Cheryl invita a cenar a Madeline, a Cy y a mí un día a finales de semana antes de partir a Maine para un mes.
«Una jar-bacoa», teclea, «una barbacoa en el jardín sólo con Ed y los niños.»
Cy y Madeline están emocionados.
–Hacía mucho tiempo que no nos invitaban a una cena –dice Madeline, y luego susurra en voz alta que desde que Cy cayó en desgracia los desterraron socialmente casi todos sus conocidos.
–Yo no me caí de ninguna parte –rezonga Cy–. Robé algún dinero. Es algo más común de lo que te piensas.
Madeline y yo hacemos un molde de gelatina con trozos de piña suspendidos en verde, mandarinas en amarillo y uvas verdes en rojo. Nunca había hecho gelatina; es mágico.
Al llegar a casa de Cheryl encontramos el jardín envuelto en una densa humareda y un intenso aroma a carne caliente.
Los tres chicos, Tad, Brad y Lad están ayudando a su padre, encorvado sobre algo cercano que parece una mezcla entre una hoguera y una antigualla de retrete al aire libre.
–Hemos construido nuestro propio quemador –dice Ed, al recibirnos.
–¿Es legal este jardín? –pregunto.
Él asiente.
–Los propietarios tienen derechos –dice.
–Espero que tus vecinos no sean vegetarianos.
–Crecí ahumando carne –dice Ed–. Mi padre y yo cazábamos y adobábamos la caza: aves, venado, lo que fuera. –Me da una palmada en la espalda–. Echo en falta a un compañero de caza –dice–. A mis chicos no les interesa. ¿Quizá tú y yo podamos cazar juntos?
–Quizá –digo, convencido de que cazar con el marido de mi amante es una mala idea.
Nos sentamos a cenar. Estoy entre Madeline y Cy; Tad, Brad y Lad ocupan el otro lado de la mesa de picnic, y sus cuerpos hinchados amenazan con volcarla. Los chicos pasan boles de ensalada de patata y de ensalada de repollo, zanahoria y cebolla, y el pan de maíz mientras Ed abre el quemador y por poco nos asfixia a todos.
–¿Habéis hecho todo esto?
Ed y Cheryl asienten.
–Nos gusta hacerlo a nosotros.
Todo está delicioso, más que bueno, casi celestial.
–No sé cómo lo haces –le digo a Ed, cuando Cheryl está lejos de la mesa recogiendo platos.
–Soy un hombre con suerte, Har –dice él, acuñando un nuevo sobrenombre para mí: Har–. Cheryl y yo nos tenemos uno al otro, para lo bueno y lo malo. La vida es larga, ¿para qué erigirse en juez? No tengo ninguna norma severa, rápida; sé feliz, disfruta.
Y me quedo dudando sobre si Ed es un genio o un imbécil.
Cheryl vuelve con nuestro molde de gelatina vertido en una bandeja –y temblando como una señora gorda– y los chicos sacan una terrina casera de helado de menta.
Lo acometemos y todo va bien hasta que Cy se sirve una tercera ración y luego, cuando la ha terminado, se acuerda de que padece una terrible intolerancia a la lactosa, y nos vamos pitando a casa.
A pesar del calor estival, de los días de treinta y dos grados, Madeline y Cy siempre tienen frío; se ponen cárdigans, dentro y fuera de casa. Yo subo del sótano las viejas mosquiteras de ventana, las coloco y me abstengo de encender el aire acondicionado. Es como un verano del pasado: el calor se genera durante el día. Tessie jadea tumbada en el suelo de baldosas de la entrada; por la tarde hay tormentas y por la noche el melancólico repiqueteo de insectos contra las mosquiteras.
Es casi finales de julio: el calor lo alarga todo, lo convierte todo en lánguido y a cámara lenta. Madeline y Cy se recluyen en un mundo de hace mucho tiempo. Hay algo hermoso en su narración fantasmal, que se evapora lentamente y denota signos de revisión, supresión y puertas cerradas; sucesos conservados largo tiempo.
Los llevo a conciertos en el quiosco del parque y los veo bailar por el césped como hace treinta años.
–¿Cuál es el secreto de un largo matrimonio? –pregunto a Madeline una mañana.
–No nos estorbamos uno a otro con nuestros sentimientos –dice–. Una amiga mía llamaba a esto seguir en el baile.
–¿El baile?
–El del noviazgo. Los novios muestran lo mejor de sí mismos, pero luego vuelven a revelar lo peor. ¿Por qué la persona con la que vives iba a querer despertar viendo todos los días tu peor imagen?
Un día en que Cy está enfadado con uno de los bebés de Sudáfrica, lo despide y le dice:
–Métete en tu caja y lárgate. No hay futuro para ti aquí sentado y pensando que te va a ir bien. El rollo no va de eso, tío. No quiero verte más por aquí –dice.
–Éste no es tu bebé –dice Madeline, arrebatándole el muñeco de plástico–. Es el mío.
–El mío –dice Cy, sorprendentemente posesivo, recuperando el bebé.
Justo cuando estoy pensando en intervenir, hacen las paces.
–Bien –dice Cy, enfadado. Mira al bebé directamente a los ojos–. Te daré otra oportunidad, pero no la desperdicies.
A partir de este momento, Cy deambula con el bebé debajo del brazo; en un costado, como un balón de fútbol. Lo pasea por muchos sitios, y le llama su hermano moreno y algunas veces su mujer.
Me dedico a terminar mi libro hasta que los niños vuelvan. Me instalo en una vieja mesa de cartón que hay en el desván, y me rodeo de ventiladores que producen un ventoso ruido blanco. Sujeto mis papeles con piedras del jardín. Descubro que el calor me inspira, como si estuviera en un gimnasio de boxeo. Sin nada más encima que un par de shorts de gimnasia, tecleo mientras gotas de sudor me corren por la cara, y mi enjundioso olor propio me empuja a trabajar con más ahínco; esté a punto o no, tengo que acabar.
Raspo la pintura vieja con una cuchilla afilada y abro el ventanuco que da al alero. El cristal es ondulado; la vista, empañada por la luz que refleja el arco iris, mejora el aspecto de todo. Me muevo con precaución, cuidando de no golpearme la cabeza con las vigas. En el desván hay antiguallas, un uniforme de la Segunda Guerra Mundial, viejos osos de peluche, una cuna antigua a la que quito el polvo; se la bajo a Madeline, que la toma de inmediato e instala al lado de su cama un cuarto infantil para los bebés.
La expresión «mientras dormías» adquiere un sentido nuevo a medida que me abro camino por las páginas de los últimos quince años, y advierto que todo lo que he escrito está expresado en un tono protector, dubitativo, de planteo y retroceso. Es hora de utilizar todos los recursos; a tomar por el culo. Dick Nixon fue el hombre norteamericano de aquel momento, inmerso en la amarga suposición de que para todos los demás las cosas eran fáciles. Era el vendaval perfecto del presente, el pasado y el futuro, de la integridad y el engaño, de la superioridad moral y la arrogancia, de la droga que representaba y representa el sueño americano, querer más, querer lo que tienen otros, quererlo todo.
Llego a la conclusión de que la opinión pública de los años setenta era un tribunal de naturaleza burguesa e implacable; una vez decidido el destino de un político y asignado su puesto en la jerarquía histórica mundial le quedaba muy poco sitio para moverse. Me pregunto si sería diferente ahora: si Nixon reconociera su conducta, sus defectos (sumamente improbable), y los atribuyera a un suceso traumático –el haber crecido en la familia Nixon–, ¿quedaría exonerado? ¿Es algo rígido la subida o la caída de la popularidad o el significado histórico?
Cuando me voy acercando al epílogo, me sorprendo pensando en Claire. Imaginando que ella pudiera verme ahora... ¿Estaría impresionada? Cuando dejo de pensarlo intensamente, nada de lo que hago tendría el menor sentido para ella. Mi fantasía se desplaza hacia Ben Schwartz, mi ex jefe de departamento; Ben, que pensaba que nunca terminaría el libro, ¿qué pensaría ahora? Eructo. El sabor es insoportable: ¡el té de Londisizwe! Es el último episodio de dolor, exudo la pestilencia; estos pensamientos son el sendero de la mente antigua que necesito dejar atrás.
Llamo a Tuttle. Es media tarde de principios de agosto; contesta él mismo el teléfono.
–¿Por qué está ahí? –pregunto–. Pensaba que los loqueros estaban de vacaciones en agosto.
–Yo hago lo contrario –dice–. Las tomo en julio. En agosto me gano las alubias haciendo horas extraordinarias, supliendo a mis colegas que prefieren Wellfleet.
Concertamos una cita. En su consulta hace un frío polar. En el otro borde de su escritorio, donde la última vez había una colección de tazas de Smoothie King, hay una hilera de tazas de café de Dunkin Donuts.
–Han abierto un servicio para automóviles –dice.
–Casi he terminado el libro –digo–. Pero es como si estuviera esperando a que ocurra algo, algún tipo de alivio o sensación de alivio.
–¿Está satisfecho de su obra?
–Quiero que alguien la lea.
–¿Quién es su fantasía, su musa? –pregunta.
–Richard Milhous Nixon –digo.
–¿Y qué le gustaría que dijera él?
–¿Gracias? –aventuro, quejumbroso–. El mundo necesita más hombres como usted, Silver. Es un buen hombre.
–¿Ve a Nixon como una figura paterna?
–No lo descartaría –digo, al cabo de una larga pausa.
–¿Por qué no dice simplemente que sí? –pregunta Tuttle–. ¿Qué significaría para usted?
Miro al suelo, me entra un sudor frío, no puedo sostenerle la mirada.
–¿Qué significaría? –repite Tuttle.
–Le quiero pero creo que obró mal –farfullo.
–¿Dice eso en el libro?
–No exactamente.
–¿Por qué no?
–George es un bravucón paranoico que no ve lo que es bueno para él y me mira como a un enemigo, haga yo lo que haga –suelto, y hay un silencio muy largo.
–¿Y Nixon? –pregunta Tuttle.
–No sé si Nixon podría permitirse psíquicamente aceptar que hizo algo malo. Tenía una necesidad angustiosa de considerarse un hombre decente.
–¿Cree usted que su libro es bueno?
–A veces pienso que es excelente, que revitaliza el debate no sólo sobre Nixon, sino sobre toda una época. Otras veces me pregunto si es sólo una bola de pelo cultural que me costó años escupir.
–Entre los vivos, ¿qué opinión es importante para usted?
–¿La de Remnick? –digo, vacilante. Por alguna razón, desde que me llamó estoy obsesionado con Remnick.
–¿Lo ha terminado de verdad?
–Prácticamente. Sólo estoy esperando a que suceda algo.
–¿A que suceda algo? ¿Por ejemplo?
No tengo respuesta.
–¿No depende de usted que suceda algo? –sugiere Tuttle.
Guardamos silencio durante el resto de la sesión. Cuando me marcho, me da una hoja doblada de color verde menta. No sé para qué.
–El impreso de evaluación psiquiátrica del departamento de Servicios Sociales de Nueva York.
–Gracias.
–Estoy dispuesto a seguir trabajando con usted –dice él–. Llámeme si le apetece que le dé hora.
Desde la consulta de Tuttle voy a visitar a mi madre. En el parking de la residencia han instalado una gran piscina elevada, con un ancho piso de cedro, sombrillas, tumbonas y una larga rampa para las sillas de ruedas desde la entrada del edificio hasta el borde de la piscina, donde a los residentes se los puede depositar en un tobogán y –¡viva!– al agua patos.
–Más –grita un hombre–. Quiero tirarme otra vez. Esto es como Coney Island.
Localizo a mi madre debajo de una sombrilla, recibiendo a su corte con un traje de baño de lunares blanco y negro y unas gafas de sol a lo Jackie Onassis; da sorbitos de té con hielo en un vaso de plástico.
–Mamá –digo–. Pareces diez años más joven.
–Siempre me ha gustado estar en la costa –dice ella.
–¿Dónde está tu marido? –pregunto.
Mirando alrededor, veo que todos los hombres y mujeres llevan variaciones del mismo traje de baño; básicamente, una versión masculina y otra femenina. En conjunto parecen un número de circo geriátrico.
–Gran oferta –dice uno de los ayudantes–. Pagas uno por el importe completo y compras todos los que quieras a mitad de precio; los compramos todos.
–Gerónimo –dice un hombre, saltando al agua.
–No lo olvide –le grita el socorrista–. Ni empujones ni salpicones ni caquitas en la piscina.
–¿Y cómo estás? –pregunto a mi madre.
–Bien –dice ella–. Hemos ido de excursión a un sitio de langostas y hemos llegado a la hora en que te dejan comer todo lo que quieras. Yo no como mucho, pero a Bobby le ha parecido que valía la pena. Y tú, ¿dónde has estado?
–En Sudáfrica –digo.
Me mira extrañada.
–Nate estuvo allí en un viaje del colegio y como quería volver decidimos hacer su bar mitzvah en el país.
–¿Y no invitaste a tu madre?
–Sí –digo–. Me mandaste la tarjeta de invitación con un desagradable comentario escrito sobre shvartzes.1
–Tengo derecho a opinar –dice ella.
–Si puedes llamar una opinión a eso –digo–. Tenemos otra palabra al respecto...
–¿Y cuál es?
–¿Racista?
–Psss –dice ella–. No tan alto, puede oírte alguien. –Permanecemos un momento en silencio–. No lo entiendo –dice.
–¿Qué?
–¿Por qué eres tan competitivo? ¿Por qué crees que tienes que superar a todo el mundo? La boda en el Pierre –fue George, no yo–, la fiesta de vacaciones en el Four Seasons –también George–, ¿no te basta con un bar mitzvah normal y una bonita comida de hermandad, como los que te hicimos?
–En realidad –digo, sin tener en cuenta la confusión con George–, mi bar mitzvah lo compartí con Solomon Bernstein.
–Fue bueno para los negocios de tu padre; consiguió varios clientes nuevos.
–Y varias personas se intoxicaron con la comida.
–No murió nadie –dice ella.
No decimos nada durante unos minutos. Veo a Bob en la piscina, con flotadores y hablando con una mujer.
–¿O sea que se acabó la luna de miel? –digo, señalando a Bob.
–Acaba de empezar –dice mi madre.
Llama Sofia para decir que quiere que nos veamos para tomar un café.
–Tenemos que hablar.
–¿En persona? –pregunto, nervioso, pensando que en nuestro último encuentro me salvé por un pelo.
–No voy a presionarle –dice ella–. Me gustaría repasar el viaje y los gastos, y también ponerle al corriente de los fondos que se han recibido. Además, no hemos hablado todavía de mis honorarios.
–Muy bien –digo. Acordamos vernos en una cafetería local.
–Espero que no se enfade –dice ella–. Hice una página web sobre usted y los niños y el viaje. La hice para que puedan hacer donativos los que lean cosas sobre usted y Nate. Sakhile me dijo una vez que hay desconocidos, gente que no conocemos, que se interesan por nosotros. Me pareció interesante.
Asiento.
–Es increíble: más de cien personas han enviado aportaciones, sumas que van de diez a quinientos dólares, gente que no quiere nada a cambio.
–¿Cuánto hay en la cuenta del bar mitzvah? –pregunto.
–Hasta ayer, el total de donaciones asciende a veintisiete mil trescientos ochenta y nueve dólares con ochenta y seis centavos. Creo que Nate tendrá que pagar impuestos. No sabía que habría tanto, de lo contrario podríamos haber creado una sociedad sin ánimo de lucro. ¿Quiere deducir gastos del total bruto?
–No –digo–. Voy a pagar aparte por el bar mitzvah; todas las donaciones que se han recibido deberían excluirse de los honorarios.
–Es una cantidad enorme; no sé si deberíamos darlo todo de inmediato: ¿qué tendríamos que hacer?
–Le preguntaré a Nate cuando vuelva del campamento.
–De acuerdo –dice–. Y respecto a mis honorarios...
Estoy pensando que se dispone a saltar sobre su presa, es la manera de atraparme que utiliza... Como no voy a capitular, ella va a sobrecargar la factura. Me preparo.
–Normalmente cobro entre tres mil quinientos y cinco mil, pero en este caso quiero donar parte de mi tarifa habitual. Me conformaría con mil quinientos, si le parece bien.
La sorpresa me sonroja.
–Es muy amable por su parte; realmente generosa –digo, avergonzado por lo que he estado pensando.
–Hablaba en serio cuando le dije que había sido un placer trabajar con usted... Ha significado mucho para mí –dice.
–Gracias –digo.
Y ahora me está mirando con ojos tiernos.
–Por favor –suplico–, me lo prometió.
–A una chica no se le puede reprochar que lo intente –dice, sonriendo.
Cada viernes por la noche llevo a Madeline y a Cy a un restaurante chino. El señor y la señora Gao, los propietarios, me preguntan si sé de alguna vivienda disponible: el trayecto diario desde Brooklyn empieza a pesarles.
Se me ocurre que podría alquilarles la casa de Madeline y Cy, lo que al menos cubriría los gastos de mantenimiento actuales. El sábado por la mañana llevo a los Gao a la casa.
–Es una casa del sueño americano –dice ella–. Es Leave It to Beaver1 –dice. Deduzco del modo en que toca las cosas que le conmueven precisamente los mismos objetos decorativos que a mí me perturbaron; para ella es como un museo del sueño americano.
–No podemos permitirnos esta casa –le dice el marido a la mujer.
–Pueden –digo–. Lo haremos posible.
Les pregunto cuánto pagan actualmente y si el alquiler incluye el mobiliario. Les ofrezco la casa amueblada por cien dólares mensuales menos.
–Nos pone entre la espada y la pared –dice el señor Gao.
Su mujer le da una bofetada.
–¿Por qué eres siempre tan roñoso? –Agita un dedo hacia él–. No me eches a perder esto. –Y se dirige a mí–. Gracias –dice–. Le estamos muy agradecidos.
–Espero que estén a gusto aquí.
Los días de agosto son abrasadores, no circula aire; todas las tardes descargan tormentas entre las cinco y media y las seis, y a menudo nos dejan sin luz eléctrica. Compro más linternas, pilas y velas para asegurarme de que la cena esté preparada a las cinco; por si acaso.
–¿De qué murió Amanda? –pregunta Madeline una tarde en que se forman rápidamente nubes negras y los primeros retumbos de truenos resuenan en el vecindario.
–¿Amanda? –repito, sobresaltado.
Madeline asiente.
–¿De qué murió? Siempre estoy pensando en los niños que se han quedado sin madre. Tenemos que cuidarlos bien.
Me doy cuenta de que ha fundido a Amanda y a Jane en una sola persona.
–Murió de repente –digo–. De algo de la cabeza.
–Siempre le dolía –dice Madeline.
–No se podía prever –digo.
–Tuvimos otra hija –dice ella–. Una niña que murió antes de cumplir un año. Amanda y su hermana no se acuerdan de ella; eran muy pequeñas cuando nació.
–Creo que lo sabían –digo, con suavidad, pensando en el cariño de Amanda por Heather Ryan.
–Es posible –dice Madeline–. Desde luego sabían que pasaba algo malo, Amanda no paraba de hacerme tarjetas en las que me deseaba una curación rápida.
La noticia en los medios de comunicación de la retirada del relato de Nixon basta para darme acceso a agentes literarios. Entablo correspondencia con Franklin Furness, miembro de una antigua familia de políticos que dirige una agencia de tamaño medio con un claro interés por la historia y la política norteamericanas. «Nos gusta representar a los extremistas; lo que me asusta es la gente de centro», me escribe Furness. «Nada bueno sale del centro; la acción está en los márgenes.» Accede a representar el libro y empezará a proponerlo en cuanto le envíe el texto definitivo.
A las 5.37 de la mañana de un jueves de agosto, una hora que recuerdo únicamente porque se paró definitivamente ese reloj en particular, cayó un rayo sobre el arce que hay al lado de la casa y lo partió en dos con un impacto explosivo que sólo los cielos podían haber provocado. Rajó el árbol de tal manera que la mitad quedó en pie, como había estado durante el último medio siglo, y la otra mitad se derrumbó sobre la casa y una gruesa rama traspasó el muro de lo que había sido el despacho de George, que de pronto parecía un arboreto.
La estruendosa colisión y el olor simultáneo a quemado me saca de mi estrecha cama en la habitación de la criada, al lado de la cocina. Cojo el extintor de debajo del fregadero e inspecciono la casa frenéticamente. Después de descubrir el árbol en el despacho de George, subo corriendo y encuentro a Madeline abrazada a Cy, que está muy erguido en la cama, gritando: «Papá ha disparado la derringer.»
–Una pesadilla –dice Madeline, palmeando la espalda de su marido. Vuelvo corriendo al pasillo y bajo la escalera del desván.
Llena el desván el olor a ozono, a huevos quemados, a pólvora, a moléculas desgarradas y recompuestas.
Mi portátil está en la mesa de cartón, la pantalla apagada ya no proyecta diapositivas del viaje a Sudáfrica; pestañea, tartamudea, se busca a sí misma: está en blanco.
La pared alrededor de la toma donde está enchufado el cable está negra; hay marcas ardientes de quemadura, de unos treinta centímetros o más, que cubren los tablones del suelo de huellas eléctricas tiznadas de hollín.
No hay fuego.
Tessie gime al pie de la escalera del desván. Madeline y Cy están plantados allí en camisón, mirando hacia arriba.
–¿Llamamos a la caballería? –pregunta Cy.
¿Es la señal que yo estaba esperando?
El libro está terminado. Cocinado. No le hace falta más perfección, simplemente está acabado o, más concretamente, electrónicamente implosionado.
No es que la versión del ordenador fuera mi única copia: hay otras, diversas versiones, repeticiones, tres de ellas en pen-drives, incluido uno enterrado en el jardín trasero en una cápsula de tiempo –una caja incombustible que compré en la ferretería– y otra copia enviada por e-mail a la oficina de Franklin Furness.
En otro momento me habría puesto histérico por haber perdido los cambios desde el último backup, o quizá me habría quedado paralizado, atónito ante el ojo parpadeante de la pantalla negra. Curiosamente, siento alivio. Es como si algo que he acarreado durante tanto tiempo se hubiera evaporado, es una gran nube que se disipa. Lo único que debo hacer es aceptar que he terminado. Se acabó. Soy libre. Y estoy extrañamente eufórico.
Y entonces se me ocurre pensar..., ¿era el libro la pestilencia a la que Londisizwe me dijo que me aferraba, la cosa que yo había mantenido cerca como si fuese un compañero? ¿Era lo que llevaba dentro y necesitaba salir? ¿Es esto?
Justo antes de la fecha en que los niños tienen que volver del campamento, llega una carta del hospital donde Jane murió, con un post-it adjunto. «Esta carta llegó hace un par de semanas, perdón por haber tardado en enviarla, estaba de vacaciones. Pero si desea responder, con mucho gusto actuaría en su nombre como un mensajero confidencial. Espero que esté pasando un buen verano. Atentamente.» Y lo firma el médico que se ocupó del caso de Jane.
Hola, me llamo Avery y le escribo para agradecerle el don de la vida. Vivo en Ohio y estaba en la lista de espera para un trasplante de corazón y pulmones desde mucho antes de recibir su donación. En aquel momento no sabía si viviría lo suficiente para tener siquiera ocasión de escribirle. A través de su trágica pérdida recibí un regalo increíble, una segunda oportunidad en la vida, y quiero agradecérselo a usted y a su familia. Confío en que le sirva de consuelo saber lo que para mí ha representado el corazón y los pulmones de su ser querido; desde el trasplante he adquirido una gran fuerza y ahora respiro lo suficientemente bien para caminar y subir un tramo de escalera. Pude volver a la universidad y terminar mi licenciatura; espero continuar mis estudios y ser asistente social o quizá poeta. Y la gran noticia es que voy a casarme. Durante años he estado enamorada de un hombre maravilloso, pero no pude aceptar su proposición de matrimonio hasta que supe que había una posibilidad de construir una larga vida juntos. Y más recientemente he podido viajar y fuimos a California. Fue fantástico. De todos modos, una de las razones para escribirle es decirle que si le parece bien la idea me gustaría mucho conocerle y darle las gracias en persona. Sé que es difícil, pero tengo la esperanza de que ver la oportunidad y la alegría que me han dado le aporte cierto consuelo para afrontar la pérdida de su ser querido. Estoy impaciente por tener noticias suyas.
Avery
Leo la carta y no puedo evitar las lágrimas. Lloro por Avery, por Jane, por Ashley y Nate y Ricardo. Lloro por todos. Y después me calmo. Me calmo porque Madeline y Cy me están esperando para que los lleve a alguna parte, Tessie quiere su comida y los niños llegarán del campamento dentro de unos días y hay cosas que hacer. Guardo la carta.
Los niños vuelven, más fuertes y más seguros de sí mismos. Ricardo trae las medallas que ha ganado en natación, tiro al arco y remo. Llega bronceado, más flaco, más alto, con un swing de golf y un servicio de tenis y ha sustituido las medicinas por un régimen de actividad combinada con aminoácidos y una pastilla de aceite de pescado que dice que sabe a helado derretido; lo pruebo y por poco vomito. Ashley tiene pechos que juro que no tenía hace cuatro semanas. Es una curiosa mezcla, en parte niña y en parte mujer, y penosamente cohibida. Y en el labio superior de Nate hay una pelusilla oscura inconfundible y tiene la voz más grave. Cuentan montones de historias de amistades, aventuras y lenguajes secretos, la exaltación del viaje a Sudáfrica se ha prolongado durante su estancia en el campamento, y no sólo veo crecimiento sino una nueva forma de pensar: las cosas son posibles.
Ricardo me regala una cartera que ha hecho para mí con parches de cuero sobrehilados y mis iniciales grabadas en la parte delantera. Ashley ha construido un caja rectangular que parece un televisor con un pequeño retrato de su madre pintado en la pantalla. Nate trae restos de animales que encontró en los bosques de alrededor del campamento –el cráneo de una ardilla, la piel de una serpiente– y una docena de cagarrutas de búho que parte por la mitad para enseñarnos a identificar qué animal ha comido el búho.
Sólo quedan dos fines de semana hasta el comienzo del curso. Reúno a los niños y les hablo de Avery.
–¿Os gustaría conocerla?
–Sí –dicen, inequívocamente.
–¿O sea que es como una mamá nueva? –pregunta Ashley, exigiendo aclaraciones.
–No –digo.
–¿Una madrastra? –insiste.
–No exactamente.
–¿Una mamá trasplante?
–¿Qué te parece si es sólo una mujer de Ohio? –dice Nate–. No es pariente nuestra.
–Pero tiene el corazón y los pulmones de mamá; ¿no crees que eso la cambia? Me refiero a que es más como mamá que nadie, aparte de nosotros.
Nate se encoge de hombros.
–¿Sabes qué, Ashley? Puedes ser lo que tú quieras que sea.
–Gracias –dice Ashley.
Se lo explico a los niños y después intento explicárselo a Madeline y a Cy, que no me siguen del todo: lo máximo que logran comprender es que esta mujer, Avery, ha heredado algo precioso que perteneció a Jane.
Cy parece nervioso.
–Yo sólo vendía seguros –dice repetidamente–. No me metía en tecnicismos. Cuando se morían no solían volver. ¿No se trata más bien de una cuestión de patrimonio?
–Sólo viene a dar las gracias –digo.
–¿Por qué mi madre no donó sus órganos? –me pregunta Ricardo por la noche, en privado–. ¿Sólo los blancos ricos pueden hacer eso?
–No –digo–, todo el mundo puede, pero tienes que decidirlo de antemano, y tienes que morir de un modo que los órganos se conserven para que sean viables.
–¿Qué quiere decir «viable»?
–Tu madre murió en el lugar donde se prudujo el accidente de tráfico; Jane murió en un hospital donde pudieron suministrarle el oxígeno a su cuerpo, se aseguraron de que sus órganos se mantenían sanos y luego se los extirparon lo más rápido posible.
–¿Tienes que estar muerto para donar tus órganos? –pregunta Ricardo.
–Normalmente sí –digo–. Hay algunos órganos de los que tenemos dos, como los riñones, y entonces puedes donar uno estando vivo.
–Quiero donar un órgano –dice Ricardo.
Asiento.
–Es una idea estupenda –digo–. Pero no puedes hacerlo hasta que seas mayor.
–Muy bien –dice él–, pero en cuanto sea mayor los doy todos.
El sábado al mediodía conocemos a Avery y a su novio en la hamburguesería local. A George le gustaba frecuentarla porque lo conocían y le daban una mesa desde la cual podía ver los dos televisores al mismo tiempo. Yo siempre la detesté porque parecía ser el sitio donde iban los maridos desdichados cuando se escapaban de su casa –aunque sólo fuese durante una hora– para empaparse de cerveza y del consuelo de otros desgraciados.
Avery y Mark, su novio, ya están allí; cuando entramos los veo toqueteando nerviosos los chocolates de menta que hay al lado de la caja.
Ella es baja y lleva el pelo muy corto, como Jean Seberg o Mia Farrow.
–Tú debes de ser Avery –digo al acercarnos.
–Guau –dice ella–. Mira cuántos sois.
–Yo soy Ashley –dice Ashley, tendiendo la mano.
–Nate –dice Nate, que se queda atrás y saluda simplemente con la mano.
–Ricardo –dice Ricardo, y estrecha la mano de Avery y Mark.
Les presento a Madeline y a Cy y propongo que nos sentemos a una mesa.
–Se está bien aquí –dice ella–, es muy familiar. Es como si ya hubiera estado antes.
–Es una hamburguesería –dice Mark–. Son todas muy parecidas.
–A mí me gusta ésta –dice Avery.
Cuando la camarera nos atiende, Avery pide una hamburguesa bien hecha y Ashley comenta que a su madre también le gustaban así. Avery sonríe.
–Entonces, ¿por qué necesitó el trasplante...? ¿Le puedo preguntar esto? –inquiere Nate–. Quiero decir que está bien que no responda si es demasiado personal.
–Descuida –dice Avery–. Tengo un síndrome congénito. Empeoró cuando era adolescente. No podía salir en verano porque en teoría no debía sudar; no podía hacer ningún deporte ni tomar sal ni un montón de diuréticos, Lasix, Digoxin, hierro, vitaminas. La muerte súbita era una amenaza constante. Salía de casa por la mañana y me preguntaba si volvería. Fue cuando empecé a escribir poemas –dice–. Los escribía para soportar el estrés. Incluso escribí uno sobre esta visita de hoy.
Llegan las bebidas. Ricardo rompe el hielo tirándole a Mark por encima de la mesa el envoltorio de papel de su pajita.
–Para el trasplante –prosigue Nate–, ¿te dejan elegir de quién quieres que sea? O sea, ¿pueden recibirlo de esta mujer o aquel tío, o...?
Ella mueve la cabeza.
–Hay una lista de espera muy larga para los trasplantes. Esperas y esperas y entonces los médicos tienen que pensar que se acoplan bien y, por extraño que parezca, las mujeres no se arreglan bien con los corazones de hombres.
–¿Dónde se conocieron? –pregunta Ashley, mirando a Mark.
–En la sala de espera de un cardiólogo –dice Mark–. Yo estaba acompañando a mi abuela.
–Recordádmelo otra vez, ¿qué parentesco tienen con nosotros? –quiere saber Madeline.
–Ninguno –dice Nate con firmeza.
–¿Y cómo es Ohio? –pregunto, intentando controlar la situación embarazosa, y no sé muy bien si soy el único que la percibo.
–Bonito –dice ella–. Muy bonito. Acabo de darme cuenta de que es la primera vez que salgo del estado con un corazón nuevo.
–¿Le dijeron algo sobre la donante? –pregunta Nate.
–No. Todo es confidencial; es un hecho muy importante, algunas personas no quieren saberlo. ¿Hay algo que les gustaría preguntarme?
Llegan las hamburguesas.
–Mi madre estaría feliz por usted. Le gustaba hacer cosas por los demás. Era muy generosa –dice Nate, con la voz quebraba por la emoción
Cuando Avery tiene que ir al cuarto de baño, Ashley la acompaña. Más tarde, Ashley me dice que Avery le ha enseñado la cicatriz: le llega hasta la mitad del cuerpo, como una cremallera.
Cuando se queda solo en la mesa, Mark nos dice lo agradecida que está Avery por habernos conocido.
–Lo ha pasado muy mal desde el trasplante; en cierto sentido ha cambiado y no sabe en qué exactamente; tiene pesadillas, pensamientos negros.
–Es una operación muy seria –digo.
–Morirse es peor –dice él, y ya está dicho todo.
–Tenía muchas ganas de darles las gracias –dice Avery cuando vuelve del baño. No vuelve a sentarse. Es una de esas comidas que se terminan antes de que alguien haya comido realmente.
Cy envuelve su hamburguesa en una servilleta y se la mete en el bolsillo de la chaqueta; Ricardo lo ve y hace lo mismo, pero también añade sus patatas fritas en forma de cuadrícula. Cuando salimos, Ashley pregunta a Avery y a Mark si les gustaría venir a nuestra casa. Nate parece acongojado.
–Claro –dice Avery–. Sólo una breve visita.
Yo encabezo la marcha y Mark me sigue muy de cerca por la cuesta hacia casa. Echo un vistazo a Nate por el espejo retrovisor.
–¿Estás bien, chico? –pregunto.
–No –dice él, rotundamente–. No estoy bien.
Cuando aparco en el camino, es el primero que se apea y entra en casa. La puerta de entrada se queda abierta como un agujero en la fachada, una herida abierta.
Mark y Avery estacionan en el bordillo y Tessie se acerca brincando y se detiene en el borde de la hierba, ladrando.
–¿No le gusta la gente? –pregunta Avery.
–Es muy simpática, pero no cruza la raya –aventura Madeline.
–¿La raya? –pregunta Mark, dando la vuelta al coche hasta el lado de Avery.
–La valla invisible –digo.
Avery se apea. Se queda mirando la casa pero, inestable de repente, se tambalea y vuelve a sentarse en el asiento del coche.
–Ayyyy. Ayyyy.
–¿Qué? –pregunta Mark.
–Tessie –le imploro–, deja de ladrar.
–Mi cabeza –dice Avery.
–¿Se ha dado un golpe? –pregunto.
–No –dice ella, como si le molestaran todas mis preguntas–. No es como un dolor de cabeza. Es como si algo me aporreara por dentro. Oh, no me siento bien, no me siento nada bien.
–Un segundo –dice Ashley, y corre hacia la casa en busca de algo.
–¿Ésta es la casa? –pregunta Avery.
–Es donde viven –dice Mark.
–Sí –digo, plenamente consciente de por qué lo dice Avery.
–Creo que me duele la cabeza porque esta casa es el lugar donde sucedió –dice.
–Es como una extensión –dice Mark. Lo oigo debatirse con la idea de que su prometida no es la que era.
–Es real –digo, esperando tranquilizarles a los dos–. El corazón de Jane sabe...
Les hablo de la memoria celular y repito la historia de la niña a la que le trasplantaron el corazón de un niño de diez años que había sido víctima de un asesino: «La receptora empezó a tener pesadillas horribles, y al final llamaron a la policía; los sueños eran muy precisos y facilitaron las pistas que resolvieron el asesinato.»
–Creo que deberíamos irnos –dice Mark.
Ashley llega corriendo con un regalo envuelto para Avery.
–Es algo que hice para mi madre; quiero que lo tengas tú.
–Gracias –dice Avery, y es evidente que su dolor de cabeza empeora.
Mark arranca el coche y mete la marcha. El vehículo da un salto hacia delante; todos nos apartamos.
–Tengo que irme, cariño –le dice a Ashley–. Estaremos en contacto...
–No veo del todo claro lo que quería –dice Madeline, mirando al coche que se aleja.
–No quiero volver a verla –dice Nate, cuando todos estamos ya en casa–. Ha sido demasiado raro, como en los tráilers de esas películas de M. Night Shyamalan.
Nate se pasa la noche levantado. Oigo pasos y lo intercepto en la sala.
–¿Qué pasa? –No contesta–. ¿Eres sonámbulo?
Lo niega con la cabeza y se sienta en el sofá.
–¿A qué ha venido? Es como si quisiera que le digamos que nos parece estupendo que tenga el corazón de mamá, que lamentamos que tenga remordimientos para que así se sienta mejor. ¿Y si no nos parece bien, si no nos gusta nada? ¿Y lo de que nadie pensara ni un minuto en mí o en Ashley cuando estaba pasando todo aquello? –Continúa, incansable. No lo interrumpo. Lo miro. Escucho. Le doy una palmada en la espalda. Él se balancea de atrás adelante, descargándolo todo, escupiéndolo. Vierte al exterior cada cosa que ha sentido desde entonces; en algunos momentos llora, o desorbita los ojos y grita. Ashley y Ricardo aparecen en la cima de la escalera y preguntan si todo va bien.
–Sí –digo–. Nate está muy disgustado, pero se le pasará.
A decir verdad, no estoy seguro. Está explotando; le sale de dentro todo lo que se ha esforzado en retener desde hace mucho tiempo.
Tessie, que está con nosotros en la sala, también aporta su ayuda. En algún momento de la noche empezamos a hablar del viaje a Sudáfrica; revivir nuestras aventuras parece calmar a Nate. Le digo lo de la página web que hizo Sofia para el viaje, que colgó fotos y artículos sobre la experiencia, seleccionados de entre los e-mails y fotos que le envié, y que el sitio ha recibido muchas visitas de gente que ha hecho donaciones. Le digo que hay cerca de treinta mil dólares en la cuenta.
–Lo dices para que se me pase.
–Nate, es la una y media de la mañana. ¿Por qué iba a mentirte?
Lo llevo al ordenador de su padre, le enseño la página y los comentarios de la gente diciendo que les ha impresionado ver a un joven comprometido con la causa del cambio social.
–¿Lo del dinero es verdad? ¿Lo tenemos realmente?
–Sí –digo–, está en una cuenta bancaria a tu nombre.
–¿Puedo llamar a Sofia para darle las gracias? No sabía que se hubiese interesado tanto. O sea, es realmente increíble que alguien que no tiene nada que ganar nos apoyara tanto.
–Sí –digo–, no es frecuente.
–Y deberíamos encontrar un momento para hablar con Sakhile de lo que quieren hacer con el dinero –dice–. ¿Le mandamos un e-mail ahora?
–Claro –digo, y lo hacemos.
–¿Y si intentamos dormir un poco? –propongo. Él asiente–. Escucha, lamento mucho lo de hoy..., no lo habría propuesto si hubiese sabido que te afectaría tanto.
–Yo no sabía que me afectaría así –dice él.
Lo sigo al piso de arriba y por el pasillo hasta su habitación.
–¿Me lees algo? –dice.
–Claro –digo. Él coge de la estantería un libro de cuando era más pequeño y se introduce a gatas en la cama. Le leo como si fuera un niño, y mientras leo Ricardo vuelve a despertarse y también escucha, y cuando he terminado le doy a Nate en la frente un beso de buenas noches y después otro a Ricardo.
–¿Tengo que preocuparme por ella? –pregunta Nate cuando estoy saliendo de la habitación.
–No –digo.
Por la mañana, Sakhile nos ha respondido varias veces al mensaje preguntando cuándo podemos hablar; para él cualquier momento es bueno. Quiere saber cuánto dinero les va a llegar y cuándo.
Fijamos un encuentro por Skype con el pueblo y dejo que Nate les cuente lo del sitio web y lo de las donaciones.
–¿Cuánto? –pregunta Sakhile, excitado, vía Skype.
Nate pospone suavemente una respuesta directa.
–Bastante –dice–. Suficiente para que se note.
Y enseguida la conversación se centra en las necesidades. Desde Sudáfrica nos dicen que el pueblo debería tener un coche o un autocar que enlace con las poblaciones más grandes.
–Un autocar es una salida al exterior –dice Nate–. Hablemos de puertas adentro; de cosas que mejoren la vida en el pueblo.
–¿Televisión por cable y un televisor grandísimo? –sugiere uno de los sudafricanos.
–Estoy pensando más bien en algo como excavar un pozo –dice Nate, con la voz cada vez más tensa y triste.
–Eso sería muy caro –dice Sakhile.
–Precisamente –dice Nate–. Es una oportunidad única en la vida.
La conversación prosigue y los sudafricanos hablan de todas las cosas que podrían comprar, desde guitarras eléctricas hasta Vespas y neveras.
–Basta –dice Nate–. Os estáis volviendo igual que nosotros: no pensáis en vuestro pueblo, vuestros padres, vuestros hijos, vuestro futuro; estáis pensando en que queréis un cochazo y un televisor gigante.
Todos guardamos silencio.
–El chico nos señala el camino –dice Londisizwe.
–No vamos a solucionar esto esta noche –digo–. Vamos a pensárnoslo y hablamos pronto otra vez.
–Tengo mala conciencia –dice Nate cuando dejamos el ordenador–. He creado un monstruo.
–No lo has creado tú –digo.
–Bueno, lo he alimentado –dice él, asqueado de sí mismo.
–Nadie es inmune. Desear es parte de la naturaleza humana, que cada generación aspire a más. La gente confunde los logros con otros tipos de progreso. Es la medida del éxito.
–¿El que tiene más juguetes gana? –dice Ricardo.
–No tienes por qué darles el dinero –sugiero.
–Es suyo –dice Nate–. Me lo han dado para ellos. Lo que hagamos con él tiene que ser para el pueblo, para su futuro: comida, viviendas, garantizar la calidad del suministro de agua.
–Me impresiona que no te desentiendas –digo.
–No puedo desentenderme –dice Nate–. Yo empecé esto.
–Y no puedes reprochárselo. Son de otro país, pero viven en el mismo mundo que nosotros.
El fin de la semana del Día del Trabajo lo dedicamos a preparar y comprar el material escolar.
El martes todos hacemos el peregrinaje de regreso con Nate al internado. Él parece que disfruta mostrando el lugar a Cy y a Ricardo, y éste pregunta si algún día podrá ir a un colegio parecido.
–Sí –digo–. Si quieres.
Dejamos a Nate instalado en su habitación de la residencia de estudiantes, Cy le da veinte dólares de «dinero de bolsillo» y emprendemos el regreso a casa. Al día siguiente, Ashley y Ricardo empiezan las clases en la escuela pública al final de la calle, y para el fin de semana Madeline y Cy se matriculan en un programa de tres días semanales dedicado a la tercera edad.
Hasta mi madre se inscribe en el curso mixto del otoño y me informa de que ella y su marido vuelven a la escuela. Se han matriculado en OLLI, una organización consagrada al aprendizaje vitalicio y tienen clases de ciencias políticas y radioteatro.
Nadie parece darse cuenta de que soy el único que no ha vuelto a las aulas. Ahora estoy oficialmente en paro; es una sensación desconcertante; combato el estrés organizando la vida de todos los demás.
La casa rebosa de vida. Continuamente hay gente que va y viene. Ricardo se agencia como mascotas a una rana y una tortuga y recibe clases de batería. Ashley reanuda las suyas de piano. Los fines de semana hay actividades como la recogida de las hojas; a Cy y a Ricardo les divierte formar montículos enormes y luego saltar dentro o simplemente pasar a través de ellos y volver a recogerlo todo. Pedimos prestada a los Gao su furgoneta y hacemos excursiones en grupo para ver el follaje o ir a recoger manzanas y calabazas. Todo es agradable y transcurre sin más percances que los veinte minutos en que Cy se pierde en un laberinto de maíz.
Me entrevisto con Hiram P. Moody para hablar del flujo de caja; parece pensar que no hay un problema de liquidez.
–Las familias son como países pequeños –dice–. Es un ecosistema, un flujo y un reflujo. Cy y Madeline pueden estar tranquilos con el dinero que entra del alquiler de la casa, los cheques de la seguridad social y los ingresos procedentes de inversiones. Por lo que respecta a Ashley y a Ricardo, usted funciona como un cajero humano, pero entre la cobertura del seguro de vida de Jane, la indemnización que recibió George de la cadena de televisión, las inversiones previas del matrimonio y el pago realizado por el colegio de Ashley puede considerarse más que afortunado.
Trato de vivir con arreglo a mis recursos; son limitados, pero usufructo el vestuario completo de George, y cuando caduca mi seguro suscribo una póliza de salud por cuenta propia, y aparte de esto tengo pocas necesidades.
Llevo la cuenta de todo el dinero en cuadernos de contabilidad –uno para cada niño, otro para Cy y Madeline, otro para la casa y otro para mí– donde anoto meticulosamente cada gasto y con qué fondos se paga. Esto no sólo me da algo que hacer, sino que me protege de un miedo persistente a que me acusen de mal administrador.
Cy está cada vez más frágil, más desmemoriado y le cuesta «contenerse». Todo lo cual conduce a una visita al médico, que básicamente dice: «Cada cual tiene lo que tiene y no cabe esperar más. Nadie es eterno.»
Pido al médico que salga de la consulta para hablarle en privado. Dejamos a Cy sentado en la camilla, con sus largas, pálidas y lampiñas piernas, casi azules y con venas, como un pollo desplumado.
–¿Qué quiere decir «nadie es eterno»? –digo en el umbral de la consulta. El médico se encoge de hombros–. ¿Qué edad tiene usted? –le pregunto.
–Treinta y siete –dice.
–Tiene una caradura de cojones –le digo.
–¿Qué quiere usted? –pregunta–. ¿Quiere analgésicos, Valium? Dígame –prosigue, risueño.
–Lo que yo quiero es compasión, cierta comprensión de lo que es estar ahí sentado con esa bata que está a un paso de una mortaja y preocupado por saber lo que te pasa.
–Vale –dice él. Volvemos a la consulta y el joven médico se sube de un salto a la camilla junto a Cy y dice:
–¿Me oye bien?
–No hace falta que grite –dice Cy–. Soy viejo, pero no ciego. Le veo mover los labios.
–Está en buena forma –dice el médico–. Cuanto más ejercicio y paseos al aire libre, tanto mejor; no deje de moverse, disfrute.
Y salta de la camilla y me da un par de recetas: estatina para el colesterol de Cy, Flomax para la próstata, Valium, si se tercia, para la ansiedad. Me guiña un ojo y se va.
En su programa de adopción del judaísmo, Ashley me pide que por favor consiga entradas para el Yom Kippur. Tras haber renunciado a renovar mi pertenencia al templo al que asistían George y Jane, heme aquí comprando entradas online a un «liquidador». Me molesta la idea de «comprar» entradas para un oficio religioso anual; soy consciente de que para muchos judíos el Yom Kippur marca su visita anual al templo, y también de que es la fecha en que las sinagogas recaudan sus fondos para todo el año; pero no me parece correcto.
Me encuentro con un tipo en una esquina y pago seiscientos dólares en metálico por dos entradas de «socios» a los actos del Yom Kippur en un templo conservador de Scarsdale.
Emocionada, Ashley insiste en que lleguemos temprano para conseguir buenos asientos. Permanecemos horas sentados, y cuando por fin llegamos al Viddui, la confesión comunitaria del pecado, aquí estoy yo unido a todos los demás, dándome golpes en el pecho y arrepintiéndome «de los pecados que he cometido ante ti». Existen como mínimo veinticuatro pecados: el de traición, el de tener un corazón malvado, inducir a otros a pecar, comer lo prohibido, decir falsedades, burlarse del prójimo, ser desdeñoso, avieso, rebeldemente transgresivo, el pecado de haberse alejado de Dios... Me aporreo el pecho junto con el rabino mientras recita la letanía de nuestras maldades. Soy culpable. Soy culpable de más cosas de las que sabía que podía ser culpable.
–Somos malos –me susurra Ashley–. Escucha todo lo que hemos hecho, todo el daño y problemas que hemos causado.
Yo me despejo un poco.
–Somos humanos, Ashley. Nos arrepentimos porque a pesar de todos nuestros esfuerzos siempre hacemos daño a los demás y a nosotros mismos. Por eso cada año pedimos perdón a todos los que hemos herido, y cada año nos presentamos ante Dios y le pedimos que nos perdone.
Ella se echa a llorar.
–Es tan terrible –dice.
–¿El qué? –pregunto.
–Lo de ser humanos.
Cuando menos me lo espero recibo una llamada del departamento de servicios sociales para acordar una visita a domicilio relacionada con mi solicitud pendiente de asumir la función de padre putativo.
–Ha habido una cancelación; la asistente social puede pasar mañana, ¿o quiere que le apunte para el 23 de diciembre...?
–Mañana me va bien –digo–. ¿A qué hora?
–A cualquiera entre las nueve y las cinco –dice ella.
–¿Podríamos estrechar ese margen? –pregunto.
–No –dice la mujer.
–De acuerdo, entonces.
La asistente social llega a las dos de la tarde en un cochecito común y corriente. Tessie ladra.
–No me gustan los perros –dice la mujer cuando le abro la puerta.
–¿Quiere que la lleve a la otra habitación?
–Por favor –dice ella.
Pongo la correa a Tessie y pido a Madeline que no la suelte. Escolto al interior de la casa a la asistente y a su gruesa carpeta.
–¿Así que el chico ya está viviendo aquí? –pregunta.
–Desde la primavera, a petición de su tía –digo.
–¿Dónde duerme? –pregunta la mujer.
Le conduzco a la habitación de Nate y le muestro la litera; Ricardo ocupa la de abajo, con todos los animales de peluche.
–Le gustan los animales –digo, enseñándole la rana y la tortuga.
–¿Cómo va al colegio?
–Va con Ashley, mi sobrina; van y vuelven andando.
–¿Ha completado usted su formación de representante legal?
–Todavía no. Me he apuntado para empezar dentro de unas semanas; no había sitio en las clases.
–¿Y ha pensado en el impacto que supone un hijo adoptivo en la familia?
–Sí –digo–. La familia está encantada; la idea fue de los niños.
–¿Su criterio sobre la disciplina?
–Firme pero flexible.
–Veo que sus padres viven con usted –dice.
Asiento y no digo más.
–¿Y el pequeño anexo que hay en el jardín?
–Es una construcción temporal –digo–. Una celebración del otoño.
–El niño no puede dormir ahí –dice con firmeza.
Asiento.
–Por supuesto que no.
–¿Su solicitud menciona un gato? –dice la asistente cuando los dos gatos pasan corriendo.
–Tuvo gatitos –digo, y la acompaño para mostrarle el resto de la casa.
–¿Cuántos niños viven en el domicilio? –pregunta ella.
–Tres –digo.
–No te olvides de nuestros bebés morenos –grita Madeline–. En total son cinco.
La asistente se eriza visiblemente ante las palabras «bebés morenos».
–Son gemelos –grita Cy por encima de la retransmisión del torneo de golf.
–Los bebés son muñecos de Sudáfrica –explico–. Los muñecos son muy buenos para los ancianos, creen que son de verdad.
La asistente asiente, sin interés.
–Si aprueban su solicitud, le pagarán la manutención y los cuidados; recibirá una asignación para ropa; puede solicitar dinero para gastos especiales, como programas posescolares, clases particulares, un abrigo de invierno y prendas de vestir para actos religiosos. Pero, habida cuenta de las restricciones presupuestarias..., no lo pida. Para evitar que parezca una servidumbre, por favor no permita que el niño cocine, limpie o haga algo que pueda conceptuarse como trabajo remunerado.
Me entrega unos papeles para que los firme y se va.
–Espero que no vayas a contratar a esa mujer para trabajar aquí –dice Madeline–. A Tessie y a mí nos ha parecido arrogante.
Estoy en el A&P cuando llama Amanda. Miro alrededor, pensando que quizá esté aquí, observándome a través de las barras de pan, espiando por encima de la montaña de naranjas navel.
–¿Dónde estás? –pregunto.
No quiere decírmelo.
–¿Estás bien?
–Sí. ¿Y tú?
El carácter adventicio de su llamada me ha pillado desprevenido. Lo tomo como una intrusión.
–Bien –digo–. Curiosamente, ahora mismo estoy en el A&P; han cambiado la distribución del espacio, han puesto un sendero nuevo, como una carretera rural serpenteante, se supone que para que hagas las compras de un modo más natural, más relajado.
Hay una larga pausa.
–¿Qué más? –pregunta.
–He terminado mi libro –declaro, y omito el episodio del rayo–. Tus padres se encuentran bien; los niños están en la escuela. ¿Qué has estado haciendo?
–Es difícil de explicar –dice.
Noto que mi frustración aumenta; ahora me irrita la opacidad de Amanda, que era lo que le daba un aire imperioso, la imposibilidad de saber lo que estaba pensando realmente.
–¿Puedo hacerte una pregunta? –Hago una pausa–. Cuando suceda «algo», ¿quieres saberlo?
–No –dice rotundamente–. La verdad es que no. Me gusta no saber, sólo imaginar. Saber podría cambiar algo; yo podría acabar haciendo algo de un modo distinto. No quiero cargas.
–Muy bien –digo–. Hazme un favor...
–¿Qué? –pregunta.
–No vuelvas a llamar a este número. –Hago una pausa–. No todo gira alrededor de ti, Amanda, no puedes dejar a tus padres con un perfecto desconocido, como si fueran el resguardo de un abrigo, y volver a recogerlo cuando te viene en gana, para asegurarte de que todo está igual que como lo dejaste.
Oigo en el trasfondo el crujido de un papel.
–Un par de cosas –dice, haciendo caso omiso de lo que he dicho–. Mis padres van todos los años al partido de la marina y el ejército en West Point; tienen entradas para la temporada. ¿Te lo han mencionado?
–No –digo–. Ni pío.
–Y el 25 de septiembre es su aniversario. Cuarenta y cinco años de casados.
Mientras habla yo estoy en la sección de lácteos, llenando el carro; leche desnatada para Ricardo, sin lactosa para Cy, de soja para Ashley, y Peppermint Mocha Latte instantáneo de la Maxwell House Internacional para Madeline, que la denomina su «adicción». Mientras recorro de arriba abajo los pasillos, cogiendo pan, galletas saladas, servilletas de papel, Amanda sigue dándome detalles sobre cosas como que hay que deshollinar la chimenea, cerciorarse de que suban las contraventanas. Está descargando información, soltando cada fragmento como una hoja otoñal, a merced de la brisa según va cayendo al suelo. Al cabo de unos minutos digo:
–Amanda, déjalo estar, no tienes que preocuparme más por estas cosas. No tienen importancia, ninguna importancia, sólo son cosas.
–Las cosas de la vida –dice ella–. He puesto todo esto por escrito para pasártelo.
–Eso son instrucciones de uso; no lo que necesitas pasarme. Tengo que irme –digo, y me dispongo a colgar–. Cuídate.
En el trayecto en coche a casa me embarga una abrumadora sensación de miedo: ¿me he propasado? ¿Tomará represalias? Me imagino a Amanda entrando a hurtadillas en casa en mitad de la noche para llevarse a sus padres por la escalera, para reclamarlos. Me imagino anticipándome; lo embalo todo y me meto bajo tierra, como en uno de esos programas de protección de testigos. Cy y Madeline son míos ahora. Los utilizo; los niños los utilizan. No puedo permitirme el lujo de perderlos.
Cy me dice que necesita mi ayuda.
–Tenemos que hacer un viajecito... a la antigua casa. Dejé algo allí.
–No hay problema –digo–. Sea lo que sea, la señora Gao puede traerlo.
–No, tenemos que ir tú y yo solos, esta noche, con una pala –dice.
–¿En serio?
–Sí.
Telefoneo a los Gao y les informo de que vamos a hacerles una visita sorpresa y les pido que finjan que no nos ven. En cuanto ha anochecido vamos allí con dos palas y un par de linternas atadas en la frente que he comprado en la ferretería.
Cy da diez pasos desde la puerta del sótano y tres a la izquierda y empieza a cavar.
–Está como a unos cuarenta y seis centímetros bajo tierra –dice.
–Eh, déjame, tengo la espalda más fuerte. –Me observa excavar durante un par de minutos y luego empieza a cavar otro agujero, a unos treinta centímetros del otro–. ¿Hay más de uno? –pregunto.
–Siete u ocho –dice.
Sigo cavando hasta que oigo el sonido de la pala golpeando metal.
–Bingo –grita Cy.
Nos ponemos a gatas y yo quito el polvo de la parte superior de lo que resulta ser un bote de municiones militares del calibre 50, y de repente me invade el terror.
–Tienes munición enterrada en el jardín..., ¿explosivos? Podría ser peligroso. Podríamos volar por los aires.
–No son explosivos..., es dinero. Lo puse dentro del bote porque es impermeable. ¿Por qué crees que nunca he querido saber nada de un sistema de aspersión en este terreno? Me habría arruinado mi plan de pensiones.
Se ríe, ufano.
–Cy, ¿me estás diciendo que tienes seis o siete botes de dinero enterrados aquí atrás?
Asiente alegremente.
–Sí, nunca me he fiado de los mercados, así que puse a buen recaudo lo que pude, un poco aquí y allá a lo largo de los años.
–¿Y esto no es el dinero que robaste?
–No –dice, sacudiendo la cabeza–. Aquél lo devolví; éste es mío.
–¿Estás seguro, Cy?
–Totalmente –dice–. Sigue cavando.
Y eso hago. Cavo durante horas; encontramos seis botes.
–Es extraño –dice Cy–. Habría jurado que había más.
Me encojo de hombros. Estoy casi lisiado, me va a estallar la cabeza, pienso que podría sufrir otro ictus de un momento a otro.
–Basta, Cy. Haya los que haya, basta.
Él asiente.
–Hay diez mil en cada bote –dice.
–¿Sesenta mil dólares?
–Vendía seguros, hijo, y era puñeteramente bueno. Los seguros eran un gran negocio en aquel entonces, a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Todo el mundo pensaba que íbamos a saltar hechos pedazos... Yo andaba con mucho ojo: me guardaba aparte cada prima, cada pequeña bonificación. Escucha –dice cuando estamos terminando–, sé que cuesta sus buenos dólares cuidar de Madeline y de mí. Y se acerca Navidad y quiero hacer algo por los niños; quizá comprarles bonos del Estado. Y bueno, si te digo la verdad, siempre he querido un tren de juguete. Cada Navidad, a pesar de mi edad, me levanto todavía con la esperanza de que me lo hayan regalado. Y te diré que este año lo encontraré en casa, porque voy a comprármelo. Vendrás conmigo –dice–. Iremos a Nueva York y elegiremos uno. –Hace una pausa–. Entonces..., ¿crees que tengo suficiente para el tren?
–Sí, Cy, creo que te llega con ese dinero.
Rellenamos juntos los hoyos y trazo un plan para volver y reparar los daños causados al césped.
–Antes de que se den cuenta –dice Cy; lo cual es, por supuesto, imposible, porque los Gao llevan varias horas observando por las ventanas de la fachada trasera y preguntándose qué demonios hacemos mientras desenterramos los pesados botes verdes de metal.
–Debería habértelo preguntado antes de empezar –dice Cy–, pero doy por sentado que lo que hemos hecho aquí esta noche quedará entre nosotros.
–No diré ni pío –digo.
Llega una carta sin sello ni remitente. Está pulcramente mecanografiada sobre una bonita hoja de papel azul.
Franklin Furness me dio a leer su manuscrito; quería mi opinión extraoficial sobre la veracidad de los hechos. Saqué mis conclusiones y quise mandarle unas líneas, una nota de enhorabuena. Me sorprendió agradablemente ver que su fe en el sueño sobrevive junto con la esperanza de que el corazón de los hombres no sea tan oscuro como su conducta podría inducir a creer. La niebla tóxica de la historia nunca se despeja realmente, hay una enorme cantidad de cosas que nunca sabremos, basta con decir que durante mucho tiempo no ha habido un gobierno del pueblo. Es una empresa, una multinacional; el país de los libres y el hogar de los valientes tal como le hizo comprender la República Popular de China. Las fuerzas históricas están subestimadas –al igual que los físicos describen la gravedad como una fuerza débil–, es asombrosamente fácil refundir la forma de la historia. Y aquí nosotros, usted y yo, una vez más la vanguardia y el centro del Zeitgeist, lo fragante y lo hediondo, mezclamos hechos y lo que uno confía en que sea ficción y que borbotea como un antiguo foso de alquitrán. Y aunque podríamos deleitarnos en la justeza de nuestras cavilaciones conspirativas; y, sí, teníamos razón en todo momento; nuestros Doppelgängers están actuando de nuevo. ¿Se da cuenta de que actualmente hay más de ochocientos cincuenta asalariados que disponen de una licencia de seguridad ultrasecreta? Nadie sabe quién maneja esos hilos y ni siquiera los que están autorizados a saberlo pueden mantenerse informados. Se podrían urdir uno o diez planes, enhebrados de tal modo que llevaría años desentrañarlos sin nadie al mando. Esto es el nuevo terrorismo, pulsar botones creados por personas que se limitan a desempeñar su trabajo sin conocer la causa y el efecto, el vínculo entre una acción y otra. Simplemente mire la definición de drone: un zángano sin aguijón, alias un hombre impotente, del tipo más peligroso. Un extraño zumbido en el oído, que ya no es una humilde abeja, sino un falso insecto que pueden introducirte en tu casa, posarlo en la mesa del comedor o hacer que se te meta dentro de la oreja y, obedeciendo a la orden de una tecla informática, mandarte a tomar por culo a ti y tu casa, y nunca sabrás por qué. Están entre nosotros y nunca sabremos quiénes son ni qué está pasando. Es algo más grande de lo que cabría imaginar. Cuarenta y nueve años después del gran acontecimiento –la implosión de la política norteamericana, la inauguración de nuestra era aciaga–, hemos llegado a este punto. Como podrá figurarse trabajo en mi propio libro –parece que todavía somos unos pocos los que pensamos de un modo semejante–, con el bagaje a cuestas, algo que necesitamos sacarnos del pecho antes de que sea demasiado tarde. De todos modos, lo que quiero decirle es: enhorabuena. Buen trabajo. Siga así. El mundo necesita más hombres como usted, Silver.
Leo la carta varias veces. No puedo evitar que me complazca. Es lo que quería oír: confirma mis opiniones, mis sospechas, la esperanza de que mi libro sirva para algo. Doy por sentado que se trata de mi «amigo» del bufete, el tipo del ascensor, pero ¿quién es? ¿Es alguien a quien debería conocer, un nombre conocido? Me guardo la carta en el bolsillo, pensando que más tarde le daré más vueltas: quizá haya algo en el texto, una expresión, un modo de hablar, que me suene de algo.
Llama Walter Penny para decir que han vuelto a trasladar a George.
–Tenía molestias de estómago y le enviamos a un lugar con mejor atención médica. Puedo darle la dirección e información sobre las visitas; hace ya algún tiempo que no le ha visto.
–El incidente sigue fresco en mi memoria –digo.
–¿Recibió el cheque? –pregunta él, como si esto lo arreglase todo.
–Sí, gracias.
Walter me da la información sobre la cárcel.
–Está como a una hora de donde está usted, a la orilla del Hudson.
Voy en coche al día siguiente. Por fuera el lugar es bucólico, asentado en el paisaje como un viejo castillo o fortaleza. En el aparcamiento hay una plaza para el empleado del mes con su nombre escrito con rotulador rojo en un rectángulo blanco. Al entrar miro por casualidad a una casa vieja que hay a la derecha y, como si presenciara una aparición, veo a un hombre atildado que lleva una vieja chaqueta de pana de color canela y que sale por la puerta y se dirige a una antigua ranchera, y pienso que es el espectro de John Cheever que sale a dar una vuelta.
Es un paraje bucólico por fuera, pero como un horno dentro, sudoroso, pegajoso, con un olor fétido. Paso por el detector de metales a la zona de espera. Los celadores traen a George con grilletes a la zona de visitas; hablamos a través de un plexiglás grueso perforado por unos agujeros; agujeros llenos de la baba de cada familiar de presos que ha venido antes que nosotros.
–¿Cómo estás? –pregunto.
–¿Cómo voy a estar?
–Fue un accidente –digo.
–No te he pedido tu opinión –dice George.
–Tienes un aspecto horrible. Walter me dijo que habías estado en el hospital.
–Tuve proctitis y gonorrea.
–¿Qué pasa ahí dentro?
–He tenido que apañármelas –dice, meneando la cabeza amargamente–. En este sitio no hay nada bueno. Los dientes se me están pudriendo. Antes me hacía una limpieza cuatro veces al año, ahora el aliento me huele a mierda todo el día. Me vendiste. Me entregaste, ¿y a cambio de qué, de la receta de galletas de chocolate de Lillian?
–¿De qué me hablas?
–Te aprovechaste de que soy goloso; utilizaste las galletas para joderme.
–Ya te tenían, George –digo–. Yo fui el utilizado, como un escudo humano. Hice lo que pude para protegerte. No tuve más alternativa que aceptar –digo–. Me tenían cogido por las pelotas.
–Tú no tienes pelotas –dice George.
–Gracias, George.
El recluso de la cabina contigua a la nuestra cae al suelo y sufre un ataque.
–¿Cómo están mis rosas? –pregunta George mientras los celadores proceden a desalojar la habitación para atender al enfermo.
–Tienen chancro. Las pulverizaré otra vez esta noche, si no llueve –digo cuando estoy saliendo.
El martes anterior al Día de Acción de Gracias, Nate vuelve del colegio con un amigo que se llama Josh. Al día siguiente los Gao nos prestan su furgoneta y vamos a Nueva York. Cy, Ricardo, Nate, Josh y yo nos dirigimos a la juguetería Lionel mientras que Ashley y Madeline tienen pensado ir a la peluquería y después a comer. La ciudad hierve de gente, me siento como un turista, zarandeado por todas partes.
En la Lionel el dependiente tarda un poco en comprender para quién es el tren, pero en cuanto lo hace pone manos a la obra y, setecientos dólares y un montón de accesorios después, salimos de la tienda: cada uno de los chicos acarrea una bolsa pesada. Los llevo a tomar un helado. Descubrimos que Nate nunca ha probado un banana split. Pido dos para la mesa y Cy me regaña.
–Es mi gran día –dice–. Que cada cual tome el suyo.
Y eso hacemos.
Cuando hemos terminado vamos al encuentro de Ashley y Madeline, que no sólo se han arreglado el pelo sin también las uñas de las manos y de los pies.
–Una parada más –dice Cy, y nos apretujamos dentro de la furgoneta. Me dirige hacia la entrada del Museo de Ciencias Naturales, en la calle Ochenta y uno.
–No sé hasta dónde puedo acercarme; cierran muchas calles por delante del desfile.
–Sólo quiero que te acerques todo lo que puedas –dice Cy.
Estaciono en un parking a un par de manzanas del museo y seguimos a Cy como una fila de patos, chocando con gente según pasamos y diciendo a coro: «Perdón, perdón, perdón.» En la barrera de la esquina de la Ochenta y uno con Central Park West, Cy susurra algo al poli y saca de la cartera su antiguo carnet de conducir. Miro de reojo a Madeline, que parece saber exactamente lo que está haciendo Cy. Sonríe.
–Desde luego –dice el poli, que abre la barrera y nos deja pasar.
Cy sonríe, complacido consigo mismo. Ahora estamos entre los pocos y selectos peatones dentro de la manzana donde han instalado en mitad de la calle las carrozas del desfile de Macy, que están inflando.
–Hay una manguera enchufada directamente en el culo de Betty Boop –señala Cy.
–¡Betty Boop! –exclama Ricardo.
–¿Cómo hemos entrado aquí? –pregunta Nate.
–Todavía me quedan un par de ases en la manga –dice Cy.
–Vivíamos aquí mismo, en esta manzana –dice Madeline–. Muchos, muchos años. Nuestras hijas crecieron jugando en Central Park, si hacía sol, o entre los dioramas del museo, si hacía frío o llovía.
–Qué guay –dice Nate.
–Este desfile es toda mi infancia –dice Cy–. Yo estaba aquí la primera vez que voló Mickey Mouse y cuando cantó Ethel Merman.
–No lo sabía –digo mientras caminamos de un lado para otro. Los niños miran sobrecogidos las carrozas gigantescas mientras empiezan a inflarse Betty Boop, la rana Gustavo, Shrek, Superman. Redes, sacos de arena y cuerdas sujetan los globos gigantescos bajo las brillantes, casi forenses luces blancas tendidas por trabajadores con trajes de polietileno. No puedo por menos de advertir que al otro lado del museo también hay carrozas flotantes y una cola larguísima de espectadores que serpentea a lo largo de varias manzanas.
–Es lo más guay que he visto en mi vida –dice Ricardo–. Gracias.
Es algo mágico, casi fantástico, y lo que yo llamaría el género bueno de melancolía: por dulce que sea, es también triste. Nos quedamos hasta que anochece y hace frío y los huesos empiezan a dolernos.
En el trayecto de regreso todos se quedan dormidos. Estoy solo y despierto. Al subir por Henry Hudson Parkway hasta Saw Mill, veo los ojos relucientes de un mapache que me mira fijamente desde el arcén. Empieza a nevar; primero son pequeños copos blancos que después se vuelven gordos como los tapetitos que hay debajo de las lámparas en casa de la tía Lillian. Abro la ventanilla; la nieve entra en el coche y rocía a todo el mundo como si fuese una especie de polvo mágico.
Día de Acción de Gracias. Ha pasado un año... y una vida entera. La mesa está puesta. Ashley y Madeline han confeccionado como centro de mesa una cornucopia que derrama una abundancia otoñal sobre el mantel recién planchado: varias clases de calabaza y, si miras con atención, los zapatos de los Peregrinos con hebilla de plata que Ashley y yo compramos en Williamsburg, y de los cuales desbordan uvas regordetas, negras y verdes.
La mañana de Acción de Gracias me levanto temprano y extiendo la masa en moldes. Al mirar por la ventana de la cocina, más allá del tocón del arce, que ha sido talado con el hacha, astillado, transformado en mantillo y espolvoreado por todas partes del jardín, como cenizas funerarias rememorativas, diviso a cuatro ciervos que caminan de puntillas por el jardín trasero sin hacer el menor ruido, un padre seguido por dos cervatillos y la madre. Menean la cola cuando se agachan para pacer. No puedo evitar sonreír. Los únicos ciervos que he visto por las cercanías han sido despojos ensangrentados en la orilla de la carretera. Madeline entra arrastrando los pies, ve que estoy mirando algo y se acerca a mirar ella también. Se inclina sobre el fregadero y raspa el cristal fuertemente con los dedos: «¡Esto no es una tienda de comestibles!», grita. El ciervo padre mueve las orejas, levanta la cola y toda la familia se marcha, tras haber recibido el aviso de que ya no son bienvenidos.
Madeline me pregunta si he visto a Cy sentado en pijama en el suelo de la sala, enganchando los vagones del tren.
–Parece feliz –digo.
–Lo es –dice Madeline, y confiesa que se alegra de que ya tenga su tren; no cree que Cy llegue vivo a la Navidad.
–El médico ha dicho que está bien –digo.
–Se está apagando –dice ella–, se deshace a pedacitos. Pero no sufre. Todos deberíamos tener la misma suerte.
Los niños están en pijama viendo el desfile en la televisión y ayudando a Cy a instalar el tren. Josh, el amigo de Nate, es disléxico. A Nate le llama «Ante». Nate explica que cada vez que Josh teclea su nombre escribe «Ante» en lugar de «Nate», y se ha quedado con el sobrenombre. Mi sospecha de que son algo más que amigos se disipa cuando Nate entra a desayunar y me dice que Josh no es un estudiante normal: el año que viene, después de que Josh se convierta en Jenny, lo trasladarán a un centro de enseñanza mixto para que el internado no tenga que asumir el problema de los andróginos.
–¿Cómo os hicisteis amigos? –pregunto.
–Los dos somos mariquitas –dice Nate. Y luego me ayuda a meter en el horno el pavo atado y relleno que pesa casi trece kilos–. He escrito a mi padre –dice acto seguido–. Bueno, empecé a escribirle una carta, pero se estaba haciendo larguísima: ochenta páginas. Se la di a mi tutor, que dijo que aquello no era una carta, sino unas memorias, y quiere que las siga escribiendo. ¿No soy demasiado joven para escribir unas memorias? –pregunta.
No hay una respuesta adecuada.
Mientras preparo el «ponche Acción de Gracias» y busco una bandeja donde quepa el pavo, envío y recibo mensajes de Cheryl; la invito a ella y a su familia, pero la festividad es importante en el mundo de Ed. La hermana de Ed cocina y Cheryl y Ed duplicaron sus dosis de Plavix y Lipitor la semana pasada. «No te olvides de meter un limón en el agujero del pavo antes de ponerlo en el horno», teclea Cheryl.
«Demasiado tarde.»
«Nunca es demasiado tarde», responde ella. «Y antes de que empiece a dorarse envuélvelo en una capa de papel de aluminio: conserva el color dorado durante los últimos treinta minutos; ayuda a que la piel esté crujiente.»
«¿Alguien usa calabazas de verdad para hacer pastel de calabaza?», pregunto.
«No», me escribe.
Llega el matrimonio Gao con un turducken1 caliente que han preparado en el restaurante y nos traen directamente.
–No sabía lo que es un turducken, pero me gusta cómo huele –dice Madeline al recibirles.
–Nosotros tampoco –dice la señora Gao–. Lo vimos en la televisión y dijeron que era muy americano. Lo encargamos por Internet.
La tía y el tío de Ricardo llegan con una cazuela inmensa de boniato con malvavisco y un cuenco de cristal enorme con macedonia de naranjas y coco. A modo de saludo, Ricardo nos ofrece una larga demostración de lo que ha aprendido a tocar con la batería.
Ching Lan y sus padres han venido en tren desde Nueva York con grandes ramos de flores y Lucky Break Wishbones2 para los niños.
–Ya saben que el pavo sólo tiene un hueso –dice la madre–. Bueno, ahora tienes todos los que quieras, se pueden repartir montones de buena suerte. Los vendemos toda la semana en el deli; muy populares.
Cada vez que llega un invitado nuevo se hace la ronda de presentaciones. En medio de todo esto, Ashley baja la escalera con su vestido del Williamsburg colonial junto con un chal y el tocado que Sofia le compró para el bar mitzvah. Se ha vuelto cada vez más religiosa y últimamente se declara «ortodoxa». Lo acepto como una fase, una sentida identificación adolescente que le sirve de consuelo y, espero, forma parte del progreso hacia una sana conciencia de sí misma.
–Quiero encender las velas de la noche del jueves y rezar –dice.
–No hay velas de la noche del jueves –digo.
–Pero la tía Lillian y Jason nunca me han visto rezar las oraciones.
–Ya lo sé, pero hoy es el Día de Acción de Gracias; el día pertenece a nuestros hermanos cristianos. ¿Quieres bendecir la mesa?
–Que la bendigan Cy o Ricardo, pero yo quiero hablar en la mesa.
–¿De qué?
–Prepararé algo –dice ella mientras sube la escalera.
–De acuerdo –digo.
Jason y Lillian llegan con la famosa caja metálica cargada de galletas.
–Le he enseñado a Jason cómo se hacen –dice Lillian, orgullosa.
–Las hicimos anoche los dos juntos –dice Jason–. Ahora podemos hacer en cualquier momento todas las galletas que queramos.
–¿Quieres decir que ya no me necesitas, que sólo me querías por mis galletas?
–Madre, estoy diciendo que me alegro de que me hayas revelado tu receta secreta –dice Jason.
Lillian mira alrededor.
–¿Dónde está tu madre? Estaba segura de que estaría aquí; estaba deseando reconciliarnos.
–Ella y Bob salen con amigos –digo.
–Qué extraño, ¿no? ¿Organizas una cena de fiesta sin tu madre?
No menciono mi inquietud sobre lo que pasaría o sobre cómo presentaría a Madeline y Cy a mi madre y Bob. ¿Cómo se comportarían entre ellos? ¿Se pelearían por el territorio?
–Bueno, las hijas de Bob sólo le invitaron a él, pero no a mi madre, para el Día de Acción de Gracias, y a ellos les dolió –explico–. Yo les invité a venir, por descontado, pero como dijo mi madre: «No quiero endosarle a Bob la complejidad de mi familia, ya ha sufrido bastante. Saldremos con amigos, hay una cena temprano en un restaurante local. Nos llevarán desde aquí en una furgoneta; lo pasaremos bien.»
Antes de sentarnos a cenar sacamos un montón de fotos, fotos de grupo en la sala. Como casi todo el mundo tiene una cámara o un móvil, amigos y familia nos turnamos.
–¿Las usaremos para la felicitación de Navidad? –pregunta Madeline a Cy.
–¿Qué pintan todos estos chinos? –oigo a Lillian preguntarle a Jason cuando nos encaminamos a la mesa–. ¿No se había divorciado? –Ocupa su puesto en la mesa–. ¿Ha abierto una casa de huéspedes? –masculla–. Es como una exposición de bichos raros, de gente mezclada a la buena de Dios.
Ocupo la cabecera de la mesa, dando testimonio. Pienso en Sakhile y en el e-mail que me ha enviado esta mañana: «Cuando la carretera se estrecha, el que va detrás tiene preferencia.»
Pienso en George y su proctitis en la cárcel y me pregunto qué les estarán dando de cenar a una hora de aquí hacia el norte. Pienso en Cheryl y en su familia. Pienso en Amanda y me pregunto si estará en este país o fuera del mundo, y en los padres de Heather Ryan que por primera vez pasan esta festividad sin ella, y en Walter Penny, que probablemente haya salido a correr un largo rato antes de la cena.
Quédate, me digo mientras respiro una bocanada de aire. Quédate aquí, en este momento. Y respiro otra vez..., profundamente. Pienso en Londisizwe y su té, y aunque han pasado meses eructo y el sabor persiste.
Recorro con la mirada la longitud de la mesa y veo que hablan los jóvenes con los viejos, se pasan los platos de pavo y de relleno, dulce y salado, abarcando la estación. Ricardo me pasa la salsa de arándanos.
–La hemos hecho Ashley y yo –dice, orgulloso–. Hemos exprimiiido los limones.
–Nunca puede haber demasiada salsa –dice Cy mientras pasa la salsera.
Miro a Nate y recuerdo el Día de Acción de Gracias del año pasado, cuando estaban acurrucados en sus sillas como bultos invertebrados, con sus juegos electrónicos en la mano y los ojos absortos en las pantallitas; lo único que movían eran los pulgares. Recuerdo que yo los miraba con desdén allí sentados, inertes, indiferentes a su madre, que trabajaba como una esclava en la cocina, y a su padre, que peroraba jactancioso ante sus invitados. Y ahora Nate se dirige a los nuestros y pregunta:
–¿Todo el mundo está servido?
Y Ashley le pregunta a Lillian:
–¿Quieres que te sirva alguna otra cosa?
La televisión está encendida en la sala: dan la película Mi gran amigo Joe y le pido a Nate que la apague, y él lo hace. Observo la situación, reconfortado porque realmente puedo sentirme satisfecho. De hecho, advierto que sólo siento benevolencia: una buena voluntad espontánea.
Es el Día de Acción de Gracias y no temo perder el otro zapato; en realidad ni siquiera estoy calzado. Hay una clara distensión, no existe el miedo de que algo pueda explotar, erupcionar o torcerse. Advierto esta ausencia de inquietud y la sensación de que en el pasado esta serenidad me habría inducido al pánico, pero ahora es algo que simplemente advierto y dejo que siga su curso.
Miro a lo largo de la mesa y pienso en todas las personas que he conocido; cada hola y adiós desfilan ante mí por delante como una brisa de otoño. Soy poroso, antiadherente.
–¿Una oración? –propone Cy.
Agachamos la cabeza.
–Itadakimasu –dice Nate en japonés–. Humildemente recibo.
–Te agradecemos, Señor, este día y estos alimentos –dice la tía de Ricardo.
–Me toca a mí –dice Ashley, y se levanta antes de que la tía haya terminado–. O sea, la verdad es que ha sido un trayecto de locos –dice–. Pero hay un libro que leí este verano y del que quisiera leeros un párrafo.
Empieza a leer una página que ha impreso:
No pienso en toda la desdicha, sino en la gloria que subsiste. Adéntrate en los campos, la naturaleza y el sol, sal a buscar la felicidad en ti mismo y en Dios. Piensa en la belleza que una y otra vez mana dentro y fuera de ti y sé feliz.
–Muy bonito –dice Cy–. ¿Es de Whitman? ¿De Longfellow?
–De Anna Frank –dice Ashley.
Cy aguarda un momento antes de levantar su copa.
–Bueno, quiero daros las gracias a todos. Ha sido un año muy bueno para Madeline y para mí, que volvemos a vivir en nuestra casa. No sé por qué nos fuimos de allí. La-hoolum!
Madeline se inclina hacia delante y le susurra en voz alta.
–Acción de Gracias es una festividad norteamericana, no judía.
Lillian se inclina hacia delante y, apuntando hacia Madeline y Cy, le pregunta a Jason:
–¿Quiénes son ésos?
Jason se encoge de hombros.
–No lo sé.
–No sabía que los padres de Claire fueran caucásicos –dice Lillian.
–Quizá adoptaron a Claire –sugiere Jason.
–De todos modos, ¿dónde está ella? –pregunta Lillian–. Pensaba que habían matado a Jane, ¿también mataron a Claire?
Comemos, nos atiborramos, nos cebamos, lo devoramos todo glotonamente. Circulan platos para una segunda y tercera ración. La macedonia de la tía Christina es extrañamente adictiva; después de servirme tres veces, me dice que el ingrediente secreto es una buena cantidad de mayonesa. Me salto el cuarto plato y me empapuzo de pavo. Comemos hasta saciarnos y aun saciados seguimos comiendo, comemos hasta que nos duele la barriga, hasta el sufrimiento, porque así es la nueva tradición americana.
–Ni siquiera me gustan los boniatos y me he servido dos veces –dice Ashley, apartándose de la mesa.
–El pavo estaba buenísimo –dice Madeline.
Hacemos una tregua antes del postre; los niños trabajan en equipo y retiran la mesa.
La señora Gao y Ching Lan y su madre insisten en ayudarnos a recoger. La señora Gao ha traído tupperwares:
–Mi regalo para usted –dice–. Me encantan estos chismes; eructan cuando los cierras.
Estoy tan lleno que literalmente sólo consigo llegar hasta el sofá de la sala. Me tumbo pensando en que George habrá cenado pechuga de pavo prensada, rebanadas de gelatina de arándanos que todavía ostentan las hendiduras de la lata, semejantes a anillos, salsa grumosa y un relleno apelmazado de pan blanco, y me pregunto: ¿habrá pastel de calabaza en la cárcel? Si hay, ¿sabrá a algo?
Los niños han salido a jugar al fútbol americano en el césped delantero con Cy y con el tío de Ricardo; se oyen gritos alegres cuando la piel de cerdo pasa de mano en mano.
Se habla de una nieve temprana, de una lluvia glacial.
Han transcurrido trescientos sesenta y cinco días desde el aviso, trescientos sesenta y cinco desde que Jane se apretó contra mí en la cocina: yo, con los dedos hundidos en el pavo; nuestro beso húmedo, grasiento.
Se ha cumplido un año entero y pensar en Jane todavía me enardece. Noto que me empino para la ocasión.
Ojalá nos perdonen; es una plegaria, un conjuro.
Ojalá nos perdonen.