humano.
A pesar de todo, nos sentíamos responsables de lo que pasara allí, y cuando el hombre emergió y mostro su capacidad destructiva, nosotros acudimos en auxilio del planeta.
Así se crearon las primeras religiones, los primeros adoradores, y los subsiguientes sacrificios. Porque entre los nuestros, hubo quien desarrolló predilección por la carne y la sangre humana.
Miles de años pasaron para ambos planos, aunque en la Tierra parece que iban más rápido. Continuamos evolucionando, y también perdiendo nuestra esencia.
Lamentablemente, he de decir que yo nací de una de aquellas violaciones en masa a una hembra virgen. Mi madre descendiente directa de Él, fue entregada a un grupo numeroso de demonios, y quedo en estado.
Estas violaciones no eran como las concepciones de antaño. En aquellas la hembra elegía con quien estar, en las modernas la hembra está condicionada a entregarse, aunque no quiera, a numerosos varones, los cuales no tenían cuidado con ella. Muchas morían sin llegar a concebir.
Mi madre sobrevivió y llegué a ser testigo de los días más aciagos de nuestra historia. Quince años después de mi nacimiento, falleció el Rey Abricus y el Sello apareció sobre la cabeza de la Reina Liríam.
Ella era una joven encantadora, que ya había sufrido los desmanes de los machos. Sus cuernos habían sido amputados como mandaban las leyes que Abricus había impuesto, y su cuerpo había sido llenado con la semilla de diversos demonios, dando a luz a un varón. A ese pequeño se le empezó a llamar el Hijo.
También era la primera hembra que las Reliquias escogían, y no muchos varones tomaron la decisión con agrado. Mientras ella era coronada, estos tramaban como destituirla de su posición, y sentar a un macho, que consideraban sería más digno del cargo.
Izan era ese macho. Él organizó las revueltas que sucedieron a la coronación, el lideró los distintos ataques a su Majestad Infernal y él encabezó el ataque final a la misma.
Para entonces la Reina había tomado un consorte y abolido algunas de las leyes. Entre estas, la de la amputación de cuernos en las hembras y la violación de las vírgenes. Había tenido una pequeña victoria y organizaba mejor nuestro mundo de lo que había estado. Las diablesas se sentían respetadas por ellas y la apoyaban.
Intentó unir a los Clanes, las distintas variaciones de poder. Cada Clan tenía un poder especifico que sobresalía a los demás, y bajo esa bandera o insignia se reunían.
Liríam intento razonar con algunos de ellos, pero sus mentes estaban corrompidas por la ambición o la ignorancia, herencia de los tiempos de rechazo a Él. Renegaron de lo que les intentó enseñar, respeto y cariño hacia sus compañeras.
Otros clanes abrazaron los cambios con alegría, pues no eran felices con las tradiciones impuestas por algunos reyes y que la mayoría del Conclave mantenía. No hace falta decir, que la mayoría de los reyes eran descendientes de aquellos que vinieron a nuestro plano en la segunda oleada.
Al poco Liríam dio a luz a una pequeña, cuyo padre era uno de sus guardianes, pero la hicieron desaparecer antes de que la batalla final diese comienzo. A ella, a la niña la llamamos la Hija, porque nadie sabe cuál es su nombre ni donde está.
Poco después de la desaparición de la Hija, el Conclave se sublevo contra Liríam y empezaron a atacar a todo aquel que intentase protegerla.
Y así Liríam fue destruida, violada y torturada, en sus propias habitaciones del Castillo Maldito, como ahora lo llamamos, no sin antes maldecirnos a todos, y a su rival, Izan, lo condenó a una atroz muerte en manos de las Reliquias.
Nadie sabe exactamente cuáles fueron sus palabras ya que los miembros del Conclave no lo han relatado y ella no pudo hablar con nosotros.
El Sello desapareció, y el Trono se encerró en una habitación, El Conclave provocó una reacción en cadena que destruyó el castillo, del que ahora solo quedan ruinas, intentando volver a tener acceso al Trono.
Desde entonces nadie ha podido reinar en nuestro plano, y nadie lo hará si no es el elegido.
La mesa había mostrado a Jenny y Lainus las escenas que Ailas les relataba, mostrando el horror o la belleza de algunas partes de su historia.
El rostro de Jenny había palidecido ante la visión cruda de algunas de ellas, y Lainus intentaba hacerla entrar en calor frotándole los brazos.
—Es por ello que es tan importante que se vuelvan a unir las partes del Sello. Y a la vez, tan importante que antes de sentarte en el Trono, como sucesora provisional de nuestra Reina, que conozcas la parte que falta de la historia, y esa solo te la puede contar una persona. La hija de muestra Reina.
—Y donde esta ella, si puede saberse.
—En la Tierra, desde luego…
En otro lugar, en otra ciudad, una joven se levantaba de una cama. Sobre la misma, un hombre gordo retiraba de su sexo un preservativo y lo anudaba.
—Preciosa, creo que te has ganado un extra...
La joven lo miro con ojos vacíos, sin hablar, pasándose los dedos por su negra cabellera, que llevaba largo y suelto.
Se vistió rápidamente, pues sabía que pronto tendría que traer a otro hombre allí. Otro hombre que pagaría por estar una hora con ella y que le daría otro extra por dejarse usar.
Así era su vida o, mejor dicho, su pseudo—vida, porque ella solo hacía lo que su dueño le ordenaba.
Desde que tenía uso de razón, había sido propiedad de un hombre. Su madre, una prostituta también, no tuvo elección cuando nació. La chantajearon con quitársela hasta que murió cuando Clarisse tenía apenas diez años. Después de aquello, la usaron para grabar pornografía infantil.
A los quince quedo embarazada en una de aquellas sesiones. Tras el parto, demasiado madura para seguir en aquel ambiente, la pusieron a atender clientes.
Amaba a su pequeño desde antes de que naciera, aunque después del parto, fue chantajeada de la misma forma que su madre.
Max, de apenas año y medio, era inconsciente del sórdido mundo en el que había nacido. Clarisse deseaba escapar de aquella situación, pero con la vida de su hijo en juego, no se atrevía a huir.
Suponía que era lo mismo que le pasó a su madre, aunque ésta era drogada para que cediera a los deseos de su dueño sin luchar. Ella, en cambio, solo era sumisa.
Clarisse se miró al espejo, peinándose la oscura cabellera y sin ver nada en realidad.
Aún no cumplía los dieciocho años, pero parecía mucho mayor, a causa de los largos años de abuso, mala nutrición, el embarazo y el sufrimiento.
Nadie sabía de su existencia, porque Clarisse no era siquiera su verdadero nombre, era su nombre de trabajo. Ni siquiera estaba segura de tener partida de nacimiento a su nombre en algún lugar. Su hijo no la tenía, así que sospechaba que ella tampoco.
Sus ojos verdes estaban apagados, sin vida, que solo se encendían cuando miraban a su hijo. Su piel tenía un tono dorado que no se perdía a pesar de la debilidad o la anemia. Su metro cincuenta y cuatro de estatura no llamaba la atención.
Extremadamente delgada, se aproximó al gordo, que le extendía un fajo de billetes, lo tomó y lo guardó en el reducido bolso que llevaba. Nunca la dejaban descansar, excepto los días en que le bajaba el periodo, y a veces, si el cliente no era de los escrupulosos, incluso trabajaba a pesar de estar sangrando.
Su propietario era un hombre cruel, sobre todo con ella, porque sabía que no protestaría y que tampoco se resistiría a los caprichos de los clientes que le buscaba. Varias veces había amenazado con que su hijo sería el próximo. Clarisse temía por él.
Nadie sabía su edad, nadie sabía que no lo hacía por decisión propia. Y ella no era capaz de llorar por el dolor que le causaban.
Y algún día, sospechaba, desaparecería de la misma forma que había llegado a este mundo cruel, sin que nadie supiera nada.
Terminó de recoger sus cosas de la habitación al tiempo que observaba a varios vehículos policiales detenerse junto al edificio de sórdida fama. Era día de redada, por lo que parecía.
Con una sonrisa, suspiró por la suerte que tendrían algunas de las chicas que serían arrestadas hoy. Al ser menores, pasarían al cuidado del estado, se las quitarían a sus amos, eso, si tenían suerte y no las devolvían después de pasar tres días en calabozos.
Ella nunca había pisado uno de esos, pero sospechaba que sería más agradable que estar bajo el control de las autoridades locales que de su dueño. Pero él tenía a su hijo.
Cubriéndose con un fino vestido que no le llegaba más allá de medio muslo, sin sujetador, sobre el diminuto tanga que se había puesto después de limpiarse escrupulosamente en el reducido baño, se subió a los altos zapatos de ocho centímetros de tacón, de color negro, y salió del dormitorio sin mirar atrás, sabiendo que al cliente que dejaba lo atraparían en la recepción, pero saldría indemne por no haber sido pillado en la habitación.
Las voces de los policías subían por las escaleras. Varios de ellos se quedarían en la parte inferior, esperando a que algunos clientes y prostitutas escaparan por allí.
El resto, subirían por el ascensor, descendiendo en cada planta un número indeterminado de ellos, asaltando las puertas de las habitaciones.
Clarisse giró la esquina de la planta y acabó en un callejón sin salida. O al menos eso parecía. Sin dudar abrió una trampilla para la ropa sucia y echó por el hueco oscuro el bolso. Se quitó los zapatos y también los lanzó por el hueco. Después metió medio cuerpo por la trampilla, sujetándose en el interior con la palma de las manos. Finalmente, cuando las voces se aproximaban, Clarisse se deslizó con suavidad por la oquedad, que era lo suficientemente grande para su pequeño tamaño.
Clarisse llegó en apenas unos segundos a la lavandería, que a aquella hora estaba desierta. Tomó el bolso, los zapatos, y con sorprendente agilidad, se salió del enorme cesto de ropa sucia donde había caído y se dirigió a la puerta de esta, que daba a un callejón, lejos de las luces estroboscópicas de la policía y de la atención de los agentes.
En cinco minutos estaba lejos de todo el trajín del hotelucho y en dirección al edificio donde las tenían recluidas a todas.
En la sala, los dos demonios discutían.
— ¿De verdad piensas que es sensato mantenerla aquí, mientras tú vas en busca de información, Lainus?
Lainus se encogió de hombros.
— De lo que estoy seguro es que no expondré a mi compañera a los caprichos de otros demonios, sobretodo siendo desconocidos. Mientras Jenny lleve mi marca colgando al cuello ningún demonio en su sano juicio se atreverá a tocarla, por muy humana que parezca.
El Profeta, más que estar enfadado, tenía una sonrisa sarcástica en los labios y sus ojos brillaban de diversión.
— Y con quien os mando, el único peligro que tendrá Jenny es que la adopten. La hija de la Reina está ansiosa por que su Clan resurja, y los poderes pre cognitivos de Jenny señalan que claramente es un miembro de los Visionarios…
Los ojos de Lainus perdieron el brillo momentáneamente.
— ¿Estás seguro de eso que dices, Ailas? No quisiera que dieras falsas esperanzas a una población de machos solitarios.
Ailas asintió dejando la diversión a un lado.
— De alguna forma la Princesa consiguió concebir y que sus descendientes pasaran desapercibidos entre los humanos, tanto que se mezclaron con ellos. ¿Sabes lo que provocaría tal información si se divulgara? Si la ven aquí, no tardaran en atar cabos. Necesita desarrollar sus poderes antes de sentarse en el Trono.
Lainus miro a Jenny, que estaba distraída observando la historia impresa en las amplias paredes de la habitación. Las pinturas se movían si ella las tocaba, mostrándole lo que había ocurrido después. Ailas se volvió a mirarla también.
— Es una prueba más de quien es y de donde viene. Los murales de esta sala sólo reaccionan a los Visionarios, ya que fueron ellos los que los crearon. Ningún otro demonio puede hacer que las escenas fluyan y cuenten su historia, pero ella sí.
— Si los demás lo descubren, viajarían en tropel a la Tierra a buscar compañeras. Estaríamos ante un desastre mayor del que tratamos de evitar. ¿No es así?
Ailas asintió.
— Los varones, hasta el propio Conclave, se trasladarían a la Tierra y aplastarían a la humanidad convirtiendo a toda hembra humana en posible incubadora de sus retoños. Muchas mujeres morirían en sus manos porque una mujer humana normal no puede retener a nuestros hijos en su seno. Las que sobrevivieran serian usadas por todos hasta agotarlas y, aun así, nada nos asegura que la maldición de Liríam fuera destruida.
Con un suspiro Lainus asintió.
—Está bien la llevaré conmigo, pero no me gusta ni un pelo la idea, ya lo sabes.
Ailas sonrió nuevamente.
— No te preocupes, la Princesa es un poco excéntrica pero no es mala. Culpa al Hijo por ello, por mantenerla fuera de nuestro hogar, pero sin eso hoy quizás no existiría Jenny y sin ella y sus compañeras de destino, el fin estaría aún más próximo.
Jenny se volvió y
sonrió a ambos hombres que la miraban a la par. Lainus sintió como
su sangre se calentaba al pensar en que pronto tendrían que
enfrentar a un nuevo peligro.