplar.
—¿A qué se refieren con castigo ejemplar? —pregunté a
Eleazar.
—Cuando alguien hace algo de este tipo, suelen castigarle delante
de todos nosotros. Pronto nos llamarán para que nos marchemosy
observemos. Es una especie de aviso —cambió la voz e imitó a los
alemanes—: «Si intentáis algo, ésta será
vuestra recompensa. No podéis huir de nosotros. Somos como el Gran
Hermano de Orwell, siempre nos enteramos de todo».
Al rato llegaron los alemanes y nos indicaron lo que ya sabíamos.
Nos marchamos en fila hasta una plaza descampada. En una especie de
gradas improvisadas se sentaban los oficiales y los vigilantes. Me
recordaron a las personas que iban a ver a los gladiadores. El
espectáculo debía comenzar.
—El castigo no será la muerte puesto que solo ha sido una idea.
Sihubieran intentado escapar, los habrían fusilado —afirmó Eleazar,
que se encontraba a mi lado.
Los conspiradores eran cuatro hombres de mediana edad. Se
encontraban en el centro perfecto de la plaza. A los alemanes les
encantaba hacerlo todo de manera meticulosa.
Los verdugos que aplicaban el castigo hicieron bajar a doce judíos
más.
—Creo que ya sé qué castigo va a tocarles —dijo Eleazar—, el del
potro.
Me disponía a preguntarle de qué se trataba cuando lo vi con mis
propios ojos. Dos judíos inmovilizaban a los castigados
agarrándoles de brazos y piernas y un tercero les golpeaba con un
barrote en el pecho y el abdomen.
Las víctimas debían contar esos golpes al unísono y en voz alta.
Los alemanes aplaudían y reían en cada golpe. A nosotros nos
parecía macabro. Al final, cuando los alemanes se aburrieron, los
golpes cesaron. Debían entretener a la plebe.
La reacción de mis compañeros me asombró. Nadie comentó lo sucedido
ni habló con los heridos. Todo el mundo ignoró el suceso y siguió
como si nada.
—Oye, Isajar, luego mírame un bultito —dijo Eleazar a Isajar cuando
éste regresó rompiendo el silencio tenso en nuestro grupo de
amigos— Es que era médico —nos explicó.
—Y mira dónde he acabado —esta vez no lo dijo con su habitual
alegría, sino con tristeza.
—Mi hijo quería ser médico —explicó mi padre—, se le daban bien
todas las cosas, las Matemáticas, la Física, la Historia… todo.
Pero mi Ishmael siempre decía de niño: «Papa,
seré un gran médico, el primero que lo sepa curar
todo».
—Uy, tenías que ser un niño muy mono —se burló Isajar.
—Seguro que fue cuando decidiste empezar a hacer ejercicio y dejar
de ser repipi —bromeó Ivri.
—Como os he dicho, siempre he sido un chico con suerte. A las
chicas las traía locas desde los seis años, amigos —dije mientras
adoptaba una pose de chulo y cuando me quise dar cuenta, yo también
había olvidado que algo así sucedió. No había prisa.