Prólogo

—Una mujer que quiera entrar a una biblioteca tiene que hacerse cortesana.

Abrí bien los ojos. Serían las cuatro o cinco de la mañana. El televisor había quedado encendido. En la pantalla, dos mujeres vestidas de época.

Una mayor, otra más joven.

¿Cuándo ocurrió? Hace algunos años. ¡Qué sé yo! Lo cierto fue que no pude seguir durmiendo. La película me desveló. La protagonista se llamaba Veronica Franco. Era inteligente, culta, definitivamente hermosa.

La época me resultaba familiar. Mis investigaciones en el Siglo de Oro. El XVI y el XVII en España. Esta película transcurría en el Cinquecento italiano. Más precisamente en Venecia.

Veronica Franco.

¿Será un personaje histórico?

Apagué el televisor. Era hora de dormir.

Imposible.

Veronica Franco me llamaba.

¿Será un personaje ficticio, concebido ex profeso para recrear una época, regodearse con el vestuario y los peinados y mostrar la opulencia de una potencia como la del Imperio veneciano? Las preguntas sobrevolaban la habitación hasta que, finalmente, concilié el sueño.

Al día siguiente, busqué.

No fue difícil dar con el título del filme. Una vez que encontré la revista del cable, busqué en la grilla el día, la hora y el canal y acerté con el nombre de la película. ¿La repetirían? Ese mes, al menos, no. Tendría que esperar a que la repusieran o hacer una pesquisa en los videoclubes de la zona.

Seguí buscando. Seguí soñando.

Las obsesiones sirven para continuar en movimiento. Las preguntas, para mantener el fuego encendido.

Veronica Franco, ¿existió?

Lo asombroso fue descubrir que el personaje protagonista de la película había vivido en la Serenísima República de Venecia durante la segunda mitad del siglo XVI, en un momento prolífico para la literatura y el arte.

Increíble. Quise saber más.

Veronica Franco había sido modelo de Tintoretto… cortigiana onesta.

¿Una honesta cortesana? ¿Una cortesana intelectual? Sí. Y escritora.

El carnaval veneciano, la peste, la Inquisición, la sumisión de la mujer, la libertad de la escritura…

Todas mis obsesiones estaban allí. Imposible eludirlas.

Soñaba con Venecia, la ciudad que, en 1453, tras la caída de Constantinopla, se había transformado en la nueva sede de los saberes clásicos y en el reducto humanista donde se congregaron los eruditos griegos emigrados a la península itálica.

Soñaba con Venecia, la ciudad que irradió la cultura grecorromana a través de los libros impresos en los talleres de Aldo Manuzio, un editor delicado, riguroso y visionario.

Soñaba con Venecia porque quería reconstruir el mundo de Veronica Franco, conocer sus limitaciones y entender cómo las salvó. Quería recrear el ambiente y los personajes. Precisaba entender cómo se construía la idea de amor platónico, cómo se formaba a una mujer para el amor venal y luego se la condenaba a la hoguera. Porque en su historia se encuentran ciertas claves para entender a la mujer y la condición humana durante esa zona de transición que es el Renacimiento entre la Edad Media y la Edad Moderna.

Veronica. Venus. Venecia. Veronica, Venus de Venecia.

Soñaba.

Soñaba con viajar a Italia. Después de todo, se trataba de desandar el camino. Regresar a la tierra de mis nonni.

Mio nonno.

Volví a la cocina de Barracas. Él y yo comiendo mejillones. Sin palabras. Miradas, observación, estudio. Silencios.

Era alto, rubio, de ojos celestes.

Regresaba a mi infancia.

En aquel tiempo, los chicos estábamos al margen de la historia cotidiana.

Secretos familiares. Más silencios. Sobreentendidos. Con retazos, los niños armábamos nuestras propias historias para comprender una mínima parte de lo que los adultos ocultaban y callaban.

—Mirá que soy hija de un tano de Sicilia —advertía mi madre cuando se sentía ofendida—. De donde viene la vendetta —amenazaba y gesticulaba, como si ella fuera a ejecutarla.

Y durante años me quedé con esa sentencia, con el olor a la albahaca del pesto y el sabor de la pasta amasada por la nonna.

Mio nonno.

Dicen que se fue de la bella Italia siendo muy joven. ¿De Sicilia? ¿Quién podía ponerlo en duda si mamá se besaba el índice dos veces para hacer la señal de la cruz cuando decía que era hija de un tano de Sicilia? Estuvo en Brasil y de allí pasó a Buenos Aires.

Serio, callado, inexpresivo…

—Nena, cuando murió el nonno —me contó mi tía Florinda—, en el bolsillo del saco, dentro del reloj, le encontramos unos cabellos tuyos.

Me quería. Me quería pero nunca me lo dijo. O… tal vez… en ese intercambio de mejillones que comíamos sin palabras fuera su «Te quiero».

Yo comía frutos de mar solamente con él. Muchos —muchísimos— años después, el sabor del agua salina me llevó hasta las orillas del Adriático. Era de otro mar. No había nacido en la isla bañada por el Mediterráneo, en Sicilia, como afirmaba mamá con tanta vehemencia. Entre cajones viejos, apareció su partida de nacimiento y la leyenda cayó por su propio peso: había nacido en Senigallia, provincia de Ancona, un pueblito fundado por los romanos antes de Cristo.

A Senigallia, tierra que lo vio nacer, hasta allí viajamos con Rafa. Necesitaba caminar sus calles, la arena de sus playas, donar mis novelas a la biblioteca. Quería entender a mi nono, comprender sus razones, sus silencios, su parquedad. Y devolver —simbólicamente— una parte de él, como si en mis libros viviera un hijo pródigo de la ciudad.

Senigallia se abrió hermosa y sobria, con sus restos arqueológicos, sus palacetes y, más allá, la pintoresca rotonda al mar, desde donde miré el mismo mar que miró mi abuelo y seguí preguntándome por qué.

En el casco viejo, atravesamos la plaza seca donde funciona el mercado de pescados, frutas y hortalizas, y en el Foro Annonario, sede del archivo histórico y de la biblioteca comunal, dejé mis libros ante la sorpresa de un diligente bibliotecario que comprendió cabalmente que la nieta de un senigallés hacía su pequeña ofrenda, como una forma de devolver a su morada una parte sustancial de su pasado.

Desandar camino. Italia, Argentina, Italia. Miles de kilómetros al sur, miles de kilómetros al norte.

Desandar camino. Venecia, Senigallia, Venecia. Trescientos kilómetros al sur, trescientos kilómetros al norte.

—Ana, nos quedan pocas horas para tomar el avión de regreso a Buenos Aires. ¿A dónde querés que vayamos? —preguntó Rafa.

Sin dudar, contesté:

—A la Madonna dell’Orto.

—¡Qué segura estás! ¿Por qué?

—No lo sé.

Caminamos por las movidas calles de Venecia, rodeados de mucha gente, disfraces y máscaras. Yo llevaba entre mis brazos tres libros. La larga espera del ángel, de Melania Mazzucco, con la tapa hacia fuera, custodiaba a «mis hijos literarios»: Regina y Marcelo y Felicitas Guerrero.

En el último tramo, recorrimos la Fondamenta della Misericordia, doblamos a la derecha para tomar la calle Larga Rosa, subimos y bajamos uno o dos puentes, atravesamos algunos campielli hasta dar con Campo dei Mori y, por fin, llegamos a la iglesia.

Antes de sacar la entrada, la mujer que estaba detrás del mostrador me señalaba los libros con los ojos desorbitados. No entendíamos nada. Cuando pudo hablar, azorada, nos dijo:

—La autora está aquí.

—¿Qué? ¿De qué me habla?

—De Melania. Ayer ella dio una conferencia aquí. —Temblando, agregó—: Espera. Voy a llamar al párroco.

Rafa y yo no salíamos del asombro. Seguíamos sin comprender el motivo de su repentina desaparición.

Enseguida llegó la sonrisa de Vittorio Buset.

Io sono un artista —nos dijo el sacerdote—. Melania es mi amiga. Ella volvió hoy a Roma.

«¡No puede ser! ¡Esto es un sueño!», pensé. Un libro me indicó el camino. La larga espera del ángel, la magnífica novela histórica que cuenta los últimos días de Tintoretto, fue mi guía durante la visita a la ciudad. Y la excelente ambientación de la Venecia del Cinquecento me permitió percibir el mundo que quería recrear para mi Veronica.

Los libros hablan por uno. ¡Vaya a saber qué dicen! ¡Y a quién, dónde y cuándo! El de Melania me había hablado sobre Venecia y luego, en la entrada de la iglesia, le había susurrado algo a la mujer para que nos condujera hacia su amigo, Vittorio, quien nos llevó hasta la capilla donde se encuentra la tumba de Tintoretto. Sobre ella aún estaban las flores que le había dejado Melania. «Una larga cadena de coincidencias», pensé.

Más tarde, nos detuvimos largamente para apreciar los detalles de «La presentación de María en el templo». Luego Vittorio nos invitó a ver sus esculturas. Aún conservo el catálogo de la muestra que incluye una foto de su madre.

Después de una visita privilegiada, afuera, los tres caminamos por Campo dei Mori hasta detenernos ante la casa de Tintoretto.

¡Qué mágica es la vida! ¡Cuánto tuvimos que viajar hasta llegar, pocas horas antes del regreso, al lugar buscado! Encontrar sin buscar. Recibir sin dar. ¡Cuántos misterios!

Y mis libros también quedaron en Venecia. Uno, para Vittorio Buset; y otro, para que él se lo entregara a su amiga, Melania Mazzucco.

Tomamos el avión de regreso. Cuando hicimos la escala en Roma, leí la última oración de La larga espera del ángel: «El dolor me ha abandonado, con la nostalgia, la tensión y la impaciencia. Puedo marcharme, por fin. El viaje ha terminado, he cruzado los tres reinos, ahora podéis encender el fuego».

Miré el número de la página. ¡512! Hacía mucho tiempo que no leía un libro tan extenso. ¡Y sin darme cuenta!

No bien llegué de Venecia, comencé mi amistad con Lucía Fontenla. La había conocido tiempo atrás. Sabía que era poeta, de su increíble proyecto caligráfico y multilingüe Variaciones de un ínfimo esplendor, de que toda su vida estuvo en contacto amoroso con el libro, de su pasión por las literaturas precolombina y oriental, de su tarea docente relacionada con las ciencias políticas… Su padre editor, la librería…

Pero nuestra más intensa conexión se produjo al comentarle sobre la creación de esta novela. Nuestros encuentros iban siendo cada vez más interesantes y enriquecedores. La bibliografía que me acercaba era impensada, propia de una ávida e inquieta lectora. Biografía de Venecia, de Eduardo Aunós Pérez, publicado en Madrid en 1948, por ejemplo, fue un libro fundamental para sentar las bases de esta novela.

(Su contribución resultó invalorable. Sin embargo, cuando escribí estas líneas no imaginé que, al corregirlas, tendría que agregar la tristeza de su muerte.)

En marzo o abril de 2012, invité a Claudia Pasquetti a mi nuevo departamento. Nos conocemos desde hace un tiempo, de la época en que ella era editora de la revista Luna. Por Felicitas, claro, como casi todo en mi vida. Llegó a tomar el té. Hablamos de maridos, hijas, nietos y literatura.

Después de un buen rato y como al pasar, le conté que el año anterior había estado en Venecia.

—Mis antepasados son de allí —comentó—. Después se radicaron en Amberes, Ámsterdam y más tarde vinieron a Argentina. Desde el siglo XVI se dedicaron a la fabricación del cristal.

—¿Qué? ¡No puede ser! —dije y salté de la silla, acicateada por la increíble coincidencia—. En estos momentos estoy escribiendo sobre Venecia, Murano… Es una novela ambientada en la misma época en que empezó el cristal… ¡Por favor, contame la historia de tu familia! —le pedí, aún incrédula.

—Por aquellos años, a mediados del siglo XVI, Jacomo Pasquetti era el propietario de la empresa más importante de cristal y fue uno de los primeros fabricantes que logró salir de Murano y extender el arte fuera de Venecia. Tras la muerte de Pasquetti, su viuda se hizo cargo…

Cuando nos despedimos, Claudia me prometió mandarme por mail más detalles e información sobre el cristal y sus orígenes.

Una vez más, los datos venían a mí. Sin buscarlos.

Pero no iba a ser la última vez.

Ocurrió el 11 de junio de 2013. El día anterior habíamos llegado a Merlo, en el valle de Conlara, en la provincia de San Luis.

Conocí la antigua capilla Nuestra Señora del Rosario, construida a mediados del siglo XVIII, antes de la fundación de la villa. Entré a la santería. En silencio, revisé libros, imágenes, medallas y estampas. Indecisa, di vueltas hasta que salí, atravesé la plaza y volví al hotel.

Después de dormir la siesta, sin saber muy bien por qué, tuve que regresar. Un impulso me condujo al mismo lugar en el que había estado durante la mañana.

—¿Sabía que la patrona de Merlo es la Virgen del Rosario? —me preguntó la vendedora con la que apenas había cruzado un saludo cortés. Levanté la cabeza para mirarla. Cuando supo que había captado mi atención, ella continuó—: Apareció en la batalla de Lepanto. Al triunfar sobre los turcos, los cristianos la consagraron el 7 de octubre de 1571… Pocos años después, cuando Pío X instituyó la fiesta de Nuestra Señora del Rosario dijo: «Denme un ejército que rece el Rosario y vencerá al mundo». Desde entonces…

Casi gritando, la interrumpí:

—¡No puede ser! ¡Yo tengo que escribir sobre la batalla de Lepanto! Me llevo una medalla.

La joven, como la muchacha de la taquilla de la Madonna dell’Orto, no podía entrever la relación entre los hechos. Pero para mí estaban clarísimos; sólo tenía que asirlos, entrecruzar los sucesos con los personajes —Veronica Franco, Tintoretto, Venecia, el carnaval, el amor venal y las cortesanas, el cristal, la violencia de la guerra, las cacerías religiosas, la erudición del siglo de la palabra impresa— y disponerlos de tal forma para que la novela cobrara vida y, con ella, ese mundo que había estudiado y que ahora venía a mí como una obsesión sin que yo se lo pidiera.

Estaba lista, preparada e inspirada por la materia que me rodeaba.

Luego de elegir una medalla de la Virgen del Rosario, le pedí a la joven que me la colgara y desde ese momento no me separé de ella.

—¿Cómo te llamás? —le pregunté.

—Sabrina —susurró, todavía asombrada por mi incomprensible transformación. En segundos, abandoné mi estado taciturno para convertirme en un cascabel parlante.

—Me voy a acordar de vos cuando la escriba —le prometí y me marché con la claridad que tanto había añorado desde que supe cuál era mi próximo desafío literario.

El camino de la creación es siempre mágico y placentero.

A veces, el sendero se bifurca y hay que elegir por dónde continuar. Ciertos mojones —un libro, una charla, una película, una palabra reveladora, un encuentro casual— sirven de guía aunque en la hoja desierta la nada del blanco predomine y haya que avanzar a ciegas.

Con esta novela salgo de mi país, Argentina, para irme a Italia. Lo siento como un viaje de regreso a mis raíces italianas.

Una vez más, Beppo, mi gato negro, interrumpe mi trabajo. Pasa por delante de la computadora. Tira papeles y anteojos hasta sentarse, una vez más, sobre mi manuscrito. Se llama Beppo, como el gato de Borges. Vive conmigo desde el 2007. Recién ayer me enteré de que su nombre pertenece a la lengua véneta.

¿Casualidad o causalidad?

Beppo insiste. Regresa, intempestivo. Una vez más, su enorme y sedosa cola me hace estornudar. Muevo la cabeza.

¿Cómo seguir escribiendo?

Respiro hondo.

Cierro los ojos.

«¡Tan… tan… tan…!»

Me propongo recuperar el orden veneciano.

«¡Tan… tan… tan…!»