PAMELA

Qué es lo que quiere la reina

I

«El tipo era divino, superbuena gente, pero yo en esa época era una niñita. El hijuemadre me enredó. Duramos dos años de novios. El primero porque yo quería, y el segundo porque me tenía obligada. Yo le decía que no quería salir con él, pero ahí mismo me reviraba».

—Ah, ¿no vas a salir conmigo? Vamos a ver. A vos no te voy a hacer nada, pero lo primero que hago es matar a tu papá y luego a tu mamá. Con eso te quedás sufriendo toda la vida.

Con ese acento caleño, lento y pronunciado, que todavía mantiene así haya salido de su Cali natal hace ya varios años, Pamela se refiere a Erick, el primer narcotraficante con el que tuvo una relación amorosa, poco después de terminar con su primer novio. Para ese entonces ella tenía 16 años. Él, 33.

Pamela creció en el marco de una familia de clase media en la ciudad de Cali, compuesta por mamá, papá y hermano mayor. Hacia los 14 años era una muchacha como cualquier otra de las de su barrio y su colegio. Iba a clases, muy juiciosa, y tenía un novio de 16 años, que la conquistó con rosas, bonitas palabras y todo el arsenal que los adolescentes suelen usar para enamorar. Duraron dos años de novios, tiempo en el cual no llegaron más allá de darse besitos a escondidas de los papás. Pamela se ríe recordando a este primer hombre en su vida. No por nostalgia o porque se le alborote el alma con los recuerdos sino porque en realidad se le asoma un vestigio de pesar. «A ese pobre no le di ni una cogidita de teta. Mi virginidad la perdí con un amigo que tenía 28 años». Desde allí la historia de su vida dejó de ser ordinaria. Incluso todavía recuerda que este primer noviecito la llamó un día, hace algunos años, con una propuesta tan sorpresiva como su repentina aparición. Le dijo que al día siguiente se casaba pero que, si ella lo deseaba, cancelaba la boda. Casi 20 años después, todavía permanecía enterrada en su corazón la huella de una mujer menuda, de casi 1,58 metros, de rostro fino, ojos negros, mirada fija y un cuerpo moldeado por innumerables cirugías estéticas. Aunque, claro, a los 15 años su cuerpo aún no había sido tocado por el bisturí.

En la casa de Pamela no hacía falta nada. Vivía cómodamente junto a unos padres que esperaban que ella siguiera el camino predestinado a una familia acomodada: terminar el colegio, entrar a la universidad y graduarse; casarse, tener una familia y formar un hogar. En el caso de Pamela, ella cumplió a cabalidad únicamente con lo primero: terminó el colegio. Para aquella época, ya Erick estaba rondando su morada, cual gato salvaje que le da vueltas a su presa.

Cierto día que Pamela debía asistir a unas clases de preparación para el ICFES<a type="note" l:href="#nota3">[3]</a>, una amiga suya y sus dos acompañantes la convencieron de ir a tomar unos tragos en lugar de asistir al salón de clases a recibir la instrucción. Uno de esos acompañantes era Erick, un hombre a todas luces mayor pero lleno de atenciones, de palabras agradables y, por supuesto, de dinero. Andaban en un carro último modelo que los llevó a una discoteca en Jamundí, un municipio cercano a Cali, y los regresó a la ciudad a eso de las diez de la noche, hora en la que Pamela solía regresar, después de sus clases. «Y de ahí, nunca más volví al PreIcfes».

Naturalmente, Erick se esforzó al máximo por agradar a Pamela y ganarse su confianza, lo cual consiguió en muy poco tiempo. «A mí el tipo me gustó. Tú sabes que a uno le gusta como el picante. Pero esa noche no le di ni un beso». A partir de entonces se inició lo que fue una rutina casi diaria. Erick recogía a Pamela todos los días en el colegio, se la llevaba a pasear, a comer helado, a alguna finca donde se celebrara alguna parranda y, al final de la tarde, rayando la noche, la llevaba de vuelta a su casa. Sus padres veían con distintos ojos la relación con este hombre mayor y bastante sospechoso. «Mi mamá no me decía nada porque yo era una loca de acá a Pekín, pero para mi papá era superduro. Y lo peor es que, entre más me decía que no me metiera con él, más lo hacía».

Si bien Erick no era un narcotraficante conocido en la ciudad, era más que evidente que trabajaba y hacía parte de la organización de algún poderoso capo. Al poco tiempo de conocerlo, Pamela supo que el patrón de su novio era un peligroso narco conocido como Domingo Micolta, alias Tocayo, quien a su vez estaba al servicio de Wilber Varela. Pero antes de saber la verdad, Pamela había observado varias señales que inequívocamente denotaban la presencia de algún mafioso en la vida de su novio. «Para mí no era normal que un hombre anduviera con cuatro teléfonos. Más el del maletín, más la planta del carro. Imagínate. Hoy andan hasta con veinte». Más la cantidad de atenciones, las joyas que le regalaba. Era imposible no deducir que se trataba de un personaje de aquéllos. «Qué tristeza me da ahora decirlo, pero en esa época me parecía normal, a pesar de que nunca crecí viendo nada de eso ni recibí esos ejemplos en mi casa».

Ése fue quizás el año en el que estuvo con él por voluntad propia; un periodo gozoso en el que sentía que se podía comer al mundo a sus 17 años. Pero llegarían los tiempos dolorosos. «Una vez íbamos en un carro, yo iba al lado, y como cualquier persona mira por la ventana. Al lado apareció un tipo en un BMW. Pues Erick se puso receloso, como enfermo. Yo lo volteé a mirar cuando llegó y ¡fun! Me pegó contra el vidrio. Perra hijuenosequé, te querés quedar con el de al lado, pues ¡andate! Y me aprisionó contra el vidrio, ahí en pleno semáforo. Asqueroso ese». Ese día marcó un punto de inflexión en su relación. Por más que lo quisiera y lo adorara, Pamela no se podía permitir estar con un hombre que se hubiera atrevido a golpearla y a tratarla de esa manera en público. «Ahí empezó el karma de que yo le cogí miedo a él».

Pamela le terminó, no quería estar más con Erick, pero él la amenazaba con hacerle daño a sus padres si le dejaba. Y como ella había visto con sus propios ojos lo peligroso que era, no tuvo más opción que agachar la cabeza y empezar a cargar su cruz sin mencionarles nada a sus padres. Hoy tiene la certeza de que nunca estuvo enamorada de Erick, que si bien ella sabía lo que hacía y con quien se metía, él se aprovechó de su edad para enredarla con atenciones y palabras bonitas. «Yo era una niña». Y Erick estaba obsesionado por su niñita, así ella insistiera en no querer saber más de él. Pamela trataba de estar con él lo menos posible, no le pasaba al teléfono y se encerraba en su casa con la excusa de que tenía que estudiar. Pero cierto día, cuando ella suponía que Erick estaba fuera de la ciudad, éste le pidió el favor de que fuera a su apartamento para que vigilara la instalación de unas cortinas. Pamela acudió a hacer lo que se le había pedido en compañía de una amiga. Al abrir la puerta de entrada lo alcanzó a ver escondido detrás de un mueble, así que, enfadada por la mentira, dio media vuelta para irse. Cuando ella caminaba por el pasillo, Erick salió furioso y la agarró del pelo dispuesto a golpearla. La amiga de Pamela intentó defenderla, pero recibió un codazo que la derribó. «Ese día nos pegó a las dos».

Erick no estaba jugando. Al llegar a su casa, Pamela no pudo evitar que Horacio, su padre, se enterara de lo que estaba ocurriendo desde hacía ya tiempo. El señor caminaba histérico, casi con lágrimas en los ojos de ver cómo un infeliz había osado maltratar a su hija. Quería llamar a la policía. Quería ir a buscar él mismo al tal Erick para ponerlo en su sitio. Quería que se acabara de una vez por todas el sufrimiento de su hija.

—Papi, por favor no te vas a meter a decirle nada, vos sabés cuál es el mundo en el que él se mueve. Por favor —le insistía.

Fue duro escuchar esas palabras y tragarse la rabia del momento, pero tampoco podía quedarse con los brazos cruzados. Horacio mandó a Pamela a empacar su maleta y la llevó a Pereira, a casa de su hermana, a quien encargaría el cuidado de Pamela. «Allá estuve bien como una semana, hasta que un día sonó el teléfono». Ella se extrañó de que alguien la llamara a ese número, pues ni siquiera sus amigas lo tenían. Contestó.

—Aló.

—Hola, nena...

Era la inconfundible voz de Erick pero con un inusual tono de tranquilidad. Pamela no lo podía creer. Permaneció atónita por segundos hasta que salió de su desconcierto.

—¿Quién te dio el número de esta casa?

—Para que sepas que yo todo lo sé y tú nunca vas a poder escapar de mí.

«Yo pensaba para mis adentros: No lo puedo creer. Cómo es que nadie en el planeta sabe que yo estoy acá, además de mis papás, y viene éste y consigue el teléfono». Pero eso no era todo lo que había conseguido.

—Nena, ¿por qué no te asomas a la ventana? —le replicó.

«Y yo, ¿a la ventana? Dios mío, me van a matar. Lentamente se asomó al vidrio cubierto por una cortina rosada que adornaba el femenino cuarto y lo vio. «Ahí estaba el tipo, sentado sobre el carro, afuera de la casa de mi tía en Pereira, o sea, una tía que nadie sabía que yo tenía, una tía de esas que uno tiene por allá lejos y uno nunca se acuerda siquiera de hablar con ella. Pues ahí estaba. ¡Ahí estaba!».

La reacción de Pamela fue, según sus propias palabras, idiota. Primero le dio pánico, terror de verlo a escasos metros de distancia; pero luego sintió que ésta era una muestra de todo el amor que le tenía, así que bajó al primer piso de la casa y salió a la calle a recibirlo. Erick le pidió todos los perdones del mundo, le dijo que la amaba, que dejara la bobada; nena esto, nena lo otro, y la convenció. «¿Y yo qué hice? Armar la maleta, bajar y permitir que el mismo estúpido por el que me había ido, ahora me regresara a la casa otra vez. O sea, hacer quedar en ridículo a mi papá y a mi mamá». Efectivamente, ellos la recibieron sin palabras. Horacio no la pudo ver a los ojos por mucho tiempo y se retiró indignado a su estudio. Ximena, su madre, hizo que se sentara y le contara los pormenores.

El nuevo idilio no alcanzó a durar ni quince días, cuando los problemas regresaron. Los celos. Las malas palabras. Los malos tratos. Sin poder soportar un día más la compañía de su rufián, Pamela se largó a pasar el fin de semana a la finca del tío de una amiga suya en Buga. Allí se le escapó a Erick, apagó su celular y se dedicó a apartar su mente y su cuerpo del hombre que la atormentaba durante día y noche. En esta finca conoció a varios muchachos amigos de la familia anfitriona, entre ellos a Mauricio Ospina, quien era cuñado de, nada menos, el conocido narcotraficante Juan Carlos Ramírez, alias Chupeta, de la cúpula del Cartel del Norte del Valle. «Eran puros niñitos igual que nosotras. Mauricio tendría por ahí 21 años». Niñitos. Después de las presentaciones y las preguntas de rigor, los jóvenes abordaron unas camionetas todoterreno y se dirigieron a Guacarí, también en el Valle del Cauca. Allí entraron a una discoteca que Pamela recuerda y recordará quizás por el resto de su vida: Riverside. Allí bailaron, hablaron de todo y de nada y la pasaron bueno. Pero a la hora de darle el número de teléfono a Mauricio, Pamela le dictó uno equivocado. Le daba miedo. Sabía que no podía jugar con candela junto a un maniático como Erick.

Para ese entonces, Pamela ya había ingresado a la universidad a estudiar Mercadeo y Negocios Internacionales. Pero una cosa es entrar y otra estudiar. Erick no la dejaba. «El primer semestre casi lo pierdo porque él, cuando estaba presentando exámenes, se metía al salón». Los celos de ver a Pamela al lado de cientos de estudiantes y su obsesión porque nadie se le acercara ni pusieran en jaque su jerarquía, hacían que Erick fuera hasta la universidad, se metiera al salón en la mitad de cualquier clase, la cargara como novia en noche de bodas y caminara con ella en sus brazos rumbo al parqueadero, donde la metía en su carro para llevársela. «Ni el profesor ni mis compañeros entendían nada». Y ése era sólo el comienzo.

Pamela se matriculó en una universidad nueva, ubicada al norte de Cali. Llegaba temprano en la mañana, estudiaba en la tarde y regresaba después a su casa, como cualquier estudiante. Claro, siempre y cuando Erick no se apareciera a reclamarla en una de sus locuras. Sin embargo, al llegar a su casa, le esperaba una llamada de Erick, con preguntas completamente extrañas. «Me decía que yo de qué había hablado con x persona. O, de qué me reía con el mono que se me sentó al lado a las diez y media. Unas preguntas sobre cosas que sí habían pasado, como si él estuviera en el salón». Pues casi. Para mantener vigilada a su noviecita, Erick había alquilado todo un piso del edificio que quedaba enfrente del salón de clases de Pamela. «Cuando yo me di cuenta de eso, me tocó como un caballo de esos que le ponen esas cosas en los ojos. Ir, recibir clase, no hablar con nadie y devolverme para la casa».

A pesar de las repentinas apariciones de su novio, Pamela finalmente pudo terminar su semestre gracias a que sus padres, a sabiendas de lo que ocurría en la universidad y con el permiso de los profesores, se sentaban con ella a recibir las clases como medida cautelar para que Erick no entrara y se la llevara reclamándola como suya. «Muchas veces Erick llegó y mi papá estaba ahí en la puerta. Lo que mi papá hacía —porque él es superdecente— era hablar con él. Le decía que entendiera, que me dejara estudiar. Pero el asqueroso ese lo que respondía era que yo lo quería mucho pero que era muy rebelde y hacía pataletas por llamar la atención, pero que yo a él lo amaba, lo adoraba y no lo iba a dejar». Horacio obviamente no comía cuento, e incluso estuvo tentado de ir a poner una caución a una estación de policía, una especie de medida cautelar en contra de Erick para que no se le pudiera acercar a Pamela. «Pero yo no lo dejé. Prefería tener papá, así me tocara quedarme toda la vida con este hijueputa». Pamela recuerda que para esa época, a pesar de ser una mujer grande y trozuda, el sufrimiento la hizo adelgazar tanto que llegó a usar pantalones de talla 0, lo cual era inimaginable en ella. «Mi pobre mamá lloraba, lloraba y lloraba. Desde que yo empecé a salir con ese tipo, mi mamá no ha hecho más que llorar. Ésta es la época en la que ella sigue llorando».

Esa figura delgada de esa época y una personalidad dulce, cuidada en las palabras, con un tono de voz calmado, casi consentido, fueron claves para que Mauricio fijara sus ojos en Pamela. Días después del paseo a la finca en Buga, Pamela recibió una llamada que la dejó perpleja. Era Mauricio, quien al ver que no le contestaba la persona a quien buscaba, optó por probar otras combinaciones con el número telefónico que ella le había dado. «Ese niñito era una Biblia. Él dijo: Tiene que ser un número más o un número menos y así fue». Lo primero que hizo Mauricio fue reclamarle por lo del número equivocado. Pamela no tuvo más opción que contarle la verdad sobre su tormentosa relación con Erick. «Yo no sabía quién era Mauricio, ni lo que era. Para mí, él era un niño divinamente espectacular, porque es un repapacito divino, pero ni idea. Yo seguí hablando con él y empezamos a salir». Siempre a escondidas.

En una de esas salidas, Pamela le dijo a Erick que iba para la universidad. Mentía: se fue con Mauricio a comer a un restaurante. Allí, él le confesó lo mucho que ella lo atraía, lo bien que la pasaba a su lado y el deseo que tenía de que empezaran una relación seria. Pamela, matada como nunca antes, quería darle allí mismo un beso y un abrazo que le diera vida de una vez por todas a este romance, pero no podía.

—Gordo, yo no te puedo decir que puedo tener algo contigo ahora porque ya no sería la única que estaría corriendo peligro, sino que seríamos dos —le dijo.

—¡Qué te pasa! —respondió Mauricio alzando la voz—. Yo no le voy a correr a nadie.

Pamela se sorprendió con la espontánea valentía de su joven acompañante. «Qué tal este picado tan bravo. Así pasó. Me seguí viendo con él, haciéndole cada vez más y más cosas a este otro para que no volviera a mi casa». Entre esas cosas estaba apagar todas las luces de la casa y simular que, no obstante que Horacio y Ximena estuvieran adentro, no había nadie en la vivienda.

Poco a poco, con esta seguridad que Mauricio le contagiaba, Pamela le fue perdiendo el miedo a Erick y fue afinando su capacidad de mentirle, tratando de que no se diera cuenta ni de dónde ni con quién se encontraba. «Yo ya me iba para fincas y todo eso, pero ya en mi casa tomábamos las precauciones del caso». Uno de esos días, al regresar de su clase de inglés, Pamela se encontró a Erick esperándola en su casa; de pie, estaba asomado a la ventana, con un rostro de intranquilidad que se le percibía a la distancia. «Mi mamá estaba histérica».

—Pamela, siquiera llegaste, qué tal este hombre tan atrevido, vino, se metió acá a la casa dizque a coger los casetes del contestador, a ver quién te había dejado mensajes. Yo no sé qué es lo que quiere escuchar acá, ¡es un atrevido!

Pamela no entendía nada pero sabía que algo andaba mal. Estaba muerta del susto.

—Nena, ¿será que me puedes acompañar a recoger el otro carro que está en el taller? —le preguntó su novio, haciendo caso omiso a los gritos de la suegra.

«Soy mujer muerta, me va a matar. Eso fue lo primero que se me vino a la cabeza». Y no era para menos. Erick nunca dejaba que Pamela manejara sus carros, y ahora, de la noche a la mañana, le estaba pidiendo que lo hiciera, a pesar de tener trabajadores a su disposición para realizar una tarea tan sencilla. Pamela, en un instinto de supervivencia, se negó a salir argumentando que tenía un trabajo que hacer para la universidad. Pero Erick insistía. Que no nos demoramos. Que es un ratico no más. Y la agarraba del brazo tratando de sacarla casi a la fuerza. Ximena intuyó también el peligro y se entrometió a respaldar a su hija. Erick, acorralado por primera vez por las dos mujeres y quizás sabiendo que no se las podía dar de valiente, le pidió que conversaran en la terraza del segundo piso. «Entonces yo ahí mismo pensé: Este hijuemadre me va a tirar por la terraza. Por qué no puede hablar en la sala sino en la terraza; eso es que me va a matar».

—Yo no quiero ir a la terraza, hablemos acá en el balcón —le dijo la nerviosa Pamela. Erick, finalmente, accedió.

Erick caminó un par de veces por el balcón y se quedó mirándola; ella, para evitar que la halara hacia la baranda, estaba recostada en el marco de la puerta.

—Nena, ¿tú conoces a un tal Mauricio?

Pamela calló por unos segundos mientras trataba de atar cabos y encontrar una salida a la encerrona en la que se encontraba.

—No, ¿por qué?

—Porque hoy a las siete de la mañana me llamaron a decirme que yo estoy molestando y no dejo en paz a la novia de un tal Mauricio. Y yo dije que no, que la única novia mía se llamaba Pamela. Y me dijeron que qué casualidad, que la novia de Mauricio se llamaba Pamela.

Pamela no tenía cómo escapar. No podía seguir argumentando que no conocía a Mauricio.

—Ah, Mauricio. Ya ahora que lo mencionas, sabes que me suena. Yo creo que es un amiguito mío, sí.

—Mauricio qué se llama tu amiguito.

—Mauricio Ospina —respondió Pamela.

—Pues ése es el que está diciendo que sos la novia de él.

—Pues yo no soy la novia de él, pero tampoco soy la novia de nadie, ni tuya ni de él.

«Yo muerta del susto. El corazón me latía rapidísimo. ¡Tun, tun, tun!».

—Necesito que vayamos juntos esta tarde porque hay una reunión —sentenció él.

El autor de la famosa llamada a Erick había sido El Teniente, un ex policía que cruzó el puente de la legalidad para pasar a convertirse en brazo derecho y temible jefe de seguridad de Chupeta, el cuñado de Mauricio. El Teniente le notificó a Erick la necesidad de efectuar una reunión a la que asistiría Mauricio, quien insistía en que alguien estaba molestando a su novia. «Dios mío, ¡este niñito cómo me hace esto! Porque, o sea, Mauricio nunca me había dicho que me iba a ayudar a quitar a este hombre de encima». En vista del problema que se estaba armando, Erick controlaba sus impulsos violentos hacia Pamela y, por el contrario, la trataba con mano de seda mientras le pedía que acudieran juntos al encuentro, para que ella dijera, a viva voz, que su novio oficial era Erick. «Nena, nos casamos en diciembre, me decía. Y yo le decía que no iba a ir ni con él ni con el otro muchacho, que si querían, yo iba sola». Pero Erick no entendió de explicaciones y quedó de pasar a recogerla a las cuatro de la tarde. Cuando Erick salió, Pamela corrió al teléfono y le marcó a Mauricio; le urgía saber qué había pasado.

—Al hijueputa ese lo van a llamar para ir a una reunión. Si tú quieres ir, vas, si no quieres, no vas —replicó Mauricio antes de qué ella pudiera contarle el resto de la historia.

«Al final quedamos en que él me recogía, pero yo le dije que estaba muerta del susto». A su madre, por supuesto, no le contó nada. Subió a su habitación a comerse las uñas de la ansiedad mientras esculcaba en su clóset qué ropa ponerse, más por matar la ansiedad que porque en verdad le preocupara su pinta. Unas horas más tarde volvió a sonar su teléfono. Era Mauricio. La reunión había sido aplazada para el lunes. «Eso era un viernes y yo con ese susto; yo decía: Y este fin de semana, qué».

Pamela no se demoró mucho pensando qué hacer. Mauricio la recogió a la media hora y se fue con ella para una finca en Buga, mientras Erick la buscaba como un loco desesperado durante todo el fin de semana. En ese paseo, Pamela y Mauricio hablaron de la situación que les esperaba. Ella le manifestó una vez más el pavor que le producía un enfrentamiento entre las partes, pero él la tranquilizó de nuevo, a sabiendas de que Erick no iba a armar un problema con alguien de la importancia y peligrosidad de El Teniente, así estuviera respaldado por otro gran capo.

La reunión se llevó a cabo finalmente un lunes en la tarde, en un restaurante de la cadena de comidas rápidas El Corral, al sur de Cali. Los clientes del lugar, especialmente jóvenes, departían en el sitio y comían sus hamburguesas tranquilamente hasta que vieron llegar a la encopetada Pamela acompañada por Mauricio y su hermana, la esposa de Chupeta. Al momento arribó El Teniente con una docena de escoltas. A los minutos, lo hizo Erick con otros tantos. Era evidente que allí se encontraban individuos peligrosos, pero esto no fue motivo para que se diera una estampida de clientes del lugar.

Mauricio se levantó de su mesa, dejó a Pamela con su hermana y entró a sentarse junto con Erick y El Teniente. Erick comenzó defendiéndose; dijo que él no estaba molestando a la novia de nadie pues Pamela era su novia desde hacía casi dos años. Así la considerara una perra —como lo dijo— por andar brincando de la mano de Mauricio, esa perra era de su propiedad. Mauricio intercedió calmadamente por su amiga, al tiempo que El Teniente simplemente observaba. Pero no había nada que hacer. Erick sabía que estaba frente a un hombre mucho más poderoso que él y su jefe, así que no le quedó más opción que agachar la cabeza y reconocer su derrota.

—Quédese con ella, esa vieja no me interesa —le dijo mirándolo a los ojos—. Pero sólo le quiero advertir dos cosas: una, que Pamela me devuelva todas las joyas que le di en este tiempo. Y la otra: vaca ladrona no olvida portillo, mijo.

«Eso nunca se me va a olvidar, infeliz». Mauricio regresó a la mesa. «Erick apenas pasó, me miró rayado, agachó la cabeza y se fue». Pamela no lo podía creer. Después de casi dos años de tortura, de una intensidad insufrible al lado de un hombre obsesionado, era por fin una mujer libre. «De ahí no volví a saber nada de él».

Pamela juntó todas las joyas que le había regalado Erick — hasta el arete más pequeño que pudo encontrar— y se las llevó a su ex novio. «Apenas le entregué esa caja, descansé». Con ese final también le daba inicio no sólo a su relación formal con Mauricio sino también a un oficio que adoraba desde hacía años, pero que junto a Erick no podía siquiera soñar en realizar: el modelaje. Pamela hacía discretos desfiles, nada muy grande ni muy notorio, al tiempo que seguía su tranquila relación con Mauricio. Pero la felicidad parecía destinada a durar muy poco. «Estaba entre la universidad, el modelaje y Mauricio. Y él ya quería casarse conmigo, quería tener un bebé. Yo apenas iba a cumplir 18 años».

—Una vieja que ande modelando no va conmigo. O te quedas con tu modelaje y no me vuelves a ver o nos organizamos los dos.

«Yo venía de una relación supertormentosa, en la que no podía mirar ni para adelante, ni para atrás, ni para ningún lado. A Mauricio le agradecí que me quitó a Erick de encima, y se lo voy a agradecer toda la vida, porque sin su ayuda no creo que hubiera podido, pero le dije que no. Que gracias pero que chao. El modelaje no es que fuera mi carrera, no es que fuera mi fuerte ni lo que quería, pero lo estaba disfrutando. Tú sabes que toda mujer, en una época de su vida, quiere ser modelo o quiere ser reina. Cualquiera de las dos payasadas, pero algo que la haga sentir bonita». Su relación con Mauricio se acabó.

Pamela siguió tranquilamente sus estudios en la universidad, continuó cosechando triunfos en el modelaje, incluyendo el título de las Mejores Piernas de Colombia, que obtuvo en el Miss Hawaiian Tropic Internacional, un concurso de belleza patrocinado por esta marca de crema para broncear. Había transcurrido justo un año desde la famosa reunión en la que Pamela pasó de manos de un hombre a las de otro, un año exacto, cuando una noche en la que ella dormía tranquilamente, la despertó el armonioso sonido de una trompeta que lideraba a los otros instrumentos de un mariachi. Pamela, sin prender la luz, se asomó a la ventana, interesada en saber quién le llevaba serenata. Casi se desmaya al descubrir que el sonriente enamorado no era otro más que Erick. «Mis papás no lo podían creer, se querían morir. Yo, lógicamente, no salí a la ventana; nada, él tocaba. Nena, abre. Yo no salí al balcón. Él se subió. Nena, abre. Yo no le abrí, pero igual me sentía rara; no sé si lástima, si vergüenza, no sé si fue cariño, no sé qué».

Pamela contuvo ese impulso nostálgico y no abrió la ventana. Pero le quedó la intriga de hablar con él, de saber si había cambiado. Sin decirle nada a sus papás y quizás actuando igual a como lo hizo cuando se devolvió con Erick de Pereira a Cali, le puso un mensaje a su número de bíper, que todavía conservaba. Para su sorpresa, el teléfono repicó a los dos minutos. Erick le respondió el mensaje feliz, emocionado de volver a escuchar su voz. Le preguntó por su vida, por sus estudios, por su familia. Pamela le contó que estaba sola, que se había cambiado de universidad y que andaba disfrutando de su modelaje. «Yo fui tan descarada que volví a salir con él, no sé por qué; hoy todavía me digo que mucha conchuda». Efectivamente, vaca ladrona no olvida portillo. «Nos fuimos a comer. Pero el tipo superrelajado, muy calmado, cero agresivo».

Pamela confiesa que, inclusive mientras avanzaba su relación con Mauricio, ella pensaba en Erick. Había elementos de su personalidad que en realidad le hacían falta. «Mauricio era un niño todavía, y a pesar de que él tenía muchas cosas de grande, jamás iba a igualar al otro en sus cosas de adulto». Pero también sabía que no necesitaba más golpes ni maltratos, por eso, nunca, por más loca que estuviera, se le cruzó por la cabeza contactar de nuevo a Erick. Su intención con esta salida a comer era sencillamente verlo, saber cómo estaba, aunque también descubrir si su corazón todavía guardaba algo de amor por este hombre. Nada. «No sentí ni fu ni fa. Yo creo que en ese año había madurado como cinco años». A partir de esa cita en la que no pasó nada, volvieron a ser amigos. Se llamaban mutuamente y, cuando se encontraban, se averiguaban por sus respectivas vidas, pero no pasaba de allí. «Cuando yo me lo encontraba por ahí en la calle, le pedía para la gasolina. Y el dizque vea a esta hijueputa, tan descarada, con novio y me pide a mí para la gasolina». Mejor dicho, compinches.

Después de mucho tiempo y media vida más vivida, un día en que Pamela departía con sus amigas celebrando su cumpleaños en un restaurante, un hombre se le acercó inesperadamente.

—Oíste, ¿fuiste al entierro de Erick? —le preguntó después de saludarla.

—¿Cuál Erick? —contestó Pamela, todavía sonriendo, sin entender de quién le hablaban.

—Cómo que cuál Erick. Ya lo enterraron, qué pesar de ese loco —añadió el conocido.

Pamela dejó de sonreír, se irguió en su silla y lo miró a los ojos.

—Vos de qué Erick me estás hablando —le preguntó antes de tomarse un gran sorbo del vodka con jugo de mandarina que tomaba, como presintiendo una información que no quería oír.

—Erick, el que fue novio tuyo. Lo mataron. ¿No sabías? —respondió el hombre, al tiempo que abría los ojos y echaba la cabeza hacia atrás.

«A pesar de todo el peliculón que viví con él, yo también llegué a la misma conclusión de mi amigo: Erick estaba loco.

»Hasta ahí me llegó el cumpleaños».

II

Ese día Pamela se demoró frente al espejo más tiempo del acostumbrado. Quería estar segura de que se veía bien. Perfecta. Y lo estaba. Tal y como se lo habían dicho en la agencia de modelaje, debía llegar al sitio del desfile en minifalda y bien arreglada. Pamela cumplió las instrucciones al pie de la letra. Pidió un taxi y salió rumbo al sitio donde la habían citado a ella y a casi todas las demás modelos de la agencia. Al llegar comenzó a notar que algo no estaba bien. Afuera del elegante edificio esperaban varios escoltas frente a las suntuosas camionetas. Y adentro, lo que sospechaba: varios hombres esperaban a las mujeres que habían contratado no para el supuesto desfile, sino simplemente para almorzar y pasar la tarde con ellas, esperando, por supuesto, que alguna se animara a continuar la reunión privadamente hasta entrada la noche, persuadidas por quién sabe qué suma de dinero. «Yo no iba a ser una perra más del montón. Siempre era lo mismo. Entonces no volví por allá tampoco. Me llamaban y yo decía que no podía porque estaba haciendo un trabajo para la universidad».

En esa época de estudiante y realmente sin que lo buscara, Pamela conoció a Miguel Solano, conocido en el mundo mafioso con el diminutivo de Miguelito, un narcotraficante proveniente de la región de Roldanillo, en el Valle del Cauca, quien venía en ascenso en el Cartel del Norte del Valle. Un día de fiesta, «en un sitio asqueroso que se llamaba El Túnel», en el que Pamela, cansada, ya quería irse para su casa, una amiga la convenció de que se quedaran otro rato más en el lugar en compañía de dos amigos. Uno de ellos era el famoso Miguel Solano, quien de inmediato puso sus ojos en la ex modelo, y no paró de invitarla toda la noche a Brasil para que fuera con él al Carnaval de Río. Pamela, por más que le atrajera la idea de pasar unas vacaciones en Río de Janeiro, no hacía más que responderle una y otra vez que no podía. Con escasos 18 años, era imposible que en su casa la dejaran salir del país, y menos acompañada por un hombre como Miguelito. «Al día siguiente me volvió a llamar, a invitarme a comer, yo tampoco fui. Pasaron como dos o tres meses y él se fue para Río. Luego volvió y otra vez nos encontramos en un restaurante mexicano. Lo mismo, que tan linda, que no se qué, igual me tiraba los perros pero como yo no podía ir a ningún lado y él era de cuentos de fincas pues yo nunca le copié». Lo realmente curioso ocurrió un par de semanas después, cuando un amigo de Pamela la invitó a salir, advirtiéndole que ya le había pedido permiso a Miguel para sacarla, y que él le había dado la autorización.

—¿Y tú por qué llamaste a Miguel, es que acaso yo tengo algo con ese man? ¡Vamos!

Pero así sucede en ese mundo. Si a alguien se le ve un par de veces con una mujer bonita como Pamela, y si ese alguien tiene la trayectoria de Miguel Solano, todos dan por sentado que esa mujer es pareja del mafioso, por lo que se vuelve casi un suicidio pensar en invitarla a salir. Igual Pamela y su amigo salieron a rumbear. En plena discoteca se pasaron a la mesa de otros conocidos, y mientras caminaban hacia allá, el tiempo pareció detenerse como en las películas. Pamela daba cortos pasos hacia esa mesa pero no dejaba de observar a un hombre, de más o menos 35 años, de contextura gruesa, poco atractivo, que se recostaba en una silla mientras abrazaba a dos de las siete mujeres que lo acompañaban. Un jeque árabe criollo en el Valle del Cauca. Un narco que todavía se movía en la base de la pirámide, a quien siempre se le conoció simplemente por su apodo, Piraña, un don Juan sin la pinta que con sólo hablar encantaba a sus presas, como lo hacía el Flautista de Hamelín con los ratones. Un seductor, buen conversador y caballero como ningún otro miembro de este poco glamoroso gremio. «Un hombre que no era lindo ni nada, pero a mí, desde el momento en que lo vi, me encantó. Pero me encantó, es que ¡me encantó!».

Esa noche, con la pequeña competencia de siete mujeres, no pasó absolutamente nada. Si acaso cruzaron palabra un par de veces, cuando Piraña se aburría de la conversación con sus acompañantes, pero ni una bailada, ni un trago juntos, nada. Dos meses después, el azar hizo que se diera un nuevo encuentro entre ambos, esta vez en un bar de rancheras conocido como La Cárcel Sinsín. Piraña, como de costumbre, andaba bien acompañado: no de la mano de siete mujeres, pero sí de cinco. «Nos cruzamos así de frente, nos quedamos mirando pero no más. Y yo decía: Dios mío, ¡este hombre me encanta! ¡No sabía ni cómo se llamaba, no sabía nada, pero me encantaba!». Tampoco se dio la esperada conversación. Fue un mes después cuando por fin, durante la Feria de Buga, el día de la cabalgata, se dio el encuentro.

Pamela esperaba junto con dos amigas y un amigo, quien les pidió que le dieran tiempo de llegar a Piraña. En ese entonces, Pamela no tenía idea de quién era el mencionado Piraña, así que se quedó con sus dos amigas pendiente de que llegara el demorado. Hasta que lo hizo. Ella lo vio. Otra vez el tiempo se detuvo. «Yo no podía creer que era el hombre que había visto en dos ocasiones atrás y que me encantaba; yo no lo podía creer. Yo decía: Qué es esto. Estaba matada, matada, pero tampoco lo podía demostrar». Dieron el recorrido de la cabalgata en sus respectivos caballos; esta vez sí cruzaron un par de palabras, pero nada fuera de lo normal, hasta que terminaron en una discoteca cuyo nombre Pamela tampoco olvida —su memoria para almacenar los sitios de rumba es prodigiosa—: Vértigo. Pero el sitio estaba a reventar, había fila, gente esperando; desde afuera se podía observar que no le cabía un alma. Pamela se ofreció para entrar sola, conseguir una mesa para todos y luego volver por sus acompañantes. Cuando iba a caminar hacia la puerta, Piraña la detuvo del brazo y lentamente se le acercó al oído y «me susurró: Si no la consigues para todos, búscate una para nosotros dos. Y yo: Ahhhh, casi me derrito. ¡Qué es esto tan divino!».

Una vez dentro del lugar, en una mesa que compartían diez o doce personas, Pamela disimuló todo lo que pudo para no evidenciar cuánto le atraía ese hombre, que era un imán para las mujeres. Después de un largo rato sin acercársele, Piraña finalmente sacó a bailar a Pamela, no sin antes aclararle el motivo por el cual no actuó con más prontitud.

—No te había sacado a bailar antes porque me habían dicho que tú andas con Miguel.

Otra vez. El rumor recorría todos los rincones del Valle del Cauca sin que ella se hubiera dado ni un besito con el tal Miguel. Después de la aclaración, Piraña y Pamela bailaron toda la noche, lo que causó una ligera hinchazón en los pies de Pamela debido a las botas para cabalgar que tenía puestas. Ése no fue problema para su caballeroso acompañante sino, al contrario, una oportunidad para cosechar más puntos con su nueva presa: le hizo masajes en los pies durante toda la noche. Igual la rumba todavía no terminaba. De Vértigo partieron rumbo a una finca en Jamundí, donde la diversión acabó cuando el sol se asomó por el horizonte y mandó a los cuartos a todos los asistentes. Mujeres en uno y hombres en otro. «Cuando al día siguiente se levanta Piraña y va gritando: ¿Dónde está mi amor, dónde está mi amor?». Pamela, por supuesto, no salió. Qué oso. Pero por dentro estaba por terminar de derretirse. «El tipo, excelente persona, superalegre, un sol, totalmente un sol. A mí me encantaba, qué tipo tan divino, tan espectacular».

Esa noche el grupo entero volvió a prender motores para seguir el fin de semana de fiesta en una rumba de música trance a Cali. Pero estaba muy lleno. Entonces arrancaron para Zarzal, donde terminaron enrumbándose en una discoteca hasta las diez de la mañana del día siguiente. «Ese día yo me acosté a dormir con él, pero no me tocó ni un pelo. No nos habíamos dado ni un beso y yo matada con el tipo». Ya era domingo, y Pamela tenía permiso supuestamente para regresar a su casa a la una de la mañana del viernes. Ligeramente sobregirada pero en las nubes con su pretendiente, Pamela no tuvo problema en levantarse como si nada en esa finca, pendiente de qué nuevo plan había por hacer con su Piraña. Mientras tanto, su mamá, en Cali, no sabía dónde guardar la histeria que tenía. Llamó a un par de amigos, que finalmente le ayudaron a localizar a Pamela. «Y yo: Mamá, lo siento pero no me voy a ir para la casa». Así. De frente. Sin mentiras. «Vos crees que con el tipo como me encantaba, ¿yo me iba a devolver a mi casa? No. Seguí con ellos. La cabalgata fue un viernes y yo finalmente llegué a mi casa el lunes por la noche».

El castigo fue monumental aunque gracias a esa actitud que tienen las madres, a veces, por salvar a sus hijos de los papás, el de Pamela pudo ser peor si no hubiera sido que doña Ximena, en vista de que su hija no aparecía, le inventaba una mentira tras otra a su esposo para justificar la ausencia de la niña. Que llegó anoche pero salió temprano. Que se fue al gimnasio. Que está dando una vuelta. De todo para que el hombre de la casa no se diera cuenta de que su hija durmió con quién sabe quién durante tres noches fuera de la casa.

Cuando la pareja de tortolitos inició su relación formalmente, Piraña debía viajar a México por cuestiones económicas. «En ese tiempo él no tenía ni un peso. El dicho era que traqueto que no se hubiera quebrado nunca en la vida, no era traqueto». Uno se pregunta cómo entonces era posible que este hombre anduviera con bultos de mujeres a su lado si sus bolsillos no eran el atractivo. «Es que era tan buena gente y tan lindo que todas las amigas querían estar con él para donde sea que fuera. Es que era una persona espectacular». Entendido. Espectacular pero sin plata, por lo que abordó un avión de Avianca rumbo a la ciudad de México, mientras Pamela esperaba en Cali como la más fiel de las mujeres: sin salir a rumbear, pendiente de sus llamadas, escribiéndole cartas. «Es una historia tan bonita que no hay mucho que contar porque siempre fue rosa». Se vuelve negra cuando Piraña regresa de México definitivamente, esta vez con el fruto de sus negocios rebosante en sus bolsillos. Las mujeres seguían detrás de él, entre ellas las ex novias, que ahora sí buscaban algo más que un amigo con el cual pasar un rato agradable.

«Yo en ese entonces tenía un Mazda Milenium gris, y él me había prometido cambiarlo por uno último modelo, pero que estaba en Pereira porque era más barato que conseguirlo en Cali». Un momento. ¿Es que tenía carro? «Lógico. Además de la plata del modelaje, yo había quedado con una plata de Erick». ¿De Erick? «Lógico. Aparte de las joyas, Erick me daba plata». Okay. En últimas, Piraña le había prometido comprarle este carro nuevo. El lío es que cada semana le decía que todavía no llegaba al concesionario, que se demoraba, que no estaba el color que ella quería...

Un día Pamela, Piraña y otro grupo de amigos y amigas pasaban el desenguayabe de la rumba del día anterior en una finca a las afueras del Cali. En medio de cervezas y pedazos de carne asada, los hombres emprendieron una cruzada para molestar a las mujeres. Ellas, por su parte, se defendían. «Les estaban tirando todos a las novias de todos. Que vos estás tan gorda que si te hacen una lipo tienen que contratar una volqueta y echar ahí todo el grasero que tenés. Cosas horribles. Y yo no hacía más que defenderlas a ellas. Cuando me cogieron a mí. Dice un pendejo de esos que estaba ahí: Y usted mija no hable tanto que Lo-ren-zo, Lorenzo está estrenando Milenium blanco, y se lo entregaron el miércoles. Yo me quedé fría. Helada. Es que había un chisme de que él andaba con una tal Lorenza, pero yo no creía porque él sólo tenía ojos para mí; cuando salíamos a rumbear no volteaba a mirar a nadie. Total, yo tenía unas gafas oscuras. A mí me empezaron a rodar las lágrimas pero yo no dije nada, me quedé callada. La reacción de él fue llegar y cogerme del brazo y abrazarme. Yo estaba tan histérica que le grité».

—¡Me soltás ya!

«Y ahí mismo me fui al cuarto a coger mis maletas».

En el trayecto del quiosco en donde se encontraba el grupo al cuarto de Pamela, ella fue desahogando su rabia con cuanto jarrón, adorno o cuadro se encontrara en el camino. «Esa finca quedó destrozada porque lo que yo veía, al piso se iba. Yo me volví loca». Con dramáticas lágrimas negras —producto de la pestañina— que le bajaban por sus mejillas, Pamela intentaba meter su ropa dentro de la maletica de viaje, esquivando los ruegos y los abrazos de sus amigas, quienes suplicaban que se calmara. Pero Pamela no tenía componte. Tratando de soltarse de una de ellas, la empujó hacia una ventana, que se rompió y causó una herida en la pierna a su amiga. «Yo igual salí corriendo. Ya cuando me iba a montar al carro, él se vino y me agarró».

—¿Qué te pasa?, ¡te estás enloqueciendo!

—Entonces qué, ¡me vas a coger de recocha a mí! ¡Ahora yo tengo que ser la idiota!

—No te voy a coger como nada, pero si te querés ir, andate. Igual ya acabaste con la finca, qué más vas a hacer.

Pamela le dio una última mirada, casi en el clímax de su histeria, no pronunció una palabra más; se subió al carro y se fue.

«El pensar de Piraña es que me iba a castigar por ahí uno o dos meses. Porque él odia las mujeres histéricas». Pues pasó el mes y el siguiente, y la llamada nunca apareció. Durante ese tiempo, Pamela casi no salió de su casa espantando la depresión. Se encerró en su cuarto a llorar, a pensar en su idílica relación con Piraña; por su mente desfilaron incesantemente los recuerdos, desde el momento en que lo vio por primera vez con siete mujeres hasta aquel horroroso día en esa finca, en donde le dijeron en su cara y frente a todo el mundo que su novio tenía una amante, a quien acababa de complacer dándole el carro que supuestamente era suyo. «Yo terminé con Piraña y me cayó la roya». Don Horacio hizo un mal negocio que lo dejó con una altísima deuda, a la que Pamela contribuyó vendiendo su viejo Mazda. Luego se le dio por darle una vuelta a una moto nueva que una amiga suya había comprado y, al llegar a un semáforo, un par de hombres llegaron en otra moto, uno de ellos se bajó, le puso un arma en la cabeza y la robó. «Yo me devolví caminando donde mi amiga: Marica, me robaron la moto. Imaginate. Me quedé sin carro, sin plata, y fuera de todo me tocaba pagar una deuda de cinco millones de pesos [unos 2.500 dólares] de una moto en la que me monté dos minutos».

Una de las mejores amigas de Pamela era Renata, una mujer unos años mayor que ella, de contextura grande, rubia y voluptuosa. Todo un estereotipo de lo que un narcotraficante buscaba. Pues Renata fue la encargada de ayudarle a pasar el mal rato a Pamela. Fue hasta su casa, se metió a su cuarto y literalmente la sacó de debajo de las cobijas para que se distrajera y dejara de pensar en su Piraña y en la deuda que pronto debía cancelar. Junto con otras dos amigas, Pamela y Renata fueron a la fiesta a la que habían sido invitadas por Felipe Montoya, sobrino de Diego Montoya, un hombre gordo, grande, cadenoso, a quien le decían simplemente Pipe, como todos los demás en el gremio, narcotraficante por conviccion. Él le puso inmediatamente los ojos a Pamela, así estuviera saliendo con Renata. «Esa noche varias personas que estaban ahí querían salir a bailar conmigo, y yo salí a bailar con uno cuando un trabajador de Felipe lo mandó a sentar. Que no, que no podía bailar conmigo. Y yo, ¡cómo así!». Desde la pista de baile pudo ver cómo ese mismo trabajador le hablaba a las dos amigas, no a Renata, tratando de ver cómo hacía para que ellas convencieran a Pamela de bailar con Felipe. «Al final me tocó salir volada de la fiesta. Felipe ahí pegado como un moco toda la noche, y yo con pena con Renata porque él era el que la había invitado a salir».

Ese día logró apartarse de las garras de Pipe, pero igual tanto él como las deudas la perseguían. El que no se aparecía por ningún lado era Piraña. El castigo de uno o dos meses se volvió permanente. Sin embargo, gracias a la compañía de Renata y a los planes que ella se inventaba, Pamela andaba cada día de mejor semblante y caminaba por la calle con la seguridad de que su tusa por Piraña había quedado atrás. «Y Felipe llame, llame y llame; y yo no, no y no. Un mes llamando hasta que un domingo sin plan me llama».

—Gorda, ¿vamos a Los Ranchos?

De nuevo su memoria no le falla para recordar el sitio de encuentro. Pamela, que conocía a Felipe desde que él tenía 14 años y era un adolescente pícaro del barrio, aceptó salir con él. La recogió, se fueron hablando en la camioneta, riéndose un poco de los recuerdos de hace años y escoltados por dos camionetas repletas de hombres. Y es que Pipe para esa época ya era un hombre grande dentro del mundo del narcotráfico, gozaba de respeto en el gremio, ayudado por el poderío que tenía en la región y el país su tío Diego Montoya. Una vez en Los Ranchos, Pamela se encontró con el amigo que le presentó a Piraña. Hasta ahí le llegó la dicha del día. «A mi amigo y obviamente a Piraña le habían dicho que yo andaba de novia de Felipe. Imaginate, yo acababa de salir con él y ya dizque novia. Entonces yo dije: Bueno si esos chismes están andando, pues volvámoslos realidad. Si ya me vieron y ya empezaron a hablar, pues no les voy a dar el gusto de que digan mínimo Felipe se la comió y no la volvió a llamar».

Y se enredó con Felipe.

III

Pasar de Piraña a Felipe no era un cambio del cielo a la tierra pues los dos eran narcos, pero sí había una gran diferencia. La carrera de ambos, en ese momento, era diferente. Felipe ya estaba arriba, en la cumbre, hacía parte del clan familiar Montoya, respetado y reconocido en la región. A Piraña todavía le faltaba recuperarse, ganar más dinero en sus viajes a México y seguir escalando posiciones. «Con Felipe era qué es lo que quiere la reina, qué va a pedir la princesa». Y se ríe. Pamela reconoce que su nueva conquista no la derretía, como lo llegó a hacer Piraña, simplemente le gustaba, le parecía chévere y la pasaba bien a su lado. Además, «el tipo era botado para todo».

De la mano de su nueva pareja, o más bien del bolsillo, la deuda de la moto robada se canceló la primera semana. Las joyas empezaron a llegar y las idas a comprar ropa a Cacahuate, la boutique por excelencia de las Muñecas, se hicieron cada vez más frecuentes. Pero también llegaron los besos, las caricias y la intimidad. Pamela calla. Algo no cuadra en su relato. «Yo me acostaba con Felipe mirando para el techo y pensando en Piraña».

Durante los primeros meses, Pamela salía a donde fuera con su nueva pareja, pero trataba de llegar a su casa todas las noches, así Felipe se incomodara y le reclamara que estaba saliendo con la Cenicienta. Horacio y Ximena, enterados de su nueva relación con un traqueto más, le rogaron a Pamela que reconsiderara su decisión, que pensara en todo lo que había sufrido en el pasado junto a esos señores, pero ella, terca como siempre, se hacía la de oídos sordos, esquivaba las súplicas y prefería enfocarse en las posibilidades y la buena vida que Felipe le podría dar. Y no se equivocaba. A las dos semanas de iniciar su relación con él, se organizó un paseo al Lago Calima, un sitio de recreo distante cuarenta minutos de la capital del Valle, donde hay fincas de recreo de personas pudientes, entre ellas, los mafiosos. «En la fiesta estaban todos. Estaba Miguel Solano, estaba Piraña, estaba todo el mundo. Y nosotros nos quedamos en el bote. Apenas yo vi a ese hombre con otra vieja, yo casi me voy para el agua. Yo no me bajé del bote para nada». Pero Felipe sí se fue al muelle a hablar con sus amigos. Allí tuvo la oportunidad de cruzar palabra con Miguel Solano.

—Bueno, ¿y vos qué hacés con la novia de Piraña? —le reclamó Miguel.

—Pamela no es la novia de ningún Piraña, es mi novia —respondió Felipe, dándole punto final a la conversación, pero se guardó la espinita que le provocaba un cuestionamiento como éste.

«Yo solamente miraba y reparaba a la otra vieja que estaba con Piraña. Y él estaba más divino que nunca. No se me va a olvidar que tenía una camiseta negra y unas gafas oscuras, con las que se veía hermoso. Hermoso».

Felipe, en su afán por dejar la situación clara delante de todo el gremio, le gritó a Pamela desde el muelle.

—¡Mija, mija!

«Me decía mija [se ríe]. Y yo ¡Flaca, me está llamando! Porque yo siempre andaba con una amiguita flaca. ¿Será que me va a llamar y me va a sentar al lado de ese poco de gente? Yo al frente de Piraña no me voy a sentar, le decía, ni loca. No soy capaz. La cara de concha no me llega hasta allá». Pamela se acomodó el pareo de tal manera que le cubriera su pequeño vestido de baño, y caminó hacia la punta del bote.

—Sí, dime.

«Cuando me pasa las llaves de un carro que yo nunca había visto».

—Vaya, prenda su carro que nos vamos —le dijo—. Y dígale al conductor que prenda el mío y se lo lleve para la finca para que nos vayamos en el suyo.

Pamela no entendía nada. Habían llegado en un Jaguar de Felipe; ella no tenía carro así que se sentía como una loca en el parqueadero. Hasta que se encontró con su conductor, quien rápidamente la sacó de dudas. Le señaló una camioneta nueva BMW X5, plateada, que esperaba inmaculada a que fuera prendida. Pamela no lo podía creer. «¿Será que este hijueputa carro es mío? ¿Será? Y la Flaca brincaba, que mirá la chimba de carro. Yo, ay marica, pero ahí está Piraña con esa flacuchenta. Esa flacuchenta es divina, Flaca, ¿la viste bien? Yo ahí no pensaba tanto en la camioneta. Sólo le preguntaba a la Flaca si le parecía bonita la flaca esa».

—Qué hijueputa, dejá de pensar en eso, mirá la chimba de carro —le replicaba la Flaca.

Pamela dejó de pensar por un momento en Piraña y se montó a la camioneta. La prendió. La aceleró en neutro sintiéndole el rugir del motor. Ahí sí se emocionó. Felipe, en su afán de marcar territorio y hacer desfilar a quien consideraba un trofeo, esperó a que Pamela bajara por toda la montaña del parqueadero casi hasta el muelle, donde se encontraba él con Piraña, Miguel Solano y otros narcotraficantes más. Cuando a ninguno le quedó duda del mensaje que estaba enviando, se despidió de la mano de cada uno de ellos y se subió con Pamela en la nueva X5. «La puso a nombre mío y todo. Yo en ese momento no me sentía boleta, pero imaginate lo que puede ser esa camioneta en el año 2000 en Colombia. Pensamiento estúpido el mío de esa época. Yo decía: Si la gente ve el carro y piensa que es una chimba, pues van a decir que qué chimba también es la vieja que va adentro. Yo ahorita digo: Qué boleta».

Después de reflexionar sobre lo que había ocurrido y de notar la felicidad de Felipe porque ella no le había hecho el más mínimo gesto a Piraña, Pamela llegó a su casa y parqueó la camioneta frente al garaje. «Mi mamá me hizo cara rara, pero no me dijo nada. En cambio mi papá... A él no le gustaba ni mierda nada, pero no opinaba. Igual nunca se montó en ese carro». Pero la BMW X5 y la plata para pagar la deuda de la moto eran sólo el comienzo. Todavía faltaba más. Y en grande. «Si yo salía a rumbear tenía que llegar a las tres de la mañana a la casa, ¿me entendés? Entonces eso le chocaba a Felipe. Me preguntaba que si me iba a quedar con él, y yo le respondía que tenía que devolverme a mi casa. Cuando un día llega y me dice»:

—Mija, vamos a ver una cosa por aquí.

«Y yo relajada, vamos. Cuando llegamos a un apartamento muy lindo. Estaban todavía los decoradores terminando de colgarle los últimos cuadros».

—Mire, mija, éste es tu apartamento.

—Te está quedando muy lindo —le respondió Pamela sin todavía entender.

—No, es que no es mío: es suyo. Así que vaya, traiga las cosas de su casa que yo quiero ver las cosas suyas en este clóset.

«Yo me quedé como... muda». El apartamento estaba ubicado en Ciudad Jardín, un barrio por excelencia de gente con poder adquisitivo en Cali, en el segundo piso de un edificio nuevo. Tenía tres habitaciones, dos salas, tres baños y estaba completamente amueblado. Muebles blancos, piso de mármol, comedor de madera con incrustaciones doradas y todos los servicios puestos. Cuadros, pinturas, flores. No le faltaba nada. Sólo alguien que lo habitara. Pamela apenas tenía 20 años.

Por más que el sitio le llamara la atención, ella sintió cierto temor de dar ese paso y abandonar a sus padres.

—Vení, cojámosla suave, si querés acá nos podemos venir a ver, pero yo cómo voy a llegar a mi casa a decir que me voy —le trató de explicar ella.

«Se emputó horrible».

—Si vos no vas a coger las cosas en serio, entonces me hubieras avisado; ¡yo te agarro como una recocha más de destrabe y punto!

«Eso me pegó un regaño, que no quería verme más como Cenicienta ni que lo dejara durmiendo solo. Y yo como idiota: Bueno».

A Pamela se le hizo eterno el trayecto de ese apartamento a su casa. No sabía cómo darles una noticia de ésas a sus padres, mucho menos llevando apenas dos meses de novia de Felipe Montoya. Además no les tenía que decir que se iba de la casa a vivir con una amiga. Se iba con un narcotraficante. Pero, total, el paso tenía que darlo. Pamela llegó a su casa, apenas saludó de beso a Horacio y a Ximena, quienes se encontraban en la sala, y caminó derecho hacia su habitación para hacer la maleta. A los pocos minutos entró su madre, dizque a ofrecerle algo de comer, pero se llevó tamaña sorpresa al ver la ropa de Pamela explayada en desorden sobre la cama.

—¿Y eso?

Pamela se volteó, respiró profundo, dándose fuerzas.

—Mamá, es que Felipe me dio un apartamento y quiere que me vaya para allá.

Ximena le dio una mirada sepulcral: las palabras de Pamela eran cuchillos que se le clavaban en la garganta.

—Mami, acá no me dejan salir; si me dejan, es un problema para llegar temprano. Que llegue, que no llegue, que son las tres y media, que si los voy a hacer trasnochar.

Luego se le acercó, le agarró la cara y le clavó la mirada.

—Mamá, yo quiero ser independiente. Y qué mejor ahora que Pipe me dio la oportunidad.

Doña Ximena siguió sin decir una sola palabra, sólo lloró. Pamela, sabiendo que la esperaban a unas cuadras de allí, siguió empacando; luego alzó sus tres maletas repletas de ropa y las metió a la X5. Don Horacio, sumido en un crucigrama, ni siquiera se había dado cuenta de lo que ocurría. Fue hasta cuando salió y vio a Ximena llorando y a Pamela tratando de consolarla que comprendió lo que ocurría. «Notó las maletas en el baúl y me dijo algo como: Es decisión suya, Pamela, usted sabe que ésta siempre va a ser su casa. Su cuarto va a estar intacto. Le deseo lo mejor y espero que sepa lo que está haciendo. Dios la bendiga. Cuando mi papá me terminó de hablar yo sentí un miedo horrible. Él nunca habló para reprocharme nada. Él era con su calma y su cariño. Pero igual me hacía sentir peor que si me agarrara contra la pared y no me dejara ir. Con miedo y todo, me fui».

Al llegar al apartamento nuevo, Pamela, en lugar de ser recibida por su novio, se encontró a una mujer de su edad, vestida con uniforme de empleada doméstica. «Nunca se me va a olvidar el nombre: Mireya». Ella fue la encargada de desempacar todas las maletas y organizar la ropa en los inmensos clósets de la habitación principal. Pamela se cruzó de brazos, recorrió el gigante pero solitario lugar y finalmente se acostó en la cama de dos por dos metros, sin pizca de sueño. Tenía un sentimiento extraño. Por un lado, feliz de lograr cierta independencia, por el otro, triste por abandonar la que fue su casa durante veinte años. Allí estaba, en su apartamento, con una empleada a su disposición. Con la posibilidad de comprar el mundo. Cuando se pudo dormir, eran casi las dos de la mañana.

«A partir de ahí, eso fue un corre corre todos los días. Siempre había un evento social, que vamos a atender a mi tío, que para una finca, que para la otra». No había un día en el que Pamela no hiciera plan con Felipe o con sus amigas. Pero así se divirtiera durante el día, inevitablemente llegaba la noche. Y con ella, la mirada al techo. Eso era horrible. «Porque él se acostaba a dormir, a roncar como un marrano, y yo apenas me daba la vuelta. Me corrían las lágrimas por el cachete. Pensaba qué estará haciendo Piraña. Si todavía se acuerda de mí. Si me quiere como alguna vez me quiso o me sigue queriendo. Eso era, te lo juro, horrible. Lo único que lo hacía más fácil era que Felipe casi nunca tiraba. Yo creo que el tiempo que duramos juntos, tiramos por ahí ocho veces. O se acostaba borracho, o mínimo venía de tirar de la calle. Pero ese dolor que yo sentía todas las noches, lo compensaba todas las mañanas porque tenía algo que hacer, o irme para la peluquería o ponerme la más divina o irme para Cacahuate a comprar veinte millones de pesos [8.000 dólares aproximadamente] en ropa para nunca colocármela».

IV

Mireya se volvió para Pamela una valiosa compañía cuando Felipe no estaba en la casa. Si bien no eran amigas pues la distancia entre patrona y empleada estaba perfectamente marcada, sí tenían una relación cercana, noble, sincera. Pamela incluso se preocupaba por ella y la protegía en las noches y madrugadas en las que Felipe y sus escoltas llegaban caídos de la borrachera. «Yo era la que tenía que abrir la puerta porque yo no la dejaba salir a ella en la madrugada. Me daba miedo que un escolta de ésos la fuera a violar o quién sabe qué».

—Si yo no escucho, usted me despierta pero no vaya a abrir usted.

Y es que había noches en las que Felipe podía llegar a dormir al apartamento y otras no, pues además de la vivienda de Pamela, tenía tres más. La Clínica, Colsánitas y el Hospital. Así las identificaba con sus trabajadores para no dejar huella y despistar a quien le escuchara sus llamadas. «A mi apartamento nunca supe cómo le decían». En una de esas casas vivía la esposa oficial de Felipe, con quien se había casado hacía alrededor de cinco años. Pamela sabía que su gordo era casado, no porque alguien se lo hubiese contado sino porque ella misma asistió al matrimonio. «No te digo que éramos amigos desde que yo tenía 14 años». Si bien se sentía mal siendo la sucursal, incluso peor sabiendo que por eso terminó su relación con Piraña, Pamela veía la situación un poco relajada. «Yo no tenía sentimientos de culpa, ni ningún dolor. Si él me hubiera dicho en ese momento, mira no quiero nada más con vos, a mí me hubiera dado igual. Yo pensaba: No le estoy haciendo daño a ella [la esposa]; además, si no soy yo va a ser con otra». De hecho hubo momentos en los que las dos, esposa y amante, se encontraron en el mismo lugar sin que una supiera quién era la otra. Hasta que Pamela la identificó, obviamente. Ese primer encuentro tuvo lugar en un almacén de importados de Cali, a donde Pamela acudió con la Flaca a comprar productos de belleza provenientes de Europa. De repente, su amiga le señaló a cinco de los escoltas de Felipe, que se supone deberían estar con él. No tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que los hombres no estaban allí para velar por la seguridad de Felipe sino por la de la esposa, quien se encontraba en la zona de champús. Hasta ahí le llegó la mañana de compras a Pamela, quien salió corriendo con la Flaca.

«Igual Pipe llegaba a mi casa por ahí cinco días de la semana». Y sonríe, como quien supone superioridad. El problema es que de esas cinco noches, cuatro llegaba borracho. «Los escoltas me lo entregaban en la puerta, y ya en la puerta, me tocaba a mí cargar a esa mole. Le quitaba la ropa, lo dejaba en calzoncillos, lo llevaba al cuarto y yo me iba para otro. A las siete de la mañana, antes de que se levantara, me tocaba levantarme y pasarme para la cama porque una vez me pilló que yo estaba durmiendo en otro cuarto y se emputó horrible. Es que la roncadera y el frío del aire que me hacía ponerle bajitico no se lo aguantaba nadie».

En los días, la rutina de la universidad cambió a la de una mujer sin absolutamente nada que hacer, pues Pamela, para estar todo el tiempo con Felipe o disfrutando de lo que tenía a su alcance, no volvió a estudiar. Sus días empezaban como a las ocho de la mañana: desayunaba y se iba al gimnasio a hacer ejercicios o al spa a que le hicieran un tratamiento para mantener la rigidez de sus glúteos. Luego llamaba a Mireya por su celular y le pedía que le alistara siete combinaciones de ropa y se las pusiera sobre la cama. Al llegar al apartamento, Pamela desayunaba religiosamente calentado —que le encantaba—, se bañaba y se probaba las siete pintas. Mireya le tomaba fotos con una cámara instantánea para luego ver con ella las opciones. Una vez escogida la ropa del día, las seis fotos restantes las pegaba detrás de la puerta del baño para una futura referencia. Seguía la infaltable visita a la casa, a darle vuelta a doña Ximena, a hablar con ella pero también a contarle cómo estaba su vida. Si no salía con ella de compras, agarraba 3.000 dólares del cajón y salía con la Flaca o con otra buena amiga y se iban de compras. A veces pagaba, o a veces simplemente firmaba una factura, si Felipe tenía cuenta abierta. Ya en la tarde se encontraba con Felipe y hacía lo que él dispusiera: visitar a los tíos, ir a una finca, salir a comer, lo que fuera. «Yo me acostaba por la noche livianita».

Quienes nunca acompañaban a Pamela a ninguna parte eran su papá y su hermano. Ellos siempre tenían excusas para no ir con ella ni de compras ni a cenar a algún restaurante. «Incluso el día que conocieron mi apartamento se quedaron diez minutos y se fueron». Con doña Ximena, en cambio, la situación era distinta. Siempre habían tenido una relación estrecha, compinche si se quiere, aunque la madre nunca hubiese aprobado las actuaciones de la hija. Pero el vínculo familiar, a pesar de todo, no dejaba de existir. No tenían incluso que hablar para que doña Ximena supiera cuando su hija estaba mal, aburrida o intranquila. «Nada más con intuición, sin yo poderle contar las cosas y mi mamá sufre cantidad». Ése era el círculo social de Pamela. Y ni pensar en hacer nuevos amigos o tener uno que otro pretendiente. Ni el gimnasio, ni en la calle, ni en los almacenes nadie se atrevía a decirle una sola palabra. «Nadie me echaba los perros porque sabían que yo andaba con el Gordo. Es que, mi vida, Cali es un infierno. La vida tuya el que no la sabe se la inventa, pero todo el mundo la sabe».

Ésa era su cotidianidad. Desde las diez de la mañana entaconada y absolutamente bien arreglada. «Imaginate, yo era bien caballuda, piernona, tetona y con el zapato bajito, o sea, me veía enana». Felipe, en cambio, no reparaba ni medio segundo en su apariencia.

—Mija, sáqueme la ropa —le gritaba a Pamela.

Pamela se esforzaba por encontrar lo mejor que tuviera en el clóset para armarle una pinta mostrable, pero era una tarea difícil ya que tenía unas camisas horribles. «Yo le decía: No te coloqués eso pero él no me hacía caso. Siempre se ponía la camisa del letrero». Y eso era cuando salía pronto del baño porque había ocasiones en las que se quedaba durante casi dos horas encerrado, probablemente hablando de negocios o atendiendo a su mujer. «Yo nunca escuchaba, me iba para otro baño y me arreglaba».

Lo que tampoco hacía era quedarse en el apartamento sin hacer nada. Esa necesidad de estar en constante movimiento, de ocupar el tiempo así fuera en bobadas, motivaba a Pamela a llamar diariamente a su amiga la Flaca, a Renata o a cualquiera para salir. Y si ellas no tenían plata, pues no había problema. La casa invitaba. «Lógico, ellas nunca me tenían que decir eso. Por lo menos a la Flaca, si yo me compraba una blusa, a la Flaca tenía que comprarle otra». Y así era para todo. Su otra amiga incluso se quería hacer una liposucción, cirugía que el novio no le quiso pagar. «Pues yo le dije: Gorda, yo tengo una plata ahí, hacete la lipo y luego, cuando tengás plata, me la pagás». Es que mientras estuvo con Felipe, los dólares siempre abundaron en el apartamento de Pamela. «Generalmente había cuarenta mil o cincuenta mil en la mesita de noche». Ella agarraba lo necesario, acudía a una casa de cambio y listo. A gastárselos en ropa, en paseos o en restaurantes. Ah, o en las extensiones de pelo, que andaban en completo furor en Cali, sobre todo entre las Muñecas. Con la vanidad de Pamela era imposible no tener siempre la cabellera bien arreglada. «A mí toda la vida me ha gustado la belleza, el spa, la peluquería. Si a mí me dicen que me unte popó de gato en la cara porque se me va a poner bien, me lo unto». Con las extensiones era igual. Las tuvo pegadas, cosidas, pelo a pelo, mejor dicho, varias técnicas que entenderán quienes hayan pasado por el mismo proceso. «Ahora te lo juro que hasta la que no tenga plata se la rebusca para su pelo. Y no necesariamente tienen que ser Muñecas».

Precisamente el día en que se daba una gran fiesta en una de las fincas de Felipe, Pamela estrenó extensiones. Alistó la ropa que se iba a poner esa noche e invitó a una amiga para que fuera con ella. «Yo le dije: Gorda, acá hay muchos hombres y maluquísimo que te quedés vos aquí. Vos sabés que se emborrachan y cualquier cosa puede pasar, entonces mejor que te quedés en Los Veleros [un hotel]. Venís a la fiesta pero allá tenés tu cuarto tranquila». En aquella parranda se encontraba toda la pesada: Felipe y sus tres tíos Eugenio, Juan Carlos y Diego Montoya, cada uno abrazado a su respectiva Muñeca. Renata, la amiga de Pamela, acompañaba a don Diego. Su amiga, por su parte, iba sola, pero siempre a su cuidado. Y es que había motivos para estar pendiente de ella. Meses atrás, en un paseo a Cartagena, volvió a la habitación de Pamela a las nueve de la mañana con el rostro lleno de lágrimas.

—Gorda, me levanté en la playa al lado del Botija [un escolta] y cómo te parece que no tenía falda —exclamó con un rostro de estupefacción.

«A ella le pasaba algo cuando tomaba. Supuestamente porque yo le comía cuento de sus explicaciones locas». Hasta que me tocó a mí».

Pamela cuenta que estaba sentada en una mesa con Diego y Renata, relajada tomándose un whisky, cuando vio a su amiga bailar amacizada e insinuante con Felipe. «Yo le dije: Don Diego, yo me voy a dormir». A dormir significaba irse a un carro —casa que habían dispuesto para pasar la noche en el mismo sitio de la reunión—. Pero Pamela no tenía ninguna intención de acostarse. Se metió al carro-casa, apagó la luz y se asomó por la ventana a fisgonear lo que hacían su amiga y su novio. «Entonces cuando yo vi la pendejada muy evidente, todo el mundo estaba ahí, había mucha gente conocida, entonces yo me paré y me bajé de ahí histérica. No me importó que hubiera no sé, treinta o cuarenta escoltas, yo me pasé por encima de todos. Ellos le estaban haciendo ronda al Gordo. Lo cogí del brazo y le dije»:

—Ve, gonorrea, mañana no vas a estar rogando y chillando diciendo que no hiciste las cosas. ¡Porque te estoy viendo!

Felipe simplemente la agarró del brazo y se la llevó de vuelta a la mesa donde seguían don Diego y Renata.

—A mí me hacés el favor y me respetás. O si no te vas a dormir —dijo Felipe.

—¡Haceme el favor y a Pamela la respetás! ¡Calmate Gordo! —le gritó don Diego, levantándose de la silla.

«Ahí se sentó como un perro regañado, siguió bebiendo hasta que se quedó dormido».

—Vaya acuéstelo, Pamela —le exigió don Diego.

Pamela les pidió ayuda a los escoltas que antes había manoteado para que lo montaran en el carro-casa. Luego les dio instrucciones para que abandonaran ese lugar y se fueran a la finca. A su amiga la abandonó a su suerte. Una vez en su finca, en vista de que la mole de Felipe pesaba más del doble para llevarlo a dormir a la habitación, Pamela lo dejó a dormir en el bus y se metió a la casa. Pero la fiesta no había terminado. «Como a las tres horas de estar durmiendo en el cuarto y él en el carro ese, llegó todo el mundo. Ya eran como las nueve de la mañana». Entre quienes llegaron estaba su amiga, más borracha que nunca, gritando y reclamando ver a Pamela y hablar con ella. Mientras tanto, Pamela se asomaba por una rendija desde la habitación. «Esta vieja está como loca, para qué me busca». En vista de que no encontró a Pamela, la amiga preguntó entonces por Felipe. Los escoltas no tardaron en señalarle el carro-casa en el que dormía. Renata, por su parte, sólo lloraba pues no podía decir nada ni evitar que el problema entre sus dos amigas empeorara.

—Vos no te vas a meter —le insistía don Diego.

«Cuando yo veo que el carro-casa se empieza a mover de un lado a otro. Qué tal. Salgo yo enfurecida a subirme al bus ese pero los escoltas de don Diego no me dejaron. Que no, que deje dormir al Gordo. Y yo sabiendo que mi amiga estaba allá adentro con él. ¡Yo, histérica!».

Pamela volvió a su habitación, se quitó sus extensiones recién puestas y se metió a bañar. Por más brava que estuviera y quisiera entrar a sacar a Felipe y a su amiga del pelo, no podía hacer absolutamente nada, dado los casi doscientos hombres que allí se encontraban como escoltas del clan familiar de los Montoya. «Yo me fui a bañar, me arreglé, me puse un jeancito, una blusita; ya me quité toda la producción, todo el cuento. Cuando salí del cuarto otra vez, el Gordo estaba en la sala. Su amiga, en el otro baño».

—Hola, gorda —le dijo su amiga después de salir del baño.

Pamela apenas la miró y se le acercó; por fin podía sacar la rabia que guardaba.

—¡Te largás de aquí ya si no querés que te ahogue en ese sanitario!

La intrusa reaccionó asustada, y le pidió a Felipe que le ayudara. Él trató de mediar entre las dos mujeres, pero se llevó un regaño más.

—Ve, yo me quiero ir. Y espero que no vas a hacer tiros ni escándalo ni me vas a mandar a matar como siempre decís —arrancó Pamela.

—Si te vas, no me volvés a ver —le respondió Felipe, que apenas empezaba a sentir el guayabo.

—Eso es precisamente lo que quiero, ¡no volver a verte!

Pamela le pidió al chofer que sacara sus maletas y las metiera al carro. Entretanto, el hombre apenas miraba al patrón en espera de una señal que denotara su visto bueno. Felipe asintió con su cabeza y dio media vuelta.

Pamela tenía razones de sobra para pedirle que no le hiciera daño por dejarlo. Él antes ya le había hecho varias amenazas y advertencias que implicaban un proceder violento. «Si no es para mí, no es para nadie. Con el hombre que salga, ya sabés el cuento, mato al hijueputa». No estaba de más pedirle mesura, sobre todo que quien la había embarrado en la relación había sido él, no ella. Ese día de la pelea, Pamela tuvo la fortuna de que Felipe no estuviera tomado. Por lo menos ya se le había pasado el efecto de la borrachera del día anterior, pues el «Gordo siempre que tomaba era a dar cien mil tiros». Sacaba su pistola y le apuntaba a la luna, la amenazaba con matarla, aunque lo único que viera morir fuera el cargador de su arma. O le quitaba un fusil a uno de sus escoltas y acababa con los troncos de los árboles vecinos. En una ocasión, incluso, llegó más lejos. Estaba con Pamela en una reunión que le habían preparado unos señores caballistas, «un poco de viejitos supersanos». Al despedirse, ya en una borrachera monumental, Felipe le fue dando la mano a cada uno de los anfitriones hasta llegar a un señor al final de un sillón, quien no se levantó. Pamela lo llevaba de la mano, les hablaba a los escoltas para que prepararan el vehículo mientras Felipe terminaba de repartir sus hasta luegos cuando de repente escuchó un disparo. «Cuando veo yo que el Gordo se voltea muerto de la risa y me dice: Mija, vámonos». Pamela apenas observó un chorro de sangre que brotaba de la pierna de uno de los caballistas, el último en despedirse, quien se quejaba sin que los demás entendieran lo que había sucedido. Felipe caminó hasta el carro como si nada hubiese pasado. Una vez adentro, Pamela se quedó completamente en silencio, absorta. «Tú crees que yo iba a decirle algo después de lo que había visto. Estaba borracho y muerto de la risa. Me acosté a dormir, él se acostó a dormir cuando al otro día por la mañana que se levantó yo le pregunto»:

—¿Por qué le pegaste ese tiro a ese señor?

Felipe le subió las cejas sin entender este cuestionamiento mañanero.

—Mija, ¿de qué me está hablando?, ¿cuál señor?

No se acordaba de absolutamente nada. Al rato se paró y fue a hablar con sus escoltas. «Yo me quedé en el cuarto, por ahí asomada en el balcón. Y ellos muertos de la risa».

Al terminar de discutir con Felipe en la finca, después del encuentro que tuvo con su amiga, Pamela llegó al mediodía a su casa. Era domingo. Cerró cortinas, se tomó dos pastillas para dormir y se acostó. Más que sufrir por Felipe, lo hacía por su amiga. En más de una ocasión, Ximena le había pronosticado los problemas que iba a tener con una muchacha de esa pinta y comportamiento. Y no era la única. «Mis otras amigas, no las del mundo fantástico sino las peladas bien, que nunca salían conmigo con mis amigos fantásticos, me decían: Huy, esa vieja es tenaz, que pinta tan fatal, que yo qué hacía con esa vieja». Aunque esa opinión, ese punto de vista del mundo «normal», también era fuerte con Pamela misma. «Ellas no entendían cómo yo podía salir con ese gordo. A Piraña se lo pasaban porque escuchaban que era buena gente, pero igual nunca quisieron conocer a ninguno. Que yo estuviera con Felipe les parecía lo peor». Pamela sólo se excusaba, trataba de hacerles ver que estaban equivocadas, que su Felipe sí era Muñeco, pero buena gente. Además, en ese momento Pamela se comparaba con sus amigas sanas y no encontraba motivo para envidiarlas. «Yo les miraba los novios a ellas y pues qué. Peladitos de universidad, antifantásticos, antiemocionantes, antitodo. Y ellas acostadas a dormir a las ocho de la noche todos los días, la visitica de sala. No, gracias».

Era evidente que a Pamela le gustaba la adrenalina, el corre corre, la sensación de miedo y peligro. Como aquella vez que, antes de que pasara lo de la pelea, llamó a Felipe toda la noche de un sábado y él no le contestó el celular. Pamela sintió que ésta era su oportunidad para escaparse. Llamó a la Flaca y a dos amigas.

—Vámonos a rumbear a Buga.

Las tres reaccionaron con sorpresa: no daban crédito al hecho de que Pamela procediera sin temor, que les propusiera escaparse lejos de la ciudad. «Pero yo estaba cansada, quería irme a rumbear con ellas». Se montaron las cuatro en la X5 de Pamela y llegaron a Buga después de cuarenta minutos de carretera desde Cali. Allí estaba Mauricio, uno de los ex novios de Pamela, y unos amigos de él, con quienes se fueron a rumbear a una discoteca llamada Montana (otra vez la memoria no le falla). En medio de la fiesta, el celular de Pamela repicaba con insistencia. Era Felipe. Pero como dice el dicho, metido el pie, metida la pierna. Ella optó por no contestar, dejar el celular dentro de su cartera en el carro y rumbear durante toda la noche y parte del día, pues se fueron a dormir a un hotel a las ocho de la mañana. A las diez volvió a timbrar. De nuevo era Felipe. Se agarró la cabeza tratando de mitigar el dolor, respiró profundo mientras sus amigas aún dormían y contestó.

—Aló.

—¿¡Dónde putas estás!? —replicó Felipe furioso al otro lado de la línea.

—En Buga.

—¿¡Qué hacés en Buga!?

Pamela no pudo pensar en una mejor ni más original y conchuda respuesta.

—Madrugué a rezarle al Milagroso.

—¡Qué rezar ni qué hijueputa! ¿Dónde pasaste la noche? —preguntó cada vez más furioso.

—Donde la Flaca —respondió Pamela con la esperanza de que le creyera.

—Mentirosa, yo te mandé a buscar donde la Flaca.

—Pues no me buscaron bien. No me buscaron bien porque yo amanecí donde la Flaca.

—¡Haceme el favor y te venís ya para acá! —dijo histérico antes de colgar.

«No, y yo con esa cara pálida y de trasnocho, oliendo a trago y cigarrillo, con la misma ropa fantástica de la noche anterior». No tuvo otra opción más que despertar a sus amigas y retomar camino de vuelta hacia Cali. Ni siquiera se bañó. Su plan era hacerlo en la casa de alguna de sus amigas. Pidió una muda de ropa prestada, metió la sucia dentro de una bolsa de papel, la puso en la silla del copiloto y se fue para su casa. «Me acuerdo que me empasté la cara con base porque tenía unas ojeras que no podía. Voy llegando a la casa, el portero me abre la puerta y me encuentro a Renata, que me está esperando. Ella vivía en mi mismo edificio».

—Ese señor está histérico, anda buscándola por todo lado. Hizo escándalo en la portería. Preguntó que usted a qué horas había salido, a qué horas había llegado, en fin —le dijo Renata apenas la vio.

Pamela no terminó de contarle ni la mitad del cuento a su amiga cuando vio que la camioneta de Felipe se acercaba hacia el parqueadero, pasando por encima de los policías acostados sin consideración alguna por la suspensión. Renata subió las escaleras a su apartamento muerta del miedo. Pamela se quedó a la expectativa dentro de la camioneta, viendo de reojo la bolsa de ropa sucia que no había alcanzado a sacar.

—¿Dónde estabas? —le preguntó Felipe muerto de la rabia, casi sin abrir la boca, sólo mostrando los dientes.

—En Buga —respondió Pamela manteniendo su mentira.

—Decí la verdad, ¿¡dónde amaneciste!?

—Donde la Flaca.

—Que me digás la verdad, tenés la última oportunidad —replicó Felipe apuntándole con su arma en la cabeza.

Pamela no se movía ni medio milímetro, pero sabía que no debía cambiar su versión. Hablaba mientras por dentro rezaba pidiendo que su novio no se diera cuenta ni del hedor ni de la propia ropa que permanecía a su lado. «Yo con ese susto creí que ese hombre me iba a matar. Pero me sostuve, dije que había amanecido en la casa de la Flaca y después me había ido a rezar». Ante la seguridad con la que Pamela daba sus explicaciones, Felipe pareció creer en sus palabras y bajó el arma. Se calmó, por lo menos un poco. Pero siguió alegando. Que por qué no dormiste en la casa, que por qué te fuiste. Pamela sacó todo su arsenal y le disparó una ráfaga de excusas con olor a reclamos: que él nunca le contestó el celular, que estaba aburrida, que no quería dormir sola. Felipe por fin apartó su mirada y balbuceó sin ganas que estaba en el cumpleaños de su hija, se dio media vuelta y sin decir más se marchó tan rápido como llegó. Pamela dejó salir una bocanada de aire que finalmente la liberó del peligro, con sus dos manos agarró la bolsa de ropa sucia que estaba a su lado y subió al apartamento a celebrar —todavía asustada— la mentira que acababa de coronar.

Las pastillas que se tomó ese domingo que dejó a Felipe en su finca hicieron dormir a Pamela hasta las once de la mañana del lunes, que era festivo. A las dos horas la empezaron a llamar varias amigas para contarle que Felipe se andaba paseando del brazo con su amiga, como si fuera su pareja. Incluso le dijeron que los vieron aparecerse osadamente en la finca del mismo Piraña. A ella no le importaba. «Ella tenía los senos talla 40, la cola era regigante, operada, la cintura diminuta. A los tipos les encantaba pero a mí no me gustaba. La cintura muy chiquita, las tetas muy grandes, el culo muy grande, o sea, todo era exageradamente a extremos».

Ese mismo lunes, alrededor de las dos de la tarde, Felipe volvió a repuntar. Llamó a Pamela, la saludó con su usual “mija” pero ella lo despachó tan pronto como pudo. Lo mandó de vuelta a los brazos de la intrusa y le colgó. A la media hora, el Gordo estaba golpeando su puerta. Pamela no le abrió. Pipe, decidido a verla y hablar con ella, rompió una ventana y se metió al apartamento. Pamela corrió a encerrarse a su cuarto, hasta donde llegó Felipe a rogarle, a insistirle que quien lo buscó fue la bandida de su amiga, que él estaba borracho. «Así duramos hablando como una semana pero yo ya no quería nada. Igual iba a mi casa, me llamaba, me rogaba. Y yo firme en que no quería nada con él».

Un par de semanas después, cuando toda la dinámica del perdón y el rechazo seguía igual, Pamela recibió una llamada más de Felipe. En ella le contaba, como marido dándole explicaciones a la mujer, que iba para un velorio. Ella no le dio importancia ni a la llamada ni al mensaje. Haga lo que se le dé la gana. Todavía estaban mal. Al terminarse la última telenovela, a eso de las diez de la noche, Pamela se alistó para llevar de vuelta a su casa a la Flaca, con quien había estado toda la tarde. Pero en lugar de tomar el camino hacia la vivienda, a las dos les entró un repentino deseo de hacer algo más, de aprovechar la juventud de la noche. Con ánimo de empezar una rumba moderada, fueron a parar a Las Tascas, unos puestos de comida ambulante que se instalan a orillas del río que circunda la ciudad, conocidos además por la calidez de su ambiente rumbero. Pamela estacionó la camioneta X5 frente al lugar y, antes de entrar, observó hacia el edificio de enfrente donde Felipe tenía otro apartamento. Para su sorpresa, ahí estaba la camioneta de su novio custodiada por su docena de escoltas. Evidentemente no estaba en ningún velorio. Ahí mismo supo que había sido engañada. Una vez más. Todo parecía indicar que sí estaban enterrando a alguien pero no a ningún muerto. Allí se encontraba otra de sus conquistas, una mujer a la que sólo recuerda por su remoquete: La Cuarenta. Hasta ese día duró la ya agonizante relación con el Gordo. Pamela regresó a su casa con la moral y la vergüenza por el suelo, pero con la convicción de que sus días al lado de Felipe Montoya acababan de terminar.

V

Ya instalada de regreso en su casa —en el mismo cuarto en que su padre le había dicho, meses atrás, que iba a permanecer intacto para ella—, Pamela volvió a ser una mujer libre. Al menos eso creía, a pesar de que Pipe le mandara calurosos saludos con las amigas e incluso recados en los que le advertía que no la quería ver por ahí vagabundeando en la calle. A pesar de haber terminado su relación, todavía quedaban rezagos de dominación, de machismo indiscriminado sobre ella. Lo normal en este mundo habría sido que Pipe quisiera mantener sus tentáculos aún más fuertes sobre Pamela y aún viviera con ella, pero a la larga era un hombre medianamente sensato. Ya no tenían nada. Esos mensajes amenazadores los solía enviar cuando estaba borracho y su temperamento cambiaba, se transformaba para dar paso a un hombre violento y desalmado. Pamela, por su parte, vivía tranquila. Escuchaba los saludos que le hacían llegar pero sabía que podía seguir desplazándose tranquilamente por las calles de Cali, aunque muchos la identificaran como la ex novia de Felipe Montoya, y otros la siguieran viendo como tal.

Con algunos ahorros en el bolsillo y el estigma de haber compartido su vida con un poderoso narcotraficante, Pamela siguió adelante. En una de tantas noches de ocio, surgió el plan de asistir a un matrimonio en compañía de Renata. Sólo las dos, sin pareja. Allá llegaron arregladas en exceso, sin descuidar ningún detalle, escucharon sin atención la misa y felicitaron a los novios. Ya en la recepción, se encontraron con dos amigos, Donado y el Sultán, hombres del círculo de conocidos de Felipe, pertenecientes a su mismo mundo pero sin gran notoriedad. Estuvieron con ellos y la esposa de Donado durante un rato mientras bailaban el vals, comían ponqué y se deleitaban con el bufé. Luego optaron por seguir la rumba en la discoteca de moda en Cali en ese momento: Baiao. «Llegamos, nos sentamos en una mesa el Sultán, Donado, la esposa, Renata y yo. No nos habían alcanzado a traer la botella que pedimos cuando Renata me dice que voltee a mirar. Ahí estaba Felipe, como a cinco mesas de la nuestra, acompañado de otra vieja». Pamela lo anunció desde el comienzo: Cali es un infierno muy pequeño.

Sin embargo, ese encuentro no fue obstáculo para que continuara la noche de rumba. Donado y el Sultán eran amigos de Felipe, lo conocían de tiempo atrás y no veían problema alguno en estar compartiendo en una mesa con una ex novia suya. De ser así, habrían sido los primeros en pararse del lugar a buscar refugio o, al menos, a esclarecer la situación con el Gordo. Pamela, por su parte, adoptó la estrategia de no mirarlo, incluso de ignorarlo durante toda la noche. Eventualmente salía a bailar con alguno de los presentes pero la mayor parte del tiempo estuvo sentada, tomándose unos tragos, conversando y riendo tranquilamente. Las horas fueron pasando y el licor ingerido por Felipe comenzaba a mostrar sus efectos. Mandó a sus escoltas a llamar a Pamela, pero ella los devolvió con un rotundo no. «Me mandaba a decir que quería hablar conmigo, y yo les decía a ellos que no quería hablar con él». En vista del acaloramiento de la situación, el Sultán se ofreció para ir a hablar con Felipe. Caminó hasta la zona de los baños donde se encontraba, pero no volvió a aparecer. El que surgió de la nada, más encolerizado que nunca, fue Felipe; llegó por detrás de Pamela, quien no detectó su presencia, y la agarró de su larga cabellera, la trajo hacia él y la haló un par de metros hasta que la moña —con la que lucía esplendorosa en la ceremonia— se desprendió y quedó en la mano de él. «Yo tenía un postizo, una cola postiza, cuando me paro a ver quién me había jalado el cabello y veo al Gordo este con mi postizo en la mano».

—Vení, vení —le gritaba boleando el mechón de un lado a otro.

«Y yo, histérica por mi pelo; había quedado con el pelo suelto. Yo no veía la magnitud de la cosa ni nada». De repente, una de las mujeres que estaba con Felipe, también conocida de Pamela, la haló hacia un lado y, en su angustia, le aconsejó que se marcharan inmediatamente del lugar. Felipe estaba completamente borracho, y las dos sabían lo que este hombre podía hacer en ese estado. En ese momento, Renata y la esposa de Donado estaban en el baño. El Sultán no aparecía. Donado era el único que observaba lo que sucedía, pero sabía que no debía meterse. Pamela y la amiga salieron corriendo, en busca de la puerta de salida. Donado, por su parte, se metió al baño de mujeres a sacar a su esposa y a Renata, anunciándoles que el ambiente se había calentado y debían partir.

«La amiga de Pipe me montó en el carro para que nos fuéramos, pero yo no me quería ir con ella sino con los que estaba. Entonces yo preguntaba por el Sultán, que dónde está el Sultán, Donado, Renata, todos». Por su insistencia de no irse sola, Pamela impedía que la amiga arrancara. Fue entonces cuando vio salir, en medio del tumulto, a Donado, la esposa de éste y a Renata. Iba a salir del vehículo en el que se encontraba para reunirse con ellos, cuando de repente apareció una pistola cerca de la cabeza de Donado. En menos de un segundo sonó un disparo que retumbó a doscientos metros a la redonda. La gente salió despavorida. Pamela se llevó las manos a la boca, testigo de lo que estaba ocurriendo. Donado cayó al suelo.

«Yo los vi caminando. Dije ahí vienen, ahora sí, vámonos. Cuando los vi venir, ahí mismo escuché el ¡taz! Lo que hice después fue agacharme y no escuché más. Cuando ya vi que no había más tiros, me volteo y veo a alguien tirado en el piso, y a Renata encima de él».

—¡Te odio, Felipe, te odio! —gritaba Renata, llorando, desesperada.

«Yo no entendía qué pasaba. Yo pensé que el que estaba tirado en el piso era el Sultán. Y yo le decía a la amiga: ¡Marica mataron al Sultán! Ella no me decía nada. Luego me bajé corriendo del carro, fui hasta allá y descubrí a Donado. Había una cantidad de gente ahí al lado mirando». La amiga de Felipe, la que ayudaba a Pamela, dio reversa en el carro hasta acercarse al grupo que permanecía en shock, sin saber qué hacer con el hombre que se desangraba. Nadie ayudaba a estas cuatro mujeres a subir a Donado al carro. Finalmente lo pudieron hacer y arrancaron a toda velocidad rumbo al hospital. Felipe y sus guardaespaldas ya no estaban en el sitio.

A los pocos minutos, Pamela y las demás mujeres llegaron al departamento de urgencias de la Clínica de Occidente, donde de inmediato recibieron al paciente, que había perdido el conocimiento. La misma Pamela ayudó a quitarle la ropa, preparándolo antes de que le hicieran los exámenes de rigor. Una vez que los médicos se encargaron de Donado, su esposa arremetió contra Pamela, a quien empezó a golpear al tiempo que le gritaba y la hacía responsable directa de lo que había ocurrido. «Fue por culpa tuya, fue por culpa tuya, me decía esa mujer. Y yo en shock». Renata y la amiga la rescataron y trataron de mediar haciéndole ver a la otra mujer que Pamela no tenía nada que ver. «Yo me fui para la casa de Renata». Allá la incertidumbre y la angustia se apoderaron de las dos. Entre lágrimas, comentaron lo que había ocurrido. A ninguna le quedaba duda de que Felipe, como usualmente pasaba cuando se pasaba de tragos, se había transformado. Una noche tranquila de matrimonio y rumba se convirtió de un momento a otro, por celos y licor, en una noche trágica que no olvidarían nunca.

Pamela volvió a su casa a cambiarse y a tratar de dormir un poco. Caminó derecho hacia su habitación y no pudo siquiera darles una mínima explicación a sus padres, quienes ignoraban lo que había ocurrido y sólo le reclamaban por haber llegado casi hacia el mediodía. Pamela trató de dormir pero no pudo. Su cabeza le daba vueltas rememorando una y otra vez lo que había presenciado apenas horas atrás. Felipe histérico, ella en el carro y el tiro en la cabeza. La imagen volvía a su memoria sin cesar. Decidió salir de allí, buscar respuestas, hablar con alguien. Volvió donde su amiga Renata un poco después de las dos de la tarde. La encontró llorando. Donado estaba muerto.

«Lloramos hasta más no poder». Pasada un poco la conmoción y recién anocheciendo, un inesperado visitante apareció en la puerta: el Sultán. Estaba tan dolido como ellas, pero tenía una angustia en sus ojos que tenía obligatoriamente que compartir. Lo primero que hizo fue relatarles lo que había ocurrido en la discoteca, cuando pretendía hablar con Felipe. Dijo que se paró a hablar con el Gordo, pero éste no quería hablar con nadie, y hasta lo trató mal. «El Sultán se dio cuenta de que la situación estaba como maluca; salió y nos mandó a llamar con un muchacho. En el transcurso en el que el Sultán se montó al carro y nos mandó llamar con el muchacho fue que pasó todo lo que pasó. Que por eso no habíamos sabido nada de él». Después de relatarles pormenorizadamente y casi minuto a minuto lo que había hecho mientras ellas escapaban del peligro, el Sultán les salió con una perla que ni Pamela ni Renata se esperaban.

—Muchachas, por nada del mundo vayan a decir que Felipe fue el que mató a Donado.

«Que lo mejor era que no nos metiéramos en problemas, que él había estado en una reunión ese mismo día con Felipe y que él había dicho que no había sido él. Que a Donado lo estaban esperando afuera de la discoteca. Bueno, vos sabés toda la payasada».

Perpleja, Pamela volvió a su casa. De nuevo se encerró en su habitación y apagó su celular; no le volvió a pasar a nadie durante tres días. No quería tocar el tema de la muerte de Donado con ninguna persona. Quería pasar el duelo sola. Tratar de no pensar. Refugiarse bajo las cobijas, viendo películas para no recordar lo sucedido. «Cuando mi mamá me dice dizque me necesitaba un tal Rubén al teléfono. Me tocó pasar».

—Hola Pamela, ¿cómo está? —le dijo la inconfundible voz de Diego Montoya, el tío de Felipe, gran jefe del Cartel del Norte del Valle.

Rubén era el nombre con el que se identificaba normalmente.

—Cómo le va, don Diego —respondió Pamela.

«Yo la embarré diciéndole el nombre».

—Pamela, cuénteme bien qué fue lo que pasó el sábado.

Pamela calló por unos segundos, tapó la bocina del teléfono con su mano tratando de que don Diego no notara el esfuerzo que hacía por no llorar.

—¿Qué pasó? No, pues que yo estaba en una discoteca, el Gordo me mandó llamar, me mechonió, luego yo me fui y luego... nada, mataron a Donado.

—Y usted, ¿está segura de que a él lo mató el Gordo? —replicó su interlocutor con una voz gutural.

«A mí me tocó decir que no. A mí me tocó decir que no. Cómo se te ocurre, el Gordo yo sé que es incapaz de hacer una cosa de ésas, la payasada. Porque ya el Sultán me había dicho que no fuera a decir nada, que las cosas las dejáramos así». Pero don Diego no se quedó callado.

—Si ve, y usted por qué tenía que estar en la calle.

—¿Cómo así? Por qué no puedo estar en la calle si yo no tengo nada con el Gordo. ¿Entonces me encierro toda la vida? —respondió indignada Pamela.

—No —dijo don Diego—, pero si ve, ésos son los problemas que pasan por usted estar en la calle. Usted no debería estar callejeando ni mucho menos rumbeando con otras personas.

—¿Cómo así? Ni estuve casada con Felipe, ni tampoco duré los diez años pues como para todo este cuento.

—Está bien, Pamela, gracias —dijo don Diego y dio por terminada la conversación.

VI

Estas experiencias han quedado en el pasado para Pamela. Ella las recuerda desde Miami, donde vive, casi diez años después de que le ocurrieron. Lleva una vida diferente. Completamente diferente. Atrás quedaron los años de lujos a granel, dinero en las mesitas de noche y clósets llenos de ropa de marca. Hoy es una mujer sencilla, todavía con la gran vanidad de querer verse bonita, pero para agradarse a sí misma, no para conseguir que un traqueto se fije en ella. Como todos los inmigrantes en Estados Unidos, lucha por salir adelante en un mundo complejo y competitivo. En Miami sufre las consecuencias de no haber terminado su carrera universitaria por optar por el mundo de adrenalina, diversión y derroche que ofrecían los narcotraficantes. En Miami lamenta no haber seguido con esas clases de inglés en las que don Horacio la metió casi a la fuerza. Pero en Miami también es una persona más, del común, y no carga el estigma que tendría en Cali por haber sido la mujer de un traqueto, una Muñeca.

Así, recordando, se atrevió a concluir una charla en la que habló sin tapujos, sin penas ni mentiras. Sincera. «La verdad no vale la pena meterse con esas personas [los narcos]. Esas personas no tienen valores, no tienen sentimientos; ellos creen que todo lo pueden comprar con la plata. Ojalá la plata nos hiciera felices. Yo, mientras estuve con ellos, tuve todo lo que quería. Igual no era feliz. Ahora sólo quiero amor, quiero otro tipo de persona, que trabaje, que sea de otro estilo de vida, que me quiera, que me respete, que quiera tener una familia. Ya no quiero hacer sufrir a mi mamá». Y es que desde los días en que Pamela empezó a salir con Erick, Ximena no ha parado de llorar por ella. De preocuparse. De pensar que algo malo le pasó en una de esas tantas noches que no llegaba a la hora que debía. Hoy, incluso, estando lejos se preocupa más. La distancia agrava la angustia por saber que su hijita siempre va a estar bien. Y Pamela lo sabe. Por eso habla con su madre, religiosamente, tres veces al día: mañana, tarde y noche.

«Con lo que a mí me pasó con Erick, yo debí haber aprendido. Pero no, yo seguí, seguí y seguí. Cada día quería más, cada vez quería más. El peligro, no sé, ver que esta persona es, entre comillas, “importante”, que tenía no sé cuántos escoltas atrás cuidándole el culo, eso me causaba... se puede decir que morbosidad, cierto interés. Pero lo digo sinceramente ahora y con el corazón en la mano: de eso no queda absolutamente nada. Qué rico que la vida se pudiera devolver y pudiera vivir todo lo que viví antes pero con la experiencia que tengo. Relacionarme con otras personas. Porque en Colombia yo estoy marcada. Allá, por ejemplo, yo iba a salir con mis amigas y alguien se arrimaba a saludarlas a ellas y se daban cuenta de que yo estaba ahí, y ahí mismo: No, ¡qué calentura! Nosotros mejor nos vamos de aquí. Llegábamos a una discoteca y no se me podía arrimar nadie. Me tocaba bailar con un amigo gay».

Pero hay un tema que ha pasado de largo y es común en casi todas las mujeres que están con los narcotraficantes: las cirugías. «Al único que le tocó cero kilómetros fue a Erick, nada, ni un chuzón de mesoterapia. Apenas terminé con él, me hice los senos. Yo estaba loca por hacerme los senos, pero él no me dejaba porque decía que yo era muy niña. Pero es que no tenía nada, era por ahí talla 30. Ésa me la hice cuando tenía 17 años. Mis pobres papás pegaron el grito en el cielo. Un día les dije: Ya vengo. Y a las horas regresé en una ambulancia, empijamada y recién operada. Me había hecho las bubies. A mi mamá casi le da un infarto. Mi papá estaba histérico. Pero no podía hacer nada, ya no me las podía desinflar». Aunque ésa fue sólo la primera cirugía de busto. Vendrían más. Muchas más.

«La primera vez me quedaron divinas, espectaculares, pero el doctor me puso solución salina, que tiende a disminuirse, y como en ese tiempo se estaban usando unas cosas así de gigantes [estira sus brazos hacia el frente y agarra un par de melones imaginarios], pues se me dio porque las quería más grandes. Yo a todas las viejas las veía que les salían unas bolas desde el cuello, y yo decía: Se les ve divino. Cuando estaba con Piraña me hice la segunda. Pero ahí se le fue la mano al doctor y me puso unas cosas pero demasiado grandes; entonces, a los quince días, me las hice quitar. Yo, esto tan feo, no. Esto no. Volví a que me las quitaran, me fui para donde otro médico que me puso las mismas prótesis que me quitaron, pero por debajo del músculo. Esa fue mi tercera cirugía. Me quedaron más chiquitas, redonditas, espectaculares. Después, ya cuando pasaron los años, la cola se me creció impresionante. Fui donde el doctor a que me hicieran la lipo y él me dijo que no, que mire esos implantes cómo me los pusieron de feo, que muy parados, muy boludos, que él me hacía el paquete: lipo y de paso otras tetas. Y yo, listo, doctor, haga lo que tenga que hacer. Pues resulta que voy y me acuesto, y este viejo desgraciado me hace unas tetas horribles, caídas, como mirando para abajo. ¡No! A los veinticinco días yo no me aguanté con eso, yo no me dejaba ver por mi pareja. Hacíamos el amor con el brasier puesto porque imagínate. A los veinticinco días me fui para donde otro cirujano que me puso éstas [se señala], las que tengo ahora y con las que me quedo».

Pamela reconoce que su adoración por los senos grandes, siliconudos, respondía no sólo a su deseo por verse esbelta y bonita, sino también a un deleite en particular de los narcotraficantes hacia las mujeres voluptuosas. Casi una obsesión por la que muchos mandaban a sus mujeres al quirófano. Hoy la moda continúa así, según ella, aunque existan menos narcos que Muñecas. «A ellos les toca de a siete a nueve Muñecas. Supongamos que Gustavo sale con María, con Pilar, con Julia con la que sea. Y todas lo saben pero como a todas las está manteniendo, y ahora no hay plata allá pues a ellas les toca comer calladas. Para ellas mejor que nadie sepa que salen con el que salen. Salen de sus casas a comer solas, pero mentiras, que por debajo de cuerda tienen el que las recoge. Unas se pueden dar el lujo de correr con suerte y que el tipo les aguante que tengan noviecito decente, trabajador, que está en la universidad. Pero cuando los tipos llaman, tienen que estar ahí. Ellos no piden fidelidad sino prioridad».

Y ya entrada en análisis del mundo de las mujeres de los narcos, Pamela se atreve incluso a comparar a esta generación de jovencitas con las de antes, con las mujeres que se juntaron con estos hombres cuando apenas se iniciaban en el negocio. Las que les parieron hijos que hoy ya son adolescentes. «A mí personalmente me gustaban más las Muñecas de antes. Eran mucho más lindas, rubias, despampanantes pero no eran supertetonas como ahora. Las de antes tenían un poco más de clase que las de ahora. Cada una tenía su pinta y su estilito propios. Ahora todas son indias, pelinegras, el pelo hasta la cintura, la teta tamaño 38, la cinturita de avispa y el culo desproporcional, horrible, todo puntudo. Con una cara ordinaria, pero por detrás el cuerpo espectacular». Quizás se refiere a una generación siguiente a la de ella, en la que la exclusividad cada día se pierde más, en donde las relaciones con ellos son cada vez más relajadas, más fugaces, más del momento. En vez de ser vistas como novias o esposas, terminan catalogadas de simples mozas a las que desechan al primer aburrimiento para salir a buscar, o armar la siguiente. Estas jovencitas desaprovechan su vida en un juego en el que sólo pierden ellas mismas.

Pero no sólo para Pamela las mujeres de antes son distintas a las de ahora. Con pleno conocimiento de causa, las diferencias también se ven en los hombres. «Los de ahora son groseros, ahí tiran cualquier limosna. A mí no me tocaron los de hace veinte años atrás, pero los de hace diez eran espléndidos. Daban unos superregalazos, algo exorbitante, mientras que ahora las viejas les tienen que aguantar que tengan mujer, moza, recontramoza, novia, noviecita y amante. Ahí las contentan con cualquier limosna para pagar la factura de la luz. Ésos son los Muñecos de ahora; ya no quedan Muñecos espléndidos. Eso allá está super, supermalo. Y si los hay, ya les cambió la personalidad».

Y es que además del dinero, la ambición y las ganas de vivir llenas de adrenalina, algo más debe ser el motor para que tantas mujeres bonitas y de buena familia se metan a lo mismo. «En mi época de Muñeca, yo me vestía de blusita cortica, la teta arriba, mejor dicho. ¿Cuál era el mensaje que mandaba yo con eso? Jueputa, no se metan conmigo. Si supiera con quién se está metiendo, pelada, lo pensaría dos veces. Estupideces tan ridículas como ésa. O que alguien no te dejara entrar en una fila y vos lo mirás rallado: igualado indio patirrajado. Pero eso era antes, ya de eso no me queda nada». Evidentemente tener un narcotraficante al lado genera un sentimiento de superioridad con respecto a los demás, de poderío frente al común de la población hasta el punto, incluso, de llegar a los golpes por proteger bien sea la honra o el territorio. La violencia también se contagia. «Yo nunca mandé hacerle algo a alguien porque a la que le tenía que pegar, le pegaba yo misma. Que toca mandar a calvear a esta vieja. No, yo misma me iba a buscarla, la cogía del pelo y tan, lleve. La trasquilaba. Eso se lo hice por ahí a unas tres viejas bien sea porque me caían mal o porque estaban hablando mal de mí. O por chismosas. Yo toda la vida fui dulce para los chismes. Generalmente iba a buscarlas a las casas pero a una, por ejemplo, la cogí en el baño de una discoteca. Le pegué tremenda zarandeada, la mechoneé y luego la devolví a la mesa como si nada. Al otro día me llaman: Ve, ¿que le pegaste a fulanita?».

Hoy Pamela reconoce que se muere del susto si se tiene que enfrentar a una pelea, y que probablemente la otra la acabaría como lo hizo ella con las demás en su época rosa. Pero el palo no está para cucharas. Es una mujer madura, con distintas prioridades y mejores cosas que pensar. Sabe que fue famosa en su época en todo Cali, pero no le hace falta ni poquito. Es más, prefiere mil veces el anonimato y la dificultad de salir adelante como vive ahora, que la fama y la vida con dinero a manos llenas de años atrás. Sabe que allí no está la felicidad. Por eso, desde entonces ha procurado buscarla: haciendo lo que le gusta, desprendiéndose de lo material y tratando de prosperar por su cuenta. De sus días fantásticos se acuerda porque lo quiso hacer para relatar su historia pero en general prefiere no rememorar esa época. Hoy su mente está puesta en el presente, en uno que se labra con sus propias manos con la dificultad propia del inmigrante en Estados Unidos. Adora su país, quiere regresar algún día a él, pero, mientras tanto, su vida está atada a la ciudad de Miami. Sus recuerdos de Muñeca son simplemente eso, recuerdos.