XIII
ALGUNOS, por parecerle bárbaro el espectáculo,
preferirían (los delicados) morir.
Corren tiempos en que no sirve de nada morir.
Corren tiempos en que la vida es una orden.
La vida sin más, sin mistificación.
CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE
El trenzado del cesto era regular y cerrado, con las fibras pasadas unas sobre otras, formando una trama perpendicular, a la vez que dibujos en zigzag. La sabiduría de los indios, transmitida con el ejemplo a todos los mestizos artesanos que seguían haciendo cestería utilitaria a lo largo de los años. En el fondo, se veía que todo empezaba con un cuadrado plano que iba creciendo hacia fuera y, de repente, cuando alcanzaba el tamaño deseado, se redondeaba en un extremo y empezaba a subir en paredes de paja flexibles y resistentes hasta casi alcanzar el palmo de altura, con un remate que unía la fibra a una circunferencia de tacuara, cosida con imbira[36] fina. Como si fuera el reborde de un colador. De hecho, la tapa del cesto no dejaba de ser un colador y, si Amália quería, hasta podía usarlo en la cocina. Lena ya le había dicho que, para enseñarle a preparar la mermelada de jabuticaba que había aprendido con Carlota, necesitaría un colador, y que los de tacuara eran mejores que los de metal o los de plástico. Porque eran más flexibles y dejaban pasar la pulpa suculenta de la fruta y retenían las pepitas. Pero Amália no pensaba estropear su cesto de la lana para ensuciarlo de azúcar, prefería comprar un colador nuevo en el viejo mercado de la rampa del muelle, en la ciudad vecina. Tenía que acordarse de incluirlo en la lista de la compra más tarde. Cuando comprara las jabuticabas. Ya empezaba a ser la época de esta fruta, e iría a ver si encontraba unas cuantas, no sólo para la mermelada, sino para que Lena las chupara. Era una de las frutas preferidas de su hija, desde niña. Tenía un recuerdo temprano de Lena atiborrándose de aquellas bayas negras y redondas, brillantes como sus ojitos, jugando a decir una frase graciosa, que ella decía ser «mis palabras mágicas»:
—Amigo, la jabuticaba acaba conmigo...
A veces, Amália tenía miedo de que acabara con ella de verdad. Lena se lanzaba sobre esa fruta con tal avidez, chupaba tantas, tragaba tantos huesos y tan rápido que esperaba que su hija tuviera luego un tremendo dolor de barriga. Pero por suerte nunca le pasó. Ni siquiera el día del centenario de su bisabuelo...
—¿Te acuerdas, Lena, del centenario de tu bisabuelo?
—No, ¿qué pasó?
—Tenías unos cinco años, mi abuelo ya había muerto, pero ese día habría cumplido cien años. Entonces mi padre, tu abuelo, decidió organizar una fiesta en su honor, allá en São Marcos, donde nació. Mandó alquilar dos autobuses, y la familia entera fue junta: hijos, nueras, yernos, nietos...
—Me acuerdo muy vagamente... Había un puente móvil, ¿verdad?
Amália se rió:
—Era una barcaza para atravesar el río. Algo precaria, la verdad, pero era lo que había. Y ni nos dábamos cuenta. Imagínate, un viaje que ahora se hace en menos de dos horas en coche, a nosotros nos costó un día y medio, y por la misma carretera.
—¿Un día y medio, mamá? ¿De la ciudad a São Marcos?
—La carretera no estaba asfaltada. Aquello era un atolladero. Los autobuses tenían que ir con cadenas en las ruedas para no derrapar. Teníamos que parar a dormir de camino. Y no había puentes para cruzar los ríos grandes; había que cruzarlos todos con barcaza, y muchas veces había cola.
Lena hizo un esfuerzo por acordarse.
—Creo que se me ha olvidado todo. Me acuerdo de ese puente extraño, en el que iban los autobuses, y nosotros bajamos para ir por fuera. Ahora que dices que era una barcaza ya lo entiendo. Pero en realidad sólo recuerdo que comprendí que era una barcaza cuando íbamos a la plantación de cacao, pero entonces ya era mayor...
—¿De verdad que no te acuerdas de nada? —insistió Amália.
—Hay algo de lo que me acuerdo bien, cuando íbamos en autobús, pero no sé si fue en ese viaje. Me acuerdo de las jabuticabas.
Sonriendo, Amália confirmó el recuerdo con cierta nostalgia.
—Eso precisamente era lo que quería que recordaras. Estaba segura de que no te olvidarías nunca.
—Y no me he olvidado, no. Creo que fue la primera vez que vi jabuticabas. Antes había oído hablar de la fruta, pero nunca la había visto, me acuerdo que tenía curiosidad por saber cómo era. Porque me parecía una palabra muy graciosa, y todo el mundo me decía siempre que tenía ojos de jabuticaba... Entonces el autobús lleno de gente se paró, y el abuelo dijo que era para que todos se bajaran a chupar jabuticabas.
Era un recuerdo divertido. Lena casi volvía a sentir la excitación por la curiosidad de aquella niña; recordaba cómo había saltado del escalón alto del autobús al suelo enfangado. Miró a su alrededor y no vio la fruta por ningún lado, ninguna tienda, ni un cesto, ni una mesa puesta, no entendía dónde iban a chupar jabuticaba en el borde de un camino a la sombra, junto a un montón de árboles altos, alineados a ambos lados hasta donde alcanzaba la vista, algunos de los cuales con largas escaleras apoyadas contra los troncos. Entonces vio que sus tíos y sus primos mayores corrían hacia las escaleras y subían. Y se fijó en que, una vez arriba, se sentaban en las ramas. Pero desde el tronco veía, pegaditas a los tallos, cientos, miles de frutitas, infinitas frutitas negras y brillantes, redondas como canicas, directamente pegadas a la madera, casi sin rabillo. Se quedó parada, mirando, y su padre, con paciencia, se acercó para enseñarle cómo se mordía la fruta: tenía que chupar la pulpa y escupir los huesos y la cáscara...
Y, regresando del recuerdo cálido y perfumado de la infancia, Lena dijo en voz alta:
—Nunca más he vuelto a ver tanta jabuticaba en mi vida. Parecía una cosa mágica, una cueva de Alí Babá vegetal, un tesoro maravilloso. Entonces alguien dijo: «La jabuticaba nunca se acaba...». Y alguien más dijo: «Acaba conmigo, eso sí...». Y todo aquello era fantástico, como si fuera una historia, un cuento de hadas, con aquellas palabras encantadas que corrían por dentro, y aquel sabor tan bueno, aquel hartazgo, aquella visión desde lo alto del árbol, con papá, aquel miedo a caerme, aquella sorpresa de ver a todos encaramados a las ramas, hasta el abuelo, y muchas risas, mucha alegría... Qué gracia, hasta hoy no me había dado cuenta de que era un recuerdo. A veces me viene a la cabeza y creo que lo he soñado, o que me lo he imaginado... No estaba segura de que fuera algo que pasó de verdad.
Esta vez, Amália soltó una carcajada de buena gana:
—Nada de eso. Tu abuelo alquiló los árboles durante una hora. En São Marcos había encontrado al dueño de la hacienda que tenía aquella plantación. Le propuso alquilar los árboles, y el hombre aceptó, así que lo dejó todo listo, preparado, a la espera; reunió todas las escaleras de la vecindad, las concentró todas allí, a disposición de toda la familia. La verdad es que fue una idea magnífica, una fiesta inolvidable.
Quedaron en silencio unos instantes, después Lena comentó:
—Qué gracia, es la segunda vez que me acuerdo del abuelo hoy. Siempre es un recuerdo muy vivo. Creo que me dio y me enseñó muchas cosas, nunca lo olvido.
Amália se sintió feliz por el recuerdo de su padre, pero no estaba dispuesta a dejarse llevar por la emoción. Decidió cambiar de tema:
—¿Quieres que yo te enseñe algo también? Ven, mira.
Levantó la tapa del cesto indio redondo que había sobre la mesita, junto al sillón de mimbre. Dentro había una gran variedad de ovillos de lana de colores, bolas grandes y pequeñas, de colores mezclados, colores brillantes y tonos pastel.
—Estoy haciendo una colcha de ganchillo. ¿Quieres aprender?
—Pero ¿el punto es sencillo?
—Es el más sencillo de todos, Lena. El punto básico de ganchillo. Yo te enseño cómo se unen las hebras para formar esos cuadritos.
No tenía escapatoria. Lena detestaba que su madre le enseñara cualquier labor manual. Amália era la persona que menos paciencia tenía para ese tipo de cosas. Al menos de eso estaba segura. Su madre se exasperaba por cualquier cosa, se quejaba de que su hija no tenía gracia para nada y siempre acababan enfadándose. Siempre que podía, Lena procuraba evitar esa clase de situación. Pero ahora ya no podría, tendría que intentarlo. Amália estaba tan feliz con las reminiscencias de su padre y del paseo que era una pena interrumpir aquel clima afectivo. Lena hizo un esfuerzo.
—Déjame ver.
Amália le enseñó cómo el gancho de la varilla orientaba la lana, hacía una lazada, formaba un dibujo y generaba otro igual... Lena dio un suspiro de alivio. Era realmente un punto básico que, además, ya conocía, así que no haría falta aprender gran cosa; bastaba ver cómo se cogía el punto para girar el ángulo. Hacía mucho tiempo que no hacía ganchillo, pero sabía que esas cosas son como nadar o ir en bicicleta: una vez que se ha aprendido, nunca más se olvida, se convierte en un acto reflejo, y sólo hay que esperar un poco para volver a acostumbrarse.
—¿Has visto? Es muy fácil. Prueba tú... —insistió Amália, y le entregó a ella el ganchillo y la lana.
Lena lo cogió con tanta torpeza que el último punto casi se deshizo. Amália pensó que siempre pasaba lo mismo. ¿Cómo era posible que una hija suya fuera tan descuidada, tan torpe? Ni imitándola conseguiría coger algo con tanta ineptitud... No le extrañaba que metiera la pata en todo, si no era capaz de hacer algo tan elemental como coger bien la aguja sin que se le escapara... Había veces en que Amália pensaba que no era posible, que Lena lo hacía a propósito para que nadie le pidiera que hiciera nada, por pura pereza. En el fondo, eso le causaba un enorme disgusto; que su hija fuera tan incapaz, tan inepta para las cosas domésticas, tan inútil. Y encima, no aceptaba críticas y además se enfadaba y se ponía de mal humor, dando respuestas ariscas. O bien se le humedecían los ojos, le temblaban los labios y, si se le decía algo más, era capaz de echarse a llorar.
—¿Has visto? Lo he acertado a la primera... Todavía me acuerdo del punto. Qué gracia, sólo hay que empezar, y la mano va sola... —dijo Lena, toda orgullosa.
«Va torciendo la línea», pensó Amália. Pero no tenía valor de decirlo en voz alta, de modo que se contuvo y sólo dijo:
—Intenta coger la aguja con otro ángulo. Y pinzar la lana con otro dedo. Déjame que te lo enseñe... Así, mira. ¿Ves? Ya queda de otra manera, bien acabado, y no ese punto suelto que estabas haciendo.
Lena suspiró. Amália se dio cuenta, y se preguntó si un suspiro suyo en ese momento no sería la insolencia y el descaro con que solía reaccionar su hija ante cualquier opinión. Pero le había parecido involuntario. Volvió a mirar las manos de Lena, sosteniendo la lana y el ganchillo de una forma tan torpe que causaba desazón sólo con verlo.
—¡No, no, así no, hija mía! De esa forma apretarás demasiado el punto y quedará todo estirado... ¡Es que no puede ser...! Una chica inteligente, que habla varios idiomas, que estudió en la universidad, que sabe tanto..., que no pueda aprender a hacer ganchillo, algo tan fácil que cualquier analfabeta sabe hacer sin mirar...
Lena saltó.
—Pues no, no puedo, mamá. Nunca he podido, ¡y me moriré sin poder hacerlo! Hay un montón de cosas que los analfabetos hacen mejor que yo, y no es nada de lo que avergonzarse... Todo el mundo hace unas cosas mejor que otras. Y ahora ya sé por qué no lo hago, porque he sido toda mi vida una persona torpe e inepta... Pero ahora ya sé por qué. Y tengo un certificado médico para no asistir a la clase de trabajos manuales, si quiero. Porque tengo un foco de disritmia cerebral que afecta a mi coordinación motora, ¿vale? Y últimamente me está afectando mucho, estoy mal...
Amália se llevó un susto. No quería que eso ocurriera. Lena era siempre tan imprevisible... Ya estaba llorando otra vez; se había puesto de pie después de soltar el ganchillo.
—¡Déjame hacer las cosas a mi manera, mamá! Por gusto, ¿lo entiendes? No quiero hacer nada como castigo o por obligación o para ser perfecta...
—Pero no es eso, hija mía, no hace falta que...
—Es más: no quiero sentirme nunca más culpable por no poder hacerlo todo bien. ¡No puedo y punto! Nadie puede. ¿Por qué tengo que acertar y ser perfecta en cosas que no se me dan bien? Tú misma lo has dicho, he estudiado, sé otras cosas. Y con esas cosas gano dinero. Y puedo comprar todas las colchas de croché que quiera, ¿me oyes?
Amália pensó que era mejor callarse y no hablar del placer que se siente al hacer las cosas con las propias manos, en el valor de un objeto único. Lena estaba realmente intratable, así que era mejor no insistir. Pero incluso a pesar de tener todo el cuidado, ya no había vuelta atrás. Y Lena ya se dirigía, pese a la cojera, hacia la puerta de su cuarto y terminaba su discurso:
—¡Ya está bien, mamá, por favor! Ya estoy cansada de todo eso. No tiene nada que ver contigo, entiéndelo, pero ya no aguanto más. Déjame un poco en paz, por favor.
Y cerró la puerta, llorando a lágrima viva. Al otro lado, Amália se quedó algo impávida. Si Lena todavía fuera una niña, se habría llevado unos azotes o la habría castigado. Para aprender. Pero, por lo visto, había crecido sin aprender nada. Se ponía furiosa, fuera de sí, cuando Lena hacía esas cosas. Le entraban ganas de cogerla por los hombros y sacudirla hasta que se le pasara la rabia. Parecía una maldición del destino, tener que soportar esas cosas de un hijo incluso de vieja; no se libraba nunca.
En el dormitorio, entre sollozos sobre la almohada, los pensamientos de Lena corrían paralelos al principio. ¿Es que nunca se libraría de esa presión de tener que ser lo que no era? ¿Por qué tenía que librar una batalla cada vez para defenderse por no ser un ama de casa esmerada y perfecta como sus hermanas o su cuñada? ¿Tendría que pasarse toda su vida, hasta que una de las dos se muriera, teniendo que ponerse a prueba en exámenes domésticos y de buen comportamiento para ser digna y merecer la aprobación y el amor de Amália? ¿No podía su madre aceptarla tal como era?
Después, como siempre le ocurría en esos momentos de su vida, los sollozos se fueron calmando, a la vez que daban paso a reflexiones más racionales. También tenía que aceptar a Amália tal como era. Su madre no cambiaría nunca en ese aspecto, ya había cambiado mucho, había crecido por la vida que le había tocado. Pretender que su madre fuera paciente con esas pequeñas cosas era demasiado pedir. Había agotado toda su paciencia en las grandes, si es que el estoicismo espartano puede considerarse una forma de paciencia. Pero Lena sabía que era ella, la hija, quien tenía que ceder. Ella, la hija, era la que había analizado las circunstancias, era más consciente de esas veredas emocionales intrincadas. Se levantaría, saldría de su habitación y le pediría perdón.
¿Perdón? La palabra volvió a encender la chispa de su enfado. Pero si no tenía la culpa de nada... Cuando el arcaico mecanismo familiar ponía el engranaje en acción siempre conseguía hacerle sentir culpable de esa manera, por más que racionalmente supiera que no lo era. Una de las cosas más tiernas y que más agradecía de su relación con Alonso era la seguridad de que no necesitaba sentirse culpable, así como la implacable lucidez de éste para detectar cualquier indicio de esa manía de autoincriminación con la que ella cargaba desde la infancia. Eso la estaba ayudando mucho a liberarse poco a poco de ese sentimiento de condena que marcaba su relación filial.
Tumbada como estaba en la cama, se giró boca arriba y se puso a contar las tablas del revestimiento del techo, como había hecho tantas veces de niña. El ritmo de la respiración se normalizó y decidió levantarse. Bastaba con tener lucidez dentro de sí, no necesitaba demostrar nada a los demás, no tenía que convencer a su madre de nada, entrar en juegos ajenos. Sabía que no se la culpaba por no ser una mujer tradicional. Tampoco podía sentirse culpable ahora por reaccionar y defender su territorio, como un animal invadido. Ni podía llevar la enfermedad hasta el extremo de sentirse culpable por sentirse culpable. Pedir disculpas no significaba necesariamente reconocer la culpa. En un diálogo entre madre e hija, sólo era una fórmula ritual, una frase hecha para pasar página, para indicar que pensaba que valía la pena tener una buena convivencia. Hacer las paces. Nos «ajuntamos», como decía de niña.
Salió de la habitación, abrazó a Amália y dijo:
—Perdona, mamá, me he exaltado sin ton ni son.
Amália se dejó abrazar, rígida, pero sin evitarla, lo que en ella era señal de asentimiento. Siempre le había costado mucho expresar físicamente cualquier forma de cariño, sobre todo con sus hijas. Una vez, cuando Lena era casi adolescente y llegó de la calle atolondrada, feliz, y empezó a darle besos por la cara y cerca de la oreja, se quejó con vehemencia de que le había hecho pitar el oído y le había lamido el rostro. A la niña le dolió la reprobación y se retrajo; durante mucho tiempo no besó más a su madre, esperando que lo echara de menos y se lo pidiera. Pero como esto nunca ocurrió, seis o siete años después, Lena decidió dejar atrás el incidente. Pero siempre iba con cuidado de no dar besos sonoros ni mojados. Por eso sabía que su madre no le devolvería el gesto de cariño. Pero el hecho de no rehuir el abrazo ya daba a entender que Amália también estaba dispuesta a echar pelillos a la mar sobre la escena reciente.
Aparte de ese signo mudo, su madre le dijo:
—No lo decía con mala intención, hija mía. Sólo pensaba en tu bien. Hacer cosas con las manos es muy bueno, te distrae de las ideas, ocupa la cabeza, te impide pensar en tonterías...
—Tienes toda la razón —concedió Lena.
Entre las dos se hizo un silencio algo incómodo. Lena decidió proponer otra clase de labor manual.
—Creo que voy a dibujar un rato...
Amália aprobó la iniciativa casi con entusiasmo.
—Eso mismo, hija. ¡Una idea excelente! Siempre has hecho dibujos muy bonitos... Podrías dibujar unos barcos otra vez, como aquellos que le regalaste a Luís Cesário, ¿te acuerdas?
—Sí que me acuerdo, sí. Pero me apetece dibujar otra cosa, por dibujar, sin comprometerme... Unas botellas, un jarrón, no sé, unas formas más geométricas, hacer un estudio de luz y sombra, algo simple.
—Ah, como ese dibujo que él te regaló.
—¿Cuál? ¿Un dibujo de Luís Cesário? Te estarás confundiendo... Él no dibujaba, mamá, sólo hacía estudios para los cuadros, era sólo pintor.
—Pero una vez —insistió Amália— te dio una hoja muy grande, ¿cómo te puedes haber olvidado? —y añadió—: Debes de haberte olvidado porque nunca te lo llevaste a casa. El dibujo se quedó conmigo, en alguna parte, no sé dónde lo puse cuando desmonté el apartamento de la ciudad. Debí de traerlo a esta casa, pero no sé dónde está...
—¿Estás segura? Porque a mí no me suena nada. ¿Por qué no me lo llevé a casa? ¿Cuándo fue eso?
La respuesta lo explicó todo, en una única frase:
—Fue el dibujo que te dio el día antes de que te detuvieran.
—Ah, claro... Tienes razón. Se me había olvidado.
Y ahora lo recordaba. Mientras iba a buscar papel y lápiz, removiendo en los cajones del escritorio que fuera de su abuelo, Lena pensaba en la coincidencia de que, una vez más ese mismo día, recordara los hechos de aquella semana. Como si tuviera que revivirlo todo de una sola vez desde el recuerdo.
Tres días después del secuestro del embajador estadounidense, los manifiestos de los secuestradores ya se habían divulgado, los prisioneros cuyos nombres constaban en la lista ya habían sido liberados y exiliados a México, desde donde ya se habían enviado a Brasil las fotos de su llegada. Entonces, al final de una tarde de invierno, en que oscurecía temprano, el diplomático fue liberado en una plaza de la Zona Norte, cogió un taxi y llegó sano y salvo a la embajada. Tan pronto la radio y la televisión divulgaron la noticia, se reinstauró la censura.
Poco después, el teléfono sonó en casa de Lena. Era la voz querida de Luís Cesário, que enseguida anunció, un tanto lacónico:
—Te llamo para decirte que el dibujo que te prometí ya está listo. Es magnífico, tal como tú querías, modestia aparte.
Ella no le había pedido ningún dibujo, él no le había prometido nada, no tenía la menor idea de qué podía ser ese dibujo. Pero por precaución le dio las gracias y esperó. Su amigo prosiguió:
—Tienes que venir a buscarlo enseguida, porque es un papel muy grande y se puede arrugar... Estamos en casa, ven si quieres...
—De acuerdo, iré ahora mismo.
Y el viejo todavía añadió:
—Pero no te preocupes por el tamaño. No está enmarcado. Si lo enrollas, es fácil de transportar. Ya sé que estás sin coche, pero te lo podrás llevar igualmente. Me muero por enseñártelo, no tardes.
Lena colgó el teléfono y le dijo a Arnaldo:
—Era Luís Cesário. Quiere que vaya ahora a su casa a recoger un dibujo que me prometió. Es urgente.
—¿Ahora? ¿No puedes dejarlo para otro día?
—Estaba muy impaciente...
—Pero no tiene sentido, Lena. En un día como hoy, con la policía alterada, repartiendo porrazos a diestro y siniestro... Salir de casa en un momento así, a pie, para ir hasta el quinto pino a recoger un dibujo es una locura.
Lena hizo una pausa, lo miró fijamente y le dijo:
—Arnaldo, Luís Cesário nunca me había prometido ningún dibujo. Y sabe perfectamente que estoy sin coche.
—¿Y qué? Una razón más para no ir.
—Pero creo que debería ir —insistió ella—. Precisamente por eso. Creo que lo del dibujo es sólo un pretexto que ha usado por si el teléfono está intervenido. En realidad es otra cosa, y es urgente.
—¿Como qué? —preguntó Arnaldo, algo más atento.
—¿Te acuerdas de aquella llave que nos dio de su casa? Pues se la di a Marcelo, y le dije que sólo la usara en caso de desesperación, si todo salía mal. Y él todavía tiene mi coche.
Arnaldo se levantó de un salto.
—¡La puta que lo parió! Vamos entonces, antes de que descubran el coche allí.
—Vamos no. Voy sola.
—De ninguna manera. ¿Y si pasa algo?
—Si pasa algo y estamos juntos, nos pasará a los dos. Y pasará mucho tiempo hasta que alguien se entere. Es mejor que vaya sola y que tú te quedes aquí, preparado para dar a conocer lo que ha pasado.
Saltaba a la vista que a Arnaldo no le gustó nada la propuesta.
—No sé... —dijo—. ¿Y por qué no lo hacemos al revés? Voy yo, y tú te quedas aquí para dar la voz de alarma si no vuelvo.
—Sería una posibilidad. Pero creo que es mejor que vaya yo. Yo soy su hermana, el coche está a mi nombre, Luís Cesário me ha llamado a mí. En fin, me parece más fácil explicar mi participación en eso alegando que es lo normal.
Arnaldo acabó aceptando la propuesta a regañadientes, si bien con restricciones.
—Vale. Pero lo haremos así: yo te llevaré hasta la casa de Luís Cesário y te esperaré por allí cerca, en algún sitio que acordemos. Si no llegas en un rato, será señal de que ha pasado algo.
Decidido el plan, salieron. A dos o tres manzanas de distancia de la casa de Luís Cesário, mientras hacían un reconocimiento del terreno, vieron el coche de Lena aparcado en una calle lateral. Aparte de aquello, todo parecía tranquilo. Se separaron, según lo acordado. En casa de su amigo, Lena encontró a su hermano, como había adivinado. Y todo fue muy deprisa, no podía perder ni un segundo. Enseguida le dijo que ya sabía que había participado en el secuestro y que sus padres también.
—Claro, habría convenido que no supieras dónde estoy. Pero el plan de seguridad de la organización ha hecho aguas y ya no es de fiar, así que se me ocurrió usar tu salida de emergencia. Y tenemos que sacar el coche de aquí cuanto antes. Si no, es un peligro.
—¿Usaste mi coche?
—¿Para la acción? No, tranquila. Pero un compañero que estaba fuera salió con el coche y pasó por delante de la casa donde estábamos y que la policía vigilaba. Podrían haber anotado la matrícula, y eso daría problemas —explicó, y luego miró a Lena y le dijo con cariño—: Le estoy pidiendo a tu ángel de la guarda que mire por ti, como diría papá. Si pasa algo, no te pongas nerviosa, Lena. Di la verdad hasta donde no comprometa a nadie. Sólo quiero que se me avise inmediatamente. Que me des cuarenta y ocho horas para poder intentar otra salida. Después, puedes contarlo todo, porque estaré lejos.
Lena tragó en seco y preguntó:
—¿Y los dueños de la casa?
—En ese caso, prepararía una huida como si los hubiera obligado a acogerme, tranquila. No les pasará nada. Y a nosotros tampoco. Nadie sabe que estoy aquí, no hay la menor posibilidad de que sospechen. He llegado hace poco más de una hora, tú vas a llevarte el coche ahora y no quedará rastro de nada. Mantén la calma. Eso es lo fundamental.
Ella lo abrazó con ganas de llorar:
—Ve con Dios. Y que sepas que estoy muy orgullosa de ti.
—Una última cosa. ¿Cómo ha reaccionado la gente en la calle? ¿Ha sido una alegría de verdad, como me han contado?
—Por lo que he visto, una fiesta secreta.
—Me alegro. Chao. Cuando pueda, me pondré en contacto contigo. Diles a los viejos que estoy bien, y mientras no tengáis noticias de mí, buena señal.
Al salir, Lena abrazó a Luís Cesário y a Carlota con lágrimas en los ojos.
—Me siento feliz y orgulloso de poderte ayudar, Lena —le dijo aquél—. Te agradezco mucho, querida mía, que nos hayas brindado la oportunidad de hacer algo por la libertad del país a estas alturas de la vida, con la edad que tenemos...
—No digas eso, hombre. Yo sí que no tengo cómo agradecerte lo que has hecho...
—Tu hermano es un hombre honesto. Cuando ha llegado, se ha presentado y nos ha contado la verdad. No ha ocultado el riesgo que corría, no ha mentido y ha dejado que decidiéramos libremente si queríamos que se quedara. Puede quedarse el tiempo que haga falta. Y saldrá de aquí sólo cuando él quiera. Mientras estemos vivos, no dejaremos que nadie se lo lleve, puedes estar tranquila.
De eso estaba segura. Y esa seguridad sólo la inquietaba más. Pero no podía demorarse, tenía que marcharse enseguida, llevarse el coche lejos de aquella parte de la ciudad, encontrarse con Arnaldo a la hora convenida. Le dio un beso a Carlota y salió. Pero Luís Cesário volvió a llamarla.
—El dibujo...
—¿Qué dibujo?
—Este papel de aquí. ¿No habías venido a buscar un dibujo? No puedes volver sin él.
El rollo de papel fue a parar al asiento de atrás del coche. Apenas si se acordó de sacarlo de allí cuando llegó a casa de sus padres, poco después, para darles noticias, después de pasar algunos controles policiales, pensando cada vez que no los pasaría. Y se olvidó por completo de recuperar algún día los esbozos del viejo Luís Cesário, que su madre había guardado con cariño sobre un armario. Olvidó incluso que éstos existían. Pero no era grave. Otras cosas ocuparon sus pensamientos durante las horas, durante los días siguientes.
Aquella noche durmió mal; tuvo un sueño ligero y agitado, entrecortado por las pesadillas y el miedo. Al día siguiente, mientras freía un bistec para comer, fue detenida.
Tuvo la suerte de no ser torturada pese a las amenazas constantes para intimidarla. Para no dispersar las ideas ni dejar correr la imaginación con posibles escenas de horror, repetía mentalmente textos que sabía de memoria. Como palabras mágicas. Sobre todo, oraciones y poemas. Uno de ellos en concreto le dio una fuerza inesperada. En el momento en que la metían en el vehículo de la policía, delante de su casa, se fijó en un hombre que venía andando por la acera. Era su más amado poeta, cuyas palabras tantas veces la habían socorrido y alimentado. Vio la escena desde fuera, como una espectadora: ella detenida, él pasando junto al coche sin saber nada. Se acordó de una parte de un poema suyo:
Atado a mi clase y a algunas prendas,
voy de blanco por la calle gris.
Melancolías, mercaderías, me acechan.
¿Debo seguir hasta sentir náuseas?
¿Puedo sublevarme sin armas?
Se dio cuenta de que en esos pocos segundos que había durado el paso del poeta, ella había pensado en algo ajeno a su miedo, y que eso le había sentado bien momentáneamente. Vio que el poeta se alejaba, ya había pasado. Nuevos versos le vinieron a la mente.
El primer amor pasó,
el segundo amor pasó,
el tercer amor pasó,
pero el corazón sigue.
Y no dejó de repetir: «Pero el corazón sigue, pero el corazón sigue, pero el corazón sigue». Lo mismo. Cor, cordis, latín, tercera declinación. Cordial, cordialidad. Saber de cor. Acordar, concordar, recordar. Corazón, coraje. El corazón sigue, la vida sigue. La prisión podía parecer el fin del mundo, pero no lo era. El corazón sigue. En él habitaban Marcelo, Luís Cesário, Carlota, que necesitaban que ella mantuviera la calma y tuviera coraje, valor. Debía pensar en eso. En el poema. Tratar de acordarse del resto. De otros poemas. De otros poetas. Todos tenían tantas cosas que decirle en ese momento. Tenía que oírlos.
Y así se la llevaron. Mientras esperaba en una sala su turno para ser interrogada, vio cómo metían para dentro a un chico al que conocía de vista, de la playa. Estaba muy maltrecho. Dos hombres lo empujaron con fuerza, a través de la puerta. Cayó al suelo, se llevó una patada, y un tercer hombre le esposó las muñecas a la pata del banco en el que Lena estaba sentada. Ella y otro joven que aguardaba en la misma sala se agacharon hacia el herido. Él logró balbucear su nombre y el lugar donde trabajaba, una revista semanal. El otro chico dijo:
—Están deteniendo a todos los periodistas. Dicen que uno de los secuestradores es periodista, que el manifiesto se escribió usando una forma de abreviar las palabras que sólo usamos nosotros. Y parece que ya saben que fue con una máquina de escribir portátil, de un tipo que trabaja en un periódico y que ya había escrito un montón de artículos en casa con ella. Están buscando al tipo, y también buscan la máquina...
—¡Callad la boca! ¿Qué os habéis creído, que esto es una sala de espera? —interrumpió la voz de un guarda que abrió la puerta de repente—. ¿Tenéis ganas de hablar? Pues vais a tener que hablar mucho... Tú, muchacha, ahora te toca a ti.
Y Lena entró. Cinco hombres se turnaron para interrogarla, unos más duros y amenazadores que otros. Pero no la tocaron. Querían información sobre el coche. Ella confirmó que se lo había prestado a su hermano. Pero no sabía para qué lo quería. Supuso que sería para salir con alguna chica, pero él no le dijo nada, y ella no le preguntó. La habían educado así: una hermana no pregunta a su hermano adónde va y qué piensa hacer. Los hombres lo entendieron bien. Después preguntaron si sabía dónde estaba el coche. Ella dijo que sí. Y se asustó. Porque todos interrumpieron lo que estaban haciendo y se concentraron a su alrededor para escuchar la gran revelación. Su expectativa era tan manifiesta que Lena incluso temió el anticlímax que iba a causar su respuesta: «Está aparcado delante de mi casa. ¿No lo han visto al venir a detenerme?». Cuando uno de ello explicó que era otro grupo, Lena reparó en la inversión lingüística que acababa de producirse: ella los estaba interrogando a ellos. Había hecho una pregunta, y los interrogadores la habían respondido. La confusión era absoluta. Dieron la orden de que alguien fuera a comprobarlo. Se preparó para esperar unas horas hasta que alguien fuera hasta allí para verlo y regresara con la información. Pensó que incluso era algo bueno, porque tenía que ganar tiempo para darle a Marcelo aquellas cuarenta y ocho horas que necesitaba. Pero no tardaron nada. A los pocos minutos llegó la respuesta: así era, el coche estaba allí, justo delante, en la parte derecha de la calle. Dada tal presteza, Lena supo que su casa estaba vigilada. Y se preparó para lo peor: ahora tendría que explicar cómo había ido a parar allí el Escarabajo. Pero nadie se lo preguntó. Interrumpieron el interrogatorio y volvieron a llevarla a la otra sala, que esta vez estaba vacía. Esperó unas horas más. Volvieron a buscarla. Leyeron su declaración y le pidieron que la firmara. Entrada la noche, la enviaron de vuelta a casa. Una vez allí, llamó a su madre, se tomó una pastilla y se fue a dormir, exhausta, esperando que, al día siguiente, se dieran cuenta de la omisión cometida en el interrogatorio y vinieran a buscarla otra vez.
Tan pronto se despertó (antes de lo que le habría gustado), se encontró a Arnaldo y su abogado hablando en el salón. Estaban haciendo un balance de la situación. También habían invadido la casa de sus padres el día antes. Lo habían registrado todo, y habían detenido a su padre, pero no habían tocado a Amália ni a ninguno de sus hermanos pequeños. También habían detenido e interrogado a Fernando en la ciudad donde vivía, pero ya lo habían puesto en libertad. Habían buscado a Teresa en su casa pero no estaba. Puesto que estaba avisada, había dormido fuera. Habían soltado a Alberto la misma noche, bastante tarde. Pero por la mañana lo habían vuelto a detener, temprano. Otro grupo. El edificio donde vivía Lena estaba ostensiblemente vigilado. Todo indicaba que volverían a detenerla. A no ser...
—¿A no ser qué? —quiso saber ella.
—A no ser que te hayan soltado a propósito, como cebo...
—¿Qué quieres decir?
El abogado se explicó:
—Lena, ellos saben que Marcelo tenía el coche todo ese tiempo. Y, de repente, resulta que lo tienes tú. Por lo tanto, han deducido que estás en contacto con él. O sabes cómo ponerte en contacto con él. De modo que mantienen detenido a Alberto para impedir cualquier comunicación de Marcelo con su padre. Y te sueltan a ti, en una zona limitada. De manera que acabes facilitándoles la búsqueda, dándoles alguna pista, y acaben dando con Marcelo.
—¿No te parece una hipótesis fantasiosa?
—No, no me lo parece. Estoy convencido de que es probablemente lo que está pasando. La acción ha tenido abundantes fallos de seguridad. A estas alturas ya saben quién ha participado en ella, dónde estuvo retenido el embajador, qué coches usaron, en qué máquina de escribir se redactó el manifiesto, todo. Ya han invadido la casa y tienen un buen acopio de huellas digitales. Sólo les falta encontrar a las personas, es una cuestión de tiempo. A algunos, conseguirán encontrarlos. Otros, parecerá que se hayan evaporado. Y tú puedes llevarlos hasta Marcelo, de esto están seguros. Ahora es sólo una cuestión de paciencia.
—¿Estás seguro?
—Nadie puede estar seguro de algo así, Lena. Si vienen a detenerte otra vez, enseguida, es porque han optado por la solución bestia y bruta de inflarte a palizas para hacerte hablar. Pero a estas alturas, cuando ya hace veinticuatro horas que te retuvieron, ya ha habido tiempo para avisar a Marcelo y organizar un plan para salir de donde esté, si hace falta. Desde el punto de vista de la represión, es más inteligente que te dejen libre, que creas que ya ha pasado todo. Te darán cuerda hasta que bajes la guardia y los lleves hasta tu hermano.
—¿Y qué hago?
—Haz como si no te hubieras dado cuenta. Lleva una vida absolutamente normal. Ve a trabajar a la hora habitual, tómate los días libres que siempre te has tomado, ve al cine con tu marido, visita a la familia, todo como siempre. Pero refuerza la vigilancia para detectar quién te está vigilando en cada sitio...
Lena trató de hacer una broma, y no sabía hasta qué punto ésta se acercaba a la verdad, al rumbo que tomaría su vida las semanas siguientes.
—¿Quieres decir que tengo que volverme una paranoica profesional? ¿Que voy a empezar a ver a gente que me sigue por todas partes?
—Nosotros te ayudaremos, Lena... No estás sola —la consoló Arnaldo.
—Y desde tu punto de vista, esa hipótesis es bastante mejor que la solución bestia y bruta, no lo olvides. Aunque sea la más peligrosa.
—Tampoco es así, no exageres... —protestó Arnaldo.
El abogado fue incisivo:
—No estoy exagerando, estoy advirtiendo. A lo largo de mi vida profesional, he visto a gente con una determinación fantástica, capaz de resistir heroicamente a las peores torturas sin revelar un secreto. Pero muy poca gente resiste una vigilancia estricta sin delatarse, sin relajarse un instante. Y tendrás que estar atenta las veinticuatro horas, no sabemos durante cuánto tiempo. Ten cuidado con el teléfono, con los conocidos a los que saludes por la calle, con una sonrisa demasiado cálida. Y tú también, Arnaldo, por supuesto. Es como si tuvierais un virus mortal que no os afecta, pero es altamente contagioso y puede propagarse a través de cualquier persona que se cruce en vuestro camino.
Lena sintió un escalofrío.
—¡Qué horror! Me siento como una apestada...
—Una bomba de relojería... —dijo Arnaldo.
—Exactamente. Una bomba cargada, que puede explotar en cualquier momento, pero nadie sabe cuándo.
—Necesito tiempo para acostumbrarme a la idea —pidió Lena, pensativa.
Acariciándole la mano con cariño, el abogado le dijo:
—De acuerdo, mientras ese tiempo sea rápido. Quédate sola unos minutos, tómate un baño, arréglate y vuelve a salir. Ya faltaste al trabajo ayer, no puedes llegar tarde hoy. Y tienes que recuperar el trabajo atrasado. Con cuidado. Recuerda que todo el mundo en el periódico sabe que eres hermana de un secuestrador, todo el mundo querrá hablar contigo de eso, pero tendrás que atajarlo por la seguridad general. Pero pocos saben que ayer te detuvieron, o puede incluso que nadie lo sepa.
Pese a lo que opinaba su abogado, tan pronto Lena llegó a la redacción, un compañero se le acercó y le dijo:
—Qué gusto da verte por aquí... No pensaba que fueran a soltarte tan pronto...
—¿De qué estás hablando? —respondió ella, sorprendida.
El otro sacó la cartera y le mostró algo.
—Mira. Soy redactor de la revista de la policía en mi tiempo libre. Sé que ayer te detuvieron por lo del coche de tu hermano.
Lena fue firme.
—Perdona, pero no quiero hablar de eso. Tengo que trabajar.
Fue hasta su mesa, abrió el cajón y removió unos papeles. Otro compañero se le acercó en actitud algo sigilosa. Ella no lo conocía más que superficialmente, no tenía ningún trato íntimo con él. Fue solícito:
—Cuidado con ese tipo que hablaba contigo. Sospechamos que es informante de la policía. ¿Qué quería?
De repente, Lena intuyó algo extraño. Se dio cuenta del nuevo clima en el que estaba condenada a moverse. De modo que se limitó a responder:
—Por favor, tengo trabajo.
—¿Qué era esa cartera que te ha enseñado? —insistió el otro—. Ojo avizor con él, Lena. Si necesitas algo, puedes contar conmigo, estoy aquí para ayudar.
—Muchas gracias.
—Sé que estás pasando momentos muy difíciles, pero quería que supieras que soy tu amigo y que estoy de tu parte. ¿Necesitas algo? ¿Quieres que llame a alguien? ¿Que transmita algún mensaje?
Por alguna atenta percepción, Lena sospechó, en ese momento, de algo que el resto de la redacción sólo confirmaría con toda seguridad muchos meses después, cuando ella ya estaba exiliada: los dos trabajaban confabulados: el soplón ostensible y el falso buena gente.
—Muchas gracias —se limitó a decir—. Si lo necesito, te lo diré. Es un consuelo poder contar con alguien en un momento así. Pero ahora tengo que trabajar.
Y hundió la cabeza en el trabajo. Y en la vida infectada que empezó a llevar, hasta el día en que ya no lo soportó y se marchó del país. Una vida en la que tenía que huir de todos sus seres queridos, lejos de la familia. Para protegerlos de todo lo que sabía. Sobre todo para proteger a Marcelo y a quien lo escondía. Pero sabía muchas otras cosas. De quién era la máquina de escribir empleada para redactar el primer manifiesto, por ejemplo. O quién había proporcionado el antifaz negro y las gafas de sol usadas para impedir que el embajador viera por dónde lo conducían cuando lo secuestraron. Y también debía proteger a otras personas. A los padres de Adriano, que habían ayudado a Teca a salir del país. A Ivan, profesor y compañero, que alojaba en su casa a un líder estudiantil muy buscado. Al propio estudiante oculto, que había confiado en ella y había abierto la puerta aquella tarde que buscaba dónde esconder la máquina. A la abuela de Roberta, en cuyo sótano había una impresora clandestina, sin que ella misma lo supiera. Y a tanta gente que ni la conocía o que ni imaginaba que supiera tantas cosas. Y para eso había que mirar por el retrovisor para ver qué coche la seguía cuando salía por las mañanas. Y observar la señal que el quiosquero le hacía al portero del edificio vecino. Y la atención del camarero del bar. Y la buena disposición del taxista que había rechazado a un pasajero en la esquina para ofrecerse a llevarla a ella. Y el dependiente de la tienda..., pero no, no era posible, se estaba imaginando cosas, no era posible que la vigilaran tanto, se estaba volviendo loca, paranoica, tenía que relajarse... Entonces se acordaba de las palabras de su abogado al decirle que todo el mundo se relajaba al final, y acababa dando alguna pista. Y enseguida volvía a estar alerta, tensa: rechazaba las invitaciones de sus amigos, trataba a todo el mundo con laconismo, con miedo a que le contaran algo y supiera, así, más cosas, con miedo a que empezaran a seguirles y a complicarles la vida..., con miedo, con miedo, con miedo. Pero el corazón sigue. Pero el corazón sigue. Sigue. Creía que se volvería loca de verdad, si Arnaldo no hubiera averiguado la existencia de un buque de carga cuyo armador quería colaborar, y les ofreció un camarote gratis para sacarlos del país. Y así fue como dejaron atrás la tierra de las palmeras donde cantan los tordos. Como Marcelo la había dejado tres semanas atrás. Pero eso aún no lo sabían. Sólo sabían que se había marchado de la casa de Luís Cesário hacía poco. Y, por la seguridad de sus amigos, no debía ir a verles, ni para despedirse.