Capítulo 10

—La literatura me dejará sola —le dijo a su espejo—. Tengo miedo.

Una vez más extendió su mano para tomar un libro. Lo necesitaba para calmar su angustia. Con ansiedad lo abrió para devorar su mensaje: «No existe nada tan lícito y hermoso como cumplir bien y naturalmente esta existencia. La más fiera de nuestras enfermedades consiste en despreciar nuestro ser».

Veronica suspiró.

«Mi vida es la literatura —reconoció—. ¿Cómo no amarla, si es la que me permite cumplir bien y naturalmente mi existencia? ¡Qué bien me siento cada vez que leo algún ensayo de Montaigne!»

Dejó el libro sobre la mesa.

Se quedó meditando. Las frases se introducían en el cuerpo como eficaz medicina. La paz comenzó a adormecerla.

—Michel de Montaigne está en Venecia —le anunció Renata, su dama de compañía.

—¿Quién? —Sobresaltada, Veronica abandonó la cama. Se paró frente a la muchacha. La tomó de los hombros para insistir—: ¿Quién?

—Montaigne llegó a Venecia. Dicen que en estos momentos está con el señor de Ferrier, el embajador del rey de Francia.

Veronica conocía al hombre docto que había sido relator de las memorias reales y había participado en el Concilio de Trento. «¿Tendrá la bondad de hablarle de mí si el maestro necesita solaz durante su estancia?» La cortesana se vestía inusualmente ansiosa. Apresurada, arreglaba sus cabellos con diferente cuidado. El maquillaje, también, fue sobrio.

«Voy a conocerlo. Necesito hablar con él», deseó.

Regresó a su biblioteca para buscar desesperadamente el libro que había dejado sobre la mesita hacía sólo unos instantes. Lo abrió y continuó leyendo: «Lo más maravilloso del mundo es saber cómo pertenecer a uno mismo». «¡Qué extraño! —se dijo Veronica—. ¿De quién es mi cuerpo? Pretendo su dominio y al mismo tiempo le pertenece a Venecia, a sus hombres… A la Parca, que lo envejece, que lo deteriora, que lo envilece. Mientras que yo… ¡Yo le pertenezco a la poesía!»

Al azar, abría las páginas. Sus ojos se detuvieron en el ensayo «De cómo filosofar es aprender a morir» y leyó: «Dice Cicerón que filosofar no es más que aprestarse a la muerte. Con esto señala que el estudio y la contemplación retiran en algún modo nuestra alma fuera de nuestro cuerpo y de nosotros, lo que es cierto aprendizaje y semejanza de la muerte».

Antes de concluir la lectura, dos esclavas le anunciaron que el filósofo francés quería visitarla. Veronica supo que su ruego interior había sido escuchado.

Era el lunes 6 de noviembre de 1580. Desde muy temprano, la mesa ya estaba puesta.

Todo resplandecía.

La luz del mediodía brillaba sobre los adornos de oro y plata. Encajes en los manteles, cristales en arañas y copas. Plantas y flores con deliciosos aromas completaban la exquisita decoración.

El hombre que fuera alcalde de Burdeos llegó puntual. Todo vestido de blanco, con sombrero y guantes, tal como estaba escrito en uno de sus ensayos: «…no puedo prescindir del sombrero y no puedo cortarme el pelo después de comer; me costaría tanto no llevar guantes como no llevar una camisa…». Cuando leyó ese pasaje, a Veronica le causó gracia por la manera superflua y fatua en que hablaba de sí mismo; contrastaba con los pensamientos profundos.

Veronica lo esperaba con un nerviosismo que se desconocía. Con disimulada seguridad, lo recibió con los brazos abiertos:

—¡Qué honor, monsieur! —lo reverenció—. Montaigne, el gran filósofo francés, en mi casa.

Él se inclinó para besarle la mano.

Después de una prudente espera, las esclavas llegaron con ostras, trufas e infinidad de sopas. La ilustre visita prefirió el asado con jugosa sangre. Casi crudo, como solía comerlo.

—Un poco más de sal —pidió el hombre.

Al llegar los vinos de Oriente, solicitó agregarle agua para no marearse.

Después de comer frugalmente se limpió la boca con servilletas bordadas en diferentes colores que exhibían dibujos con arcos y columnas.

Se acomodó en su asiento, levantó la cabeza para expresar:

—Venecia es lo efímero de la belleza. He navegado a la caída del sol. Quiero encontrar el alma de esta ciudad, Veronica.

Ella se sentó a sus pies, sobre un almohadón. Se iba tranquilizando. Fue entonces cuando lo miró a los ojos para confesarle:

—Venecia. Me envuelve su embrujo. Es una especie de ciudad imposible alzada por encima de las aguas pero a la que irremediablemente el tiempo la va devolviendo al mar.

La descripción iluminó la cara del gascón, que permaneció silente y pensativo. El intenso clima fue interrumpido por la llegada de la servidumbre con los postres.

Mientras ella saboreaba un helado, le dijo:

—¡Cuánto ha viajado! ¿Por qué?

Él, después de comer un manjar blanco, le contestó:

—Estoy dispuesto a ver qué hay más allá de mis narices. Por eso emprendí un largo derrotero… —Tras un nuevo silencio y, como buscando en su memoria, sentenció: —A quienes me preguntan la razón de mis viajes, les contesto que sé bien de qué huyo, pero ignoro lo que busco. ¿Acaso, Veronica, tú no has huido alguna vez de ti misma? ¿Acaso tu mente no te ha llevado por caminos desconocidos?

Veronica bebió un sorbo más de malvasía de Chipre para confesarle:

—¡Claro! Yo no he viajado, pero con mi mente he traspasado fronteras insospechadas. Pero tengo miedo, monsieur, tengo miedo… La literatura me dejará sola.

—«Tengo miedo», declaras tú. Y yo te respondo, Veronica: no hay cosa de la que tenga tanto miedo como del miedo.

Montaigne siguió reflexionando. Después de tomar unos cuantos sorbos de vino con agua, continuó:

—La literatura. Mi querida amiga, los libros son el mejor viático que he encontrado para este humano viaje. ¿Tienes miedo de la soledad, del silencio de la noche, del bramido del mar? —suspiró y tomó entre sus dedos una escultura de mazapán. Después de saborearla un buen rato, habló: —Oh, la soledad: un instante de plenitud.

Veronica empezó a recordar los momentos en que se sacaba la máscara y dejaba de ser aquel personaje que se escondía detrás de ese artificio para enfrentarse al peligroso alivio que le producía su más íntimo encuentro. El animarse a ahondar en lo más profundo de sí misma.

El filósofo francés comenzó a mirarla intensamente a los ojos. Al fin, le dijo:

—La verdadera libertad consiste en el dominio absoluto de sí mismo.

La escritora cortesana paladeaba una a una las palabras de ese único encuentro. Cada pensamiento, cada sentencia, la hacían sentir más plena. En ese memorable día, sus ansias de saber estuvieron de fiesta.

Ella, extasiada, le agradeció el diálogo. Se sentía feliz. Sabía que una fuerza mayor le había concedido el raro privilegio que había invocado con anhelo. Con una felicidad tan diferente, tan única, tan irrepetible. Nunca hubiera imaginado que la vida le regalara ese momento de intenso placer filosófico.

Montaigne, con una sonrisa, le expresó:

—El placer es mutuo, ya que la palabra es mitad de quien la pronuncia, mitad de quien la escucha.

Sin contestar, Veronica lo invitó a caminar hacia su biblioteca. Allí, sin dudar, tomó un libro dorado. Era su nueva obra, dedicada al cardenal Luigi d’Este, Lettere familiari a diversi, subtituladas Cartas escritas en la juventud. El novísimo libro, publicado hacía poco tiempo, el 2 de agosto de 1580, reunía cincuenta epístolas sin lugar ni fecha —entre ellas, una dirigida a Tintoretto, el maestro que la retrató— y dos sonetos escritos en honor del rey Enrique III de Francia.

Como si hubiera sido inspirada por el ánimo reflexivo de su interlocutor, Veronica había coleccionado una correspondencia imaginaria en la que se permitía realizar una crítica de la doble moral de la sociedad veneciana y de la condición de la mujer y, adelantada a su tiempo, escribió en defensa de los derechos de la mujer. Persuadida por su propia experiencia, afirmó que muchas tuvieron que ser prostitutas por la injusticia social imperante, que no les dejaba más opción que entregar sus cuerpos a quienes estuvieran dispuestos a pagar por ellos. Las honestas cortesanas eran también compañeras refinadas y cultas de poetas, príncipes, embajadores y altos dignatarios eclesiásticos. Las cartas conformaban una red donde se entretejía la íntima cercanía con los personajes a quienes Veronica se dirige en un estilo simple, ameno y cordial. Su tono coloquial es, al mismo tiempo, elegante, como lo era su hablar, como lo era su andar.

Decidida, la Franco le entregó una copia de su Cartas al gran maestro del ensayo y él, conmovido por la clarividencia de esta mujer, le obsequió un ejemplar en francés del libro que lo acompañó gratamente durante su periplo hasta Venecia, Poesías, de François Villon.

—No creas, amiga, en todo lo que dice este convicto que se salvó de la horca. Disfrútalo y combátelo con tu ingenio, pues su lectura nutrirá tu mente y hará germinar nuevas ideas.

Michel de Montaigne se despidió de la más famosa cortesana de Venecia.

Se llevaba la imagen de su brillante inteligencia.

Antes de salir, regresó para besar la mano de su anfitriona. Ella, con el pecho henchido de agradecimiento, se animó a decirle:

—Gracias, maestro. Como usted dice: «Para mí, el ejercicio más provechoso y natural que puede tener la mente es la conversación».

Una vez que el filósofo francés se retiró de su casa, Veronica regresó a su biblioteca. Quería atisbar de qué la había prevenido al entregarle el volumen, pero enseguida lo abandonó porque, todavía impresionada por la estela que dejó la presencia de su huésped, quería estar cerca de los libros del gran Montaigne. Se acomodó en su sillón favorito para releer los fragmentos más significativos de la obra y dejar que sus ideas la penetraran.

Las primeras luces del nuevo día la sorprendieron en la interminable lectura. El gozo había sido pleno y no le fue nada fácil desprenderse de las sabias palabras. Exhausta, apoyó la cabeza para descansar.

Ya había pasado el mediodía cuando una de las muchachas de la servidumbre llamó a la puerta para anunciarle otra visita. Veronica, aún somnolienta, la hizo pasar.

—¡Domenico Venier se muere! —irrumpió sorpresivamente Marco.

Ella no entendía nada. Su gran amor regresaba de manera intempestiva e imprevista para decirle que su gran amigo, su confesor, su editor, su maestro, se estaba muriendo.

Las criadas la vistieron. Ella no quiso tomar bocado. Apenas bebió una tisana. No podía ni quería perder tiempo. Quería salir para visitar a su mecenas, su padre, su benefactor, Domenico Venier.

Apenas comió. Hacía meses que no lo veía. Todo en ese punto del presente. La alegría por el regreso del hombre más amado se confundía con el dolor por la noticia.

Veronica estaba paralizada. Marco, temblando, la refugió entre sus brazos.

Ya se disponían a salir cuando la sorprendió la llegada de Anetta. Renata la recibió con el consejo de regresar más tarde. Fue inútil. Sin escucharla, Anetta siguió caminando como una autómata. Estaba desencajada. Los cabellos revueltos, la mirada perdida.

Al verla así, su amiga la abrazó.

—¿Qué pasa, mujer? ¡Estás temblando! —le habló desesperada ante el mutismo de su amiga. Veronica la miró a los ojos y la inquirió: —¡Por Dios, habla!

La mujer, sin lágrimas, ausente de sí misma, confesó:

—Mi marido… A mi marido lo encontraron muerto. —Y al revelarlo, se desgarró en un grito—: ¡Nooooo!

Tuvieron que sostenerla. Casi desmayada, la sentaron en el sillón.

Rápidamente, Marco pidió agua para reanimarla.

El hombre tomó entre sus manos la cara de Veronica. Apenas pudieron besarse. Apenas lograron prodigarse caricias bañadas en llanto e intercambiar suposiciones sobre la suerte que había corrido el esposo de Anetta hasta que Marco tuvo que dejarlas para salir con urgencia hacia la residencia de su tío moribundo.

El tiempo apremiaba.

—Te espero en el palacio. Ve en cuanto puedas.

Veronica se movía desesperada por la habitación mientras Anetta se reponía.

—Nunca te contó pero… la toga roja, sus secretas ausencias… Seguramente era miembro del Consejo de los Diez.

Anetta no salía de su asombro:

—¿Consejo de los Diez…? No comprendo.

Después de aconsejarle que se recostara en su cama, Veronica se sentó a su lado para contarle que los miembros del Consejo de los Diez estaban encargados de dirigir la administración pública, así como también la diplomacia, las actividades militares en tierra y mar, los servicios de espionaje y contraespionaje, los vínculos financieros y comerciales de Venecia en el extranjero.

—Mi marido… ¿espía? —La viuda se empezó a ahogar. —¿Se suicidó? ¿Lo mataron?

Veronica se levantó y le colocó un almohadón para levantar aún más su cabeza. Apenas podía respirar. La dueña de casa hizo silencio. Cerró las cortinas para que su amiga descansara.

Al rato, sobresaltada, Anetta se sentó en la cama para gritar:

—Sangre… ¡Nooooo! A mi marido… lo asesinaron… Espías… ¿Quiénes son?

Fue entonces cuando le contó que el Consejo de los Diez operaba desde 1310 para evitar revueltas internas contra el gobierno, así como los peligros por la estabilidad a causa de la corrupción política o el espionaje de las potencias extranjeras.

—Venecia, Anetta, se rige con sus propias normas y… Mira, aquí no está permitido que dos hombres de la misma familia desempeñen un cargo al mismo tiempo. Aquí no hay rey ni corte ni herederos a la corona. La brevedad del cargo favorece la transparencia. —Veronica tomó un sorbo de agua fresca para continuar: —Este Consejo, con su eficaz red de informantes y espías, en el año 1457 forzó la renuncia del dux Francesco Foscari después de que su hijo fuera al destierro a la isla de Creta acusado de sobornos y corrupción.

Anetta, ya más calmada, tomó la mano de su amiga:

—¡Qué inteligente! ¡Qué instruida! En cambio yo, como toda mujer casada, viví para procrear, ocuparme de la casa y hacer vida de familia… Pero el marido es… sólo aquel hombre que entra en la cama para copular en nombre de la obligación de perpetuar el apellido. —No podía dejar de hablar: —La esposa, en cambio, nada. Nada sabe de la vida de ese hombre fuera de la casa. No se habla, no se comparte… —Le tendió los brazos a Veronica para que por fin contuviera su llanto.

La escritora necesitaba ver a Domenico con suma urgencia. Tocarlo. Ayudarlo. Acompañarlo.

Se despidió de Anetta, que ya descansaba. Le pidió a su servidumbre que cuidara de ella. Se vistió con premura y, desesperada, logró subir a la góndola.

Los músculos tensos, doloridos. Su cuerpo era invadido por un dolor que no podía aliviarse en lágrimas.

El rostro de su mecenas y su infaltable risa se proyectaron en una nube y recordó aquella jornada inolvidable en que Tintoretto los había presentado. Desde entonces, su apoyo había sido incondicional.

«¿Cómo viviré sin ti?», se preguntó.

Al moverse la góndola, le empezaron a doler las caderas.

Por fin, llegó. Cuando se detuvo frente al palacio, las esclavas le dieron la mano para bajar. Veronica contuvo el grito de dolor de muñeca y dedos.

El paso de los años le hablaba al cuerpo. Al entrar, se sentó con dificultad.

Se pasaba la mano por la frente. Estaba decididamente agotada. Las disquisiciones con el gascón, la lectura que la mantuvo en vela, las repentinas apariciones de Marco y Anetta, ambos portadores de malas noticias, la habían conmovido. Y las pocas horas de sueño hacían mella en su cuerpo.

No podía ver nada a su alrededor. Inclinó la cabeza hacia atrás para buscar una bocanada de aire.

Agotada, se durmió.

Permaneció así un buen rato.

—Señora… —La voz de un criado la despertó.

—¿Sí?

—El señor la espera en sus aposentos.

Veronica acomodó sus cabellos y pidió ir al tocador para retocarse el maquillaje.

Venecia, famosa por sus baños. Trípode más o menos adornado que sostenía un cerco de madera sobre el cual se colocaba la jofaina.

Al aprobar su imagen en el espejo, salió al encuentro del enfermo. En el corredor, ensayó su mejor sonrisa. Marco la sorprendió con un abrazo.

—Camina bien erguida, por favor, como te vio siempre mi tío —le dijo muy bajo, le dio un suave beso y le abrió la puerta.

Con la respiración entrecortada, los ojos entrecerrados y un alarmante ronquido, Domenico Venier yacía digno en su cama.

Veronica se acercaba con sigilo, temerosa de molestar, de ser escuchada.

A pesar del cuidado, el senador la percibió.

Cara mia, vieni. Ya te conozco por tu perfume.

Al mover la mano, ella la tomó entre las suyas.

Vieni qui.

La cortesana se acercó aún más. Mientras le acariciaba la cabeza, le contestó:

—Aquí estoy.

Veronica tuvo que colocar su mejilla cerca de la cara de Venier para poder escucharlo.

—Háblame, bella.

—Señor, recuerdo la primera vez que fui a su salón… Tanto esplendor, tanta belleza, tanta cultura… —Luego de suspirar, concluyó: —Gracias, maestro.

Venier hizo un esfuerzo por sonreír.

Fue entonces cuando ella pudo proseguir:

—¡Qué maravillosas coincidencias! 1546, año de la apertura de su salón y año de mi nacimiento.

Con la voz quebrada, Domenico susurró:

—Hasta que en 1557… Ba… Badoer…

Ella secó el sudor del rostro de Domenico con su pañuelito con encaje de Burano mientras le decía:

—No se esfuerce, por favor… —le pidió y amplió—: Sí, fundó la formal Academia Veneciana. Allí se educaron a nobles… convivían la academia informal de Venier y la «permitida» de Federico Badoer… Conozco bien la historia, Domenico. —Veronica se puso a reír para agregar—: Pero a una y a la otra iban los mismos artistas y filósofos.

—Así es… hasta… que… —musitó el señor.

Ella completó:

—En 1557 Badoer fue en misión diplomática y en 1561… llegó la ruina económica. Y de inmediato, la peste negra.

Veronica se recostó al lado de su maestro. El enfermo respiraba con suma dificultad. La honesta cortesana continuaba acariciando su cabeza.

Segura de sí misma, declaró en voz alta:

—Y tuvieron que regresar todos a su salón. Venier, ¡cuánto hizo por los artistas venecianos!

Ella escondió sus lágrimas entre las ricas sábanas de seda.

En la penumbra, Marco lloraba silencioso.

Se sobresaltó al escuchar a Domenico, que tenía un acceso de peligrosa tos. Veronica abrió desmesuradamente los ojos. Las miradas de ella y de su amado se encontraban en el dolor.

Cuando el enfermo se recuperó, le pidió a su protegida:

—Veronica, por favor…, lee.

Ella, con la cara congestionada por el contenido llanto, sin dudar tomó de la biblioteca Sobre la brevedad de la vida, de Séneca.

Un criado se acercó para acomodarle las almohadas mientras Venier seguía rogándole:

—Lee, cara, lee.

Ella le pidió al siervo que encendiera una vela para ver mejor. Su inteligente belleza resplandecía multiplicada en los espejos de la habitación.

Veronica abrió el libro al azar. Sus ojos se detuvieron en una página y leyó:

—«Es necesario aprender a vivir durante toda la vida; y lo que quizá te pueda sorprender con mayor motivo es que durante toda la vida debemos aprender a morir…»

El hombre ya no podía hablar, pero con la mano le señalaba que continuara. Ella fijó sus ojos en la página siguiente:

—«Es propio de un hombre extraordinario: hazme caso a mí, y que se encuentra situado por encima de los errores humanos, el no dejar que se les escape la más mínima parte de su tiempo… ¡No se me permite vivir! ¿Por qué no se te permite? Porque todos aquellos que te reclaman para sí te apartan de ti mismo…»

La cabeza del poderoso político, poeta y mecenas de Venecia reposó para siempre sobre el pecho de la honesta cortesana. Ella, sin querer darse cuenta de lo definitivo, continuó leyendo con frenesí.

—«Pero aquel que aprovecha el tiempo en su beneficio, aquel que regula cada uno de sus días como si toda su vida hubiera de desarrollarse en cualquiera de ellos, ese no ansía el mañana ni lo teme.»

Marco la sacudía. Ella no podía o no quería reaccionar.

—Veronica, querida. Ya no te oye.

Ella, con la mirada fija en el libro, no escuchaba:

—«El máximo impedimento para vivir son las esperanzas que dependen del mañana. Pierdes lo de hoy, dispones de aquello que todavía se encuentra en manos de la fortuna y desprecias lo que está en las tuyas. ¿Hacia dónde miras? ¿Hasta dónde quieres llegar? Todas las cosas que están por venir se encuentran sepultadas en la incertidumbre, comienza a vivir desde este momento.»

Veronica Franco se puso de pie y, con fuerza, arrojó el libro sobre la alfombra. Con la mirada fija en la cama de su protector, caminaba hacia atrás. Su cara desencajada. Su cabellera revuelta.

—¡Qué contradicción! Comienza a vivir desde este momento —repitió enojada.

Ante la inexorable realidad, lloró.

Se apagaron las luces. Jamás recordarán quién cerró la puerta. Oscura soledad.

Domenico Venier murió el 16 de febrero de 1582.

* * *

«¿Cuándo vas a escribir un final feliz?», me preguntan las lectoras de novelas románticas. Y el interrogante lleva implícito un pedido.

¿Hay una fórmula? No lo sé.

Por fin se casaron, fueron felices y comieron perdices…

Lo cierto fue que esa pregunta me quitó el sueño.

No sabía cómo hacerlo.

Daba vueltas en círculo.

«¿Qué escribís?», me preguntó Jorge Naveiro, un viejo lobo de la industria del libro, cuando lo fui a visitar al Instituto Gorriti, el geriátrico de Palermo en el que vivía. Fui con María Kodama porque ella creía que Jorge podía ser un buen lector del manuscrito que tenía entre manos.

«¿Qué escribís?», me preguntó este hombre que había sido amigo de Borges y un gran editor que llegó a presidir la Cámara Argentina del Libro y la Fundación El Libro. María me miró. Le entregué una copia del primer borrador de Veronica Franco y desde ese día volví a verlo con regularidad. Hablábamos poco. Él, muy pausado. Pero siempre tenía una palabra amable y generosa. Hasta que una tarde me dijo que el libro le había gustado, que ampliara el prólogo y que al final de cada capítulo volviera a él, a retomar la primera persona, a reflexionar.

Sentí pudor. ¿Para qué hablar de mí, de mi vida, si la protagonista es Veronica?

«¡Intercalalo! ¡Animate!», me conminó cuando me notó dubitativa.

A la madrugada, me levanté y, sin pensarlo, me fui al living. Saqué una rosa del florero, aspiré su perfume y me puse a escribir…

«¿Qué escribís?», me preguntaba cada mañana cuando me levantaba temprano, casi al alba, para continuar la novela.

«¿Qué escribís?»

Jorge Naveiro murió el 17 de diciembre de 2015.