EL REMEDIO
Tiene que ver con querer y necesitar, querer y necesitar: es una forma peculiar, desesperada, de necesitar, es necesitar tener lo que nunca has tenido, de ansiarlo precisamente por ello, de ansiarlo cada vez más precisamente por ello. Tiene que ver con un profundo deseo de unión. Tiene que ver con lo que no sabemos, con lo que no podemos expresar, con lo que no entendemos. Tiene que ver con lo extraño que puede llegar a ser incluso lo que nos es familiar.
Tiene que ver con aguantar la respiración, con aguantar la respiración hasta que la cara se te ponga azul, con aguantar la respiración para amenazar, para desafiar, para decir: si no me das lo que quiero, dejo de respirar. Tiene que ver con contenerse, con reprimirse. Tiene que ver con estar paralizado. Tiene que ver con el pánico. Tiene que ver con darte cuenta de que no entiendes nada, de que algo tiene que cambiar. Tiene que ver con cosas que se desmoronan. Tiene que ver con una ruptura.
Es por la tarde, justo después de comer. Empieza a marcar. Llama aun sabiendo que no hay nadie en casa. Su madre, retirada, sigue siendo una trabajadora incansable, siempre está fuera, haciendo algo, corriendo de un lado para otro. Su padre también está ocupado, tomando clases, ofreciéndose como voluntario. Llama como si tuviera una especie de tic nervioso y entonces, como la llamada no entra, marca más frenéticamente, igual que si tuviera una pesadilla; llama pidiendo ayuda, grita y nadie la oye, descuelga y se encuentra con que no hay línea. Marca, pero se le olvida el nuevo prefijo.
—El prefijo del número que ha marcado ha sido modificado. El nuevo prefijo es el 343. Por favor, vuelva a llamar marcando el nuevo prefijo.
Marca otra vez el número, sin estar segura de los cuatro últimos dígitos de su tarjeta telefónica.
—El número de identificación personal que ha marcado es incorrecto. Por favor, vuelva a marcar los cuatro últimos dígitos de su tarjeta telefónica.
Lo hace.
—Lo siento.
La desconectan.
Llama una vez más: si no funciona, va a llamar al 0 y pedirle a una operadora que le conecte la llamada, va a llamar al 911 y decir que es una emergencia, que es necesario hacer algo. Marca el 9 para obtener línea exterior y luego el número, con lo que le carga la llamada a la oficina; que se jodan. Marcar el nuevo prefijo le produce una sensación rara en los dedos. Detesta los cambios, los detesta de verdad.
Entonces entra la llamada y al segundo timbre salta el contestador automático y se oye la voz de su madre, distante, formal: es el mensaje grabado de una generación que no se ha acostumbrado a los contestadores.
Cuelga sin dejar ningún mensaje.
Consulta su agenda. Tiene una reunión a las tres; su tema es el alivio del dolor.
Hoy no ha hablado con Steve. Esa parte de su relación —las llamadas durante el día— se ha terminado. Antes solía llamarla en cuanto salía del apartamento, a veces hasta cuando bajaba en el ascensor: «Estoy en el ascensor, los vecinos me rodean, contesta el teléfono.» Una llamada cuando llegaba a la oficina: «Sólo quería saber cómo estabas»; después de comer: «No tenía que haber bebido ese vino»; por la tarde: «Terminaré pronto», y otra vez antes de salir: «¿Quieres que vayamos a algún sitio a cenar?»
Ahora ya no pueden hablar. Cada conversación, cada intento, se convierte en una pelea. Ella no atina a decir nada bien, él no hace nada bien, se odian mutuamente, y más, si cabe, a causa de la desilusión. No hay negociación posible, ni interés en arreglarlo, sólo amargura e inercia.
—No es mi culpa —dice él.
—Si hay culpa, la mitad es tuya.
Se apresura a prepararse para la reunión: el lanzamiento de una combinación de acetaminofeno y una preparación homeopática (tilenol y curalotodo), la nueva píldora de Productos para la Vida Moderna capaz de resolver todos sus problemas.
Wendy, la asistente que comparte, la detiene en el pasillo.
—No pude conseguirte un salón de conferencias para una hora, así que tendrás que arreglártelas con dos salones.
—¿Media hora de conferencia en cada salón?
—De tres a tres y media estás en el dos, y de tres y media a cuatro en el seis.
—¿Tenemos que cambiar de salón a la mitad? Es una locura.
Wendy se encoge de hombros.
—Es que no se trata de un dolor de cabeza cualquiera —explica cuando está sentada con el cliente—. Es tu dolor de cabeza. Es la sensación de que estás a punto de explotar: la cabeza te martillea, el jefe murmura monótonamente al fondo, los niños gritan y tú necesitas un alivio rápido.
El cliente asiente.
—Es el anuncio clásico de dolor de cabeza, pero reforzado, con más pulsación, más volumen y presión.
—La vida moderna es muy estresante —dice el cliente, que cuenta mentalmente, lleno de alegría, el dinero que ganará.
—El espectador oye una voz llena de autoridad, la de una doctora de urgencias y cirujana de trauma, que dice: «Como doctora de uno de los hospitales principales de trauma, tengo una amplia experiencia tratando el dolor y el estrés, y sé lo deprisa que necesito sentirme mejor.» La doctora se mueve por la sala de urgencias, al fondo se ve una serie de escenas espantosas. «La combinación de acetaminofeno y el suplemento homeopático de Producto para la Vida Moderna ofrece un alivio efectivo y seguro.» La doctora coge el historial de un paciente y escribe una nota. «A veces lo tradicional es lo más vanguardista.»
—Me gusta. Es nuevo y familiar a la vez —dice el cliente.
—Vamos al salón de conferencias número seis para revisar el resto de nuestra campaña —dice ella mientras mueve ágilmente a su equipo por el pasillo.
Más tarde se detiene en el escritorio de Wendy, que está mojando galletas en un envase de zumo de naranja obsesivamente.
—¿Te encuentras bien?
Wendy extiende las manos, que le tiemblan.
—Falta de azúcar en la sangre. He estado desde las ocho y media hasta las tres tratando de que el maldito ordenador imprimiera. Llamé a los del Servicio de Información y me dijeron que podían venir mañana, pero la propuesta tiene que salir hoy. No importa. Lo conseguí. Ya está hecho.
Mete una galleta en el zumo.
Ella le da una muestra del medicamento a Wendy.
—Pruébalo —le dice—. Ponlo como investigación de mercado y factúrales dos mil quinientos dólares más.
Marca otra vez. El teléfono suena y suena, quizá su madre esté en casa, quizá esté en la otra línea. O tal vez sea su padre, su padre siempre ignora las llamadas en espera; no sabe lo que es una llamada en espera.
—¿No oíste las señales de mi llamada? Era yo intentando telefonear.
—¿Era eso lo que sonaba? Estaba al teléfono hablando de algo con un tipo.
Le preocupa que un día llame y que nadie le responda, que ya no estén ahí.
Recuerda haber seguido marcando el número de su abuela después de que murió. Llamaba como solía hacerlo siempre. El número sonaba y sonaba, y, sin saber por qué, no perdía la esperanza de que su abuela encontrara la manera de llegar hasta el teléfono. Pensaba que tardaría más, pero esperaba que su abuela respondiera. Hasta que un día le salió una grabación:
—El número al que ha llamado ha sido desconectado. Si necesita ayuda, por favor cuelgue y llame a la operadora.
Cuelga. Seis meses después de que su abuela muriera fue a su casa y se estacionó frente a la puerta principal. Las plantas que solía haber en el alféizar de la cocina ya no estaban. La luz de la sala, que siempre estaba encendida, ya no brillaba. La casa estaba llena de muebles diferentes, de fotos diferentes de nietos diferentes sobre la repisa.
—¿Le puedo ayudar? —le preguntó el viejo señor Silver, el vecino de al lado de su abuela, como si nunca la hubiera visto.
—Sólo estoy mirando —dijo ella, y se fue.
Está oscureciendo: son las cinco y veintidós. Si se da prisa, podría tomar el Metroliner de las seis y estar en Washington a las ocho. Quiere volver a casa. Lo necesita desde hace días. Igual que cuando un resfriado se apodera de ti, sentía que se apoderaba de ella una imperiosa necesidad de volver a casa, de sentarse en su sitio en la mesa de la cocina, de contemplar por la ventana de su dormitorio los árboles que veía cuando tenía uno, doce, veinte años. Necesita algo, pero no sabe exactamente qué. Intenta ignorarlo, esperando que se le pase, hasta que la sensación la abruma completamente.
Llama otra vez. Un hombre contesta. Cuelga y lo intenta otra vez, más cuidadosamente, fijándose en los números. Otra vez responde una voz desconocida.
—Lo siento —dice ella—. Número equivocado.
Lo intenta de nuevo una vez más.
—¿Puedo ayudarla? —dice el hombre.
—Creo que estoy llamando a mi casa. Sé que éste es el número, pero responde usted. Lo siento. Verificaré el número y lo intentaré otra vez.
Llama.
—¿Hola? —dice el hombre—. ¿Hola, hola?
Ella no dice nada.
Él espera y luego cuelga.
Se pone el abrigo y sale de la oficina. Si hubiera hablado con su madre, quizá se hubiera animado a ir al gimnasio o de compras. Pero lo que empezó como un tic nervioso se ha convertido en algo más: se siente cada vez más incómoda y se va directamente al apartamento.
Steve le ha dejado un mensaje.
—Siento que no pudiéramos hablar. Quería llamar más temprano, pero las cosas se complicaron. El partido es hoy. Llegaré tarde a casa.
El partido. Se le había olvidado.
Se quita el abrigo y se sirve una copa de vino.
Steve ha ido a ver el partido con Bill, su mejor amigo. Bill tiene cuarenta y tres años, y es soltero. Bill no tiene nada perecedero en su apartamento; ni siquiera tiene plantas, porque suponen demasiada responsabilidad. Cuando está aburrido murmura, «Otro», exigiendo que se cambie de tema. Inexplicablemente, es a Bill a quien Steve acude a pedir consejo.
Llama otra vez.
—¿Con quién quiere hablar? —pregunta el hombre, esta vez sin decir hola.
Ella cuelga sin decir nada.
Pide comida china. Llama a su hermano en California; le sale su contestador.
—¿Cuándo hablaste por última vez con mamá y papá? ¿Estaban bien? ¿Le pasa algo a su teléfono? Llámame.
A las diez está empezando a imaginarse cosas terribles, accidentes. Llama y llama. ¿Dónde están? Con setenta y seis y ochenta y tres años, respectivamente, no pueden haber ido muy lejos.
Se acuerda de las nocheviejas en casa,, cuando era joven, comiendo Ruffles and Ridges y California Dip, viendo «New Year’s Rockin Eve»[6] y esperando.
Las once cincuenta y nueve, la cuenta atrás, a sesenta segundos de un nuevo año. La bola cae. La multitud se vuelve loca.
—Feliz año desde Times Square en Nueva York. Miren y oigan a América recibir el año 1973.
Se bebe su sidra burbujeante y espera. Diez minutos más tarde suena el teléfono.
—Feliz año nuevo cariño —le dice su madre—. Estamos pasándolo maravillosamente. La señora Griswald está a punto de servir el postre y luego iremos para casa. Va a ser un buen año.
Recuerda haber mirado el reloj: las doce y veinte. A la una «New Year s Rockin Eve» dio paso a la última película de la noche y empezó a inquietarse. A la una y media la incertidumbre se volvió preocupación. A las dos menos cuarto se imaginaba que el coche de sus padres estaba en una cuneta junto a la carretera. A las dos y veinte; se preguntó si ya era muy tarde para llamar a los Griswald y preguntarles cuándo habían salido. Tenía doce años y se sentía impotente. A las dos y cuarenta, cuando oyó la llave en la puerta, estaba lívida. Dio un portazo en su dormitorio y apagó la luz.
—¿Qué tal estás, cariño?
—Déjame en paz.
—Espero que no le haya dado al licor, ¿crees que debería comprobarlo?
—Te odio.
Feliz año nuevo.
Lo intenta una última vez; si no responden, va a llamar a la señora Lasky, una vecina, para preguntarle si todo es tan raro como parece.
Su madre responde al primer timbre.
—¿Dónde estabas? —le pregunta abruptamente.
—Estaba en el armario, buscando algo.
—He intentado llamarte durante horas, ¿por qué suenas tan rara?
—¿Rara?
—Sin aliento.
—Estaba en el armario, rebuscando. ¿Cómo que has estado llamando durante horas? Acabamos de llegar a casa. Teníamos entradas para un concierto.
—No sabía dónde estabais. Estaba preocupada.
—Susan, somos adultos. Tenemos derecho a salir.
Hace una pausa.
—¿Qué día es hoy?
—Miércoles.
—Normalmente, llamas los domingos.
—Pensaba ir a casa.
—¿Cuándo?
—Este fin de semana.
—Bueno, no sé cuál es nuestro programa. Tengo que ver. ¿Qué hay de nuevo? —pregunta su madre cambiando de tema.
—No mucho. Debo haber marcado tu número cien veces, primero no podía comunicarme, luego me salió el contestador y las últimas veces respondía un hombre. Empezaba a pensar que estaba perdiendo la cabeza.
—Debe de haber sido Ray.
—¿Ray?
—Un amigo de tu padre.
—Papá no tiene amigos.
—Lo conoció en una de sus clases, creo que está solo, se trajo a su gato. Qué bien que no estés aquí.
Ella es alérgica a los gatos.
—Pensé que era yo, que había marcado el número equivocado. ¿Por qué no se identificó? ¿Por qué no dijo: «Residencia de los Green.»? ¿Por qué no dijo: «Soy yo el que está fuera de lugar.»?
—No lo sé —dice su madre.
—¿Papá fue contigo al concierto?
—Por supuesto, él condujo.
—¿Qué hacía el tal Ray en la casa mientras estabais fuera?
—¿No te lo he dicho?
—No.
—¿De verdad? Creía que te lo había dicho: vive con nosotros.
Hay una larga pausa.
—Madre, tienes que ir al médico y decirle simplemente: mi hija está preocupada. Cree que no recuerdo. Cree que me olvido de las cosas. ¿Puedes hacerme el favor de preguntarle al médico si todo va bien?
—La verdad es que cuando estoy allí no pienso en eso.
—Claro, porque te olvidas.
—Es que te ponen esa bata de papel. ¿Quién puede pensar en nada cuando sientes que en cualquier momento se te va a abrir?
—¿Cuánto tiempo lleva el tal Ray en casa?
—Un par de semanas. Es un tipo encantador. Te gustaría. Es muy ordenado.
—¿Paga alquiler?
—No —dice su madre, horrorizada—, es amigo de tu padre.
Cambia de tema.
—¿Dónde está Steve?
—En el partido.
Mientras lo dice oye a Steve en la puerta. Se apresura a colgar el teléfono.
—Te llamo mañana, y ya veremos sobre el fin de semana.
Apaga la luz del dormitorio.
Oye a Steve en la sala, abriendo el correo. Lo oye en la cocina, abriendo la nevera. Ve pasar su sombra por el pasillo. Está en el baño, orinando. Luego le oye lavarse los dientes. Entra en el dormitorio, medio vestido.
—Soy yo —dice Steve—. No te excites.
Ella no responde.
—¿Estás ahí? —Él enciende la luz.
—Acabo de hablar con mi madre.
—¿Ah, sí? Es miércoles, ¿no les llamas normalmente los domingos?
—Un tipo desconocido vive con ellos. Lleva ahí dos semanas. Se le olvidó mencionármelo. Un amigo de mi padre.
—Tu padre no tiene amigos.
—Precisamente.
—Tal vez si hubieras esperado a llamar el domingo ya no estaría allí.
Steve se quita la camiseta y la deja caer en el suelo.
—No seas gracioso.
Ella le señala el cesto de la ropa.
—Estaba pensando en ir a ver a mis padres este fin de semana, por eso les llamaba. Hace bastante que no los veo. Pero no puedo ir a casa si ese tipo vive allí.
—Alójate en un hotel.
Ella se sienta para poner el despertador.
—No me voy a ir a un hotel. ¿Acaso voy a tener que montar una especie de maniobra militar, secuestrar a mis padres y reprogramarlos?
—Se dice desprogramarlos.
—¿Cómo está Bill?
—Bien.
—¿Le has preguntado qué debes hacer?
—¿Sobre qué?
Steve golpea su almohada.
—Nosotros.
No responde. Ella piensa en sus padres, en el matrimonio de sus padres. Piensa en su padres, en Steve, en tener hijos, en cuándo dejaron de hablar sobre ello. Le gustaría haber tenido hijos. Él cree que es bueno no haberlos tenido. Ella aún quiere tener uno.
—Eso no va a arreglar las cosas —dice él.
Ella no quiere tener un hijo para arreglarlas. Quiere un hijo porque quiere un hijo y sabe que sin Steve no va a tener hijos. Se aleja de él. Hay una falta de sentimiento, una falta de vida, una zona opaca donde solía haber algo más.
—Respira —le dice Steve.
—¿Qué?
—Habías dejado de respirar. Estabas aguantando la respiración.
Ella respira profundamente. Suspira.
—¿Quieres que vaya contigo a ver a tus padres?
—No.
Por la noche, en la sutileza del sueño, se acercan, pero cuando se despiertan es como si se acordaran: se separan y se despiertan en guardia.
—Sé que ha sido difícil —dice él por la mañana mientras se arregla para irse.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta ella.
—No lo sé —dice él.
No se dicen nada más. Ella tiene miedo de hablar, miedo de lo que está pasando, miedo de lo que está sintiendo, miedo de lo que va a pasar próximamente, miedo de casi todo.
La reunión de la mañana es sobre pañales para adultos: Pañales Camarada. Hay cajas del producto en la mesa del salón de conferencias. El cliente abre una caja y empieza a pasarlos: son una mezcla de compresas extragrandes y pañales, y tienen algo de repugnante.
—Lo que vendemos es un nuevo relleno de gel que es extraordinariamente absorbente —aclara el cliente.
Él es el único que se siente realmente cómodo manipulando el producto; rompe uno de los pañales y saca la parte de la entrepierna para exponer el relleno.
—Aquí está —dice—. Absorbe hasta trescientos mililitros de agua. Nuestro estudio indica que la excreción promedio es de 118 a 236. Cuanto más viejo eres, más frecuentemente orinas, aunque con un volumen ligeramente menor, por lo que estimamos de 177 a 207 mililitros por uso.
Un joven ejecutivo coge una de las prendas y, como si se tratara de una demostración, vierte su café encima mientras dice:
—¿Le preocupa tomarse un café por la mañana porque no lo puede retener? Pruebe estos pañales.
Durante una décima de segundo es divertido, pero después, a medida que una mancha marrón se esparce por el material, se vuelve un problema. El ejecutivo, sonrojado, tira el pañal sucio a la papelera.
—No es buena idea —comenta alguien—. Es una mierda de pañal.
—No importa —dice el cliente—. Siempre hay accidentes.
—El concepto es sentir que se tiene control —interviene ella, intentando poner orden en la reunión— Sentir que se tiene control sobre uno mismo cuando no se tiene. Imagínense a un hombre atascado en un embotellamiento en su coche, a una mujer sujeta a un asiento de avión.
Tose, pero no parece estresada; de hecho, está sonriendo.
—Cuando parece que todo a su alrededor está descontrolado, sienta el control que usted puede ejercer. Es una preocupación menos.
—No debe parecer que estamos incitando a la gente a mearse en los pantalones —explica el cliente.
—La idea es incitar a la gente a llevar vidas saludables, normales, a no dejar que la vejiga controle sus asuntos, que les impida realizar actividades que son parte de su vida cotidiana. Trabajaremos en esto unos días —dice ella mientras junta los pañales—. Llámenos la semana que viene.
El cliente se levanta. Tiene una mancha en el traje.
—Sé lo que está pensando —dice él—, pero no es lo que cree. Cuando venía hacia aquí, en el coche, se me cayó encima una pasta. Me puse perdido de mermelada. Imagíneme, vendiendo pañales para adultos durante todo el día con una mancha en el traje.
—En esta manzana hay una tintorería de servicio rápido. Quizá se lo devuelvan limpio en una hora —le comenta ella.
—Vaya, esa sí que es una buena idea.
Steve llama.
—¿Te gustaría salir a cenar?
Ella piensa que, o bien quiere arreglar las cosas o bien la deja. En cualquier caso, sea como fuere, no quiere saber qué ha decidido. No está preparada.
—Tengo planes —dice ella.
—Ah, sí, ¿qué?
—Voy a ver a Mindy para tomar una copa. Viene a una función de tarde y hemos quedado después.
—Bueno, te veo más tarde entonces. ¿Qué hay de la cena?
—No me esperes.
No tiene ningún plan. Hace seis meses que no habla con Mindy.
—¿Qué tal estás? —pregunta Steve.
—Bien —dice ella—. ¿Y tú?
—Bien —contesta él—. Bien jodido.
Después de trabajar se va a Bloomingdales. Se pasa dos horas allí. Está tentada de ir al cine, a un bar a tomarse una copa, de llegar a casa tarde, bien borracha, pero no tiene fuerzas.
—¿Ha encontrado todo lo que necesita? —quiere saber una vendedora demasiado solícita.
¿Qué quiere? ¿Qué necesita? Piensa en Steve, intenta imaginarse vivir separada de él. Le da miedo que, si se divorcian, ella se evapore, deje de existir. A él le irá bien, a duras penas se dará cuenta de que ella no está. Lo aborrece por eso. ¿Saldrá con otros hombres? No se lo puede imaginar, no se imagina que pueda volver a empezar con otro hombre.
Cuando vuelve a casa, Steve está en la cama cambiando canales.
—Me acabé la comida china, espero que no la guardaras para ti.
—Cené con Mindy —dice ella.
Se va a la cocina. Marca.
Ray responde.
—Hola, ¿está la señora Green?
—¿Quién la llama, por favor?
Quiere decirle: sabes perfectamente bien quién llama, pero en vez de ello hace una pausa y dice:
—Su hija.
—Un momento —hay una larga pausa y luego Ray vuelve—. No está disponible en estos momentos, ¿quiere dejarle un mensaje?
—Sí, puede decirle que me llame lo antes posible. Gracias.
Cuelga.
—¿Has encontrado algo? —grita Steve desde el dormitorio.
Ella no responde. Está de pie frente a la nevera abierta, rumiando.
Suena el teléfono.
—Es muy inquietante llamar a tu casa y tener que preguntar por tus padres. ¿Y qué es eso de que no estás disponible? —dice ella.
—Estaba en el baño. Me quedé dormida en la bañera.
—¿Y por qué no me dijo eso nada más?
—Quería ser discreto.
—Eres mi madre. ¿Es que no lo sabe?
—Por supuesto que lo sabe.
—¿Por qué contesta el teléfono? ¿Por qué no lo contesta papá?
—Quizá papá estuviera ocupado, quizá no lo oyera, ya no oye como antes. Somos viejos, ¿sabes?
—No sois viejos. ¿Quién es ese tal Ray, en cualquier caso? ¿Qué sabes de él?
Su madre no dice nada.
—¿Mamá, estás ahí? ¿Está él ahí? ¿No puedes hablar porque ese tipo, el invitado, el visitante, Ray, está ahí?
—Sí. Por supuesto.
—¿Sí, por supuesto que está ahí? ¿Te puede oír? ¿No puedes hablar porque te puede oír?
—No, para nada.
Se detiene un minuto, respira.
—Siento como si tuviera que enviar una fuerza de asalto con francotiradores y un negociador de rehenes que se apostaran en la casa de enfrente. ¿Te encuentras bien? ¿Estás segura?
Oye el rumor de una conversación.
—Ah, gracias. Sólo leche, sin azúcar, gracias, Ray.
Se oye un ruidoso sorbido.
—¿Dónde duerme este Ray?
—Abajo, en la habitación de tu hermano. ¿Qué tren piensas tomar?
—Creo que voy a salir temprano, a las dos.
—Esperamos verte pronto. Manténte en contacto.
Cuelga.
—¿Cuándo te vas? —le pregunta Steve.
—A primera hora de la tarde, iré directamente desde la oficina.
—¿No deberíamos hablar? —dice él.
—¿Sales con alguien?
—No. ¿Y tú?
—No. Entonces no tenemos que hablar.
Ella entra en el dormitorio.
—¿Es así como mantenemos una conversación, gritándonos desde habitaciones diferentes?
—Eso parece.
—¿Es eso lo que Bill te dijo que hicieras?
Él no dice nada.
—Alguien está viviendo en la casa de mis padres. ¿Podemos dejar lo demás para más adelante?
—Dame una palabra en clave para saber si pasa algo malo de verdad.
—Te diré: hace un calor increíble. Y eso significa: llama a la policía o haz algo.
—Un calor increíble —dice Steve.
—Y si te digo que tengo los dedos de los pies fríos, eso significa que estoy confundida y que me tienes que hacer más preguntas.
—Casa caliente, dedos de los pies fríos, vale.
Por la mañana el escritorio de Wendy está demasiado ordenado.
—¿Se ha despedido? —pregunta Tom, el ejecutivo que comparte a Wendy con Susan.
—Necesitaba un día libre; el ordenador la estaba volviendo loca.
A las nueve aparece una empleada temporal para ocupar el lugar de Wendy, una mujer que coloca sobre el escritorio una placa con su nombre: EMPLEADOS TEMPORALES MEMORABLES. MI NOMBRE ES JUDY.
—No hay nada peor que no saber el nombre de alguien, mirarlo y preguntarse: ¿Quién es? ¿Cómo voy a pedirle que haga algo si no sé ni su nombre? Pues ahora ya lo saben: me llamo Judy. Y estoy aquí para servirles.
—Gracias, Judy —dice ella, y entra en su oficina y cierra la puerta.
—Tengo una cita y no volveré —le dice a Judy cuando sale de la oficina a la una y quince arrastrando su maleta por el pasillo.
—Qué tenga un buen fin de semana —le responde Judy con un guiño.
El tren sale y ella tiene la sensación de haberse dejado algo, algo pendiente, algo preocupante: Steve.
El tren entra en el túnel meciéndose y sacudiéndose. Sale por las marismas de Nueva Jersey y, de repente, en vez de tráfico y rascacielos se ven ciénagas, garzas blancas de largas extremidades, amplios cielos, plantas químicas, fábricas abandonadas y esa belleza melancólica de la luz de la tarde.
Toma un taxi en la estación. Mientras dirige al conductor hacia su casa, se adentra en un mundo que es mitad recuerdos y mitad fantasía, un mundo tan esencialmente suyo que le es difícil saber qué es real y qué no lo es, qué existía antes y qué existe ahora.
—¿Hay alguien en la casa? —le pregunta el conductor al detenerse frente a la casa a oscuras.
—Hay una llave bajo el tiesto —dice ella revelando un secreto familiar.
Está oscureciendo. Se detiene en la entrada, con la maleta a sus pies, y mientras contempla cómo se desvanece la luz del cielo se pregunta por qué ha vuelto a casa. Cuatro cuervos esperan sentados en el alambre de teléfono que está sobre ella. Los árboles se aprietan entre sí como escudos oscuros y ella escucha la brisa, los pájaros que aún cantan. En la casa de enfrente ve a la señora Altman que se mueve por la cocina. En la casa que era de los Walds hay alguien nuevo haciendo la danza de la cena.
Está de pie mirando el cielo y las ramas de los árboles que se oscurecen contra el ocaso. Oye un ruido de hojas en el bosque, más allá de la casa. Mira hacia los matorrales, esperando ver un perro o a un niño que toma un atajo para ir a casa.
Quien sale es su padre, que rompe unas ramas mientras lo hace. Lleva una bolsa de papel marrón y un palo grande.
—¿Papá?
—¿Sí?
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Vine caminando.
—¿Pasa algo con el coche?
—No —dice él—. No he tenido ningún problema. Me vine por la carretera panorámica.
Su padre mira dentro del garaje.
—¿No está aquí Ray? Debo de haberle ganado.
—¿Dónde está tu coche?
—Se lo dejé a Ray. Tenía que hacer recados. Ha sido un paseo muy bonito. Me fui por el bosque.
—Tienes ochenta y tres años, no puedes irte por el bosque porque sea más bonito.
—¿Quién se va a querer meter conmigo? Soy un viejo.
—¿Y qué pasa si te caes o te tuerces el tobillo?
El mueve la mano, ignorándola.
—Igual podría caerme aquí y nadie se daría cuenta.
Se agacha para recoger la llave.
—¿Llevas mucho aquí?
—Sólo unos minutos.
Su padre abre la puerta y ella entra esperando ver al perro. Se le ha olvidado que ya no está, que murió hace como un año.
—¡Qué raro! Esperaba ver al perro.
—Ah, a mí me pasa todo el tiempo —le comenta su padre—. Siempre estoy pensando que no debería dejar la puerta abierta, que no debería dejar al perro fuera. Lo guardamos para ti si lo quieres. Sus cenizas están en la estantería que hay encima de la lavadora. ¿Quieres llevártelas?
—Preferiría dejarlas aquí por ahora —contesta ella.
—Es tu perro —dice su padre—. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar con nosotros?
—No lo sé.
—Normalmente, no te quedas mucho.
Lleva la maleta por el pasillo hasta su habitación. La casa está tranquila. Limpia y ordenada. Todo está exactamente igual, pero diferente. La casa es más pequeña, su habitación es más pequeña, las dos camas son más pequeñas. Por un momento siente pánico, miedo a ser consumida por lo que sea que ha venido a buscar. Se siente peor, más lejos de sí misma. Mira a su alrededor preguntándose qué está haciendo en aquel lugar que le es profundamente conocido, pero en el que se siente totalmente desplazada y de mal humor. Quisiera irse corriendo, coger el próximo tren de vuelta. Desde la ventana de su dormitorio ve el coche de su madre deslizarse hasta la entrada.
—¿Ha llegado ya?
Oye la voz de su madre al otro lado de la casa.
—¡Hola, mamá! —dice ella, pero su madre no la oye. Lo intenta otra vez—. ¡Hola, mamá! ¡Hola, mamá! ¡Hola, mamá! —repite a diferentes volúmenes, con variadas entonaciones, como si fuera una prueba de audición.
—¿Eres tú? —pregunta por fin su madre cuando está a unos sesenta centímetros de distancia.
—Ya estoy en casa.
Su madre la abraza, su madre es más pequeña también. Todo se está encogiendo, compactando, intensificando.
—¿Qué tal tu vuelo?
Nunca vuela a casa.
—Vine en el tren.
—¿Ha vuelto Ray? —pregunta su madre.
—Todavía no —dice su padre mientras se sirve dos enormes cucharadas de un polvo verde en un vaso de agua.
—¿Dónde conociste a ese tal Ray?
—Tu padre se olvidó el abrigo en la tienda naturista, y Ray lo encontró y lo llamó.
Su padre asiente.
—Fui a recoger el abrigo y empezamos a hablar.
—Tu padre y Ray van juntos a una clase de vitaminas.
—¿Una clase de vitaminas?
—Van a la tienda naturista y un tipo les habla a través de una pantalla de vídeo.
—¿Y qué dice?
—Habla sobre salud y nutrición. Nos dice qué debemos hacer.
—¿Cuánta gente va?
—Unos treinta.
Su padre remueve su bebida dándole a un lado del vaso con la cuchara.
—Este es el líquido verde; me tomo dos vasos de esto dos veces al día y luego un par del líquido rojo. Es completamente natural.
Bebe a grandes tragos.
Parece césped licuado.
—Mírame los tobillos —dice, y se levanta la pernera de los pantalones—. Ya no están inflamados. Desde que empecé a tomar suplementos me ha bajado la inflamación. Me siento fenomenal. Me he apuntado a un gimnasio.
—¿Dónde vivía antes ese tal Ray?
—Compartía un apartamento con otro tipo en Arlington Road, uno de esos que están detrás del A & P.
—Algo le pasó a ese hombre, quizá se murió o se fue a un asilo. No lo sé con certeza —dice su madre.
Se oye el sonido de una llave en la puerta.
—Ése es Ray.
La puerta se abre. Ray entra con la compra.
—Ray va a preparar un chow mein vegetariano en tu honor para la cena —le dice su madre. Ella no comprende el porqué del chow mein vegetariano en su honor.
—Así que tú eres Ray —dice ella, y le tiende la mano mientras Ray deja las bolsas.
—Así que tú eres su hija —dice Ray, que ignora su mano.
—¿Compraste los tallarines tostados? —pregunta su madre.
—Ya no como carne —le dice su padre—. No como mucho de nada. A mi edad no tengo mucho apetito.
—Te compré leche de arroz con chocolate, creo que te gustará.
Ray le pasa a su padre un cartón de leche.
—Me gusta el chocolate —comenta su padre.
—Ya lo sé.
Ray tiene una edad indeterminada, entre los cincuenta y cinco y los sesenta y cinco años, es robusto y su pelo corto parece una gorra pegada al cráneo y salpicada de gris. Cada uno de los rasgos de su rostro parece provenir de un lugar distinto: tiene un poco de asiático, un poco de árabe, un poco de irlandés. Con todo, es increíblemente sencillo. No tiene nada de afectado, como si se hubiera pasado mucho tiempo tratando de evitarlo.
—Y tengo los tallarines —dice Ray.
—Ah, qué bien —dice su madre—. Me gustan las cosas crujientes.
Sus padres miran las bolsas de la compra. Ella se pregunta si Ray paga todas estas compras, y por eso están tan interesados, o son ellos quienes las pagan.
—Nueces —dice su padre mientras saca una bolsa de anacardos—. Y pasas.
—Son ecológicas —dice Ray guiñando un ojo.
Su padre se pirra por todo lo que sea ecológico.
—¿Te acuerdas de cuando no podíamos comer lechugas porque no las recogía la gente adecuada, y que luego no podíamos comer uvas? Y después pasó alguna otra cosa —recuerda ella.
—El atún —añade su madre—, por los delfines.
—Quiero enseñarte algo —dice su padre, que conduce a Ray hasta la sala de estar-comedor. En la mesa del comedor hay un dibujo.
—Es muy bonito —comenta Ray.
Su madre camina más allá de donde están ellos. Se sienta al piano y empieza a tocar.
—He vuelto a tomar clases.
—Toca la de Schubert —dice Ray.
Su padre, orgulloso, le enseña más dibujos a ella.
—Estoy tomando clases en la universidad. Son gratis para las personas mayores.
Todo es increíblemente civilizado, pero ella sólo puede pensar en lo mal que están las cosas con Steve y en que tiene que inventarse un eslogan sobre pañales para adultos para el lunes.
Un poco más tarde está sentada en el estudio. Su madre hace calceta mientras ven las noticias de la noche. Su padre está en el dormitorio, con la radio a todo volumen. Ray está en la cocina moviendo ollas y sartenes. Un olor a ajos y cebolletas llena la casa.
—¿Le dejas en la cocina? ¿No te preocupa lo que haga con la comida, lo que le pueda poner?
—¿Qué va a hacer? ¿Envenenarnos? —dice su madre—. Estoy cansada de cocinar. Sería feliz si no tuviera que cocinar nunca más.
Mira a su madre, que es una buena cocinera, una verdadera amante del buen comer.
—¿A Ray le gusta papá?
—No seas ridicula, ¿qué soy yo, moco de pavo?
Su madre respira hondo.
—Huele bien, ¿no?
Un ruido, un leve sonido esporádico, la saca de su habitación y la empuja hacia el pasillo. Camina sin hacer ruido pensando en pillarle, en pillar a Ray haciendo algo que no debe.
Lo encuentra en el suelo de la sala, sentado en un cojín. Tiene unos pequeños platillos relucientes entre el pulgar y el dedo corazón y de vez en cuando los junta: ping.
Vuelve al estudio.
—Está meditando —le dice su madre antes de que se lo pregunte—. Dos veces al día durante cuarenta minutos. Intentó que tu padre y yo lo hiciéramos. No tenemos paciencia. A veces nos sentamos con él, pero hacemos trampa: yo leo, tu padre se duerme.
Otra vez se oye el sonido de los platillos: ping
—¿No es el sonido más hermoso que has oído?
—¿Lo hace a intervalos específicos?
—Cuando su mente empieza a viajar. Llega muy lejos. Lleva veinte años meditando.
—¿De dónde es Ray? ¿Tiene familia? ¿Tiene trabajo? ¿Es miembro de alguna secta?
—¿Por qué eres tan suspicaz? ¿Has venido a visitarnos o a investigarnos?
—He venido a casa para hablar contigo.
—Pues no sé si tengo algo que decirte —le dice su madre.
—Necesito un consejo, necesito que me digas qué debo hacer.
—No puedo. Es tu vida. Tienes que hacer lo que te convenga. —Hace una pausa—. Me dijiste que ibas a venir a casa porque necesitabas algo, que querías algo, ¿qué era, algo que te dejaste en tu habitación?
—No sé cómo describirlo —confiesa ella—. Es algo que no tuve nunca. Algo tuyo.
—Yo no tengo realmente mucho que dar. Llama a algunos amigos, haz planes, vive. ¿No anda por ahí ninguno de tus amigos del colegio?
Tiene treinta y cinco años y, de repente, necesita a su madre. Tiene treinta y cinco años y no se acuerda de quiénes eran sus amigos del colegio.
—¿Qué quiere Ray de vosotros? ¿Qué saca?
—No tengo ni idea. No pide nada. Quizá el estar aquí sea suficiente, quizá sólo quiera eso. No todo el mundo necesita tanto como tú.
Hay un silencio.
—¡Maldita sea! —exclama su madre— Se me ha escapado un punto.
Sale de la habitación. Baja las escaleras. Quiere ver qué está haciendo exactamente Ray.
La puerta de la habitación de su hermano está entreabierta. La empuja más. Un gato pardo está acurrucado sobre la almohada; la mira. Ella entra. El gato se mete debajo de la cama.
La habitación está limpia y ordenada. Todo está guardado. No hay signos de vida, excepto por el hueco en la almohada donde estaba el gato y un suéter delgado doblado sobre el respaldo de una silla. A un lado de la cama hay un libro de cuentos, un vaso de agua vacío y un viejo despertador que suena bastante.
—¿Te puedo ayudar?
Ray está en la habitación. No sabe cómo ha entrado, cómo ha bajado las escaleras sin hacer ruido.
—Estoy buscando un libro —dice ella.
—¿Qué libro?
Se sonroja como si fuera una prueba.
— Robinson Crusoe.
Es un libro que tenía su hermano, un libro que solían ojear de niños.
Ray coge el libro de la estantería y se lo da.
Ella estornuda.
—Es el gato —comenta ella.
—Salud —dice él—. Si me perdonas... —agrega, y la conduce fuera de la habitación—. Quiero refrescarme antes de la cena.
En el baño de abajo todos los efectos personales de Ray están ordenados en una fila apretada sobre una toalla doblada: cepillo de dientes, peine, cortaúñas.
La caja del gato está en un rincón. Dentro hay cuatro pequeños bultos, mierda enrollada en la arena, bolas de porquería rebozadas en polvo ceniciento.
Su madre está sentada a la mesa.
—No he comido chow mein desde que la tía Lena solía prepararlo con lo que sobraba de la sopa de pollo.
Se oye el roce de un fósforo. Ray enciende dos largas velas.
—Ponemos velas todas las noches —comenta su padre—. Ray insiste en ello.
Ray se ha cambiado de ropa, lleva una camisa de seda naranja y parece irradiar luz.
—Es del Goodwill[7] —dice como si supiera lo que ella está pensando—. Debe de haber sido de un disfraz. En la parte de atrás del cuello, en rotulador negro, está escrito LEAR.
—Está delicioso —dice su madre, que paladea los sabores—. Jengibre, soja... ah, y maíz enano. ¿Dónde has encontrado el maíz enano?
Tiene algo que decir sobre todo.
—¡Qué hortalizas más sabrosas! Aceitunas, qué idea tan griega. El color de estos pimientos es fabuloso. La comida roja es muy buena para ti, es alta en algo. —Devora lo que tiene en el plato—. Comer es un placer cuando no tienes que cocinar.
—¿Hiciste tus recados? —le pregunta su padre a Ray.
—Sí, gracias —contesta Ray—. Poder usar el coche de vez en cuando ayuda. He llenado el depósito.
—No tenías por qué.
—Y le puse aceite. Miré también las ruedas; la trasera de la derecha estaba un poco baja.
—Gracias, Ray.
Lo detesta. Lo detesta profundamente. Es demasiado bueno. ¿Cómo se vuelve alguien tan bueno? Quisiera poder estar de su parte, quisiera pensar que es tan maravilloso como parece. Pero no se fía de él ni un instante.
—Más —dice su madre, y levanta el plato para que le sirvan—. ¿Qué pasa, no comes?
Ella niega con la cabeza. Si Ray los está envenenando, poniendo un poco de quién sabe qué en la comida, ella no quiere ni probarlo.
—No tengo hambre.
—Creía que habías dicho que estabas desfallecida.
Ella no responde.
—Arroz blanco y arroz integral —dice su madre—. Nunca llegaré a tener la paciencia de Ray. Yo nunca cocinaría dos clases de arroz.
—Es fácil: dos clases de arroz hacen felices a dos clases de personas —afirma Ray.
Su madre come y luego se levanta de la mesa. Se le cae la servilleta en el plato.
—Estaba maravilloso, divino.
Sale del comedor.
Su padre tarda más en acabar.
—Fenómeno, Ray, de verdad.
Su padre ayuda a recoger la mesa.
Ella se queda a solas con Ray.
—El matrimonio es algo difícil —dice Ray sin que venga a cuento. Ella se pregunta acerca de quién está hablando, qué es lo que sabe—. He estado casado.
Ray le pasa una cacerola para secarla.
—Apegarse a cosas rotas no es bueno para el ser —añade.
—¿Fue entonces cuando aprendiste a ser tan buen cocinero? Eres tremendo, todo un gourmet.
—Alimentarse bien es algo importante.
Habla como si estuviera traduciendo.
—¿De dónde eres?
—De Filadelfia.
Piensa que es de la zona de Main Line, que eso lo explicaría todo. Quizá por eso no le importa nada, quizá el dinero no signifique nada para él porque lo tiene, porque siempre que lo necesita tiene suficiente.
—¿Y a qué se dedicaba tu familia en Filadelfia?
—Tenían negocios.
—¿Qué tipo de negocios? —pregunta ella.
—Vestidos —responde él.
No es de Main Line.
—¿Tienes muchos amigos allí?
Ray niega con la cabeza.
—No soy una persona de trato fácil. No me gusta todo el mundo.
—¿Tienes familia? —pregunta ella.
—Me tengo a mí mismo —contesta él.
—¿Y qué quieres de nosotros?
—Tú y yo nos acabamos de conocer.
—Mis padres son personas sencillas, muy generosas —dice ella.
Suena como si le estuviera haciendo una propuesta, una oferta. Se detiene.
—¿Eres un gurú, una especie de santón?
—He meditado durante muchos años; simplemente, me hace bien saber lo que siento.
Tiene ganas de golpearlo, de agarrarlo y darle con todas sus fuerzas. La inflexible uniformidad de su tono, su falta de interés por el interrogatorio al que ella lo somete, su indiferencia, son tan arrogantes como exasperantes. Quiere decirle: te he calado, te crees algo especial, un enviado directo del cielo con tus pequeños platillos en los dedos: ping. Quiere decirle: puedes pretender ser todo lo indiferente, todo lo insensible que quieras, pero no te va a llevar a nada: ping.
—No te equivoques conmigo —añade Ray como si le leyera el pensamiento—. Mi indiferencia no es arrogancia, me la he ganado a pulso.
Sabe que si le golpea, no se defenderá. Que dejará que ella le pegue, que parecerá una idiota, una prueba de que está loca, de que él no hizo nada para provocarla.
—Eso es lo que piensas de mí —continúa Ray al tiempo que asiente con la cabeza como si estuviera muy seguro de lo que dice—. No soy nada. Sólo estoy aquí. Y no trato de ir a ninguna parte.
—Te estoy vigilando —dice ella al salir de la cocina.
La puerta del dormitorio de sus padres está cerrada. Llama antes de entrar. Están sentados en la cama, leyendo.
—Estamos pasando un rato a solas, pero juntos —le explica su madre.
—¿Molesto?
—No, qué va. No vienes muy a menudo por aquí —dice su madre.
—¿Qué está haciendo Ray? —pregunta su padre.
—Reorganizando las estanterías de la cocina, haciendo ollas de barro y cociéndolas en el horno y preparando pollos para mañana de acuerdo con la ley judía.
—¿Por qué piensas siempre que todo el mundo es más afortunado que tú? —le pregunta su madre.
—Estáis escondidos en el dormitorio con la puerta cerrada y él está ahí fuera, suelto en la casa, haciendo Dios sabe qué. Ha tomado la casa, dirige el espectáculo, ¿no lo veis?
—No estamos escondidos, estamos pasando un rato a solas, pero juntos.
Estornuda cuatro veces en rápida sucesión.
—Es el gato —explica ella.
—¿Has traído algo que te alivie?
—¿Por qué demonios es tan especial que puede venir y quedarse a vivir aquí con su gato?
—No hay razón para no compartir las cosas. De hecho, es mejor y más económico, y es muy considerado —observa su padre—. El problema de la escasez de vivienda se resolvería si más personas acogieran a otros, y, además, se usarían menos recursos naturales. Nosotros sólo somos dos. ¿Para qué queremos toda una casa? Fue idea mía.
—¿Y por qué no abrir un refugio y acoger a los desamparados y ofrecerles duchas gratis, etcétera?
—No te vuelvas loca de remate —le dice su madre—. En Chevy Chase no hay desamparados.
Ella mira alrededor de la habitación.
—¿Qué ha pasado con la mesa de la abuela? Solía estar en ese rincón.
—Está en un miniguardamuebles —contesta su madre—. Hemos llevado un montón de cosas al guardamuebles.
—Cajas y cajas. Llenamos una camioneta y se lo llevaron todo.
—La casa está mejor así, ¿verdad? Hay más espacio, es como si se sintiera feliz de haberse librado de toda esa basura —añade su madre.
—¿Dónde está el guardamuebles? —pregunta ella.
—En alguna parte de Rockville. Lo encontró Ray. Él se ocupó de todo.
—¿Habéis ido alguna vez? ¿Cómo sabéis que vuestras cosas están allí de verdad?
Cree que lo ha descubierto, que por fin ha pillado a Ray.
—Yo tengo la llave —dice su madre—. Y Ray hizo un inventario.
—Voy a ir a verlo a primera hora de la mañana. Ya veremos qué pasa.
—¿Por qué eres tan desconfiada? Tu padre no tiene amigos, esto es bueno para él, no lo estropees.
—¿Qué sabéis de Ray, quién es en realidad?
—Que escribe —interviene su padre.
—Sí, lleva un diario, lo he visto abajo.
—No deberías husmear en su habitación —comenta su madre—. Es una invasión de su intimidad.
—Ha escrito cinco libros, le han publicado relatos en el New Yorker —continúa su padre.
—Si es un escritor de fama mundial, ¿por qué vive con vosotros?
—Le caemos bien —dice su padre—. Somos compañeros de viaje.
—Tenemos suerte de que alguien nos preste un poco de atención ahora que somos viejos, porque tú no te vas a mudar a casa para cuidarnos.
—He venido a casa porque quería que os ocuparais de mí. Steve y yo estamos pasando por una etapa difícil. Creo que Steve se va a marchar.
—Tienes que aprender a dejar en paz a la gente, no puedes acosarlos todo el tiempo. Si le dejas en paz, quizá vuelva.
Su madre hace una pausa.
—¿Quieres que Ray vaya contigo?
—¿Para qué, para ayudar a Steve a hacer la maleta?
—Te puede hacer compañía. No sé si ha estado alguna vez en Nueva York. Le gustan las aventuras.
—Mamá, no necesito a Ray. Si necesitara a alguien, sería a ti.
—No —dice su madre.
Simplemente, no. Ella lo oye y sabe que desde siempre la respuesta ha sido no.
Su dormitorio es grande y pequeño a la vez. Ella es demasiado grande para la cama, pero, a la vez, se siente como una niña que se inmiscuye en su propia vida.
Cierra las cortinas y se desnuda. La lámpara de la mesilla está encendida, se enciende automáticamente al anochecer. Se acuesta en la cama de su juventud, mira la biblioteca, el oso de peluche al que intentó hacerle un peinado, su alcancía de vidrio aún llena de cambio, un póster de Jefferson Airplane-White Rabbit que cuelga de la pared detrás de la cómoda.
Tiempo detenido. Está tan en el pasado como en el presente, preguntándose cómo llegó hasta aquí. El colchón está duro como una piedra. Se da la vuelta y se pone boca arriba. No hay adonde ir. Se toma un par de píldoras de Productos para la Vida Moderna.
Sueña.
Su madre y su padre están de pie en la entrada con unas maletas viejas marca American Tourister.
—Me llevo a tu madre de viaje a Europa —le dice su padre—. Ray va a cuidar de la casa, se va a ocupar del perro.
—Está solo —le dice su madre—. Vino por café y nos trajo un gato.
Ella se esconde en el bosque, detrás de la casa, y la vigila con gafas de rayos X. Todo está en blanco y negro. Llama a su hermano por el walkie-talkie.
—¿Estás cerca? ¿Me oyes? Contesta, contesta.
—Aquí Roger. Estoy bajo el sol de California.
—Estoy vigilando a Ray —dice ella.
—Acaba de llegar el correo —comenta él—. Ray me ha enviado una tarjeta de cumpleaños y cien dólares en efectivo. Mamá y papá nunca me han dado tanto.
—¿Sabes dónde están?
—No tengo ni idea —dice él— Ni siquiera me han enviado una tarjeta.
Y entonces Ray la persigue por el jardín con los platillos en los dedos. Cada vez que los toca —ping— ella siente una aguda descarga eléctrica. Se le caen las gafas de rayos X. Todo cambia de blanco y negro a color, Ray entra corriendo, en la casa y cierra la puerta. El cerrojo de seguridad cae en su lugar.
Está del otro lado del cristal.
—Abre la puerta, Ray.
Encuentra la llave escondida en la maceta. La prueba. La llave no funciona, Ray ha cambiado la cerradura.
—Ray —grita mientras golpea el cristal—. Ray, ¿qué les has hecho a mis padres? Voy a llamar a la policía, Ray.
—Están en Italia —dice Ray, con voz apagada por el cristal.
Llama por el walkie-talkie, intenta hablar con su madre en Italia.
—No entiendes lo que te digo —le explica ella—. Ray os ha robado la casa. Ha cambiado la cerradura, no puedo entrar.
—No grites, no estoy sorda —le dice su madre.
Se despierta. La casa está en silencio excepto por dos fuertes ronquidos, como de sierra: sus padres.
Por la mañana se viste en su habitación. Se sentiría incómoda yendo en ropa interior del dormitorio al baño con Ray en la casa. Se viste, se va a lavar la cara y a orinar, y luego se dirige a la cocina por el pasillo.
—Buenos días —dice ella.
Ray está solo en la mesa de la cocina.
—¿Dónde están todos?
—Tu padre tenía una clase de arte y tu madre se fue de compras con la señora Harris. Te dejó su coche y la llave del guardamuebles.
Ray sostiene una cuerda, de la que cuelga una pequeña llave. La mueve hipnóticamente de un lado a otro.
—Te indicaré cómo llegar —le dice.
Ella asiente.
—¿Quieres un té de hierbas? Acabo de hacer una tetera.
—No, gracias.
Permanecen sentados en silencio.
—No soy exactamente una persona matinal —dice ella.
La señora Lasky está al otro lado de la calle, subiéndose a su coche, cuando ella sale.
—¿Cómo estás? —le dice la señora Lasky—. ¿Qué tal la vida en Nueva York?
—Muy bien, señora Lasky —responde ella.
—Ray es único, ¿verdad? Siempre me tiene lleno el comedero de aves. Me visitan los pájaros más maravillosos que te puedas imaginar. Ahora mismo, mientras yo desayunaba, un cardenal hembra vino por su desayuno.
El miniguardamuebles se llama TÚ LO ALMACENAS. TÚ TE QUEDAS CON LA LLAVE. TÚ ESTÁS A CARGO.Localiza la unidad, saca el candado y abre la puerta.
Había algo vagamente amenazador en la forma en que Ray movía la llave en el aire, pero le dibujó un mapa y parecía no saber o no importarle lo que pensaba.
Un sujetapapeles cuelga de un gancho en la puerta. Hay cuerda, cinta y un rollo de plástico con burbujas para embalar. Reconoce la silueta de la mesa de la abuela y la vieja mecedora de su padre. Cada caja está marcada, cada mueble bien envuelto. En el sujetapapeles hay una lista mecanografiada de las cajas con apéndices que detallan el contenido de cada una. JUGUETES DE NIÑOS, PLATOS DE MAMÁ, ENCICLOPEDIA MUNDIAL DE LA A A LA Z (MÁS EL ANUARIO 1960-1974), MISCELÁNEAS DEL ARMARIO DE LA COCINA, COSAS DE PLAYA, ETCÉTERA. Abre una caja para examinarla. Cree que estará rellena de periódicos, prueba de que Ray les roba, pero en vez de ello se encuentra sus notas del colegio, una tarjeta de San Valentín de su hermano para su madre y el sombrero que su abuela llevó a la boda de su madre.
Vuelve a sellar la caja. No hay nada que ver. Cierra la puerta y el candado y se va.
Mientras conduce hacia casa pasa por su antiguo colegio: ha sido parcialmente demolido. ESTAMOS CONSTRUYENDO UN FUTURO MEJOR PARA LOS LÍDERES DEL MAÑANA. REINAUGURACIÓN OTOÑO 2002. ¡ADELANTE, CONQUISTADORES!
Conduce de un extremo a otro de las calles jugando nostálgicamente a quién vivía dónde y a qué puede recordar de ellos: la chica de la voz hermosa que tuvo que ser rescatada de una secta, el chico que en sexto grado ya tenía su propia suscripción a Playboy, la chica cuya madre tuvo mellizos siameses. Se acuerda de su ruta de reparto de periódicos, de vender galletas de puerta en puerta como girl scout, de fiestas de cumpleaños, de patinar, de los Ice Capades.
Vuelve a casa.
Siempre que viene de visita, tarda veinticuatro horas en acostumbrarse a las cosas y luego todo le parece menos extraño, más familiar, como si no pudiera ser de otra forma: totalmente natural.
Deja el coche en la entrada. Su padre está en el jardín delantero de la casa sacando hojas con el rastrillo. Está de espaldas. Toca la bocina y él la saluda. Su padre ha estado en el jardín delantero de la casa rastrillando las hojas desde siempre. Lleva puesta la gorra de cuadros, un viejo suéter y pantalones de pana.
Sale del coche.
—¿Te acuerdas de cuando era pequeña —dice ella mientras se le acerca— y solíamos limpiar las hojas con el rastrillo? Tú usabas el grande y yo el pequeño de bambú...
Él se vuelve. Siente que la invade una sensación de terror: es Ray.
—Quiero que te largues —dice ella, espantada—. ¡Ya!
La ha engañado deliberadamente. Sabía lo que se iba a imaginar cuando llegara, cuando tocó la bocina y saludó, cuando dijo: ¿Te acuerdas de cuando era pequeña...? ¿Por qué no se quitó la gorra, se volvió y dijo: no soy quien crees?
—¿Dónde está mi padre? ¿Qué le has hecho a mi padre? Ésa no es tu ropa.
—Tu padre me la dio.
Se le acerca.
Ray está de pie con la gorra de su padre aún en la cabeza. Ella alarga la mano y se la tira. Él se agacha para recogerla.
—No es tu gorra —dice ella, que la agarra y la tira como si fuera un disco por el jardín—. No puedes meterte en la vida de la gente y pretender ser ellos.
—Me invitaron.
—Coge tus cosas y lárgate.
—No creo que eso dependa únicamente de ti —dice Ray. Es lo más parecido a una protesta a lo que se atreve—. No es tu casa.
—Sí que lo es —contesta ella—. Es mi casa y es mi familia y tengo cierta influencia sobre lo que pasa aquí. Son viejos, Ray. Búscate a otros.
Coge el rastrillo y lo utiliza para empujarlo dentro.
—Se acabó. Haz tus maletas.
Su madre llega justo cuando Ray está tratando de meter al gato en el transportín. El gato maúlla y bufa. Un taxi espera afuera.
—¿Qué sucede? ¿Le ha pasado algo al gato? ¿Quieres que lo lleve al veterinario?
—No puede quedarse —dice ella—. Estaba en el jardín haciendo como si fuera papá, con la ropa de papá. No puede hacer eso.
—Es un amigo de tu padre. Nos gusta que esté aquí.
—No puede quedarse —repite ella.
—Quizá no deberías haber venido a casa —comenta su madre—. Quizá es demasiado duro. Ya sabes lo que dicen.
—Estoy sólo de visita.
Ray sube las escaleras. Sólo tiene una maleta, el transportín del gato y una bolsa de papel marrón llena de sus suplementos vitamínicos, su germen de trigo y sus líquidos rojo y verde.
—No tiene por qué ser así —dice su madre.
—Sí —responde ella.
—Adiós —dice Ray, que estrecha la mano de su madre.
La forma en que le da la mano a su madre es perturbadora, desgarradora y patética, más y menos afectada a la voz que un abrazo pegajoso.
—No nos olvides, Ray —exclama su madre, que camina con él hasta la puerta y deja que se vaya casi tan fácilmente como entró—. Lo siento mucho, mis disculpas por esta confusión.
Y entonces ya no está. Ella va a la habitación de Ray. Examina las puertas. Ha dejado la llave sobre la cama junto a las ropas de su padre, cuidadosamente dobladas; la ropa de cama está apilada en un rincón.
Vuelve a subir las escaleras.
—¿Y ahora qué, Gran Señora? —la increpa su madre—. ¿Quién se va a ocupar ahora de nosotros?
—No lo sé.
—Tu padre no ha tenido siquiera la oportunidad de decirle adiós.
—No digo que no puedan ser amigos, y estoy segura de que lo verá en la próxima reunión sobre vitaminas, pero Ray no puede vivir aquí. Esto no es una comuna.
Está sentada en el estudio. Su madre hace calceta.
Su padre llega a casa.
—Hoy he hecho un buen dibujo —comenta su padre.
—Qué bien —responde su madre.
—¿Hay mensajes?
—No —dice su madre.
Se sientan en silencio durante unos minutos más.
—¿Dónde está Ray?
—Le hizo marcharse —explica su madre, que señala hacia ella con la aguja de hacer calceta.
—Estaba en el jardín, limpiando las hojas. Llevaba puesta tu ropa. Creí que eras tú, me asustó.
—Pues ha hecho un buen trabajo —comenta su padre—. El jardín ha quedado muy bien.
Una vez más se hace el silencio.
—¿Adonde se ha ido?
—No tengo ni idea, todo fue muy rápido. Quizá haya vuelto a la tienda de vitaminas —dice su madre.
Siente que no puede quedarse. Que ha trastornado demasiado las cosas, que ahora está verdaderamente fuera de allí.
—Supongo que debo irme.
Más tarde, esa misma noche, tomará el tren de vuelta a Nueva York. El apartamento estará vacío. Habrá una nota de Steve: «Creo que tenía que irme. Estoy donde Bill si me necesitas. Espero que hayas tenido un buen fin de semana.»
—¿Vienes a casa, alteras todo y luego, simplemente, te vas? —le increpa su madre—. ¿Por qué motivo?
—Quería hablar contigo.
—Pues habla —le dice su madre.