centro de ésta, una enorme cama de sabanas de seda negra se hallaba. Una pequeña mesa estaba oculta por las sombras en una esquina. En otra, un pequeño arcón de color marfil desentonaba con la oscura y lóbrega habitación.
Él se dirigió al arcón, que se abrió solo. En su interior, envueltas en sedas blanca y dorada, descansaban una pequeña diadema de esmeraldas y un largo vestido rojo, oscurecido por algunas manchas de sangre de la última hembra que llevó dicha prenda.
Con un suspiro, se arrodilló frente al arcón y extrajo la prenda, oliéndola y abrazándola, deseando que ella aún pudiera calentar la fría tela.
— Liríam, mi amor, ha tardado, pero tu profecía acaba de empezar. Odio pensar que, como me dijiste, nunca estaremos juntos.
La tristeza del demonio era un oscuro manto que lo cubría de pies a cabeza. Con la prenda aún en sus manos, se levantó para recostarse sobre la cama. Colocó el vestido a su lado y lo desplegó con delicadeza.
Un nuevo suspiro escapó de sus labios mientras se quedaba dormido, rodeado por el intenso olor a lirios que emanaba de la prenda.
La primera vez que la vio, fue en su presentación como Primer Guardián, posición que nunca había deseado ni solicitado, pues ya pertenecía al Conclave como uno de sus ejecutores. No le gustaba estar bajo el mando de una hembra y mucho menos que ésta pudiera hacer y deshacer a su antojo.
Él era un claro ejemplo de macho dominante y arrogante. Grande, fuerte, entrenado desde muy joven en el arte de la batalla y del cuerpo a cuerpo. Pero las órdenes de la Reina Liríam no se desobedecían, porque, supuestamente, ella era capaz de conocer el destino de todos ellos.
Y allí estaba, inclinándose ante la etérea y encapuchada figura de una joven que estaba sentada en el Trono.
La Reina no era mucho mayor que él mismo, y en apenas unos dos meses había alterado el ya de por si alocado ritmo de vida del Infierno, prohibiendo la promiscuidad, las orgías que se celebraban para la fecundación de las hembras no emparejadas, las cuales eran arrastradas hasta tales lugares por sus propios padres y hermanos, y la posesión de los humanos para divertirse en sangrientos combates cuerpo a cuerpo.
Demonios, si la misma Reina había sido arrastrada a esas celebraciones, de las cuales había nacido su primogénito.
Cuando alzó sus ojos y clavó su mirada en la pequeña figura de duende que se sentaba en el Trono, quedó paralizado.
La Reina apenas alcanzaba el metro y medio y era delgada como una sílfide. Al caer la capucha, pudo observar el rostro más triste que jamás hubiera visto. Sus ojos, de un oscuro color chocolate, estaban rodeados por unas largas pestañas negras como la noche. Su piel era blanca, sin ninguna imperfección, de una pureza sin igual. Sus cabellos dorados caían en ondas desde la diadema de esmeraldas hasta sus hombros en sedosos bucles perfectos.
Sus labios, rosados y bien delineados, le hicieron hervir la sangre cuando se fijó en ellos. Su largo cuello le animaba a morderlo. Cuando deslizo su mirada por el cuerpo de la hembra, observó cómo, bajo la túnica que llevaba, sus pechos quedaban perfectamente enmarcados. Pequeños, redondos, seguramente terminados en suaves pezones que ansiaba por contemplar y ver si serían oscuros o rosados.
La Reina se sentó de una manera muy regia al principio, para, poco a poco, esconderse bajo aquella seda negra que la cubría. Cuando vio desaparecer los delicados pies bajo la tela, entendió que a ella tampoco le agradaba su destino.
Uno de los consejeros se adelantó un paso por delante del Trono y lo llamó.
Poco a poco salió de su estupor cuando, como si una fuerza invisible tirara de él, se arrodillo frente a la Reina y sus consejeros y juro lealtad.
— Yo, Dimano, el Destructor, juro lealtad a la Reina Infernal y al Trono. Protegeré su vida con la mía y luchare por ella si es necesario.
Una sonrisa triste frunció los labios rosados antes de asentir.
El Segundo Guardián fue llamado, repitiendo el juramento ante ella. Observó a su segundo con detenimiento, notando inmediatamente que había sufrido el mismo impacto que él, más al mirar a la Reina, esta lo miraba de una manera que le enfureció
Reconocía cuando una hembra se prendaba de un macho por los pequeños detalles. Y que lo azotaran con un látigo de siete colas si lo que veía no era un vínculo claro.
Por suerte para el Segundo Guardián, la Reina se retiró pronto y no hizo ningún gesto de favoritismo hacia él. Estaba deseoso de quitar a su rival de en medio.
Aquella misma noche, mientas deambulaba por primera vez por palacio, la encontró en los jardines con el Segundo Guardián, Tirias.
Con un suspiro alejó el recuerdo como si fuera un mal sueño. Desde que los vio supo que no era para él, pero en su afán guerrero no podía creer que el Torturador, un corpóreo, fuera mejor elección como padre de su Hija, como lo fue. La niña desapareció al poco de nacer y nadie pudo localizarla. La Reina murió pocas noches después en sus brazos, dejándole solo una promesa vana.
“En esta vida nunca estaremos juntos, pero habrá otra ocasión…”
Todavía resonaban en sus oídos el fragor de la lucha, mientras él permanecía paralizado por obra de la Reina. Nunca entendió por qué no lo dejó protegerla aquel aciago día. La Reina murió delante de sus ojos, al igual que lo hizo su rival, que, con el último suspiro, juro lealtad a su hembra, su Reina, la madre de su hija.
Por un segundo, deseó recibir aquel amoroso beso que ella le otorgó a Tirias. Deseó que sus lágrimas fueran por él.
Poco le duró cuando, como una pesadilla, los Sabuesos del Infierno entraron, destrozando el joven cuerpo de su amor. A pesar de estar inmovilizado, un grito surgió de su alma, un grito que paralizó a todos, cuando con el último aliento de su Reina, el Destructor consiguió moverse.
Como odió a su preceptor cuando entró y le detuvo antes de que consiguiera matar a los Sabuesos, mientras reía. Como lo odió mientras buscaba en las pálidas manos de la difunta el Sello. Y como se rio cuando, iracundo, éste descubrió que no estaba. Fue la única venganza que obtuvo, pues cuando se sentó en el Trono, este último lo carbonizo, privándole de la ocasión de matarlo con sus propias manos.
El Sello desapareció, y él nunca reveló a nadie que la Reina no lo había llevado aquel día. Seguramente, quienes se llevaron a la Hija[19], se llevaron con ellos el Sello.
Solo le quedo de recuerdo aquel vestido que él mismo cosió para que recuperara la apariencia que tenía cuando Liríam lo llevó. El vestido y la tiara que, según contaban, había pasado de madres a hijas en el clan de los Visionarios, clan que desapareció casi con la muerte de su amor.
Volvió a acariciar el vestido, incapaz de derramar ya más lagrimas por su Reina.
Con un suspiro, abrazó el vestido y se volvió a dormir.
Mientras, en los bajos fondos de la ciudad, Lainus guiaba a una temblorosa Janedith hacia un sucio local de venta de segunda mano.
En los estantes polvorientos, descansaban manoseados ejemplares de libros que habían perdido sus cubiertas, figuras de porcelana de escasa belleza, artilugios que no tenían ni pies ni cabeza, juguetes rotos, muñecas de trapo con sus vestidos ajados por el tiempo.
En las vitrinas del alargado mostrador se veían desde horribles anillos que parecían hechos para gigantes, hasta delicadas cadenas de plata y bisutería con colgantes de todo tipo.
En una esquina, un búho blanco descansaba sobre un soporte de metal. Ninguna cadena lo sujetaba, por lo que Jenny supuso que era disecado.
El olor a humedad y polvo rivalizaba con la pestilencia a porros y a incienso. Lainus tomó un libro muy manoseado de la estantería, sin dudar, soltando a Jenny. Esta, curiosa, alargó la mano para acariciar el plumaje intensamente blanco, impoluto, cuando el animal parpadeo primero con un ojo y luego con el otro.
Con un jadeo, retiró la mano, escuchando la cantarina risa de un anciano que se hallaba tras el mostrador.
— Tranquila, señorita, es ciego. Por eso está aquí.
Lainus se volvió a mirarla y sonrió. La tomó nuevamente de la mano y se acercó al mostrador, con el libro y un extraño colgante en la mano.
Cuando los colocó sobre el mostrador y el anciano lo miró, sus ojos relampaguearon. El aire pareció ondear, desapareciendo el intenso olor a porros, polvo y humedad. Al mirar al anciano, Jenny no pudo dejar de sorprenderse al ver que su rostro lleno de arrugas se tensaba con la juventud y el vigor. También parecía aumentar de estatura y corpulencia. Su cabello creció y se oscureció hasta tener el color del ónice y sus labios se alargaban, haciéndose más gruesos y sonrosados.
“Un tipo realmente atractivo.”
Lainus la miro con reprobación.
— Lainus, no me digas que ella no es de los nuestros.
— Hombre, ¿tú qué crees? Es mi compañera, la madre de mi hijo, es novata, solo se ha sorprendido.
El hombre miro a Lainus con gesto divertido y luego a Jenny.
— No sabía que podíamos emparejarnos con humanas.
Lainus se alzó de hombros.
— Parece que es algo realmente extraordinario. Solo espero que haya más, para nuestros compañeros. Con un poco de suerte, será la salvación de la raza.
—La salvación o su destrucción, depende de cómo lo mires, algunos se la cortarían antes de tomar a una humana como compañera.
Lainus sonrió como un lobo.
—Para algunos no será ningún cambio, ya que no se les levanta ni con viagra.
Una salvaje carcajada escapó de la garganta del hombre mientras abría el mostrador para que pasaran. Tomó el libro y devolvió el colgante a Lainus.
— Creo que sería bueno que lo llevara, por si las moscas. Ya sabes cómo son algunos machos y no creo que la quieras compartir. Es demasiado guapa.
Lainus asintió y colocó el colgante en el cuello de Jenny.
— Buena idea.
Y tomándola del brazo la empujó hacia la trastienda.
Jenny estaba tan
atónita, que lo siguió sin siquiera preguntar nada. Cuando cruzó
tras la cortina que no había visto al entrar, sintió un tirón y
todo se volvió negro.