Capítulo 9

Veronica se miró en el cristal del espejo. Le devolvía un rostro desencajado.

El gondolero la llamaba. Se cubrió la cabeza con la capucha de su larga capa.

Cerró los ojos. Se empezó a escuchar la canción. Ella suspiró.

—Mírate al espejo —dice Paola y toma la cara de Veronica con decisión—. Eres la más hermosa. Esta belleza te abrirá puertas.

La jovencita se quiere descubrir en la especular luna. Su expresión es inocentemente temerosa.

—Sonríe, hija mía —dice su madre. Toma el cepillo de plata con incrustaciones de rubíes y zafiros. Con felina delicadeza comienza a peinar su roja cabellera. —Con tu belleza y tu inteligencia conocerás a hombres cultos y poderosos.

—Pero Marco me hace sentir gozosamente vulnerable…

Paola no puede contener su furia. Le tira los cabellos con fuerza. No quiere que su esperanza de sobrellevar una vida digna se vea arruinada por un capricho juvenil. Golpea la cabeza de su única hija mujer con el cepillo.

—¡Despierta! —ruega la madre—. ¿Tú quieres amor? El amor vive en la poesía; pero con la poesía no comes.

Veronica se encuentra con el desconcierto del horror en el óvalo del espejo. Su adorada madre es una bruja. Gata erizada que abandona la habitación.

La hija, muda. Sorpresivamente paralizada.

Ni siquiera puede llorar.

Irremediablemente sola.

Mamma mia, no! Te quiero —le dice—. ¡No! —suplica—. ¡No! Marco… su voz… su piel… sus versos…

Veronica busca con desesperación:

Mamma, ¿dónde estás? —vuelve a preguntar.

Se toma la cabeza entre las manos. No puede llorar.

Hecha un ovillo, permanece quieta, como sin vida…

Revive… Recuerda… Recrudece…

La habitación de Veronica se oscurece. Es entonces cuando ella se pone de pie y camina hacia el escritorio. Toma una pluma… La moja en tinta negra… Las palabras empiezan a despertarse. Caminan desde su interioridad hacia el papel. Todo se va aclarando. Las letras se dan la mano. Pueblan el espacio. Iluminan cada rincón.

Por fin, puede descansar.

Ya los personajes la acompañan. El colorado de su cabellera se esparce sobre la blancura de la seda blanca de su almohada. Los finos dedos acarician el encaje de Burano de la sábana. Sonríe. Ya está en el mundo perfecto de sus sueños.

Allí la espera su amor. Marco Venier acaricia sus manos.

Toma la cabeza. La coloca sobre el césped. El prado ya es infinito. Las rosas multiplican su perfume. El violeta del crepúsculo los acaricia. Los labios se unen.

La protectora oscuridad vela el amor.

La placidez de la pareja es herida por la crueldad de un rayo. La tenebrosa silueta irrumpe el paisaje. Brillante melena larguísima. Satánica belleza. Brutalmente arranca a la jovencita de los brazos de su amante y se la lleva.

Veronica quiere regresar. Ella no la deja.

Cuando se anima a mirarla…

¡Mamma! ¡Mamma…! ¡Nooooo!

Sudorosa, Veronica se sienta en la cama. Seca la transpiración de su cara.

Aterida, se abraza. Se refugia en la almohada de plumas. Esconde su desencajado rostro.

Lejos se escucha un madrigal. La va dulcificando.

—Sí, madre. Alguien puede quererme… Marco… ¿por qué no?

La música permanece. Ella camina sin rumbo por la habitación. Se desespera. Toma el borde de la bata de seda y comienza a romperla.

Ahoga un grito. Por fin, estalla. La armonía de la canción es interrumpida por el ruido de la seda al romperse.

Mamma, ¿por qué no un hombre? Uno solo conmigo, como soy. Con mis libros, con mi amor a la poesía… a Virgilio, a Boccaccio… Podríamos leer juntos, madre. Sí, soy linda pero también puedo ser amada. El amor no es una enfermedad… Y si lo fuera… ¡Qué delicia padecerla!

Veronica se refugia en la cama. Ya no da más… no puede dejar de escuchar los recurrentes diálogos con su madre:

—No puedes, Veronica. Eres romántica, muy linda, demasiado linda… para un solo hombre. No sabes nada. Tranquilízate y escúchame de una vez. Yo sé. Conozco a los hombres.

—Pero, madre.

El gondolero volvió a llamarla.

Ella regresaba al presente.

¿Su madre? Muerta.

—¿Por qué sigue dominando mis pasos? —se quejó Veronica cuando abandonó su mundo onírico—. ¡Basta, madre! ¡Déjame en paz! —rogó una vez más.

Sobresaltada, abrió los ojos. Al mirarse se reencontraba con el congestionado rostro en la luna del espejo.

Suspiró.

Acomodó la cofia en su cabeza. Alisó con sus manos la capa y, decidida, se levantó.

Su fiel Renata ingresó a la habitación para comunicarle cuál era el motivo del llamado. Se vistió con urgencia y, sin palabras, salieron a la fundamenta.

El gondolero le dio la mano. El violeta del cielo se reflejaba en las aguas.

Se empezó a escuchar la canción. Ella suspiraba.

Cantando, se dirigían hacia la isla de Murano.

Murano, la isla del vidrio. Y desde poco tiempo atrás, del refinado cristal.

Allí, una mujer, la viuda de Pasquetti, construyó una gran empresa.

Exquisitos objetos eran comerciados. El dinero crecía desde las manos de la señora.

Los chillidos de una gaviota anunciaron tierra.

Murano.

Desde 1510 el espíritu de Murano se alimentaba del incesante rezo de dos eremitas camandulenses, Tommaso Giustiniani y Vicenzo Quirini. En 1513 escribieron un libellus dirigido al papa León X. Allí le rogaban al nuevo pontífice la unión con la iglesia oriental. También la formación de un clero indígena en las tierras de misión. Que la evangelización no se mezclara con el colonialismo. Los dos camandulenses imploraban en Murano por la primacía de la Escritura. Rogaban al Señor por la unión de la Iglesia.

La conciliación de la Iglesia frente a los bastones inquisitoriales. Se unía a los camandulenses la voz de Pierre Favre. El padre jesuita predicaba el deseo de cambiar el mundo con fraternal dulzura. En la Iglesia, no todo era condena. Desde las sombras pujaba por nacer la luz del amor.

Los ojos de Veronica se regocijaban ante los espléndidos jardines y las exquisitas mansiones, segundas residencias de los ricos.

Al rato, pasaron por la Basílica de Santa Maria y Donato.

—¿Entramos? —preguntó con no disimulada ansiedad.

Los mosaicos bizantinos los recibieron. Cuenta la leyenda que en esa iglesia están los huesos del dragón que mató San Donato.

Amanecía cuando la vieja Odín Bonadea le dio la mano para bajar. Tenía los cabellos largos, oscuros y piernas flaquísimas. La cara era sólo ojos. Enormes, inquisidores y, al mismo tiempo, confiables.

La mujer estaba alarmantemente delgada. Se movía con dificultad. Con frecuencia, se detenía para tomar aire. Respiraba con entrecortados estertores. Su cara, escondida detrás del oscuro velo.

Junto a ella, Beppo, su gato negro.

Comenzaron a caminar. El felino acariciaba las piernas de Veronica.

Cuando ella se detuvo, él la iluminó con el penetrante amarillo de sus ojos. También el animal era contradictoriamente mimoso y temible. Confusión plena pero inevitable.

Por fin llegaron a la casa.

Se escuchaban los gritos de los vecinos:

—¡Que la quemen! ¡A ella y a su gato negro!

Para sumar inquina, los linderos aseguraban que por las noches volaba sobre su escoba.

Otros, que durante varios días no se la veía. Sólo estaba Beppo. Los más osados afirmaban que ella se metamorfoseaba en su gato.

La puerta se abrió. La oscuridad fue interrumpida por la luz de una débil candela. A un costado, casi imperceptible, una vieja bordaba. De sus mágicas manos iba surgiendo el ancestral dibujo. Tulipanes, granadas, claveles, irises se unían entre sí plasmados en el rico encaje. El Oriente se revelaba en las flores barrocas.

Odín la presentó:

—Veronica, mi amiga de Burano.

La mujer apenas levantó la vista. Esbozó una tenue sonrisa y continuó el bordado.

La dueña de casa tomó la mano de la joven. La sostenía entre las suyas.

Silencio.

Sus ojos permanecían cerrados. Veronica también parecía dormida.

Una vez más, recordó el primer encuentro. Las palabras de Odín, su pitonisa, su sabina frente al oráculo, que profetizaba, como en trance:

—Veo éxito, muchos hombres, los más cultos, los más refinados, los más ricos. Dinero, la belleza de las palabras… Toda la Serenissima habla de la hermosa Veronica Franco.

Algo pasó a su lado. La suavidad de los pelos la acariciaba. Estornudó. Al abrir los ojos, se encontró con la enorme cola de Beppo. Imposible dejar de tocarlo. Él le respondió con un ronroneo. El gato se acariciaba contra la cara de la mujer.

Odín tosió. Le costaba hablar. Su voz, apenas audible, se perdía en el ambiente.

Mia cara —se ahogaba—, te mandé llamar… porque… porque… me despido —dijo y se tiró hacia atrás, desesperada por encontrar aire.

—¿A dónde? ¿A dónde te vas, mi sibila? —Veronica, sobresaltada, se puso de pie. La interrogaba con sus alarmados ojos.

—A dónde me llevan, dirás. —Al tomar una carta de tarot exhibió su delgada mano ensangrentada.

—¿Qué está pasando, Odín? —Veronica buscaba la mirada de su amiga.

—Me llevan a la isola de la que no se regresa. —Agachó la cabeza y, en un tono casi imperceptible, confesó—: Al lazzaretto.

Veronica se desplomó en el sillón. Cubrió su cara con desesperadas manos.

No hacía falta nombrar la definitiva despedida.

Después de un elocuente silencio, la mujer enferma se levantó. Tomó a su gato para colocarlo sobre el regazo de aquella joven a la que años atrás le había presagiado una vida acomodada entre los prohombres del Imperio veneciano.

—Cuídalo, Veronica Franco. Nunca escuché un nombre mejor. Veronica, vero, la verdad. Veronica, cuyo manto es permanente espejo del rostro del divino Nazareno. Franco, la franqueza. ¡Qué bello nombre! —Sus manos temblaban al acariciar por última vez a Beppo. —Se acurrucará sobre tus poéticos papeles y velará por ellos. Toma esta enorme bolsa tejida por mi amiga de Burano. Mete al gato allí. Que no lo vean los vecinos.

Triste, pero firme, se dio vuelta para indicarle la salida con la mano en alto. Veronica acató su orden.

Fuera de la casa, los vecinos vociferaban:

—¡La bruja tiene la peste!

—¡Ya no volará por las noches con la escoba!

—¡Pronto morirá!

—¡Claven la estaca en su corazón!

—Y a Beppo, que lo pongan en la bolsa para quemarlo con los otros gatos el Viernes Santo.

Veronica abrazaba la preciosa bolsa. La colocó debajo de su abrigo para que no descubrieran al animal.

Renata y el gondolero la protegían de la lluvia de piedras que caía contra la casa de Odín.

Al subir a la pequeña embarcación para regresar, la mujer tocó su cara. Empezaba a llorar, una vez más, con su llanto seco.

Al llegar se encerró en su habitación. Se quería encontrar en el cristal del espejo. Su rostro estaba congestionado. Alguien se acercaba. En la imagen especular descubrió a Beppo, su nuevo guardián.

Seguro de sí mismo, el gato se acostó sobre sus papeles, tal como se lo había advertido la buena de Odín.

Nunca más estaría sola.

* * *

El gato y la literatura.

¿Por qué los escritores amamos a los gatos?

¿Por qué los gatos están cerca de los papeles? Mi Beppo duerme sobre ellos, los protege, los acaricia, los huele…

¿Por qué?

No hay respuestas ciertas.

Una vez más, se instala el misterio.

La literatura, espejo de la vida.

Y la sentencia de Borges en el primer verso de «Ariosto y los árabes»:

Nadie puede escribir un libro. Para
que un libro sea verdaderamente,
se quieren la aurora y el poniente,
siglos, armas y el mar que une y separa.

Recordé a mi abuelo, su periplo y la génesis de este libro, con el mar entre los dos, que primero nos separó y luego nos unió.