II

TRADUCIR una parte en otra parte

que para mí es cuestión de vida o muerte,

¿será arte?

FERREIRA GULLAR

Temprano por la mañana, entre velos de neblina que ya se dispersaban, apareció, de súbito, en medio del bosque, por la senda, un jabalí en dirección al río a saciar la sed. Era verdad. Lo había visto. Y se había asustado. Claro que en un libro de Astérix algo así no asustaría a nadie. Tampoco si la mujer hubiera sido un personaje de una historia medieval —o quizá incluso del siglo XVIII europeo, antes de que la expansión urbana y las amenazas ecológicas obligaran a los jabalíes a alejarse—; quizá también habría afrontado la situación con absoluta naturalidad.

Sin embargo, en aquel momento, por más que hubiera explicaciones lógicas del todo convincentes, era difícil no maravillarse. Justamente ella, que venía de la tierra de las palmeras donde los tordos cantan, debía cruzar bosques donde beben los jabalíes... Justamente ella, a quien una Navidad Alonso le había regalado un lindo libro de arte sobre el siglo XIX, con la dedicatoria: «Para la persona más siglo XX que he conocido». Pues sí, justamente ella... Pero no debía asustarse. Al fin y al cabo, pese a no haber vivido los años de guerra tan bien documentados en las fotos de aquel gran libro, había visto cosas más espantosas que un jabalí, en los años del siglo XX que le habían tocado vivir, y tampoco habían sido tantos. Pero en aquel momento el jabalí estaba allí mismo, delante de ella. Innegable, sólido, pesado, jadeante, con las cerdas embarradas. Y ella estaba asustada.

No podía evitar la fascinación repentina ante el inesperado animal, un superviviente protegido en la reserva de caza, al lado del caminito que se enroscaba por la ladera del cerro donde el paesino amparaba a sus ochocientos habitantes en viejas casas de piedra, abrazadas por una muralla de siete siglos, en medio de un campo donde las ruinas romanas y las tumbas etruscas no espantaban tanto como la visión de aquel animal jadeante. Y, sobre todo, corría el riesgo de que le ocurriera como a tantos otros, y se convirtiera en otra clase de persona. De esas que se asustan cuando ven un animal protegido bebiendo agua, o se insensibilizan cuando oyen decir que otros seres humanos se mueren de hambre inevitablemente. En su tierra era así. «Nuestros bosques tienen más vida», cantan el himno y el poema. «Más vida» es un decir. Depende de qué se considere vida. Una forma de vida donde la violencia habitual ya no impresionaba a nadie. Pero donde animales protegidos bebiendo agua limpia en un bosque serían motivo de espanto. Tristes tierras, tristes tiempos.

Retórica. Los tiempos tristes de verdad eran los del pasado. La época del exilio, sin romanticismos, que nada tenía que ver con los de Gonçalves Dias, que se cantaba en el poema y se incorporaba al himno. Veamos, pensaba la mujer, un país fundado por desterrados, que recuerda el dolor del destierro hasta en el himno nacional, que cita en éste una canción sobre el exilio, y que esté expatriando a sus ciudadanos en pleno siglo XX, que esté esparciendo exiliados por el mundo... Que Dios no me permita morir sin antes haber regresado[5]. El mismo poema, otro himno igual de nostálgico.

Incluso ahora, que estaba fuera dos semanas por un viaje de trabajo, el exilio era sólo una profanación, lejana en el tiempo. Lejos, resintiéndose en un rinconcito polvoriento del alma, con una enorme piedra encima... Aun así, reverberaba. A pesar de llevar el pasaje de ida y vuelta en el bolso, rotunda certeza de que dos domingos después volvería a vestir sobre la piel el sol cálido de casa, lejos de aquel clima plomizo del exilio.

Eso era. Bastaba estar lejos para que la añoranza creciera. Apego a otra época quizá. A saber... Pero Lena no podía quejarse. Su exilio no había sido de los largos, ni de los difíciles. Estrictamente, ni siquiera había sido un exilio, sino un alejamiento voluntario, antes de que fuera forzado e indefinido. Tampoco solía pensar en esa época como si fuera un exilio, no se merecía esa denominación. Exilio había sido el de los demás, el de aquellos que habían salido sin elección. Y no el suyo, que había sido sólo una temporada fuera. Larga, sí, de casi cuatro años, pero al fin y al cabo una temporada. Que le había servido incluso para interesarse de verdad por muchas cosas de los países adoptivos, para adaptarse lo más posible a la piel prestada, a la lengua de los otros, al humor ajeno.

Un auténtico exilio fue el de Honório, por ejemplo. Qué coincidencia, acordarse de Honório en ese momento, pues al poco rato sus compañeros de viaje hablarían de él.

Desde el asiento de al lado del conductor, Maria se volvió un poco hacia atrás y comentó:

—¡Qué bien que hayamos podido traerte aquí, Lena! No tiene nada que ver con el turismo, con tenerlo todo planeado... Este sitio no sale en ninguna guía de Italia, por aquí no ha ocurrido nunca nada importante, no hay ni una obra de arte, nada. Es sólo una casita preciosa que hemos alquilado, como te contaba ayer. Te gustará. La aldea tiene su gracia. Es algo tan sencillo que da gusto. Como las visitas de los amigos. Como tú, por ejemplo. Cuando vienes, tenemos la sensación de que no se interrumpe nada, aunque no nos escribamos.

—Cuando vienes —añadió Antônio—, viene también un poquito de Brasil. Del mejor Brasil, claro... Porque está el otro, que no queremos que venga en absoluto. Pero acaba siendo el que más viene. El que compra en Gucci y se sienta en los cafés de Via Veneto.

Lena, que en ese momento se había abstraído en la nostalgia, hizo la pregunta que tanto la intrigaba:

—¿Cómo soportáis pasar tanto tiempo fuera? ¿Nunca habéis pensado en volver? Exiliarse por exiliarse, aunque sea de forma voluntaria y atípica... Vosotros ya habéis cumplido de sobra...

El tono de voz de Maria dejó traslucir cierta nostalgia al responder:

—No sé... Cuando mis padres vivían, todavía pensaba en volver... Pero ahora... ¿Para qué? Aquí se está tan bien... Se respeta más a la gente. Y nuestros hijos ya se han casado, y también tenemos a los nietos cerca. Las personas a las que más quiero están aquí.

Sin embargo, la respuesta de Antônio fue concluyente, con un buen humor que disimulaba otro sentir:

—Yo no puedo volver. No sé vivir sin fútbol ni música brasileña. Todos los cracks de Brasil juegan en Italia. Y cada vez que voy allí sólo se oye rock en la radio. Pero aquí suena todo el día música nuestra. ¿Qué iba a hacer yo allí?

A Lena le hizo gracia el comentario.

—Si os entiendo —dijo—. Pero os lo pregunto porque me gustaría teneros cerca. Nos vemos poco, y no soy muy aficionada a escribir cartas, lo reconozco, pero el cariño siempre está ahí. Eso ya lo sabéis.

Curioso, pensó. Maria y Antônio, amigos raros y verdaderos, le caían muy bien, pero es tan difícil decir lo que se siente. Aunque, al parecer, era un momento para hacer declaraciones, porque Antônio añadió:

—No sé, pero ¿te has fijado? El tiempo pasa y cada vez estamos más cerca... Aunque estemos mucho tiempo sin vernos, sin escribirnos, sin hablar... Cuando estamos juntos no tenemos que fingir. Nos entendemos aunque no estemos de acuerdo, aunque hayamos cambiado en algunas cosas. Esto mismo sentí cuando me encontré con Honório después de tantos años, por ejemplo...

Fue sólo un comentario de paso, una chispa de afecto, no le hacía falta seguir hablando. Sólo eso. Una emoción buena que rasgaba la neblina fría, un calor procedente de dentro.

En silencio, recorrieron unos kilómetros más por la carretera que atravesaba una extensión de margaritas de los prados y amapolas. Y, en silencio, pensó en Honório y en la última conversación que habían tenido.

Fue poco después de que su amigo regresara a Brasil. Después de diez años de auténtico exilio. Durante todo ese tiempo hablaron algunas veces por teléfono. Pero no se vieron. Siempre estaban en países diferentes. Y cuando ella volvió, cada vez que viajaba a Europa trataba de localizarlo. Pero siempre coincidía con que él acababa de salir de la ciudad donde ella se hallaba, o aún no había regresado.

Incluso así, al principio, cuando ella aún vivía en París, habían conseguido pelearse a distancia pese al cariño que se tenían. El motivo de la discusión fue que él le había dado la dirección de ella a alguien para que enviara allí correspondencia a personas que ella ni conocía. Lena se había sentido invadida y se había puesto hecha una furia. Hizo llegar la carta al destinatario, pero luego vio que aquello era obra de Honório, que siempre creía que podía disponer a voluntad de los demás, sin consultar. Y lo llamó desde otro país para darle un rapapolvo internacional.

—Mi idea es volver, ¿sabes? No pienso permitir que nadie me complique la vida y todo se eche a perder... No estoy aquí para recibir cartas de quince páginas (un ladrillo en un sobre roto, y pegado después con celo...), escritas en un código ridículo con palabras subrayadas que cualquier idiota descifraría a primera vista... No tenías derecho a involucrarme en esto... No consiento que me utilicen...

La pelea no fue a peor porque la reacción de él fue cariñosa, del estilo: «Es verdad, negrita, tienes toda la razón, te prometo que no volverá a pasar, puedes estar tranquila...». Si la respuesta hubiera tenido un tono de autocrítica o desafío, Lena no lo habría tolerado, se habría enfadado con él de verdad, y Honório le caía bien. Pero no había peligro de que eso pasara, porque Honório siempre había tenido buen estilo, el contenido del texto era idóneo y tenía el don de adaptar el discurso al oyente. Nunca tendría un desliz de ésos. Por eso mantuvieron una buena relación. Y diez años más tarde, al regresar, después de las celebraciones de recepción a los exiliados, las primeras charlas eran todo alegría cuando llegó el momento de hablar. Fue un grato reencuentro.

Se pasaron horas cenando con calma en aquel restaurante a orillas del mar, saboreando el pescado, hablando despacio hasta que, de repente, Honório dijo:

—Esto me parece perfecto, pero confieso que es una sorpresa y un misterio que no acabo de entender.

—¿El qué?

—Tu historia, tu trayectoria, no sé... Que hoy estés aquí, así.

La que no entendía el comentario era Lena.

—¿Por qué?

Honório tomó un trago del zumo de naranja, la miró, volvió a ver a esa persona conformista que se había quedado cuidando del marido y la casa tantos años antes, dedicada a sus artículos estupendos y sofisticados del suplemento del periódico, e intentó explicar:

—No sé, pero es sorprendente: nos conocíamos de hacía tres o cuatro años, ¿no? Luego estuvimos diez años sin vernos. Te echo un poco de menos. Hay algo que no encaja con el recuerdo que guardo de ti.

—Sí... Pero tampoco llegamos a conocernos a fondo, nunca fuimos muy íntimos, ¿verdad? Éramos del mismo grupo, teníamos unos cuantos amigos en común, pero ya está. Nunca llegamos a ser exactamente amigos.

—A pesar de ese gran cariño inconfesado... —bromeó él.

—Quizá precisamente por ese gran cariño inconfesado —corrigió Lena—. Y, por mi parte, puede que hasta cierta atracción inconsciente. Nunca lo habría reconocido, pero creo que me aterrorizaba la sospecha de que existía. Sin embargo siempre fuimos solidarios, y eso fue importante. Los dos sabíamos que uno podía contar con el otro en un momento de necesidad. Pero sin intimidades... ¿Era o no así?

—Sí... porque, entre nosotros, intimidad no había, no. Tienes razón. Pero siempre hubo una afinidad distante; ni siquiera nos hacía falta hablar. Me acuerdo bien de la última vez que nos vimos, antes de que ocurriera todo aquello y yo desapareciera, ¿te acuerdas?

Ella sonrió. Conservaba una clara imagen de aquel día.

—Claro. Fue en el carnaval de 1969. Habíamos quedado en ir con un grupo de amigos. Tú pasaste por casa (Marcelo hasta estaba escondido allí, ¿te acuerdas?), y fuimos juntos a ver el desfile de las escuelas de samba, cuando todavía lo hacían en la avenida Presidente Vargas. Nunca me olvidaré de ti bailando y cantando Heróis da liberdade. El desfile de la escuela Império Serrano fue precioso...

Empezó a recordar y a canturrear:

Ya raya la libertad...

La libertad ya raya...

Esa brisa que la juventud acaricia

esa llama que el odio no apaga

por el universo

es la revolución

en su legítima razón...

Entonces, al recordarlo, Honório sonrió a su vez.

—Exactamente. La letra de verdad, la aprobada por la censura, decía evolución. Pero el pueblo entero, en la avenida, cantaba revolución. Era divertidísimo.

—¡Aquello sí que era bonito! Tú cantabas como quien ya conocía la doble vida que llevaba, medio clandestino, y todo eso. Pero yo no sabía nada. Sólo me parecía bonito cómo cantabas. La manera en que te entregabas por completo a la música, con cuerpo y todo, bailando samba. Nunca se me olvidará...

—Pero ¿te das cuenta? —respondió él—. La imagen que te quedó de mí es la de un tipo cantando y bailando en medio de la calle. ¡Qué locura! A eso me refiero. Todo el mundo guardó de mí la imagen del militante, del político, del guerrillero, del terrorista, como se le quiera llamar. O, cuando quieren eludir esa idea, se ponen a hablar del profesional impecable y esas cosas...

Mientras se peleaba con la espina del pescado, Lena levantó la mirada y se disculpó:

—No, un momento, no quería decir eso... Yo también tengo esa imagen de ti, sólo he comentado lo de cantar y bailar porque el recuerdo es muy intenso, no te enfades...

—No estoy enfadado, estoy disfrutando, Lena... Y eso confirma lo que trataba de decirte antes. Lo que no entiendo y me fascina de ti. Voy a contarte un secreto.

La frase despertó su curiosidad. Se inclinó levemente hacia delante para oírlo mejor, como si Honório tuviera que hablar a media voz. Pero él mantuvo el mismo tono, un ritmo tranquilo, una actitud pausada, un timbre cálido.

—Estoy encantado de haber regresado, de volver a ver los lugares que conocía y recuperar los olores, los sabores, de oír la lengua, la música, todo eso. Pero hay algo que me tiene algo deprimido. Y es que sólo me entiendo con los hijos de los amigos o con gente muy joven. Incluso entre los amigos, con gente de mi generación, no llega a media docena la gente con la que puedo mantener una conversación. No hay tema, ¿sabes? Todos son muy solemnes, muy serios, yo qué sé... No compartimos el mismo punto de vista acerca de nada... Tú eres una de esas raras personas con las que disfruto intercambiando ideas desde hace muchísimo tiempo. Me parece increíble. Te has tomado con la mayor tranquilidad la manera en que veo las cosas, la ropa que llevo, lo que como... Y antes de irme, nunca habría pensado que aquella mujer tan conservadora, con tanta vocación de madre de familia, daría ese giro, se convertiría en una persona como pocas, interesante, moderna. A ese misterio me refiero, a tu trayectoria. Tendrías que dejar constancia de eso, hacer alguna declaración...

Ella decidió seguirle el juego para disimular cierta timidez e intentó hacer un chiste:

—Eso de las declaraciones es para los detenidos.

—Hablo en serio. Cuenta tu historia, ofrece tu testimonio. ¿Nunca has pensado en hacerlo? Al fin y al cabo, tu profesión consiste en escribir. Hace años...

Lena dijo la verdad.

—No, nunca lo he pensado. Mi profesión consiste en ser periodista, no en escribir memorias personales. Además, no creo en esas cosas. Me parece más honesto reconocer de entrada que esa historia de las memorias personales es una ficción, una parte del género novelesco, si es que eso existe en literatura, con ese nombre. Es decir, una manera inventada de afrontar las cosas, fingiendo que sucedieron así, cuando en realidad no sucedieron. Y tú sabes de esto mejor que nadie.

Honório no estaba de acuerdo.

—Déjate de tonterías, Lena. Está claro que existen ciertas convenciones. Cuando uno selecciona, deja de lado algunas cosas... Tampoco se puede contar todo...

—Pero no es sólo eso. Hay gente que se hace el héroe, que cuenta cosas que no ha hecho, inventándose epopeyas y jactándose a costa de acciones ajenas, por no hablar de cosas más graves.

—Eres demasiado rigurosa. Muchas veces, el que escribe ya está tan quemado que prefiere adoptar algo que han hecho otros, porque él ya está jodido, y no sirve de nada perjudicar a sus compañeros contando la verdad. También es una cuestión de seguridad. ¿O querrías que el tipo entregara a los demás en nombre de la fidelidad a los hechos?

La pregunta que Lena hizo a continuación revelaba cierto escepticismo, y el tono de voz, un fondo de irritación:

—Pero ¿diez años después? ¿Con amnistía y todo en camino? ¿Me tomas por tonta, Honório? Ni hablar... Ese cuento se lo puede tragar alguien que no sepa nada. Pero nosotros sabemos que el problema es mucho más grave. Si no se puede contar la verdad, que no se cuente. De acuerdo con eso. Pero tampoco hay que contar mentiras fingiendo que es la verdad, un testimonio basado en hechos falsos para alimentar a los historiadores del futuro...

La ironía era creciente, casi agresiva, y Lena estaba sumamente enfadada.

—Es más honesto —prosiguió— reconocer que no se contará la verdad y proceder con una narrativa de ficción, mezclar personajes, fundir situaciones, inventar cosas nuevas, cortar lo que no interesa. Y eso ya es otra cosa. Demasiado forraje para mi yegua, como decía mi abuela. Para eso tendría que ser artista, que la palabra preñara esa declaración, tendría que producir algo más fértil que un mero testimonio de los hechos, tendría que intentar ofrecer un testimonio en otra esfera, qué sé yo...

Honório adoptó una postura cariñosa, algo condescendiente quizá, pero evitaba el enfrentamiento.

—Escucha, Lena. Lo que yo digo es que alguien tiene que dar a conocer esa trayectoria. Y tú puedes hacerlo bien. Si no quieres presentarla como un testimonio, como una declaración de hechos, muy bien, no la presentes así. Pero no te librarás de nada. Va a dar lo mismo. Todos pensarán que cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, no es mera coincidencia. Tú dirás que es ficción, y los demás querrán averiguar a quiénes se refieren los hechos, quién es el equivalente real de cada personaje. Al final, aún te acabarán acusando de autobiográfica, confesional, en fin, de los pecados típicos de un novelista. Incluso me parece mejor que partas de una base periodísticamente objetiva y que cuentes lo que viste y viviste.

—O sea, que cuente la historia de la periferia.

—¿De la periferia? —se extrañó Honório—. No. Tu historia. La historia de una muchacha de clase media, universitaria, de la Zona Sur de Río. No me vengas con ese cuento de trabajo de periferia, alternativas culturales y todo ese rollo. No soporto esos tópicos...

Lena se rió al darse cuenta de que había empleado una palabra de su código personal, y recordó que era un término que los padres de Adriano habían inventado con ese sentido. Había que explicarlo.

—No, no me refería a la periferia geográfica, sino a la periferia histórica. Nada que ver con la periferia de las ciudades.

—Ésa es la que está de moda, todo el mundo tiene proyectos fantásticos para las comunidades periféricas.

—Ya sabes que ése no es mi caso. Yo estaba pensando en aquella época, justo antes y justo después de que te marcharas del país, de aquello a lo que hoy ya podemos llamar la transición de los sesenta a los setenta... Para mí, ésa es la época de mi periferia, alrededor de la cual gravitaba. Entonces tenía la sensación de estar en la periferia de todas las cosas arriesgadas que ocurrían. Corría los mismos peligros que quienes estaban en el centro. Puede que hasta más. Porque no tenía ningún plan de protección. Pero, al mismo tiempo...

Honório la interrumpió:

—Más bien al contrario: tú formabas parte del plan de protección y de apoyo para los que estaban en el centro...

Lena estaba de acuerdo.

—Exactamente. Todo era peligroso, constantemente. No siempre era divino y maravilloso, ni mucho menos. Porque yo no había escogido aquello. Y cada vez me daba más cuenta de que no tenía elección, que tenía que continuar, seguir adelante, porque también tenía la certeza de que no había escogido ser neutral, de ninguna manera; fui sumamente solidaria con vosotros todo el tiempo. Pero es que era lo único que me quedaba, la solidaridad... Porque yo no quería seguir vuestro camino. Pero es que no había otro. Y era imposible detenerse. A la velocidad delirante a la que estaba sucediendo todo, estaba claro que las cosas iban a dar un vuelco...

Como si volviera a sentir aquella antigua necesidad de liquidar la cuestión y el problema, Lena hizo un gesto expresivo para concluir la comida. Cruzó los cubiertos, apartó ligeramente el plato, y se quitó la servilleta del regazo para dejarla sobre la mesa. Sólo le faltaba echar la silla hacia atrás, levantarse y salir. Sentía que en el aire, tantos años después, volvía la angustia, las ganas de desaparecer, la necesidad de protegerse.

Honório, siempre atento, entendió el gesto y volvió a la carga:

—Y al final te marchaste.

—Claro. Y no fui la única. Pero muchos no tuvieron esa posibilidad. Y así fui succionada directamente de la periferia al centro.

Su amigo se iba animando con el rumbo que estaba tomando la conversación.

—¿Ves lo que digo? —dijo, entusiasmándose otra vez—. Tienes las ideas claras sobre esto. Es evidente que has pensado mucho en estas cosas. Siéntate delante de la máquina de escribir y empieza a contarlo. Ya se ha contado muchas veces desde la perspectiva de la gente que estaba en el centro del torbellino, en el ojo del huracán. Cuenta lo que viviste desde tu perspectiva, Lena. Desde eso a lo que llamas tu visión desde la periferia. ¿En qué medida una acción que no escogiste afectó a tu vida?

—Lo que a mí me pasó es insignificante.

—No, no lo es. Le pasó a mucha gente.

—Es verdad... —concedió ella—. En ese caso, podría ser interesante. Podría hacer un reportaje, eso sí. Una colección de testimonios de esa época. Un mapa de trayectorias diferentes. Recopilar declaraciones, hacer un trabajo periodístico profundo, incluso en un libro.

—Pero eso son tonterías, Lena. No seas ingenua. No es algo para publicar en periódicos ni revistas, ni para publicarlo como un periódico ficticio. Ahora me toca a mí decirte algo: tú sabes mejor que nadie que un periódico es la mayor ficción del siglo XX.

Entonces se pusieron a hablar de periódicos, a contar casos graciosos y tristes, y la conversación cambió de rumbo. Ahora bien, meses después, mientras Lena recorría los viejos parajes italianos, mientras el coche de Antônio pasaba por la reserva forestal en la que ella había avistado un jabalí hacía poco, se sonreía al pensar que, aquella vez, Honório tenía toda la razón. Ya lo cantaba la samba: «El dolor de la gente no sale en el periódico». Hay muchas cosas que no salen. Y luego hay muchas que salen, a saber por qué demonios. Al menos, en algunos periódicos... Pero ella sentía que su periódico podía ser diferente, que varios compañeros hacían lo posible para que así fuera. Quizá algún día Brasil sería diferente. Y lo sería en otro contexto, con otra prensa, como un todo.

Aunque sentía también que la ficción no tenía nada que ver con aquello, podía ser algo inventado o algo que hubiera sucedido; la diferencia no residía en eso pese a la semejanza etimológica con la palabra «fingimiento». ¿Dónde residía, entonces? Quizá en las ganas de sacar algo fuera, de traducir con palabras el ojo del huracán personal de quien escribe, de permitir que el lenguaje fuera más importante que los hechos de la trama. Debía de ser eso. Debía de ir por ahí... Como si fuera una enfermedad, una forma obsesiva de dar la vuelta a las palabras bajo todas las luces, en todas las transparencias y sombras, bajo todas las lentes y espejos, deformándose, invirtiéndose, resplandeciendo, reverberando... Algo que brotara de forma incontenible. Irrefrenable. Como el hambre, la sed o el ímpetu. Como un animal que corre desbandado por el campo. Como aquel jabalí que había aparecido entre la neblina del bosque. Un animal tan de otro mundo, tan de este mundo, de un universo tan diferente de la fauna que poblaba la remota redacción del periódico...