GEORGICA
Es un sueño fosforescente. Todo lo que se oculta bajo el manto de la noche se vuelve extraordinariamente claro, luminiscente.
Escondida en las dunas es un soldado de infantería, una espía, una intrusa libidinosa. La arena cede a su alrededor, como la piel sedosa de otro planeta.
Todo aquello que nos es tan familiar durante el día está ahora invertido, como un rayo X grabado en la memoria. Las arenas de la playa principal son costas desconocidas. Examina el horizonte con sus binoculares infrarrojos, rastreando. Al principio sólo se ve la luna sobre el agua, la blanca cresta de las olas, el brillo de la caseta de los vigilantes, el aura desteñida del estacionamiento. Más lejos, en la playa, antorchas polinesias iluminan figuras que bailan, antiguas apariciones en una ceremonia tribal. Más cerca se ve un destello, un fósforo que se enciende, un padre y su hija que salen de la oscuridad sosteniendo bengalas. Han venido al mar para encender el mundo; miles de miniexplosiones estallan como fuego antiaéreo.
—¡Más! —grita la niña cuando se apaga la bengala.
—¿Crees que ya estará mami en casa? —le pregunta su padre mientras enciende otra.
Mira el reloj y siente la presión del tiempo; el espacio del que dispone es corto, de doce a veinticuatro horas. Está lista y a la espera; lleva sus provisiones en un talego atado a la cintura, y su automóvil está aparcado bajo un árbol en el extremo más alejado del estacionamiento.
Los ha estado vigilando durante semanas sin darse cuenta realmente de que lo hacía; los ha estado mirando hipnotizada, sin pensar que podían significar algo para ella, que podían serle útiles. Son altos, delgados, con torsos de músculos lisos, caderas estrechas y hombros cuadrados; están creciendo, endureciéndose, ensanchándose. Ágiles y flexibles, se mueven con la despreocupación de los jóvenes, con la gracia que proviene de ser objeto de atención, de ser observados. Son chicos que trabajan mucho, chicos con empleos de verano, chicos con becas, chicos guapos, chicos buenos, chicos asombrosamente juveniles, chicos del verano, chicos que cada mañana izan la bandera americana y cada tarde la bajan y la doblan cuidadosamente, chicos hermosos. Chicos dorados. Le recuerdan el pan de molde tostado: se los imagina cálidos y crujientes al tacto.
Se asegura de que no haya nadie y cruza hasta la alta torre blanca de madera, un chapitel de la iglesia del mar.
Sube. Es ahí donde se apostan, siempre listos para rescatar a alguien de la corriente, donde se quedan de pie moviendo banderas rojas en el aire, señalando, donde hacen sonar su silbato, donde llaman a los bañistas para que vuelvan a la costa. «Oye, te has ido demasiado lejos.»
Saca sus provisiones y llena de condones el dispensador de vasos de plástico. Supone que creen que es un servicio del municipio; esperaba leer alguna carta de protesta en el periódico, pero nadie dice nada y siempre se acaban, guardados en bolsillos, en carteras, una docena al día.
Cuidadosamente, baja por la escalera y vuelve a su posición en la arena. A medida que se arrastra hacia delante, la arena húmeda le roza la barriga, se le mete bajo la banda elástica de los pantalones y le corre por las piernas, haciéndole cosquillas.
Empezó de modo casual; eran como fragmentos, aparentemente inconexos, alojados en su pensamiento, cada uno la llevaba a algo nuevo, cada uno la impulsaba hacia delante. Buscaba, en fiestas, en la tienda, en la licorería, en la ferretería, en la biblioteca, pensando que encontraría a alguien, pero lo único que veía eran grandes barrigas, malos modales, estupidez. Buscaba otra cosa, pero en vez de eso se encontró con ellos. Buscaba sin darse cuenta de que buscaba. Había estado observando durante semanas antes de que se le ocurriera. Era una observadora anónima amparada por el verano, que se pasaba los días sentada a favor del viento, escuchando sus conversaciones. No hablaban de nada: de las olas y el agua, de películas, de hacer surfing, de sus padres y el colegio, de chicas, de hamburguesas.
Se sorprende imaginándose que seduce a uno y se lo lleva a casa. Se imaginaba que le pedía un favor —¿puedes cambiar una bombilla?—, pero le preocupaba que pareciera demasiado obvio.
Se imagina toda la escena: el chico va a su casa, ella le señala la bombilla, él se sube a una silla, ella mira hacia arriba y ve su suave barriga, el bulto en sus pantalones cortos, le pasa la bombilla, se roza con él, le acaricia una pierna con la mano, va subiendo, tira del velero de la bragueta, lo libera del bañador.
Tienen una mitología propia.
Advirtió que disfrutaba con aquel pensamiento: era la primera vez que se permitía pensar así en meses.
Ahora nota que se ha distraído, vuelve a coger los binoculares y enfoca. Un viento fresco mueve la hierba de las dunas, por el aire se filtra la arena, que muerde, pica y aguijonea.
Un cazador de fortuna nocturno sale de la oscuridad y avanza por el estacionamiento con un detector de metales en la mano. Se adentra en la playa, rastrea baratijas, busca oro, intenta oír en sus auriculares el tictac de un Timex, un Rolex. Cuando oye la señal, se detiene y recoge la arena con su colador casero, la cierne como si fuera harina y se guarda unas monedas.
Los oye acercarse, el sonido de la radio del coche, el ritmo del bajo es una especie de anuncio anticipando su llegada. Música de rock. Un camión entra en el estacionamiento, ellos salen. Están en su refugio. Cada mañana, cada noche, vuelven, llegan a su base, seguros. Llega otro automóvil y luego otro. Viajan en grupos, en bandas, en cuadrillas que se esparcen por la arena. Y, como si supieran que ella está ahí, montan un espectáculo, forman una alta pirámide humana. Se caen riendo. Uno de los chicos les enseña el culo a los otros.
—¿Te estás exhibiendo o tirándote un pedo?
Revuelven la arena con los pies y esperan a ver qué pasa.
Tienen algo inocente y elemental, una torpeza que ella encuentra encantadora, una arrogancia adolescente que proviene de no saber nada de nada, de no conocer todavía el fracaso.
—¿Por qué no vamos a mi casa? Tengo pizza congelada.
—¿Compramos helados?
—Hay una hoguera en Ditch Plains.
Mean en las dunas y se van otra vez, dejando a uno detrás:
—Hasta luego.
—Hasta mañana —dice él.
El que se ha quedado se sienta en las escaleras de la caseta, esperando. Es uno de ellos, lo ha visto antes, reconoce el tatuaje: una banda que le rodea la parte superior del brazo, un jeroglífico. Se ha fijado en que lleva el largo bañador rojo de vigilante bastante bajo, descansando en la parte superior del culo, de donde sobresale un delicado mechón de pelo.
Un coche blanco llega al estacionamiento. Una chica sale de él. La luz del estacionamiento y la bruma del mar llenan el aire de un resplandor húmedo que los envuelve como si fueran nubes. Están de pie, son dos figuras angelicales atrapadas en sus cabellos. Caminan de la mano hasta la playa. Ella los sigue, manteniendo una distancia prudente.
Los binoculares infrarrojos, que son de gran ayuda, no eran parte del plan original. Los compró el fin de semana pasado en una venta de objetos usados en la casa de un coronel retirado.
—Eran míos, ésa es la caja original —le dijo el hijo del coronel, que estaba detrás de ella—. Mi padre me los dio por Navidad, eran increíblemente caros. Creo que los quería para él.
—¿Hay forma de que los pueda probar?
La condujo al sótano y cerró la puerta tras ellos.
—Espero no asustarla.
—No se preocupe —le dijo ella.
—Los desenvolvimos en Nochebuena, mi padre apagó todas las luces y me hizo probarlos. Recuerdo que recorría la habitación mirando al árbol de Navidad, que las luces se movían y luego tropecé, caí mal y empecé el año con los ojos negros como un mapache.
—¿Puedo probarlos?
Él le tendió los binoculares y ella extendió las manos, tanteando, hasta que tropezaron con las del hombre. En aquella oscuridad desconocida había algo aterrador; miró hacia la pecera, que resplandecía, buscando alivio.
—El botón para encenderlos está entre los ojos.
Los encendió y de pronto vio todo: patines de hielo, una vieja máquina para remar, recuerdos militares raros, un limpiador de hojas eléctrico, martillos y sierras colgados de ganchos. Vio todo eso y pensó que en cualquier momento iba a ver algo más, algo que no debía ver: un cadáver en una bolsa de plástico transparente en un rincón, una cabeza clavada en una pica, algo realmente horrible. Todo tenía ese espeluznante tono verde neón de las películas de terror, de la información obtenida de forma clandestina.
—Si le interesa, estaría encantado de venderle también una bayoneta y un casco —le dijo el hombre, y se los pasó.
El chico y la chica están en la arena, besándose. Hay algo delicado, indeciso, en cómo se acercan el uno al otro. Se besan y luego se separan, comprobando si todo va bien, descubriendo cómo se siente uno al tener una lengua en la boca, una mano en los pechos, la presión de una polla contra el muslo.
El chico le levanta la camisa y deja al descubierto un sostén blanco de estilo antiguo. La chica le ayuda a desabrochárselo. Sus pechos son sorprendentemente grandes; el chico coloca las manos sobre ellos, pero no está muy seguro de lo que tiene que hacer; su falta de experiencia es enternecedora.
Ella siente el ímpetu de los deseos de ambos. Y, de pronto, se siente excitada.
El chico se quita la sudadera y la deja sobre la arena. Están el uno encima del otro. Ella se imagina el olor del chico, a bronceador, a sudor y arena, y el de la chica: a guacamole, cebollas fritas, barbacoa, colonia rancia. La chica trabaja en algún restaurante local o como niñera: papilla, vómito, leche agria, colonia rancia.
El chico se levanta un minuto y se desabrocha el pantalón. Su polla, larga y delgada, tiembla a la luz de la luna. La chica se la mete en la boca. El chico se arrodilla y queda inmovilizado, paralizado por la sensación, mientras la chica se mueve de arriba a abajo, como uno de esos pajaritos de juguete que beben de un vaso de agua.
Ella se alarma, espera que no sigan, que no desperdicien su eyaculación.
—El condón, ponte el condón —piensa en voz alta.
El chico se separa por fin de la chica, se echa de espaldas en la arena, se mete la mano en el bolsillo y lo encuentra. Le cuesta ponérselo, y la chica le ayuda. Luego la chica está sobre él, montándolo, sus grandes tetas rebotan, flotan como dirigibles. El chico está de espaldas, aplastado, con los brazos hacia arriba, extendidos.
En cuanto el chico tiene el condón puesto, ella siente que su cuerpo se abre. En cuanto la chica está sobre él, ella se lo monta por su cuenta y se pone caliente. Quiere estar preparada. Los está observando y calentándose. Es mejor, más romántico, más relajado, que hacerlo de verdad con alguien.
Terminan abruptamente. Cuando acaban, se sienten avergonzados, abochornados, como dos desconocidos. Recogen su ropa, se van deprisa hacia el coche y desaparecen en la noche.
Espera hasta que no haya nadie y va rápidamente hacia el lugar, lo encuentra y enciende la otra luz, una linterna que lleva montada en la cabeza, como una lámpara de minero. Coge el condón de la arena y sostiene cuidadosamente la funda de plástico de la lujuria, del deseo. Lo bueno es que el contenido no se ha derramado, y que el chico ha hecho un buen trabajo: la punta está llena, cree que contiene unos tres o cuatro centímetros cúbicos. Trabaja con rapidez, saca una jeringa sin aguja de su talego y la dirige hacia el condón. Ha ensayado esa técnica en casa con condones Trojans lubricados y una mezcla de mayonesa y detergente para vajillas Palmolive. Con una mano tira de la jeringa, que absorbe el semen. Mantiene la jeringa hacia arriba, la tapa con cuidado para no derramar nada, apaga las linternas y vuelve en línea recta por la playa hasta su coche.
Ha reclinado el asiento del conductor todo lo que da de sí, y se ha puesto una pequeña almohada para la nuca: tiene que cuidarse el cuello.
Entra en el coche y se pone en posición, echada hacia atrás, con los pies sobre el salpicadero y las caderas arqueadas hacia arriba. Está cabeza abajo, como un astronauta preparado para el despegue, como si hiciera un movimiento de yoga, una especie de parada de hombros, y se ha colocado debajo almohadas para que le levanten las caderas. El volante la ayuda a mantener la posición.
Lleva unos pantalones que ha preparado especialmente para hacer el amor a su manera. Les ha ensanchado las costuras y les ha hecho un agujero en la entrepierna, un acceso muy práctico, y que no se nota. Introduce la jeringa por el agujero. La mete todo lo que puede y aprieta la jeringa: despega.
Cierra los ojos, se imagina que el esperma nada, aturdido, borracho, en un remolino, eyaculado del cuerpo al condón y luego del condón a ella. Se imagina que forma parte de la aventura de aquella pareja.
Después de unos minutos coge una esponja —envuelta en plástico, atada con una cuerda— y se la introduce para mantener el esperma contra el cuello del útero.
Meditación. Esperma que nada, esperma de playa, esperma de sapo, esperma de ballena pequeña, esperma de niño, millones de espermatozoides. Esperma y óvulo. Expulsa el óvulo, que se encuentra con el esperma en la trompa de Falopio y se acopla con él —como el chico y la chica en el estacionamiento—, y luego óvulo y espermatozoide viajan juntos, dividiéndose, replicándose, arraigando, implantándose.
Lleva allí unos cinco minutos cuando alguien golpea la ventanilla y la luz de una linterna la enfoca. No puede bajar la ventanilla porque el motor está apagado, y no quiere sentarse porque echaría todo a perder. Con la mano izquierda abre la portezuela del coche.
—¿Sí?
—Perdone que la moleste, pero no puede dormir aquí —dice el policía.
—No estoy durmiendo, estoy descansando.
El policía ve las almohadas, el suave collar que forma una de ellas alrededor de su cuello y, no obstante la poca luz interior, la reconoce.
—¡Ah! —dice—. Eres tú, la chica del verano pasado, la chica del halo.
—La misma.
—Vaya. Qué alegría verte por aquí. ¿Ya te has repuesto? ¿Va todo bien?
—Perfecto —dice ella—. Pero hay momentos en que tengo que descansar, inmediatamente y donde sea.
—¿Necesitas algo? Tengo una manta en la parte de atrás del coche.
—Estoy bien, gracias.
El policía se queda de pie junto a la puerta del coche, con las manos en la cintura.
—Yo fui uno de los primeros en llegar al lugar del accidente —le cuenta—. Cerré la carretera cuando te llevaron al cementerio.
Y también dirigí al helicóptero con las bengalas.
—Gracias —le dice ella.
—Me preocupaba que te nos fueras. La gente decía que te vio volar por el aire como una bala de cañón. Que nunca habían visto nada parecido.
—¡Uf! —exclama ella.
—Oí que pospusiste la boda —comenta el policía.
—Está cancelada.
—Lo entiendo, dadas las circunstancias.
Ella quiere que el policía se vaya.
—Y, cuando te da eso, ¿cuánto tiempo te quedas cabeza abajo?
—Una media hora —dice ella.
—Y ¿cuánto ha pasado?
—Un cuarto de hora.
—¿Quieres tomarte un café cuando termines?
—¿No estás de servicio?
—Puedo decir que te escoltaba a casa.
—Esta noche no, pero gracias.
—¿En otra ocasión?
—Claro.
—Siento lo de tu abuela; leí la esquela.
Ella asiente. Hace unos meses, recién cumplidos los noventa y ocho años, su abuela murió mientras dormía, que es la forma más dulce imaginable de morir.
—Es mucho en un año: un accidente, la cancelación de la boda, el fallecimiento de tu abuela.
—Sí, es mucho —dice ella.
—¿Eres aficionada a las aves? —le pregunta el policía—. Veo que llevas unos binoculares en el asiento de atrás.
—Estoy siempre al acecho —dice ella.
No sabe bien por qué, pero se imagina a sí misma tomándose un café con él, casándose con el poli del pueblo. No es un poli de verdad, no es alguien por el que tengas que preocuparte de que no vuelva a casa por la noche. Lo que le preocuparía es que hiciera algo estúpido, como subirse a un poste de teléfono para rescatar a un gato.
El policía sigue de pie junto a la portezuela.
—Creo que tengo que irme —dice el policía, que se acerca aún más a la portezuela del coche—. No quiero gastarte la batería.
Señala la luz interior.
—Gracias otra vez —le dice ella.
—Hasta luego —dice el policía, y cierra la puerta.
Golpea de nuevo la ventanilla.
—Conduce con cuidado —le dice.
Ella se queda como está durante un rato y luego saca las almohadas de debajo de su trasero, se estira cuidadosamente, endereza el asiento y arranca el motor.
Conduce hacia casa y pasa por la laguna, no hay forma de evitarla.
Estaba borracho. Después de una fiesta siempre estaba borracho.
—Estoy borracho —solía decir mientras iba por otra copa—. Estoy borracho —solía decir cuando ya se habían despedido y se iban andando en la oscuridad por el camino de grava.
—Conduzco yo —solía decir ella.
—Es mi coche —respondía él.
—Estás borracho.
—No, lo estoy fingiendo.
Era un viejo Mercedes descapotable. Hubiera debido ser algo perfecto: volver a casa con la capota baja, sintiendo el aire de la noche, arropados por los sonidos de las ranas, los grillos, con Miles Davis en la radio, un millón de estrellas sobre ellos, la estela de la Vía Láctea, sin que le molestara siquiera que el viento la despeinara: la fiesta se ha acabado.
Hubiera debido ser algo perfecto, pero en cuanto estuvieron solos afloró la tensión. Ella desapareció mentalmente y volvió a la fiesta, al sonido de vasos, a las mujeres con brazos y espaldas descubiertos, a los hombres bronceados de aspecto deportivo que se habían levantado temprano y llevado a sus hijos por donuts, que se habían pasado la tarde haciendo deporte —tenis, golf, vela—, que se habían dado una buena y larga ducha caliente y habían bebido un trago mientras se vestían para salir por la noche.
—¿Te hace ilusión planear la boda? —le había preguntado una de las mujeres.
—No.
No tenía ningún interés por la boda. Se suponía que se casaría con él, pero cuanto más tiempo pasaba más nerviosos se ponían los dos, y ella estaba cada vez más convencida de que no era una buena idea. Estaba contrariada por haber perdido el tiempo, porque se le estaba acabando el tiempo, porque sus opciones eran cada vez más limitadas. Había salido con hombres buenos, con hombres malos, con los hombres adecuados en circunstancias adversas y con hombres inapropiados muchas veces.
Y cuanto más tiempo pasaba, más se amargaba, más quería retroceder en el tiempo, más añoraba su juventud.
—Quedaos —solía decirles su novio a sus amigos cuando empezaban a marcharse y era evidente que la fiesta se iba a acabar.
—No podemos. Tenemos que llevar a la niñera a su casa.
—¿De qué vale tener una niñera si aún sigues estando totalmente atado?
—Ya es tarde —solían decir ellos.
—Es temprano, es muy temprano —respondía él—. Sois tan aburridos —solía decir él, lo cual les hacía sentirse incómodos a todos.
—Buenas noches —contestaban.
El conducía, el motor ronroneaba. Pasaban casas, iluminadas para la noche, con las luces del porche delantero encendidas, la luz del baño de arriba encendida, las luces de las mesillas encendidas. Él conducía y ella vigilaba con la mirada fija en los lados de la carretera, esperando captar los ojos de algún animal a punto de lanzarse a cruzar como un rayo, la sombra de un ciervo a punto de saltar.
Cuando se emborrachaba, buscaba pelea. Y si no había un hombre con quien pelearse, la tomaba con ella.
—¿Cómo puedes hablar incesantemente durante toda la noche y en cuanto entras en el coche no tienes nada que decir?
—Tampoco tenía nada que decir durante toda la noche —respondía ella.
—Eres tan jodidamente depresiva, ¿qué te pasa?
Él aceleraba.
—No voy a pelearme contigo —le contestaba ella.
—Eres la clase de persona que piensa que siempre está en lo cierto —decía él.
Ella no respondía.
Cuando llegaron a la ciudad, el semáforo estaba verde. Era una carretera estrecha, enmarcada por árboles centenarios, con una gran casa blanca a la izquierda, un hostal enfrente, la laguna en la que los patinadores hacían piruetas en invierno, el cementerio a lo lejos, el viejo molino, la iglesia episcopal, todo ello profundamente pintoresco.
Luz verde, adelante. Cuando llegó a la esquina, parecía que aceleraba en vez de frenar, que apretaba aún más el pie sobre el acelerador. Giraron en la esquina. Ella sabía que no iban a conseguirlo. Lo miró para ver si tenía las manos en el volante, si sabía lo que estaba haciendo, si pensaba que aquello era una broma. Y luego, cuando iba más deprisa, mientras patinaban y se salían de la carretera, entre dos árboles, sobre el embarcadero, ella apartó la mirada.
El coche se detuvo, pero su cuerpo siguió.
Recuerda que volaba como en una alfombra mágica, como cuando uno sueña que vuela, que volaba súbita, sorpresivamente, sobre agua y que aquella sensación no carecía por completo de placer.
Recuerda que pensaba que podía volar eternamente, hasta llegar a su casa.
Recuerda que pensaba que tenía que cubrirse la cabeza, que estaban cerca del cementerio.
Recuerda que se dijo a sí misma: ésta es la última vez.
Recuerda cuando dieron un paseo en canoa por la laguna. Un cisne cargó contra el bote como un torpedo, como un aerodeslizador, rozando la superficie, acortando distancias. Al principio pensaron que era divertido, pero después ya no.
—¿Le doy con el remo? ¿Intento darle en la cabeza? ¿Le rompo el jodido cuello? ¿Qué hago? —preguntaba y preguntaba su novio mientras remaba furiosamente, izquierda, derecha, izquierda, derecha, y ella permanecía muy quieta sentada en la proa del bote.
Algo la picotea ahora, la muerde.
Nota un olor fuerte, como a amoníaco, como a sales.
Recuerda que su cuerpo estaba suspendido.
—¿Nos puedes oír?
—¿Alguien puede sacar de aquí a los cisnes?
Agua que salpica. Gente que camina por el agua. Mucha conmoción.
—¿Te duele?
—No trates de moverte. No muevas nada. Nosotros nos ocupamos de todo.
Recuerda muchas preguntas, que el tiempo pasaba muy lentamente. Recuerda los pájaros, una iglesia, la hoja de un árbol, el cielo nocturno, luces rojas, luces blancas en sus ojos. Cree que gritó. Quiso gritar. No sabe si puede emitir algún sonido.
—¿Cómo te llamas?
—¿Me puedes decir tu nombre?
—¿Sientes esto?
—Te vamos a dar oxígeno.
—Vamos a ponerte una sonda intravenosa, puede que sientas un pequeño pinchazo.
—¿Te duelen los mordiscos en la cabeza?
—Sigue esta luz con los ojos.
—Mírame. ¿Me puedes mirar?
El hombre se vuelve.
—Necesitamos un helicóptero de evacuación médica. Va a tener que aterrizar en el cementerio. Hay que estabilizarla, con un collarín duro y sobre una tabla. Creo que tiene el cuello roto.
Cree que hablan de un cisne, que un cisne ha resultado herido.
—No te duermas —le dicen, y la pellizcan para despertarla—. Manténte despierta.
Y entonces está volando otra vez. No recuerda nada. Sólo lo que le dijeron:
—Tienes mucha suerte. Podrías haberte decapitado o haber quedado paralizada para siempre.
Está en un hospital lejano.
—Tienes el cuello dislocado entre la quinta y la sexta vértebra: en esencia, el cuello roto. Te vamos a poner un halo y un chaleco. Dentro de cuatro días volverás a andar como si nada.
El médico le sonríe.
—¿Entiendes lo que te digo?
No puede asentir. Lo intenta, pero no pasa nada.
—Sí —dice—. Usted cree que he tenido mucha suerte.
En el quirófano los internos y los residentes le ponen cuatro puntos en la cabeza.
—¿Has hecho esto antes? —se preguntan uno a otro.
—Lo he visto hacer.
—Te vamos a mover —le dice el médico, y lo hacen—. Hay que alinear la parte trasera del cráneo con el clavo de posición sobre el caballete de la nariz, aproximadamente siete centímetros por encima de las cejas, y hay que mantener una distancia igual entre la cabeza y el halo por todas partes.
—¿Cómo tienes los dedos? ¿Puedes moverlos?
Sí puede.
—Bien. Ahora mueve los dedos de los pies.
—No lo pongáis muy alto, porque si inclina la cabeza hacia atrás, sólo le dejará ver el cielo, ni muy bajo, porque entonces sólo podría verse los zapatos —dice el médico.
Parece que sabe de lo que habla.
—¿Cómo sientes mi dedo en la mejilla: fuerte o débil?
—Fuerte.
—Vamos a apretar simultáneamente una anterior y su diagonal opuesta posterior.
—Gracias. Páseme la llave.
—Cierra los ojos, por favor.
No sabe si le habla a ella o a otra persona. Alguien la mira directamente desde arriba.
—Es hora de cerrar los ojos.
La atornillan a un halo de metal, que es atornillado a su vez a un chaleco de plástico, como si fueran los andamios de un edificio, igual que cuando restauran la Estatua de la Libertad. Cuando terminan y la sientan, casi se desmaya.
—Es completamente normal —dice el médico—. Desmayos. Mareos.
El médico toca el chaleco: toc, toc.
—¿De qué estoy hecha?
—De materiales ultramodernos. En otra época te hubiéramos enyesado. ¡Imagínatelo! Supongo que no llevabas puesto el cinturón.
—¿Te duelen los mordiscos en la cabeza? —le pregunta uno de los residentes.
—¿Qué mordiscos?
—Vamos a limpiarlos, ponerles antibiótico y confirmar que esté vacunada contra el tétanos —dice el médico—. Trae varios antibióticos, por si acaso, nunca se sabe qué había en esa agua.
—¿Dónde estoy?
—En Stonybrook[4] —dice el residente, como si eso significara mucho.
—¿Quién dijo algo sobre un cisne? —pregunta ella.
Nadie le responde.
La primera que va a verla es su abuela. Tiene noventa y siete años y le pide a la asistenta que la lleve en coche hasta allí.
—Tus padres están en Italia, no hemos podido localizarlos. El médico dice que has tenido mucha suerte. Que estás intacta neurológicamente.
—Estaba borracho.
—Lo demandaremos y lo exprimiremos, no te preocupes.
—¿Qué le ha pasado?
—Se ha roto un hueso del pie.
—Supongo que ya sabe que no hay boda.
—Si no lo sabe, alguien se lo dirá.
—¿Te lo puedes quitar para ducharte? —le pregunta su abuela al tiempo que señala al chaleco de plástico.
—No. Todo está atornillado en una pieza.
—Bueno, para eso se inventó el perfume.
Sus amigas van a verla en grupos.
—Acabábamos de dormirnos.
—Oímos las sirenas.
—Creía que algo había explotado.
—¿Se rompió un hueso del pie? —pregunta ella.
—El dedo gordo.
Hay un silencio.
—Has salido en los periódicos —dice alguien.
Por la tarde, cuando está sola, llega el propietario del hostal.
—Vi cómo pasó porque riego las flores por la noche, antes de irme a acostar. Estaba fuera y vi el coche en el semáforo. Tu amigo tenía una expresión muy rara. El coche saltó hacia delante, entre los árboles, fue a parar al agua y se hundió de morro en el lodo. Te vi salir volando por el parabrisas, sobre el agua. Él estaba de pie, atrapado contra el volante, con una mano en el aire como si estuviera montando un potro salvaje mecánico, con el pie todavía en el acelerador y el motor encendido que hacía burbujas en el agua. Llamé al 911. Y fui a buscarte.
Hace una pausa.
—Te vi volar por el aire, pero no alcancé a ver dónde habías caído.
Como una peonza o un giróscopo humanos. Aterrizó en la casa de su abuela, un gran caserón en la playa, frente al mar. Aterrizó en el pasado, en la casa de su juventud. Se sentaba en el porche, arrellanada en un sillón de mimbre. Su abuela le leía historias de aventuras y descubrimientos. Por la noche, cuando se suponía que dormía, su mente fantaseaba. Soñaba despierta con una granja cerca del mar, con un niño pequeño que se escondía detrás de su falda, con un perro que ladraba.
Fue un verano en el exilio, al margen de las listas de invitados a las fiestas. Nadie sabía de qué lado estar. Se hablaba de una demanda judicial, algo «demasiado feo para el verano», le decían sus amigas.
—¡Que se vayan al cuerno! —le decía su abuela—. Nunca me gustó ninguno de ellos, ni sus padres ni sus abuelos. Eres una mujer joven, tienes tu propia vida. ¿Por qué has de casarte? Disfruta de tu libertad. Yo nunca me hubiera casado si me hubiera podido librar de ello.
Se inclinaba hacia delante.
—No le digas a nadie que te he dicho eso.
A los noventa y siete años su abuela la liberó.
Sus padres volvieron de Italia al final de la temporada.
—Haz como si no hubiera pasado nada —le decía su madre—. Vuelve a salir, y pronto conocerás a otros hombres.
Por la mañana va a la playa, su pelo huele a sal, su piel sabe a mar, la envuelve un aroma a sexo, un dulce olor, un cóctel: ella y él y ella, que asciende, mezclándose.
Va a la playa, se siente orgullosa y camina como si guardara un secreto. En cuanto lo ve, se ruboriza.
Él no sabe que ella está ahí, no sabe quién es. ¿Qué pensaría si lo supiera?
Lo observa mientras aprieta un tubo del que sale una loción blanca; se llena la mano con ella y se frota el pecho, la barriga, los brazos de arriba abajo, el cuello y el rostro. Se lubrica con la loción, luego sube por la escalera y se sienta a vigilar.
Si lo supiera, ¿pensaría que es una ladrona que le roba sin su conocimiento o que es bueno ser deseado, poseído desde esa extraña distancia?
Otro chico, mayor, camina descalzo por los tablones calientes del camino de la caseta de los vigilantes; mueve los pies rápidamente y los levanta como si bailara sobre ascuas. Ella se queda allí toda la mañana. No es el único chico; hay muchos otros. Es un juego sexual de baja intensidad, un ambiente que cambia continuamente.
Este año los vigilantes llevan bañadores nuevos: los Speedo reglamentarios hasta la temporada anterior han sido reemplazados por calzones más cortos y de perneras más anchas de color rojo. Bajo los bañadores están desnudos, pero se saben seguros de su atractivo sexual, tentadores, amenazantes. El bulto siempre está allí, disfrutando del roce de la tela, del escalofrío que siente cuando se encoge en el mar.
Observa cómo trabajan, cómo barren la terraza de la caseta, cómo ponen las sombrillas, cómo acatan la autoridad: aceptan las instrucciones del hombre que lleva el sujetapapeles. Antes de escoger a dos o tres de los más fuertes, más dominantes, observa cómo juegan entre sí. Elige al que tiene el pecho más liso y a otro de cabello casi blanco que el aire mece como si fueran plumas, y que se arrastra bocabajo sobre el estómago como un helecho teñido de rubio.
Ellos están formándose y ella se siente cada vez más vieja.
No es que se haya pasado todo el año sola: ha salido con hombres. Tengo un amigo. Tenemos un amigo. Él tiene un amigo. El amigo de un amigo. Tiene cuatro hijos de dos matrimonios que le visitan en sábados alternos. Es un buen padre. Conozco a alguien más, tiene un poco de miedo de comprometerse, es guapo, tiene éxito, sigue soltero. Y luego está el viudo: por lo menos, él sabe lo que es la pena.
El que ha estado casado dos veces quiere que se ponga un cinturón con un consolador y que le pegue con una fusta. El que tiene miedo de comprometerse es impotente. Ello no le importa en lo más mínimo hasta que le dice que es ella quien le hace sentirse así. El viudo es simpático. Está determinado a embarazarla.
—No te preocupes —le dice—. Voy á meter el pan en el horno.
Se corre antes de empezar.
—No es que no lo intente —comenta.
Y luego está el que no quiere tener hijos.
—No quisiera someter a alguien inocente a los defectos de mi personalidad —explica. Ella está de acuerdo.
Pensar en ellos le revuelve las tripas.
El calor aumenta, la playa se llena de domingueros. Es viernes por la tarde, y se tumban en la arena como si fueran sus propietarios.
Un silbato suena en el viento, los chicos cogen el flotador y se meten en el agua.
—Esto no es un juego —les dice el jefe mientras sacan a alguien medio ahogado.
Dos polis de uniforme azul oscuro caminan por la playa y arrestan a un hombre que está tumbado en la arena. Se lo llevan esposado en chancletas, con la toalla sobre los hombros. Oye una explicación.
—Infringió una orden de protección, acechaba a su ex novia. Ella lo vio desde la cafetería y llamó al 911.
La temperatura sube.
Se siente pegajosa, pegajosa de sal, pegajosa de sexo, pegajosa de demasiado sol. Vuelve caminando al estacionamiento y pisa algo caliente y pardusco. Sigue caminando. Quisiera que fuera alquitrán, pero sabe que es mierda; camina frotando el pie contra la arena, intentando quitársela antes de entrar en el coche.
El día se está estropeando. En la droguería, en el mostrador de la farmacia, donde hay una cola de gente que espera para recoger sus recetas para los problemas del oído de los bañistas, el pie de atleta o la enfermedad de Lyme, alguien le pellizca el codo.
Se vuelve. Cegada aun por el sol, tiene la sensación de estar en un túnel oscuro al que sus ojos intentan adaptarse.
—¿Va todo mejor? —le pregunta una mujer.
Ella asiente, sin estar todavía segura de con quién habla: es alguien del pasado.
—¿No vas ya por el club?
Sorprende a la mujer mirando lo que lleva en su cesto: protector solar, botellas de agua, condones, equipos para detectar la ovulación, guantes de plástico, pruebas del embarazo, aspirinas.
—¿Sales con alguien en especial?
—Pues no —responde ella.
—¿Cómo dice el refrán: «No te cases con quien folles. No folles con quien pienses casarte»? Nunca me acuerdo de cómo es.
Ella no dice nada. Solía pensar que estaba a la misma altura que las demás, que en la mayoría de las cosas estaba más avanzada que sus amigas, y ahora es como si se hubiera quedado atrás, fuera de la carrera. Siente que la mujer la inspecciona, la juzga, que mira su cesto evaluándola, como si fuese a ponerle una multa o a darle una reprimenda por comportamiento anticonvencional.
En casa se ducha y se sirve un vaso de vino. Si el accidente cambió el curso de su vida, la muerte de su abuela le aclaró que si aquello era lo que quería, tenía que hacerlo pronto, antes de que fuera demasiado tarde. Orina sobre una cinta de ovulación, y da positivo: en algún momento en las próximas veinticuatro horas el óvulo será liberado. Se imagina al óvulo en posición de lanzamiento, preparándose para salir, flotando por sus trompas, flotando como si volara a cámara lenta.
Retrocede en el tiempo. Hasta una revisión médica rutinaria, un chequeo anual; está desnuda bajo una bata de papel con los pies en los estribos.
—Baja un poco más —le dice el médico.
Usa un espéculo como unos alicates para abrirla totalmente. Se acerca la luz y mira dentro de ella.
—¿Has estado embarazada alguna vez?
—No —dice ella—. Nunca.
Todas las mujeres que conoce han estado embarazadas: embarazadas de novios que odiaban, de novios que preguntaban: ¿puedes deshacerte de eso? o, peor aún, que prometían casarse. ¿Por qué nunca había quedado embarazada? ¿Era demasiado buena, demasiado aburrida, demasiado responsable, o se debía a alguna otra razón?
—¿Has intentado quedarte embarazada alguna vez?
—No me he sentido preparada para tener una familia.
El médico continúa hurgando dentro de ella.
—Puede que sientas un leve raspado, es para el Papanicolau.
Siente el raspado.
—Intentarlo —dice el médico—. Es la única forma de quedar embarazada, intentarlo e intentarlo una y otra vez. No hay otro camino —añade el médico mientras saca el instrumento y se quita los guantes.
Vestida, se sienta en el consultorio.
—Pensaba congelar algunos óvulos, guardarlos para después.
—Si quieres tener un bebé, ten un bebé, no congeles uno.
El médico garabatea algo en un expediente y lo cierra. Se pone de pie.
—Saluda a tu madre. No la veo nunca últimamente.
—Hace diez años que se hizo una histerectomía.
Bancos de esperma. Hizo una búsqueda en la red; uno le envió una lista de posibles candidatos distribuidos por origen étnico, edad, altura y estudios; otro le envió un vídeo de una pareja infértil agarrada de la mano que hablaba de cómo escoger un donante de inseminación. Pensaba qué pasaría después, cuando la niña le preguntara: ¿quién es mi padre? No se podía imaginar diciéndole a la niña: R144, o que había escogido al padre porque tenía buena caligrafía, le gustaba el color verde y era «bueno tratando con la gente». Prefería contarle a su hija la historia de los vigilantes y que ella había nacido del mar.
Al atardecer comienzan de verdad sus preparativos. Mientras otros se preparan martinis, ella se pone su atuendo: los pantalones para hacer el amor a su manera sin nada debajo, una camiseta de seda y después el suéter aislante que se ponía cuando iba a esquiar. Se rocía Skin so Soft[5] de Avon en manos, pies y rostro. Se pone dos pares de calcetines, en parte para estar caliente y en parte para protegerse de las pulgas de playa, las garrapatas y los mosquitos. Se pone una sudadera con capucha, se la abrocha y se mira en el espejo: es totalmente vulgar. Parece una de esas mujeres que caminan solas con un perro por la noche, un alma ligeramente melancólica.
Se llena los bolsillos de la sudadera de condones: los viernes por la noche hay mucha actividad. Ahora piensa en sí misma como una especie de experta sexual, como una prostituta sin fines de lucro.
Vaga en coche por la ciudad —se detiene en el supermercado, en la heladería, en la pizzería, en el estacionamiento detrás del A & P— intentando presentir la noche que le espera.
Por la calle mayor caminan familias, los padres empujan cochecitos, las madres llevan de la mano a sus niños.
Oye el sonido de un bebé que llora y siente el impulso de correr hacia él; cree que sólo ella entiende la profundidad de ese llanto, hondo, existencial. Hay algo inexpresable en su deseo, algo que es incomprensible a menos que te hayas sorprendido mirando a niños y preguntándote cómo se los puedes arrebatar a sus padres, algo que es indescifrable a menos que sientas esa necesidad. Quiere ver crecer a alguien, le gusta la palabra «mamá».
Se aleja de la ciudad, explorando. Va hasta donde viven: cabañas que son más bien refugios improvisados y en las que no viviría nadie si no estuvieran junto a la playa. Sabe dónde viven porque una tarde lluviosa siguió a una camioneta llena de ellos hasta su casa.
No hay coches, ni signos de vida. En una mesa de picnic frente a una de las cabañas hay un par de vasos medio vacíos. La puerta está abierta: en realidad, no está encajada en las bisagras, así que no se siente demasiado mal cuando entra.
Al entrar respira hondo, y nota un olor muy fuerte. De una alfombra marrón, húmeda y oscura, áspera, se desprende un olor mustio como de zapatillas de deporte viejas: es difícil determinar si es la casa o son los chicos. Hay bolsas de patatas, latas de Coca-Cola, calcetines sucios, camisetas, cajas de pizza vacías. Es la versión nocturna de la caseta de los vigilantes. Cuatro dormitorios; ninguna de las sábanas combina con las demás. En el baño hay un gran tubo de dentífrico, un grifo que gotea, mugre, el asiento del retrete está levantado, una sola pastilla de jabón, dos peines y un cepillo: es un establo que necesita una limpieza.
Mira alrededor y coge una camiseta que sabe que pertenece a su mejor chico. Toma un par de calzoncillos de otro, una gorra de béisbol de un tercero, calcetines de un cuarto. No es que necesite mucho, pero así nadie armará demasiado jaleo al no encontrar lo que busca, más bien será como cuando se pierde una pieza de ropa de la lavandería.
Han escrito sus nombres en la parte posterior de sus ropas, como si estuvieran todavía en un campamento de verano, cada uno con su propia letra: Charlie, Todd, Travis, Cliff.
De vuelta al pueblo se dirige a una playa diferente, más melancólica, más solitaria. Se agacha en las dunas e inmediatamente divisa a dos personas en el agua: un hombre y una mujer. Saca los binoculares para observar pájaros e identifica al chico: es uno de los mayores, que se zambulle desnudo entre las olas. Nada hacia la chica, que se aleja de él nadando. El escondite. La mujer sale del agua y puede verla a placer: largo pelo castaño, cuerpo redondeado y maduro; es una mujer, no una niña. El chico nada hasta la orilla, sale detrás de ella y la tira en la arena. La mujer se suelta y corren otra vez al agua. El chico la sigue y finge que la está rescatando, la saca fuera del agua y la lleva hasta una toalla extendida en la arena. Se detiene durante un momento, hurga en su ropa y saca algo: no puede ver lo que es, pero abriga esperanzas. Su cópula es violenta, desesperada. La mujer lucha con él y le pide más a la vez. La muerde, la monta por detrás; ella está a cuatro patas como un perro y parece que le gusta.
Cuando terminan, recogen sus cosas. La ven al pasar y le dicen hola, como si no hubiera ocurrido nada. La mujer es mayor, tiene aspecto salvaje, es una especie de diosa de la tierra.
Cuando se van, ella corre por la playa. Encuentra el condón medio cubierto de arena: un residuo fláccido. Hay algo en la intensidad de su cópula, tan sexual, tan gráfica, que hace que no le apetezca tocarlo. Abre la cremallera de su talego, saca un par de guantes de látex de los de examinar, se los pone y, cuidadosamente, rescata el condón: dos centímetros cúbicos y medio. El semen es aprovechable, aunque está un poco arenoso.
Vuelve al coche, se pone en posición y, haciendo un esfuerzo por ser discreta, se insemina. Se queda en posición durante media hora y luego vuelve a sus rondas.
La aventura de la cacería. Camina de un lado para otro buscando a su hombre. Las playas están llenas de hogueras, de picnics, de fiestas con comida. El aire está lleno de olor a esencia de líquido para encender fuego, a carne a la brasa: las ascuas de las barbacoas, de un rojo brillante como lava derretida, crepitan.
Se pone los binoculares infrarrojos: todo brilla con ese verde inorgánico de las cosas de otro mundo. Todo es dramático, todo está invertido, cada gesto es una evidencia, cada movimiento tiene un significado. Ve en la oscuridad, ve lo que no puede verse. Un cigarrillo navega por la noche como un indicador. Ella tiene que maximizar su esfuerzo; no es suficiente con probar una vez, quiere sentirse llena, quiere muchos inseminadores, múltiples inseminadores, y que gane el mejor. Quiere competencia, quiere que haya una carrera, una mezcla, quiere mezclarlo y combinarlo todo.
Es temprano aún: la chica no sale hasta las diez o, probablemente, las once. Ella se acuesta en la arena, se frota los puntos de la cabeza donde le pusieron los tornillos, sueña despierta. Mira la caseta. Hay una veleta en el techo: es una ballena, una Moby Dick cuya silueta se recorta contra el cielo, que se mueve hacia el norte, el sur, el este y el oeste para indicar de dónde sopla el viento. Sueña con viejos balleneros, con pescadores, sueña despierta que está en un barco, lejos de la costa, en medio del mar. Piensa en su abuela, que la liberó. Piensa en lo orgullosa que estaría si supiera que está tomando las riendas de sus asuntos.
Por fin llegan. Son criaturas de hábito, que vuelven al mismo lugar donde estaban ayer, que se mueven ahora con mayor urgencia. Hay algo genuino, sentido, en los hábitos sexuales de los jóvenes: todo es nuevo, emocionante y aterrador, una aventura mutua.
Encuentra y recoge el segundo condón. En el coche, con las caderas hacia arriba, se insemina y espera.
Se imagina toda esa mezcla dentro de sí como la espuma del mar. Se imagina que con el esperma y la arena tendrá una niña que nacerá con pendientes de perlas en las orejas.
El periódico local publica una nota anunciando unas clases de preparación para el parto. Se matricula, pues piensa que tiene que estar preparada, que tiene que saber más. Sólo hay dos parejas; un chico y una chica que todavía van al instituto y una pareja de unos treinta años: tanto el marido como la mujer parecen embarazados, y ambos se beben unos refrescos enormes durante la clase.
—¿Para cuándo esperan? —le pregunta el instructor a cada embarazada.
—En tres semanas —dice la chica, que se frota la barriga como si quisiera pulir al bebé hasta la perfección—. Como no planeamos el embarazo, creimos que sería bueno planear el nacimiento.
—Cuatro semanas —dice la mujer dejando de sorber con su pajita.
—¿Y usted?
—Estoy en ello —dice ella. Y nadie le pregunta nada más.
En la mesa hay una muñeca, un útero hecho de punto y la reproducción del esqueleto de una pelvis.
—Su bebé les quiere —dice el profesor de partos, que coge la muñeca y se la va pasando.
Ella es la última en recibirla. La sostiene pensando que sería maleducado volverla a poner en la mesa: podría parecer una mala madre. La sostiene y acaricia el pañal de plástico del bebé de plástico, pretendiendo consolarlo. Siente la muñeca en su regazo y continúa tomando notas: época de gestación, el feto a las tres semanas, de los tres a los seis meses, a los nueve meses, dilatación del cuello uterino, las fases del parto.
—Todos los embarazos terminan en un nacimiento —dice el instructor, que sostiene el útero de punto.
Cuando sale del hospital se encuentra con el policía, que viene de la sala de urgencias.
—¿Te encuentras bien? —le pregunta ella.
—Pisé un clavo oxidado y me he tenido que poner la vacuna contra el tétanos.
Se frota el brazo.
—¿Qué hay de ese café?
—Claro, antes de que termine el verano —dice ella mientras entra en su coche.
Es una mujer a la espera de que comience su vida. Espera, cuenta los días. Tiene los pechos irritados, llenos, igual que cuando le estaban saliendo. Espera, cree que siente algo, pero no. En su ropa interior hay una mancha liviana, como humo, y por la noche empieza a sangrar. Pierde sangre espesa, vieja, como óxido. Pierde sangre roja brillante, como la de una herida de bala. Sangra profusamente. Se siente vacía, estéril, fracasada. Y mientras sangra llora por todo lo que no ha pasado, por todo lo que no pasará. Llora por los chicos, por los hombres, por su novio, por su abuela, por los fracasos de su familia y por sus defectos personales, que la han llevado a aquella situación.
Está aún más determinada que antes a intentarlo otra vez. Cuenta los días, mantiene gráficos de su temperatura y observa a los hombres.
Lo intentará con más ahínco, asegurándose de obtener por lo menos dos dosis en los dos días más factibles: nunca es demasiado. Continúa preparándose. Agosto, marea alta, el tope de la estación. Los periódicos locales publican que los ciervos en las carreteras alcanzan cifras récord, que alguien se ahogó en una playa sin vigilancia, que han sido avistados tiburones. Las páginas de atrás están llenas de eventos sociales: la gala anual del hospital, la gala del museo, el partido de tenis de los famosos, un partido benéfico de polo, torneos de golf, el espectáculo ecuestre. El escándalo del verano lo protagoniza un hombre que intentó entrar en el club de campo, fue rechazado y después se plantó a la puerta cada día con la esperanza de que alguien le hiciera pasar como su invitado.
Queda con el poli para tomar café. En el último minuto él la llama para cancelar la cita.
—Tengo que hacer horás extras. ¿Nos veremos otro día?
—Sí —dice ella—. Ya me llamarás.
Continúa sus rondas, su educación antropológica. Se vuelve cada vez más atrevida. Por curiosidad va a la otra playa, de la que siempre ha oído hablar, que es famosa por su actividad nocturna.
Hay hombres en las dunas, hombres que les han dicho a sus mujeres que salían a buscar leche o un paquete de cigarrillos y merodean por allí a la busca de un polvo rápido. Los binoculares infrarrojos le dejan ver todo muy claramente; crudo, animalesco, horroroso y erótico: pornografía pura.
Como una activista de Planned Parenthood, continúa distribuyendo sus provisiones de condones durante su ciclo. Quiere inculcarles ese hábito; quiere que practiquen un sexo seguro. Rastrea a sus chicos, tiene que estar al tanto, saber sus ritmos y rutinas. Tiene que saber dónde encontrarlos cuando sea el momento adecuado. Añade uno nuevo a su lista, un dormilón que ha crecido durante el curso del verano: Travis. Nadador excepcional, se mueve por la resaca como un pez. Se pone las aletas, camina de espaldas hacia el agua y despega.
Está en el agua todas las mañanas, hace miles de brazadas de un lado para otro, de arriba a abajo: el océano es su piscina olímpica. A veces ella nada con él. Se mete en el agua cuando él está dentro y siente que su cuerpo se desliza cerca del suyo. Ella nada medio kilómetro, un kilómetro, dejándose llevar por la corriente. Siente el picor de la sal en los ojos, las ristras de algas que se le cuelgan como flecos de los muslos, el tirón de la resaca. Cuando nada, no piensa que el mar se la puede llevar, sino que es una sirena y que ése es su hábitat. Nada hasta la siguiente torre de vigilancia, sale y vuelve caminando perfeccionando la forma de andar en la arena sin apenas dejar rastro.
El verano está a punto de acabar. Se ha estado tomando la temperatura, orinando en cintas, esperando que la secreción indique que está madura, lista.
En la playa principal, a media tarde, sus chicos se reúnen para hacerse una foto para la tarjeta de Navidad del pueblo. Se amontonan junto a la torre, llevan gorros rojos de Santa Claus, esconden el estómago y exhiben los músculos. Sonríen cuando les avisan. Ella está detrás del fotógrafo oficial y, con su propia cámara, dispara.
¿Le gustaría saber cuál de ellos será el padre de su niña, qué esperma tendrá éxito? Unas veces preferiría no saberlo, que fuera cualquiera de aquellos chicos, pero otras desearía que fuera el chico del jeroglífico, el que tiene la novia niñera o camarera: le parece el más estable, el más sincero.
Muy pronto volverán al instituto, y la aventura del verano se acabará. Ellos se irán y ella se quedará.
El día en que la cinta da positivo hace sus rondas.
Travis tiene una chica nueva, una rubia que trabaja en la cafetería. Los ve al otro lado del pueblo, cerca del muelle. Se besan durante más de cuarenta minutos antes de que se la lleve a la plataforma que está al final del muelle. Cuando terminan se zambullen para darse un chapuzón rápido, y ella mira el reloj impaciente, preocupada porque el esperma se esté enfriando. Le cuesta trabajo encontrar el condón cuando se van, hasta que por fin lo ve colgado de un clavo de uno de los pilares, como si él lo supiera y se lo hubiera dejado a punto. Cinco centímetros cúbicos: una buena eyaculación.
Se insemina tumbada en el coche, con las rodillas enganchadas al volante y cubierta con una manta para mantener el calor. Ahora hace más fresco por las noches; lleva una muda de ropa interior termal debajo del pantalón para hacer el amor y una manta, por si acaso, en el coche. Todos los chicos y chicas llevan sudaderas de universidades de élite, con las que declaran sus intenciones, preferencias, fantasías: Darmouth, Tufts, Universidad del Estado de Nueva York, Princeton, Hobart, Columbia, Universidad de Nueva York.
Se tumba mirando el cielo; hay luna llena, mil estrellas: Orion, Tauro, la Osa Mayor. Se tumba a la espera y luego se mueve. Está empezando a soplar viento. Al final de cada verano siempre hay una tormenta, una violenta conclusión de la estación, que arremete con fuerza y, literalmente, cambia el aire; el día que llega comienza el otoño.
Su pareja favorita está escondida tras la curva de una duna. Cuando llega ya están en ello. Deja los binoculares infrarrojos en el coche y camina iluminada por la luz de la luna con sólo su talego. El viento lanza arena por la duna; las olas golpean sin tregua. Lo hacen rápido, con práctica ya, lo hacen seriamente, sabiendo que ésta será una de las últimas veces, lo hacen y luego corren a cubrirse.
El condón está todavía caliente cuando lo encuentra. Lo sostiene entre los dientes y, usando ambas manos, amontona la arena y forma un montículo para apoyarse y mantener en alto las caderas. Se insemina tumbada en el mismo lugar donde han estado ellos. Se insemina oyendo el batir de las olas, el mar antes de la tormenta, mirando la luz de la luna que brilla sobre el mar.
Es un sueño fosforescente: cree que lo siente, cree que sabe el momento exacto en el que sucede: el esperma y el óvulo se encuentran el uno con el otro, se unen, estallan, se dividen, flotan, se implantan, se multiplican. Se imagina un caballito de mar, una cosa pequeña, enroscada, primitiva, que crece con retoños por manos: puños cerrados, una cabeza translúcida, ojos saltones. La siente afianzarse, alimentarse, hacerse humana. Se despierta hambrienta, lista. En mayo la conocerá, será una niña pequeña, que nacerá justo a tiempo para el verano: Georgica.