XIV

VI más debajo del sol:

en lugar del juicio, allí la impiedad;

y en lugar de la justicia, allí la iniquidad.

Y dije yo en mi corazón:

al justo y al impío juzgará Dios;

porque allí hay tiempo a todo lo que se quiere

y sobre todo lo que se hace.

Eclesiastés, 3, 16-17

Y torneme yo, y vi todas las violencias

que se hacen debajo del sol:

y he aquí las lágrimas de los oprimidos,

y sin tener quien los consuele.

Eclesiastés, 4,1

Debía de ser el quiosco más bonito del país. No es que fuera muy grande, ni que estuviera bien organizado, ni que abundaran las revistas importadas, o los fascículos encuadernados, los libros, los cromos, o los números atrasados de cualquier colección, o los periódicos de otras capitales, o todas las maravillas que llegan a tener en los grandes quioscos, protegidas del mal tiempo, bien iluminadas, en inagotables arcas metálicas de tesoros impresos. Nada de eso. Este quiosco era más bien pequeño y modesto, con sus pocos periódicos y alguna que otra revista de actualidad en medio de manuales agrícolas, libritos de palabras cruzadas, patrones de costura, tarjetas postales, tebeos e incontables sacos de plástico lacrados que apenas si tapaban diversas revistas marranas. Y todo esto envuelto en un entorno envejecido, maltratado por el viento del mar y por la luz del sol. Pero Lena dudaba que existiera otro quiosco tan bien ubicado, bajo los almendros, en plena arena, entre los barcos que descansaban de la pesca.

Cuando era pequeña no había nada de aquello. El quiosco era una novedad bastante reciente. Aunque estuviera expuesta al tiempo, con los colores desvaídos, seguía siendo una novedad. Invitaba a decir: «¿Has visto? Ahora ya puedes venirte a vivir aquí, que no estarás aislada. Ven, ven aquí a escribir tu obra, a poner sobre papel tus personajes de escenario, que yo te garantizo dosis diarias de contacto con el mundo a la hora que quieras, conexión portátil, que te permita conectar con el mundo desde cualquier lugar, en la arena de la playa o bajo el almendro, sin la esclavitud de los horarios fijos de los noticiarios de la radio y la televisión, que son tan mandones que imponen su propia lectura sin darte el gusto de poder descubrir tanto entre líneas...».

Esa mañana, por ejemplo, Lena había decidido sentarse en el asiento de popa de un bote para leer el periódico. Cada día aumentaba un poquito la distancia que recorría en su paseo matutino. Hoy había llegado al pueblo, había ido andando para comprarse el periódico. Estaba feliz por haberlo conseguido aunque tuviera que descansar un poco el pie antes de reanudar el camino de vuelta. Pero día a día conquistaba un poco más. No tardaría en poder llegar hasta el pequeño astillero que había al final de la playa. Y, si seguía así, en cualquier momento, y si alguien la acompañaba, quizá hasta podría aventurarse a darse un chapuzón en el mar. Ventajas de medicarse correctamente, como una buena chica. Ya no se caía. Cada vez quedaban más lejos los días en que se hallaba, de pronto, en el suelo, sin sentido alguno del equilibrio o del horizonte, sin tener la menor idea de cómo había ido a parar allí, de aquella manera.

Pasó la vista sobre la primera página y leyó el resumen de las principales noticias del día. Hacía un poco de viento para abrir todo el periódico, era difícil. Lo dobló, y escogió sus columnas preferidas para seguir leyendo con la hoja doblada en una cuarta parte. El mundo seguía, el país seguía, la vida seguía. El corazón sigue, ella lo sabía, lo había traído al recuerdo recientemente. Pero era bueno acompañar la historia todos los días con algunas noticias del periódico. Lena era una lectora voraz. Y fiel. Leía lo que le caía en las manos, pero no prescindía de su periódico de siempre, de cabo a rabo: política, economía, local, internacional, deportes, cultura, ocio, cartas de los lectores, editoriales, moda, recetas..., todas las secciones. Y hacía comparaciones, vinculaba reportajes diversos, relacionaba cosas aparentemente inconexas, exigía claridad, explicaciones, honestidad. Se ponía furiosa cuando una noticia policial acusaba a alguien de manera afirmativa, sin conceder el beneficio de la duda, sobre todo si, dos días después, otro comisario imaginativo proponía una hipótesis distinta y ya nadie se acordaba de limpiar el nombre que habían ensuciado precipitadamente. Se sentía feliz cuando leía un artículo bien escrito, saboreaba cada frase, lo leía en voz alta para quienes estuvieran cerca, y se pasaba el día citándolo en las conversaciones. Se sentía orgullosa cuando leía un reportaje esmerado, cuando el reportero se había fijado en lo pertinente y no en aquello que otros le hicieran ver. A veces, le apetecía ser solamente lectora para poder escribir una carta al periódico para elogiar algo o para quejarse cuando le viniera en gana. Sentía un inmenso cariño por sus compañeros de profesión. Por eso mismo no tenía piedad con aquellas omisiones que traicionaban lo que ella consideraba la esencia del periodismo: informar honestamente. Sabía que, durante la dictadura, el ambiente en las redacciones, como todo lo demás, reflejaba los tiempos que vivía el país. Entre los periodistas había hombres dignos y crápulas. Y, como en todas partes, el régimen militar fue la época ideal para que los crápulas crecieran con fuerza. Así como los no tan crápulas, pero simpatizantes. En aquellos años, vivió y vio con sus propios ojos episodios de los que se avergonzaba sólo con recordar. Un jefe de reportaje que se dejaba sobornar por un bicheiro[37]. Un reportero que denunciaba a compañeros a la policía. Un editor que prohibió una noticia que la propia represión había olvidado vetar, como si fuera una orden de la censura. Pero también vio gestos de solidaridad, de valor, de competencia investigando el atentado de la derecha, denunciando el escándalo, poniendo en entredicho la versión oficial. Y fue testigo de hermosos gestos personales de creatividad profesional y sosegada valentía en la resistencia. Sabía que, si algún día la dictadura llegaba a su fin, sería en buena parte gracias a la labor consecuente de sus compañeros. Ahora, con la redemocratización, sentía cierta alegría al observar que, en muchos casos, los antiguos jefes que contemporizaron con la dictadura directa o indirectamente estaban siendo sustituidos poco a poco por periodistas más capaces y hombres más dignos. Para Lena, entre los diversos síntomas de los nuevos tiempos, éste era uno de los más evidentes. Y pocas cosas tenían para ella tanto valor simbólico, en la prensa, como el hecho de abrir a diario su periódico y descubrir con alegría una columna firmada por el mismo intelectual cuyo nombre se prohibió mencionar durante varios años en las páginas de aquella misma publicación por medio de un veto de Barros.

Y es que Barros era un maestro en esas cosas. Una vez había llegado al extremo de organizar una reunión general con sus subdirectores en la que informó confidencialmente de que cierto pez gordo, escandalosamente corrupto e incompetente pero muy bien situado en el poder, había comprado gran parte de las acciones del periódico. Pero era información secreta, decía Barros, que no podría comentarse bajo ningún concepto, pues todo se había hecho mediante un testaferro y, claro, al fin y al cabo, no quedaba bien, ya se sabe cómo son estas cosas... Pero convenía que los demás lo supieran, a fin de evitar cualquier posible crítica al individuo en cuestión. Y esta situación duró mucho tiempo. Tuvieron que pasar varios años para que Lena se enterara de que todo era mentira, porque en esa época, Barros estaba liado con una hija del tal sujeto y había decidido proteger al pérfido suegro.

Sin embargo, el mismo Barros también fue capaz de hermosos gestos. Por ejemplo, se valió de su cargo y su prestigio para obtener noticias de algunos periodistas presos e informar a las familias. Al menos en una ocasión, consiguió localizar a un compañero en una situación particularmente difícil, herido y detenido, torturado durante el tiempo que estuvo hospitalizado. La intervención de Barros fue crucial para protegerlo. Y cuando Honório fue intercambiado por otro diplomático secuestrado más tarde, y expulsado del país, en la época en que los secuestros ya no sorprendían a nadie y empezaban a ser una rutina; cada vez más eran diplomáticos con menos cargos, y las acciones más violentas, a cambio de un número cada vez mayor de prisioneros, con negociaciones que el gobierno endurecía cada vez más, hasta el punto de pasar más de un mes contemporizando con los secuestradores, para acabar rechazando la lista de manera que éstos tuvieran que aceptar la liberación de otros nombres que había en la reserva; bien, en esa época, cuando todo era muy duro y difícil, cuando la minoría de periodistas prefería hacer como si no conociera a Honório, Barros se sorprendió. Y en cuanto el desterrado puso los pies en el exilio, Barros empezó a enviarle a diario un ejemplar del periódico para mantenerlo vinculado al país. Ese mismo periódico del que Lena no podía prescindir y tanto se esforzaba por ir a comprar ahora, en el pequeño quiosco a orillas del mar. El recuerdo la hizo sonreír. Un día tenía que contárselo a Honório. Para hacer justicia. Porque quizá nunca llegó a conocer el riesgo al que se exponía Barros por él, ni el cariño solidario del gesto.

Y así como la moneda de Barros tenía dos caras, otras también las tenían. Lena pensó que aquello era en parte un tópico. Porque esto podría decirse de cualquiera. Pero ella estaba pensando en otros términos. Dos caras. Quizá fuera demasiado fuerte, no quería que eso pareciera un juicio. Pero había convivido con muchas otras categorías profesionales a lo largo de su vida, había conocido ambientes más envidiosos, más destructivos, más intrigantes que periodísticos. Sin embargo, nunca había conocido rasgos distintivos tan contradictorios como en su profesión, sobre todo en aquella época. Contradictorios e incoherentes. Hasta hoy, quizá. Como eso de defender acérrimamente la libertad de opinión y no ser capaz de admitir la menor crítica, y alegar luego que quien pone reparos a un trabajo periodístico está cercenando la libertad de prensa. Pero en aquella época las cosas eran más complejas. Y la situación permitía que un sujeto como Barros, superficial y amigo de un torturador, se empeñara en mantener informado a un ex guerrillero en el exilio. Y así y todo, la misma situación permitía también que Teixeira y Maria Alice, militantes de izquierda, con una tradición familiar de participación partidaria valerosa y digna, interceptaran esa información para que no llegara a su destino.

Para Lena, este descubrimiento fue un desengaño. Y le costó una de las amistades más próximas que había hecho en el exilio, con un precio afectivo muy alto. Como todos los exiliados, ella y Arnaldo ansiaban con locura noticias de Brasil. Y, siendo Teixeira corresponsal de un periódico carioca, recibía los periódicos todos los días. Cada dos por tres, después de leerlos, se los prestaba a Lena y Arnaldo. A medida que la amistad se fue estrechando, con afinidades y un afecto genuino por ambas partes, compartían los periódicos cada vez más a menudo. Hasta que al final se estableció la costumbre los fines de semana, en que uno de ellos pasaba por casa de la pareja para devolverles la lectura de la semana anterior y llevarse los últimos números que habían llegado. En una de esas ocasiones, Teixeira comentó:

—Oye, podéis quedaros con los periódicos, dejárselos a otra persona. No hace falta que los devolváis.

Lena enseguida pensó en el aspecto profesional:

—Pero ¿no queréis ni el primer suplemento? ¿O algunos recortes? ¿Para archivarlos? Os puede ser útil. Aquí no tenéis una colección para consultar si os hace falta en algún momento...

—No, os los podéis quedar. Tenemos duplicados —explicó Teixeira.

—¿Duplicados? ¿Y eso? Si el periódico sólo manda un ejemplar, la valija no permite llevar más...

—Bueno, en teoría no... Pero en realidad, Barros se las ha arreglado, no sé cómo, y recibimos dos cada día...

Arnaldo se animó.

—Pero eso es maravilloso. Conocemos a varias personas que quieren leer los periódicos. Podemos hacerlos circular...

—No —atajó Teixeira—. No lo puede saber nadie. Y esos periódicos tienen dueño.

Entonces se lo mostró. Tras una cortina en el suelo había una pila de periódicos abiertos (para ser más firme) que ya casi llegaba a la altura de Lena. Visiblemente intactos, sin arrugas de lectura.

—¿Qué es eso? —se extrañó Lena.

—Barros nos envía un ejemplar de más para que se lo mandemos a Honório a Argelia.

—¿No tenéis su dirección? Yo sí, mira, copia...

Sin embargo, se hizo un silencio incómodo. Al rato les explicaron lo que pasaba, Teixeira decía algo y Maria Alice lo completaba. Tenían miedo de que el gobierno brasileño controlara de alguna manera la correspondencia que recibían los desterrados. Y si veían que llegaba un periódico regularmente de París, enseguida sospecharían de ellos. Pero no tenían valor para decírselo a Barros, ni para comunicarse con Honório para ver qué alternativa proponía.

—Mirad, tengo una idea —sugirió Lena—. Puedo hablar con la biblioteca en la que trabajo. Es de la Iglesia, y se mueren de ganas de ayudar. Estoy segura de que pueden hacer un envío semanal, con un sobre timbrado de la biblioteca, y puede que hasta paguen el sello. Os aseguro que no habría ningún problema...

Creció el malestar. El ambiente se tensó.

—No hace falta que te molestes, Lena... —dijo Maria Alice—. Estás ya tan ocupada...

—No me cuesta nada, y será tan importante para la gente que está en Argelia... Mañana mismo me llevaré éstos...

Ya había una pared entre ellos. No podía ni cortarse. Lena decidió fingir que no lo había notado, para que los periódicos pudieran seguir su curso.

—Tendrás un montón de trabajo sin sentido, Lena... —insistía Maria Alice.

—No vale la pena... —decidió Teixeira.

Arnaldo intervino.

—Pero ¿Honório sabe que Barros le está enviando esos periódicos?

—No lo sé —respondió Teixeira—. Pero Barros dijo que Honório fue quien se lo pidió.

Lena se puso más firme todavía.

—Perdonad, pero creo que no tenemos derecho a dejar que esa pila siga creciendo ahí, sin hacer nada al respecto. O le decís a Barros que no se los pensáis mandar...

—¿Cómo, Lena? Es el jefe. No estamos en posición de negarnos.

—Claro que sí. Si tenéis miedo, tenéis derecho a decirle que no queréis hacerlo. No os está dando una orden como profesional.

—No es miedo, es cautela.

—Pues lo que sea... No aceptéis la orden, o enviad los periódicos. No veo un término medio.

—Nadie tiene por qué saberlo... —añadió tímidamente Teixeira.

—Creo que tienes razón —concluyó Lena—. Nadie tiene por qué saberlo.

Teixeira la miró y adivinó:

—¿Qué pasa? ¿Que vas a mandarlos igualmente?

—Sí —confirmó Lena, seria—. Pero no tenéis por qué saberlo. Le enviaré los nuestros, esos que acabáis de decir que no tenemos que devolveros. Y así todo queda resuelto. Y vosotros no corréis ningún riesgo.

—¡No tienes derecho a hacer eso! Todo el mundo sabrá que somos nosotros...

—Pondré mi nombre en el remitente. No es ningún delito enviar periódicos viejos a un desterrado, ni siquiera en Brasil...

—Todo el mundo sabrá que nos los envían aquí...

—De acuerdo.

Lena decidió ceder. No tenía que decirles qué pensaba hacer. Sólo tenía que hacerlo y punto.

Ahora bien, Teixeira no se dejó engañar. Nunca más volvió a dejarles o a darles un periódico. Si lo querían, tendrían que leerlo allí, en su salón, junto a la pila creciente. Pero más adelante, ni siquiera eso. Cada vez que Lena y Arnaldo llegaban a su casa, ellos estaban a punto de salir. Si llamaban antes, iban a salir. Nunca más volvieron a llamarlos para nada. Y una noche de lluvia en que hubo huelga de metro, y Lena estaba en una calle cerca de allí, embarazada, sin dinero en el bolsillo y sin tener cómo volver a casa, subió y les preguntó si podía dormir en el salón o si podían prestarle diez francos para coger un taxi. No podían. El dinero que había a la vista sobre una estantería era para unos pagos que debían realizar temprano al día siguiente, y estaban esperando a un amigo que llegaría de un momento a otro, que podría necesitar el sofá por la huelga de metro. O al menos, eso le dijeron. Del mismo modo que le habían dicho a Barros que enviarían los periódicos que Honório nunca recibió. Paciencia. Pero la amistad que se deshizo dejó una cicatriz dolorosa.

Ahora ya estaban todos de vuelta. Cada cual con su vida. Se hablaban con cordialidad cuando se encontraban, como si nunca hubiera pasado nada. Ni el cariño de la amistad ni la decepción de la ruptura. Gente extraña, los periodistas. Que Lena empezaba a dejar atrás, con la decisión de interrumpir un poco el trabajo diario en la redacción para dedicarse a la obra. Pero, sobre todo, con la enfermedad que dilataba ese plazo más allá de cualquier límite a la vista. No debía pensar en eso. Debía reaccionar, mirar hacia delante. Mirar el mar, el horizonte, las olas que se formaban de repente, a partir de la nada, para luego romperse con fuerza en la playa, en la marea que subía, cada vez con más gula, con ganas de engullirlo todo, de cubrir, de poseer, de impregnar cada poro de la arena, pleno abrazo, estrecho lazo, enlace, Alonso, ah...

Tampoco debía pensar en eso, no debía pensar en él, debía apartar ese otro cáliz que insistía en llenarse lentamente, con cuidado, para no derramarse, ritual de ofrenda a alguna divinidad oculta, muda e indiferente. Elixir que ella no quería beber por su propia voluntad. Sangre. Debía apartarlo. No pensar.

Decidió levantarse y emprender la vuelta a casa. Se aseguró sobre el pie bueno, apoyó las manos sobre el borde del bote, se puso en pie, salió de la embarcación y pisó la arena. Recordó que su madre le había pedido que comprara algo en el puesto del verdulero. Algo de verde para la ensalada de la comida, fruta, un aliño..., no se acordaba muy bien de qué. Suerte que había anotado en una pequeña lista, porque sabía que no podía confiar en absoluto en su memoria lacerada. Al menos en cuanto a los hechos recientes, porque los más antiguos ocupaban todo el espacio del recuerdo, perseverantes, obsesivos. Tal vez por eso mismo no quedaba espacio para nada más que requiriera la atención presente.

Rebuscó en los bolsillos la lista. Le costó un poco encontrarla, pero al fin halló el papel, cuidadosamente doblado, junto al dinero. Se paró frente al tenderete, contempló la piel lustrosa de las naranjas, el brillo hinchado de los tomates, el púrpura lunar de las berenjenas. Apreció el falso rocío de las minúsculas hojas del berro recién rociado. Desdobló el papel y dio una mirada para ver qué había escrito en la lista de las cosas que su madre le había encargado.

Pero era imposible saberlo. No se leía nada.

Volvió a mirar, pero la vista se le enturbiaba. Confirmó su sospecha. No eran garabatos de un analfabeto, porque las letras estaban allí, claramente trazadas. Pero no formaban palabras. A lo sumo, alguna que otra sílaba, y por casualidad. Carecía de sentido. Su único significado era la enfermedad.

Se volvió de espaldas al puesto de verduras, dio unos pasos cojos de regreso a la playa, se dejó caer sentada de cualquier manera en la arena, abrió el papel otra vez y lo miró. Las letras no formaban ninguna palabra. Miró el periódico doblado que llevaba en la mano. Podía leerlo todo. Estaba reducida a una suerte de semianalfabetismo. Sabía leer, pero no podía escribir. Ni siquiera cuando intentaba leer de aquella manera, distraída, una mera sucesión de nombres, una lista de verduras y frutas. Algo pasaba a medio camino entre su cerebro y la mano, órdenes que no se cumplían, una auténtica trampa. Y ella creía que estaba escribiendo, estaba convencida de que esa vez todo había salido bien, pero después comprobó una vez más que sólo había trazado garabatos ininteligibles. Engañada por ella misma. Por la sensación de que las palabras fluían, de que el razonamiento seguía la secuencia lógica, de que las ideas acudían a la llamada. Ya había notado que no conseguía formularlas bien, que los sonidos se confundían, se atropellaban, se sustituían por su cuenta, buscaban otros semejantes. Lo había estado observando, y había notado, en las conversaciones diarias con su madre, que ésta se esforzaba por descodificar con atención lo que decía, como si fuera una extranjera con fuerte acento, que se equivocaba al hablar. A veces notaba su propia tartamudez, el intercambio de fonemas, la imposibilidad de dar con una palabra que conocía, que debía estar allí y que no encontraba. Pero estaba segura de que sólo era un problema motor. Porque su pensamiento estaba vivo y era agudo. Se veía a sí misma lúcida y señora de sus ideas. Pensaba que las dificultades físicas eran pequeñas y pasajeras, que debían de estar mejorando, del mismo modo que el dedo roto del pie recuperaba su integridad. Con tiempo y descanso. Pero no. Ahora se daba cuenta de que estaba pasando lo contrario. Antes de acudir a casa de su madre, al intentar escribir la reseña para Paulo, había cambiado unas palabras por otras con sonido semejante. Ahora estaba mucho peor. En la lista, nada se parecía a nada, salvo la disposición en fila de unos garabatos lineales formando letras inútiles. Las palabras se le seguían escapando, pero además habían acelerado la velocidad y la eficiencia de esa fuga. Ahora se alejaban tanto que era imposible buscarlas.

El mar subía, las olas rompían con fuerza, la marea alta casi llegaba a los pies de Lena. A los dos: el bueno y el roto. Con indiferencia. Como un camino que viniera a buscarla, abierto, ofrecido, expuesto para el alivio. Para un mundo sin palabras ni dolor. Y justo allí, el silencio. Al otro lado de la pared de olas estruendosas que espumaban, furiosas, endemoniadas, arrastrándose, clamando, estallando en vértigos... ¡bruuum! Arrebatando la paz. Donde las palabras no harían falta. Ni el equilibrio.

El viento iba desdoblando y llevándose las hojas del periódico suelto sobre la arena. Lena tiró también la lista de verduras, o lo que había pretendido ser una lista. Papel ligero, que el viento enseguida se llevó más lejos. En un momento en que se posó en la arena, una ola se lo llevó y desapareció con él. Sin dejar vestigios. Tan rápido, tan simple. Como tenía que ser.

Se tumbó en la arena y cerró los ojos. Sentía un cansancio que lo ocupaba todo. Como en el poema de Pessoa. Un cansancio supremísimo, ísimo, ísimo cansancio... Tenía ganas de no volver a abrir los ojos nunca más y dejarse llevar de una vez por todas. De dejar de luchar contra esa fuerza que había esquivado toda su vida, día a día, pero que era mucho más fuerte, más insistente, más paciente que ella. Y ya no valía la pena seguir enfrentándose a ella. ¿Para qué? Ya nunca escribiría su obra, ahora lo entendía muy bien. Nunca tendría el hijo que tanto deseaba, una vida nueva criada en un vientre compartido, Alonso y ella dejando su huella en el mundo con sus células fundidas, para cambiar todo el curso del tiempo futuro. Ni siquiera podría seguir con su sencilla vida anterior, escribiendo en un periódico las palabras que quería, andando, bailando, viajando, yendo a la playa como cualquier otro bípedo equilibrado y pensante. O simplemente conversando como cualquier persona normal, que abre la boca y dice lo que le viene a la cabeza, de la manera más natural del mundo. Sin esfuerzo, ni conquista, ni lucha. Como un derecho hereditario. Estaba muy cansada. Agotada. Exhausta. Sin el menor ánimo de intentar batallar sin posibilidades, persiguiendo lo que le pertenecía de manera natural. Ni siquiera tenía capacidad para levantarse en ese momento, ir a pie hasta el mar y acelerar el encuentro a la llamada de la marea alta. No tenía ganas ni de abrir los ojos y ahuyentar al perro que la olía, que le tiraba arena, que aproximaba a su piel el hociquito helado.

Hasta que ya no aguantó más, de tanto que molestaba. Se sentó e hizo una seña con el brazo estirado, como para indicar al animal que se apartara. Pero éste no le hizo caso. Le lamió una mano, y se arrodilló a medias a su lado, en el suelo. Como le gustaba hacer a Fifina con Luís Cesário. Echando de menos a su amigo, Lena acarició la cabeza del animal, le alisó el lomo y le pasó la mano por el pescuezo. Una arteria o una vena latía con fuerza, acompasada. Pero el corazón sigue, sigue, sigue... Y reaccionó. Para levantarse sin apoyo, tenía que ponerse de cuatro patas. Como el animal que era. Consciente de esto, le encontró cierta gracia. Como la persona que no dejaba de ser.

Como persona. Erguida, sobre los dos pies, colocando uno delante del otro para volver a casa. Aunque lo hiciera cojeando, despacio. Por el sendero que bordeaba la playa, pues la marea estaba alta, la franja de arena era escueta y blanda, y no proporcionaba firmeza. Lentamente, mirando el mar, escuchando el mar, sintiendo en la piel la humedad, y en la boca el sabor salado del olor de la brisa. Animal omnipresente que resoplaba. Dios hechizado en forma líquida. Energía absoluta.

Despacito. Tratando de no pensar en la distancia que quedaba. Sólo en la certeza de que a cada minuto estaba más cerca, pese a la lentitud. O más lejos de lo que dejaba atrás. Como en los viajes por mar. Camino de un exilio desconocido y de duración ignorada. Cualquier cosa mejor que el infierno del que salía. Brasil grande, Brasil pequeño. Del tamaño de la dictadura. Más grande que cualquier dictadura. Superviviente de cualquier dictadura. Menos de la que sobrevivía dentro de él.

Viaje largo, trayectoria extendida. Como la suya, por la que Honório tanto interés tenía. Diferente del plis plas de un vuelo a reacción, de una noche a la siguiente, duermes aquí y te despiertas allá, en otro huso horario, otro clima, otra lengua. Como Jorge, al que metieron en un avión de cualquier manera, medio anestesiado de bebida para no protestar tanto, convencido de que a lo mejor encontraba algún fantasma que le esperara en París, y sólo era el fantasma de la libertad... Como Jorge, que sólo entendió lo ocurrido meses después, cuando Lena llegó y se encontraron para contrastar los distintos aspectos de la historia.

El día del secuestro, después de salir de casa de Lena, Jorge fue a la biblioteca, donde quería verificar unos datos que necesitaba para su tesis. Se pasó allí todo el día. Al salir, vio el ambiente festivo contenido de la ciudad, sin que nadie supiera realmente qué se celebraba, festejando un cambio difuso y provisional. Entró en un bar para unirse a la fiesta. Y como no tenía la menor idea de que rozaba el ojo del huracán, siguió entregado dionisíacamente a la euforia secreta que consolaba los corazones clandestinos. Estaba feliz de haber vuelto, de ver a su pueblo reaccionar, de acompañar de cerca, como espectador privilegiado, el principio del camino de la liberación de su gente. Era sólo un embrión, pero bastaba para ver que podía crecer, hacer que les événements de mai se redujeran a un juego juvenil. Pasó los días siguientes razonablemente entumecido, planeando entre las nubes divinas y maravillosas de la fiesta. Hasta que sucedió. Su sueño más secreto se realizó.

Fue la noche en que el embajador fue liberado. Jorge volvía a casa de los padres de Adriano, ligero y alegre, cuando vio delante de él, de espaldas, caminando deprisa por la acera, la figura amada de Teca. Apretó el paso y la alcanzó. Le puso la mano sobre el hombro, y ella rápidamente se dio la vuelta y le propinó un tortazo que casi le hizo caer. Pero al reconocerlo, exclamó:

—¡Jorge! ¡Qué maravilla!

Y antes de poderse recuperar del susto, ella lo abrazó, hundió el rostro en su pecho y le dijo:

—¡Llévame de aquí! ¡Deprisa! ¡Quiero estar contigo! ¡En este instante!

—Ahora mismo...

No tuvo que pedírselo dos veces. Hacía más de dos años que él esperaba aquello. Pasó la mano sobre los hombros de Teca y, abrazados de manera que apenas podía distinguirse el rostro de ella entre su cabellera y el cuello de la camisa de Jorge, sobre el hombro en el que escondía la cabeza, anduvieron media manzana más y llegaron allí donde él se hospedaba. Los dueños de la casa habían salido. Jorge se llevó a su cuarto a la amada a la que había perdido con tanto dolor y que había reencontrado. Sin preguntas, sin explicaciones, disfrutó con pasión del presente que el destino le entregaba en las manos, aquella Teca de pronto desenvuelta, trémula en su abrazo como un conejito asustado, que repetía a cada momento:

—¡Llévame contigo! No permitas que nadie se me lleve...

—Claro, amor mío, tranquila, no te va a pasar nada, no lo permitiré...

No salieron de la habitación ni para cenar, ni para hablar con nadie de la casa, en un clima de reencuentro desesperado y pasional, irreal. Cuando Jorge se durmió, Teca se levantó, buscó a los padres de Adriano y les pidió ayuda. Estaba saliendo con un periodista y había participado en el secuestro, aunque indirectamente. Al salir de su casa con él, cada uno se fue por un lado, pero la habían seguido, como a todos los demás. No sabía si había conseguido despistar a los perseguidores. Había dejado el coche a unas manzanas de allí y había seguido la huida a pie, entre la multitud de la acera, sin saber adónde ir. Entonces apareció Jorge, la empujó dentro de un ascensor y la salvó. Y descubrió que se encontraba en casa de unos amigos de sus padres...

Tomaron todas las precauciones posibles durante la noche. Avisaron a su padre, buscaron un lugar más seguro donde esconderla y, poco tiempo después, pudo salir del país clandestinamente, dejando atrás a su hijo pequeño y llevándose mucho dolor. Pero, por seguridad general, Jorge no podía saberlo. Querría volver a buscarla, armaría un escándalo. Había que hacer como si nada hubiera ocurrido, había que tratar de convencerlo de que había sido un delirio provocado por la borrachera. Y aguantar su rabia, las escenas de agresión, la seguridad de quien no se deja engañar y de quien todavía tiene las marcas del amor muy nítidas en su cuerpo y en el recuerdo para aceptar otra versión. Y, una vez más, el cariño de los amigos lo salvó, volvieron a meterlo a la fuerza en un avión hacia Francia, contra su voluntad, nuevamente a causa de aquella mujer. Esta vez bajo mucho más misterio, prohibiéndole pronunciar el nombre de ella en público, debido a una mínima parte de lo ocurrido que tuvieron que contarle, a fin de garantizar su seguridad. A los pocos días de desembarcar en París, Jorge supo un poco más. Pero hasta que Lena no llegó, meses después, no conoció los detalles que completarían la historia romántica de su atribulado amor.

Se tarda mucho tiempo en terminar una historia de amor, pensó Lena. ¿Se estaría terminando la suya con Alonso? ¿Acaso la otra estaría entrando en su vida para quedarse, ocupando un espacio que Lena había dejado vacío por no darse cuenta, o por no saber llenar? ¿Acaso se instalaría? Era un riesgo muy presente. Una amenaza permanente cuando uno piensa que puede andar sobre esa cuerda floja de dejar espacios para que el otro pueda volar si no se agarra. Ah, Alonso, Alonso... La idea de perderlo era un agujero negro, un vacío silencioso, un dolor sin tamaño. Creía que no lo soportaría. Necesitaría muchos frentes contra los que luchar. Pero ¿y el amor que ella sentía? ¿Por sí misma y por él? ¿Qué harían de eso? ¿Cómo pensar que pudiera estarse terminando algo tan vivo, que tanto latía? Los sentimientos cambian poco a poco, no mueren de repente de un infarto o un accidente. ¿O pueden morir?

Llegó a casa destrozada, casi arrastrándose. Subió con dificultad los escalones de la terraza y se tumbó en la hamaca colgante.

—¿Y la compra? —preguntó Amália.

—Se me ha olvidado...

Su madre la miró como quien no se lo cree.

—¿Y el periódico? ¿No habías ido a comprarlo?

—Sí...

No tenía ganas de dar explicaciones. No estaba en condiciones de intentarlo. Amália se dio cuenta y no insistió.

—Alonso ha llamado dos veces mientras estabas fuera. Ha pedido que le llames tan pronto llegues.

—Gracias. Ahora lo llamo...

Pero no lo hizo. Necesitaba estar unos momentos más allí tumbada, recuperar fuerzas, aguardar el reflujo, esperar que la bajamar se completara dentro de ella, para poder levantarse entonces y proseguir y crecer en nuevas olas. Vagas olas sin rumbo.

El teléfono volvió a sonar. Era Alonso.

—No lo he cogido antes —le explicó— porque estaba en la ducha. Pero sabía que eras tú.

¿Para qué explicar algo que no era? Aunque en el fondo lo era. Siempre lo estaba llamando. De lejos, sin cable.

—¿Cómo estás?

—El pie está cada vez mejor —respondió, tratando de poner una voz animada—. Hoy he conseguido llegar andando hasta el quiosco. Casi no me duele, y cada vez me canso menos.

—No te preguntaba por el pie, Lena. Preguntaba por ti.

Silencio. ¿Para qué decirle nada? No quería fingir con él. Pero no quería que supiera la verdad. Intentó pensar en algo bastante neutro, pero se acabó enredando, emitiendo unos sonidos que ni ella misma entendió. Y luego articuló:

—¿Y tú?

Después de una pausa casi imperceptible, Alonso respondió:

—Voy tirando. Bien, mucho trabajo —dijo. Y después de otra pausa añadió—: Te echo de menos, pececillo.

—Yo también. Mucho.

—¿Cuándo vuelves?

—Aún no lo sé. ¿Por qué?

Se moría de ganas de oírle decir que volviera pronto, de oírle decir otra vez «pececillo», o cualquier cosa parecida. Pero no hubo nada de eso.

—Por nada, por saberlo. Si estás bien ahí, mejorando, cerca de tu madre, descansando, creo que deberías aprovecharlo bastante y quedarte el máximo tiempo que puedas.

—Sí... Voy a quedarme...

—Eso. Come bien y descansa para ponerte buena pronto...

—Tranquilo, que descanso bastante.

—Cualquier rato de éstos te vuelvo a llamar. Y me vas dando noticias. Cuando decidas volver, avísame...

—Tranquilo, que te avisaré.

—Ah, casi se me olvida. Ayer llamó aquel amigo tuyo, Paulo, y me pidió el teléfono de tu madre. Parece que tiene un trabajo para ti, no sé si te interesará, si puedes hacerlo ahora... Pero, en fin, le di el número.

—¿Un trabajo para mí?

¡Vaya una idea, Paulo! Y justamente él, que conocía más que nadie lo de los bloqueos, las barreras que tenía para llegar a las palabras; él, que conocía la vergüenza, la impotencia, el dolor que esto le causaba...

—Sí, pececillo... —seguía diciendo Alonso—. Parece que hay una galería interesada en organizar una gran retrospectiva de tu amigo Luís Cesário. Y Paulo pensó que a lo mejor podrías ayudar porque conoces bien su obra, sabes dónde están los cuadros más importantes, cuáles son, todas esas cosas...

—Puede... Esperaré a que me llame.

—De acuerdo. Mañana o pasado te vuelvo a llamar, ¿vale? Cuídate, pececillo. Un besazo.

—Chao, un beso.

Se quedó con ganas de suplicar: «No cuelgues, no cuelgues, quédate un poquito más, quiero oír tu voz cálida un poco más, acércate, ven, llévame contigo, se ha acabado el juego, basta, es hora de volver a casa...». Y de sentir su abrazo consolándola, acabando la pesadilla, oír solamente: «Pececillo, ¿qué te pasa? Despierta, sólo ha sido una pesadilla, estoy aquí, contigo, no ha sido nada, no te va a pasar nada, porque yo no lo permitiré...».

Sin embargo, no oyó nada de eso. Sólo el mar y el viento afuera y algún que otro pajarito en los árboles. Y los recuerdos y los espíritus, que no hacen ruido. Luís Cesário, Carlota, Alfredo... Corazones que no aguantaron y se partieron.

Carlota bañada de jazmín y estefanote, en la terraza con antepecho enrejado, diciendo:

—Lo bonito de la vida es la fuerza que tiene, que carga con todos nosotros.

Luís Cesário de noche, hablando en la azotea, para interrumpir de pronto, ordenando:

—Shhh... Parad un momento. Fijaos. ¿Lo notáis? El viento de tierra está empezando a soplar ahora mismo. Es hermoso. Saber que todas las noches hay un momento en que el viento cambia y la brisa del mar se vuelve terral.

Alfredo, siempre que se enteraba de alguien que estaba en apuros:

—Tenemos que hacer algo por él.

Aunque no oyera nada, Lena sentía la caricia del recuerdo de sus amigos. Los tres acudían en su ayuda. Era la llamada de Paulo, de la que había sabido a través de Alfredo. Para organizar la exposición que Carlota tanto quiso hacer en vida y que le había explicado tantas veces cómo pensaba que debía ser. Debía mostrar los cuadros de Luís Cesário, indiscutible hito de la pintura brasileña y, sin embargo, tan marginales en cualquier circuito comercial, desconocidos por el gran público debido a la vida de recogimiento que siempre había llevado, trabajando en casa, vendiendo su trabajo sólo a quienes lo conocían y acudían a buscarlo allí mismo, esquivo ante cualquier difusión o divulgación.

Lena recordaba haber hablado de esto tantas veces; ella y Carlota lo animaban a que hiciera una exposición.

—¿Para qué? No me hace ninguna falta...

—Pero al país sí...

—La gente tiene que conocer tu trabajo, Luís, ya hemos hablado de eso muchas veces.

—Ya habrá tiempo. Aún no ha llegado el momento.

Lena insistía:

—¿Cuándo? ¿A qué estás esperando?

—Cuando tenga tiempo.

—¿Cómo que cuando tengas tiempo? Si todos los cuadros que tienes están terminados. Es más de medio siglo de trabajo sin una sola exposición. Tienes que mostrarlos...

Y él, irreductible:

—Cuando me muera, los exhibís. Ahora tengo poco tiempo. Necesito pintar, no puedo ocuparme de catálogos, de la selección de cuadros, de entrevistas, de fotografías, de inauguraciones, de conversaciones con los marchantes, de cócteles..., ¡oh!, me pongo enfermo sólo de pensar en esas cosas...

—Pero nosotras te ayudaríamos, Luís Cesário —le aseguraba Lena—. Te prometo que no dejaré que te molesten.

—¿De verdad me lo prometes?

—Te lo prometo —respondía Lena, toda animada.

—Entonces déjame pintar. Eso de las exposiciones, los reportajes, las fiestas... es para los jóvenes, que tienen mucho tiempo por delante. Yo no. Necesito todos los minutos que me quedan. Para pintar, y para ver, antes de pintar. Para pensar en la pintura, entender la belleza, vivir. Si no, ¿cómo voy a pintar? —y concluía con un comentario muy propio de él—: La exposición no da pintura al pintor. Cuando llegue el momento, la hacéis vosotras.

Entonces cambiaba de tema y se ponía a hablar de otras cosas. De los árboles, de los pajaritos, de la perrita Fifina, de una tela de araña que había visto por la mañana al ir a buscar agua al manantial del bosque (porque toda su vida, pese a tener agua corriente, le había gustado beber en casa el agua pura y fresca de la fuente). O se ponía a comentar la situación política, a discutir de música o literatura, destilando su humanismo superviviente. Siempre al tanto de la vida cotidiana, con opiniones claras y vehementes.

—Es un absurdo que los periódicos se hayan dejado manipular por esos gorilas y que llamen terrorista a la resistencia. Ni los nazis, ni los fascistas, ni las fuerzas de ocupación tuvieron ese cinismo. Yo soy pacifista, entiendo que a veces una persona pueda tener ganas de condenar una acción armada, nadie en su sano juicio desea algo así... Pero a veces no hay elección. La propia ley recoge el derecho a la legítima defensa, ¡carajo!

Carlota echaba leña al fuego:

—La ley, Luís Cesário... Ésos pisotearon la ley hace mucho tiempo, no hacen mucho caso del derecho...

—Exactamente. Y encima llaman subversivos a los otros. Si ellos son los que lo han subvertido todo, han derribado el orden establecido, han depuesto a un presidente electo, han desobedecido la Constitución, y en su lugar han puesto una colcha de retales, y todavía vienen a decirnos que no admiten la subversión...

—También hay presión del exterior, Luís Cesário. A los estadounidenses les interesa ese tipo de actitud, están exportando esa ideología a toda Latinoamérica, y nosotros estamos en su órbita de influencia. Forma parte del pensamiento militar que enseñan en sus escuelas, la transmiten a los oficiales de aquí que van a estudiar a Estados Unidos y vuelven con esas lecciones. Lo llaman doctrina de seguridad nacional...

Luís Cesário continuaba, cada vez más inflamado:

—Todo eso son tonterías, hija mía. No somos nosotros los que amenazamos la seguridad nacional, sólo hay que pensar un poco y ellos solitos lo adivinan. Y esa historia de seguridad y desarrollo no es sólo cosa de los estadounidenses, no. Nuestros militares tienen la manía de imitar a los extranjeros desde hace mucho tiempo, desde antes de que Estados Unidos creciera, desde que estaba en pañales. Antes fue con Francia, la moda del positivismo. Ahora lo llaman seguridad y desarrollo; son otros nombres para el orden y el progreso que escribieron en la bandera cuando instauraron la república. ¿No era preferible escoger como lema nacional paz y justicia? Cuando un país quiere vivir tranquilo, no quiere saber nada de orden, quiere paz. ¿Y cómo puede haber progreso o desarrollo sin justicia? Sólo en la cabeza de alguien que quiere una dictadura...

—Sí, pero pasa lo mismo en el resto de Latinoamérica, que no tuvo una influencia positivista tan fuerte como nosotros; esa ideología se está inculcando ahora por parte de Estados Unidos...

—El resto de Latinoamérica —interrumpía Luís Cesário— es el resto de Latinoamérica, no es Brasil. Podemos tener muchísimas cosas en común, somos hermanos, sufrimos un montón de cosas juntos, fuimos sangrados de la misma manera por el colonizador, pero tenemos historias diferentes. Sus indios construían ciudades de piedra, tenían calendarios, hacían piezas de orfebrería, tejían lana, tenían escritura y matemáticas. Los nuestros eran nómadas, hacían cestos y arte plumario, no conocían los metales. Eran diferentes. Los españoles tuvieron universidad en Lima desde el siglo XVI, imprimieron libros y, al poco, ya había indios escribiendo epopeyas y editando sus obras a este lado del Atlántico. Diferentes, diferentes...

Lena estaba de acuerdo:

—Eso es verdad. Nosotros tuvimos que esperar al siglo XX para tener la primera universidad.

—Y para la primera editorial brasileña, con Lobato —completaba Carlota.

—Las civilizaciones indígenas —proseguía Luís Cesário— construyeron carreteras. Las ciudades estaban bien comunicadas. Aquí, los portugueses prohibieron que se abrieran carreteras para evitar que el oro se desviara —y luego repetía—: Diferente... Diferente... Muy diferente...

—Pero ahora —argumentaba Lena—, a medida que esos países diferentes avanzan poco a poco hacia una redemocratización, se aprecia una similitud, ¿no te parece, Luís Cesário? Es decir, Chile sigue bajo el peso de esa violencia, Paraguay también, así como varios otros. Pero Argentina, Uruguay, Perú... Igual que nosotros... ¿No te parece que se corresponde con otro momento de la política estadounidense en el continente? ¿No crees que Somoza cayó en Nicaragua y Baby Doc en Haití sólo porque Estados Unidos lo ha querido? ¿Que ahora su estrategia es otra, y siguen tratándonos en bloque, como si fuéramos todos iguales?

—Puede ser, hija. Pero no invalida que seamos muy diferentes. Pensar que no tenemos nada en común es seguir el juego al enemigo, está claro. Pero pensar que somos igualitos, también. Por ejemplo, para volver al principio de la conversación, eso de llamar terrorista a la resistencia. Ha sido cosa de la derecha para confundir a todo el mundo. Aquí era resistencia. En Argentina y Uruguay no era resistencia. Sus formas de lucha armada, las acciones de los montoneros y del ERP, de los tupamaros y de los demás grupos son anteriores al inicio de las dictaduras, y acabaron ayudando a los dictadores a instalarse en el poder. Y en aquella época todavía se podía protestar. Había elecciones, el Congreso estaba abierto, los tribunales también, la Constitución estaba en vigor, la prensa no estaba censurada, las universidades funcionaban con normalidad, la correspondencia no se violaba, los sindicatos podían organizarse, los obreros podían hacer huelga, los partidos podían reunirse y manifestarse, en fin, no se habían agotado las formas pacíficas para reivindicar algo o para intentar cambiar la sociedad. Aquí no, Lena. Cuando tu hermano y sus amigos secuestraron al embajador, ya no quedaba nada de todo eso. Ya se había intentado todo y todo se había impedido. No había otro camino. A no ser caminar hacia el matadero con la cabeza gacha.

Carlota completaba el panorama con un análisis muy femenino, indagando el corazón:

—Otra cosa que me parece importante, Lena, es no olvidar que esos chicos no tenían necesidad de hacerlo; podían haberse limitado a pensar en ellos mismos. Fue un impulso muy desprendido y generoso, como sólo pueden tener las personas de espíritu joven. ¿Qué perdía cada uno de ellos con la dictadura, desde el punto de vista personal? En general, eran de clase media, universitarios, a punto de convertirse en profesionales liberales. Podían haber hecho como tantos otros, pensar sólo en ellos, de manera egoísta, formarse y embarcarse en la seguridad y el desarrollo de ese gran Brasil, y hacerse ricos con la bolsa. Pero prefirieron ponerse de parte de los que estaban siendo olvidados en el reparto del pastel, que no tenían ni las migajas. A mi parecer, eso es muy generoso. ¿Abandonar la comodidad para arriesgar la vida por los demás? No lo hace cualquiera.

Lena se alegraba de saber que pensaban así. Al fin y al cabo, durante el tiempo que duró el exilio, después de haberse marchado del país sin despedirse y tener presente siempre que sus amigos, de edad ya avanzada, podían morir en su ausencia sin que jamás volvieran a reencontrarse, había pensado en hablar con ellos, pues también le preocupaba haberlos comprometido cuando a Marcelo le surgió la necesidad de ocultarse en su casa. Cuando volvió del exilio, en numerosas y repetidas conversaciones sintió la absoluta adhesión de los viejos, y eso sentaba muy bien a su permanente necesidad de hacer balance, analizar, comprender mejor, buscar la verdad.

Esa misma ansia la llevó a preguntarle a Marcelo la primera vez que se encontraron, en el exilio, dos años después del secuestro:

—Oye... Perdona que te pregunte esto, pero hay algo que siempre he querido saber. Si el gobierno no hubiera cedido ni aceptado poner en libertad a los detenidos, ¿habríais liquidado al embajador?

Marcelo se puso muy serio, después la miró fijamente y respondió, pensativo:

—Creo que esa pregunta nos la hicimos todos muchas veces. En voz alta y en silencio, a solas, dentro de la cabeza. Antes, durante y después del secuestro.

Ella insistió:

—¿Y cuál es la respuesta?

—No hay sólo una respuesta, Lena. Hay más de una. La primera es teórica. No era un juego de niños, una broma, era una acción seria. De modo que, en ese caso, debíamos tener determinación. Si el gobierno no cedía, no teníamos elección. Pero también existe la respuesta práctica, concreta, pero verdadera en el fondo de cada uno de nosotros. Creo que todos estábamos seguros de que no había ningún riesgo.

Lena reaccionó con espanto:

—¿Cómo que no había ningún riesgo? Poca gente se arriesgó tanto como vosotros, ¿y vienes a decirme algo así? ¿Ya te has olvidado?

—No. Eso no se olvida. Lo que quiero decir es que teníamos la seguridad de que no había el menor riesgo de tener que ponernos contra la pared y liquidar al hombre. No existía la más remota posibilidad de que la junta militar decidiera no aceptar ni hacer todo lo que le pedíamos para que lo soltaran. Por eso no había riesgo.

—¿Cómo podíais estar tan seguros?

—Si no lo hubiéramos estado, habría sido porque nos habríamos equivocado en todo el análisis de la situación política del país. Y sabíamos que no era así. Sabíamos, sin asomo de duda, que lo que mandaba de verdad eran los intereses estadounidenses, que éstos mantenían a los militares, que el régimen tenía absoluta dependencia de Estados Unidos, que el gobierno haría todo lo que fuera necesario para agradar al patrón.

—Pero ¿y si Estados Unidos hubiera considerado que no convenía ceder?

—Ahí es donde entra la fuerza del factor sorpresa. Era la primera vez que ocurría algo así en el mundo. A nadie se le había pasado por la cabeza, no estaban preparados. No sabían quiénes éramos, no podían arriesgarse a pagar para ver. Y no tenían tiempo para ponerse a analizar todos los desenlaces posibles. Debían reaccionar deprisa, actuar primero y pensar después. Justo como les gusta a los militares. Si no me equivoco, lo dijo el propio Shakespeare en Otelo, el comandante de la guarnición que mató a la pobre Desdémona más por ser un militar adiestrado para actuar sin pensar que por celos. No lo sé, tú entiendes de teatro más que yo...

Lena recuperó el tema de la conversación:

—Bueno, pero siempre podrían haber pensado que era un precio muy alto...

—¿Muy alto? ¿Qué? ¿Quince cucarachas, pobres diablos a cambio de un diplomático estadounidense? Tu ingenuidad me hace gracia, Lena. En aquel momento, incluso quince era barato. Se te olvida que ellos se creen el centro del universo. O se lo creían en ese momento. A nosotros nos cuesta un poco calibrar esas cosas, porque nadie nos respeta en ninguna parte, somos realmente unos mierdas en cualquier parte del mundo, nuestro propio gobierno jamás movería un dedo para defender a un ciudadano brasileño. La vida humana vale muy poco en Brasil: hay niños que se mueren de hambre, pobres que se mueren por enfermedades, peatones que son atropellados, maridos que matan a sus mujeres sin más, peleas que acaban a tiros, a navajazos, a botellazos... En un país donde cualquier coronel tiene guardaespaldas para dar una lección si hace falta, donde las emboscadas son algo normal, donde se contrata a pistoleros para eliminar al adversario, la gente acaba pensando que ser ciudadano no tiene ningún valor. Y, de hecho, un ciudadano brasileño no tiene ninguno. Pero ¿un ciudadano estadounidense? Basta con que detengan a uno en algún lugar del mundo para que hagan desembarcar a los marines... Y en el caso de un embajador, no digamos. Estaba claro que iban a ceder rápidamente. ¿Qué perdían con eso? ¿Que unos cuantos militares sudamericanos se desmoralizaran? Son tantos... Sólo habría que poner a otros en su lugar. Por eso podíamos estar seguros de que no había la menor posibilidad de tener que liquidar a aquel hombre, que, por otra parte, se comportó con absoluta dignidad. No había riesgo. Por lo menos esa vez, que era la primera, y la sorpresa fue absoluta. Después, la cosa podía complicarse. Pero eso ya es otra historia...

Otra historia, otras historias, la misma Historia que fluye sin interrupción, conectando todo lo que ocurre bajo el sol. Estaba en la Biblia, Lena recordaba haberlo leído pese a no estar segura de la palabra exacta. El sol se levanta, el sol se pone, viene una generación y otra se va, pasan los hombres, pero la Tierra permanece. Hemingway ya había escrito un hermoso libro sobre esto. Pero ella miraba a su alrededor y veía las cosas un tanto diferentes. Ahora, esa generación parecía querer acabar con la Tierra. Y, por primera vez en la Historia, podía hacerlo. La amenaza nuclear. La extensión de la devastación ecológica. La inversión económica, que permitía concentrar cada vez más recursos en manos de militares para una carrera armamentística, en detrimento de las fuerzas económicas productivas de una nación, algo que tenía que perjudicar necesariamente el bienestar social. Todo lo contrario de lo que manda la naturaleza, de lo que pide el instinto, de lo que exige la moral. Y todo muy acelerado. En una única generación se estaba acabando con las truchas de los riachuelos donde Hemingway pescaba, con los animales que habían vivido libremente durante milenios en el bosque, con los árboles, las plantas, el propio bosque multisecular por donde había paseado con su abuelo de niña. Tal vez fuera mejor dejar de empeñarse en sobrevivir a esa destrucción. Y limitarse a integrarse en la desaparición integral de la Tierra. Y, hasta que esa consumación se produjera, esperar como un animal, como un lagarto perezoso, que se limitaba a comer, dormir y calentarse al sol.