Me siento. Me siento en el parque un bonito día perfectamente invernal. El paraje está tan condenadamente desierto que me pone nervioso, me da miedo estar solo en medio del campo abierto. Algo se me acerca. No es exactamente un ataque de inquietud, sino más bien una nube, una nube densa y oscura, tanto más amenazadora porque el cielo está totalmente despejado. Todo está en orden, o debería estarlo, salvo por el hecho de que un pelotón de ejecución me ha expulsado de la casa de mi hermano. Estoy hundido. Tirado en la hierba, siento el profundo abatimiento que quizá siempre haya estado presente. Si me presionaran, diría que lo conozco: sé que recurrí a toda clase de trucos y mañas y maniobras extrañas para protegerme, para animarme, por una simple cuestión de puta supervivencia. Pero ahora lo percibo, siento cómo era hace mil años en la casa de mis padres: quizá los cinco minutos que he pasado en el columpio han desatado algo, pero todo retorna como una especie de maremoto psíquico y tengo un mal gusto en la boca, metálico y acerado, y siento cuánto se odiaban todos los miembros de mi familia, qué poco afecto o respeto mostrábamos por alguien que no fuera uno mismo. Siento la profunda decepción que me causó mi familia y el modo en que me replegué al final, la forma en que me convertí en nada, porque era mucho menos arriesgado que intentar ser algo, que ser cualquier cosa frente a semejante desprecio.
Mírame. Mira lo que ha ocurrido. Mira lo que he hecho. Toma nota. En este momento ni siquiera te hablo a ti, hablo conmigo mismo. Mírame, sin techo en un parque público. Me hago un ovillo, un puto ovillo humano en el rincón más alejado del parque. No puedo mirarme; no hay nada que ver.
Estoy sollozando, gimiendo, llorando tan honda, tan intensamente que es el llanto de toda una vida; estoy bramando. La perra viene a mi lado, me lame la cara, las orejas, intenta calmarme pero no puedo, sólo acabo de empezar. Es como si fuera a llorar así durante años: mira lo que he hecho. Y la maldita putada es que ni siquiera soy un alcohólico, no soy nada, sólo un tío, un tío normal y corriente..., lo cual probablemente es lo peor de todo, saber que no soy excepcional y que no destaco en nada. Aparte de lo que sucedió con Jane, y hasta aquel momento, yo era completamente normal; desde que me casé no me he acostado con nadie más que con ella, mi mujer...
Mírame; aunque nadie ha venido a decirlo, sabes tan bien como yo que soy tan asesino como mi hermano, ni más ni menos.
Me lo digo a mí mismo y estoy deshecho.
Aparece un poli.
–¿Se encuentra bien?
Asiento.
–¿Llamamos para informar de que hay un hombre llorando?
–¿Es ilegal?
–No, pero no se ve mucho por aquí, sobre todo en esta época del año. ¿Vuelve a casa del trabajo?
–Me han despedido, y el exterminador está en casa hoy, y me han pedido que me vaya. El parque parecía el mejor sitio adonde ir.
–La mayoría de la gente se va de compras –dice el poli.
–¿Sí?
–Sí, cuando la gente no sabe qué hacer va al centro comercial, suben y bajan y gastan dinero.
–No se me ha ocurrido –digo–. No soy muy de comprar.
–Es lo que hacen ellos.
–¿Incluso con un perro?
–Sí, hay centros comerciales cubiertos y centros comerciales al aire libre.
El poli sigue allí plantado.
–No es mi intención ser grosero, pero esto es un parque público y estoy pensando en mis cosas.
–Prohibido acampar –dice él–. Prohibido merodear.
–¿Cómo se sabe si uno está merodeando o sólo disfrutando del parque? El letrero dice que está abierto desde las siete de la mañana hasta el atardecer. He venido andando con mi perra para tomar el aire. Por lo visto eso no está bien, por lo visto en esta ciudad se considera raro ir al parque. Y le diré una cosa, y es que tiene razón; debe de tenerla, porque aquí no hay nadie; el parque entero está desierto, aparte de usted y yo, o sea que me disculpo.
Con la perra y la gata en el coche, voy a dar mi clase. Al llegar aparco en un lugar a la sombra, dejo a cada animal un cuenco de agua en el suelo, bajo un pizca las ventanillas, la temperatura del aire es unos diez grados. Los dejo sabiendo que no estarán mejor ni peor que aparcados delante de casa.
–Hoy tenemos previsto hablar de la Bahía de Cochinos.
Varios alumnos levantan la mano y anuncian que el tema les incomoda.
–¿Por qué?
–Soy vegetariano –dice uno.
–Es antipatriótico –dice un estudiante extranjero.
–Agradezco vuestras objeciones, pero seguiré con el programa. Y, en realidad, la acción fue patriótica, aunque fallida, inspirada por el amor a nuestra patria desde dentro del gobierno. La Bahía de Cochinos no es un restaurante ni una sociedad gastronómica, sino que alude a un intento fracasado de operativos adiestrados por la CIA para derrocar en 1961 al gobierno de Fidel Castro. El plan fue idea de Nixon y se desarrolló con el apoyo de Eisenhower, pero no se realizó hasta que Kennedy llegó a la presidencia. Retrospectivamente, el hecho de que una nueva administración asumiera la responsabilidad de ejecutar una acción encubierta planeada por otro «equipo» parece problemático. La responsabilidad de Nixon por el adiestramiento a cargo de la CIA de exiliados cubanos fue importante y se comenta en el libro de Nixon Seis crisis. Y, sin embargo, se puede asegurar que muchas actividades de nuestro gobierno se transfieren de una administración a otra: se ve en retrospectiva en la historia de la guerra de Vietnam y, más recientemente, en el caso de Irak. El fracaso de la tentativa de Kennedy de derrocar a Castro en 1961, y la chapuza en que se convirtieron los planes meticulosamente trazados y después bruscamente alterados, exasperó lo indecible a Nixon y a sus «colegas». Es interesante señalar que varios de los agentes de la CIA que participaron en este episodio reaparecen en Watergate.
Los alumnos me miran con los ojos en blanco.
–¿Algo de esto os resulta conocido? –pregunto.
–No –dice el vegetariano.
Suelto un poco de cuerda. Permito que la conversación se disperse. Hablo de la habilidad de la historia para repetirse, de la importancia de saber quién eres y de dónde vienes. Hablamos de la historia como una narrativa, un relato verídico con mayúsculas y minúsculas. Hablamos de cómo se aprende y se investiga, de lo que significa investigar y explorar. Hablamos del valor de los documentos históricos y de los cambios que se están produciendo en la era de Internet y el disco duro. Les pregunto qué materiales conservan.
–Los textos –responden–. Por ejemplo, cuando salgo con alguna, o me peleo con ella, salvo los textos.
–No imprimimos –dice otro–. No es ecológico.
Les pregunto cuáles son sus primeros recuerdos, cuándo supieron que había un mundo más grande y quién pensaban que era la persona más poderosa del país. Suele ser una figura del deporte o una estrella de cine, no el presidente.
Les recuerdo que les he encargado trabajar en un texto en que se les pide que definan y describan sus opiniones políticas y que las comparen y contrasten con los criterios de destacados políticos.
–Es difícil –dice un alumno.
–Para algunos –digo, y pongo fin bruscamente a la clase.
Vuelvo al coche: la perra y la gata están bien, aunque el hedor es enorme. En un ataque de ansiedad, la gata ha destrozado el asiento del pasajero y lo ha utilizado como cuarto de baño. Conduzco a casa respirando sólo por la boca.
Ya en la casa de George, hay una nota en el suelo. «Te espera una gran sorpresa.» La casa huele todavía a insecticida. Cojo productos de limpieza y vuelvo al coche. Saco a la gata y la meto en casa –esperando que no sea asmática– y limpio la mierda lo mejor que puedo y el interior hecho trizas.
Arrastro desde el sótano una vieja butaca llena de telarañas y la coloco en el jardín trasero. Encuentro un viejo saco de dormir polar, me preparo una especie de cama y me quedo dormido. No despierto hasta que Tessie ladra. Al asomarme a la esquina de la casa veo una camioneta blanca aparcada en el bordillo.
Se abre la puerta del pasajero y un hombre asiático se apea con un pedacito de papel cuadrado: ¡una nota!
–¿Puedo ayudarle? –pregunto.
–Yo muy enfadado con el hombre que vive aquí, ¿le conoce?
–¿Qué hombre?
–Se llama Silver.
–Yo soy Silver.
–¿Dónde estaba? Le he dejado cien notas como un amante perdido hace mucho.
–¿De qué se trata?
–Tengo una gran entrega para usted. Llevo semanas con ella en el coche. Debería cobrarle un suplemento.
–¿Qué entrega?
–Las cajas de su vida están en mi camión. ¿Dónde las pongo?
–¿Las cajas de mi vida?
–La mierda de su apartamento –dice el tipo, abriendo la portezuela trasera del transporte.
El hombre y su socio transportan caja tras caja al interior de la casa. Construyen en el fondo de la sala una pared de cajas que después, a medida que van trayendo más, se convierte en una especie de instalación, una cueva. Lo asombroso es que todas las cajas son exactamente iguales: todas son cartones blancos sin ningún distintivo, de treinta y cinco centímetros de alto, ancho y largo. No recuperaré ninguna de mis posesiones que no hayan cabido en ellas. Acepto la entrega y les doy veinte pavos de propina a cada uno.
–¿Sólo esto, después de tanto buscarle?
–He perdido mi trabajo –digo–. Me he quedado sin vida.
No puedo empezar a desembalar. Es todo lo que hago para ir tirando. Vuelvo al jardín. Cuando ya ha anochecido entro en casa, me preparo un bocadillo, cojo una manta y una almohada y vuelvo a salir. Tessie no quiere venir; se hace un ovillo en su cama y se niega a moverse.
Duermo solo en la butaca del jardín. Es la primera vez en mi vida que duermo al raso. Es algo que siempre he querido hacer, pero sinceramente me daba miedo. A estas alturas pienso: ¿qué más da? No tengo nada que temer; de hecho, me he convertido en la persona que da miedo a los demás.
Por la mañana temprano, cuando paseo a Tessie, todavía con la misma ropa que la víspera, ahora sucia y húmeda de rocío, me ve el poli del día anterior. Aparca su coche patrulla y me pregunta qué estoy haciendo.
–Pasear a la perra –digo.
–¿Dónde vive?
–Allí –digo.
Me escolta hasta casa y parece molesto cuando recojo la llave de debajo de la piedra falsa y entro.
–Muy poca gente usa la llave de repuesto –dice.
Me encojo de hombros y abro la puerta. Hay una nota en el suelo.
«Mierda de tío, roñoso. Hay que pagar más.»
Enseño al agente la instalación de cajas blancas de «Mi vida», le llevo de visita por la casa, el dormitorio de arriba, y le explico por qué no hay lámparas en las mesillas. Señalo hacia el despacho de George, donde hay cantidad de fotos de familia de cuando «los tiempos eran mejores», sea lo que sea eso.
–Parece que está usted en su sitio –dice el poli cuando se va–. Cuídese.
Sucede un ratito después, cuando me estoy cepillando los dientes, una sensación espeluznante, como de que me está entrando agua, de que me estoy hundiendo. Cepillo, enjuago, me miro en el espejo. Me duele la cabeza, el ojo, y mientras me miro la cara se me divide, la mitad se cae, como si estuviera a punto de llorar. Se cae, simplemente. Intento hacer una mueca, esbozar una sonrisa, una torpe semisonrisa. Es como si me burlara de mí mismo, como si me hubieran inyectado novocaína. Me pincho la cara con el mango del cepillo, casi me lo clavo, pero no siento nada. Me doy cuenta de que estoy como si tuviera los hombros caídos, como una marioneta desplomada. Sólo utilizo un brazo. Salgo del cuarto, tambaleándome. Tengo la sensación de que me envuelve la cabeza un plástico, no es dolor exactamente sino una especie de licuación, como si me estuviera derritiendo y goteando del cuello. Observo cómo mi cara sigue cayendo; se vuelve totalmente fláccida: he envejecido cien años. Quiero cambiar de expresión pero no puedo.
Supongo que pasará. Supongo que tengo algo en el ojo, jabón, y que se quitará solo. Salgo del cuarto de baño y termino de vestirme: parece que tardo horas. Estoy exhausto. No sé si tumbarme o seguir moviéndome. Se me ocurre que necesito ayuda. La perra me mira de un modo extraño. «¿Ha pasado algo?», pregunto. «No comprendo lo que estoy diciendo, ¿y tú?»
Mi pierna derecha es como una goma que salta como un resorte y se dispara, inestable, debajo de mi cuerpo. Quiero llamar a mi médico, pero aparte de que no recuerdo su número, no parezco capaz de manejar el teléfono. Muy bien, me digo, me llevaré yo mismo al hospital.
Salgo de la casa y subo al coche. Pongo marcha atrás y entonces me doy cuenta de que no tengo la llave y el motor no está encendido. Retiro el pie del freno y me apeo.
El coche baja por el camino de entrada.
Vomito donde estoy, de pie.
El coche sale a la calle y sale al encuentro de otro automóvil que llega. Se produce un accidente.
Por alguna razón sigo de pie en el sendero, al lado del charco de vómito.
El poli que llega es el mismo que me conoce del parque.
–¿Cómo puede beber desde tan temprano? –pregunta.
No le contesto.
–No estaba dentro del coche –dice la vecina de al lado–. Estaba ahí parado.
Intento pronunciar la palabra «hospital», pero no puedo; intento «ambulancia», pero es larga y espesa; por último, me brota «SUBNORMAL», perfectamente claro.
Hago un gesto, el mismo que haría en un restaurante para pedir la cuenta, por favor. Hago la señal de escribir y alguien me da papel y bolígrafo.
«Me pasa algo», escribo con grandes letras temblorosas. Sucumbo al esfuerzo, me desplomo en el suelo, cuan largo soy. Oigo que alguien dice: «Podemos echarle agua», y me pregunto si me he convertido en una planta.
Una ambulancia. Demasiado ruidosa. Todo es excesivo, una agresión, un insulto. Demasiado rápida, demasiado lenta, nauseabunda, nunca he tenido tantas náuseas, y me pregunto: ¿me habrán envenenado? Quizá sea eso, quizá algo relacionado con aquel pulverizador, quizá sea la cueva de cartón en la sala, quizá esté despidiendo gases tóxicos, mi vida anterior se pudre en esas cajas y expele gases tóxicos. Y mientras pienso esto, me inquieta la idea de que hay algo incorrecto en mi lógica.
Una interrupción, un coágulo, una apoplejía, una pequeña fuga en la cabeza. Unos rayos X, una resonancia magnética, un análisis de sangre, un activador de tejidos plasminógeno, arritmia, radiología de intervención, angioplastia cerebral, endarterectomía carótica, stent.
Culpo a George: a George y su escritorio, George e Internet de banda ancha. Culpo de lo que sucede a todo lo que ha hecho, desde sentarme a esa mesa durante demasiadas horas cada día a las actividades que he desempeñado últimamente, tanto al esfuerzo físico de tanto sexo repentino como también a la tensión, el trauma. Culpo de ello a George y a su puto botiquín. Como hombre de «los medios», George creía que necesitaba saberlo todo de todo. Por eso su botiquín almacenaba desde Viagra hasta Levitra, Cialis, Tadalis, Revatio, etcétera. La combinación de su ordenador, su botiquín y los sucesos de las últimas semanas –es decir, lo que le ocurrió a Jane– produjo una especie de manía, una insania sexual que tuvo como brusco desenlace el encontrarme tumbado en una camilla en la sala de urgencias.
¿El aviso era este temblor pequeño o era el grande? ¿Mejora, desaparece esta sensación de vivir un sueño debajo del agua?
Hay una enfermera al lado de mi camilla.
–Señor Silver. Hay un problema con su seguro. Parece que lo han cancelado. ¿Tiene la tarjeta del seguro?
«Tessie.» Intento explicar que no hay nadie que pueda dar de comer y sacar de paseo a Tessie. Nadie me presta atención, nadie hace nada hasta que me arranco el tubo intravenoso. «Alguien tiene que pasear a la maldita perra.» Tratan de obligarme a tenderme de nuevo y me preguntan si es un perro de verdad y me explican que hay un programa de voluntarios que se ocupan de los animales domésticos.
–Llame a mi abogado –digo.
Me traen un teléfono.
No sé por qué veo delante de mis ojos el número de Larry estampado en relieve: Train y Traub, 212-677-3575.
–Larry. Dile a Claire que he sufrido un ataque –digo, y me oigo decir algo así como: «Dile claro que he salido del atraque.»
–¿Qué? –dice Larry.
Me esfuerzo aún más.
–¿Puedes decirle a Claire, por favor, que he tenido un ataque?
–¿Eres tú?
–¿Quién iba a ser?
–¿Me estás gastando una broma?
–No –digo. Me oigo hablar y suena como si tuviera piedras en la boca.
–No puedo decírselo –dice–. Sería manipularla. Y, además, ¿cómo sé que has tenido un ataque de verdad?
–Estoy en urgencias, Larry; me piden la tarjeta del seguro y les repito que no se preocupen; tengo seguro.
–No tienes seguro –dice Larry–. Te borró Claire. Me pidió que te borrara.
Vuelvo a vomitar, el vómito se esparce encima de la camilla y por los cables del electrocardiógrafo.
–Como todavía estás legalmente casado se puede recurrir. Puedes impugnarlo.
–No puedo impugnar nada; casi no puedo hablar.
–Quizá haya un abogado ingresado en el hospital.
–Larry, por favor, ¿puedes pedirle a Claire que me mande por fax una copia de la tarjeta del seguro? –digo, y la enfermera coge el teléfono.
–El señor Silver no debería agitarse; ha sufrido un accidente cerebral. No le conviene en absoluto agitarse.
Larry dice algo a la enfermera y ella me pasa el teléfono.
–Quiere decirle una última cosa –dice ella.
–Bien –dice Larry–. Me ocuparé del asunto, lo arreglaré. Considéralo un favor, piensa que es el último que te hago.
¿Nixon tuvo que afrontar una mierda como ésta o se acurrucó con un cuenco de espaguetis de lata?
Pienso en la flebitis de Nixon; ¿tuvo el primer acceso en la pierna izquierda en 1965, durante un viaje a Japón? Recuerdo que en el otoño de 1974, justo después de su dimisión, la pierna izquierda se le hinchó otra vez y también tuvo un coágulo en el pulmón derecho. Le operaron en octubre, luego tuvo una hemorragia y estuvo hospitalizado hasta mediados de noviembre, y cuando el juez John Sirica le citó, el ex presidente estaba médicamente incapacitado para comparecer.
Mientras yazgo a la espera de mi turno para un TAC, lo que estoy pensando es como un test cerebral de detector de mentiras, estoy cada vez más convencido de que hubo un vínculo entre los coágulos de Nixon y Watergate. Y aunque no quiero compararme con él, estoy seguro de que el episodio de George, al que siguió la muerte de Jane, es la causa de que me haya estallado el cerebro.
Durante el TAC, para consolarme repaso la lista de los enemigos de Nixon.
1. Arnold. M. Picker
2. Alexander E. Barkan
3. Ed Guthman
4. Maxwell Dane
5. Charles Dyson
6. Howard Stein
7. Allard Lowenstein
8. Morton Halperin
9. Leonard Woodcock
10. S. Sterling Munro Jr.
11. Bernard T. Feld
12. Sidney Davidoff
13. John Conyers
14. Samuel M. Lambert
15. Stewart Rawlings Mott
16. Ronald Dellums
17. Daniel Schorr
18. S. Harrison Dogole
19. Paul Newman
20. Mary McGrory
Me ingresan en una habitación semiprivada en una planta monitorizada. Se me ocurre llamar a mi médico «de cabecera». Cada palabra supone una lucha. Hago lo que puedo para explicar mi situación. La directora de la consulta del doctor me dice que esto es algo que está en manos de Dios y además el médico no ejerce fuera de la ciudad y, por más señas, está de vacaciones. Me pregunta si me gustaría que me trasladaran al Death Israel cuando vuelva el médico.
–¿Qué es el Death Israel?1
–El hospital donde trabaja el doctor –dice ella.
–Suena a antisemita –dice mi compañero de habitación, que lo ha oído todo.
–Espero estar en casa antes... –digo, y mis palabras parecen un poco más coherentes y reconocibles.
–Si cambia de opinión, infórmenos –dice la mujer.
–No hay nada peor que necesitar a un médico –dice mi compañero.
–¿Quién le ha dado vela en este entierro? –pregunto, aunque creo que más bien digo: «¿Quién le ha metido en este encierro?»
–La función ha terminado –dice él–. Se está parando el tictac del reloj. ¿Se ha fijado en que no me muevo? Estoy pegado; lo único que me funciona es el cerebro, o lo que queda de él. Por cierto, ¿el borroso es usted o yo?
Antes de que pueda responder, entra la canguro de mascotas.
–Soy una «cuidadora de animales de pelaje». –Se acerca una silla y saca un paquete de información y formularios–. ¿Tiene un gato o un perro?
–Los dos.
–¿Atacan, si un desconocido abre la puerta? ¿Dónde está la comida, y cuánta toma cada uno? ¿El perro está tranquilo toda la noche o necesita compañía nocturna? Tenemos estudiantes que en ocasiones se quedan de noche.
–¿Cuánto tiempo voy a estar aquí? –pregunto.
–Esa pregunta tiene que responderla su médico. En algunos casos también es posible la adopción.
–¿Que alguien me adopte?
–A los animales... si, supongamos, usted no estuviera en casa...
–¿Adónde iba a ir?
–A una casa de reposo cualificada, por ejemplo, o más adelante...
–Se muere. Quiere decir que se muere –dice el tipo de la cama contigua–. No les gusta decirlo, pero yo puedo porque, como le he dicho, pronto llegaré a ese punto.
–No parece tan enfermo –le digo–. Es perfectamente coherente.
Me limpio la baba de la boca.
–Eso es lo más duro –dice el hombre–. Estoy totalmente lúcido, consciente de todo, pero no durará mucho.
–¿Ha pensado en una residencia terminal? –le pregunta la mujer.
–¿Qué diferencia hay? ¿El arte en la pared? Todas huelen a mierda. –Se lleva la mano a la cara–. ¿He sido yo o ha sido otra persona? –pregunta, y nadie dice nada–. ¿Mi mano o la suya?
–Ha sido la suya –digo.
–Oh –dice él.
–No pretendo interrumpir –dice la voluntaria–, pero ustedes tienen todo el día y yo tengo cosas que hacer.
–Puede que no todo el día –dice el moribundo.
–De los animales: ¿nombres, edades? ¿Tiene aquí la llave de la casa?
–La perra se llama Tessie, no sé cuántos años tiene, y la gata Muffin. Hay una llave debajo de la piedra falsa que hay a la izquierda de la puerta de entrada: una llave falsa y diez dólares.
El moribundo tararea para acallar la conversación.
–Demasiada información –dice–. Más de lo que yo debería saber.
–¿Se refiere, por ejemplo, a que va a levantarse de la cama y robar en mi casa?
–¿Puede escribir algo si se lo dicto? –pregunta el moribundo.
–Puedo intentarlo.
Pulso el botón de llamada y pido papel y lápiz.
–Tardará un poco –dice la enfermera.
–Tengo aquí a un moribundo que quiere confesarse.
–Todos tenemos necesidades –dice ella.
Doy una cabezada. En mi sueño oigo disparos. Despierto pensando que mi hermano quiere matarme.
–No es usted –me dice el hombre de la cama contigua–. Es en la tele. Mientras estaba dormido ha venido a verle un poli. Ha dicho que volverá más tarde.
Yo no digo nada.
–¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Es usted el que mató a su mujer?
–¿Qué le induce a pensarlo?
–He oído hablar a alguien de un tipo que mató a su mujer.
Me encojo de hombros.
–Mi mujer ha pedido el divorcio. Me ha cancelado el seguro sanitario.
Entra alguien y dice:
–¿Quién ha pedido un sacerdote?
–Hemos pedido papel.
–Oh –dice el hombre. Sale y vuelve con un cuaderno amarillo y una pluma.
–¿Por dónde empezar? –dice el moribundo–. Sin duda hay preguntas que no tendrán respuesta. El problema es que no hay una respuesta para todo. Hay cosas que no se pueden saber.
Empieza a hilar una historia, un relato complicado sobre una mujer, sobre cómo se unieron y luego se separaron.
Su relato es hermoso y elocuente como una historia de Salinger; ella y él no hablaban el mismo lenguaje, ella llevaba un precioso pañuelo rojo, y se quedó embarazada.
Intento escribirlo. Cuando miro lo que he escrito veo que no tiene sentido. No estoy escribiendo en inglés. Las marcas que hago en este papel no las puede leer otra persona. Me concentro en las muletillas verbales, hago dibujos, trato de dibujar un mapa; ocupo toda la página, confío en borrarlo más tarde. El hombre sigue hablando y justo cuando llegamos a lo que creo que es el final, el desenlace, el tipo se sienta erguido en la cama.
–No respiro –dice.
Pulso el botón de llamada.
–No respira –grito–. Está pasando del pálido al rosa y a un rojo intenso, casi púrpura.
Pronto la habitación se llena de gente.
–Estábamos en mitad de una conversación, estaba llegando al punto interesante y de pronto se ha incorporado y ha dicho: «No respiro.»
Ahora farfulla, se asfixia, está en apuros y viene más gente y es como si hubiera público. Todos están allí mirando al enfermo.
–¿Van a quedarse mirando o van a hacer algo? –pregunto.
–No podemos hacer nada –dice la enfermera.
–Por supuesto que sí –digo.
–Es un NR. Un «No resucitar».
Quería tener una buena muerte. Pero mírale. Se debate como si se estuviera muriendo asfixiado.
–No sabemos cuándo ni cómo nos llegará la hora –dice uno de ellos, y luego corren la cortina entre las camas.
–Eso no se hace –digo, arrastrando mi cuerpo deteriorado fuera de la maldita cama para descorrer la cortina.
El hombre corcovea y respira con dificultad y parece suplicar que alguien haga algo. A pesar de la maraña de cables del electrocardiógrafo que me cuelgan del pecho y de mi doble tubo intravenoso, me acerco a él empujando a las enfermeras con mi culo al aire. Y estoy convencido de que el hombre me está pidiendo que le suelte un mamporro, y eso es lo que hago. Le asesto un gancho tremendo en la barriga con todas mis fuerzas.
Se le abre la boca, los dientes salen volando y empieza a jadear.
–Las putas dentaduras postizas casi han acabado conmigo –dice.
–Dijo que no quería que le resucitasen –dice la enfermera, indignada.
–No dije que quería asfixiarme con mis malditos dientes.
–Creí que era una embolia. ¿No te ha parecido una embolia? –le dice una enfermera a otra.
–Háganme un favor, mándenme a mi casa, donde por lo menos puedo pegarme un tiro cuando esté preparado.
–¿Quiere que llame a alguien? –pregunta la enfermera.
–¿A quién?
–¿A un representante del hospital? ¿Al personal que gestiona los casos, al defensor del paciente? ¿A un médico? Dígame.
–Empiece por arriba y vaya bajando –dice él–. Y cambie mis formularios inmediatamente. Está claro que no conoce el significado de «No resucitar».
Media hora después llega una mujer con los formularios que rescinden la orden de «No resucitar».
–Como el sistema puede tardar un rato en registrar el cambio, ¿le parece que ponga un letrero en la puerta?
–Haga lo necesario –dice el hombre.
«POR FAVOR, SALVEN A ESTE HOMBRE», escribe la mujer en el letrero colgado de la puerta, donde ya figuran nuestros nombres y el aviso de que estamos EN PELIGRO DE CAÍDA/TOMEN PRECAUCIONES.
En mitad de la tarde vuelve la canguro voluntaria con fotos de Tessie y la gata sentadas en el sofá de George y Jane, junto a un joven agraciado. «Problema resuelto», dice ella, contenta.
Llega el poli del parque; lleva uniforme y trae un enorme ramo de oso: flores con un oso de peluche que se pega a un costado del jarrón.
–Oiga, quiero disculparme. Le traté mal y no se lo merecía –dice.
–Está bien –digo.
El poli se sienta en el borde de mi cama y charlamos un poco y luego, cuando ya no hay nada más que decir, me dice que volverá otro día.
–Daba pena verlo. Debe de estar en el programa –dice el compañero de habitación cuando el policía se ha ido.
–¿Qué programa?
–Uno de los doce pasos: Tales Anónimos, Cuales Anónimos, Todos los Anónimos. El paso número nueve remedia el daño que has causado.
–Interesante –digo. Estoy tentado de contarle el episodio de mi irrupción en una reunión de Alcohólicos Anónimos, pero como conoce muchos de estos pasos mejor no contar ciertas cosas.
A él no le traen nada de cenar.
–¿Nada?
–No le tengo apuntado en la lista de comidas, pero quizá pueda traerle una bandeja de líquido –dice la mujer que las distribuye.
Levanto la tapa de mi bandeja y descubro que el plato principal es irreconocible.
–¿Qué es esto? –pregunto.
La mujer echa una ojeada.
–Supongo que nuestro pollo Marsala.
–Me estoy muriendo –dice mi compañero–. No tengo intención de beber mi última comida, a menos que sea un whisky escocés muy bueno.
–¿Qué tal uno de esos menús que a las enfermeras les traen de fuera? Los piden continuamente.
–Sería estupendo.
De repente está contento; más que contento, inspirado.
Tapo de nuevo mi plato para evitar que se escapen los vapores y aguardo a ver qué pasa.
–¿Qué quiere cenar? –me pregunta mientras examina los menús.
–Cualquier cosa menos comida china.
Emocionado, saca el móvil de donde lo tiene escondido debajo de las mantas y empieza a marcar. Su capacidad de movimientos es limitada, pero está cumpliendo una misión. Primero llama a la hamburguesería y encarga dos hamburguesas deluxe con patatas fritas y una ración adicional de encurtidos, luego a la pizzería para pedir una pizza mediana de pimientos, y al deli para encargar arroz con leche y gaseosa. Le digo que pida también un par de chocolatinas con almendras Hershey. Y cuando el tipo del deli dice que el gasto mínimo para una entrega a domicilio es de veinte dólares, mi compañero le responde que le dará cincuenta de propina si en el camino se pasa por la tienda de licores y compra una botella muy concreta de whisky escocés. El hombre dice que se encarga él mismo.
–¿Y qué si he pedido más de lo que puedo comer? Me estoy muriendo, no tengo que preocuparme por las sobras. ¿Le apetece algo especial, algo que se muera por comer, valga el juego de palabras? –pregunta.
Me gustaba el caviar, los blinis de queso recién hechos, los relámpagos de chocolate y aquel donut inolvidable que comía hará quizá cuarenta años, una rosquilla de naranja una mañana fría delante de la puerta de un centro electoral durante la elección presidencial de 1972, un pastel tan cercano a la perfección como puede serlo un alimento. Pero lo cierto es que estoy postrado en una cama de hospital y digamos que no tengo ningún tipo de antojo culinario.
–Gracias –le digo–, pero para mí elija lo que quiera.
Aguardamos. ¿Se acordarán de traer kétchup y mostaza? ¿Deberíamos llamar para pedir mayonesa? Compartimos un ensueño sobre nuestro amor a la mayonesa y él me pregunta si alguna vez he probado las patatas fritas belgas bien hechas, saladas y muy calientes. Le digo que sí, y su descripción de las patatas es suficiente.
Tardan más de lo esperado. Hay que recorrer todo el hospital, pasar los controles de seguridad abajo –¿te obligarán a abrir las hamburguesas?–, ascensores, pasillos.
–¿Me puede alcanzar los pantalones del armario? –pregunta mi compañero. Me levanto despacio y voy hacia el armario arrastrando cables y el gotero y el pie izquierdo, que no parece estar plenamente operativo–. Mire dentro del bolsillo.
Tiene los bolsillos llenos de dinero en efectivo, fajos de billetes de veinte dólares y una cartera llena de cheques de viaje, euros y libras esterlinas.
–Es como si se jugara el todo por el todo –digo, intentando bromear.
–Las últimas veces que he salido de casa he pasado sin falta por el cajero. Nunca se sabe lo que puede pasar y lo peor sería no llevar dinero encima. Vivimos en una economía y morimos en una economía; vayas a donde vayas tienes que dar propina. No le veo sentido a entrar en la cuesta abajo y que te presten un servicio pésimo cuando te estás yendo. Hace años que pagué mi entierro por adelantado. Si quiere los euros, quédeselos.
–No voy a ninguna parte –digo, guardando de nuevo la divisa extranjera dentro del pantalón.
Apostamos sobre el tiempo que tardará en encontrarnos cada uno de los recaderos. Gano yo, que he dicho treinta y ocho minutos, y cuando llegan las hamburguesas el compañero me da una «prima en puntos» de cien pavos. La pizza llega un poco después. «Nunca he hecho una entrega a un paciente, qué guay», dice el chico. «Bueno, siempre que no sean contagiosos.» El último en llegar es el recadero del deli. «Perdonen que haya tardado tanto, he tenido que buscar a alguien que se ocupara de la caja.» Nos entrega la bolsa de cosas ricas y la botella de whisky. Mi compañero suelta otros cien dólares para pagar la deuda y ofrece un trago al chico.
–Voy a abstenerme –dice–. Tengo que volver al trabajo. Pero me gustaría saber qué les pasa para estar en la cama encargando arroz con leche y whisky.
–Me estoy muriendo –dice el otro–, ¿y sabes lo increíble? Hoy he estado casi a punto de morir, estaban dispuestos a dejarme ir, y ahora que he sobrevivido me siento de maravilla, no como si fuera eterno, pero no me importa ser un moribundo. –Hace una pausa–. Me estoy muriendo –dice–. Hoy lo he dicho más veces que en toda mi vida, y de pronto es un hecho, algo que está ahí, como una película programada en un cine.
–Supongo que todos nos estamos muriendo –dice el chico del deli–. O sea, tarde o temprano tenemos que irnos.
La mujer que nos ha servido la cena vuelve a recoger mi bandeja. Se queda a tomar una ración de pizza y unas patatas fritas.
La hamburguesa está muy buena; es una combinación perfecta de gomosidad y cartílagos, rebajada por las patatas saladas y el toque agrio de los encurtidos. Ya no me entra más comida cuando cojo un vaso de arroz con leche y escancio whisky en los dos vasos azules de plástico del hospital.
–¿Quiere que le traiga hielo? –pregunto.
–Una paja –dice él–, una paja estaría bien.
Hemos levantado la cabecera de su cama y ahora está feliz ingiriendo su whisky.
–No me importaría un trozo de chocolate –dice.
Le doy la tableta entera.
–Dese la gran vida –digo. Abotargado, eructando patatas fritas y jugo de encurtidos, arrastro el gotero por el pasillo para llevar la basura hasta el cubo que hay en la otra punta de la planta. A las enfermeras parece complacerles lo bien que me las apaño arrastrando mi lado letárgico, con una bata raída por delante y otra raída por detrás, el modo elegante con que ocultar el culo.
Vemos en la tele una de las series policiacas y, en algún momento entre las diez y las once, el hombre se siente incómodo e inquieto y llama a la enfermera para pedir Maalox. Le dicen que en su gráfico no figura que lo tenga recetado. Él pregunta si han actualizado sus impresos.
–Sí –dice ella.
–Bien –dice él. Y me recuerda–: Que haya revivido antes no significa que no me esté muriendo ahora.
En algún momento después de medianoche me despierta un sonido aterrador. Mi compañero de habitación se proyecta hacia delante con los ojos desorbitados, como si fuera presa de una pesadilla espantosa. Llamo a la enfermera. «Dese prisa», es lo único que acierto a decir. Antes de que lleguen, el hombre ya se ha desplomado en la cama, inerte.
Primero viene una enfermera y después todo un grupo y el carrito de emergencia rojo. Corren, gritan, abren ampollas de medicinas, le inyectan esto y aquello. Es brutal y terrorífico, y en un determinado momento queda claro que por más que se esfuercen no van a resolver la urgencia. Después de haberle reanimado dos veces con descargas que literalmente han hecho saltar el cuerpo fuera de la cama –y mientras siguen encima de él como buitres–, salgo de la habitación. Deambulo de un lado a otro del pasillo, arrastrando mi pierna débil, y finalmente vuelvo y estoy arrinconado en una esquina cuando ellos lo «certifican» a las doce cuarenta y ocho. Lo cubren con una sábana limpia y salen, llevándose su carrito mágico. Hay residuos por todas partes, restos de jeringas, gasa, pedazos de plástico. Me acerco porque nunca he visto un cuerpo que no respira. Los pliegues de la sábana limpia se asientan sobre el cadáver. Le sostengo la mano, le toco la cara, la pierna. El cuerpo está todavía caliente, humano, pero vacío, los músculos se están despegando del hueso, toda la tensión ha desaparecido. Nos dejan solos y alrededor de una hora más tarde llegan dos guardas de seguridad con una camilla y se lo llevan. Hay en todo esto, en este ir y venir, algo demasiado extraño.
La habitación huele todavía a patatas fritas.
Necesito hablar. ¿Qué ocurrirá si llamo a casa? ¿Responderá el contestador con la voz grabada de Jane? Si hablo, si ruego, si parloteo el tiempo suficiente, puede que conteste el cuidador de la perra. Si ladro, quizá Tessie responda ladrando. Quiero llamar a Tessie. A Tessie y a Jane.
Estoy a punto de marcar cuando entra una enfermera a ofrecerme un somnífero.
–No es fácil –dice.
Acepto la pastilla. Ella vierte agua en el vaso sin darse cuenta de que la está mezclando con whisky. No digo nada y me lo trago todo, la pastilla y el whisky.
La enfermera se queda hasta que me duermo.
Por la mañana, la cama contigua a la mía aparece deshecha, el suelo fregado, los residuos barridos.
No se dice una palabra sobre la noche anterior.
A media mañana, viene alguien del hospital con una bolsa de plástico y vacía el armario, el cajón de mi compañero y me pregunta:
–¿Hay algo más?
–¿Más de qué?
–¿No lo sabe? Como ha estado toda la noche con sus cosas, ¿no ha cogido nada?
–Hay una botella de whisky escocés; si la quiere es suya –digo–. Pero si me está acusando por las buenas de robo porque resulta que yo estaba en la cama de al lado..., se está pasando de la raya...
–Puede que tuviera algo más, ¿un reloj, un anillo, por ejemplo?
–No sé lo que tenía o lo que no tenía.
El tipo me mira como si fuese el duro del hospital, el matón que envían para sacarles pasta a los pacientes.
–No tengo por qué aguantar esto –digo. Descuelgo el teléfono, marco el 9 para una llamada al exterior y luego el 911.
El tipo intenta arrebatarme el teléfono.
–Suéltelo –dice, cogiendo el auricular, y lo estampa contra su soporte.
Un momento después, mientras el tipo sigue allí, suena el teléfono. Contesto. Es la operadora del 911. Explico la situación. Ella me dice que como he colgado tienen que enviar a alguien para asegurarse de que no me han tomado como rehén ni me están obligando a hacer declaraciones en contra de mi voluntad. El matón me mira incrédulo.
–Cabronazo –dice–. Puto cabronazo.
–¿Qué va a hacer ahora, va a pegarme?
Me mira otra vez, moviendo la cabeza.
–No tiene sentido del humor –dice al marcharse.
Una hora después llegan los polis; gracias a Dios no era una emergencia real.
–¿Se encuentra bien? –me preguntan.
–Todo lo bien que puedo estar en estas circunstancias –digo.
Uno de ellos me entrega su tarjeta por si sigo teniendo algún problema.
–Le sorprendería –dice– el número de llamadas que recibimos de gente en hospitales, residencias de ancianos, personas atrapadas en las casas de sus hijos, viejos maltratados; es un problema.
Yo nunca me he considerado un viejo. Hace unos minutos, yo era un hombre en la mitad de su vida; ahora, de repente, soy mayor.
Hoy es un día lectivo. Caigo en la cuenta cuando entra la enfermera y arranca dos hojas del calendario.
–A veces nos retrasamos –dice.
Telefoneo a la facultad para decirles que tengo que cancelar la clase debido a la muerte de un familiar.
Es un alivio cuando viene a buscarme un voluntario del departamento de fisioterapia.
Allí me dan un andador –para mi uso personal– provisto de pelotas de tenis verdes para que se deslice mejor. La fisioterapeuta me dice que su trabajo consiste en prepararme para el alta médica.
–Lo normal es que después de un episodio como el suyo una persona haga rehabilitación una semana o así, pero a usted no van a llevarle porque su seguro no está verificado y tendrá que hacerla usted mismo en su casa. Lo bueno es que en el gran orden de las cosas lo que le ha sucedido tiene relativamente poca importancia.
–A mí me pareció muy importante –digo.
–En una escala de uno a diez, lo suyo fue un dos –dice ella–. Créame, ha salido bien parado.
Intenta que yo juegue a un juego con botones y cremalleras, que al principio parece estúpido, pero cuando pruebo me sorprende que mis dedos ya no parecen obedecerme. Pruebo otra vez con los botones y ella al final me da otro juego más grande y esta vez lo consigo.
–Estupendo –digo–, ¿y ahora qué debo hacer, poner a todas mis camisas botones de payaso?
–Es un cambio de imagen –dice ella.
–¿Voy a mejorar? –pregunto–. ¿O va a ser siempre así? ¿Quién habría pensado que sería tan difícil vestirse y subir cuatro escalones?
–No se asuste. Requiere tiempo –dice ella.
Al cabo de una hora de terapia estoy exhausto y al volver a mi habitación se siento muy solo, con una invitación a volver dentro de un par de horas si quiero intentarlo de nuevo.
Me espera el almuerzo. Sopa de arroz con tomate, la misma que tomé en la cafetería cuando aguardaba noticias sobre Jane. No puedo evitar pensar que si la tomo nunca saldré de aquí, me convertiré en un bucle interminable de sopa de tomate y hospitales, y, por lo tanto, la dejo.
Entra una mujer joven.
–¿Papá?
–Se equivoca de habitación.
–No –dice ella–. He estado esperando. Yo estaba aquí y usted no. Vengo por la cama A, pero no hay nadie en la cama A.
–Lo siento.
–¿Ha vuelto a casa?
Me fijo en que lleva un pañuelo rojo.
–¿De dónde ha sacado ese pañuelo?
–Es un regalo de mi madre, ¿por qué?
¿Por qué tengo que ser yo?
–Ha muerto –digo.
–¿Cuándo?
–Anoche.
–¿Puede hablarme de él? –dice ella–. No llegamos a conocernos.
–Su padre tenía algo que decirle. –Saco las hojas y trato de descifrar mis marcas, lleno los puntos en blanco con fragmentos que recuerdo pero no pude escribir con rapidez suficiente.
–Mi madre murió hace dos años. Entre sus papeles había cartas de él. Le escribí y hasta hace muy poco nunca me contestó.
–Era encantador –digo–. Un tipo de lo más interesante. Complejo y muy humano, con todo lo que esto implica. Estoy seguro de que le apenaba todo lo que ocurría, y sin duda era más complejo de lo que nunca sabremos.
Entra un cura en la habitación.
–Me han avisado de que alguien quiere confesarse.
–Ha muerto –digo–. ¿Tienen un rabino aquí?
Saca una kipá del bolsillo y se lo pone en la cabeza.
Me parece confuso, la kipá y el cuello.
En mitad de todo esto entra el médico.
–¿Cómo se encuentra, señor... –hace una pausa para leer el nombre en mi gráfico–... Silver?
–¿Nos conocemos? –pregunto.
–No –dice él.
La mujer joven se pone en pie y se disculpa.
–Serán unos minutos –le explico–. Los médicos nunca se quedan mucho tiempo.
–Me tomo un café y vuelvo –dice ella, y se va.
–Ahora sólo quedo yo –le digo al doctor–. El otro ha muerto.
–A veces es inevitable –dice él–. Pero usted está bien. Pronto se irá a casa. ¿Alguna pregunta?
–¿Puedo follar?
Hay una pausa clamorosa.
–Me preocupa que la causa de este «incidente» haya sido la Viagra de mi hermano.
–¿Cómo?
–Yo estaba tomando una buena dosis y, bueno, me temo que se me quemó un fusible, como si dijéramos.
–No lo creo, pero la idea es interesante. Tomaré nota.
–¿Y entonces puedo follar? ¿Puedo tomar Viagra? ¿O Levitra, o lo que demonios inventen después?
–Yo me tomaría un descanso –dice el médico.
–¿Cuánto tiempo?
–Digamos que si es capaz de tener una erección sin ayuda, muy bien, pero si le duele la cabeza o se siente mal, pare. Si no consigue una erección, lo cual es posible después de un ataque como el suyo, no permanentemente, sino durante un breve período, yo renunciaría al recurso duro, dicho sea sin segundas. Se trata del riesgo que esté dispuesto a tolerar. He conocido hombres que estaban aterrados después de un ataque así, ni siquiera se les pasaba por la cabeza la idea del sexo. Otros lo intentan aquí mismo, en el hospital; dicen que es un entorno «seguro», pero yo no se lo he dicho. Que quede entre nosotros, por supuesto.
–Por supuesto –digo–. Y por supuesto que la pregunta es hipotética. La verdad es que estoy aterrorizado, de repente estoy aterrado por todo. No me veo tomando otra vez las pastillas, no me imagino siquiera con deseo sexual.
–Es lo más normal –dice el médico–. Los hombres necesitan sacudirse la presión de estar a la altura. De salir del apuro.
–Lo que quiero saber realmente –digo, en un segundo intento– es si esto ha sido eso o sólo ha sido una advertencia. ¿Me pasará algo más? ¿Debo prepararme para lo peor?
–No hacemos promesas –dice el doctor, sacudiendo la cabeza–. Sus arterias parecen en buen estado, no hay un coágulo oculto a la espera de romperse y jugar a las canicas a través de sus venas. Está en buen forma para la forma en que está. Supongo que se repondrá totalmente, volverá al trabajo la semana que viene. Tengo que irme –dice, consultando su reloj.
Vuelve la joven con un café en la mano.
–Está cansado –dice, y me mira amablemente.
–Sí.
–Ha pasado un mal momento –dice, y no distingo si en su tono hay sarcasmo o no.
–Sí –digo. ¿Cómo ha encontrado a su padre el día después de su muerte? ¿Dónde estaría ella ayer?
Pienso en Nathaniel y Ashley, preguntándose por mi paradero, pienso si tendrán curiosidad de saber por qué no tienen noticias mías, me pregunto si se encuentran bien. Les llamaría ahora mismo, antes de olvidarlo, pero no recuerdo con exactitud dónde están: ¿cómo se llaman sus internados?
Supongo que debería considerarme afortunado por no haberlos olvidado totalmente.
En mitad de la tarde, sin previo aviso, me dan el alta.
–Muy bien, señor Silver, puede irse –dice la enfermera. Más que darme el alta, tengo la sensación de que me echan.
–¿He tenido un ictus y ya me mandan a casa?
–Ha sobrevivido, tiene que volver a su casa, ser feliz. Tenemos gente más enferma que usted hacinada en la sala de urgencias, esperando un sitio adonde ir. Hay un taxi esperándolo abajo.
No sé cómo ni por qué, tengo los bolsillos llenos de dinero en efectivo: el de mi compañero de habitación. No los he llenado yo, pero alguien lo ha hecho... con toda intención. No me percato hasta que saco mi cartera y encuentro fajos de billetes de veinte.
–Es su día de suerte, amigo –le digo al taxista, dándole dos de veinte por una carrera que cuesta doce dólares.
–No voy a preguntar nada –dice él.
El cuidador de la perra se ha ido, pero ha dejado una nota. «Espero que esté mejor. Vendré hacia las cinco de la tarde para pasear a Tessie. P. D. Estoy a su disposición cuando me necesite: la hoja con mis honorarios está debajo.» Echo un vistazo a la hoja, que está decorada con huellas de pezuñas. Quince dólares un paseo, cincuenta una noche pasada fuera de casa: parece razonable.
Me duermo en el sofá. La perra y la gata se acurrucan a mi lado. No llaman a nadie por megafonía, no hay un código rojo o azul, no huele a antisépticos, no hay efluvios de brécol cocido, únicamente el silencio de la casa, el chasquido del correo que cae al suelo a través de la ranura, la tranquilidad de que Tessie vigila. Sigo durmiendo cuando el amigo de las mascotas se presenta a las cinco. Me cubre con una manta, pasea a la perra y después me dice que volverá mañana temprano.
–No sé cómo agradecerle –digo.
–No tiene por qué.
Asiento; noto los párpados pesados.
–Hasta mañana –dice él.
A medida que anochece, me invade una especie de miedo frío. Apago todas las luces y la televisión y de pronto me pregunto cómo voy a saber lo que hay de cenar. Entro en la cocina, abro y cierro la nevera y luego vuelvo al sofá.
Entre mis papeles del alta médica hay una hoja de Meals on Wheels.1 Llamo al número; dejo un mensaje porque hoy tienen cerrado.
Recuerdo un anuncio de Domino’s Pizza que garantiza una entrega al cabo de treinta minutos y llamo para encargar una pizza y un par de Coca-Colas.
Mientras aguardo a que lleguen, alguien de Meals on Wheels me devuelve la llamada.
–Oiga –dice una mujer–, su mensaje era patético; acaba de salir del hospital y volver a casa; está viviendo en la casa de su hermano mientras él «está fuera», sea por la razón que sea. Pero nosotros no somos un servicio que se conecta y desconecta como la televisión por cable, hay un proceso y el cliente debe solicitar su admisión en el programa.
Mientras habla, algo en su tono de voz me mueve a lamentar haber llamado. Rompo en mil pedazos el folleto de la empresa. Ella prosigue:
–A lo que voy es –hace una pausa– que le llamo porque si no tiene comida en casa puedo enviarle alguna cosilla.
–Estoy bien, gracias –digo, queriendo poner fin a la conversación.
–¿Está seguro?
–Segurísimo.
–Verá, hay otras opciones para personas con recursos. Un montón de planes de dieta ofrecen entregas a domicilio: The Zone, Home Bistro, Smart Food, Carb Conscious. Aunque esté bien esta noche, ¿qué le parece si me encargo de que alguien le llame mañana para que presente la solicitud?
Suena el timbre: ¡la pizza!
Cuelgo a la mujer mientras ella sigue hablando y voy con el andador hasta la puerta. Tessie y yo ejecutamos un extraño baile, relacionado con las pelotas de tenis que hay abajo y nuestra insistencia mutua en llegar el primero a la puerta.
La pizza es como un cartón salado con goma derretida encima. Me la como entera.
En mi primera noche en casa, llama el psiquiatra de George.
–Perdone por haber interrumpido el contacto –dice.
–Perdone usted también.
Respiro y estoy a punto de hablarle del hospital, del hombre que ha fallecido, de todo lo sucedido, pero me contengo. Se enciende una luz personal de precaución.
–Me ha ocurrido algo –digo.
–Espero que haya sido agradable –dice él.
–No ha sido una boda –digo, y no añado nada.
–Confiaba en hablarle de su familia.
–He estado en el hospital.
A pesar de mi deseo de no decirlo, se me escapa como una incontinencia, como algo que se cuela; brota con una inhalación, es como tragar palabras.
–¿Cómo dice? –pregunta, sin haberme oído.
No digo nada.
Él continúa:
–Como recordará, hablamos de la necesidad de una historia familiar más completa. Me gustaría enviarle por e-mail unos cuestionarios. Piden información sobre su familia, los lugares de nacimiento de sus miembros, su modo de vida, enfermedades, hospitalizaciones, encarcelamientos, muertes.
–Muy bien –digo.
–¿Ha pensado en lo de visitar a algunos familiares más mayores? Nos gustaría saber algo más.
Llamémoslo la conciencia de la mortalidad.
–También a mí me gustaría saber más –le digo–. Adelante, mándeme los cuestionarios y los rellenaré.
–Estupendo –dice el médico–. Una vez completado este proceso, pensaremos en una segunda fase, la de traerle uno o dos días, pero todavía no hemos llegado a ese punto.
–¿Hay más noticias respecto a la situación judicial de George?
–No es de mi competencia. Quizá pueda informarle el coordinador del caso.
La llamada es lo bastante incordiante como para infundirme una extraña corriente de energía. Después de colgar pienso en mi madre y caigo en la cuenta de que hace semanas que no la visito.
Telefoneo a las enfermeras de su unidad. Pregunto si podría hablar con ella.
–Ahora mismo no está disponible –dice la enfermera.
–¿Cómo que no está «disponible»? ¿No debería estar en su habitación? Es casi la hora de acostarse.
–Está en clase de baile.
Me cuesta creerlo.
–No sólo son las nueve y media de la noche, sino que mi madre está siempre en la cama.
–Ya no.
–¿De verdad? –digo, sinceramente sorprendido.
–Sí. Es una combinación de factores. Uno, tenemos una terapeuta nueva y como su madre se ha encariñado con ella la ponemos en una silla de ruedas y la sacamos al pasillo; y además un médico joven ha estado haciendo investigación aquí y eligieron a su madre para participar en un estudio y ahora le estamos dando un cóctel nuevo, y no es que ande revoloteando por la residencia, pero está mucho mejor.
–¿Camina?
–Gatea –dice la enfermera, complacida–. Anda por el suelo, a gatas por todas partes, y parece que le encanta. Tenemos que tener cuidado para no pisarla... y le he puesto en las rodillas y en los codos unas rodilleras de hockey de mi hijo. ¿Quiere que le mande una foto?
Me envía una foto por e-mail y, en efecto, es mamá por el suelo, a gatas por el pasillo, correteando como un cangrejo.
Llamo a Lillian, la hermana más pequeña de mi padre, y ella accede de mala gana a permitirme que la visite.
–¿Quieres que te lleve algo?
–Borscht de aquella tienda de la Segunda Avenida.
No le digo que estoy a una hora y cuarto de distancia de la Segunda Avenida.
–¿Cuántos quieres? –pregunto.
–Tráeme uno grande –dice ella–. Trae dos, mejor: uno lo guardaré en el congelador.
–¿Algo más?
–Bueno, ya que vas, trae cualquier cosa que parezca buena.
Mi madre telefonea.
–La mujer del mostrador de reservas me ha ayudado a llamarte –dice–. Me ha dicho que me estabas persiguiendo.
–Llamaba para saludarte y ella me ha dicho que estabas en clase de baile: ¿va todo bien?
–Todo va perfecto, estoy recuperando el movimiento –dice ella.
–Voy a visitar a Lillian –digo, y antes de explicarlo ella me interrumpe.
–¿No se encuentra bien? –pregunta, muy preocupada.
–Sólo quiero verla. Tengo que preguntarle algunas cosas.
–Sí, bueno, yo también tengo que hacerle un par de preguntas –dice mi madre, volviendo a ser la que era–. ¿Dónde están mis pendientes de perla? ¿Y la pulsera a juego que me regaló tu abuela y que le presté para una fiesta a Lillian, quien luego decidió que todo era suyo?
–Puedo preguntarle por las joyas, desde luego –digo.
–No le preguntes –dice mi madre–. Haz lo que hizo ella, vete a su joyero y las coges. Y se lo dices más tarde, cuando estés a salvo en casa.
–Veré lo que encuentro.
–Y mientras buscas, mira si hay un collar pequeño con un rubí en el centro y unos diamantes; no consigo acordarme de si lo perdí o si tu padre lo empeñó para ir al hipódromo.
–¿Papá hacía esas cosas?
–Todos los hombres hacen esas cosas –dice ella.
Nervioso por la idea de conducir después del ictus, llamo al chófer que nos condujo al funeral de Jane y le pregunto si estaría dispuesto a llevarme hasta la casa de Lillian, a esperar allí y a traerme de vuelta a casa. Me dice que eso se llama un «transporte de espera», setenta y cinco pavos la hora, un mínimo de cuatro horas: le contrato. Me recoge a la hora convenida; pasamos por el 2nd Avenue Deli, que ya no está en la Segunda Avenida, y nos dirigimos hacia la casa de Lillian en Long Island. Le digo al hombre que aparque a un par de casas de distancia y confío en no tener que comentar mi estado con Lillian.
Al subir despacio por el camino de entrada tengo visiones retrospectivas de fiestas de cumpleaños veraniegas, bengalas del 4 de julio, perritos calientes. Las casas de su calle eran uniformes, todas iguales, de dos niveles de ladrillo, sólo se distinguían por el año del Pontiac o el Buick estacionado en la entrada. Las casas son ahora versiones bastardas de su construcción antigua. Algunas han conocido añadidos, reformas que las han convertido en tumores grises del tamaño de una habitación; otras fueron arrasadas para dejar espacio a posmodernos monstruos esteroides. Cuartos de estar de doble altura y grandes vestíbulos han sustituido a las adorables ventanas saledizas que daban a cada casa de los años cincuenta y sesenta un efecto inimitable de pecera. Desenvuelvo los comestibles en la cocina de Lillian y me pregunto si el hule vetusto, casi crujiente, que recubre la mesa será el mismo que ha tenido durante treinta años. Lillian corretea como un ratón guardando cosas. Es una mujer minúscula, quizá de un metro veinte de estatura, y está encogiendo rápidamente.
–¿Qué te ha pasado? –pregunta–. Estás hecho polvo.
–Un accidente de coche –digo. No tengo ánimos para hablarle del ictus; me hace sentirme viejo–. Qué flores tan bonitas –digo, señalando el jarrón encima de la mesa.
–Hace años que las tengo –dice ella–. Son de plástico; las lavo con Ivory una vez a la semana. Deberías llevarte esto. –Me entrega un recipiente de alforfón–. Yo no lo voy a comer. Y esto también –dice–. No puedo comer semillas de amapola, ninguna semilla, frutos secos ni almendras; así que en el cine nada de palomitas de maíz ni pistachos. Tengo problemas intestinales.
Por el modo en que lo dice, estoy tentado de hacer un chiste sobre «así la vida apenas vale la pena», pero dadas mis experiencias recientes de la precariedad de la vida, empieza a ser un asunto sobre lo que no debería bromear.
–Tu hermano debería avergonzarse –dice.
–Sí –digo.
–¿Se avergüenza?
–No. Creo que no.
Nos sentamos a la mesa del comedor. Me prepara una taza de té Lipton, fuerte y buenísimo.
–¿Tomas azúcar o quieres sacarina?
–Azúcar –digo.
El azúcar lleva tanto tiempo en el tarro que se ha apelmazado, es un azúcar que muchas generaciones de cucharillas mojadas han tocado, un azúcar festivo, infectado: azúcar rancio. Lillian sale de la cocina con un artefacto en las manos, la caja de metal azul con la inscripción Danish Butter Cookies que, si no me equivoco, juraría que lleva generaciones en poder de la familia: cuando los judíos abandonaron Egipto se llevaron consigo las latas de galletas danesas. Y estas latas hasta donde alcanzo a recordar nunca contenían galletas, viajaban de casa en casa pero siempre encontraban el camino de regreso hasta las manos de Lillian. En cada familia o tribu hay un custodio de la lata cuya misión consiste en entonar, irritado: «No olvidéis mi lata» o «¿Cómo habéis podido olvidar mi lata? Sin ella ya no cocinaré más para vosotros. ¿Para qué? Se pudrirán las galletas».
La tía Lillian se retuerce los dedos largos, delgados y nudosos y gira la tapa de metal: el contenido se entrechoca dentro, atrapado. La edad ha salpicado de manchas de leopardo las manos de Lillian; lleva el pelo, de textura fina, teñido de un rojo intenso, artificial, y recogido en lo alto de la coronilla, como lana de acero herrumbrosa.
Por fin consigue abrir la caja; dentro sólo quedan unas diez galletas.
–Ya no cocino tanto como antes –dice.
Cojo una y la muerdo: dura como una piedra, como un biscote judío.
–Está buena –digo, con la boca llena.
–La última vez que te vi fue en el funeral de tu padre –dice ella.
Hundo la galleta en el té; al segundo mordisco sabe mejor. Termino la galleta y cuando me dispongo a coger otra Lillian me arrebata la lata y le pone la tapa:
–Tengo que racionarlas –dice–. No cocino a menudo; de hecho, esta hornada podría ser la última.
–Háblame de mi padre –le pido, y es como si después de exhalar la palabra «padre» en la siguiente bocanada inhalase el aspecto y el olor paternos, cinco trajes colgados del ropero después de su muerte, su tónico capilar era una sustancia aceitosa y con aroma de especias que se vertía en la mano y se pasaba por el pelo, que se alisaba hacia atrás. Dejaba manchas que mi madre decía que eran de «grasa» en las almohadas, el sofá, las butacas de la sala, en cualquier parte donde descansara la cabeza.
–Un directivo de medio pelo –salta la tía Lillian–, eso es lo que fue toda su vida. Odiaba al que tenía por encima y se desquitaba con el que tenía por debajo. Vendía seguros. Gestionaba el templo de la comunidad. Luego, más adelante, se metió en inversiones. Si alguna vez cuestionabas algo de lo que hacía, tu padre explotaba: amedrentaba a todo el mundo para hacer las cosas a su manera.
Asiento. Lo que dice encaja con mis recuerdos, que son más borrosos. Ella prosigue:
–Pues a mi marido no le gustaba la familia, pensaba que era demasiado pedante y poco instruida. Y tenía razón. Tu padre discutía con Morty y no cejaba hasta que Morty se rendía; daba igual si tenía razón o no.
Meneo la cabeza.
–Y luego Morty murió. Nunca lo he dicho, pero en gran parte se lo reprocho a tu padre –dice, con un sonido de asco, una especie de escupitajo farfullante, como si hubiera revelado un secreto largo tiempo guardado–. Tu padre era así, siempre reclamaba toda la atención y se comportaba como un niño si no se la prestaban. Por eso nunca se llevó bien con su hermano: eran iguales. Y tú –dice, agitando hacia mí un dedo nudoso–, tú eras allí un pequeño tarado.
No digo nada; que yo recuerde, nadie ha aludido nunca a mí como un «pequeño tarado».
–¿Sucedió algo concreto, hubo algún motivo para que dejáramos de tratar con tu familia? –pregunto, apuntando el comentario de que soy un tarado en el margen de la libreta que estoy utilizando para tomar notas.
–Me peleé con tu madre.
–¿Con mi madre?
–Sé lo que estás pensando; era fácil llevarse bien con ella, pero aprendió un par de mañas de tu padre.
–¿Por qué reñisteis?
–Por unas bolas de matzá.
Levanto la vista para ver si bromea. Ella me mira como diciendo: ¿no es evidente?
–Una guerra por unas albóndigas –dice–. ¿Las cocinas en sopa o por separado? ¿Qué consistencia es la ideal, esponjosa o correosa?
La miro, aguardando algo más, aguardando la respuesta.
–Tu madre parecía pensar que cualquier cosa que dijese era la correcta, y también que era mejor judía que yo. Y, la verdad, entre aquello y lo de tu padre, no me molesté en mantener el contacto. Que no hablemos contigo no quiere decir que no hablemos entre nosotras.
Estoy a punto de preguntarle qué familiares viven todavía cuando ella me interrumpe bruscamente.
–Y además hubo el incidente con vosotros, los niños, en el cuarto de juegos. –Vuelve a mirarme de ese modo–. ¿Te haces el tonto o es que eres tonto de verdad?
Sin saber de qué me habla, renuncio a responder.
–Tu hermano operó a mi hijo –dice, como ofreciéndome una pista que me refresque la memoria.
–¿De qué le operó?
–Volvió a circuncidarle, con un compás, un transportador y cola blanca.
Conservo un vago recuerdo. Era una de las fiestas judías y todos los niños estaban jugando abajo. Tengo un débil recuerdo de que yo estaba en el suelo, encima de la alfombra con los primos, y de que estábamos jugando una absorbente partida de Monopoly en la que se vendían y compraban propiedades y hoteles sobre el plano, y mientras nosotros jugábamos mi hermano y mi primo Jason estaban haciendo algo raro en el escritorio de mi padre. Recuerdo que pensé que era típico de George obligar a alguien a que hiciera algo para complacerle. El cuarto era en parte la habitación de los juegos y en parte despacho, y aislaban este último unos archivadores y unas alfombras blancas y lanudas, por lo que en realidad yo no veía lo que estaban haciendo, pero sabía que era algo extraño.
–¿No le pasó nada a Jason?
–No, fue una herida muy leve: un pequeño corte, un montón de sangre y una visita a un cirujano plástico; pero ahora es gay.
–¿Quieres decir que George le convirtió en gay?
–Algo hizo; no creo que nadie nazca gay, ¿verdad? Algo ocurrió, un trauma que te cambia de acera.
–Tía Lillian, cantidad de gays te dirían que nacieron así, y de hecho hay teorías sobre niveles de hormonas intrauterinos... –continúo, preguntándome cómo sé yo lo que estoy diciendo; debo de haberlo leído en algún artículo. Está claro que diga lo que diga no tiene nada que ver con lo que cree Lillian–. ¿Qué dijeron mis padres?
–Nunca se lo conté. Jason estaba tan humillado que me hizo jurar que guardaría el secreto –dice ella–. George se detuvo sólo porque alguien bajó a ver cómo estabais los niños.
–¿Quién bajó?
–La tía Florence.
–¿Y qué vio?
–No vio nada, pero George se asustó y se detuvo.
–¿Y qué dijo tu marido?
–No estaba, y eso empeoró las cosas.
–¿Dónde estaba?
–Buena pregunta –dice, y no dice más–. No tenía disculpa –dice.
–Ninguna –digo.
–La última vez que te vi fue en el funeral de tu padre –repite la frase de poco antes.
–¿Puedes ayudarme en algo? –Saco el árbol genealógico–. Tenemos que completarlo.
–Completar un árbol de familia..., ¿vas a pagarme mi tiempo? ¿Vas a compensarme de algún modo?
–Te he traído borscht –digo. Ella hace un gesto de desdén y acerca su silla a la mía para ver los formularios y mi libreta amarilla.
–¿Qué edad tienes, tía Lillian?
–Más de la que aparento; tengo ochenta y ocho pero me han dicho que aparento unos setenta y cinco.
Completamos juntos el árbol genealógico. En un momento dado trae un par de álbumes de fotos de la familia, la prueba física, y pasa las páginas revelando los trapos sucios de todo el mundo.
–Tu padre tenía muchos problemas con la virilidad.
–¿Estás diciendo que crees que no había salido del armario?
Ella se encoge de hombros y pone una mueca.
–Quién sabe lo que es o no es cada cual.
–¿Hubo delincuentes en la familia? –pregunto.
–Oh, claro –dice–. Muchos. Por ejemplo el tío Bernie, que murió apuñalado en una timba.
–¿Quién le mató?
–Nadie quiso decirlo.
–¿Y qué fue de la tía Bea?
–Difunta –dice ella–. Y ya sabes que tuvo tres hijos y que ninguno de ellos vivió más de cuatro años; dijeron que era muerte súbita, pero tu madre y yo no estábamos tan seguras; nunca os dejábamos solos con ella a ninguno de vosotros.
–La verdad es que parece increíble; los judíos no matan a sus hijos, sólo los vuelven locos.
–Hay trastornos en la familia –dice ella.
–¿A qué te refieres?
–El carácter de tu padre. ¿Tan bonachón eres? Creías que a tu madre le operaron la nariz; tu padre le dio un puñetazo.
Sé exactamente de lo que está hablando y tiene toda la razón; a mi madre se le rompió la nariz, pero yo creía que había sido por culpa de un accidente.
–¿Por qué?
–¿Quién sabe? –dice Lillian–. A veces él explotaba.
–No es lo que yo suponía.
–Tus padres os protegían a ti y a tu hermano. Tu tío Louie también era una buena pieza, un impresentable, siempre intentando hacer tratos. Y su mujer, qué sabría ella, liada como estaba con el contable del templo.
–¿El de los lobanillos... como ampollas o verrugas? –digo, de nuevo con un recuerdo nebuloso.
–Eran tumores de grasa y él era muy agradable, más que tu Louie, pero eso no lo disculpa. Estaba casado. Su mujer era muda y tenía un pie zopo; la ganó en una partida de póquer.
No puedo evitar reírme.
–No le veo la gracia. Él la amaba, la cuidaba muy bien, y tuvieron cuatro hijos.
–¿Te acuerdas de que celebrábamos juntos las grandes festividades, Rosh Hashaná y Yom Kippur y luego, de repente, no? –pregunto.
–Sí –dice ella–. Por supuesto. Fue todo por las albóndigas. –Hace una pausa y luego me mira, llena de compasión, frustración, desprecio–. ¿Por qué no te responsabilizas de lo que hizo tu familia? Esperaba que vinieses a pedir perdón.
–Perdón.
–¿Por qué?
–Por cualquier cosa que te pareciera una ofensa; perdón. Lo siento mucho.
–No estoy segura de que seas sincero.
–Bueno, yo no estoy seguro de comprender exactamente lo que pasó, pero lamento mucho que estés dolida. He venido con mi mejor intención. No puedo disculparme por algo que no hice.
–Has venido porque no tenías otro sitio adonde ir. Si las cosas fueran de maravilla nunca habríamos sabido nada de ti.
No me siento muy bien. Sus acusaciones, la tensión, todo este puñetero día, con el viaje al centro para comprar la sopa, el trayecto hasta aquí, la fatiga, las cosas que me ha contado, todo esto ha sido... demasiado.
–Tía Lillian, tengo que irme, pero si quieres vendré otra vez.
–No es necesario –dice ella–. Saluda a tu madre de mi parte. ¿Dónde está? –pregunta, como si lo hubiera olvidado.
–En una residencia.
–¿Y cómo se encuentra?
–Parece que mejora.
–Dile que siento lo de las bolas de matzá; cocer las albóndigas primero en agua o dentro de la sopa da lo mismo; al final, ¿qué demonios importa?
–Gracias –digo–. Se lo diré. A propósito, ella me pidió que te preguntara por un par de pendientes.
Lillian levanta los brazos.
–No me vengas otra vez con esa mierda. Así que era eso. Has venido hasta aquí en plan amable, me traes una sopa y luego, cuando estás a punto de despedirte, ¿me das la puntilla? Debería haberme dado cuenta...
Sale precipitadamente de la habitación.
–Tía Lillian –la llamo–, no quería hacerte pasar un mal trago, sólo te lo he preguntado porque ella me pidió que lo hiciera.
Vuelve con su antiguo joyero en las manos.
–Y tú haces todo lo que te pide tu madre.
Deposita el joyero en la mesa, lo abre y saca los pendientes de perla, la pulsera y el collar con el rubí.
–Ella no sabía si éste se había perdido.
–Tu padre me lo vendió –dice la tía–. Figúrate, me vendió las joyas de tu madre. Quería que se quedaran en la familia.
Lillian me entrega lo que mi madre quería y algo más.
–Parte de estas cosas me las dio tu madre, quería que yo le guardase algunas, pero no las quiero, no quiero este cargo de conciencia, no quiero tener nada que ver con esto, nunca he querido.
Me agarra la cabeza con las dos manos, me la baja hasta su altura y me da un beso húmedo.
–Sigues siendo un pequeño tarado –dice, y me empuja hacia la puerta.
Hablo con Nate unos días después y me dice:
–¿Vas a venir a nuestro día de deportes?
–¿Yo?
Estoy empezando a recuperar la normalidad o lo que no es normal del todo pero se considera normal en este último mes. No puedo decir en absoluto que me sienta yo mismo; de hecho, en realidad no recuerdo cómo me sentía y lo que podría significar «yo mismo».
–Mis padres siempre venían el día de los deportes –dice Nate.
–¿Cuándo es?
–Este fin de semana. Empieza el sábado por la mañana y termina el domingo, después de la iglesia.
–¿Los judíos van a la iglesia?
–No es confesional –dice él.
–Iglesia quiere decir que es cristiana.
–A mí me gusta –dice él.
–¿Llevo a la perra? –pregunto.
–No, que alguien se quede con ella.
–¿Vendrá Ashley?
–¿No te han dejado un manual o instrucciones?
–No –digo–. Vuelo a ciegas. Ya me apañaré; sólo necesito conocer los parámetros. ¿Necesitas que te lleve algo, algo de casa?
–¿Por ejemplo?
–¿Una sudadera favorita, tu ejemplar de El guardián en el centeno?
–No –dice, como si la pregunta fuera estresante–. Tengo lo necesario.
Es apetecible un fin de semana en el campo: un permiso para huir de aquí. No sé cómo ha ocurrido, pero estoy totalmente atrapado en el mundo de George, me preocupa que se derrumbe lo que queda si lo abandono un momento.
Mientras Nate y yo hablamos, he entrado en el sitio Google del colegio; es más prestigioso de lo que imaginaba. Entre los ex alumnos hay varios miembros del equipo y el gabinete de Nixon.
–¿Conoces a alguien en el colegio que se llame Schulz?
–¿Como el Schulz de Snoopy?
–No –digo–. ¿Y a algún Blount? ¿O algún Dent?
–¿Quiénes son?
–Notas históricas a pie de página.
–No me suenan –dice Nate.
–No importa. Te veré el sábado –digo, y cierro la sesión.
La página web del colegio ofrece una lista de alojamientos; empiezo a llamar, pero todos los hoteles y bed and breakfast están completos. Para cuando hablo con la mujer del Wind Song, me veo durmiendo en el coche. Está bien, llevaré unas almohadas, el saco de dormir ártico, mantas adicionales, somníferos Ambien, y buscaré un lugar seguro en el mismo campus.
–¿Puede ayudarme? –le ruego–. No puedo dejar a este chico en la estacada, sólo me tiene a mí, su madre ha muerto y su padre está entre rejas... ¿Se le ocurre algo?
–La habitación de mi hija –dice la mujer–. No solemos alquilarla, pero tiene dos camas gemelas, se la puedo dejar: ciento cincuenta la noche, desayuno incluido, cuarto de baño compartido.
–Perfecto –digo.
–En realidad –dice ella, haciendo una pausa, y oigo voces al fondo–, me he equivocado y son ciento ochenta la noche. Como le he dicho, no solemos alquilarla, pero mi marido me está recordando que la última vez que lo hicimos fueron ciento ochenta. El colchón es nuevo.
–¿Le doy el número de mi tarjeta de crédito? –digo, temiendo que si no me apresuro subirá más el precio.
Resuelto a hacer un buen trabajo como sustituto paterno, tomo prestados una corbata, zapatos y una chaqueta deportiva del ropero de George y parto puntualmente a las seis de la mañana del sábado. Tardo dos horas y veinte minutos en escalar el borde de Massachusetts. En las puertas del internado, padres con sus rancheras Mercedes y sus coches deportivos de juguete para el fin de semana se dirigen hacia el edificio principal, donde están sirviendo café y galletas danesas. Jóvenes con nombres como Scooter y Biff reciben a sus progenitores, abrazan abruptamente a sus padres, que visten pantalón de pana, y besan educadamente a sus madres, que llevan jerséis de lana hervida. Todos tienen la misma cara con forma de corazón, profundamente norteamericana, impenetrable. Hay cuatro asiáticos, tres negros, y ahí se acaba la diversidad.
El colegio se extiende como un antiguo pueblo inglés y, comparado con él, la universidad donde enseño es un centro urbano de formación profesional, sepultado en uno de los cinco municipios, donde hombres y mujeres a lo sumo aprenden a cambiar el aceite y arreglar televisores. El edificio principal es una mansión grandiosa, imponente, con enormes retratos al óleo, colgados muy altos, de los fundadores del colegio, y grandes adornos florales sobre vitrinas antiguas de madera. Todo es oscuro: hay un montón de paneles de madera muy oscura, pasadizos secretos, viejos sofás y sillas de cuero. Sobre largas mesas, recubiertas de manteles blancos almidonados, hay todo un banquete expuesto. Nate me encuentra en la cola del café; agradezco tropezar con una cara conocida.
–Las galletas son buenísimas, deberías comer una –digo, dudando si el protocolo me exige abrazarle o no; supongo que no.
–Ya he comido –dice él–. Las hacen todos los fines de semana. Hay un chef repostero en el personal.
–¿Cómo acabaste en este colegio? –susurro.
–¿Te refieres a qué hace un perdedor como yo en un sitio así? –Hace una pausa–. Hice muy bien las pruebas de ingreso y papá era «alguien». El presidente del consejo de administración de la cadena es un ex alumno muy activo.
–¿Tienes amigos aquí?
–Sí –dice él–. Estoy más contento aquí que en casa.
–¿Y Ash también está en un sitio que le gusta? –pregunto, masticando un bollo de canela.
–El de ella es diferente. Las chicas viven en pequeñas casas, no en residencias. Es un poco menos competitivo, más acogedor.
–Vuestra madre hizo algo estupendo buscando los mejores sitios para vosotros. –Deslizo un bagel con queso fresco, envuelto en una servilleta de tela, en el bolsillo de mi americana. Mis manos chocan con algo–. Tessie te envía esto –digo, sacando del bolsillo una correa mordida a conciencia que le entrego a Nate. Él sonríe. Cuando salimos del edificio, señala la biblioteca.
–Tenemos aproximadamente un millón y medio de volúmenes y un activo sistema de préstamo entre bibliotecas.
–Mejor que en muchas facultades pequeñas y en la que doy clases –digo.
–Espera a ver la piscina –dice Nate.
Delante del polideportivo, un hombre vestido como un bufón de corte reparte rollos de pergamino atados con una cinta, como si fuera algo que se distribuía en Roma hace mucho tiempo.
–Es el programa de hoy –dice Nate–. Empieza con la inauguración; antes era el lanzamiento de la primera flecha, ahora es el cañón del director. Es escocés.
Un momento después se oye el zumbido de unas gaitas y un par de gaiteros cruzan la cuesta enfrente de nosotros, seguidos por el director, que desfila con su kilt y acompaña la música blandiendo su cetro de arriba abajo.
–Debajo de la falda no lleva nada –cuchichea Nate–. Es la tradición. Y tiene unas pelotas de caballo y se asegura de que lo sepa todo el mundo. –Disparan el cañón desde la loma cubierta de hierba y yo me agacho, con un movimiento reflejo. «Que empiecen los juegos», declara el director.
–¿Practicas algún deporte? –se me ocurre preguntar de pronto.
–Claro –dice Nate–. Hockey sobre hielo, lacrosse, tenis, y estoy en el equipo de esgrima y hago natación; hoy tenemos un torneo de ambas cosas. También salto vallas y hago ejercicios de potro. Y me he apuntado a la escalada en roca para padre e hijo.
–Ni siquiera sabía que te gustaban los deportes –digo. En realidad, sólo lo he visto entretenerse con videojuegos.
En el polideportivo, los entrenadores nos recuerdan que «estos juegos pretenden ser demostraciones de nuestros programas más que pruebas de competición. En el colegio nos esforzamos en formar equipos para que los chicos establezcan vínculos». Los preparadores escupen eslóganes como «ambiente exitoso» y «un premio para cada deportista, medallas para todos los participantes». Pero a pesar de estos latiguillos, es evidente que todo el mundo lleva la cuenta de quién gana y quién pierde.
–¿Cuál es el suyo? –me pregunta unos de los padres, señalando con un gesto a un grupo de chicos.
–Yo estoy con Nate –digo.
Y experimento el retroceso teóricamente imperceptible.
–Por supuesto –dice el padre, y nada más; todos saben lo sucedido.
Miro a Nate: alto, despeinado. Los otros chicos son un abanico de formas y tamaños y tipos de acné. Nate es uno de los más agraciados, su atractivo es distinto del de los demás. En deportes no es el mejor ni el peor; lo que está claro es que todos quieren que esté en su equipo. Es un deportista fiable, regular, auténtico, que no necesita sacrificar al equipo para su gratificación personal. Me invade una sensación desconocida de orgullo, se me dilata el pecho, siento un reflujo agradable cuando veo a Nate atravesar la piscina nadando mariposa. Me sobrecojo durante la exhibición de esgrima cuando sus rivales acometen, «acuchillan» a Nate y dan por terminado el «asalto».
En la comida, varios chicos y sus madres se paran junto a nuestra mesa.
–Si alguna vez necesitas un sitio adonde ir de vacaciones, siempre puedes venir a esquiar con nosotros –dice una madre.
Otra le aprieta el hombro y le pregunta:
–¿Cómo lo llevas?
–Estoy bien –dice él.
–Pues claro –dice ella.
Estoy comiendo mi segundo pedazo de pastel, simplemente porque lo tengo delante, porque hay cuatro tipos de tarta y probar dos me ha parecido razonable. Estoy comiendo el trozo cuando Nate me informa sobre la escalada para padre e hijo.
–Es justo después de la comida –dice, con visible impaciencia.
–Es una tradición –digo sarcásticamente mientras aparto mi plato. Demasiado tarde, ha desaparecido una porción entera de tarta de queso y la mitad de la capa de chocolate.
–Sí –dice Nate–. Es una pared artificial a cubierto, de una altura de tres pisos. No se espera que los padres la escalen hasta arriba, pero algunos llegan; aunque se partan el pecho, algunos superarán las expectativas.
–Yo no soy uno de ellos –digo sin rodeos–. ¿Qué tal si me quedo abajo y te miro?
–No se puede –dice él–. Hay que participar al cien por cien.
–Hace poco he sufrido un ataque menor y debería evitar grandes esfuerzos –digo.
Nate me mira, preocupado, repentinamente frágil.
–Estoy bien –digo–. Sólo que debo tener un poco de cuidado.
–Casi todo consiste en controlar tu propio peso –dice él–. ¿Te arreglarás? Hay un arnés y un perno de sujeción, en realidad no te puedes caer.
–Nunca he sido un gran atleta –digo.
–Créeme, esos padres tampoco; son unos fanfarrones.
Esto se convierte en un callejón sin salida; me está irritando mi miedo a los deportes, a tener que lucirme o, peor, a no lucirme delante de todos estos niños y padres.
–Papá tampoco lo hacía –dice Nate, disgustado.
–¿Por qué no? –pregunto; me sorprende.
–No decía por qué. Yo le apuntaba todos los años y al final nunca podía; tenía que hacer una llamada, o le daba un tirón o tenía un esguince.
–Yo lo haré –digo, inspirándome en el hecho de que George nunca lo hacía.
El entrenador de escalada nos coloca un arnés a cada uno. Nos imparte una lección sobre el funcionamiento de las cuerdas. Explicado por él, parece simple, descansado: estoy sudando. Los otros hombres no parecen ni más ni menos capaces; en el último minuto se nos une un tipo fornido que lleva gafas de sol y va vestido como si hubiera salido de casa con sus calzoncillos largos y negros, o los de algún otro, porque le están demasiado prietos. No lleva nada debajo; tiene la polla y los huevos aplastados de un modo demasiado explícito. No puedo evitar mirarle y luego preguntarme: ¿es lo habitual por aquí este pavoneo?
Cuando despego los pies del suelo rezo para que Nate, que sujeta la cuerda, sea más fuerte de lo que aparenta, y para que cuando yo caiga en picado no se quede volando por el aire como un columpio desbocado. Estoy desafiando la gravedad y al mismo tiempo soy plenamente consciente de su atracción.
–Utiliza los pies –dice Nate, aleccionándome desde abajo.
Palpo la roca en busca de salientes que me sirvan de palancas; son como topes de puertas. Me impulso hacia atrás, asciendo unos centímetros y me agarro a los asideros que hay justo encima de mi cabeza.
–Impúlsate –dice él–, impúlsate hacia arriba, no tires. Es más fácil.
Con los sesenta y cinco mil dólares anuales que cuesta la docencia, según la página web del colegio, me alegro de que Nate esté aprendiendo algo de física.
Me impulso y eructo; café agrio y pastel me llenan la boca. Trago, me equilibro y me impulso de nuevo. Hay otros hombres encima y debajo; impregna el aire un olor acre a hombres en tensión. Subo más arriba, resuelto, resuelto a subir por cojones.
Mientras estoy en la pared, llega el director y se abre paso entre la gente que está en el suelo, estrechando manos. Yo estoy dos pisos más arriba y espero que a Nate no le distraiga su «jefe» con falda. Desplazo mi peso y miro abajo; de pronto tengo los testículos pillados debajo del arnés, que ha resbalado. Es algo insoportable y ahora casi estoy bailando, tratando de resolver la situación.
–¿Qué haces? –grita Nate.
Yo abrazo la pared, uso las dos manos y me adapto en consecuencia.
Veo que algunos hombres tienen un calzado especial de escalada; yo he cogido los putos zapatos sin cordones de George. Uno se me cae, rebota en la pared, aterriza en el suelo.
–Te lo tiro desde aquí –dice Nate.
–No te molestes –digo, y me impulso hacia arriba, resbalando con el calcetín desnudo.
–¿Este zapato es de papá? –me grita él.
–Sí –le respondo.
–Qué raro.
Me vuelvo y centro la mirada en la pared. Sí, joder, me digo mientras forcejeo hacia la cima.
¿Y qué crees que hay allí? Un maldito HUEVO DE ORO. No bromeo: hay un huevo de oro, una puta hucha de porcelana en la cima. El problema es: ¿cómo lo bajas? ¿Cómo transportas un objeto frágil cuando necesitas las manos y los pies? Me lo meto dentro del pantalón. Desciendo en rápel con un bulto de caballo, el puto huevo de oro. Nate está abajo con lágrimas en los ojos, y no me queda otra alternativa que abrir la cremallera de la bragueta, sacar el huevo y dárselo: como una especie de ofrenda. Él me abraza y llora. Saboreo la victoria y sudo y me parece increíble. Por un momento radiante ¡estoy ARRIBA!
Veinte minutos más tarde me estalla la cabeza, camino como un vaquero deslomado y tengo una clara insensibilidad en tres dedos. Cuando me siento en la taza del retrete apenas puedo levantarme. Pregunto a Nate si tiene Tylenol y me dice que irá a preguntar a la enfermera del colegio.
–Olvídalo –rezongo, y volvemos al edificio principal para el jerez de la tarde y los dados de queso.
Bebo demasiado; francamente, beber jerez constituye un exceso alcohólico. La cefalea empeora.
–Tómate una Coca-Cola –propone Nate, y acierta.
Me tomo dos y media libra de queso y enseño mi medalla a cualquiera que esté dispuesto a escuchar la historia de mi ataque y mi recuperación milagrosa.
–¿Y ahora qué? –pregunto cuando la hora del cóctel va llegando a su término.
–Vamos a cenar al Ravaged Fowl –dice Nate, como si fuera algo obvio–. ¿Has reservado?
Le miro, inexpresivo.
–Siempre vamos allí, pero hay que reservar.
Lo dice de tal modo que no hay nada que hacer, es irreparable.
–No te preocupes –digo–. Me he ocupado de todo.
Desde los lavabos de caballeros llamo al Ravaged Fowl; hay un eco molesto.
–Está completo –dice la mujer–. Ninguna mesa libre. No hay mesas hasta el lunes.
No se lo digo a Nate –hay cosas que se solucionan mejor personalmente–, pero cuando nos dirigimos hacia el restaurante, mi constitución ya endeble está incubando una especie de estrés anticipatorio, y me pregunto qué va a ocurrir.
Llegamos, yo me hago el tonto, digo nuestro nombre a la azafata.
–Déjeme comprobar –dice la chica. Yo me pongo nervioso.
–Tenemos una reserva. Venimos todos los años. ¿Desde hace cuántos? –pregunto a Nate.
–Cuatro –dice él, mirándose los zapatos.
–Hemos venido aquí los últimos cuatro años, todos los años, este mismo día. Siempre reservo –afirmo indignado. La chica no se inmuta. Está ocupada contestando al teléfono; le hablo directamente–: Creí que podíamos confiar en usted.
Ella levanta un dedo, como para indicarme que espere; mi voz está subiendo de volumen. Mi humor cambia.
–Tienes una cara como la de papá –dice Nate.
–¿Siempre o sólo ahora?
–Ahora –dice él.
–Estoy de pésimo humor.
–¿Quieres que me quede aquí? Vete a curarte el dolor de cabeza, yo me uniré a otra mesa.
–Nada de eso –digo–. ¿No puedo irritarme ni un minuto? Esto me está poniendo a prueba.
No sé cómo explicar por qué ni cómo, pero la opulencia, el éxito, la belleza de este día radiante y esplendoroso me producen desánimo. Todo ha sido tan maravilloso que me siento mareado: no puedo decirle a Nate y a sus compañeros que la amenaza, la intrusión progresiva de su futuro juvenil, excelente y promisorio me causan una puta y gigantesca depresión.
–Sí, claro, como quieras –dice él, y veo cómo retrocede, se retira dejando una cáscara vacía.
La azafata cuelga el teléfono y se aleja. Estoy tentado de perseguirla; no puedes marcharte y dejarme plantado después de haberme puesto en ridículo delante del chico.
Mi cólera es intensa. Sin hablar, estoy despedazando a la chica, sorprendido por la fea claridad con la que pienso. Es muy poco atractiva; grotesca. Sumamente orgullosa de lo que algunos considerarían un buen tipo, lleva un vestido verde esmeralda demasiado ceñido, con un escote redondo por el que asoman sus tetas. Más que una azafata parece una furcia o una drag queen espantosa. Tiene los labios carnosos y amplios, manchados de un pringue rosa, escarchado y barato. Tiene los poros grandes y negros, cada uno es un pozo séptico individual, cada espinilla es un agujero negro. Casi estoy decidido a decirle un par de cosas: No me vengas con eso de que no encuentras la reserva que hice hace meses; ¿de qué sirve reservar si luego no encuentras la reserva? Y entonces me acuerdo de que no he reservado e imagino que le vuelco su cuenquito de crema de menta, le quito de golpe los mondadientes, le digo que se meta la crema de espinacas por el coño, y luego le llevo al chico a una cena piojosa a cuarenta kilómetros de allí.
Me imagino que hago esto y luego oigo que Nate dice: «Eres asqueroso, igual que papá.» Escuece, duele profundamente. No quiero que piense que George y yo somos Doppelgängers lunáticos, no quiero darle pistas sobre lo que se me pasa por la cabeza.
–¿Te encuentras bien? –pregunta él.
–Creo que sí. ¿Por qué?... ¿Qué estoy haciendo?
No puedo evitar preguntarme si he estado hablando en voz alta.
–Pareces distraído.
–No he echado la siesta. Desde el ictus necesito una siesta diaria. Como me explicó el médico, mi cerebro ha sido insultado y necesita tiempo para recuperarse.
La azafata vuelve acompañada por un hombre bajo y de bigote que me estrecha la mano.
–Disculpe el retraso; no sabíamos seguro si vendría. Tengo su mesa, por supuesto; por aquí, síganme.
No podría haber sido más sencillo.
Escarbo en mi bolsillo y encuentro veinte pavos que le deslizo al hombre cuando nos acomoda en un banco muy apreciado.
–¿De verdad habías reservado? –pregunta Nate.
–Debió de hacerlo tu madre hace mucho –digo–. Era muy organizada.
Nate se inclina hacia delante antes de que venga la camarera a tomar el pedido de bebidas.
–Para tu información, es una tradición que me pidas una cerveza –dice.
–Eres menor de edad.
–Es la tradición –dice él–. Tú la pides, yo la tomo.
Miro alrededor; ningún chico en las demás mesas está tomando cerveza.
–Me estás engañando.
Él no dice nada.
–¿Por qué no eres sincero conmigo? Es mejor, en general.
–Vale, quiero una cerveza –dice.
–Vale, tómate una; no conduces, has tenido un buen día de trabajo, a mí me da igual. ¿Alguna preferencia?
–Una Guinness, si tienen.
–¿En serio?
–Es como una comida en un vaso. Me acostumbré el verano pasado, cuando estuve en Oxford.
Pido una Guinness y un refresco, y cuando traen la cerveza doy un sorbo y la poso delante del chico.
–¿Quieres que pida una paja?
Él bebe, cierra los ojos, feliz. A todas luces no es la primera que toma.
–Te he visto evaluar a la azafata –dice cuando emerge en busca de aire–. ¿No crees que deberías pedirle una cita? Ahora estás soltero, ¿no?
Si él supiera lo que he pensado realmente de ella.
–No sabía que eras todo un atleta –digo, cambiando de tema–. En nuestra familia nunca ha habido ninguno.
–No todo procede de tu familia. La abuela de mamá era una gran nadadora, fue la primera mujer que rodeó nadando la isla de Manhattan.
–¿En serio?
–Sí. Y su marido, mi bisabuelo, era un tragafuegos; por lo visto tenía una enorme capacidad pulmonar.
–No lo sabía.
–No debes suponer que todo está relacionado contigo –dice Nate.
–¿Qué os sirvo, chicos? –pregunta la camarera. Veo entrar al director, todavía con su falda y los pliegues revoloteando sobre sus rodillas velludas y muy blancas.
–¿Qué tal son los pasteles de cangrejo? –pregunta Nate.
–Perfectos –dice la camarera–. Cien por cien carne compacta.
–No sé si es temporada de cangrejos –digo.
–Los tomo todos los años –dice Nate–. Primero tomaré la ensalada iceberg con queso azul y después los pasteles de cangrejo.
¿Por qué veo vómitos en todas partes? ¿Cerveza, queso azul, pasteles de cangrejo?
–Yo también quiero la ensalada y el bistec especial –digo.
–¿Asado o frito? –pregunta la camarera.
–A la parrilla –digo.
–Las patatas, ¿asadas o fritas?
–Asadas, por favor.
Doy un sorbo del refresco de Nate. El director viene hacia nosotros.
–¿Qué estás bebiendo, hijo? –le pregunta a Nate.
–Estoy dando un sorbo de la cerveza de mi tío; le ha parecido que sabía raro. ¿A usted le sabe raro?
Levanta hacia el director el vaso de cerveza.
–A mí todas las cervezas me saben a pis. Yo sólo bebo bourbon, pero fuera del trabajo.
El hombre de bigote se acerca corriendo.
–¿Todo en orden?
–Tráigale otra cerveza a este hombre, y el jovencito parece que también necesita otra..., ¿qué era eso, hijo, una Coca-Cola? –ruge el director.
–Un refresco de hierbas, en realidad –dice Nate.
–Me gusta su escarcela –digo, incapaz de contenerme–. ¿Es de piel de foca?
Y me pregunto de dónde demonios he sacado la palabra «escarcela».
–Es de piel de foca –dice el director–. Tiene buen ojo. Era de mi abuelo –dice, fingiendo un profundo acento escocés.
–Así que de su abuelo –digo.
Él asiente.
–Buen provecho y enhorabuena por la escalada. Me alegro de saber por fin de dónde vienen las proezas de Nathaniel.
El director se va hacia otra mesa.
–¿De qué estabais hablando, de escarapelas? –pregunta Nate.
–De la escarcela. Su bolsa. Le he felicitado por la bolsa. Es ese coso atado con una cadena: una falda no tiene bolsillos.
Por un momento, Nate está impresionado.
Saco mi caja de píldoras (y la página de instrucciones) y coloco en fila la serie de la cena: antes, durante, después.
–¿Qué más cosas tendría que saber de ti, Nate?
–Tengo una escuela en Sudáfrica –dice él–. Estoy muy orgulloso de eso.
–¿Quieres decir que has recaudado dinero para construir una escuela? Creo que tu madre mencionó algo al respecto.
–La construí yo –dice él, rotundamente.
–¿Con tus manos?
–Sí, con mis manos y con los habitantes de allí y con madera y clavos y planchas de metal; con todo lo que se construye una escuela. E instalé una sistema de filtración de agua para el pueblo. Lleva mi nombre. Tenía otro nombre, pero todos los que viven allí lo llaman Nateville.
¿Dice la verdad?
–¿Cómo pudiste hacer todo eso tú solo?
–No es tan difícil como parece –dice Nate–. Es como una especie de Lego grande. Tenía esos libros Sunset de planos para pequeñas estructuras que iba a utilizar para construir algo para mí en el jardín trasero y los usamos para inspirarnos. La cuestión es que si lo puede hacer un chico, ¿por qué no van a poder otras personas? La única razón de que el mundo sea tan desastroso es que la gente es tan jodidamente pasiva e inmóvil y piensa sólo en lo que no se puede hacer en vez de en lo que se puede hacer.
Nate sigue hablando. No sólo es verdad todo lo que dice, sino que es lógico, ponderado, coherente, convincente. Se está explicando a sí mismo y el mundo que lo rodea, y lo único que acierto a pensar es que es sorprendente que George no le matara también a él.
Me estoy enamorando de Nate; es el chico que me habría gustado ser, el chico que me gustaría ser incluso ahora. Lo reverencio y me aterra. Es más competente que cualquiera de nosotros y sin embargo es todavía un niño.
–¿Sabe tu padre que puedes hacer todo eso?
–Lo dudo –dice.
–¿Alguna vez se lo has dicho?
–No sé cómo decirlo educadamente, pero cuando papá vino aquí lo único que hizo fue estrechar un montón de manos y no se enteró de nada. Y me gustaría que esta situación siguiera así. Nunca se ha fijado en mí, pensaba que yo era un inútil que consumía aire y recursos; los llamaba así, recursos.
–Es un tío bastante estricto –digo.
–No quiero hablar de eso –dice Nate.
–Como quieras –digo–. ¿De qué hablamos?
–¿Por qué tú y Clare no habéis tenido hijos?
Cojo la cerveza de Nate y doy un trago demasiado largo y demasiado deprisa; me cosquillea la nariz y me atraganto, escupo Guinness encima de la mesa.
–Bravo –dice Nate mientras seco la mesa.
–Estuvimos a punto de tener un bebé. Claire se quedó embarazada una vez y ocurrió algo.
–¿Perdió el bebé? –Nate me apremia a hablar claro.
Asiento. Es la versión amable del caso. Lo cierto es que el bebé nació muerto y se atascó y se desmembró cuando lo estaban sacando. Yo lo vi todo. Había estado en el lado de la cortina de Claire y entonces, cuando estaban extrayendo al bebé, el médico emitió un sonido de dolor y yo me levanté y miré y vi pedazos. Debía de llevar algún tiempo muerto. Claire levantó la cabeza. «¿Puedo ver al bebé?», preguntó. «No», le dije, con excesiva brusquedad. Y nunca le conté lo demás.
«El bebé se ha ido», dijo el médico, y nunca supe con seguridad si intentaba decirle a Claire que había salido por completo o que había nacido muerto.
–Claire estuvo deprimida mucho tiempo. «Es duro decirle adiós a alguien a quien no has conocido», decía. Y yo no sabía qué responderle. No hablamos de un nuevo intento, era muy doloroso, demasiado traumático.
–¿Te gustaba mi madre? –pregunta Nate, situándome en el presente.
La camarera me pone el plato delante; las patatas humean y la carne me revive, como sales aromáticas.
–¿Te gustaba? –repite Nate.
–Sí –digo, sin esfuerzo.
–¿La querías?
–Es un poco complicado –digo.
–¿La añoras?
–Enormemente –digo.
–Me gusta pensar que murió por algún motivo –dice Nate–. Morir por amor es un motivo.
–¿Alguna vez te ha preguntado alguien si quieres ver a tu padre? –pregunto.
–Sí –dice él–. Y no.
Hace una pausa.
–¿Cada cuánto hablas con Ashley?
Parece sorprendido.
–La llamo todos los días.
–¿Lo hacías siempre?
–No –dice, y hace otra pausa–. Creces pensando que tu familia es bastante normal y luego, de repente, pasa algo y no es tan normal, y no sabes cómo ha seguido ese rumbo, y a partir de entonces no hay ningún sitio adonde ir; ya nunca, ni por asomo, volverá a ser normal. No es como un accidente en que muere alguien porque le cae un árbol en la cabeza, ni tampoco como si estuvieses furioso con alguien, con un extraño... –concluye–. ¿Qué fue del chico?
–¿Qué chico?
–El que sobrevivió al accidente.
–Vive con su familia..., con una tía, creo.
–Deberíamos hacer algo por él –dice Nate.
–Quizá crear un fondo para garantizar que tiene lo que necesita –sugiero.
–Le podríamos llevar de vacaciones con nosotros –dice Nate–. Me encantan los parques de atracciones; seguro que a él también.
–Se puede intentar, por descontado. ¿Es lo que te gustaría, llevar al chico de vacaciones?
–Es lo mínimo que podemos hacer –dice él, y está en lo cierto.
Comemos. No hay en verdad nada mejor que una cuña de lechuga iceberg con un aliño de queso azul, un filete y patatas asadas. Recubro con nata fría la piel de la patata humeante y me recuerdo a mí mismo que la nata agria no figura en la lista de alimentos recomendados por mi médico. A tomar por saco. Echo sal y pimienta encima: es sublime.
Después de cenar llevo a Nate al colegio, subo serpenteando el camino de entrada tras una larga fila de vehículos de padres que devuelven a sus hijos para que los pongan a buen recaudo.
Es fácil imaginar por qué y cómo los seres humanos, en particular los jóvenes, forman clubs especiales, desarrollan ritos, contraen hábitos que se repiten y se transmiten. Hay una gran satisfacción en estas cosas, constituye un refugio formar parte de un grupo, una camarilla... distinta de la familia.
–¿Alguna vez, a escondidas, se quedan a dormir adultos? –pregunto, ansioso de una visión íntima de la vida en la residencia.
–No –dice.
Retiro el pie del freno y el coche sube despacio la cuesta. En la puerta del edificio principal reciben uno a uno a los chicos que llegan para dormir.
–El oficio empieza a las nueve en punto; el café y el desayuno continental se sirven a las ocho –dice el director, y me despiden.
–Gracias por escalar la pared –dice Nate–. Ha sido fantástico.
Cuando está cerrando la portezuela del coche le espeto: «Te quiero.» El portazo tritura mis palabras. Nate abre otra vez la puerta.
–Perdona, ¿has dicho algo?
–Te veo mañana.
–Nos vemos –dice, y cierra otra vez de un portazo.
Me dirijo al bed and breakfast. Es como si yo fuera el niño que deja al adulto –Nate– en la casa grande de la colina. Mi habitación de alquiler es diminuta –es lo que vulgarmente se llamaría el cuarto de la criada– y despide un agradable olor a cedro. Cuando llego, la señora de la casa me pregunta si me importa que el hámster de la niña se quede en mi habitación esta noche. Me explica que si fuera necesario lo trasladarían a otro sitio, pero de ser posible es mejor que se quede donde está.
–Se aturde si movemos la jaula. Creo que tiene Alzheimer, aunque no sé muy bien cuáles son los síntomas en un hámster.
Miro al animal y el animal me mira. No creo que sufra Alzheimer: parece sumamente «consciente». Me doy la vuelta y me desvisto, un extraño entre los muebles blancos de falso estilo Reina Ana, decorados con pegatinas de Hello Kitty. ¿Quién es esta Hello Kitty? Por lo que deduzco, no es Janis Joplin ni Grace Slick. Retiro de la cama la pequeña pila de toallas ásperas, me pongo una encima del hombro y recorro el pasillo hasta el baño.
Abluciono (mi palabra para esto) y concluyo llenando de agua un vaso de plástico, la mitad de la cual derramo en la alfombra en el trayecto de vuelta a mi cuarto. Cierro la puerta, coloco delante la silla –no hay cerrojo– y saco mis pastillas para la noche. Nunca pensé que llegaría a usar un recordatorio de la pastilla para cada día en un estuche con compartimentos para la mañana, tarde y noche. Es como un libro grande de píldoras que porto conmigo atado con gomas para evitar que se abra de improviso.
Ingiero las pastillas, me siento en la cama. Son las diez y media.
Decido llamar a Jason, el hijo de la tía Lillian. Lo tengo en mente desde la visita. Busco el móvil, lo abro –buena cobertura aquí en el dormitorio– y encuentro el pedazo de papel con el número de Jason. Marco.
–Hola –contesta un hombre.
–Jason, soy tu primo Harry.
Un silencio.
–Visité a tu madre.
Persiste el silencio.
–Tuvimos una buena charla.
A través de la pared oigo decir «¿Qué?» a la copropietaria del bed and breakfast:
–Nada –dice el marido.
–Has dicho mi nombre.
–No –dice él–. El tipo en la habitación de Laurie está hablando con alguien.
–¿Alguien en la habitación? –pregunta la mujer.
–No, por teléfono –dice el marido.
–¿A ti te parece un tipo raro? –pregunta ella.
–No –dice él–, no me lo parece. La rara eres tú; todos los días me preguntas si alguien me parece raro. Eres tan recelosa que no comprendo por qué se te ocurrió la idea de admitir huéspedes.
–¿Jason? –digo–. Te llamo desde el móvil, ¿me oyes?
–Sí –dice él. Y guarda silencio de nuevo.
¿Por qué pensará Jason que le llamo? ¿Le habrá dicho su madre que fui a visitarla? ¿Pensará que le llamo para decirle que su madre tiene demasiados frascos caducados en la nevera, que la famosa lata de las galletas está casi vacía y que le preocupa mucho la cuestión de si volverá a estar llena?
–Jason, te llamo para disculparme en nombre de mi familia. Lamento lo que te ocurrió en el sótano, fuera lo que fuese.
–No lo recuerdo –dice él.
–¿Cómo puedes no acordarte? Tu madre dice que te volviste gay.
–Ella necesita pensar que sucedió «algo» que me convirtió en gay, que la vida con ella no era suficiente. En la familia hay cantidad de gays.
–¿Quién es gay?
–La tía Florence –dice.
–¡No!
–Sí. Y el tío abuelo Henry y su amigo Thomas. Y, de nuestra generación, Warren y Christian, que quiere transformarse en Christina.
–¿Quién pone el nombre Christian a un judío? –pregunto, y hago una pausa. Me han conmocionado las revelaciones–. Jason, ¿te hizo daño George?
–No lo sé –dice él.
–¿Querrías contárselo a alguien? –pregunto, usando el altavoz del teléfono para ahorrarme el efecto del oído inflamado.
–¿A quién, por ejemplo? –pregunta Jason.
–No lo sé. No sé si te enteraste...
–Por supuesto que sí. Se enteró todo el mundo; salió en la portada del New York Post. ¿A qué viene todo esto? –exige, ahora muy enfadado.
–¿Quién grita? –pregunta a su marido la mujer y copropietaria de la casa–. ¿Está gritándole a alguien en el cuarto de Laurie?
–Le gritan a él –dice el marido.
–¿Para qué has llamado? –dice Jason.
–No lo sé –digo–. El médico de George me pidió que reuniera información sobre la familia. Fui a visitar a tu madre, para entender por qué habían reñido...
–Por unas bolas de matzá –dice Jason, como si fuera un hecho notorio.
–Sí, eso lo sé ahora. Y cuando la visité, tu madre me contó lo que había pasado en el sótano.
–Tú estabas allí entonces –dice él–. ¿Lo habías olvidado totalmente?
–Por lo visto –digo–. De todos modos, quiero disculparme en nombre de mi familia. –Respiro hondo y empiezo de nuevo, hablando más bajo–. ¿Puedo hacerte una pregunta?
Hay una larga pausa.
–Puedes –dice Jason finalmente.
–¿Ha muerto tu padre? Tu madre comentó que tu padre se había «ido».
–Mi padre se marchó.
–¿Qué quiere decir «se marchó»?
–Se fue de viaje de negocios y nunca volvió, no llamó ni escribió.
–¿Ella lo comunicó a la policía?
–No, dejó las cosas como estaban.
–¿Le buscaste?
–Muchos años después.
–¿Y?
–Se había escondido. Dijo que tuvo necesidad de irse. Dijo que mi madre quería de él más de lo que él podía darle. Al parecer no se dio cuenta de que también me afectaba a mí.
–Jason –digo, repitiéndome–, lo siento muchísimo. Si alguna vez quieres que nos veamos para tomar una copa, ir de vacaciones, comer en un chino piojoso una noche de viernes, llámame; ¿tienes mi número?
–Sí, lo he visto en el visor –dice.
–Espero tener noticias tuyas –digo–. Buenas noches, Jason.
–No oigo nada –dice la mujer al cabo de un minuto.
–Quizá se haya dormido –dice el marido.
–Nadie habla y de repente se queda dormido –dice ella.
–Vale, pues estará leyendo.
–No creo –dice ella.
–¿Qué más da, no puede haber un momento de paz? Estará pensando.
En esta cama diminuta de esta habitación minúscula tengo un momento de lucidez. Soy un adulto que apenas ha crecido. Soy como Oskar en El tambor de hojalata, que se niega a crecer.
Estoy desvelado. Oigo chirridos tenues y luego comienza un e-o, e-o, como de resortes flojos, como de gente fornicando. Al principio pienso que son ¡muelles de motel! El chirrido rítmico de muelles de cama baratos, gastados. Aguzo el oído hacia la pared: nada. En la otra pared: el marido y la mujer hablando. Escucho los ruidos del suelo: una televisión.
Miro al hámster. Se agacha, paralizado, sorprendido in fraganti, y sus ojos como cuentas negras encuentran los míos. La rueda redonda de cromo ya no gira, pero todavía oscila lentamente hacia atrás y hacia delante, cada vez más despacio.
–¿Tú? –pregunto.
El hámster menea el hocico. «¿Yo?», parece preguntar, igualmente sorprendido.
Por la mañana despierto como si hubiera hecho un largo viaje y con el sabor persistente del filete de la víspera: no es un sabor desagradable, sólo que no es propio del desayuno.
El dolor de cabeza ha desaparecido.
Voy a la iglesia con Nate. La capilla del colegio, construida con piedras enormes y antiguas –transportadas directamente de Inglaterra–, es perfecta. Las vidrieras de Tiffany ilustran diversos relatos bíblicos. El capellán del centro presenta a una rabina que habla como si la hubieran designado para recordarnos lo que ya sabemos: que somos humanos, imperfectos, y que en nuestra humanidad, nuestra conciencia, hay expectativas de compasión, de bondad y aceptación. Algo en ella le hace parecer más inquisitiva que didáctica; nos pide que nos preguntemos lo que pensamos, como si quisiera conocer nuestra opinión. «¿Qué significa ser útil?», pregunta. «¿Es algo que os proponéis incluir en vuestro currículum para que os admitan en la universidad? Para vosotros, ¿qué es lo que importa realmente? ¿Trabajáis dentro de vuestra cultura o tradición, o bien os sentís fuera de ellas, marginados? Lo importante es participar en las cuestiones, comprometerse», prosigue. Cuando termina el oficio todos nos sentimos elevados, espiritualmente motivados, dispuestos a empezar la semana como nuevos. Comprendo lo que a Nate le gusta de esto: su carácter de charla, el buen consejo paterno que a él le falta. A la salida, la joven rabina, el capellán del colegio, el director, ahora con pantalones, forman una especie de fila de recepción. Es difícil pasar sin estrechar manos. No sé por qué, pero estoy tentado de decir una estupidez como «Buen sabbat» o «Que la fuerza esté contigo», pero consigo callarme.
Salimos al césped. Todo el mundo está endomingado, embutido en abrigos de invierno, mira al cielo azul, a las altas nubes blancas. Están abriendo una caja enorme en el centro del césped y de ella sacan una gruesa soga vieja, la extienden en el suelo. Veo gente que rebusca los guantes en sus bolsillos, veo a algunos que se pasan rollos de cinta adhesiva, a otros que se vendan horriblemente las manos, desgarran la cinta con los dientes y se la pasan a otros. Una mujer se envuelve las dos manos en vendas. Todo el mundo parece tener algo en las manos: guantes de conducir, manoplas de horno, un pedazo de fieltro en cada palma, un guante de esquí en una mano.
–¿Qué es todo esto? –pregunto a Nate.
Extienden la soga en toda su longitud. Es pesada, vieja, el tipo de soga que ves cuando visitas astilleros antiguos; ya no se fabrica, no es algo que se pueda comprar.
–Es la tradición –dice Nate–. El fin de semana termina con una sogatira, padres contra alumnos. La soga data del barco en que nuestros Padres Fundadores llegaron a Norteamérica. Es viejísima y nadie sabe por qué nunca se ha roto. En teoría debería partirse.
–¿Qué se ponen todos en las manos?
–La soga hace muchísimo daño; quema.
Y se han puesto suelas con tacos, calzado de golf, de fútbol, tacones altos que se hunden en la tierra, cadenas para la nieve: está claro que se trata de algo serio y lo tienen preparado de antemano. Muchos de ellos se quitan los abrigos. «Mayor libertad de movimientos», dice un individuo. Los hombres y las mujeres toman posiciones a lo largo de la soga, cinco hombres delante y a continuación un hombre, una mujer, hombre, mujer, hasta el final, que es de nuevo masculino. Hay algunos que tímidamente se hacen a un lado y repiten sus excusas: una artroplastia de rodilla, fractura de dos caderas, de un hombro hace ocho semanas, un bypass cuádruple. Hay unos cuantos chicos enyesados, con muletas, otro en silla de ruedas, y me pregunto si ya la usaba antes de venir al colegio o si tuvo que empezar a usarla aquí.
Estoy observando y de pronto me acuerdo de George jugando conmigo a la sogatira, yo tiraba con toda mi alma y George soltó la soga de golpe y yo salí proyectado hacia atrás y rompí una ventana: acabé prácticamente sentado encima de los añicos.
–Estoy hecho polvo desde ayer –le digo a Nate–. Así que voy a pasar de esta prueba.
–No te preocupes –dice él, y se apresura a ocupar su puesto en la fila.
Suena un disparo: alzo la vista y veo al director blandiendo una pistola antigua. El aire apesta a pólvora y él tiene la mano chamuscada, negra, y parece que está fumando.
El reto ha comenzado. Fijo la mirada en una mujer con una chaqueta de lana hervida, una cinta de pelo que impide que los mechones rubios teñidos le tapen la cara, y los labios fruncidos, los dientes apretados, que tira de la soga como si le fuera la vida en ello.
–He visto que no aparta los ojos de mi mujer. ¿La conoce? –pregunta el hombre que está en la línea de banda, con media pierna amputada.
–Me suena de algo –digo, no porque sea verdad sino porque es lo único que se me ocurre decir.
–Es una Middlebranch –dice él–. La familia se remonta a siglos atrás; uno de sus miembros fue compañero de habitación de Ben Franklin en Francia, en 1753; escribió un diario buenísimo.
–¿Cómo se conocieron? –pregunto.
–Fui alumno de aquí y ella y dos chicas de la Emma Willard vinieron a visitar al hermano de ella. Es curioso casarse con alguien a quien has conocido a los catorce años, ¿no cree? –dice él.
–Podría ser lo mejor, los jóvenes tienen las ideas muy claras –digo.
–¿Por qué no participa usted?
–Un ictus –digo–. ¿Y usted?
–Una maldita colostomía –dice, y se palmea el estómago a través del abrigo–. Tenía un cáncer del tamaño de un pomelo y me lo desviaron todo. Juran que van a reconectar los tubos, pero la verdad es que no veo cómo.
Nos distrae un crujido que procede de la fila. A alguien se le desgarra el pantalón, una mujer agotada se rompe un diente. Los adultos tiran y tiran, emperrados con la testarudez de los niños pequeños. Cada bando extrema su determinación, convencido no sólo de que van a ganar, sino de que derrotar al adversario es la mayor recompensa.
–Tirad –grita el hombre en el bando de los padres.
–Tirad –grita el chico en el de los alumnos.
–Jadead –grita una mujer–, acordaos del método para parir.
Las costuras de la chaqueta de lana de la Middlebranch se tensan, se estiran, exponen fibras blancas, hebras. Es una auténtica lucha de poder y tengo la sensación de que los padres son los que se empeñan en demostrar algo, no sé muy bien qué o por qué. Y entonces, de repente, cuando todo parece a punto de explotar, los chicos se apoderan de la soga y ejecutan una extraña danza improvisada de victoria a través del césped: Martha Graham tergiversada.
Los padres se congregan y se sacuden el polvo y el fin de semana ha terminado de pronto. Unos minutos después, padres y madres abrazan a sus hijos y se despiden de ellos.
Nate me estrecha vigorosamente y me agradece que haya venido.
–Avísame cuando hayas llegado a casa sano y salvo –dice.
–Lo haré –digo.
Cuando me dirijo al coche, el hombre casado con la Middlebranch me dice que siempre es así: los adultos rara vez vencen. Y al internado le gusta que las despedidas sean breves y efusivas: los chicos concluirán el fin de semana con una sesión de estudio y un cochinillo de cena, es la tradición. Mañana es lunes, día lectivo, y estos futuros capitanes de la industria, titanes de la banca, traumatólogos y contables de las estrellas del cine tienen deberes que hacer.
Reanudo enseguida la rutina en la casa de George, y la noche del jueves, cuando me estoy relajando con la relectura de La compañía, de John Ehrlichman, telefonea el psiquiatra de George.
–Hemos llegado a una segunda fase. El equipo cree que convendría que usted viniera a pasar algún tiempo con nosotros.
–¿En calidad de qué? –pregunto, temiendo algo parecido a «alistarme».
–Considérelo una cita supervisada –dice él.
–¿Puedo marcharme si lo paso mal?
–En teoría sí.
–¿En teoría?
–En realidad no hay ningún sitio adonde ir, pero no vamos a retenerle.
–De acuerdo, entonces –digo.
–¿Y traerá a la perra? –pregunta el médico.
–Podría llevarla –digo, y me percato de que Tessie fue lo único que eché de menos en mi último fin de semana, por lo demás estupendo.
Preparo una bolsa para mí y otra para la perra. En la de Tessie meto una bolsa con autocierre gigante llena de pienso, otra bolsita más pequeña con galletas, golosinas, juguetes caninos, bolsitas para la caca y una toalla vieja para que duerma encima. En mi bolsa meto una muda, un pijama, un cepillo de dientes y una bolsa con autocierre con mis nuevos «medicamentos», junto con las instrucciones, que debo releer todos los días; de lo contrario no recuerdo el orden en que debo tomarlos.
Parece que han pasado meses desde que llevé la ropa de George al «centro». Está lejos, mucho más que el colegio de Nate. Conducir hasta allí es como estirar un caramelo masticable: a cada hora que pasa, el lugar está cada vez más lejos. A mitad de camino entro en uno de esos extraños parajes boscosos que se llaman «área de descanso». Hay un par de camiones que cubren largas distancias y una caseta higiénica portátil en el borde del aparcamiento. Reclino mi asiento, cierro los ojos y sueño con la Agencia de Protección del Medioambiente creada por Nixon en 1970, la promulgación de su ley sobre aire puro, la relativa a mamíferos marinos, la de agua potable no contaminada, la ley sobre las especies en peligro de extinción –la Carta Magna del movimiento ecologista–, hasta que me despiertan unos golpecitos en la ventanilla y el ladrido sobresaltado de Tessie.
Hay un hombre al lado del coche, con la bragueta abierta y el bulto ansioso que asoma del calzoncillo gris a la altura de mis ojos. «Busco amor», dice a través del cristal, con la voz amortiguada y un cimbreo de caderas. Le miro la cara sin afeitar, los ojos lunáticos. Proyecto la mano hacia la llave, pongo el motor en marcha y salgo disparado. Tessie brinca hacia delante, pierde el equilibrio y se estampa contra el salpicadero. Reduzco, la dejo que se acomode y al entrar otra vez en la autopista trato de maniobrar con el asiento para colocarlo en posición vertical al mismo tiempo que piso a fondo el acelerador.
Mientras conduzco y me alejo más del estado veo una ráfaga de imágenes retrospectivas... La erección del individuo le sobresalía del pantalón, ¿y qué querría de mí?
–¿Cómo ha podido pensar que eso era excitante? –le pregunto a Tessie.
La tarde declina cuando giro a la izquierda al llegar al buzón donde está escrito «The Lodge». Tessie le gruñe al hombre de la entrada, que no le hace caso y me pide que abra el maletero. Lo abro. En cuanto me deja pasar, aparco y suelto a Tessie. Ella corre hacia el edificio principal, corretea por los arriates e inmediatamente libera una diarrea.
–¿Cómo se llama el perro? –pregunta un hombre corpulento que lleva un walkie-talkie.
–Tessie –digo.
El hombre se agacha, sin percibir el olor fétido.
–¿Eres un buen perro, Tessie? ¿Un perro suave de peluche, Tessie? ¿Un perro bueno, Tessie, no un perrazo que muerde, malo y cascarrabias? –La perra le lame la cara–. Lo sabía –dice el tipo–. Eres un chucho besucón.
El personal es más amistoso que la vez anterior, porque ya tiene mi nombre y el de Tessie oficialmente en la lista, aunque reconozco que me acerco a recepción presintiendo problemas. Dejo las bolsas encima del mostrador y prácticamente exijo: «Regístrenme.» La recepcionista abre con mucho gusto la cremallera de la bolsa, saca la bolsita de medicinas que está arriba del todo y llama a una supervisora, anunciando por el interfono: «Hay un registro de drogas en recepción.»
–No sé si es apropiado llamar drogas a unas medicinas con receta.
–Es nuestro modo de hablar –dice ella–. ¿Le apetece una galleta y una taza de té? La supervisora vendrá enseguida. –Señala un recipiente con agua caliente y una caja de galletas danesas de mantequilla. Acepto una para mí y otra para Tessie.
–¿Es un animal para terapia? –pregunta la mujer.
–No, es un perro normal –digo.
Llega la supervisora, levanta en alto la bolsa con autocierre y la sostiene a contraluz debajo de las bombillas fluorescentes del techo, como si fueran una especie de rayos X. Sacude la bolsa, que resuena como unas campanillas, y me la devuelve.
–En su habitación hay una caja de caudales como las de los hoteles. Guarde allí sus medicinas en todo momento. ¿Tiene objetos de metal, cámaras, grabadoras o armas?
–Sólo lo que la CIA haya plantado en mi cabeza –digo.
–El humor es fácil de malinterpretar –dice ella.
–Estoy nervioso –digo–. Nunca he estado en un hospital psiquiátrico.
–No tiene por qué estarlo; viene sólo de visita, ¿no?
Aparece un hombre joven; tiene aspecto de estudiante de instituto, pero se presenta como el doctor Rosenblatt.
–Hemos hablado por teléfono –dice, estrechándome la mano–. Como sé que la última vez que estuvo aquí no se hizo una idea clara del lugar, he pensado en empezar haciendo un recorrido. Los terrenos los diseñó el mismo hombre que planificó Central Park y París –dice Rosenblatt, guiándome a través del pabellón hasta la salida por la puerta trasera.
–Es bonito –digo, mirando la luz veteada de la tarde sobre las lomas onduladas–. Es como un parque nacional.
–Lo llamamos el campus –dice él.
Un «campus» que alberga una bolera, un campo de golf y una pista de tenis. Todo lo cual es más que suficiente para que la locura parezca atractiva. Tessie disfruta de la ronda; hace pipí y caca en múltiples ocasiones. Rosenblatt finaliza el recorrido en una zona de la finca ligeramente fuera de la cuadrícula: ante un edificio largo y bajo que parece un motel de cazadores del norte del estado.
–Usamos este edificio para diversos propósitos, entre ellos el de hospedar a nuestros invitados. Si la seguridad le parece un poco exagerada, no está viendo visiones. Actualmente tenemos aquí a un ex candidato a la presidencia. Debemos extremar las precauciones: ha habido paparazzi que se han infiltrado a través del bosque.
–Interesante –digo.
–Tratamos toda una gama de trastornos.
–¿Perder una elección es uno de ellos?
–Es muy estresante –dice Rosenblatt–. Somos conocidos por nuestra capacidad de atender a personas prominentes: nos avalan esta ubicación remota, un personal reducido, un aeropuerto privado a quince minutos de distancia. Hace unos años tuvimos a una importante estrella del cine a la que se le infectó un lifting y acabó pareciendo otra persona, por poco enloquece.
–¿Cómo trataron su caso?
–Le animamos a que se dejara barba hasta que se sintiera cómodo –dice, como si fuera algo obvio.
Rosenblatt abre la puerta con una llave y me introduce en una habitación que podría haber sido diseñada por un marciano que leyera libros traducidos de historia norteamericana: todo es rojo, blanco o azul; o marrón. Todo conspira para parecer totalmente yanqui, Norman Rockwell, y bueno para la salud. El mobiliario es de Ethan Allen, todo de madera cien por cien autóctona, de un estilo cuya mejor descripción supongo que sería «colonial»; creo que yo lo apodaría «seguro» e «intemporal». Las perchas no se desprenden de la varilla del ropero, hay un reloj eléctrico que funciona con pilas, todas las lámparas tienen cordeles muy cortos. Encima del tocador hay un cestito con dos botellas de agua, una tableta de proteínas y unos arándanos secos, por si es preciso adoptar un método de supervivencia. Y, a manera de antídoto irónico del ambiente falsamente hogareño, un letrero grande de SALIDA, en rojo y blanco, se cierne sobre la puerta. Es como retrotraerse a una América que nunca ha existido, América tal como la soñaban los protagonistas de Ozzie and Harriet. En la mesilla de noche, un bloc tiene el logotipo del centro: un souvenir excelente si coleccionas recuerdos de la demencia.
Pienso en el mobiliario de Nixon: la amada tumbona de terciopelo marrón en la que echaba una cabezada después del almuerzo en su despacho «privado» del edificio de la antigua oficina ejecutiva, al doblar la esquina de la Casa Blanca. Pienso en el escritorio «Wilson» que pidió para el Despacho Oval creyendo que era el que usó el presidente Woodrow Wilson, pero el que recibió había pertenecido al vicepresidente Harry Wilson, en el cual, en 1971, Nixon hizo instalar cinco micrófonos. La mesa, ahora de nuevo en su emplazamiento original, el despacho del vicepresidente en el Capitolio de Estados Unidos, ha sido utilizada desde entonces por Walter Mondale, George Bush, Dan Quayle, Al Gore, Dick Cheney y Joe Biden. Ignoro lo que fue de los «micrófonos» que Nixon ordenó conectar desde el escritorio con un vestuario antiguo en el sótano de la Casa Blanca. Recorro con la mirada la habitación de motel y me pregunto si habrá micrófonos de todo tipo, electrónicos y vivos: ha habido una amplia cobertura de prensa sobre los niveles epidémicos de chinches.1
–¿Se permiten visitas conyugales? –le pregunto a Rosenblatt.
–Depende del médico –dice él, olvidando que él lo es.
Al ver que no hay televisión en el cuarto, digo:
–¿George tiene un televisor?
–No hay televisión en el campus, pero pasamos películas los viernes por la noche.
–En su casa tiene un televisor en cada cuarto. No soporta estar solo. Incluso cuando hace pis tiene que haber alguien que le hable. ¿Sabía que era director de una cadena?
Rosenblatt asiente.
Sigo hablando, me pongo poético acerca de George.
–Cambió la faz de la televisión. George fue, en particular, responsable de programas como Tu vida es una mierda y Guerras de nevera, Mi vía o la autopista, Médicos en sus horas libres.
Rosenblatt no parece escucharme. Suelto un par de títulos inventados a manera de prueba, como Mejor muerto que en la cama de mi mujer, y el médico menea la cabeza.
–No ve mucho la tele, ¿eh? –pregunto.
–No tengo tele –dice–. Nunca he tenido. ¿Quieres un vaso de agua? –le pregunta a Tessie.
–Es más un perro de cuenco que de vaso vacío a medias –digo, todavía en vena. Mientras abro la bolsa de Tessie y saco su cuenco, ella encuentra el cuarto de baño y bebe un largo trago del retrete.
–Así que... ¿dónde estudió medicina?
–En Harvard.
–¿Y cómo vino a parar aquí?
–Soy experto en electrochoques –dice–. De adolescente traté a mi gato de una ansiedad extrema con un sistema casero de electrochoque que desde entonces ha sido adaptado para su uso en países del Tercer Mundo.
–¿Hay mucha ansiedad canina en el Tercer Mundo?
–Es para uso humano –dice él.
–No sabía que el electrochoque se siguiera utilizando.
–Es muy popular –dice él–. Se está imponiendo como uno de los pocos tratamientos eficaces para la depresión resistente a los fármacos.
Algo en su modo de decir «tratamientos para la depresión resistente a los fármacos» me hace pensar en esos anuncios de detergentes en los que se ve que el producto disipa y elimina manchas de hierba directamente de la rodilla caqui. Ahora el electrochoque y el detergente Tide quedan inexorablemente asociados en mi mente.
–No lo sabía –digo. Francamente, pensaba que había sido abolido por inhumano y quizá cruel–. A propósito, ¿qué cuesta este centro? –pregunto.
–Su hermano tiene un seguro muy bueno.
–¿Cómo de bueno?
–El mejor que hay.
–¿Adónde va la gente cuando «se gradúa», o sea, cuando sale de aquí?
–Unos a otros programas de larga duración, otros a instalaciones de transición y algunos a su casa.
–¿Y a la cárcel?
–Parece enfadado con su hermano –señala Rosenblatt.
–Sólo un poco –digo.
–Le gustaría que le castigaran.
–No creo que se le pueda castigar..., al menos es lo que solía decir mi madre.
–¿De verdad?
–Sí, muchas veces decía, es curioso lo de tu hermano, puede hacer lo que quiera porque si intentas castigarle le da igual.
–Interesante. ¿Usted cree que es cierto?
Asiento.
–Es difícil impresionarle –digo–. Y, a todo esto, ¿cuándo podré verle?
Consulto mi reloj: son las cinco y media.
–Al doctor Gerwin, que dirige el equipo que atiende a su hermano, le gustaría hablar con usted brevemente, y después le llevaremos a hablar con George. –Saca un programa mecanografiado y me lo entrega. A continuación me tiende una segunda hoja: un informe sobre las reacciones–. Si puede complete esto antes de marcharse y déjelo en la recepción. Los informes se clasifican por grados, y obtenemos puntos según el grado, como kilómetros que pueden utilizarse para viajes, compras u otros servicios. Estoy a punto de salir a correr –dice, mirando a Tessie–. Me encantaría llevarme a la perra.
Pienso en el experimento de Rosenblatt con el gato.
–Gracias, pero se queda conmigo.
De nuevo en el edificio principal, el doctor Gerwin y yo nos reunimos en un cuartito como esos donde firmas la inscripción en un gimnasio o solicitas la admisión en la marina: genérico, antiséptico. Nos estrechamos la mano y él de inmediato se echa en las suyas espuma desinfectante Purell.
–Quizá también lo necesito yo –digo, intentando restarle importancia. Gerwin empuja el desinfectante hacia mí; me lleno las manos de espuma y me las froto rápidamente–. Qué divertido.
Gerwin se parece al actor Steve Martin; tiene unas facciones algo gomosas, pero su expresión es inmutable, como si se hubiera examinado en el espejo y hubiese decidido que la adoptada –una especie de semisonrisa tolerante pero que no le compromete a nada– es la más conveniente. Saca una carpeta de papel manila y se acomoda detrás del pequeño escritorio.
–¿Cuándo vio a un psiquiatra por primera vez? –pregunta.
–¿Yo?
–Sí –dice.
–Nunca. O debería decir que no veo a ninguno. Nunca he visto a un psiquiatra.
–¿No le parece extraño haber llegado a este punto de su vida sin ayuda?
–No –digo.
–Pasamos a su vida sexual –dice Gerwin, y no estoy seguro de si es una afirmación o una pregunta.
–Sí –digo.
–¿Cómo la describiría? ¿De qué sabor?
–Vainilla –digo.
–¿Experiencias sexuales aparte de su relación principal?
–No –digo, preguntándome qué sabrá de los sucesos que me han conducido hasta aquí.
–¿Prostitutas?
–¿Esto se refiere a George o a mí? –pregunto–. Tómese la libertad de escribir «defensivo» ahí, en esa caja. Quiero ayudar a mi hermano, pero dicho esto considero que tengo derecho a tener una vida privada.
–Sí, todos tenemos una vida privada –dice él, refrendando mi opinión–. ¿Prostitutas? –repite.
–Prostitutas no. Una vida privada: con lo cual quiero decir que no pienso comentarla con usted.
–Desde nuestra perspectiva, y en estas circunstancias, sería de utilidad hablar de ciertas cosas.
–Más para usted que para mí –digo.
–¿Cómo describe su vida emocional?
–No la tengo –digo sinceramente. En este terreno estoy realmente celoso de Nixon: era un buen llorica, hasta podría calificársele de llorón. Lloraba a menudo, o más bien sollozaba, sin tapujos–. Evito la emoción.
–Todos tenemos nuestras estrategias –dice–. Si le pasa algo que no le gusta, si alguien le trata mal, ¿qué hace?
–Finjo que no ha sucedido –digo.
Encontramos a George en la pista de tenis, con la máquina lanzapelotas y un monitor que le grita que oscile, que remate, que acompañe el golpe.
–Tiene un fuerte revés –dice el médico, observando a través de una ventana.
–Siempre lo tuvo –digo.
Al final de la clase de George me invitan a reunirme con él en el vestuario. Gerwin se lleva a Tessie y yo voy a ver a George desnudo en la ducha, hablándome a través del jabón y el agua.
–¿Has traído a Tessie? –pregunta.
–Está ahí fuera. No la he metido aquí. No le gustan las baldosas. Tu revés parece bueno –digo, intentando entablar conversación. No sé muy bien de qué demonios se supone que debemos hablar.
–Dicen que hago progresos.
–Estupendo –digo, y me pregunto a medias si cree que está en una especie de retiro de ejecutivos en vez de internado en un centro psiquiátrico.
–Es casi la hora de comer –dice–. ¿Te quedas?
–Sí –digo–. Me quedo esta noche y mañana.
Es todo un poco extraño, extracorporal. Sus médicos me han mandado que vaya a verlo en el vestuario mientras está desnudo y flota en lo que aparentaría ser un colocón fuertemente medicado y pospartido.
–Te dejo que te vistas –digo, disponiéndome a salir. Salgo y encuentro a Gerwin, que me tiende la correa, acompañado de Rosenblatt y el monitor de tenis, y los tres hablan de qué bien que George «haya vuelto a jugar».
Cuando mi hermano sale del vestuario, Tessie lo ve y tira fuerte de la correa. George se arrodilla ante ella, con el culo al aire y los brazos extendidos: posición de juego. La perra está excitada pero recelosa. George se tumba de espaldas, con las piernas y las manos en alto. La perra actúa como si se alegrara de verlo pero supiera que está chiflado. Yo siento lo mismo: cautamente optimista.
–Chica lista –digo.
Cuando entramos en el comedor, un miembro del personal se lleva a Tessie atada con la correa «mientras ustedes comen».
George se vuelve hacia mí y dice:
–Has envejecido.
–Tuve un pequeño problema –digo.
–Todos los tenemos –dice él.
–Tuve otro –digo–. Después de aquél.
Rosenblatt, Gerwin y el monitor nos siguen al comedor.
Nos sentamos. Guardo debajo de los muslos el acordeón de papeles que he traído de casa y acarreado a todas partes. Un camarero pregunta quiénes quieren una «bomba de frutas». Todos levantan la mano. El monitor de tenis me mira y dice:
–¿Usted la toma o no?
–¿Qué es una bomba de frutas?
–Una bebida verde y roja, rica en antioxidantes, que contiene omega-3 –dice él, como si fuera obvio.
–Bien –digo–. La tomo.
–¿De qué es la chocolatina? –pregunta George.
–Un tofe de moka.
Me gustaría entender el lenguaje que hablan.
–Yo tomaré un filete –digo.
–Nosotros somos vegetarianos –dice el camarero–. Puedo traerle piccata de seitán. Es un sucedáneo de carne; dicen que sabe a ternera.
–Estoy impaciente por probarlo.
El camarero toma nota de los demás pedidos y nos informa de que está abierto el autoservicio de ensaladas. Miro a los otros invitados. Es difícil saber quién forma parte de la plantilla y quién es un paciente; todo el mundo parece vestido para jugar al golf. Al otro lado del autoservicio hay una puerta que da a lo que parece ser un comedor privado. De repente se produce una oleada de conmoción cuando un cortejo atraviesa apresuradamente el comedor y entra en el recinto privado. En medio de todo este barullo, rodeado, veo la nuca de un hombre de edad con espeso pelo blanco: el ex candidato presidencial.
–¿Usted es historiador? –pregunta Gerwin, en un intento de conversación educada.
–Profesor y autor; en este momento trabajo en un libro.
–Mi hermano pequeño cree que sabe un par de cosas de Nixon –añade George.
–En realidad, soy once meses mayor que él. Mayor que él –repito.
–¿Qué le parece interesante de Nixon? –pregunta Gerwin.
–¿Qué no es interesante de él? Es fascinante, su historia todavía se está descubriendo –digo.
–El hecho es que mi hermano está enamorado de Nixon, le parece admirable a pesar de sus deficiencias. Un poco como yo, un tío graciosísimo –dice George.
–Hablando de ti, ¿George irá a la cárcel para el resto de su vida?
–No somos nosotros los que tomamos esas decisiones –dice Gerwin, como protegiendo a George.
–No somos juristas –dice el monitor.
–No hay nada como ir al grano –dice George.
–George, ¿les has contado a estos amigos la historia de cuando papá te dejó fuera de combate y viste estrellas durante una semana?
–Recuérdamelo –dice George–. ¿Cómo fue aquello?
–Estabas haciendo rabiar al viejo y él te dijo que te acercases un poco y tú no le hiciste caso y entonces él te dijo: «Quiero que no tengas dudas sobre quién manda aquí», y te soltó un guantazo. Papá era como un mafioso, siempre en plan matón y regañando, un hombre muy primitivo.
–Hablas mal de él porque yo era su preferido –dice George.
–No me importa si eras su preferido o no –digo–. Cuando te recuerdo entonces, George, pienso que deberíamos haber leído el escrito en el muro: la taza de café que se estampó contra el aparador de la cocina, la abolladura del tamaño de un cuerpo en el pladur, la tapadera doblada del cubo de la basura.
–Los arrebatos contra objetos inanimados no siempre indican que vas a asesinar a tu mujer –dice Rosenblatt.
–Tiene razón. George, ¿te acuerdas de aquella vez que un psiquiatra te preguntó: «¿Alguna vez has pegado a una mujer?», y tú le respondiste: «Sólo en el culo»?
George se ríe con ganas.
–Sí, sí –dice.
–¿Y los juegos de rol? –digo al equipo de George–. ¿Y cuando vas a disparar una ráfaga de perdigones en una caseta de feria y de pronto desvías la escopeta de la diana y apuntas directamente a tu hermano?
–Fuera de contexto es difícil de evaluar –dice Rosenblatt.
–¿Le ha contado que me atropelló con el coche?
–Ya estás sacando a relucir esa antigualla, tu favorita. Y no te atropellé, choqué contigo.
–Adrede.
Él se encoge de hombros.
–No lo niego.
–En el colegio le pusieron de mote Vencedor.
–Basta –dice Gerwin–. El objeto de esta comida era hablar de cosas intrascendentes, y congeniar.
–Sí –dice George–. Para el carro.
Ataco mi piccata de seitán, que sabe a cartón empanado con una especie de salsa gomosa de limón, alcaparras y maicena. Durante la comida pregunto a Rosenblatt cuándo dispondré de unos minutos a solas con George para hablar en privado de ciertas cuestiones familiares, reparaciones de la casa, los niños, los animales domésticos, el dinero.
–¿No está en el programa? –pregunta él, perplejo.
Niego con la cabeza.
–Por eso he venido; necesito hablar con él. ¿Qué tal esta noche, después de la cena? –propongo.
Él me mira como si nunca se le hubiera ocurrido pensarlo.
–Podría ser –dice, y saca una pluma y lo garabatea en la hoja del programa.
Así que después de un Tofutti con un sucedáneo de copa de helado y teteras de té verde que saben a agua de pescado, Gerwin, el monitor y Rosenblatt se levantan.
–Les decimos adiós por esta noche –dice Gerwin.
El monitor da una palmada en la espalda a George.
–Estoy orgulloso de usted –dice–. Se está esforzando muchísimo.
Son tan jodidamente alentadores que da náuseas.
–¿A todos los pacientes los tratan así?
–Sí –dice Gerwin–. Procuramos crear un entorno seguro; gran parte de las dificultades proceden del miedo.
–Estaré allí si me necesitan –dice Rosenblatt, señalando una mesa cerca de la puerta.
–Puto número de monstruos –dice George cuando ya se han ido.
–Y tú eres la estrella –digo.
–¿Cómo están mi perra y mi gatita?
–Bien –digo–. Me habría gustado saber lo de la valla invisible, pero lo solucionamos.
–¿Le estás dando a Tessie las vitaminas y los antiinflamatorios?
–¿Cuáles son las suyas?
–Las del tarro grande, en el aparador de la cocina.
–Creía que eran las tuyas –digo–. Las tomo yo todos los días.
–Eres un imbécil –declara George.
Saco de debajo del culo el acordeón de impresos.
–Tengo aquí algunas cosas que preguntarte. Empezaré por las pequeñeces: ¿cómo se enciende la luz exterior del jardín delantero? Además, conocí a Hiram P. Moody, vino al funeral: ¿paga todos los recibos? ¿Hay algo que necesito saber o que debo vigilar sobre las cuentas o el modo en que cobra Moody? ¿Qué número de PIN tienes? También intenté utilizar una tarjeta de crédito pero estaba protegida por una contraseña; me pidieron el apellido de soltera de tu madre, escribí Greenberg pero no lo aceptó.
–Dandridge –dice George.
–¿De quién es ese apellido?
–Es el apellido de soltera de Martha Washington –dice, como si yo debiera saberlo.
–Por extraño que parezca, nunca se me había ocurrido; pensé que se referían al apellido de soltera de tu madre, no al de la madre de América.
–A veces me olvido de mi propia familia, pero nunca olvido a Martha –dice George–. Me sorprende que no lo supieras, tú que te consideras historiador.
–Hablando de historia, intenté poner Nueva York como tu lugar de nacimiento, pero tampoco lo aceptó.
–Yo pongo Washington D.C. –dice George–. En realidad, uso lo que retiene mi memoria.
–Exactamente –digo–. Y antes de que se me olvide –digo, porque la palabra «memoria» rima con «historia»–, he conocido a una amiga tuya.
–Oh –dice él, sorprendido.
–Dice que tu polla sabe a pasta de galleta y dice que la conoces mejor por detrás que por delante.
La cara que pone George no tiene precio.
–No sé muy bien de qué vas –dice, nervioso–. Me has dicho que querías preguntarme cosas de la casa y ahora me sales con este bombazo. ¿Seguro que no trabajas para el enemigo?
–¿Cómo iba yo a saberlo? ¿Quién es el enemigo, y se identifica? Y mientras tú resbalas por la pendiente resbaladiza, ¿te visita tu abogado? ¿Están preparando una defensa? ¿Recibes llamadas o cartas?
–Nada –dice George–. Me han abandonado, como a Cristo en la cruz.
Me divierte la grandiosidad de la comparación que hace de su situación con la de Cristo.
–¿Has hecho amigos aquí?
–No –dice, y se levanta de la mesa–, están todos majaras.
–¿Adónde vas?
–Tengo que ir a mear.
–¿Te permiten ir solo? –pregunto, sinceramente preocupado.
–Puede que esté loco, pero no soy un crío, gilipollas –dice, y sale del comedor.
Rosenblatt, sentado al fondo, escribiendo en sus gráficos, me lanza una mirada: ¿todo bien?
Le indico que sí, con el pulgar hacia arriba.
El comedor está vacío, aparte de un tipo que prepara mesas para el día siguiente y de otro que pasa el cepillo mecánico por las alfombras.
Cuando vuelve George es como si empezáramos de cero. Huele como si se hubiera frotado alcohol.
–Me he echado Purell –dice–. Me he lavado las manos y la cara; olía tan bien que me he quitado la camisa y me he desinfectado también las axilas. Me encanta este olor tan refrescante. Gerwin me ha contagiado la adicción al Purell. Todo el santo día se lava con eso; no puedo evitar preguntarme por qué lo hace, por qué se siente tan sucio.
Me guiña un ojo.
Lo paso por alto y le hablo del viaje al colegio el día de los deportes.
–Me hospedé en un bed and breakfast por ciento ochenta la noche; estaba todo completo, la mujer me alquiló la habitación de su hija. Había un móvil Hello Kitty que se balanceó encima de mi cabeza toda la puta noche.
–Yo tengo una habitación en el Sheraton; está reservada y pagada durante los próximos cinco años.
–¿Cómo iba a saberlo? –pregunto.
–No podías –dice.
–Así que por eso he venido: necesito saber algunas cosas. ¿Crees que los niños deberían verte, que deberían venir un fin de semana?
–No creo que los niños sean bien recibidos aquí –dice–. Nunca he visto a ninguno. –George parece nostálgico, extraviado en el tiempo–. ¿Te acuerdas del día, hace mucho tiempo, debíamos de tener ocho o nueve años, en que le di un puñetazo a un desconocido que elegí al azar, un tío que bajaba por la calle?
Asiento: ¿quién lo olvidaría?
–Fue fantástico –dice George, claramente deleitado todavía, si ésta es la palabra, por este recuerdo–. Vi que se doblaba y se preguntaba qué coño, y yo me sentí fantástico..., eufórico. –Mueve la cabeza, como si disipase el recuerdo y volviera al presente–. Éramos unos mierdecillas que conseguíamos lo que queríamos.
Me encojo de hombros.
–Hablando de cosas raras –digo–, hay un recuerdo en particular que siempre me vuelve. –Hago una pausa–. ¿Nos follamos a la señora Johannson?
–¿Qué quieres decir con «nos»? –pregunta George.
–Tengo el recuerdo de nosotros dos follando a la vecina: tú te la tirabas en la cama de matrimonio y yo te azuzaba, reventando de orgullo: dale, dale, dale. Luego, cuando terminaste, ella quería más y se lo di yo.
–Yo me la follé y quizá te lo conté –dice George–. Yo les cortaba el césped a los Johannson y ella me invitaba a veces a una limonada y después empezó a invitarme al piso de arriba.
¿Fue esto lo que ocurrió, se la folló George, me lo contó y yo inventé una fantasía que me situaba allí, en la habitación? Mi secuencia mental es tan nítida que veo la polla violácea de George entrando y saliendo de la vecina, con el vestido remangado y la oscura cavidad materna abierta como una herida en carne viva.
Guardo silencio un momento, súbitamente exhausto.
–Eres un huevón –dice George, cuando recojo la carpeta acordeón y me dispongo a marcharme–. De lo único que no me has hablado es de mamá. ¿Cómo está? ¿Ha preguntado por mí?
Le recuerdo mi ataque reciente y le digo que no he visto a mamá últimamente, pero que en la residencia dicen que se encuentra bien. Le digo que gatea y él parece inquietarse.
–¿Gatea por el suelo como una cucaracha?
–Eso dicen. Me han mandado fotos, si quieres verlas.
–Tienes que ir a verla –dice él–. Nada más salir de aquí vas a verla y lo compruebas tú mismo.
–Está en mi lista –digo–. ¿Hay algo más que debería saber?
–Cuida de mis rosas –dice–. Riégalas con frecuencia, rocíalas, no dejes que pillen pulgones o tisanópteros, fungos, cancro o cualquier otra plaga. Mi preferida es la Gertrude Jekyll rosa, cerca de la puerta de entrada.
–Haré lo que pueda –digo–. ¿Tienes alguna lista de quién arregla cosas, de tu fontanero, electricista, cortacéspedes, etcétera?
–No lo sé; pregúntaselo a Jane –dice bruscamente, y guardamos silencio.
–Hora de acostarse –dice Rosenblatt cuando viene a recogernos. Tiene a Tessie con él y George y yo alargamos al mismo tiempo la mano hacia la correa.
–Se viene conmigo –dice George.
–George la quiere –dice Rosenblatt.
–Es mi perra –dice George.
–Yo la he cuidado –digo–. Estamos unidos.
–Yo podría hacer de padre punitivo y decir que Tessie no duerme con ninguno de los dos, pero no lo haré. George se queda con ella esta noche porque usted tiene a la perra todas las demás noches.
–Gano yo –dice George, arrancando la correa de la mano del médico.
Me escoltan al cruzar una puerta trasera y salir a la fría noche, y me llevan a mi habitación por un atajo. Se van abriendo puertas a mi paso, accionadas por un interfono, recorro zonas cerradas con doble cerrojo y me pregunto qué pasaría si, Dios no lo quiera, necesito salir de noche.
–Sé lo que está pensando –dice Rosenblatt–. No se preocupe, sólo están cerradas en un sentido, puede salir desde su lado.
Ante la puerta de mi habitación me dice:
–Nos alegra mucho que haya venido. Es una buena cosa.
Y tengo la sensación de que va a abrazarme.
–Muy bien, entonces hasta mañana –digo, y rápidamente me precipito hacia el cuarto y cierro la puerta. Apuntalo el picaporte con el respaldo de la silla; no sólo no puedo salir yo, sino que nadie puede entrar.
Ver la bolsa de Tessie al lado de la mía sobre la rejilla del equipaje me recuerda lo solo que estoy. ¿Podré dormir sin la perra, sin televisión, sin nada que me distraiga de esta pesadilla? Abro la caja de caudales, saco mi medicación, leo las instrucciones, caigo en la cuenta de que he olvidado tomar las pastillas con la cena y confío en que no pase nada si las tomo ahora con las de la noche. Trago ocho cápsulas y comprimidos diversos, me pongo el pijama, me meto en la cama y aguardo.
La habitación, comparada con la del Hello Kitty en el bed and breakfast, parece la de un Hotel Four Seasons. Descubro que también añoro al hámster, que anhelo sus ojos negros como cuentas, el chirrido incesante de su rueda. Lo único que hay aquí es un silencio de bloque de hormigón.
Para apaciguar mis pensamientos pienso en Nixon, en su amor por los bolos, en sus caramelos favoritos, los Skittles, en su visión de la vida: «Un hombre no está acabado cuando lo derrotan. Está acabado cuando se rinde.» Y: «No creo que un dirigente pueda controlar en gran medida su destino. Rara vez puede intervenir y cambiar la situación si las fuerzas de la historia van en dirección contraria.» «Puedo con ello. Cuanto más peliagudo se pone, más frío me pongo.»
Pienso en mi libro y en lo que quiero hacer con él. Pienso en mi madre gateando como una cucaracha, imagino a George yendo al puesto de enfermeras por la noche, con un pijama enorme de una pieza, cerrado por los pies, para decir: «Quiero leche.»
–La cocina está cerrada, vuelva a la cama.
–¡Quiero leche!
Y la enfermera perpleja pulsa el botón que hay debajo del mostrador y unos hombres corpulentos llegan de todas partes con bastones y una pistola Taser y le disparan. George se derrumba en el suelo y le llevan a la cama en lo que parece un carro para transportar equipaje.
Oigo algo que suena como mil pies que corren y se estrellan contra una pared, y me percato de que mi habitación está al lado de una máquina de hielo que acaba de descargar una remesa en el cubo.
Empiezo a sentir pánico, a notar que no hay aire en este cuarto. Me obsesiona lo que hay detrás de las cortinas azules de terciopelo. Las descorro de un tirón apremiante. Algo peor que nada, hay una fea pared de hormigón. Busco una ventana y sólo encuentro un respiradero diminuto en el cuarto de baño. Apretado contra él aspiro aire, convencido de que hay algo venenoso en este sitio y estoy a punto de morir. Corro a la caja de caudales y extraigo mis provisiones de sedantes Ambien como si fueran el antídoto. Casi nunca tomo pastillas para dormir, pero esta noche ingiero dos, respiro unas cuantas bocanadas más del conducto y me obligo a tumbarme de nuevo en la cama.
Me despierta un golpe tremendo. Se mueve, brinca la silla encajada debajo del picaporte y oigo una voz tenue:
–¿Está despierto? ¿Se encuentra bien?
Tardo un buen momento en articular palabra. «Arjjymmbi», contesto, y la silla deja de moverse.
–No ha venido a desayunar –dice la voz, la de Rosenblatt.
–Onanashchlllp –digo, que creo que quiere decir que me he quedado dormido.
–¿Estará listo dentro de veinte minutos?
–Simminut.
Entro en el cuarto de baño como si ahora supiera lo que representa vivir doscientos cincuenta años, y mientras me doy una ducha fría me hablo en voz alta, enunciando con cuidado las palabras. Veinte minutos después estoy vestido, sentado en la silla que había empujado contra la puerta, mastico la tableta proteínica que había en el cesto y me pregunto qué traerá el nuevo día.
–Me ha dado un susto de muerte –dice Rosenblatt cuando viene a llamar por segunda vez–. Pensé que quizá se había suicidado.
–Eso sería demasiado fácil –digo–. No podía dormir, echaba en falta a la perra, me he tomado un somnífero gigante.
–Supongo que le ha hecho efecto. ¿Le apetece un café?
–Por favor –digo.
Me ofrece una taza grande y después Rosenblatt dice:
–Más vale que nos pongamos en marcha. George está entrenando con el monitor y yo tengo algo que enseñarle.
Vamos a una sala de conferencias donde han instalado una máquina, un par de gafas provistas de cables y una pantalla.
–Tendrá que ponerse las gafas; simplemente registran los movimientos de los ojos –dice Rosenblatt–. Y en esta pantalla aparecerá una serie de palabras. –Me entrega un pulsador pequeño conectado con la máquina, al igual que las gafas–. Por favor, púlselo cada vez que una palabra le suene familiar en el contexto de su relación con su hermano. ¿Preparado?
–Sí.
Aparece la primera palabra. «Flor.» Pulso.
–¿Ha pulsado adrede? –pregunta Rosenblatt.
–Sí, George adora las flores.
La segunda palabra: «Benigo.» No pulso.
«Comprensivo.» Mi dedo descansa.
«Ira.» Clic.
«Antagonismo.» Dos clics.
–¿Ha pulsado dos veces adrede?
–No lo sé.
«Hostilidad.» «Despecho.» «Rencor.» Uno, dos, tres clics.
«Benevolente.» Con gatillo fácil, casi pulso.
«Amable.» Descanso el dedo, respiro.
«Cálido.» Los dedos se me entumecen a causa de la inacción.
«Herida.» «Aniquilar.» «Bravucón.» De lo más evidente: clic, clic, clic.
«Apegado.» Clic.
La pantalla se apaga.
–¿Está familiarizado con el trastorno explosivo intermitente: TEI? –pregunta Rosenblatt.
–Suena a trastorno intestinal –digo.
–A menudo se describe como «demencia parcial». Es más común de lo que usted cree, la incapacidad de contener el impulso agresivo, la extrema expresión de cólera, una furia incontrolable. Estoy pensando que es lo que existe aquí.
¿Por qué estoy esperando que diga «obra del diablo»?
Rosenblatt prosigue.
–En una situación como la presente no sólo es clara una cosa, sino muchas: la química, el estrés, los fármacos, el estado de ánimo y otra inestabilidad mental. Vamos hacia un diagnóstico multifacético y un enfoque de tratamiento prolongado.
–¿Le van a dar un electrochoque?
–No, pero personalmente pienso que puede ser un candidato para algunas de nuestras técnicas psicoquirúrgicas más recientes, como la irradiación con bisturí gamma o, más probablemente, la estimulación del cerebro profundo. Le implantamos algo parecido a un marcapasos; hacemos un agujero con un trépano, colocamos tres plomos, implantamos un neuroestimulador de pilas, calibramos la estimulación. No carece de efectos secundarios (cierto declive de la función ejecutiva) y, por supuesto, somos conscientes de lo que podría decir el tribunal si exponemos que su hermano ha accedido a someterse a una cirugía cerebral experimental.
Me horroriza lo que me está diciendo. Pensé que podrían sacarse de la manga algo raro, pero no se me había ocurrido la idea del viejo punzón que te abre la bola del coco.
–Es decir, ¿me está hablando de algo parecido a una lobotomía?
–Yo no lo llamaría así, pero cae dentro del mismo epígrafe.
–Y en los tribunales, ¿cree usted que una cirugía cerebral favorece o perjudica?
–Desde luego demuestra que hemos adoptado un enfoque agresivo. Yo diría que favorece.
–¿Y qué dice George?
–No lo sabe todavía; nadie lo sabe. Ni siquiera se lo he dicho a Gerwin. Estoy haciendo una investigación y luego expondré mi tesis.
–¿Usted se sometería a una psicocirugía? –pregunto, sabiendo que yo nunca lo haría.
–Con los ojos cerrados, y lo digo sin segundas –dice–. Ni siquiera me importaría practicármela yo mismo.
–Interesante –digo, y es decir poco. Es una puta locura, es lo que estoy pensando–. De acuerdo, ¿qué más hay en el orden del día, y cómo está Tessie?
–Bien. Ha desayunado en la cocina y se ha ido a dar un paseo. Nuestro plan consiste en que usted y George realicen un juego estructurado que apunta hacia la creación de un vínculo y un equipo.
–¿O sea?
–Un juego divertido.
Yo recelo. George vuelve de su sesión matutina apestando a sudor y con la ropa pegada al cuerpo.
–¿Cómo estás? –pregunto.
–De maravilla –dice.
–Me alegro de saberlo –dice Gerwin, que le sigue a la habitación con una especie de cofre de tesoro de cartón en las manos–. Así que hoy vamos a hacer unos juegos.
A George se le iluminan los ojos.
–¿Risk? ¿Monopoly? ¿Trivial Pursuit? ¿Mafia? De niños jugábamos al matabola: lanzabas la pelota grande y roja de goma con todas tus fuerzas directamente a la cara de alguien y lo asesinabas.
Todavía me acuerdo del escozor de la pelota.
–Se suponía que no la tirabas a la cara.
–Empecemos con un globo –dice Gerwin, y saca del bolsillo un globo amarillo fláccido que estira un par de veces y que después infla.
–La verdad es que no soy muy de juegos –digo, temiendo lo que venga a continuación.
–Puedo asegurarle que lo sabemos y que lo hemos tenido presente –dice Gerwin, atando un nudo en la espita del globo–. Ahora quiero que los dos se coloquen cara a cara.
Obedecemos diligentemente.
–Voy a poner este globo entre los dos –dice Gerwin, encajándolo en el espacio que media entre los dos cuerpos. El globo cae lentamente al suelo–. Hagamos otro intento. ¿Pueden acercarse más, juntar más las narices?
George se aproxima más; obedeciendo a un reflejo, doy un paso atrás; él queda desenfocado. Se me acerca de nuevo y de nuevo retrocedo; es como un baile.
–Ahh –dice Gerwin.
–El problema es que desde tan cerca no le veo, se convierte en un gran borrón.
–Pruebe a enfocar un punto detrás de George –propone Gerwin.
Pruebo. Y entre los dos sujetamos el globo y noto el aliento de George en la cara, huelo su sudor.
–¿Te bañas frecuentemente?
–Creo que sí –dice él, como si no lo supiera.
–Basta –dice Gerwin, y nos callamos–. El objetivo de este juego es que los dos juntos desplacen el globo desde aquí hasta allí –señala a la otra punta de la habitación– sin que el globo toque el suelo. Capisce?
–Capisco –dice George, y empieza a caminar hacia el sur, hacia la pared más alejada. Yo doy un par de pasos laterales para mantenerme a su lado. El globo resbala desde nuestros esternones hasta nuestros diafragmas.
–¿Hacemos una cosa? –pregunto a mi hermano–. ¿Me cantas los pasos antes de darlos?
–Paso. Paso. Paso.
Realizamos progresos y entonces él parece distraerse y avanza hacia mí en vez de atravesar la habitación derecho.
–Vamos más hacia el norte; tenemos que dirigirnos al sur –dice.
El globo se desliza más abajo, estamos a punto de perderlo, George me da un rodillazo en la ingle para empujarlo hacia arriba. Yo me doblo y el globo cae todavía más abajo.
–¿No sabes hacer nada a derechas? –pregunta George.
No respondo. Retuerzo un muslo y luego el otro, y aprieto el globo contra el cuerpo de George para llevarlo desde sus rodillas hasta su entrepierna.
–Te toca a ti –digo.
–Paso. Paso. Paso.
Lo logramos, transportamos el globo de un lado a otro de la habitación. «¡Sí!», digo, chocando la palma contra la de George. «¡Sí!» Sólo cuando hemos llegado al otro extremo se me ocurre pensar que quizá haya gente que no consigue llegar hasta allí: no había pensado que fuera posible no lograrlo.
–Se han ganado un premio –dice Gerwin, sosteniendo el cofre del tesoro–. Uno para cada uno.
Alargo la mano y extraigo un planeador de papel parecido a los que me daban de niño cuando me portaba bien en la consulta del dentista. George saca una placa de sheriff con un alfiler afilado; le obligan a cambiarla por otra cosa y saca una serpiente de goma.
–Nuestro próximo juego es... –empieza Gerwin, y cuando lo está diciendo George salta sobre el globo amarillo y lo revienta. Rosenblatt se agacha velozmente y recoge los restos del globo, y Gerwin repite–: Nuestro próximo juego es...
Y así sucesivamente: jugamos un juego tras otro, ganamos un premio tras otro. Y después Gerwin saca las marionetas.
Me calzo una y me vuelvo hacia George.
–No soy un granuja –digo.
George coge otra y la gira hacia él:
–Buenas noches y buena suerte. –Se cambia de mano el títere–. Gracias, Edward R. Murrow.
–No, gracias, señor Cronkite. ¿Qué tal si nos vamos al Toots Shor y nos comemos un filete?
–Empecemos por otro sitio –dice Gerwin.
–Muy bien –dice George, apuntándome–. Yo haré de F. Scott Fitzgerald, tú puedes hacer de Hemingway y te suicidas.
–¿Por qué no haces tú de William Burroughs y matas a tu mujer? –digo.
–¡Paren, paren, paren! –Gerwin da brincos entre nosotros dos. Nos estamos llenando las manos de marionetas y a veces las lanzamos por la habitación, las tiramos como epítetos.
–Winston Churchill –dice George.
–Charles de Gaulle –digo yo.
–Nikita Jruschev –dice.
–Barry Goldwater y Roy Cohn –digo.
–Herbert Hoover –dice.
–El puto Willy Loman –digo.
Gerwin coge algo que parece un bote de desodorante, lo levanta en el aire y pulveriza: una EXPLOSIÓN ensordecedora, una bocina como la de un camión tráiler de dieciocho ruedas.
–¡UN MOMENTO! –grita Gerwin. George y yo empezamos a decir algo, pero él nos interrumpe–: ¡Silencio! Ahora vamos a salir.
Nos guardamos los premios en los bolsillos, dejamos las marionetas y seguimos a Gerwin, que lleva su cofre del tesoro y murmura para sí que ahora no podemos jugar al paseo confiado con los ojos vendados, y el porqué no puede ser más fácil.
Salimos a las colinas onduladas que hay detrás del edificio principal y yo, en un momento de comprensión suprema, entiendo cómo debieron de luchar por esta tierra los Padres Fundadores. Es espectacular, majestuosa. Gerwin me lanza un balón de fútbol; yo lo atrapo. Nos lo lanzamos unos a otros. Es idílico, el cielo azul y el olor a hierba recién cortada, manchas en nuestras rodillas. El balón va de un lado para otro, hablamos de formar equipos, nosotros contra ellos, pero Gerwin insiste en que sigamos, en que no paremos. Y en un momento determinado saca una cámara del bolsillo y se pone a hacer fotos. George posa adoptando posturas amaneradas, heroicas, feroces. No sé por qué saca fotos Gerwin, pero parece imposible romper el ensueño y preguntárselo.
Rosenblatt me lanza la pelota; la atrapo, alzo la vista y veo que George me embiste, se abalanza como un bolo humano, un torpedo. Me derriba al suelo y me aporrea. Rodamos colina abajo, girando en un espetón de furia fraterna. Veo a Gerwin y a Rosenblatt en la distancia, y entonces este último echa a correr. Forcejeo para zafarme de debajo. Dejamos de rodar al pie de la loma. George me golpea, me sacude flexionando los puños. Gerwin se acerca pero no hace nada para detenerlo.
–Cabrón, cabrón apestoso, esto es sólo la mitad de lo que te mereces, pedazo de mierda inútil, hijo de puta...
Hago lo que puedo para cubrirme la cara, las costillas y los huevos. Tessie se suelta de donde la tenían; llega corriendo hasta nosotros, con fuertes ladridos, e intenta detener el tumulto, ladra a George a la cara y por lo tanto en mi oído y, «fortuitamente o no», George le asesta un golpe en el hocico; ella gime y se escabulle. Los médicos me quitan a George de encima.
Estoy tumbado en la hierba, ensangrentado, contusionado, tratando de recuperar el aliento. Nadie se mueve para ayudarme. Nadie hace nada. Allí tumbado, mi primer pensamiento no es para mí mismo sino para los niños. Tengo que proteger a Nate y a Ashley; pase lo que pase, no puedo permitir que este monstruo se acerque a sus hijos. Lanzo una mirada a George, que jadea y resopla, es evidente que quiere más, retenido por un cuarteto de hombres corpulentos. Ruedo por el suelo y poco a poco, miembro a miembro, me repongo. Tessie viene a lamerme la cara.
Los premios se han salido de nuestros bolsillos y están desperdigados por la hierba; un yoyó, el planeador (ahora doblado), la serpiente de goma, un atrapadedos chino.
Llego renqueando al edificio principal en busca de Gerwin, esperando algo.
–No encuentro palabras –dice él finalmente.
–Lo mínimo es que si no puede protegerme del daño físico yo no participe en su proceso. Tendrá mucha suerte si no le denuncio por no tener controlado a su paciente. Y un poco de hielo, necesito bolsas de hielo.
Alguien me trae varias; bolsas negras de basura llenas de hielo, atadas por la boca.
–¿Quiere que le examine un médico? –pregunta Gerwin.
–No –digo–, quiero a la perra y marcharme a casa.
–Supongo que no querrá despedirse de George –dice él.
–Muy gracioso –digo–. ¿Para que pueda noquearme de un guantazo?
Y mientras aguardo a que me traigan el coche, entreoigo decir a uno de ellos: «En realidad estamos muy contentos. Ha sido una buena visita, hemos visto una faceta de George que no conocíamos. Nos dará material de estudio.»
Tessie ya está dentro del coche cuando me lo traen y también mi bolsa y la de la perra, todo empacado. Tengo un dolor increíble que no hace más que empeorar; cada miembro, las partes flexibles y las que no lo son. Me dejo caer en el asiento del conductor, haciendo muecas de dolor. Mientras ajusto el asiento, veo una bolsa de papel marrón con mi nombre escrito en ella: dos botellas de agua, bocadillos de mantequilla de cacahuete y gelatina, y una bolsa con autocierre llena de dedos de zanahoria. ¿Para qué demonios le dan a un adulto mantequilla de cacahuete y gelatina? Como los bocadillos y me pregunto si son una muestra de condescendencia.
En el área de descanso, durante el trayecto, entro en el lavabo de caballeros, me levanto la camisa y en el espejo mellado me miro el costado: tiene el color de la carne cruda. Disgustado conmigo mismo por no haberme resistido, por no haber presentado batalla, entro en la tienda de la gasolinera y cojo analgésicos Advil. Una mujer trata de colarse y le digo: «Eh, yo estaba antes», y ella dice: «Si hubiera llegado antes yo no estaría aquí ahora.» Cansado de ser el pagano de todos, le propino un codazo, literalmente la quito de en medio. El hombre del mostrador saca de golpe una especie de largo y enorme paraguas negro, me lo abre delante de la cara y me dice que me vaya de la tienda, azuzándome con la contera de metal.
–Estoy herido –grito–. Intento pagarle el Advil.
–Usted es un bravucón –grita el hombre desde detrás del paraguas, con un fuerte acento indio–. Yo no vendo a bravucones. Váyase y no vuelva.
–Me llevo el Advil –digo. Y le dejo diez pavos, encima de las galletas Fig Newtons.
Al salir de la tienda tropiezo en un escalón y caigo en un charco de grasa y gasolina. Vuelvo al coche, apestando, me quito la camisa en el aparcamiento, me pongo la del día anterior, trago cuatro Advil y arranco. Mientras avanzo como un bólido hacia casa, pensando que todo es extrañísimo y que nunca volveré a aquel sitio, suena el móvil. Es el abogado de George.
–El hospital me ha pedido que le informe de que no vuelva a visitarles; han dicho que su conducta ha sido amenazadora para el paciente y el personal.
–George me ha agredido físicamente.
–Ellos no lo ven así. En su opinión usted le ha provocado, no quería lanzarle la pelota, sólo hablaba con los médicos y no con él, le ha menospreciado y él se ha sentido marginado como si fuese una persona trastornada.
–Oh, Dios, qué locura. Están majaras. Aquello es una casa de locos; no he visto nunca un grupo más delirante de profesionales de la salud mental. ¿Sabe usted que uno de ellos está planeando operar del cerebro a George, pero no le ha dicho nada todavía? Es como una película de terror. A todo esto, ¿cómo encontró usted ese sitio?
–A través de mi cuñado –dice.
–¿Fue paciente allí?
–Director médico –dice. Mientras habla, unos parásitos perturban la línea y después la conexión se va desmigajando hasta cortarse por completo.
–¿Oiga? –digo. No hay respuesta–. ¿Oiga?
Es lunes y estoy ya en la casa, el escenario literal del crimen. Experimento la horrible sensación de que me hundo; la casa posee una especie de fuerza o carga electromagnética, un peso increíble que me está aplastando.
Al volver de la visita a George, pierdo las fuerzas cuando me acerco a la puerta. Entro en la casa y dejo de funcionar. Como en La amenaza de Andrómeda de Michael Crichton, mi médula ósea se ha convertido en polvo. Imagino que me encuentran varios días después muerto en el suelo, con la sangre reducida a un fino polvo verde que se vierte en el suelo como un caramelo Lik-M-Aid cuando inexplicablemente me cortan la muñeca. Inexplicable porque ¿por qué iban a cortarle la muñeca a alguien? La gata, sentada a mi lado, impasible, se frota los ojos, lame. Me imagino a los hombres vestidos de blanco que intentan atraparla como si fuera un espécimen de lo que ha sobrevivido.
Lloro, sentado en el suelo. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué está pasando ahora? Sentado en el suelo odio todo y sobre todo a mí mismo: ésa es la verdad, más que nada estoy decepcionado de cojones conmigo. ¿Cómo es que la generación baby-boom ha llegado a un final estrepitoso?
Es como si hubiera estado esperando a que mi vida cobrase aceleración y tuviera cuerda para años. A veces pensaba que hacía progresos, que me acercaba más; otras veces me limitaba a esperar a que me descubrieran: ¿quién? Al mirarme a mí mismo, mi vida consumida a medias, me resulta insoportable haber acabado así. ¿Mi vida se ha terminado? ¿Alguna vez comenzó?
No he hecho nada: o, más concretamente, lo único que he hecho, la única gran cosa trascendente, fue en esencia un delito que condujo al asesinato de Jane. Mi logro es el de un adúltero, un cómplice de asesinato, como si fuera algo de lo que enorgullecerse...
Mi pensamiento salta a mi teoría sobre los presidentes: la de que existen dos tipos, los que practican muchísimo sexo y los que declaran guerras. En resumen, y no me citen, porque esto es una expresión incompleta de una premisa más compleja, creo que las mamadas impiden las guerras.
Y no puedo sino preguntarme: ¿George quiso matarme a mí también? No dudo de que lo único que le frenó fue su narcisismo: matarme a mí era matar una parte de sí mismo, lo que también podría explicar que Nate y Ashley hayan sobrevivido.
Me exhorto a recoger mis venas verdes y azules de Lik-M-Aid y a abandonar la casa y ver lo que hay fuera. Las cosas sólo son extrañas por comparación; a falta de otra cosa, lo extraño puede parecer normal. Pienso en la figura de John Ehrlichman, judío, miembro de la Ciencia Cristiana y el único personaje del Watergate condenado a prisión. Ehrlichman fue a la cárcel sin esperar a que fallaran su recurso de apelación. Se entregó él mismo.
Como un borracho que ha entrado tambaleándose en una casa que no es la suya, vuelvo a salir y me recuerdo a mí mismo que el fin de semana anterior, el de los deportes con Nate, fue un buen día, lleno de promesas y esperanza para el futuro; fue mil veces mejor que la horrorosa visita a George.
Abro la caseta de aperos de George en el jardín trasero, cojo la paleta y la escardadera y me pongo a cuatro patas. Es como un maldito despertar prematuro de la primavera. Por todo el jardín florecen numerosos cultivos. Excavo en la tierra. Pienso en mi clase de esta tarde. No he dicho a nadie que me han despedido, ¿a quién se lo iba a decir? ¿Qué puñetero empleo podría conseguir ahora? Excavo, lanzo por encima del hombro terrones con malas hierbas y me imagino la cara de mis alumnos, idiotas que esperan sentados a que yo les alimente a cucharadas, a que les informe de que existe una cosa importante que se llama historia.
Gateo arrancando como un obseso vegetación descarriada, tocones herbáceos, tréboles, diversas cosas que granan, estallan, se esparcen. Zascandileo en la tierra como cualquier otro imbécil que limpia el jardín de hierbajos, como si pudiéramos regenerar nuestra antigua energía hundiendo las manos en el estiércol.
El cuidador de mascotas aparece en el lindero del jardín.
–¿Se encuentra bien? –pregunta–. ¿Tiene que estar así de encorvado? ¿No es demasiada presión en la cabeza?
–Nadie me ha dicho que no deba encorvarme.
–Podría ser un exceso –dice el hombre–. Mi tía tuvo un ataque y le dijeron que no se agachara.
Levanto la cabeza.
–Ya no estoy encorvado –digo.
–Quizá debería tomarse un descanso –dice él–. A Tessie le traje una vara hecha con una verga de toro. Y a la gata le di un ratón de nébeda; le encantan.
–Nunca se me ha ocurrido darles juguetes a los animales –murmuro.
–Se cansan y necesitan algo nuevo; igual que nosotros –dice, bajando por el camino de entrada–. Llámeme si me necesita. Estoy cuidando a unos peces no lejos de aquí.
Tessie huele la tierra removida. Se tumba de espaldas en el centro del jardín y rueda sobre mi montículo de hierbas recién arrancadas.
Un minuto después de que se haya ido el cuidador, me ciego un ojo accidentalmente al introducirme un grumo macizo y denso de tierra negra. Me manoseo la cara intentando quitármelo. Uso mi camisa, me incorporo demasiado rápido y al pisar la paleta pierdo el equilibrio. Me estrello contra la barbacoa y reboto; mentalmente redacto el titular: Un idiota se mata en un accidente de jardinería. Es Tessie la que me guía hasta la escalera, yo agarrado a su collar, diciendo: «Galleta, galleta, vamos a buscar una galleta.» En el aseo del piso de abajo me pongo verde a mí mismo. «Cara de mierda», digo, mirándome en el espejo, y pienso que es realmente posible que en vez de meterme tierra me haya introducido algún tipo de mierda: mierda de Tessie, de la gata, de un mapache o un ciervo, la que tenga este olor a moho, como de queso selecto, un queso tan raro y curado que lo conservan guardado en su cueva y sólo lo sacan para fiestas regias. Tengo un ojo abierto y me miro en el espejo, hablando conmigo mismo, recuerdo otra vez que me miré en el espejo y me disolví literalmente: el ictus.
«No mires», me digo. «Tienes pinta de estúpido, como si no supieras de qué estoy hablando, como si todo fuera una gran sorpresa. ¿Cómo iba a serlo? El hecho de que sea la primera vez que oyes esto en voz alta no significa que sea una información nueva. Llevo semanas hablando contigo, más bien parecen años o toda tu maldita vida, puto idiota.»
«¿Por qué me hablas así?», pregunto.
«Porque si no no me escuchas, quieres que todo sea muy emotivo. La has jodido, tu cuñada está muerta, tu hermano está en un manicomio, ¿y quieres que te haga sentirte satisfecho de ti mismo? Despierta, capullo: eres un desastre. Eres incluso más peligroso que tu hermano; lo demuestra el hecho de que tu hermano está allí y tú estás aquí suelto.»
Mi cabeza se estampa contra la pared. Pum. Como si fuera algo que simplemente ocurre, como si lo estuviese haciendo otra persona. Pum. Pum.
«¿Por qué me llamó Jane para que le dijera dónde estaban las bombillas, por qué yo era como la otra mitad, la mitad funcional de mi hermano?»
«¿La culpas a ella?»
«No», digo.
Y ahora ya no tengo la cabeza en el lavabo ni se está golpeando contra la pared, está en el retrete y noto una presión en la nuca; al principio pienso que es una mano que me empuja hacia abajo, pero luego me percato de que tengo la cabeza atascada debajo del borde de la taza.
«¿Vas a vomitar? ¿Te produces náuseas?»
No contesto.
La cisterna se vacía y me empapa, me ahoga. Me estoy infligiendo la tortura del agua.
Tosiendo, farfullando, saco la cabeza del retrete. Vomito. Estoy en el suelo del aseo, húmedo, ácido; silencioso.
«¿Enfurruñado?»
No contesto.
«¿No me hablas? ¿Quieres que me calle?»
«Di lo que quieras, dime lo que piensas, sácalo. Es evidente que te lo tienes callado desde hace mucho tiempo.»
«De acuerdo. Primero: ¿cómo has podido dedicar tantos años a escribir un libro sobre Nixon? Es aburrido, mortalmente aburrido, y es lamentable. No me importaría que tuvieras un puto fracaso, lo que me desquicia es que no has hecho nada.»
«¿De verdad mi libro es tan malo?»
«Es una mierda. Tú eres una mierda. Tienes una personalidad necrótica, moribunda; lo corroe todo. Mírame, ¿te mentiría yo? Soy como un fantasma que intenta insuflarte un poco de sensatez.»
«¿Qué quieres de mí?», pregunto, temiendo que esto conduzca volando a un final inevitable.
«Quiero tu vida», dice él.
Y no hay nada más que hablar.
Suena el teléfono.
–¿Diga? –digo.
–¿Eres tú?
–Sí –digo.
–Soy yo –dice ella.
–¿Claire?
–¿Quién es Claire? –pregunta, con la voz súbitamente severa, como injuriada, como si yo debiera saberlo.
Me adentro aún más en mi propia oscuridad.
–¿Jane?
–¿Cuántas hay? –quiere saber ella.
–¿Cuántas qué?
–Chicas –dice ella–, mujeres, putas comadres.
–¿Quién llama? –pregunto, asustado.
–¿Por qué no repasas tu lista y cuando llegues a mí te grito «¡bingo!»?
–Se ha confundido de número.
–Oh, no –dice ella–. Tengo el número correcto. Lo he comprobado dos veces antes de marcar.
–Quizá quiera hablar con mi hermano –sugiero.
–¿Tiene un lunar en forma de corazón en la tetilla izquierda? –pregunta ella.
Un profundo silencio.
–¿Quién llama?
–Basura –dice ella–. No te acuerdas de mí. Te di de comer y después... –Hace una pausa–. Oye, no era mi intención pillarte desprevenido. ¿Rebobinamos y probamos otra vez? Aprieta el botón para ponerlo a cero.
–Sí –digo, sin saber todavía con quién estoy hablando.
La línea se corta. Cuelgo. Inmediatamente vuelve a sonar el teléfono.
–Hola, soy Cheryl. ¿Está Harry?
–Soy yo –digo.
–¿Cómo estás? –pregunta ella.
–Bien, ¿y tú? –digo.
–Perdona por no llamarte –dice–. Me refiero a antes de ahora, o sea, después de haber estado juntos y antes de ahora.
–Oh, no importa –digo, todavía sin comprender nada.
–Quiero ser franca contigo sobre todo el asunto de Internet.
–Claro –digo; empiezan a encajar las piezas.
–Creía que estaba bien, que me encontraba muy bien, y por eso dejé de tomar la medicación y estaba trabajando en la empresa de cátering de un amigo y luego el negocio empezó a decaer y yo tenía un montón de horas libres y empecé a surfear y después a organizar aquellas «citas» como la tuya. La cosa se descontroló y me estrellé –dice–. Un duro aterrizaje. Me hospitalizaron; poco tiempo.
Guardamos silencio. Me quito la camisa y la dejo caer al suelo. Desvestido y mojado, apestando a vómito, me siento a la mesa de la cocina.
–En realidad –dice ella–, no estoy siendo totalmente sincera. Dejé de tomar la medicación y luego empecé a automedicarme. Estaba completamente descontrolada; nuestro encuentro fue uno de tantos. Puse en peligro a mi familia y a mí misma. Mi hijo, quizá te acuerdes, llegó a casa cuando estábamos en mitad de... Bueno, no estuvo bien.
De pronto se me ilumina todo.
–Por supuesto –digo entusiásticamente.
–Y tú –dice ella, imperturbable ante mi arranque de entusiasmo y con ganas de cambiar de tema–, ¿qué has estado haciendo?
–Si vamos a contarlo todo, a mí también me hospitalizaron –digo–. Tuve un ictus.
–Perfecto –dice ella.
–¿Cómo que «perfecto»?
–Quiero decir que me alegro de que a los dos nos pasara algo, que nos interrumpiese un suceso u otro.
–Sospecho que fue la Viagra –digo–. Tomaba demasiada.
–Increíble, ¿no? –dice ella–, lo fácil que descarrilamos. ¿Ahora estás bien?
–Sí –digo–. Realmente bien. ¿Y tú?
Miro alrededor de la habitación; todo está borroso. Estoy medio ciego, como mínimo, y no sé si es permanente o no.
–He pensado en ti –dice ella–. Mucho. Pero necesitaba esperar para llamarte. Necesitaba encontrarme mejor.
Hago un sonido agradable aunque inocuo.
–Perdóname si he olvidado los detalles. Pero ¿quién era el que te interesaba, Richard Nixon o Larry Flynt?
–Nixon –digo–. Nixon murió de un ataque y no sé por qué, pero cuando yo estaba sufriendo el mío pensé en él y me di cuenta de que siempre había sabido que teníamos algo en común, pero no supe muy bien qué era hasta aquel momento; fue como una conexión psíquica. No se trataba de una creencia o una filosofía política, sino de un nivel humano, emocional. Creo que la vida lo trató muy mal.
–No sé si podría sugerirte una idea –dice, interrumpiéndome.
–Soy todo oídos –digo, y podría ser verdad, considerando el estado de mi ojo.
–Deberías hablar con Julie –dice ella, con entusiasmo, como si fuera algo hecho.
–¿Julie?
–Julie Eisenhower.
–¿Julie Nixon Eisenhower? –pregunto, vagamente escéptico.
–Sí –dice ella.
–¿En serio? –digo, repentinamente alegre, como si toda una marea arrojara tres nombres, Julie Nixon Eisenhower, del mismo modo que Humbert Humbert tropezó un día con tres cantarinas sílabas, Lo-li-ta.
–Sí –dice.
Me río en voz alta y luego retorno a la realidad y digo:
–¿Cómo iba a hacerlo?
–No preguntes –dice ella. Y hace una pausa–. De acuerdo, vamos a contarlo todo, es la prima de mi marido por matrimonio. ¿Le digo que te llame?
–Si eres tan amable –digo.
–No sé hasta qué punto estás al corriente, pero en los últimos años ha habido problemas con la biblioteca.
–Sí –digo, recordando artículos que hablan con detalle del legado de diecinueve millones de dólares de Bebe Rebozo y la tensión entre Julie y Trisha por la gestión de la biblioteca.
–Así que ahora queda el otro asunto. –Hace una pausa–. Quiero verte. Quiero hablar contigo, que comamos juntos.
–Claro –digo–. No veo por qué no.
–Sólo comer –dice.
–Por supuesto –digo.
–¿Cuándo? –pregunta.
–Cuando te venga bien; no tengo compromisos.
–Vale –dice–. Dejemos que pasen unos días, por si cambias de opinión o por si acaso descarrilo otra vez.
–¿Qué tal el viernes? –propongo.
–El viernes –dice ella–. Y no sólo porque me gusta el nombre, está el JerkQ’zine; es baratísimo.
–Piensa en un sitio bonito –digo–, un sitio adonde te gustaría ir.
–¿Alguna vez has estado en Quarry Tavern?
–No –digo–. En realidad no soy de esta zona.
–Es muy bueno –dice–. Hacen una pizza de albóndigas riquísima. Hasta me la he comido en mi coche. Te veré allí –dice–. Y le daré tu número a Julie.
–Espero impaciente –digo.
Ella hace una pausa.
–Si Julie te pregunta de qué nos conocemos, dile que de una barbacoa. No, espera, dile que de los niños y los deportes, y no entres en detalles.
–Entendido.
–De acuerdo, entonces –dice–. Me alegro de que hayamos hablado. Ya te he dicho que he pensado en ti.
–El viernes al mediodía –digo.
–El viernes al mediodía –repite ella.
–Hasta entonces –digo, derrumbándome, deshecho. Estoy a la vez animado y abatido, los dos extremos al mismo tiempo, y, bueno, es difícil seguir hablando.
¿Es posible que una mujer a la que no recuerdo tenga la clave de mi futuro?
Estoy mareado, aturdido; realmente me estalla la cabeza. Me digo que no debo excitarme demasiado, no contagiarme de mi propio entusiasmo; todo esto podría acabar en nada.
Me contengo y después me río en voz alta. ¡Contenerme! Checkers, el famoso cocker spaniel de Nixon.1 Juego con mis notas mentales a pie de página: como fichas de catálogo. Checkers murió en 1964 y está enterrado en el cementerio para mascotas Bide-a-Wee, no lejos de donde vive la tía Lillian. Quizá lo visite la próxima vez que salga.
Tal vez ha llegado el momento de la gran ruptura, el arranque rápido que he estado esperando. ¡Julie Nixon Eisenhower y yo!
Tessie está lamiendo el suelo del aseo, limpiando mi vomitona.
–Buena chica –digo, consciente de que mi humor es demasiado sensible a los vientos del cambio. Subo a ducharme y prepararme para la clase. Mi ojo tiene mal aspecto, rojo y tumefacto. Me echo unas gotas del botiquín que queman como fuego –no es de extrañar, son gotas para los oídos– y me enjuago otra vez el ojo. Me ducho, me visto y me pongo en camino hacia la facultad, orgulloso de mí mismo porque me acuerdo de llevar algunas cajas vacías. Hoy es el día de empaquetarlo todo; años de planes de estudios, evaluaciones de alumnos, se editarán ejemplos de ensayos buenos y malos: los momento estelares comprimidos dentro de cajas baqueteadas de licores. Anticipando el final, quiero marcharme antes de que sea la hora oficial. En mi último día lo único que quiero es terminar: dar la clase e irme.
Cuando entro en el departamento, la secretaria me detiene:
–El director quiere verle –dice.
Me asomo al despacho del director con la mayor indiferencia posible, permanezco indeciso en el umbral.
–¿Me buscabas?
El director, mi antiguo amigo Ben Schwartz, alza la vista.
–¿Cómo te va?
–¿En qué aspecto?
El director no responde de inmediato; después dice:
–Te conozco hace años, somos viejos amigos.
–Así es –digo–. Y no hace mucho me llevaste a almorzar, pediste un tazón de sopa y medio bocadillo y me dijiste que mi carrera se había acabado. Dijiste: «Tenemos a ese tipo que enseña historia de una manera distinta, orientada al futuro. En vez de estudiar el pasado, los alumnos explorarán el futuro; es una cuestión de posibilidades. Creemos que será menos deprimente que ver reposiciones de las filmaciones de Zapruder.»
–Yo no tomé un bocadillo –dice el director–. Sólo la sopa. Y la decisión no fue totalmente mía. Quiero creer que soy amigo tuyo. Te contraté yo.
–No me contrataste. Éramos colegas, me dijiste que había una vacante, pero no me contrataste. Francamente, pienso que si hubieras podido encargar la sopa por cucharadas, habrías pedido dos y no habrías tomado más.
No dice nada.
–¿Qué quieres? –pregunto, considerando la posibilidad de que quiera mi perdón, que le perdone.
–Vamos a dar un paseo –dice él, poniéndose la chaqueta.
Salimos del edificio y caminamos hacia su coche.
El aparcamiento está lleno de utilitarios de diversa antigüedad. El reflejo del sol sobre el interminable mar de cromo es cegador. La nuestra es una facultad periférica. Pensábamos que éramos especiales porque nos asignaban plazas de aparcamiento numeradas, hasta que un estudiante de ingeniería voló deliberadamente el coche de la plaza 454 y la administración decidió que era mejor que los usuarios aparcasen al azar, democráticamente, exceptuando los que tenían matrículas de discapacitados.
El jefe abre las puertas de su Toyota. El sonido del cierre automático retumba en los otros automóviles del parking al aire libre. Imagino que algún día los coches responderán a los gorjeos de los otros vehículos en una recreación posmoderna de llamada y respuesta. ¿Dónde estáis, híbridos? Pío, pío, estamos en todas partes. Saca un sobre de debajo del asiento, un sobre normal blanco del n.o 10, y me lo entrega.
–Cógelo –dice.
Mis manos no salen de mis bolsillos.
–Cógelo –repite, más apremiante.
–¿Qué es?
–¿Qué parece?
–Cabría suponer que es dinero –digo.
Empuja el sobre hacia mí.
–Idiota –dice–. Intento ayudarte. Tengo mal sabor de boca, debería haber hecho las cosas de otra forma, y tú –dice–, tú deberías haber terminado tu libro.
–La culpa es de la víctima –digo, todavía con las manos en los bolsillos.
–No pude protegerte; no tenía nada con que apoyar mi argumento.
Vuelve a empujar el sobre hacia mí.
–No, gracias –digo.
–¿Por qué motivo?
–Por el motivo de que no acepto sobres con dinero de nadie. Por lo que yo sé, me estás tendiendo una trampa, tomas como testigo a tu secretaria, me llamas, haces que te acompañe al coche, donde tienes el sobre escondido; que yo sepa, hay cámaras por todas partes filmando esto; hay micrófonos en el coche.
–Eres un paranoico hijo de puta –dice él.
–Soy un estudioso de Nixon –grito–. Sé de lo que hablo –digo, girando sobre mis talones para cruzar el aparcamiento y volver al edificio.
–¿Adónde vas? –me llama.
–Horas de oficina –digo.
Oigo el sonido de pío pío cuando él cierra de nuevo el coche, y su respiración jadeante mientras corre para darme alcance.
–Escucha, no se trata del dinero –dice.
–Pero me estás ofreciendo dinero, dinero silencioso para que me pierda en la oscuridad discretamente.
–Es dinero mío –dice–. No del departamento.
–Lo cual lo hace más perverso todavía.
–Espero que lo reconsideres –dice cuando ya estamos en el departamento–. Acéptalo como si fuera una beca de investigación.
Recojo las cajas que he dejado delante de la puerta de su despacho, una de las cuales, incomprensiblemente, se ha llenado de bolas de papel; lo único que se me ocurre es que han servido para practicar la puntería.
Hay alguien en mi despacho, sentado en la silla de las visitas. Está de espaldas a la puerta, con una kipá prendida en la nuca con una horquilla.
–¿En qué puedo ayudarte?
–¿Es usted el profesor Silver?
–Sí.
¿Sabrá lo que acaba de pasar en el aparcamiento? ¿Ha venido aquí dispuesto a recibir mi confesión de que me han tentado? ¿Es como en un programa de Scared Straight, o forma parte de la celada?
–¿Te interesa Richard Nixon? –pregunto, ocupando mi asiento.
–No tanto –dice él–. Soy un estudiante rabínico.
–¿Tienes que vestir así pese a que todavía eres estudiante? –pregunto.
–¿Vestir cómo? –dice, mirándose la ropa–. Es mi modo de vestir.
–¿Trabajas para el director? –pregunto.
–¿Perdón?
–Schwartz, el director del departamento, acaba de intentar entregarme un sobre con dinero suyo.
–¿Y qué ha hecho usted?
–¿Tú qué crees? –pregunto–. Le he dicho que se vaya a tomar por culo.
–Me interesa su hermano –dice el chico.
–¿Tramas un negocio?
–Exploro la relación judía con la delincuencia. Exceptuando el juego, los judíos no se involucran mucho en actividades delictivas.
Me dirige una mirada divertida, como si hubiera encontrado un cofre del tesoro y procurase con todas sus fuerzas disimular su emoción.
–¿Cómo decidiste ser rabino?
–No lo decidí –dice–. En mi familia todos son rabinos. Mi padre es rabino, mi tío también. Mi hermana es mecánico de coches; pensó que ser mujer y rabino imponía demasiadas restricciones.
–Mi hermano, George, celebró el bar mitzvah porque quería los bonos del Estado, el radio reloj de mi tía, la pluma Cross de la congregación del templo y un viaje gratis a Florida financiado por mis abuelos. Allí tuvo suerte, conoció a una chica con la que tuvo su primera, ejem, experiencia oral. Las inclinaciones de George no tienen nada que ver con Dios y tienen todo que ver con el sexo.
–Quiero estudiarle –dice el estudiante rabínico, y después se corrige–. Le estoy estudiando, pero quiero examinarle de más cerca.
–¿De qué premisa partes? –pregunto–. ¿De que los judíos se han corrompido?
–¿Puedo asistir a sus clases? –pregunta, desoyendo totalmente mi pregunta.
–No –digo rápidamente.
Hay un silencio.
–Los judíos no matan a sus mujeres –dice él.
–¿Estás hablando con alguien más? –pregunto.
–Lefkowitz –dice.
–¿El Ponzi que metía Rolex y las joyas de su mujer en el culo de su perro y luego sacaba a pasear al cachorro cuando estaba bajo arresto domiciliario? El perro cagaba y luego algún shmo1 pasaba a recoger la caca. Limpiaba los relojes, los vendía, se embolsaba el cincuenta por ciento de los beneficios. Los federales le llamaban «Dedos de mierda»
–El mismo –dice el chico.
–¿Quién más?
–Hernandez y Kwon.
–Los dos son conversos –digo. Al aspirante a rabino le sorprende que yo sepa quiénes son, pero ¿cómo no saberlo? Al fin y al cabo mi oficio consiste en enterarme de cosas.
Hace una pausa.
–¿Puedo preguntarle cómo es su relación con Dios?
–Limitada –digo–. Limitada, exceptuando la oración espontánea en momentos de desazón aguda.
–Me gustaría saber más de su familia.
–Soy una persona muy reservada –digo–. Mi hermano y yo no somos la misma persona. Somos caras distintas de la moneda.
–Pero tienen mucho en común. ¿Qué hace cuando se enfurece?
–Yo no me enfurezco –digo–. Por lo general no guardo rencor. –Consulto mi reloj–. Por el momento tenemos que dejarlo –digo–. Tengo que prepararme para la clase.
–Me gustaría volver a verle –dice.
–Mi puerta está abierta en las horas de oficina.
–¿La semana que viene?
–Sí –digo–. Si te sientes obligado. ¿Puedo preguntarte tu nombre?
–Ryan –dice.
–Interesante –digo–. Nunca he conocido a un judío que se llame Ryan.
–Somos pocos y muy alejados unos de otros –dice, despidiéndose–. Hasta la semana próxima.
Las estanterías de mi despacho están repletas de literatura sobre Nixon; las he llenado adrede de gruesos volúmenes históricos para que los alumnos vean mi despacho como un depósito de historia. Tengo también pósters políticos raros: McGovern/Eagleton, Humphrey, Geraldine Ferraro. Recojo cosas meticulosamente y las enrollo. Mi segunda preferencia después de Nixon es Lyndon B. Johnson. Creo que se debe a que lo asocio con el momento en que adquirí conciencia política, cuando me di cuenta de que había un mundo más allá del cuarto de estar de mis padres.
Camino de clase, llevo las cajas al coche; el sobre está en el asiento delantero. La puerta está cerrada con llave pero lo veo allí mismo, encima del asiento. ¿Lo ha dejado ahí Schwartz? ¿Me está tendiendo una trampa? Cojo el sobre e intento dejarlo dentro de su coche; las puertas están cerradas. Trato de introducirlo por el resquicio de la ventanilla; consigo meter el borde, pero la parte más abultada (los billetes) no entra. Vuelvo corriendo al despacho. Schwartz tiene cerrada la puerta del suyo; la secretaria del departamento se ha marchado. ¡Mierda! Vuelvo a dejar el sobre encima del asiento de mi coche, cierro con llave la puerta y corro hacia la clase. No quiero llevarlo encima. No quiero un enfrentamiento en el aula.
–Buenas tardes –digo al entrar. Los alumnos sólo ocupan una tercera parte de la clase. Les concedo unos minutos de gracia y luego empiezo con una serie de anuncios sobre los exámenes, las fechas tope para hacer cambios en secretaría–. Como saben, su tarea era escribir un texto que había que entregar hoy. ¿Me los van pasando, por favor? –Aguardo mientras me llegan doce trabajos–. ¿Cuándo tendré noticias de los alumnos que faltan? –Nadie dice una palabra; miro hacia abajo; el texto de arriba se titula: «Richard Nixon en el papel de malo: una historia en imágenes». Las hojeo. El alumno ha hecho una historieta cómica en vez de escribir un texto; debería enfadarme pero la idea me parece prometedora. Los dibujos son distorsiones de Nixon, Haldeman y Kissinger, que aparecen con rasgos exagerados, una interpretación de «No ver el mal, no escuchar el mal y no decir el mal». Hay un desdibujado intencional, como por ejemplo «Permítanme decirlo con absoluta claridad».
El ojo me produce un dolor punzante. Noto que empieza a cerrarse y que el otro se entorna hasta convertirse, como por simpatía, en una angosta ranura.
–Bueno, entonces, ¿dónde estamos?
–En Watergate –dice alguien.
–Muy bien. ¿Y qué sabemos de Watergate?
–Fue la primera de las «gates» –dice un alumno.1 Y otros pocos se ríen.
Suena el móvil de una alumna. No para de sonar mientras ella rebusca en su bolso: todo el mundo la observa. Responde: «¿Sí?» Yo la miro perplejo, asombrado de que haya respondido al teléfono en mitad de la clase.
–¿Quién es? –pregunto.
–Mi madre –susurra ella en voz alta.
–Páseme el teléfono –ordeno, y el móvil llega hasta mi mesa.
–¿Con quién hablo? –digo.
–¿Quién llama? –pregunta la madre.
–Soy el profesor Silver. ¿Y quién es usted?
–Malina García.
–¿Cuántos hijos tiene, señora García?
–Cuatro.
–Qué maravilla –digo–. Debe de estar muy orgullosa; pero ahora mismo estamos en mitad de la clase.
–Oh –dice ella–. ¿La de yoga? A mis hijas les encanta el yoga.
–No, señora García, no es la de yoga. ¿Le dice algo el nombre de Richard Nixon?
–Sí –dice ella–, el presidente que murió de la enfermedad de olvidar cosas. Qué pena, un hombre tan guapo.
En el aula, su hija se ruboriza.
–Sí, señora García, un hombre guapo. Ha sido un placer hablar con usted. Su hija tenía que entregar hoy la tarea. ¿Se lo dijo a usted?
–No, creo que no.
–¿Tiene idea del tema de la tarea?
–No, la verdad.
–¿Suele comentar sus deberes con usted?
–No mucho; sobre todo hablamos de la familia, los amigos y cosas así.
–Gracias, señora García –digo, colgando, y devuelvo el móvil a la chica–. ¿Alguien más quiere que yo llame por él? –No hay respuesta–. ¿No es interesante que en la época de Nixon no había móviles ni mensajes de texto ni BlackBerrys? Imagínense cómo podría haber cambiado el curso de las cosas si Nixon hubiera sido un presidente más centrado en el futuro en vez de servirse de una grabadora anticuada, con grandes botones abultados que podían generar confusiones, de tal modo que la secretaria podía pulsar uno que no era y a continuación, mientras respondía al teléfono, pisar el pedal remoto y borrar todo el material importante.
La clase me mira fijamente, inexpresiva.
–Muy bien, volvamos a lo nuestro. ¿Por dónde íbamos...? ¿Alguien puede recordarnos qué fue el Watergate?
Sólo se alza una mano.
–«Gate» es un sufijo que se añade a una palabra para modificarla y convertirla en un escándalo, como en «Watergate», que también se llamó así porque tuvo lugar en un edificio de Washington que se llamaba Watergate. Pero desde aquellos años, a cualquier gran asunto que sale a la luz le llaman tal-y-tal-gate. Así que de hecho fue la primera de las «gates».
–Interesante, y gracias. ¿Me ha entregado su texto?
–Sí, lo tiene usted –dice él–. Vengo de un país lejano, y tengo que sacar muy buenas notas para poder quedarme aquí. Mi familia me cortará la cabeza si no lo consigo.
La clase se ríe.
–Quiere decir que su familia le dejará en la estacada si no lo consigue.
–Quiero decir lo que he dicho –dice él.
–Confío en su palabra –digo, y prosigo con citas de las memorias de Nixon:
La verdad de los hechos [sobre Watergate] probablemente nunca se reconstruirá del todo, porque cada uno de nosotros se vio implicado de una manera distinta y el conocimiento que cada uno tuvo en un momento determinado no duplicaba exactamente el que poseía otra persona.
Explico que, en el momento en que estalló, el escándalo constituyó el más público ejemplo de los chanchullos políticos en la historia de Estados Unidos y provocó la única dimisión de un presidente estadounidense y el procesamiento de los siete protagonistas de Watergate (siendo Nixon considerado cómplice: también por vez primera en la historia). John Mitchell, H. R. Haldeman, John Ehrlichman y Charles Colson cumplieron penas de cárcel; Gordon C. Strachan, Robert Mardian y Kenneth Parkinson nunca la pisaron. Entre los demás encarcelados a causa del Watergate estaban John Dean, E. Howard Hunt, G. Gordon Liddy, James McCord, Fred LaRue... Como tengo por costumbre, hago un paréntesis digresivo para exponer la evolución de la unidad de investigaciones especiales creada por Nixon y apodada «los Fontaneros». Su primera tarea consistió en infiltrarse en el despacho del psiquiatra Daniel Ellsberg y obtener la primicia sobre el ex empleado de la RAND que creyó que era su deber cívico filtrar los papeles del Pentágono. Nixon consideró que esta filtración era una «confabulación» contra su gobierno y quiso desacreditar a Ellsberg. Ordenó a sus Fontaneros que entregasen a los medios de comunicación todo lo que averiguaran y que «le inculpen en la prensa..., que lo aireen todo». La tentativa de robo con efracción es una comedia de despropósitos: los ladrones aguardan hasta que se va la mujer de la limpieza, después encuentran la puerta cerrada con llave y para entrar tienen que romper el cristal de una ventana. Los ladrones son tres, Bernard Baker, Felipe de Diego y Eugenio Martinez, y hay dos que vigilan, E. Howard Hunt y G. Gordon Liddy. Por extraño que parezca, varios de estos «Fontaneros» son agentes o ex agentes de la CIA cuyo historial se remonta desde la Bahía de Cochinos hasta el Watergate...
El ojo me está atormentando; después de clase voy al dispensario de alumnos. Tienen un puesto de lavado de ojos empotrado en el fregadero. La «enfermera» de guardia, la que abre los grifos, no desaprovecha la ocasión de decir: «Así que ya ve, en realidad no soy una enfermera, soy una auxiliar sanitaria; eliminaron a la enfermera hace un par de años, durante un recorte presupuestario; no hay enfermera...», y luego pregunta:
–¿Está seguro de que no se le ha metido alguna sustancia química que podría haberle quemado la córnea?
–Era sólo tierra –digo, pensando que, por lo que sé, podría haberme entrado un producto químico; quizá uno de esos ambientadores de inodoros en el aseo, quizá me ha salpicado un puto desinfectante de retretes.
La no-enfermera me da una pomada para el ojo. Es tan densa que todo se vuelve borroso.
–Es un lubricante –dice, al tenderme el tubo–. Póngase más esta noche, y si mañana todavía le duele tendrá que ir al médico.
–Gracias.
Medio ciego, camino hasta el aparcamiento, y en mi memoria resuena la voz serena del alumno indio diciendo que le cortarán la cabeza. El maldito sobre sigue dentro de mi coche. Me siento encima y conduzco hasta la casa de Schwartz. Su mujer me abre la puerta. Se lo entrego.
–Esto es para Schwartz –digo.
–No está en casa –dice ella–. Está en el cóctel de un departamento.
–Tome –le digo, empujándole el sobre con cierta agresividad.
–No es necesario, en realidad –dice ella.
–Se lo devuelvo a Schwartz –explico–. El sobre y su contenido le pertenecen a él.
–¿Qué es? –pregunta.
–No lo sé –digo–. No lo he abierto, me lo ha dejado dentro de mi coche
Coge el sobre.
–Muy amable por su parte devolvérselo.
Me encojo de hombros.
–¿Qué le ha pasado en el ojo?
–Me ha picado una araña –digo, sin saber por qué.
–Quizá debería ponerse algo –sugiere–. No tiene buen aspecto.
–Lo haré –digo, y me vuelvo para irme.
–Estoy impaciente por leer su libro –grita ella, a mi espalda–. Mi marido me habla de él a menudo.
Sin detenerme ni volverme, me despido:
–Adiós y buena suerte.
Suena el teléfono cuando estoy cocinando, lo descuelgo pensando que es ella: Julie Nixon Eisenhower.
–Hola –dice Nate–. Te he llamado antes y no estabas en casa.
–Día de clase –digo.
–Quizá deberías cambiar el mensaje del contestador –dice él, con la voz tensa–. Sigue siendo el de mamá.
No he conseguido decidirme a cambiarlo; no puedo borrar a Jane, pero me figuro lo penoso que es para él escucharlo.
–Mañana compraré un contestador nuevo –digo, aunque secretamente he disfrutado oyendo de vez en cuando la voz de Jane diciendo: «Hola, ahora no estamos en casa...»
–No dejo de pensar en el chico del accidente –dice Nate–. Tenemos que ocuparnos de él.
–Sé que estás preocupado por él –digo–. Hablaré con el abogado de tu padre para ver qué se ha hecho.
Entretanto, por muy contento que esté de oír la voz de Nate, también me pregunto si George tendrá desvío de llamada. ¿Y si llama Julie Nixon Eisenhower y oye la señal de comunicando? Mientras Nate habla, yo le suelto:
–¿Este teléfono tiene llamada en espera?
–¿Por qué? –pregunta él–. ¿Oyes pitidos?
–No estoy seguro –digo.
–Bueno, se oyen pitidos si hay alguien llamando y se oyen también si alguien está grabando la llamada.
–¿La estás grabando tú?
–No –dice él–. Lo sé porque estudiamos las escuchas telefónicas en el curso de «Escándalos políticos de siglo XX». Es una optativa de historia. Si quieres grabar una llamada primero tienes que pedir permiso, hacer constar que tienes el permiso y declarar que estás grabando la llamada.
–Interesante. ¿En qué contexto os enseñaron eso?
–Estábamos estudiando el Watergate. Hice una redacción sobre la tía Rose.
–¿Quién?
–Rose Mary Woods. Era la secretaria de Nixon.
–Naturalmente –digo, orgulloso–. Sabes que Nixon es mi asignatura.
–Lo sé –dice él–. Los hijos de Nixon la llamaban «tía Rose». Era de una lealtad feroz –dice Nate–. Me interesa mucho la lealtad, aunque la persona a la que eres leal sea imperfecta, cometa delitos o esté equivocada. También estoy estudiando la evolución del Dictabelt, que apareció en 1947, precedido por el Ediphone y seguido, por supuesto, por las grabadoras de carrete, y así sucesivamente hasta algunos aparatos bastante fantásticos, entre ellos la cinta de ocho pistas, que mi padre tiene todavía: guardaba su copia de Iron Butterfly Live; es roja, y la guarda en el cajón de los calcetines. –Se calla, quizá tras haber revelado más de lo que pretendía–. ¿Cómo está Tessie?
–Bien, aparte de la diarrea. Ha comido algo de la basura.
–La basura le encanta –dice Nate–. Bueno, mejor me voy, tengo un montón de deberes.
–Muy bien –digo–. Preguntaré lo del chico, pero apuesto a que no hay nada que hacer antes del juicio; parecería que estamos tratando de influir en la sentencia.
–No había pensado en eso –dice él–. Sólo pensaba en el chico.
A la mañana siguiente, temprano y radiante, suena el teléfono.
–Perdone que haya tardado tanto, aquí hay mucho trabajo –dice Julie Nixon Eisenhower.
–Una vez vi a su padre desde cierta distancia –salto, tan emocionado que empiezo a sudar–. Estaba en el instituto y a los de nuestra clase nos llevaron a Washington. Fuimos a la Casa Blanca; su padre estaba recibiendo a un dignatario extranjero; le vi al fondo del césped. Y después fuimos al Smithsonian, vimos el péndulo de Foucault y la bandera que hizo Mary Young Pickersgill para Fort Henry, es la bandera que descubrió Francis Scott Key y que le impulsó a escribir «La bandera de barras y estrellas». Fuimos a la Casa de la Moneda, a la Oficina de Grabados y al Archivo Nacional para ver la Declaración de Independencia.
Todo esto me retorna, emana de mí; ni siquiera lo recordaba hasta que ha sonado el teléfono, y luego ha sido como si en algún rincón de mi cerebro se abriera una puerta y a trompicones se vertieran cosas al exterior.
–Me encanta Washington. Cuando era más joven, lo único que quería era crecer y vivir allí e ir al trabajo en mi coche por Independence Avenue, pasar por delante del Smithsonian hasta el Capitolio de Estados Unidos...
–Caray –dice ella cuando hago una pausa para recuperar el aliento–, es usted un auténtico patriota.
–Gracias –digo–. Me emociona estar hablando con usted.
–Como no sé hasta qué punto está al tanto –dice ella–, perdóneme si le digo lo que ya sabe. Desde 2007, la biblioteca pasó a formar parte del sistema federal de bibliotecas presidenciales; hasta entonces era una biblioteca privada que albergaba material anterior y posterior a la presidencia de mi padre.
–Si no recuerdo mal –digo, metiendo la pata–, hubo cierta tensión en la familia.
Ella no dice nada durante un momento y después prosigue.
–El traslado a la administración de archivos y anales nos indujo a reorganizarlo todo. Para abreviar, encontramos unas cajas, material que se había guardado aparte.
–¿Qué clase de material?
–Intuyo que era algo personal de mi padre, escritos que para nosotros son inéditos, documentos desconocidos hasta entonces. Lo que intento decir es que descubrimos algo...
–¿De verdad? –digo, bastante sorprendido–. ¿Por ejemplo?
Ella hace una pausa. La línea guardia silencio, casi muerta.
–La escucho.
–Escritos cuya existencia ignorábamos –dice, con la voz cortada.
–¿Diarios?
–Quizá. O alguna otra cosa.
–¿Cartas de amor?
Ella no dice nada.
–¿Memorias?
De nuevo silencio y luego, por fin, dice:
–Cuentos. Relatos cortos.
–¿Como los que publica The New Yorker? –aventuro.
–Más sombríos –dice.
–Fascinante.
–Estoy buscando a alguien que trabaje con el material, queremos salir del camino trillado, lejos de los sospechosos habituales, estudiosos conocidos cuyas opiniones sobre mi padre están quizá excesivamente codificadas, y Cheryl pensó que a usted podría interesarle.
Estoy a punto de preguntar «¿Quién es Cheryl?», pero me contengo y toso.
–Me interesa, y mucho –digo–. ¿Sabía usted que su padre escribía relatos?
–Nadie lo sabía –dice ella–. Me gustaría que les echase un vistazo y después quizá podamos hablar más. ¿Dónde está usted? –pregunta.
–En la cocina –digo.
Ella espera.
–En Westchester.
–David y yo estamos cerca de Filadelfia. Podría poner a su disposición el material en un bufete de Manhattan.
–Yo estoy disponible –digo–. Los lunes y los miércoles doy clase y este viernes tengo una reunión, pero, aparte de esto..., totalmente libre.
–Déjeme ver cómo puedo organizarlo y le llamaré –dice ella.
–Esperaré impaciente –digo. Cuelgo tan emocionado que es como si me entregaran la llave de un reino. Le arrojo Milk-Bones a Tessie y siembro el suelo de golosinas para gatos. Abro la nevera, que sigue vacía y maloliente, y tomo nota de que debo comprar comida y algo para limpiar la nevera.
Debo este triunfo a Cheryl y me pongo a pensar cómo puedo agradecérselo. No conviene, que digamos, mandarle unas flores; ¿quizá una caja de filetes? ¿Qué se puede enviar que permanezca secreto? Podría mandar provisiones a Nateville. «Hemos enviado de su parte a Nateville, Sudáfrica, cien, pongamos doscientos tarros de mantequilla de cacahuete enriquecida para niños famélicos.» Quizá debería comprarle entradas para sesiones de un balneario: a las mujeres les encanta que les froten los pies sin el partido de fútbol televisado como sonido de fondo.
Entretanto vuelvo a la ferretería con la esperanza de toparme otra vez con la mujer que necesitaba pilas nuevas, y a comprar un contestador nuevo para la casa. «Me encanta esta ferretería, tiene todo lo que necesitas y hasta cosas que no creías que necesitabas», anuncio al viejo de la caja, que me mira con cara de no entender.
Guardo el contestador antiguo en el ropero de Jane e instalo el nuevo: le dejo que hable solo con su voz mecánica: «Hola, ahora no podemos contestar a tu llamada, por favor deja un mensaje.»
Al final de la tarde suena el teléfono; dejo que la máquina conteste para ponerla a prueba. Es Ashley, llorando. «¿Hablo con mi casa? ¿Me he equivocado de número? Necesito a mamá», solloza.
–¿Qué ha pasado? –digo, descolgando. El contestador se apaga automáticamente.
–Necesito a mamá, sólo eso –dice ella.
–Cuéntame.
Ella se sorbe la nariz.
–Necesito hablar con mamá.
–Lo sé, pero no está aquí –digo, con el mayor tacto posible–. ¿Qué ha pasado?
–Estoy pasando por unos... cambios, y necesito el consejo de mamá.
–¿Cambios?
–Ya sabes, de desarrollo.
–¿Has tenido la regla?
Ella se sorbe y no dice nada.
–¿No hay allí una enfermera o alguien con quien puedas hablar?
–Lo he intentado. Me ha dado una larga conferencia sobre biología y algunas compresas y Tampax y me ha dicho que si yo era religiosa debería consultarlo con mi confesor antes de usarlos, y luego me ha dicho: «En realidad, me retracto. Usa cualquier cosa con lo que te sientas cómoda.» Me ha parecido todo muy confuso.
–¿Qué hacen tus amigas?
–Hablan con su madre o sus hermanas mayores. –Solloza–. Yo no sé nada de este rollo. Lo único que mamá me dijo una vez fue una historia de cuando estaba en el instituto y la enfermera del dispensario le dio una compresa gigantesca. Dijo que era como un pañal y ella se lo puso entre las piernas y recorrió el pasillo andando como un pato, convencida de que todo el mundo sabía que tenía la regla. Estaba tan avergonzada que pidió dispensa para no hacer gimnasia, se llevó unas tijeras al cuarto de baño, cortó la compresa en cuatro pedazos y la pegó a la ropa interior con cinta adhesiva.
–Tu madre siempre estaba al día sobre lo más moderno –digo, y no es precisamente que el episodio me excite, pero estoy contento de hablar de Jane.
–He intentado usar Tampax –dice Ashley, y se le saltan las lágrimas de nuevo–. Lo he puesto en el agujero que no es.
Trato de imaginar de qué me habla. No digo nada.
–¿Sabes que hay dos agujeros ahí abajo?
–Eso creo –digo.
–Me lo he puesto en el que no es.
–¿Cómo lo sabes?
–No parece que sea el sitio.
–¿Te lo has metido en el pompis?
No sé de qué otro modo llamarlo; no quiero decir «trasero» porque todo de lo que estamos hablando está detrás, y no quiero decir «culo» o «ano» u «ojete» porque es demasiado zafio hablando con una niña de once años.
–Sí. Duele mucho. Me hacía un montón de daño cuando estaba entrando, y el primer agujero parecía demasiado estrecho, así que insistí.
–¿Tiene un cordel?
Sólo sé lo del cordel porque una vez estaba intentando el coito con una chica y ella me dijo que tenía la regla y yo le dije no importa, y ella dijo pero es que lo tengo lleno, y yo me quedé confuso. Tira del cordel, dijo ella, y yo lo hice y salió un tubo de algodón coagulado y pensando que iría a parar al suelo lo solté con más fuerza de lo que pensaba: chocó contra la pared, resbaló y aterrizó en la moldura, dejando un rastro sanguinolento.
–Tenía un cordel –dice Ashley.
–¿Puedes coger un espejo y mirar?
Me siento como alguien que sólo ha viajado una vez en un avión e intenta hacer un aterrizaje.
–Es tan asqueroso eso –dice ella.
–Me quedo al teléfono contigo –digo–. ¿Dónde estás ahora?
–En mi habitación.
–¿Tenéis teléfono en la habitación?
–No, he hablado con una chica que me ha prestado su móvil secreto, no nos permiten tenerlos.
–Enciende la radio para que nadie te oiga –sugiero.
Ashley pone una música de fondo.
–Bien, ahora echa un vistazo con el espejo y dime lo que ves –digo, pensando que podrían detenerme por esto.
–No lo sé.
–¿Puedes poner el dedo en el sitio donde crees que has metido el Tampax...? ¿Lo notas ahí?
–Lo noto, pero no llego.
–¿En qué agujero está?
–En el de atrás –dice ella.
–¿En el de más atrás?
–Sí –dice, exasperada y avergonzada.
–Está bien, estoy seguro de que esto le ha ocurrido a un montón de gente. No puedes ser la única persona que ha cometido ese error. ¿Estás sentada o de pie?
–Estoy de pie.
–Vale, bueno, ponte en cuclillas. ¿Lo notas ahora?
–Sí, pero sigo sin poder agarrarlo –dice, con una frustración evidente.
–Vamos a cogerlo –digo–. No te preocupes. Quiero que ahora empujes, mientras estás acuclillada, como si estuvieras haciendo mucha fuerza para ir al cuarto de baño, y mira a ver si puedes pillarlo al mismo tiempo que empujas.
–Oh, Dios mío, es tan asqueroso –dice. Y se le cae el teléfono.
–¿Qué ha pasado? ¿Lo has cogido?
–Me he hecho caca en el suelo –dice–. Qué asco.
–¿Has sacado el Tampax?
–Sí –dice–. Oh, Dios, ¿cómo voy a limpiar esto?
–Haz como si fuera una caca de Tessie; coge una bolsa de plástico y llévala por el pasillo al cuarto de baño.
–Tengo que irme –dice ella, y cuelga.
Me quedo temblando, pero extrañamente me siento como una estrella del rock, como un ingeniero de la NASA que impartiendo instrucciones ha salvado de un final incierto a un laboratorio espacial.
Por la noche, cuando suena el teléfono, me adelanto al contestador.
–Soy Julie –dice ella, y me acuerdo de otra Julie, Amtrak Julie: «Hola, soy Julie, la agente automática de Amtrak. Veamos en qué puedo ayudarle. ¿Llama para hacer una reserva? Creo que ha dicho que le gustaría hablar con alguien; un momento y se lo paso.»
–¿Está usted ahí? –pregunta–. ¿Me oye bien? Le hablo desde un móvil.
–Alto y claro –digo.
–Bien. He organizado lo de que vea el material. El jueves a las diez de la mañana en el bufete de Herzog, Henderson y March. –Me da la dirección y concluye diciendo–: Pregunte por Wanda, ella le atenderá.
–¿Hay algo en particular que quiera que examine o que busque?
–Estoy segura de que tendrá preguntas, pero en este momento cuanto menos se diga mejor. Eche un buen vistazo y hablaremos. Y para que todo esté claro, esto no es una invitación a un acceso continuo, sino un primer paso; si la cosa va bien, sacaremos de allí los escritos. –Hace una pausa–. A propósito, ¿conoce a alguien en Random House?
–No se me ocurre nadie –digo.
–En una ocasión, un redactor llamado Joe Fox le preguntó a mi padre si le interesaba escribir narrativa. ¿Le suena ese nombre?
–Ya no está –digo.
–¿Se ha ido a otra editorial?
–Se murió de un colapso en su escritorio –digo, preguntándome cómo sé esto–. Era el editor de Truman Capote.
–Eso lo explica –dice ella–. Mi padre conservaba la carta de Fox pero anotó en el margen «Jamás en la vida». Odiaba a Capote, lo aborrecía, decía que era de los peores que había.
–¿Los peores?
–Homosexuales. A mi padre no le gustaban los homosexuales. –Hace una pausa–. El jueves a las diez, Wanda le indicará el camino.
–Gracias –digo–. Estoy intrigado.
–Como debe ser –dice.
A las seis de la mañana del jueves ya me he duchado, llevo un traje de George recién salido de la bolsa de la tintorería y consulto en la web «parkingbarato.com» para encontrar un garaje económico cerca del bufete de abogados. Lleno de libretas y plumas un portafolios viejo de George y salgo.
Aparco a media manzana del despacho de Claire; ¿no lo sabía o lo sabía y he optado por olvidarlo? Las calles están repletas de hombres y mujeres bien vestidos. Me siento un habitante de la periferia, como si todo lo relativo a mí fuera inapropiado. Abrumado por lo déjà vu, sé que he estado aquí antes, en otras circunstancias; es como si ahora viviera una realidad alternativa y no puedo por menos de inquietarme de que el ictus pueda haberme causado más daño del que pensaba.
Mi agitación se convierte en ira.
En el vestíbulo del edificio, un guarda de seguridad me pide que me identifique. Me meto la mano en el bolsillo: encuentro dos billetes de veinte y uno de cincuenta enrollados juntos –dinero sin valor– y me percato de que al ponerme el traje de George me he olvidado de «trasladar» mis bolsillos. Empiezo a sudar, azorado; le confieso al guarda que no llevo documentos de identidad encima.
Me echa un cable, se ofrece a llamar arriba y pedirle a Wanda que baje a recogerme.
Wanda es alta, negra, eficiente. Me trata como si yo fuera un espécimen: el profesor aturdido.
–Discúlpeme por haberle hecho bajar tantos pisos –le digo en el ascensor.
–No se preocupe –dice ella cuando la puerta se abre en la planta veintisiete–. El bufete ocupa este piso y el de arriba.
En la oficina reina el silencio; los teléfonos no suenan, pestañean, y la gente se desliza sin hacer ruido por la alfombra. El único sonido es el frufrú de su ropa. Wanda me conduce por un pasillo, abre una puerta con una llave y me invita a entrar en una sala de reunión llena de mobiliario aséptico, aunque caro. En el centro de la mesa descansa algo que parece un OVNI, un teléfono ipod para conferencias. En el extremo más lejano de la mesa hay dos cajas de cartón abolladas en cuyo costado, con letras mayúsculas, se lee: «R. M. N.». El corazón se me acelera.
–Tendrá que dejarme su mochila –dice Wanda.
–¿Mi mochila?
–Su bolsa.
Señala lo que llevo en la mano derecha.
–¿El portafolios de George?
–Sí.
–Es para tomar notas. –Doy unas palmadas al maletín–; papeles y plumas.
–Ningún material externo. Tenemos los nuestros –dice ella, y señala los cuadernos y los lápices que hay encima de la mesa–. Y, por favor, no anote más de siete palabras seguidas.
Asiento y le entrego el portafolios. Ella me entrega un acuerdo de confidencialidad de tres páginas. Firmo el documento sin leerlo.
–¿De cuánto tiempo dispongo? –pregunto.
–Estoy aquí hasta las cinco.
–Gracias.
Echa a andar para marcharse y se vuelve.
–Está vigilado continuamente; lo cual significa que nada de tretas.
–¿Puedo desembalar las cajas?
–Sí –dice.
–¿Y manejar el material?
–Hay guantes sobre la mesa. No es alérgico al látex, ¿verdad?
–El látex me va bien –digo–. Perfecto.
Me pongo los guantes y me imagino que soy un médico y que RMN es mi paciente. Abro la vieja caja con una emoción enorme. Ver la letra de Nixon me sonroja. Tengo las mejillas calientes, me sudan las palmas dentro de los guantes. Me alegro de estar solo porque, la verdad, estoy un poco sobreexcitado, como un chico de doce años con su primera revista de chicas.
Estoy tocando el papel que él tocó: esto no es una reproducción, es cien por cien auténtico. Los cuadernos contienen la impronta de la refinada cursiva azul de Nixon, con tachaduras y rectificaciones, números, subrayados; a menudo una página tiene varios encabezamientos, hay partes numeradas 1, 2, 3, 4.
Muy literalmente él infundió su aliento a estas páginas; son sus pensamientos, sus ideas. «Tomar menos sal. Cambiarla por pimienta», está garabateado en los márgenes. «O canela. Detesto la canela», escribe, respondiéndose a sí mismo. «Es como tierra.»
Me embarga el placer de manipular estos cuadernos gastados. Oigo en mi cabeza la voz de Julie: «Eche un vistazo y después hablamos.» Pienso en cuando Julie se casó con David Eisenhower, nieto del general y ex presidente, en diciembre de 1968, sólo semanas después de que Nixon conquistase la presidencia, en una ceremonia oficiada por nada menos que el reverendo Norman Vincent Peale, «don Poderoso Pensamiento Positivo».
Reflexionando sobre las grandes esperanzas, la promesa, las magnas aspiraciones de RMN, empiezo a pensar en mí mismo. Tropiezo con un badén psíquico, doy un traspiés y me abismo en mi propia historia familiar. La ironía reside en que, si bien mis padres confiaban en que George y yo creciéramos para ser presidentes, en realidad ni siquiera nos creían capaces de cruzar la calle solos. Era el mensaje mixto, extremos simultáneos de expectación y recordatorios de que éramos basura, lo que al mirar atrás parece insultante. Tengo la seguridad de que era «sin querer» y que nacía de sus propias privaciones y de la convicción de que deberíamos tener suerte para conseguir cualquier cosa. Siempre tuve la sensación de que mi familia era algo «defectuosa» y de que aquellas deficiencias bien conjuntadas –la capacidad de amar y aborrecer al mismo tiempo– eran las que mantenían juntos a mis padres. Básicamente estaban podridos de amargura. Se suponía que íbamos a llegar a presidentes gobernando desde la mesa infantil sin que a la vez osáramos ir más lejos de lo que mis padres habían llegado; sin trascenderlo nunca.
El corazón se me encoge: heme aquí con estas páginas, con el manuscrito de mi materia en la mano, y estoy perdiendo el tiempo con digresiones.
Comienzo de nuevo, me concentro en Nixon y sus contemporáneos y en un período de cambios inmensos en este país: el puente entre nuestra cultura prebélica de la época de la Depresión y la próspera América posbélica del sueño americano.
Wilson Grady es un hombre solo. Cada mañana despierta con un orgullo que le dilata el pecho; le exaltan las posibilidades, la esperanza de que cada día sea mejor que el precedente. Es un tipo afortunado, un tipo con buena estrella, atraviesa las llanuras, kilómetro tras kilómetro, arrastrando una nube de polvo, y su silenciador lleno de agujeros hace tanto ruido que la gente cree que es un fumigador que vuela bajo. Ve gente a lo lejos que le observa acercarse; bromea al respecto cuando se apea del coche. «No hay sorpresas aquí», dice. «Puede que sea ruidoso, pero es lo que me ha traído hasta ustedes y cuento con él para que me lleve a casa al final de la semana.»
La señora de la casa baja del porche delantero y camina hacia él: está sobrentendido que una mujer sola en casa nunca le invitaría a entrar.
–Wilson Grady –dice él, tendiéndole la mano–. Gracias de antemano por concederme su tiempo.
Si gusta a la mujer, ella le ofrecerá una taza de café.
–Sería agradable –dice, haya tomado o no otro café a tres kilómetros de allí en la carretera.
–¿Cómo lo toma? –pregunta ella, y antes de que él pueda contestar añade–: Andamos cortos de leche.
–Solo y con azúcar estaría bien.
Aguarda mientras ella entra en la casa. El porche de una casa dice mucho sobre sus habitantes. ¿Está pintado? ¿Tiene sillas, flores? ¿Cortinas en las ventanas? ¿Tapetes de ganchillo debajo de las lámparas de la sala? Se ha confeccionado una especie de lista mental.
El café está caliente; la gruesa taza de cerámica casi le quema las manos.
–Ha mencionado a sus hijos; ¿qué edad tienen?
–William, el mayor, tiene once años, Robert nueve, Caroline ocho y Raymond seis.
–Una de las cosas que traigo es un enciclopedia repleta de información, historia, mapas, de cosas que todos y cada uno de nosotros deberíamos conocer.
Lleva a la mujer hacia el coche; abre con cuidado el maletero, que está organizado como un baratillo ambulante.
–Lo que puedo decirle sobre estos libros es que todas las noches, mientras ceno, me siento con una letra del alfabeto: hay tanto que aprender. Ahora mismo estoy en la H, y recibo una buena instrucción.
–¿Cuánto cuesta?
–Le seré sincero –dice él–. No es barato. Las veintiséis letras del alfabeto están combinadas dentro de trece volúmenes y vienen con un atlas del mundo. Es una maravilla de regalo navideño y es algo que pueden utilizar todos los niños; hasta el benjamín leerá pronto.
–¿Tiene usted hijos, señor?
–Todavía no; pero los tendré algún día. Tengo echado el ojo a la chica con la que quiero casarme, ella aún no lo sabe.
La mujer sonríe.
–Podría dejarle el lote completo por cuarenta dólares.
Ella asiente.
–Es un montón de dinero.
–Sí –dice él–. Es una inversión, toda una vida de conocimiento.
–¿Por casualidad tiene una plancha?
–Sí. –Tarda un momento en encontrarla–. Eléctrica, de vapor –dice, sacándola con cuidado de la caja para enseñársela–. Le regalé una igual a mi madre y dice que hace un gran trabajo.
–¿Cuánto cuesta?
–Seis dólares y cuarenta y nueve centavos.
–¿Y tiene golosinas?
Él se ríe.
–No crea que es la primera persona que me lo pregunta esta semana... Tengo bolas de menta, pastillas de limón, regaliz rojo y negro y, si busca un antojo, tengo un par de cajas de chocolates See.
–Una vez compré una –dice ella–. Son una delicia.
–Chocolateros a las estrellas –dice él.
Ella se ríe y se mete la mano en el bolsillo del vestido.
–Pongamos que me quedo con la plancha y cincuenta centavos de caramelos.
Grady trabaja de puerta en puerta de nueve a cinco. Si el marido está en casa, tiene por principio mostrarse interesado por lo que el hombre quiera enseñarle –siempre hay algo–, un proyecto que está realizando en el granero de atrás o en el taller del sótano. A Grady le entristece: lo único que quieren todos ellos es una palmada en la espalda y que les digan lo bien que les está quedando. Escucha, deja que el hombre siga hablando más de lo que debería y luego, antes de soltar su discurso, serena al fulano con la historia de que nunca vio a su padre con traje hasta el día de su muerte. Y después acomete la venta; por debajo de cincuenta pavos la considera un fracaso. Es un éxito si consigue que le compren una enciclopedia para los críos y una caja de dulces para la mujer; y al acercarse las vacaciones también lleva una provisión de camiones de juguete con faros que se encienden y, para las niñas, muñecas cuyos ojos se abren y se cierran.
Para Wilson Grady, un buen día concluye con una cena. Exceptuando las empanadas de su madre, las mejores de su vida las ha tomado en una mesa junto a una ventana, bajo el resplandor del rótulo de neón y en la buena compañía de una letra de su enciclopedia.
–Empezaré por una taza de la sopa de pescado y después tomaré el plato especial.
Consiste en dos gruesas rebanadas de pan de carne, judías verdes bien cocidas, un panecillo caliente y una ración de puré de patatas alta como unas colinas, con un pozo de salsa de carne en el centro, y es tan perfecto que casi le hace llorar: ama a América.
Por la noche se levanta viento y desciende la temperatura. Aunque el día ha sido bueno, Wilson Grady tirita de frío. Lleva en el coche un par de viejas mantas de lana, además de una almohada que perteneció a su hermano cuando era un muchacho. Aparca en una callejuela y se atrinchera para pasar la noche; la mayoría de las veces nadie se fija en él, y si alguien lo hace se disculpa y se interna en la noche pensando en la camarera con el delantal atado pulcramente alrededor de la cintura como un cinturón de castidad, mientras desaparece por una carretera oscurecida.
Al terminar casi estoy llorando: es una faceta de Nixon que no conocía pero que siempre sospeché que existía bajo la superficie. Hay humanidad, desesperación en este Nixon que es el Nixon anterior, no el presidencial, sino el Nixon que se conoce a sí mismo. Este Nixon es un hombre con una ambición pujante, una persona común y corriente, aunque idealizada y tópica, que recorre el país sentando los cimientos del gran momento futuro. Wilson Grady es un hombre que quiere algo pero no sabe muy bien cómo conseguirlo.
Desembalo la caja y hago una fila con pilas del material, cuidando de mantenerlo todo en orden, pero con la intención de llegar a la mitad, al final, con el deseo de extraer un sentido del arco de los textos, la forma de las cosas.
Encuentro un texto breve hacia la mitad del montón. Lo que me llama la atención de él es que Nixon ha escrito HDP, «Hijo de puta», numerosas veces en los cinco centímetros superiores de la página. El «relato», casi totalmente lleno de maldiciones, es una estampa de un hombre atacado por el mobiliario de su despacho. El hombre llega tarde porque le ha retrasado un problema del tren. Y la lluvia. Tiene los zapatos empapados. Y los calcetines mojados. Entra en su despacho, se descalza, se quita los calcetines y los coloca encima del radiador, deja la cartera de cuero humedecida –advirtiendo que en realidad huele como un gallinero–, saca los documentos importantes y se sienta en su silla, que enseguida empieza a girar en círculos interminables hasta que se inclina para lanzarle al suelo. Vuelve a sentarse y se echa hacia delante para encender la lámpara de la mesa, que le da un calambre sorprendente. Después, al coger su pluma estilográfica, se le sale la tinta y le mancha los dedos, y luego, por último, furioso, cuando busca un pañuelo para limpiárselos, cierra de golpe el cajón de los lápices y se pilla los dedos.
«Cristo.»
«¿Que coño?»
«Maldita sea.»
«Hijo de puta.»
«Mamón.»
A continuación encuentro otro relato; garabateado en el margen de arriba hay una nota entre paréntesis: «nada de nombres, porque una vez tomé una copa con este tipo».
Un apartamento en la Avenida.
Arthur llega tarde a casa, después de haber tomado un par de tragos más de lo que le conviene. Encuentra a su mujer desvistiéndose en el dormitorio; la observa pensando que todavía es atractiva, sexy, podría ponerse juguetón con ella, pero en cuanto la mujer habla, las esperanzas del marido...
–¿Quieres que te traiga algo, Arthur?
–Nada –dice él.
–Muy bien, Arthur, por el modo en que estabas ahí plantado pensaba que esperabas algo.
–¿Quieres saber qué es, Blanche? La verdad sea dicha... Nunca te he querido; me casé contigo porque pensé que sería bueno para mí.
–Ya lo sabía, Arthur.
–Y si no hubiera creído que me pesaría en más de un sentido, me habría marchado hace mucho tiempo.
–No eres el único que se siente así –dice ella.
–¿Cuándo ha sido la última vez que me has deseado? –dice él–. Del modo en que una mujer desea a su hombre.
–Ya sabes que nunca me ha gustado el sexo –dice ella, mirándole en el espejo de su tocador.
–Exactamente –dice él, hablando con el reflejo de la mujer–. Pero ¿te imaginas cómo se siente un tío? Lo cierto es que a mí me gusta y que sería agradable hacerlo de vez en cuando con alguien que no lo considera asqueroso.
–Tengo entendido que sin duda has encontrado sitios para «hacerlo».
–Siempre volvemos a lo mismo, ¿verdad?
–¿Verdad? –dice ella–. Bueno, Arthur, cuando hablas de cosas que pueden hacerte daño, tener relaciones con la secretaria de tu jefe no puede ser bueno para ti, ¿no?
–Los hombres no lo ven igual que las mujeres –dice él.
–Estoy segura –dice ella.
Él se le acerca, se acerca al tocador donde ella está sentada, aplicándose crema en la cara.
–Ponme a mí también –dice él, casi suplicando. Ella no le hace caso.
–Sabes cuidar de ti mismo –dice, y se levanta y se va.
Él extiende el brazo para atraerla hacia él pero todo sale mal y su mano conecta con la cara de ella, como si le estuviera propinando un golpe. No es la primera que ha sucedido algo similar.
Ella no reacciona, se limita a encajarlo, y de algún modo su pasividad, la ausencia de algo humano, le incita a repetirlo: esta vez con una intención clara. Con los dedos cerrados en un puño, le asesta un golpe que le alcanza en la mejilla.
Ella no cae; se mantiene firme, apenas oscila.
–¿Hemos acabado por esta noche? –dice, y después escupe: un diente aterriza en la alfombra.
Sin decir nada más, él recorre el pasillo, saca del armario la manta que solían usar para los picnics veraniegos en el parque y se acomoda en el sofá. Solloza, solo entre las mesillas, las lámparas y el sillón de orejas. Lágrimas gruesas como canicas le caen por la cara mientras habla en voz alta consigo mismo, en un conjuro divagatorio que sólo cesa cuando se introduce el pulgar en la boca: se lo chupa hasta que concilia el sueño.
Al mediodía, Wanda entra en la sala de reuniones y rompe el ensueño.
–Es la hora de comer –dice.
–Da igual –digo–. Seguiré trabajando.
–Hacemos una pausa para la comida –dice ella. Y yo la miro–. No hay nadie para controlarle, así que tendrá que estar fuera una hora. Puede dejar el material como está; vamos a cerrar con llave esta sala.
Bajo en el ascensor con Wanda. Al salir le lanzo una mirada; ella me mira, preocupada.
–¿Necesita dinero para comer? –pregunta.
–Oh, no –digo–. Tengo un montón de dinero, pero no tengo identificación. No se preocupe. ¿Me recomienda algún sitio?
–Hay un bufé en el deli de la acera de enfrente, y restaurantes por toda la calle –dice, aliviada.
Salgo del edificio y a la luz, me percato de que Claire puede estar ahí fuera y furtivamente me cuelo en el deli y me coloco en la cadena de gente que avanza en lentos círculos alrededor del autoservicio, murmurando cosas vagas como si estuvieran meditando. Hay lechuga picada, tomates cherry, huevos duros, bandejas humeantes de carne con una salsa misteriosa, macarrones de un brillante color anaranjado y queso.
Pienso en el pasaje de la cena en el cuento de Nixon y me sorprendo sirviéndome pan de carne y puré de patatas en mi recipiente, seguido de una cucharada grande de macarrones calientes y pesados que ablanda el plástico de poliestireno. Pago y me dirijo al fondo del local, donde veo a unos clientes sentados encima de unos toneles de encurtidos, vacíos y de plástico. «¿Les importa si me siento?», pregunto, y ellos se limitan a mirarme y siguen comiendo. La comida es deliciosa; más que deliciosa, es divina, una mezcla de sabores como nunca he probado.
–Parece atareado –me dice la mujer china del deli cuando estoy encaramado encima del tonel de encurtidos.
–He tenido un gran día –digo.
–Vaya a trabajar y gane, gane, gane.
Asiento. Me trae una taza de té.
–¿Conoce a Richard Nixon? –le pregunto.
–Por supuesto –dice ella–. Sin Nixon yo estaría en ninguna parte.
–Nixon es mi material de trabajo.
–Llévese algo –dice ella–. Antes de marcharse, llévese algo para más tarde.
–De acuerdo –digo, sin saber muy bien qué quiere que haga.
Me deposita en la mano una tableta de chocolate Hershey.
–¿Le gusta con almendras?
–Esto es fantástico –digo, mirando hacia abajo–: almendras.
–Usted hace buen trabajo –dice ella, asintiendo–. Le conozco de antes, de hace mucho tiempo, usted compra galletas para su mujer.
Estoy desconcertado.
–¿No se acuerda? –pregunta, levantando una caja de galletas. LU Petit Écolier–. Compraba éstas.
–Sí –digo–. Es verdad. Las compraba para Claire.
–Pues claro –dice ella.
–¿Era aquí?
–Una manzana más abajo –dice ella–. Nos mudamos, esto mucho mejor sitio, edificio grande encima, grandes banqueros, mascando números, necesitan algo que masticar.
–Me asombra que se acuerde de mí.
–Yo nunca olvido –dice ella, y hace una pausa–. Me apena su vida. Le veo en el periódico; un gran lío.
–Es más bien mi hermano.
–Usted también –dice–. Usted es su hermano.
–Estoy bien –digo–. Las cosas van mejorando.
–Hasta lueguito, guapito –dice ella, y me acompaña a la puerta.
En el vestíbulo, después del almuerzo, mientras espero a Wanda, pelo la chocolatina y le doy un mordisco. Es asombroso que la mujer del deli me recordara. Es tan extraño que supiera quién soy. Nos conocía a mí y a Claire y sabía todo lo de mi hermano. Me compadecía y me había regalado una chocolatina. Ya nadie da nada a nadie. Doy otro mordisco, ya despreocupado del aspecto de mi traje o de que Claire esté «ahí fuera» en algún sitio, con su falda ceñida de trabajo, sus tacones un poco demasiado altos para ser respetable. En el vestíbulo observo el ir y venir de gente y pienso en Nixon, un hombre de su época, y me pregunto qué uso habría hecho de la nueva tecnología para espiar y obtener información. Me pregunto si todavía escribiría con su letra normal, si visitaría sitios porno en su iPad, recostado en su apreciado diván marrón de terciopelo en su refugio secreto del edificio de la oficina ejecutiva, me pregunto qué opinaría de todas las mujeres que hoy ocupan puestos de poder. Al fin y al cabo, fue él quien dijo que pensaba que las mujeres no deberían trabajar en el gobierno; las consideraba imprevisibles y emotivas.
Paso la tarde leyendo múltiples borradores de una novela corta espeluznante, Del amor fraterno, situada en una pequeña ciudad de California en la que un granjero que cultiva limones y su mujer conspiran para asesinar a sus tres hijos, convencidos de que el Señor tiene planes más ambiciosos para ellos en el otro mundo. Cuando muere el más pequeño, su hermano se da cuenta e intenta decírselo al hermano mayor, que le trata como si se hubiera vuelto loco, como si hubiese desobedecido la palabra de Dios. Cuando el hermano mediano vuelve a casa al final de la jornada y sus padres le dicen que el hermano mayor está en el seno del Señor, el chico recibe aterrado la noticia. Temiendo por su vida, se derrumba y dice a sus padres que debe de existir una razón para que Dios, que se ha llevado a sus dos hermanos, le haya respetado a él. El Señor tiene que tener un plan previsto. Afligidos, los padres asienten y le apremian para que vaya a acostarse. El chico reza sus oraciones y luego finge dormir. Se levanta después de medianoche y asesina primero a su padre y luego a su madre, temeroso en todo momento de la mano de Dios. Perpetrado el parricidio, prende fuego a la casa y al granero y huye en el coche de la familia con la intención de cruzar la frontera antes de que le encuentren las autoridades.
La historia rezuma paranoia, aborda cuestiones de fe y describe el temor de que los padres no se hayan ocupado lo suficiente de sus hijos, de que Dios no esté complacido. Se espera que el hijo superviviente haga algo más, algo heroico; está obligado a compensar a sus padres por la pérdida que han sufrido.
Interpreto que estos fragmentos incompletos son la tentativa de Nixon de narrar la muerte temprana de sus propios hermanos, Arthur y Harold, y su crisis de fe personal. A pesar del desaliento matutino, la tarde depara un nuevo grado de consuelo. Pido la llave de los servicios de hombres y me dan una tarjeta programada, como la llave de una habitación de hotel, y me dicen que caducará dentro de diez minutos. Los aseos son lujosos; el mingitorio está lleno de hielo; al recibir mi caudal, chasquea, crepita, estalla. Dicen que los aseos se mantienen más limpios si los hombres tienen una diana a la que apuntar. La tarjeta me proporciona un pretexto para recorrer los pasillos preguntándome cómo han llegado hasta aquí los documentos de Nixon. ¿Qué relación existe entre los «bufetes» y la familia de Nixon? Alguien conoce a alguien que conoce a alguien; todo consiste en a quién conoces, con quién estudiaste, con quién te criaste en el jardín trasero. Tras un par de vueltas por la oficina, vuelvo a la sala de reuniones. Momentos después estornudo y aparece un joven con una caja de kleenex.
–Gracias –digo, y recuerdo que me vigilan.
Wanda se presenta a las cuatro y media. «Treinta minutos hasta el cierre», dice. «Diez minutos», anuncia a las cuatro cincuenta. A las cuatro cincuenta y cinco poso el lápiz. Aparece Wanda y le muestro las pocas páginas con anotaciones a lápiz que he garabateado en los cuadernos.
–¿Piensa volver? –me pregunta.
–Eso espero, es un descubrimiento emocionante, apenas he hecho marcas.
–Informaré a la señora Eisenhower de que está satisfecho.
–Gracias. Y también le agradezco su ayuda. Que pase una buena velada.
Ella sonríe.
Conduzco a casa con un mayor afecto por Nixon, maravillado por su variedad, su perspicacia, la facilidad con que describe la conducta humana. Paro para comprar comida china, me instalo en la mesa del comedor y se lo cuento todo a Tessie. Hablo con la perra, le doy cucharadas de sopa agripicante y al mismo tiempo escribo lo más rápida y frenéticamente que puedo. Transcribo todo lo que recuerdo, maravillado por los matices del pensamiento de Nixon, la profundidad de los personajes, el humor tan sombrío y sardónico, que revela un conocimiento de sí mismo mucho mayor del que casi todo el mundo le juzgaría capaz. Pienso que estos relatos redefinirán su imagen, alterarán la visión de los estudiosos; de mi libro en especial. Escribo sin parar durante hora y media y luego recuerdo el pacto de confidencialidad y me digo que lo que escribo ahora, sea lo que sea, lo escribo para mí solo, es un primer borrador, impresiones iniciales. A medida que profundizo me asalta el deseo de describir a los personajes, el texto con detalle. Me siento silenciado, exprimido, utilizado, embaucado, y empiezo a tramar un modo de liberarme. Si la familia niega que este material existe, si no está catalogado, va a ser difícil demostrarlo, sacarle algún provecho. Confío en que los Nixon sean personas razonables. Confío en que estén dispuestos a permitir que yo le conozca como era, en su gloria y su complejidad. Me pregunto cuál es el paso siguiente; ¿tengo el número de teléfono de Julie? Repaso en el visor las llamadas. Ten paciencia, me digo, deja que las cosas sigan su curso natural. Suena el teléfono.
–Buenas noches, ¿hablo con el señor Silver?
–Quizá. ¿Puedo preguntar quién llama?
–Geoffrey Ordy hijo, de la firma Wurlitzer, Pulitzer y Ordy.
–¿Con cuál de los señores Silver quiere hablar?
–¿Qué quiere decir?
–¿Con George o con Harold?
–En las actuales circunstancias, doy por sentado que George no está disponible en este momento –dice el hombre, contrariado.
–Correcto.
–Perdone que le llame tan tarde.
–No tiene importancia. He estado fuera todo el día –digo.
–Iré al grano. Hay una vista mañana a las once en White Plains sobre el accidente de tráfico de su hermano; olvidamos decírselo. Será la primera comparecencia pública de George. Estará toda la prensa.
–¿Mañana?
–Como he dicho, alguien que debería haberlo hecho se olvidó de comunicárselo.
–Mañana tengo un almuerzo, una cita muy importante con alguien al que no puedo permitirme desairar.
–Yo sólo le transmito la información.
–Parece importante y a la vez algo que desde una visión más amplia de las cosas podría saltarme; es una primera comparecencia, sin duda habrá otras.
–Correcto.
–Mañana a las once en White Plains.
–Así es.
–George estará presente.
–Confirmado por el juzgado local.
–Veré lo que puedo hacer. La próxima vez les agradecería que avisarán antes.
–Tomo nota, y buenas noches.
Por la noche sueño con Richard Nixon tumbado en el suelo con un traje de color gris carbón y una camisa blanca, con la cabeza sobre la almohadilla de un sofá y el torso retorcido de un lado a otro, como si intentara remediar una tortícolis. Pat va y viene por la habitación y pasa varias veces por encima de él con un ceñido vestido rojo. En el sueño Nixon trata de fisgar por debajo del vestido.
–¿Medias, no bragas? –pregunta, sorprendido–. ¿Son cómodas?
–Sí –dice ella.
Suena el teléfono.
–Escucha, hijo de puta... –me grita un voz incorpórea.
Aterrado, pienso que es él; me llama Richard Nixon.
–Qué increíble descaro el tuyo –dice él, y continúa chillando mientras yo despierto. Me percato de que no es Nixon, sino el padre de Jane–. Cuando pienso en ti y en tu hermano de mierda me da asco.
Ella me sedujo, me digo a mí mismo, pero no digo nada.
–Quiero que nunca olvidéis lo que habéis hecho.
–Lo recuerdo constantemente –digo, a sabiendas de que es un pobre consuelo.
–Hemos sabido que las cosas están llegando al punto crítico, la pelota rueda, hay una vista y el hacha va a caer, como suele decirse, y, bueno, estamos preocupados por los niños –dice.
–Los niños están en el colegio –digo.
–Ya basta. Creemos que no deberían verse mezclados en esto.
–Están muy bien.
–Creemos que deberías llevarlos a algún sitio.
–Vi a Nate hace un par de semanas, el día de los deportes; es un auténtico atleta.
–No tienen por qué verse envueltos en el revuelo que se va a armar con este asunto.
–Y Ashley llamó hace un par de días. Tuvimos una conversación maravillosa; de esas que unen, fue como si viviéramos algo juntos.
–Huevón –dice él–. ¿Has escuchado algo de lo que te he dicho? Pensamos que a los niños les convendría marcharse del país.
–¿Adónde?
–Podrías llevártelos a Israel.
–No hablan hebreo. Casi no saben que son judíos.
Hay un silencio.
–Escucha, supercapullo –dice el padre de Jane–. Lo que he dicho de Israel era una broma.
–¿Una broma? ¿Qué judío bromea sobre Israel?
–¿Quién se acuesta con la mujer de su hermano mientras el hermano está en el manicomio? Quiero decir que deberías llevarles a algún sitio, apartarlos de toda esta basura, me da igual adónde.
–No sé qué decir.
–Escucha, gilipollas, te pagaré para que te lleves a los niños a algún sitio.
–Están estudiando –digo–. Pero, más concretamente, si quiere llevárselos de aquí, ¿por qué no planea unas pequeñas vacaciones y me informa de las fechas?
–En este momento sólo puedo ocuparme de mi mujer y de mí –dice él.
Le oigo gritar, un solo sollozo, profundo y berreante, y después cuelga.
Paseo a la perra; el cielo esta mañana es de un azul oscuro y benévolo, cargado de promesas y oportunidades. Es aplastantemente optimista; en otras palabras, me pone nervioso, sitúa el listón muy arriba.
Me visto para el juzgado y el almuerzo con uno de los trajes de color gris carbón de George, una camisa blanca y una corbata azul. El azul es más apropiado para la justicia que el rojo, que es signo de agresión. Una sensación inminente de condena me corroe por dentro. Me acicalo lo mejor que puedo, me pongo desodorante no sólo en las axilas sino en una gruesa línea en el centro del pecho, un círculo alrededor de mi región lumbar hasta donde alcanzo hacia arriba por ambos costados. Estoy sudando; sometido a tensión vierto gotas de estrés; empapo una camisa en dos minutos.
En White Plains doy vueltas alrededor del juzgado; por todas partes hay letreros de «Prohibido aparcar en todo momento». Acabo estacionando en el centro comercial y lo atravieso andando.
Como todos los juzgados modernos, el de White Plains es una fortaleza sin carácter, testimonio de papeleo, burocracia y la demencia incipiente de nuestro sistema. Recurrir al correo ya no está reservado a quienes prometen que «Ni la lluvia ni la nieve ni la oscuridad de la noche impedirán a sus mensajeros realizar las rondas que les han asignado». Se ha convertido en una especie de rito de paso: un empleado descontento vuelve y dispara a su jefe, una esposa contrariada mata a sus hijos, un marido insatisfecho destroza un coche, mata a desconocidos y después asesina a su mujer. Es difícil no asombrarse cuando la mayoría de las conversaciones públicas son del tenor siguiente: «¿Papel o plástico?» Me asusta la pérdida del contacto humano.
Me acerco esperando un circo mediático, furgonetas de la televisión, antenas satélite: esto es Norteamérica, todo aquí es un circo. El hecho de que no sea una «escena», de que no haya una alfombra roja, sino un asunto de los habituales resulta tanto más fastidioso. ¿Sigue siendo «real» si no está documentado y no nos lo sirven los medios de comunicación? ¿Tiene significado algo que carece de cobertura mediática? ¿Y qué dice de mí considerar que estos sucesos no son legítimos sin un equipo de cámaras? Dentro del edificio, una grabación anónima difunde: «Bienvenidos, por favor vacíen sus bolsillos en los cestos y pasen por el sensor de control.»
Pensativo, el hombre que me precede se descalza.
El guardia no dice nada y se limita a invitarle a pasar por el detector de metales, no haciendo caso de que lleva apretados contra el pecho sus zapatos raídos. Al mirarle los talones, veo que camina con la parte exterior de los pies: ¿esto es pronación o supinación?
Mi turno. Buceo hasta el fondo de mis bolsillos y lanzo su contenido dentro del cesto; yerro el tiro, estrépito, las monedas de cinco y de diez centavos caen al suelo como añicos de cristal y ruedan en todas las direcciones.
–Señor, haga el favor, póngase a un lado.
–¿Algún problema? –pregunto.
–¿Lo hay? –dice el guardia.
–Me temo que he sido demasiado entusiasta –digo–. Estoy un poco nervioso. Mi hermano comparece hoy.
–Qué emocionante –dice él, y me somete tanto al bastón detector como al cacheo manual–. ¿Quiere que le devolvamos su dinero? –me pregunta cuando ha terminado; otro guardia ha estado caminando en círculos para recoger mis monedas de cinco, diez y veinticinco centavos.
–Quédeselo –digo.
–No puedo –dice él–. O lo coge o va al cubo.
Señala con la cabeza hacia un caldero del Ejército de Salvación que nadie custodia, como los de Santa Claus en temporada.
–Cubo –digo. Y a continuación, mientras vuelvo a llenarme los bolsillos, pregunto–: ¿Me están dando un trato especial?
–Damos un trato especial a todo el mundo.
Me estoy tomando todo esto demasiado a pecho, como si fuese yo el inculpado. Localizo la sala del juicio, a la que por error llamo aula cuando pido orientación. Está medio vacía, la actividad se reduce a preparativos discretos, hay papeles que cambian de manos, la gente se arremolina alrededor. Es como ver a unos tramoyistas que se preparan para una escena. El sistema es una estructura degradada, vagamente inglesa, surrealista y que apesta a cultura americana, comida rápida y desprovista de estilo: los empleados y los funcionarios judiciales son gordos y están mal vestidos. La sala misma es fea y no está adecentada; te da la impresión de que nadie siente amor por este sitio; se parece más a una estación de autobús que a un lugar por el que sientes gran estima.
Y aquí estoy yo, que me esperaba a los medios de comunicación, a la prensa, a gente peleándose por entrar, y en realidad no hay nada de nada. Un hombre con una barriga de bebedor de cerveza toma notas en lo que solíamos llamar una libreta de taquigrafía, y hace lo mismo una mujer que lleva lo que mi madre llamaría un shmatte.1 Cuando por fin se abre la sesión, George y su abogado entran por una puerta lateral y ocupan sus puestos. Yo estoy en la tercera fila y veo a George de espaldas. Él se vuelve y me mira; parece alelado, abotagado, medicado. Se despachan diversas formalidades, una especie de recapitulación sobre el punto donde estamos y el camino recorrido hasta aquí. En mitad de esta diligencia, George emite un sonido como el gruñido de un rinoceronte a punto de embestir; es desconcertante, pero nadie dice nada. Los abogados prosiguen. Escucho a ratos, y aguzo el oído cuando oigo decir a alguien de la oficina del fiscal: «Para abreviar una larga historia, retiramos los cargos con respecto al accidente de tráfico mortal.» Lee de una declaración preparada: «Una investigación independiente corrobora la afirmación de la defensa sobre un conocido defecto de fabricación. Hay pruebas documentales de que el fabricante no se lo notificó a sus clientes en su debido momento. Durante los doce meses anteriores al accidente, el fabricante recibió numerosas reclamaciones por fallos, vacilaciones y cuestiones relacionadas con los frenos, entre ellas algunas quejas sobre las deficiencias de su funcionamiento. Las pruebas obtenidas confirman que de hecho los frenos del coche del acusado eran del mismo tipo que los reconocidos como defectuosos, y que el acusado, en el momento del accidente, declaró a los agentes en el lugar del mismo que él, cito, “intentó frenar pero el vehículo siguió avanzando”. El imputado tiene un historial de tráfico limpio y en última instancia creemos que el accidente fue causado por el automóvil y no por el conductor. Creemos que más vale emplear nuestros recursos en juzgar al fabricante, y a este efecto se ha presentado una denuncia.»
¿Estoy oyendo lo que creo estar oyendo? ¿George sale indemne del accidente?
–Entonces, en el caso que tratamos, ¿retiran todos los cargos contra el señor Silver? –pregunta el juez, para aclararlo.
–Sí, señoría, retiramos todos los cargos respecto al accidente de tráfico, habida cuenta de la insuficiencia de pruebas.
Las únicas personas que parecen sorprendidas somos George y yo.
–Esto es absurdo –dice George en voz alta–. Soy culpable, más culpable de lo que se imaginan. Quiero que me castiguen.
–Apoyo la moción –digo en voz alta desde mi puesto de espectador.
–Orden en la sala –exige el juez, golpeando la mesa con su mazo–. Lo que usted pide es irrelevante, señor Silver. Esto es un tribunal de justicia. Hasta nuevo aviso o hasta que se produzca algún cambio de condiciones o circunstancias que justifique una revisión del centro, el señor Silver debe continuar internado en The Lodge.
George se vuelve hacia mí.
–Gracias por apoyarme –dice cuando un miembro del «personal», gorilas de The Lodge, le conduce fuera de la sala.
Encuentro a uno de los abogados de George junto a la fuente de agua.
–Soy Ordy –dice, estrechándome la mano–. Hablamos anoche.
–Es todo muy extraño –digo–. ¿Lo veía venir?
–Si lo hubiéramos hecho seríamos adivinos, no abogados. Hay motivos para que la gente nos contrate: hemos hecho un buen trabajo de investigación sobre este caso.
–Pero fue George, fue culpa suya. Yo estaba presente; hablé con él la noche del accidente.
–No tiene mucha importancia lo que dijo George. Los frenos eran defectuosos y el fabricante lo sabía.
–Fui a buscarle al calabozo; aquella noche no era él mismo.
–Él es quien es; las huellas digitales encajan.
–Mató a su mujer.
–Hay ciertas cosas que sólo el tiempo dirá –dice, enjugándose los labios con el revés de la mano.
–No lo dudo –digo–. Vi lo que pasó; golpeó a su mujer en la cabeza con una lámpara.
–¿Ah, sí? –El abogado me mira–. En realidad, quizá fue usted; ¿no podría ser que usted golpeara en la cabeza a la mujer de George y le culpase a él?
–Creo que él nunca ha negado que lo hiciera –digo.
–Por lo que yo sé, intenta protegerle; al fin y al cabo, usted es su hermano menor.
–En realidad soy el mayor.
El abogado se encoge de hombros.
–Lo que sea.
–¿Va a haber un juicio por el asesinato de Jane? Porque me gustaría presenciarlo –digo.
–Está por ver –dice él–. Seguimos negociando.
Cambio de táctica.
–Nate quiere hacer algo por el chico que sobrevivió.
–¿Quién es Nate?
–El hijo de George.
–¿Y qué le gustaría hacer?
–Le interesa adoptarlo, o por lo menos sacar al chico a pasar un día con nosotros.
–¿Por qué razón?
–¿Por qué? Porque le entristece que su padre matara a la familia del chico. ¿Por qué pregunta por qué? ¿No es evidente?
–Evidente no quiere decir nada. No depende de mí –dice él–. El chico vive con su tía.
–¿Podría darle mi número de teléfono e informarla de que nos gustaría hacer algo por el chico? Más bien un montón de cosas.
–¿Pretende evitar un pleito civil?
–Aquí se trata de un niño que ha perdido a su familia y que quiere ayudar a otro que también ha perdido a su familia, pero si quiere puede afear el asunto.
–Sólo preguntaba –dice él.
–¿Y si me da el número de la tía y la informo yo mismo? –digo.
–Lo que más agua lleve a su molino –dice Ordy, dando un trago de agua, y se enjuga los labios con el revés de la mano.
Yo no tengo molino.
Llego tarde al almuerzo. Al llegar le digo al maître que estoy citado con alguien.
–¿Una mujer sola? –pregunta él.
–Sí –digo, súbitamente nervioso, y trato de recordar qué aspecto tiene Cheryl. Lo único que se me ocurre –un detalle sorprendente, pero extraño, que no sirve en esta situación– es el recuerdo de que tenía su región púbica depilada de tal modo que, en vez de una pista de aterrizaje vertical (es decir, una franja de vello de arriba abajo), era lo que ella llamaba una «ruta de vuelo», que consistía en una banda más ancha, que iba de un lado a otro y que estaba teñida de un rosa vivo. Difícil de olvidar este detalle. Me ruborizo mientras el maître me lleva hasta una mesa donde hay una mujer sentada sola.
–¿Tú eres tú? –pregunto.
–Yo soy yo –dice ella.
–Perdona el retraso –digo, tomando asiento.
–No tiene importancia –dice ella.
La miro con más detenimiento. Si fuera sincero, diría que me parece una perfecta desconocida, lo que me incita a pensar que todo esto es un montaje, que un tipo va a aparecer de pronto por detrás de la parrilla y presentarse como «El pirado Pauley, de peepingtoms.com».1 Quizá sea mi obsesión con los medios de comunicación, con las cámaras, con la idea de que todo tiene que estar documentado para ser real. Sea lo que sea, me está poniendo nervioso. Ella parece intuir mi inquietud.
–Me he cambiado el pelo –dice.
–Te queda bien –digo, sin comprometerme.
–Juego mucho con mi pelo –dice ella–. Es una manera de ser expresiva..., ¿te acuerdas quizá del rosa?
Me sonrojo pero siento alivio.
–¿Qué te ha pasado en el ojo? –pregunta.
–Un accidente de jardinería.
–Parece que hayas llorado –dice.
–Sudado, no llorado. Es posible que el agua salada lo haya empeorado.
–Bueno, ¿cómo estás? –pregunta, esforzándose por entablar conversación.
–Raro –digo–. ¿Y tú?
–¿Siempre has sido raro o sólo es ahora?
–Esta mañana he estado en el juicio de mi hermano; está en apuros y, por extraño que parezca, hoy han retirado los cargos.
–Es fantástico –dice ella, alzando su vaso de agua–. ¡Hurra!
–Es culpable –digo, indignado–. Ha sido una estafa. Contaba con que se hiciera justicia.
–¿No mencionaste que habías sufrido un ataque? –dice ella, cambiando de tercio–. ¿Cómo te ha afectado?
–¿Por qué lo preguntas? ¿Se me cae la cara? Fue lo que ocurrió, resbaló y se me vino encima mientras me estaba mirando en el espejo del baño.
–Así, sin más, sólo intentabas descubrir algo más de ti.
Asiento.
El camarero trae pan y unas aceitunas, nos recita los platos especiales y nos concede «un momento para pensarlo».
Le hablo a Cheryl de Nate y el fin de semana de deportes.
–¿No son fantásticos los niños? –dice ella, radiante–. Pero mira –añade, inclinándose hacia delante, y se olvida de que Nate no es mi hijo–, esto no tiene que ver con nuestros hijos, sino con nosotros. He estado allí –dice–, la mamá que acompaña a sus niños, plantada bajo la lluvia de la tarde calurosa con el entrenador cuya mujer, que es abogada de empresa, acaba de contraer cáncer de mama y él está tan triste y solo y con ganas de un poco de acción por su cuenta. ¿Podrías tocármelo ahora mismo, aquí mismo, por debajo de mi poncho? Le gustaría tanto que alguien lo tocara. Vamos, lo he sacado de paseo, toca, quiere hacerte un pequeño baile.
El modo en que lo dice es a la vez aterrador y excitante.
El camarero vuelve.
–¿Se han decidido?
–No –digo–, no hemos tenido ocasión de pensar.
–¿Compartimos un plato? –propone ella.
–Como quieras –digo, y esto parece complacerla.
Alza la mirada hacia el camarero.
–La pizza de albóndigas sin cebolla y una ensalada grande.
El camarero asiente y se va.
–Entonces, ¿qué te pasó? Dijiste que te habías desenredado.
–Dejé la medicación. La tomaba desde hacía tanto tiempo que ya no me acordaba de por qué la tomaba. Me la dieron hace dieciséis años para la depresión posparto y seguí tomándola, pero hace poco pensé que no tenía sentido. Soy feliz, me dije a mí misma, tengo todo lo que en teoría debo tener, puedo hacer lo que me apetezca. Así que dejé la medicación, me desenganché y todo parecía ir bien.
–¿Y?
–Y luego, unos meses después, una chica a la que yo conocía desde el parvulario murió de repente y algo cambió. Poco a poco todo se alejó de mí.
–¿Cómo empezó?
–Ligando –dice ella–. Me metía en la red y enviaba e-mails coquetos. Y luego recibí algunas llamadas de teléfono; muy inocentes, pero divertidas. Y luego alguien me desafió a una cita con él en el aparcamiento del Dunkin Donuts... Dijo que llevaría un donut de gelatina y, bueno, seguimos viéndonos. –Da un sorbo de agua–. La verdad es que no te conozco muy bien –dice.
–¿Por qué sexo en lugar de compras, por ejemplo?
–¿Me estás llamando furcia? –dice, con tono brusco.
Me inclino hacia delante.
–Estoy intentando comprender lo que esto significa para ti y por qué querías verme hoy.
El camarero deposita la ensalada entre nosotros.
Ella impulsa la cabeza hacia atrás y se sacude el pelo. Es el tipo de movimiento que quedaba bien cuando lo hacía Farrah Fawcett, pero aquí resulta extraño, como un riesgo para la salud. Cheryl derrama burdas hebras rubias encima de la ensalada.
–Aj –dice, pescándolas–. Dicen que no hay que teñir el pelo más de una vez cada seis semanas, pero yo no puedo esperar tanto; cuando necesito un cambio lo necesito ya.
Pestañea y parece que tiene una pestaña en el ojo, lo que me recuerda que llevaba gafas cuando comí con ella en su casa. Tenía las gafas puestas, atadas con un cordel alrededor del cuello, gafas que le colgaban por delante como extrañas lentes de aumento de los pechos que chocaban contra ellas una y otra vez, como para recordarle algo, mientras yo la penetraba por detrás.
–¿Usas gafas? –pregunto.
–Sí, pero se me han roto. Ando a ciegas –dice, metiéndose en la boca un bocado de ensalada con pelos.
Extrae lentamente el largo filamento capilar y llama al camarero.
–Hay pelos en la ensalada –dice.
–Qué raro –dice él, con cara de palo–. ¿Quiere que le traiga otra?
–Esperaremos a la pizza –digo.
–Basta de hablar de mí –dice ella–. Hablemos de ti. ¿Estás dando clases?
–Sí –digo, y nada más.
–Bueno, estaba pensando en ti y no conseguía recordar si era Larry Flynt, Nixon o, por alguna razón, aquel tipo, George Wallace; lo tengo grabado porque ¿no le pegaron un tiro?