LA EX PRIMERA DAMA

Y EL HÉROE DEL FÚTBOL AMERICANO

La furgoneta blanca acelera. Él va en la parte de atrás, sujeto con el cinturón de seguridad, que le oprime el hombro, sentado entre dos hombres vestidos de negro. Ella tendría que ir también en la parte de atrás, pero va delante, junto al conductor. Siempre que viajan en coche se sienta delante: se marea.

Hay coches escolta delante y detrás, vehículos pequeños, sin nada que los distinga; en la costa oeste son blancos, y negros en la este.

—Es día de sacar la basura —dice uno de los agentes que va en la parte de atrás intentando iniciar una conversación.

En todas las aceras hay grandes contenedores de plástico, negros para la basura y azules para el reciclaje. La calzada es estrecha, pero la furgoneta toma las curvas muy abiertas y se desplaza de lado a lado, como si la carretera fuera suya.

Algo pasa; hay una sutil transformación, un temblor en las placas tectónicas subterráneas, y los contenedores de basura empiezan a rodar. Adquieren velocidad y descienden colina abajo hacia la caravana motorizada.

—¡Hacia nosotros, por la derecha! —grita un agente.

El primer automóvil hace de escudo y recibe directamente el golpe; el cubo de basura explota y salpica al convoy con escombros: envases vacíos de Tropicana, latas de Stouffer’s, Bounty usado. Algo de color rojo se queda enganchado en la antena de la furgoneta y empieza a ondear como una bandera.

—¡De puta madre! —exclama ella.

En el automóvil principal un agente saca una luz giratoria de la guantera, la adhiere al techo y el coche sale disparado, acelerando rápidamente.

La caravana motorizada entra velozmente por la puerta principal. Los agentes vigilan la entrada y el perímetro, alertas, pistola en mano.

—El Colibrí ha aterrizado. El paquete ha vuelto. Estamos a nivel del mar.

Los agentes les hablan a sus solapas.

La puerta se cierra automáticamente.

—¿Qué demonios ha sido eso: terroristas en St. Cloud Road? —pregunta ella.

—Un terremoto —dice el agente—. Nos lo están confirmando ahora.

Se presiona el auricular contra el oído.

—¿Se encuentra usted bien, señor? —le pregunta un agente al tiempo que le ayuda a bajarse de la furgoneta.

—En perfecta forma —dice él—. Ha sido un viaje del carajo, vamos a ensillar y a salir otra vez.

Su ojo capta la brillante tela roja adherida a la antena. La levanta con el dedo índice y la hace girar en el aire: son unas bragas de un rojo brillante, que se han quedado enganchadas por el encaje del ribete. La prenda íntima se desliza de su dedo índice y aterriza en la grava. ¡Jo!

—¿Dónde estamos? —pregunta él mientras patea la grava de la entrada—. ¿A esto lo llaman una cantera? ¿Quién dirige esta película? Este escenario es un desastre.

El problema no es sacarlo a pasear, sino hacerle volver a la realidad.

—Estamos en casa —le dice ella.

—¿Ah, sí? Pues no se parece a la Casa Blanca.

Se remanga la camisa y se rasca la tirita que le cubre el lugar donde le han inyectado el contraste.

Antes, en la consulta médica, los dos agentes que los acompañaban se quedaron con él en la sala de espera haciendo trucos de cartas mientras ella hablaba con el doctor Sibley.

—¿Cómo está usted? —le pregunta Sibley en cuanto ella se sienta.

—Bien. Yo siempre estoy bien, ya lo sabe.

—¿Y puede salir?

Ella asiente.

—Claro. A comienzos de la semana almorcé en Chasens con las chicas.

Hace una pausa. Chasens cerró hace varios años.

—Ya nada es lo que era —dice ella al caer en la cuenta—. ¿Cómo está él?

El doctor Sibley enciende las pantallas. Toca suavemente las radiografías con el lápiz.

—Reduciéndose —dice—. El cerebro se le está encogiendo.

Ella asiente.

—¿Usted lo ve cambiado? ¿Tiene perturbaciones del sueño? ¿Vaga sin rumbo fijo? ¿Se ha mostrado agresivo? ¿Paranoico?

—Está bien —dice ella.

Ahora él está en la entrada, con las manos en la cintura. A mis espaldas el cielo es azul. Otro temblor, la tierra vibra, se estremece bajo sus pies.

—Me encanta esto —dice él—. Me recuerda unos caballitos de feria.

Ella entrelaza su brazo con el suyo y lo conduce a la casa.

—No sé en qué estás pensando —dice él—, pero, sea lo que sea, te equivocas.

Ella sonríe y le aprieta el brazo.

—Ya veremos.

Soledad, la sirvienta, toca el timbre.

—Esto debe de ser el almuerzo —dice él cuando Soledad le pone delante un bol de sopa.

Todos los días comen lo mismo: la rutina previene la confusión, y, además, les gusta; siempre les ha gustado. Si le dan algo diferente, como una buena ensalada mixta, se confunde.

—¿Se ha acabado el pan? ¿Qué clase de fonducha es ésta?

—¿Qué pasa con Sibley? —pregunta él. Luego levanta el bol y bebe directamente de él.

Ella le alcanza una cuchara. Le hace un gesto para que la use. Él sigue bebiendo del bol.

—No parece capaz de conseguirme trabajo. Lo veo cada semana: aprieta esto, levanta eso, me prueba para ver si todavía estoy en forma. Pero luego no hace nada por mí. Quizá deberíamos despedirlo y buscar a alguien nuevo. ¿Qué te parece la gente de William Morris? Tiene que haber alguien bueno ahí. ¿Qué hay de Swifty Lazar?, siempre me ha parecido que era todo un personaje.

Deja el bol.

—Swifty está muerto.

—¿De verdad? Bueno, entonces me resultará tan poco útil como Sibley.

La voz se le va apagando.

—¿Quién soy yo? —le pregunta.

—Tú eres mi hombre —le dice ella.

—¿Ah, sí? Pues hicieron un buen trabajo cuando te dieron el papel de mi mujer. ¿De quién fue la idea?

—De Dore Schary —le dice ella.

Él asiente.

—¿Y quién soy realmente?

—¿Quién te gustaría ser?

Permanecen sentados en silencio.

—¿Me disculpas? —dice él al fin.

Ella asiente. Él se levanta de la mesa y se dirige a su estudio. Cada tarde escribe cartas y paga cuentas. Usa un talonario de cheques caducado y sellos de un centavo; a veces pone una hoja entera en un solo sobre. Escupe en el dorso de los sellos, frota la saliva por la goma y, literalmente, tapiza el sobre con ellos.

—¿Quieres que las envíe? —le pregunta ella cuando termina.

—Ésta es para ti —le dice él a menudo al tiempo que le da un sobre.

—Espero recibirla pronto —le responde ella mientras coge el sobre.

Una vez, inadvertidamente, una carta fue enviada; contenía un donativo de cinco mil dólares a una organización naturista palestina: Desnudos en el Desierto.

Él le escribe una carta todos los días. Su letra no es firme, y ella no siempre puede descifrar lo que dice, pero lo intenta.

Mami, Te veo. Te quiero siempre. Besos, Yo.

Él sonríe. Hay momentos en los que ella ve un resplandor, un brillo, que le dice que él sigue ahí, pero casi inmediatamente desaparece.

—¿Lucky? —dice él.

—Lucky murió —dice ella.

—¿Lucy?

Ella niega con la cabeza.

—Eso fue hace mucho tiempo —comenta ella—. Lucky murió hace mucho tiempo.

Ella le da un golpecito en la cabeza y le hace una caricia rápida detrás de las orejas.

—Tengo que hacer algunos encargos —le dice—. Te dejo con Philip.

—¿Philip?

—El chico de la piscina —aclara ella.

—¿Philip hace lo mismo que Bennett?

Bennett era su guardaespaldas y chófer cuando era gobernador.

—Sí —contesta ella.

—Bueno, ¿y por qué no lo llamas por su nombre? ¿Por qué todo este misterio? ¿Por qué no lo llamas Bennett?

—No quiero que se haga un lío —le dice ella.

Philip es el enfermero. Se ocupa de la rutina diaria: llenar el pastillero, distribuir los suplementos de hierbas y bañarlo. La idea de un enfermero, en vez de una enfermera, es tan poco masculina que le da asco. Cree que todos los enfermeros masculinos son seres débiles, asesinos en serie u homosexuales reprimidos.

Contratar a Philip fue idea del doctor Sibley. Durante un tiempo tuvieron una asistenta, una chica que iba por las tardes. Una tarde ella, al volver de sus compras, le preguntó cómo estaba él.

—Almorzar bien —le dijo la chica, y añadió—: Su marido tener gran polla.

Lo encontró en el solarium con una erección.

—¡Mira, mira! —exclamó él.

—A veces, a medida que pierde la memoria, un hombre se vuelve más agresivo, más sexual —le dijo Sibley—. Lo último que desearíamos es que al presidente le atribuyeran un hijo natural, ¿verdad? Evite esa posibilidad —le aconsejó—. Contrate al tal Philip. Está muy bien recomendado. Justifíquelo llamándole el entrenador personal del presidente.

Desde el principio Philip no le ha caído bien a ella. No es capaz de definir la causa de su desagrado, pero ve al enfermero como un ser ruin, solapado, sin fibra moral.

Ella coge el teléfono y marca la extensión de la caseta de la piscina.

—¿Quiere que vaya ahora? —pregunta Philip.

—¿Por qué otra razón iba a llamarte? Philip te va a dar tu tratamiento y luego quizá te puedas echar una siestecita —le dice a su marido.

El tratamiento es un baño y un masaje. Le ha cogido miedo a la ducha: es agua que sale disparada. Philip le da un tratamiento todos los días.

—No me dejes aquí solo —le dice él, que la agarra por el borde de la falda y se aferra a ella, rogándole que no lo deje.

—No puedo quedar mal con la gente, ¿verdad que no?

Ella se libra de sus dedos.

—Sin ti no soy el mismo —dice él mientras va de un lado para otro como si buscara algo—. ¿Dónde está mi lista? ¿Mi guión? Tengo que hacer llamadas. Dime, ¿cómo se llama ella, la del acento? ¿Mugs?

—Margaret Thatcher —dice Philip.

Él la mira buscando su confirmación. Ella asiente.

—Hasta luego —dice ella.

Él coge el teléfono. Suena automáticamente en la cocina. Para obtener línea exterior hay que marcar un código de tres dígitos.

—Operadora —dice Soledad cuando contesta.

—Póngame con la señora Thatcher —dice él.

—Un momento, por favor —dice Soledad. Imita el sonido del timbre al llamar—. Buenas tardes, aquí Londres. —Soledad imita ahora el acento inglés—. Llamada de América —dice, cambiando la voz de la operadora—. Tengo al presidente al teléfono. Estupendo, pues bien, pásemelo —sigue diciendo con acento inglés—. Está al teléfono, señor, adelante.

—Margaret —dice él—, me ha dejado, se ha ido para siempre, ahora sólo quedamos tú y yo. ¿Estamos en el mismo bando? ¿Están listos todos los soldados? ¿Has hecho las maletas y estás lista para partir en cualquier momento? ¿Tenemos suficiente petróleo? ¿Estamos en el mismo bando? ¿Ya te he preguntado eso?

Cuando ella sale, desaparece. Pasa por su tocador, se refresca el rostro, se echa laca en el pelo, se pone un traje rojo y prácticamente corre hasta el coche.

Cuando quiere que se fijen en ella, se pone un traje rojo, tiene una docena: Adolfo, Armani, Beene, Blass, Cassini, Dior, Galanos, Saint Laurent, Ungaro. Cuando sale con él, cuando sale de incógnito, lleva tonos pastel. Nadie mira a una vieja con pantalones sueltos de tono pastel.

—El Colibrí está en el comedero.

Los agentes les hablan a sus solapas.

—¿Adonde vamos? —pregunta Jim mientras el portón se abre de golpe.

—Vamos a Rodeo a ver escaparates. Quizá paremos en Saks o en Barney’s.

A veces hace que la lleven a Malibú para despejarse la cabeza, otras camina por Beverly Boulevard como si fuera una atracción turística. A veces necesita que la reconozcan, que le recuerden quién es, que le recuerden que no es la que se está evaporando.

—Notifica al Departamento de Policía de Beverly Hills que vamos a estar en su jurisdicción. Anticípales que en R y W.

Llaman por radio. R y W se refiere a las inmediaciones de las calles Rodeo y Wilshire.

Notifican sus escapadas a la oficina del FBI de Los Ángeles y al departamento de policía local, por si acaso. Hace un par de meses un viejo travestí desfiló por todo Rodeo Drive haciendo una convincente imitación de ella hasta que pidió usar el baño de señoras de unas dependencias oficiales y salió con la falda metida en la parte de atrás de los pantys, lo cual dejaba al descubierto un culo liso y unas hirsutas caderas.

Entran en el estacionamiento público de Rodeo Drive.

El encargado hace señas con la mano al automóvil blanco para que no entre.

—Está lleno.

—No te preocupes —le dice uno de los agentes especiales, y pone el cartel de ASUNTO OFICIAL DEL GOBIERNO en el parabrisas.

Lleva un bolso pequeño y casi vacío: un lápiz de labios, bolígrafos viejos del Partido Republicano, alfileres de corbata para regalar y una botella de desinfectante líquido para lavarse las manos. Es una de las pocas personas que, por buenas razones, lamenta que los guantes hayan pasado de moda: hay demasiadas manos viscosas en el mundo.

Una pareja se le acerca en la acera.

—Venimos de Terre Haute —dice el marido, que le hace una foto junto a su mujer.

—Somos grandes seguidores suyos —comenta la mujer—. ¿Qué tal está el presidente?

—Muy fuerte —dice ella.

—Votamos por ustedes dos veces —dice el marido levantando dos dedos, como si hiciera el símbolo de paz.

—La echamos de menos —le grita alguien.

—Dios le bendiga —dice ella.

—Estaba esperándola —le confía el señor Holmes en el departamento de calzado de Saks.

Es su vendedor fijo.

—He separado unos Ferragamo para usted: están rebajados —lo dice con un susurro, como si quisiera proteger su intimidad.

—No hay nada mejor que tener zapatos nuevos —dice ella, y se prueba el calzado. Se mira las piernas en el espejo de medio cuerpo.

—Mis tobillos, por lo menos, aún están bien —comenta.

—Está muy delgada —le dice el señor Holmes meneando la cabeza.

Durante años su talla fue la 39, luego la 37, y ahora es la 35. Después de toda una vida de hacer régimen no es más que cuatro miembros delgados como palos y un cerebro; lleva el ralo cabello peinado alto, de un modo que recuerda el azúcar hilado endurecido.

—Los zapatos están rebajados a ciento sesenta, pero con mi descuento se los puedo dejar a usted en ciento treinta y cinco.

—Siempre se ha portado bien conmigo.

El vendedor sabe que tiene que enviárselos. Que tiene que cargárselos a su cuenta, que no puede darle bolsas ni papeles. Ella no firma facturas de compra ni carga bolsas, y los agentes deben tener las manos libres.

En Barney’s se detiene en el mostrador de maquillaje.

—¿Es de verdad usted? —le pregunta la vendedora.

—Sí.

Ella se mira en el espejo de aumento. Ampliada tiene un aspecto que da miedo, como algo preservado en formol.

—Necesito algo para la piel.

La chica saca un pedazo de algodón.

—¿Me permite?

Ella asiente.

—Sí.

—Es ligero —la chica le humedece la cara con un humectante—, pero tiene cuerpo suficiente para llenar cualquier zona desigual. Usted tiene una piel maravillosa, debe de seguir un buen régimen.

—Espejos y humo —dice ella—. La magia de Hollywood.

Los agentes miran a todos lados; sus ojos, siempre vigilantes, escudriñan la sala. En Los Ángeles se visten informalmente. Se visten como jugadores profesionales de golf: camisas de punto de manga corta, suéteres y pantalones inarrugables. Llevan las pistolas en fundas posteriores debajo de los suéteres. Usan auriculares de plástico transparente, como los audífonos para sordos.

—Creo que es lo que me conviene —dice ella—. Me llevo un frasco.

Una mujer se aproxima a ella cruzando deprisa la tienda; los agentes la rodean.

—Oí que estabas aquí.

La mujer se acerca para besarla en la mejilla, se rozan caras y peinados una contra otra.

—Estás fantástica —dice ella, incapaz de recordar el nombre de la mujer: cree que puede ser Maude.

—Por supuesto. Soy como la máquina del tiempo. Cada año me propongo ser cinco años más joven. Para cuando me muera, seré igual que Jon Benet.[15]

—¿Podría darme un autógrafo? —interrumpe alguien que le da un papel para que ponga en él su firma.

Una mujer que está de pie a un lado empuja a su hija pequeña en dirección a la Primera Dama.

—Ve y dale la mano —le dice—. Estaba casada con el presidente de Estados Unidos.

La primera dama, experta en el arte de tratar con niños, alarga la mano. La niña extiende sólo un dedo, y la toca como si no fuera real, como si tratara de asegurarse de que es de carne y hueso. La pequeña toca a la primera dama como cuando tocas a alguien que tuvo una enfermedad muy contagiosa, sólo para probar que eres tan valiente que te atreves. Toca a la primera dama y después echa a correr.

En Niketown compra un par de calcetines acuáticos para él; no se caen como sus pantuflas y los puede llevar en cualquier parte; afuera, en el baño, en la cama. Compra los calcetines acuáticos y, cuando se da cuenta de que nadie la reconoce, se va rápidamente.

—Ha sido agradable —dice cuando vuelven al automóvil. Ha empezado a disfrutar más de esas excursiones repentinas que de las funciones oficiales. En las recepciones como primera dama, en los almuerzos para promover la creación de bibliotecas, los desayunos para fomentar la lucha contra enfermedades, está bajo la lupa. La gente la observa buscando señales de cansancio y de desgaste. Pero ella mantiene una buena estampa, siempre ha mantenido una buena estampa. Se cuida para que no la sorprendan desprevenida.

«Apartado de la vista pública», así es como lo describen en su página de internet. Fue apartado de la vista pública en 1988, como una estatua o una pintura. No permite que lo avergüencen ni que lo humillen. No permite ni que sus amigos más íntimos lo vean así. Deben recordarlo como era, no como está.

Mientras tanto, los dos viven en el exilio, un exilio autoimpuesto, autopreservador.

Cuando vuelve a casa él está en el jardín trasero con Philip; juegan a pasarse una pelota de fútbol americano marca Nerf.

—¿Me has echado de menos? —le pregunta ella.

—Llamó Liz Taylor —dice él—. No está bien. No entendí una palabra de lo que me dijo.

¿Se lo está inventando, se está vengando de ella por haber salido una hora? Se dirige a Philip:

—¿Ha llamado Liz Taylor de verdad? ¿Tengo que devolverle la llamada?

Philip se encoge de hombros.

—No lo sé.

—No juegues conmigo Philip. No es un muñeco, es un hombre. Es un hombre —repite—. ¿Cómo voy a saber qué es real? ¿Cómo voy a saber ahora qué es verdad y qué es mentira?

Tras gritarle esas palabras, ella se va corriendo a su habitación.

Philip y el presidente vuelven a pasarse la pelota.

—Mi capacidad de apretar es más fuerte que nunca —dice él apretando la bola, estrujándola, sin darse cuenta de que no es una pelota de fútbol de verdad—. Nunca podría haber hecho esto de joven.

Philip corre tras el pase, tropieza con una tumbona y cae a la piscina.

El presidente se zambulle al instante, agarra a Philip por el cuello con el brazo y tira de él. Philip, que tiene miedo de oponer resistencia, de ahogar accidentalmente a su «salvador», lo guía hacia el lado menos profundo y saca del agua al presidente, que continúa abrazándolo por el cuello, asfixiándolo.

—Me llaman La Tenaza porque no suelto lo que agarro.

—Muy acertado, señor, muy acertado.

—Setenta y ocho —dice él.

—¿Setenta y ocho qué?

—Tú eres la persona número setenta y ocho a la que he salvado. Era socorrista —dice él, y es totalmente cierto—. Oye, ¿eso cuenta como un baño?

Está en su tocador. Empezó siendo un ropero que no paró de ampliarse. Derribaron la pared que daba a uno de los dormitorios de los niños y luego otra que daba a la habitación de los huéspedes, y ahora es una suite tocador, la sala de espera de una reina. La alfombra es una Wedgwood azul, las paredes son blancas con ribetes dorados de un estilo americano imperial, apaciblemente patriótico. Es su refugio, su fortaleza, su centro de mando y control. Tiene un ordenador, fax, líneas telefónicas privadas y un salón de belleza con un secador de pelo profesional. Hay un diván que perteneció a Merv Griffin[16], fotografías de ella con todo el mundo: la pequeña dama de la gran cabeza junto a la princesa Diana, Mijail Baryshnikov, los Gorbachov.

Envuelta en su indumentaria de deporte favorita, se monta en el aparato, una bicicleta inclinada con pantalla incorporada en la que puede ver la tele, conectarse a internet, navegar por la red, enviar y recibir correos electrónicos o pedalear a través de un bucólico sendero campestre.

Necesita estar en movimiento: en constante movimiento. Ésa es una de las razones por la que la llaman El Colibrí.

Se conecta a internet y se comunica con su secretaria. ¿Está dispuesta a presentar un evento en Los Angeles con el jefe del Partido Republicano? «De acuerdo por lo que respecta a N.R.», escribe. Revisa la propuesta de un álbum fotográfico y le envía un mensaje al jefe de los archivos de la Biblioteca Presidencial: «Indague más profundamente. Hay una foto mía con Raisa que es mejor, y una buena del presidente bailando conmigo. Esa debe ser la imagen final.»

Envía correos electrónicos a su abogado, a su asesor financiero, a la Oficina de Becarios de la Casa Blanca. No pasa nada sin que ella lo sepa, sin su aprobación. Está al tanto porque él no puede.

Usando una serie de claves entra en el Club de las Primeras Damas, un proyecto iniciado por Barbara Bush para mantenerse en contacto, para intercambiar sugerencias útiles sobre temas espinosos, como las épocas de transición —si no has sido reelegido, nadie se acuerda de ti—, o sobre cómo defender a tu hombre cuando le llueven las acusaciones judiciales. Se mantienen al día sobre sus intereses particulares: alfabetización, salud mental, adicción: «Dile no a la droga.» Todas hablan mal de Hillary a sus espaldas: es demasiado ambiciosa para ellas. Y no actualiza semanalmente su columna titulada «Qué he hecho por el bien del país», sino que en vez de ello envía mensajes un tanto frescos e impersonales, como: «¡Adelante, chica!»

El tipo que se encarga de las comunicaciones la tiene bien conectada: seis cuentas con nombres diferentes, virtualmente indetectables. Ése es su consuelo, su salvación. Ése es el único lugar donde puede ser ella misma o, mejor aún, incluso otra persona.

Pertenece a un grupo de apoyo al Alzheimer usando el nombre de Edith Iowa.

«¿Qué haces cuando ya no te conoce? “Me recuerdas a alguien”, me dice mirándome preocupado, esforzándose.»

«Me pedía más luz. Y me seguía pidiendo más y más luz. Encendí todas las luces de la casa. Pero él seguía diciéndome: “¿Por qué está tan oscuro? ¿Es que no pagamos el recibo de la luz?” Cogí la linterna y le alumbré en la cara: “¿tienes ya bastante luz?” Se quedó paralizado. Podía ver a través de él y no había nada. ¿Fui cruel? ¿Le hice daño? ¿Habrá que ingresarlo? ¿He dicho alguna vez cuánto le echo de menos?»

Lee las historias y llora. Llora porque sabe de qué están hablando, porque tiene miedo de que le suceda a ella, porque sabe que, a pesar de todo, le va a pasar. Después de intentar durante toda la vida no ser como todo el mundo, al final es como todo el mundo.

Cuando el médico les dijo que tenía Alzheimer, pensó que se enfrentarían a él de la misma forma como se habían enfrentado a tantas cosas: el cáncer, el intento de asesinato, más cáncer. Pero luego se dio cuenta de que no era algo con lo que los dos se iban a enfrentar, era algo que ella iba a tener que resolver sola. Llora por la desaparición de un matrimonio, por la desaparición de la historia, como si las experiencias, los recuerdos que la definen, nunca hubieran sucedido, como si nada fuera real.

—Qué valiente eres —le dijo Larry King.[17]

¿Acaso podía elegir?

Compra productos en internet, cosas para hacer la vida más fácil: tapas de plástico para los enchufes, candados para los armarios, detectores de movimiento que encienden lámparas, alarmas de inundación, asientos plegables para la ducha, una alfombrilla de goma que no resbala para poner alrededor del retrete, pañales. Le llegan a una casilla de correos del centro, dirigidos a nombre de Western Industries. Ella los guarda en lo que solía ser la habitación del Patrón.[18] Como si se preparara para el nacimiento de un niño, ordena cosas con antelación, procura tener a mano todo lo que sea necesario, no quiere sorpresas.

Usando su apodo más descarado, la Dama Halcón,[19] visita los chat rooms, el amor online. La capacidad para flirtear, para seducir, es aún importante para ella. Enumera entre sus intereses el hogar y la política. Dice que está divorciada sin hijos y que tiene cincuenta y tres años.

—¿Bebida favorita?

—Whisky sour.

—¿Aperitivo?

—Caviar.

Mantiene correspondencia con EZRIDER69,[20] un hombre cuya Harley tiene sidecar.

—Acabo de volver de una convención en Santa Bárbara, ¿has estado alguna vez allí?

—Solía ir a menudo.

—¿Montas en moto?

—A caballo.

—Me encantaría darte una vuelta en mi sidecar.

—Va demasiado rápido para mí.

—¿Y qué tal en una noria?

Siente que se sonroja, que se extiende por ella un torrente líquido y cálido.

—¿Y una cena frente al mar?

EZ le está pidiendo una cita. Es un motociclista que se describe a sí mismo como un tipo vestido de cuero con un bigote daliniano, un hombre que sólo vive para satisfacer sus aficiones, al que le gustan los buenos vinos, las mujeres y la música de Neil Diamond.

—Imposible —escribe ella—. No puedo dejar a mi marido. Está viejo y débil.

—Creí que estabas divorciada.

Ella no responde.

—¿Sigues ahí?

—Sí.

—No me importa lo que seas: divorciada, casada, viuda. Ni aunque estuvieras casada con el presidente de Estados Unidos cambiaría nada: aún así quisiera invitarte a cenar.

Pero lo cambia todo. Se mira a sí misma en el espejo de las puertas del armario: es una mujer de setenta y siete años que flirtea mientras hace ejercicio en una bicicleta estática.

Es un organismo hueco, un organismo elegido, un organismo público. La mejor defensa en la vida pública es vaciar tu interior, no tener secretos, no tener nada que llame la atención, ser sólo un recipiente, una especie de máscara, una figura de cerámica como la de un perro Staffordshire.

Pone el canal de espectáculos y se entera de lo último sobre Brad y Jennifer. Están todos en la ciudad, calle abajo, a la vuelta de la esquina. Podría llamar a cualquiera y vendría rápidamente, por curiosidad, pero no puede, no lo va a hacer. Es como tener un extraño gemelo siamés: cuanto más distante está él, más distante se torna ella.

Se cambia de nombre otra vez —STARPOWER— y visita a susamigos psíquicos, sus hermanos del alma astrológicos. Hay que creer en algo, y ella siempre ha amado las estrellas: es una cáncer clásica, él es un acuario típico. Mercurio está en retroceso, los planetas están desalineándose, espera cáncer, espera. Los planetas están en tránsito, ascienden: ella trabaja mucho para mantener sus casas en orden.

Insiste, siempre insiste. Monta durante tres horas, hace ochenta kilómetros al día. Sus piernas son como delgadas barras de acero. Cuando termina, se ducha, se pone ropa limpia y reaparece fresca como una rosa.

Philip lo ha sacado durante una hora. Todavía le da un gran placer estrechar manos, apretar cuerpos. Así que, ocasionalmente, Philip lo viste como a un payaso, lo lleva a estacionamientos de la ciudad al azar y le deja que anime a la multitud. Con su disfraz parece una mezcla de Ronald McDonald y Howdy Doody. Esos paseos ponen nerviosos a los agentes.

—Mami —dice cuando vuelve.

—¿Sí?

—Ven aquí.

Está solo en el dormitorio.

—Dame un minuto —le dice ella—. Me estoy empolvando la nariz.

Entra en la habitación. Él le hace señas, y le susurra:

—Hay un tipo desconocido que me habla y me habla.

Señala a la televisión.

—No es un desconocido, es Dan Rather[21]: lo conoces desde hace mucho.

—Me está mirando.

—No te está mirando, tú lo estás mirando. Es la televisión.

Va hasta la televisión y le sopla polvos a la pantalla. Dan Rather no reacciona. Continúa dando las noticias.

—Ves —dice ella—. No puede verte.

—¿Me caía bien? No creo que me cayera bien.

Ella cambia de canal.

—Siempre preferiste a Tom Brokaw.[22]

Cuando anochece él viaja por el tiempo, perdido en el espacio. Aterrorizado por la oscuridad, por la noche que se aproxima, la sigue de habitación en habitación, pisando sus talones, como una sombra.

—Es hora del cóctel —dice ella—. ¿Quieres un trago?

Él la mira sin comprender.

—¿Qué tramas? ¿Hay algo que deba saber? ¿Tengo que hacer algo? Siempre creo que tengo que firmar papeles. ¿Qué es lo que intento recordar?

—Dímelo tú —le dice ella mientras se prepara un gin tonic.

Él va de un lado para otro como si buscara algo. Ella está de pie en la sala, bebiendo, disfrutando de la sensación de tener en la mano el pesado vaso de cristal, deslizando el dedo por sus facetas, tomándose un momento para sí antes de ir tras él.

Está en el tocador de ella. Ha abierto y revuelto todos los cajones, y ha dejado el suelo lleno de ropa. Sus cuidadosamente doblados suéteres de cachemira están esparcidos por la habitación. Lleva un par de medias anudadas al cuello como si fuera un pañuelo.

Ha sacado una maleta y ha empezado a empacar.

—Me han llamado —dice mientras va presuroso de un lado al otro del armario. Saca todo lo que está colgado de una percha y llena la maleta con los trajes de ella.

—¡No! —grita ella al ver sus queridos vestidos largos hechos una bola y guardados en una maleta. Corre hacia él, se le tira encima y le quita un Galanos de las manos.

—Está bien —dice él, que va al armario por más—. Ya vuelvo.

Soledad, que ha oído el grito, entra en la habitación.

El lugar es un desastre, parece que hubiera sido arrasado.

—Es el crepúsculo —dice Philip, que llega después que todo ha pasado—. Es un fenómeno común.

—¿Dónde están mis camisas limpias? —pregunta él.

Lleva puestas cuatro o cinco, como en un alarde de vanidad, apiladas una sobre otra, abotonadas de manera que parte de cada una es claramente visible.

—No tengo tiempo —asegura él.

—Es temprano —le dice ella, y lo saca de la habitación.

Ha leído en una página de internet que la distracción es buena para esa clase de desorientación.

—No es el momento de que te vayas —le dice—. ¿Bailamos?

Pone un viejo disco de Glenn Miller y se deslizan por la sala. Tiene el ritmo del baile grabado en los genes, no se le ha olvidado. Lo mira. Su pecho aún es fuerte, y todavía se peina el cabello, que se le vuelve gris en las raíces, a la pompadour.

—Mañana, cuando Philip te dé el baño, haremos que te tiña el pelo —le dice ella, en un intento de conducirlo hacia la noche.

—No quiero que te alteres —le susurra él al oído—. Pero nos han secuestrado.

—¿Quién?

—Es importante que mantengamos la calma, que no demos ninguna información. Me alegro de tener algunos problemas con la memoria, Bill Casey me dijo tantas cosas que no debí haber sabido nunca... ¿Tuve alguna aventura?

Ella se separa de él, intranquila.

—¿Ah, sí?

—Recuerdo algo sobre un montón de problemas por un asunto, y que todo el mundo estaba enfadado conmigo.

—¿Irán-Contra?

—¿Quién era ella? ¿Una chica extranjera, exótica, una hermosa bailarina de una isla polinesia? ¿Se enteró mi mujer? —pregunta él—. ¿Me perdonó? Tendría que haberlo sabido, no tendría que habernos puesto en esa posición, casi nos cuesta todo.

Ella cambia el disco por algo más rápido, más alegre, una cinta mixta que le dio alguien: Gloria Gaynor, Donna Summer. Gira en círculos a su alrededor.

Él la mira sin comprender.

—¿Hace mucho que nos conocemos?

Cenan con bandejas en el dormitorio, frente a la televisión. Lo han hecho así durante años. A las seis o las siete se cambian y se ponen ropa de dormir: pijama, bata y pantuflas para él; un vestido rojo de cremallera con cuello Mao y galones dorados, como la túnica de una reina, para ella. Se visten como si fueran actores para una escena: una noche tranquila en casa.

Ella va hacia el ropero para cambiarse. Siempre se desviste en el ropero.

—¿Sabes que mi madre solía hacer eso? —dice él cuando ella ha desaparecido.

Rojo. Tiene docenas de vestidos, de pijamas elegantes, de chandals rojos. El Colibrí, el duende, el pimiento rojo, el tomate cherry, su alteza real, poder y sangre.

—¿Por qué la sopa está siempre fría?

—Para que no te quemes —le explica ella.

Él estornuda durante la cena, y se atraganta a medias.

—Mastica antes de tragar —le indica ella.

Después de cenar le pone una de sus películas en el vídeo. Se supone que adentrarse en el mundo de los recuerdos es bueno para él, se supone que es reconfortante que vea cosas de su

—¿Te acuerdas de mi estreno en Washington?

—¿Tu inauguración? ¿El 20 de enero de 1981?

—Eso sí que fue algo grande. Se levanta: «Quisiera agradecer a todos y cada uno de vosotros por otorgarme este premio.»

—Esta noche dan Kings Row[23] —dice ella.

Disfruta cuando se ve a sí mismo: el único problema es que piensa que todo es real, que todo lo que sucede no es más que una larga película casera.

—Mi futuro suegro era cirujano, me asustó mucho cuando me cortó las piernas.

—¿De qué hablas? —pregunta ella, ofendida—. El doctor Loyal nunca quiso hacerte daño. Le caías muy bien.

—¿Y dónde está lo que falta de mí? —grita él—. ¿Dónde está lo que falta de mí?

Ha interpretado tantos personajes diferentes, ha hecho tantos papeles diferentes, que ahora no sabe dónde acaba o empieza: no sabe quién es.

—¿En qué película estamos?

—No estamos en una película, esto es real —dice ella, que aparta la bandeja de él y se estira para apretarle la mano.

—¿A qué hora llega el vuelo?

—Estás en casa —dice ella—. Esta es tu casa.

Él mira a su alrededor.

—¿Ah, sí? ¿Cuándo compramos esta casa?

A las ocho llega Soledad con la bolsa de hacer calceta, seguida por Philip con un plato de galletas y cuatro vasos de leche.

Philip pone el partido y los cuatro se sientan en la cama de matrimonio extragrande. Philip, el presidente, ella y Soledad están alineados en una fila, como unos Bob & Carol & Ted & Alice[24] posmodernos. Cuando empieza el partido, el presidente se pone la mano sobre el corazón y empieza a cantar.

— Oh say can you see... [25]

—¿Ha visto eso? —le pregunta Soledad—. Ha cogido ésa de rebote.

Philip, que quiere practicar su reflexología, lo intenta con el presidente. Le quita las pantuflas y los calcetines.

—Oye, deja de hacerme cosquillas.

El presidente aparta los pies.

Philip le ofrece sus servicios a ella.

—Ah, no sé —dice ella— No tengo los pies en forma. No me he hecho la pedicura hace semanas. —Hace una pausa—. ¡Qué narices! —agrega y se quita las zapatillas. Philip está en el suelo, a los pies de la cama.

—Eso ha estado fantástico —comenta ella veinte minutos después.

Soledad está haciendo un pañuelo afgano multicolor para enviárselo a su madre por Navidad.

—¿Qué color le pongo ahora? —le pregunta al presidente—. ¿Azul o naranja?

—Naranja —dice el presidente.

Por las noches está contenta de que estén allí; es agradable no estar a solas con él, y él parece disfrutar de la compañía.

Está sentado en su parte de la cama, quitándose pelusas invisibles de encima.

—¿Qué está haciendo? —le pregunta Philip.

—Insectos —dice él—. Estoy lleno de insectos.

Philip usa un spray imaginario y hace el ruido de rociar. Rocía al presidente y luego se rocía a sí mismo.

—Ya está limpio —dice Philip—. Le he rociado con desinfectante.

El presidente deja de buscarse pelusas.

En cierto momento se levanta para ir al baño.

—Está empeorando —afirma ella cuando él no está.

Ellos asienten. El lento deterioro se está transformando en un rápido avance.

Tarda mucho. Después de un rato se miran uno a otro.

—¿Te encuentras bien? —le grita ella.

—Dame sólo un minuto —dice él.

Sale del baño con toda la cara impregnada de betún negro y un círculo pintado con lápiz de labios rojo alrededor de la boca.

—Mi padre solía interpretarme esto —dice él, y empieza un viejo número de Amos ‘n’ Andy.[26]

—¿Qué te has puesto? —pregunta ella horrorizada.

—Kiwi —dice él.

—Lo siento —le dice a Soledad, avergonzada de que lo tenga que ver así. Afortunadamente, Soledad es caribeña y no entiende lo repugnante que es lo que ha hecho.

A las once Philip levanta la barra del lado de la cama de él, enciende el detector de movimiento del suelo, lo arropa y llama a la garita de la entrada para decirles que el paquete ya está fuera de combate por esa noche.

—Buenas noches —dice ella.

—Hasta mañana —dice Soledad.

Se queda despierta durante un rato, sentada junto a él, leyendo mientras él duerme. Ése es su momento favorito de la noche. Él duerme y ella puede pretender que no todo es como es, que aquello es un sueño, una pesadilla y que por la mañana todo volverá a la normalidad.

Podría retirarse, vivir en otra parte de la casa y recibir informes sobre su estado, pero sigue enamorada de él, lo quiere profundamente. No sabe cómo estar sin él, y él sin ella no es nada.

El detector de movimiento salta y se enciende la luz del lado de la cama de ella. Son las seis y media de la mañana.

—¿Está siendo grabada esta conversación?

Él habla directamente con las rosas y toca ligeramente con el dedo la flor abierta, como si probara un micrófono. Los pétalos caen al suelo.

—¿Quién anda ahí? ¿Hay alguien escondido ahí?

Coge el mando a distancia y lo tira contra las cortinas que se mueven.

—Oye, oye —dice ella mientras se sube la máscara de los ojos y parpadea—. No tires las cosas.

—Lárgate, déjanos en paz —dice él.

Ella le coge la mano y se la sostiene sobre el ventilador.

—Es el aire —le explica—, el aire mueve las cortinas.

Él coge el teléfono rojo de juguete que lleva a todas partes «por si acaso».

—No hay línea. ¿Cómo voy a lanzar los misiles si no hay línea?

—Es temprano —dice ella—. Vuelve a la cama.

Pone los dibujos animados en la televisión, se baja la máscara sobre los ojos y gatea de vuelta a la cama.

Él está en el baño y el agua corre.

—Aquí hay alguien que me parece conocido.

Ella asoma la cabeza.

—¿Me hablas?

—Sí —susurra él—. Ese hombre, no puedo recordar el nombre de ese hombre.

Señala al espejo.

—Eres tú —dice ella.

—Mira, me saluda y yo también le saludo.

—Eres tú quien está saludando.

—Yo acabo de decir eso.

Ella ve la botella vacía del líquido de enjuague bucal en el lavabo.

—¿Has derramado el enjuague bucal?

—Me lo he bebido —dice él y eructa. Un aire caliente con olor a menta fresca llena el baño.

Por la mañana tiene que situarlo en el tiempo y el espacio. Le recita una lista de posibles nombres para que sepa cuándo y dónde está.

—Cariño, cielo, oso que corre, jefe, capitán, señor presidente.

Él está de pie frente a ella, vacío, sin reaccionar. Ella le mete primero un dedo en un oído y luego en el otro, buscando sus audífonos; tiene los dos, saca uno y le sube el volumen hasta que chirría.

—Estoy probando la pila —grita ella—. ¿Me oyes?

—Claro que sí. No estoy sordo.

Él le quita el audífono de las manos y se lo vuelve a colocar, pero en el oído en el que ya tiene uno.

—Te has equivocado de oído —dice ella y se lo saca.

Empieza otra vez:

—Señor presidente, señor, domador, Rick, papi, Dutch.

Hay un destello de reconocimiento.

—Eso me suena conocido.

—¿Sabes quién eres?

—Dame una pista.

Ella continúa.

—Señor presidente, júnior, Jelly Bean.[27]

—Me suena.

—¿Jelly Bean?

—Ése soy yo.

—Bueno, Jelly Bean —dice ella, aliviada por haberle encontrado un nombre al fin—. ¿Qué hay de nuevo?

Le da su ropa prenda por prenda, de dentro afuera.

Soledad toca el timbre.

—El desayuno está listo.

Ella le apresura por el pasillo.

—Que el jardinero venga a verme en cuanto llegue —le ordena a Soledad mientras se va a una reunión matinal con Philip y los agentes.

—No le llamen señor presidente, lo confunde demasiado. Es mejor no usar ningún nombre en particular; ha representado tantos papeles, que le es difícil saber dónde está en un momento dado. Esta mañana está respondiendo a Jelly Bean y habla de cosas de 1984.

—No siempre estamos seguros de qué tenemos que hacer —dice el jefe de los agentes—, de hasta dónde tenemos que seguirle. Ayer limpió la piscina durante un par de horas, se puso a sacar las hojas y cuando no miraba nosotros las volvíamos a echar, las mismas una y otra vez.

Ella asiente.

—Y luego fueron las grosellas. Estaba comiéndoselas de los matorrales —dice el agente.

—¿Halle Berry?[28] ¿George y Barbara?[29] —pregunta Philip.

—Los arbustos: daba vueltas alrededor de ellos comiendo como una jirafa.

El agente se detiene a media frase.

Jorge, el jardinero, está en el umbral. Se ha quitado los zapatos y los sostiene en la mano. Hace una reverencia cuando entra.

—Gracias —dice ella.

Saca un mapa y lo pone en la mesa para que todos lo vean.

—Necesitamos un jardín más seguro; ésta es una lista de plantas: todas son inocuas, comestibles.

A lo lejos se oye un golpe pesado. El teléfono suena. Ella aprieta el botón del altavoz.

—¿Sí?

—El presidente se ha dado un golpe con la puerta de vidrio.

—¿Se ha hecho daño?

—Está bien, pero tiene un chichón en la cabeza.

Manda a Philip a que vea cómo está y ella, Jorge y los agentes salen afuera y miden la zona donde va a estar el sinuoso jardín.

—Hay que sacar todo lo que sea venenoso —dice ella—. Las azaleas, las aves del paraíso, las calas y los narcisos. No quiero grosellas, ni hortensias, ni tulipanes, ni amapolas. Ni glicina. Ni matacandiles.

Jorge se pone de rodillas, listo para comenzar.

Ella lo detiene.

—Antes de que te manches necesito que instales una cerradura en mi tocador.

Él está en el solárium con una bolsa de hielo en la cara.

—¿Te duele? —le pregunta ella. Él no responde—. ¿Desayunaste bien?

Él eructa otra vez el enjuague de menta.

—No se repetirá —dice Philip, que está trazando coordenadas con cinta adhesiva en la puerta de cristal, como una señal de advertencia de huracán, como un espantapájaros en un campo de maíz, como las barras de un cruce ferroviario para ganado.

—Por alguna razón, funciona: lo ven como una barrera y no lo cruzan.

—Soledad, ¿puedo hablar contigo?

Evita decir nada más hasta que han salido de la habitación.

—Tenemos que hacer algunos cambios.

—La echaré mucho de menos —dice Soledad.

—Ya es hora de poner la casa en orden —dice ella ignorando el comentario; lleva a Soledad de habitación en habitación, señalando lo que no se necesita, lo que tiene que eliminarse para hacer la vida más simple, menos confusa, más segura.

—Sácalo, envíalo al guardamuebles, quédatelo, esto se va y esto y esto. La alfombra, fuera, la silla, fuera.

Instalan tapas de plástico en todos los enchufes y pestillos para niños en todos los armarios. Se mueve rápidamente, como si tuviera un tiempo limitado, como si se preparara para un desastre, un frente tormentoso de alguna clase.

—Manda a alguien a una tienda de artículos usados a comprar un par de sofás de skay y algunas sillas.

—Pero tiene unos muebles tan buenos —dice Soledad.

—Precisamente.

—¿Se espera un huracán? —pregunta él, cuando pasa a su lado—. He visto al chico poniendo cinta adhesiva en la ventana.

Sabe y no sabe.

Jorge está en el dormitorio instalando una gran cerradura con combinación en la puerta del tocador.

—¿Tenemos pintura blanca? —le pregunta a Jorge.

—No, señora.

—Bueno, pues la necesitamos —dice ella—. Usa esto hasta que la consigamos. —Le alcanza a Soledad un frasco de Maalox[30]—. Pinta su espejo con eso. Si no hay brocha, usa una esponja. Ponlo espeso para que no pueda verse. Puede que haya que darle un par de capas.

Él está solo con Philip. Están en la cocina, haciendo galletas con puntas de chocolate, de las de cortar y hornear. El presidente juega con un pedazo de masa, que moldea en forma de perro.

—Hay un par de cosas que quisiera preguntarle, si no le importa.

El presidente asiente.

—Adelante, Tom.

—¿Quiénes eran sus héroes?

—Tarzán y Babe Ruth.[31]

—¿Quién es la persona más fascinante que ha conocido?

—Debe de ser Knute Rockne.[32] Yo solía jugar a la pelota con él. Era un tipo del carajo.

—Y en toda esa cosa del Irán-Contra, ¿qué era aquello de usar el pastel de chocolate como soborno?

—Tiene gracia que lo menciones.

Inclina la cabeza y adopta una pose de gran circunspección.

—Estaba pensando en ella la noche pasada —hace una pausa— Sabes, Bob, América es un país de familias, de grandes empresas y de individuos que se preocupan por los demás. Ésta es otra de esas tragedias inevitables, pero al final... son ellos quienes me preocupan, la gente común y corriente.

—¿Algo de lo que se arrepienta?

—No pude caminar por la Luna. Ya era un poco mayor, y le dieron el papel a otro.

Se come un pedazo de masa.

—Oye —dice—. Todo va a ir bien cuando vuelva, tomaremos otra vez el rumbo. Somos gente fuerte, Mike, y saldremos adelante.

Ella está en la red, poniéndose al día. El rey de Toda ha muerto y todas las primeras damas van a ir al funeral. Ella no puede dejarlo solo.

—No es el momento —le escribe por correo electrónico a su secretaria—. Di que tengo la gripe, para que nadie sospeche.

Entra en los chat rooms sobre Alzheimer.

«Su vida debe de ser un infierno. Imagínate, tener todo en la vida, todo lo que necesitas y aún así ir en un barco que se hunde.»

«La elegancia con que lo ha sobrellevado es una gran inspiración, al igual que esa carta que escribió sobre irse hacia el ocaso.»

«¿Crees que lo ve siquiera? ¿Que él la reconoce? ¿En qué condición está? Nunca se oye nada.»

Hablan de ella. Está tentada de intervenir, de defenderse. Quiere decir: «Soy N. R. y no sabéis nada de mi vida.»

«Piensa en toda la gente que ha conocido y en toda la ropa gratis que ha recibido. Ha tenido de todo. Es más que suficiente para toda una vida.»

«Tengo que irme, Earl se ha mojado. Una cosa es un bebé de diez kilos del tamaño de un pavo y otra un hombre de ciento ocho kilos del tamaño de un sofá.»

Ella pedalea más rápido. Ya lleva unos cincuenta kilómetros cuando EZRIDER le envía un mensaje instantáneo.

«¿Por qué desapareciste?», le gustaría saber a EZ. «Espero no haberte asustado.»

«Sonó el teléfono. Una conferencia.»

«¿Por dónde íbamos?»

«Me estabas llevando a montar en una noria, estábamos subiendo por lo alto, sobre todo...»

Llaman a la puerta. Ella lo ignora. Se repite otra vez, más fuerte.

—¿Qué demonios pasa?

La puerta se abre. Es uno de los agentes.

—Siento interrumpirla, pero el presidente ha desaparecido.

Ella continúa pedaleando.

—No lo encontramos. Hemos buscado por toda la casa y por el perímetro exterior, y Mike y Jeff están recorriendo a pie toda la manzana. —Mike y Jeff suenan en su boca como Mutt y Jeff[33]—. ¿Llamamos a la policía?

Ella se desconecta de la red, baja tranquilamente de la bicicleta y aprieta el botón de emergencia de la pared. Llegan todos corriendo.

—¿Quién ha sido el último en verlo, dónde y cuándo?

—Estábamos haciendo galletas hace unos veinte minutos, habíamos metido la última tanda en el horno, dijo que tenía que ir al servicio —explica Philip.

—Estaba en el jardín —dice uno de los agentes— haciéndolo contra un árbol. Hace quizá unos veinticinco minutos.

—Se ha fugado —dice Philip—. Es común, sienten el impulso de irse y, como obedeciendo a una llamada, desaparecen.

—¿Cuántos coches tenemos? —pregunta ella.

—El sedán, la furgoneta, el de Soledad y el mío —dice Philip.

—Dividámonos en equipos. Philip, tú vete a pie, yo me voy con Soledad. ¿Tiene todo el mundo móvil?

Sacan rápidamente los teléfonos e intercambian números.

—Ésas no son líneas seguras —dice el agente.

—Nada de llamadas histéricas —dice ella—. Palabra clave: Francine.

Se apresura hacia la entrada para subirse al viejo Mercury rojo de Soledad.

—No podemos dejarla ir sin un agente.

—Sus agentes no pueden ni encontrar a mi marido —dice ella cerrando la puerta de un portazo; no le pilla los dedos por escasos centímetros.

—Deberíamos llamar a la policía.

—Lo peor que podríamos hacer es llamar la atención sobre lo polis de pacotilla que sois —dice ella, y le indica a Soledad que arranque.

—Creo que lo exige la ley —dice uno de los agentes más jóvenes—. Nunca nos ha desaparecido un presidente.

—Ah, claro que sí —dice uno de los mayores—. Pero no lo publicamos. John Kennedy desapareció una vez durante setenta y dos horas y no teníamos ninguna pista.

Ella y Soledad parten. Ven a Mike calle abajo, hablando con el repartidor de Bristol Farms, y a Jeff, que sigue al cartero de casa en casa.

—Gira a la derecha —le dice ella a Soledad y suben por la colina buscando rastros.

Philip va de puerta en puerta con una antigua foto de su rostro. Llama al timbre y sostiene la foto frente a la mirilla eléctrica.

—¿Ha visto a este hombre? —pregunta y luego repite la pregunta en español.

Esto no puede terminar así, con su desaparición, como si se tratara de la Amelia Earhart[34] de la política. En el automóvil, con Soledad, se imagina episodios de apariciones misteriosas, cenas con él de invitado de honor, a él de rehén sentado en la butaca de una de esas habitaciones de motel cuyas paredes imitan paneles de madera. Se imagina que lo encuentran meses después, cuando sus captores se cansen de cuidar de él y lo arrojen desde un automóvil frente al estacionamiento del Cedars-Sinai[35] en mitad de la noche, sucio y deshidratado.

Se encuentran con una chica que pasea perros y que lleva ocho canes de ocho cadenas diferentes; cada uno constituye, más o menos, una especie de declaración de rango social.

—¿Ha visto a alguien caminando por aquí? Una persona mayor de raza blanca se ha extraviado.

La chica niega con la cabeza.

—Nadie camina ya: cuando quieren caminar se montan en la correa de ejercicios y ven la tele.

Suben hasta St. Cloud, más arriba aún. Se acuerda de cuando llegó a Hollywood, a finales de los cuarenta, siendo una actriz joven. Se acuerda de ir a fiestas en aquellas casas, antes de que se casaran, cuando solían pasar las noches con Bill y Ardis Holden, cuando Jimmy Stewart vivía en Roxbury Drive. Recuerda la primera vez que visitó la casa de Frank Sinatra en Foothill Road. Lo está volviendo a ver todo ahora, como si fuera un mapa de las casas de las estrellas.

El aire está inmóvil, la contaminación presiona hacia abajo, cuelga como una capa de polvo a punto de caer, sellándolos dentro. El automóvil de Soledad no tiene aire acondicionado; conducen con las ventanas bajadas, es la primera vez en años que está expuesta al aire de verdad. Suda, su piel desprende un resplandor húmedo.

Mike y Jeff van colina abajo hacia Westwood, la Universidad de California en Los Ángeles y Beverly Hills.

—¿Ha visto a Ronald Reagan?

—Mire en el campus de la universidad: mucha gente iba hacia allí, hay un espectáculo de marionetas o algo así.

—Se acabó lo que se daba —grita Philip calle abajo—. Sal, sal, sal de donde sea que estés. Ven. El precio justo.

La policía de Bel Air lo detiene.

—¿De dónde vienes?

—Del 668. Soy el entrenador personal del presidente.

—¿Tú eres el entrenador?

Philip saca su tarjeta.

—Sí, el entrenador. Ahora, si me perdonan —se va caminando, cantando en voz alta, jai-di-jai, jai-di-jó.

Ella siente pánico de que alguien lo tenga cautivo, le preocupa que no sepan quién es, que no lo traten bien. Le preocupa que sepan perfectamente quién es y no lo quieran soltar. Le preocupa que se esté preguntando quién es.

—Teníamos un perro que desapareció —le cuenta a Soledad—. Fue algo horrible: la idea de que estuviera por ahí en algún lugar, sufriendo, herido, perdido, intentando volver a casa sin poder hacerlo...

—No puede haberse ido lejos —dice Soledad.

Ella nunca se lo ha dicho a nadie, ni siquiera a sí misma, pero últimamente hay momentos en los que quisiera que todo acabara. A medida que queda menos y menos de él, se vuelve más doloroso y quisiera que se acabara antes de que deje de ser un hombre y no sea más que una cosa, como una planta en una maceta. Se imagina que lo hace, que acelera el proceso, que lo libera de su sufrimiento: no puede seguir así siempre.

El móvil suena. Es una conferencia múltiple de los agentes.

—Mike y Jeff están en la plaza cerca del Hotel Beverly Hills. Creen divisar a Francine. Está en medio de la plaza dirigiendo el tráfico y, aparentemente, está haciéndolo bien. Están saludándole... quiero decir saludándola... y ella devuelve el saludo. Se están estacionando ahora y van hacia allí. Sí, tenemos a Francine. Hemos encontrado a Francine.

Ella está de vuelta en casa cuando la camioneta blanca entra por el portón.

El se baja. Lleva puesto un chaleco reflector de seguridad color naranja.

—¿De dónde ha sacado eso?

—No lo sabemos.

Ella le mete las manos en los bolsillos; tiene dinero: billetes de a uno y uno de cinco.

—¿Te llevó alguien? ¿Alguien te dio una vuelta?

—Me dieron propinas —dice él.

La policía de Bel Air llega con Philip en la parte de atrás del automóvil.

—Siento molestar —dice uno de los polis.

Los agentes sujetan al presidente como si fuera un maniquí y lo empujan de manera protectora detrás de la camioneta para cubrirlo.

—¿Conoce a este hombre? —pregunta el poli.

—¿Ha hecho algo malo? —pregunta ella.

—Estaba por ahí, caminando y cantando, tiene una foto de su marido y, bueno, creimos que se parecía un poco a John Hinckley.

—Es nuestro entrenador —dice ella.

—Eso es lo que nos dijo. ¿Está segura?

—Totalmente.

—Está bien, lo siento.

El poli se baja, deja salir a Philip de la parte de atrás y le quita las esposas.

—Nunca se es demasiado precavido.

—Por supuesto que no. Gracias.

—¿Cómo ha podido llegar hasta Beverly Hills? —pregunta Philip cuando se entera de dónde lo han encontrado.

—No creo que caminara —dice ella.

Está lívida. Quiere llevárselo y sacudirle y decirle que si hace eso otra vez lo va a mandar lejos, lo va a meter en un asilo donde lo van a encerrar con llave y candado.

En vez de eso entra, coge el teléfono y llama a Washington.

—Con el jefe del Servicio Secreto, por favor, de parte de Nancy Reagan.

—¿Puede llamarle él más tarde? —le dice su secretaria.

—No.

—Un momento, por favor.

El jefe del Servicio Secreto se pone al aparato. Ella le lee la cartilla, empezando calmadamente y subiendo de tono: «No sé qué clase de organismo dirige...» Para cuando termina está gritando y el hombre al otro lado está mareado.

—¿Cuántos hombres tiene? Haremos una investigación exhaustiva. Reemplazaré a todo el grupo. No sé qué decir. Quizá es que no daban para más. Quizá estén quemados.

—¿Quemados...? Se supone que son los mejores del mundo, y el hombre se escapa de su propia casa.

Cuelga el teléfono de golpe.

Philip le ayuda a darse una ducha y le pone ropa limpia: téjanos y una camisa vaquera. Tiene un sombrero vaquero para él, una guitarra de juguete y un pedazo de cuerda. Están en el patio trasero haciendo trucos, con la cuerda.

—He enfadado a Mami —dice él.

—No pasó nada, jefe, nos dio un buen susto.

Ella está frágil, se ha quedado paralizada instantáneamente.

Y le duele la espalda. Se toma un par de aspirinas e intenta contener la respiración.

Más tarde está en el dormitorio, sentado en el suelo jugando con su guitarra de juguete.

Ella va hasta el candado, empieza a hacerlo girar, uno a la derecha, dos a la izquierda. Respira profundamente, hace un ruido raro, se vuelve, le lanza una mirada como de sorpresa y se cae de cara al suelo. El sonido es como el de una plancha de madera ligera; se oye un golpe seco y definido: la nariz que se rompe, el tabique que se dobla hacia un lado.

—Colibrí derribado, Colibrí derribado.

La llamada se produce cuando Philip la encuentra.

Le da la vuelta e intenta resucitarla.

—¡Que alguien llame al 911! ¡Llamen al 911! —grita.

—Ese hombre está besando a Mami —dice él mientras toca la guitarra.

La respiración boca a boca de Philip, sus compresiones, son inútiles. Los sanitarios llegan e intentan resucitarla. Su cuerpo rebota en el suelo, las costillas le suenan. Están a punto de llamar pidiendo refuerzos cuando llega Soledad con el documento que prohíbe su resucitación en la mano y les dice que se detengan.

—No hacen falta gestos heroicos —les dice—. Ya basta.

Soledad llama al doctor Sibley, quien arregla que alguien los reciba en Saint Johns, la ponen en una bolsa de tela y, discretamente, la meten en la parte de atrás del camión de jardinería de Jorge, debajo de un montón de césped cortado. La ambulancia se queda delante mientras la sacan por la parte de atrás. El camión del servicio de jardinería de Jorge sale mientras llegan las furgonetas de los periodistas y extienden sus antenas parabólicas hacia el cielo.

Él está todavía en el suelo del dormitorio tocando la guitarra y cantando una vieja canción vaquera:

Yipppee-ti-yi-yay, get along little dogies, you know that Wyoming will be your new home.[36]