NOELIA

Estos celos me hacen daño, me enloquecen

I

La aparición de la esbelta Noelia Ortega en la inhóspita selva chocoana, en el occidente colombiano, a la media noche del 23 de enero de 2006, con el propósito de ser embarcada clandestinamente hacia Panamá, no desentonaba con su aguerrida forma de ser, pero sí con su inocente manera de ver la vida y la apariencia frágil de su delgado y atractivo cuerpo, adornado con un esponjoso cabello rubio, engrosado con costosas extensiones que lo hacían más exuberante. Aprovechando su privilegiada ubicación, lejana a los pueblos y apartada de las miradas de habitantes y autoridades norteamericanas y colombianas, partían regularmente desde esta enmarañada geografía las lanchas rápidas con cargamentos de cocaína hacia México. Estos aparatos, conocidos como go fast, son acondicionados para el transporte de la cocaína, y usados con regularidad por los narcotraficantes colombianos gracias no sólo a su descomunal velocidad sino también a la facilidad que tienen para huir en caso de ser detectados.

Esta vez, sin embargo, la misión no era coronar algún cargamento del alcaloide. La lancha, conducida por dos hombres de aspecto hosco y escasas palabras, estaba siendo usada para transportar un cargamento humano: Noelia Ortega, quien por ese entonces bordeaba los 40 años, pero aparentaba, por su esbeltez y estilizada figura, si acaso 28. Ella tenía una cita con el agente del ICE, Romedio Viola, quien una vez más aparecía en el panorama del narcotráfico colombiano para empeorar o mejorar la situación, dependiendo del caso.

Los hombres le indicaron la forma de acomodarse en la lancha para aquella peligrosa travesía, y le dieron algunas instrucciones de seguridad. El más alto de ellos esbozó después una especie de sonrisa, quizás más bien una mueca, con la intención de infundirle algo de confianza en sus oficios de marinero. La recogieron en uno de los puertos clandestinos en el Pacífico colombiano y encendieron los motores de la lancha justo después del atardecer. Noelia se acomodó en el puesto trasero, se pasó el cinturón de seguridad por encima del hombro izquierdo y se persignó tres veces, preparándose para una noche entera de viaje hasta Panamá. Lo primero que hizo después de alejarse de la costa, ya cuando no la veía, fue tomarse un trago doble del aguardiente que llevaba en su maletín. Era imposible para ella soportar los nervios del viaje y la ansiedad de la llegada a un nuevo país sin estar bajo la influencia del alcohol, adormilada y relajada en mar abierto mientras los marineros colombianos conducían este pequeño cohete en la inmensa oscuridad del Pacífico.

Al día siguiente, ya al amanecer, en tierra panameña, Noelia se enfrentó finalmente con su destino, que se presentaba en forma de agente estadounidense. Romedio Viola, quien había iniciado meses atrás una investigación en su contra por servir de testaferro y por lavado de activos, tenía en sus manos una orden de arresto con requerimiento de extradición que le daría fin a una gran historia de amor, dolor y traición, desarrollada durante dos décadas en el corazón de Cartago, en el norte del Valle del Cauca.

II

Todo comenzó a finales de los años setenta. Noelia, la quinta de una familia con siete hijos, de esas que por tradición se daban en Colombia en épocas en las que no había televisores en la mayoría de las casas ni mucho menos internet. Su padre, honesto y trabajador, un hombre con un gusto especial por los caballos y el campo, aprendió a labrar la tierra desde los 12 años, tal como lo hiciera su padre y su abuelo. Su madre, una señora tradicional, muy religiosa y creyente que junto a su marido luchó por llevar a la ciudad a una familia numerosa. De hecho, cuando Noelia apenas tenía 2 años, la familia se fue a vivir a un pueblo cercano un poco más grande, Bolívar, al norte del Valle del Cauca.

Allí estudió la primaria. Era la mejor alumna del colegio. La que a todo le decía que sí. La primera en levantar la mano y la última en marcharse del salón de clases. Pero sus actividades no se reducían a estudiar; también le gustaba asistir a la feria equina del pueblo, a la cual su papá llevaba a exponer sus mejores ejemplares. «Mi papá era caballista y a mí me encantaba estar con él». También jugaba fútbol. «Era delantera, era goleadora; me gustaba mucho». En general disfrutaba de todo, aunque su entusiasmo a veces era exagerado, como cuando se agarraba —en medio de las acciones de un partido— con las jugadoras rivales a darse literalmente pata, como verdaderas potras. «Una vez, una muchacha me la tenía montada y me empujaba. Me hizo zancadilla y me tiró al piso. Yo me levanté, la cogí del pelo y nos revolcamos». Todo esto, en un colegio de monjas.

A los 16 años partió con su familia a Cali, donde terminó su bachillerato. De regalo de grado recibió un viaje a Israel. De regreso en Colombia se matriculó en secretariado bilingüe, curso que seguiría sólo por pocos meses debido a que conoció a Johnny Cano, el hombre que le cambiaría por completo la vida. Por este hombre se vería obligada, años después, en Panamá, a enfrentar los delitos que cometería por su culpa. Cano era un narcotraficante al servicio de Hernando Gómez Bustamante, alias Rasguño, un capo altivo, de pésimo genio pero bondadoso con los pobres y con los trabajadores. En esa época, sin embargo, Johnny no era ni de lejos el hombre que llegaría a ser. «Él era amigo de unos familiares. Y ya cuando yo iba a visitarlos, él me empezó a pretender y a mí me gustó». Salían juntos con regularidad, por lo que la amistad fue progresando paulatinamente hasta convertirse en un tímido noviazgo.

Noelia sabía muy bien que su pretendiente no tenía ninguna profesión definida pero tampoco le importaba. «Es que en esa época uno no le preguntaba a la gente ¿de dónde vienes? ¿Para dónde vas? ¿Qué haces? ¿Trabajas o estudias?». Y como su papá había regresado a Cartago para atender la finca, tenía completa libertad de andar con quien quisiera. Sin embargo, la tierra la llamaba; los animales y las plantaciones, la necesidad de estar cerca de sus padres la empujó pronto a regresar a su natal Cartago.

Allí el romance siguió tomando forma hasta el punto de que Noelia quedó embarazada. Pero Johnny no tenía entre sus planes ser padre —primero quería desarrollarse profesionalmente—, por lo cual decidieron que ella se practicara un aborto, a los tres meses de gestación. Acudieron, por consejo de un amigo común, a una clínica clandestina. De ese gélido y recóndito lugar, en vez de salir con el problema resuelto lo hicieron con la firme convicción de afrontarlo. Decidieron tener el bebé, criarlo y luchar por él contra viento y marea. Una de las primeras peleas que tendrían que dar era ni más ni menos que con los padres de Noelia. Pero antes, como arma de defensa, optaron por contraer matrimonio en absoluto secreto. Buscaron un cura en una parroquia cercana, y allí se casaron unos días después. «Yo me casé porque estaba embarazada, si no, no me habría casado. A mí me daba miedo ir a decirle a mi mamá que estaba embarazada porque mi mamá era muy jodida; ella era una generala. Mi papá no era tan jodido pero mi mamá sí».

El matrimonio se realizó una tarde, con anillos de compromiso que habían comprado en el primer lugar que encontraron. Ya en la noche, con la tranquilidad que les daba haber bendecido su unión, fueron a visitar a los suegros. Lo primero que hizo Noelia al cruzar la puerta fue contarle a su mamá que se había casado con Johnny. «Ella se colocó detrás de mí, alegando y peleando sin parar. A mí nunca se me olvida que la casa era de dos plantas, y yo estaba subiendo las gradas y ella atrás mío».

—¡Le parece muy bonito! ¡Cree que cogió el cielo con las manos!

«Porque mi mamá en ese momento no quería a Johnny. Las mamás siempre quieren algo mejor para las hijas, y ella no sólo no era la excepción sino que tenía una especial antipatía por Johnny, por el tema del embarazo. Ella tenía toda la razón. Mi papá no dijo una sola palabra; él era más tranquilo, más calmado».

—Mija, y por qué no dijo para haber ido —fue lo único que expresó el padre.

No obstante los regaños por un lado y las lamentaciones por el otro, Noelia tenía la firme convicción de salir de su casa e irse a vivir con su marido. Mientras ella empacaba sus pertenencias, Johnny esperó abajo con sus suegros; al regresar, Noelia estaba a punto de explotar en llanto. Tras lágrimas y despedidas fueron a parar a la casa de los padres de Johnny, donde él vivía. Allí la reacción fue completamente distinta. Los suegros les arreglaron un cuarto que desde entonces se convertiría en su nido matrimonial.

Corría el año 1986, y el embarazo de Noelia transcurría con toda normalidad. Johnny trabajaba como guardaespaldas de un hombre de quien Noelia sólo recuerda el sobrenombre, El Bogotano. Cuando éste le liquidó el contrato a Johnny, la pareja viajó para asentarse en Cali, donde se instalaron en casa de unos familiares de él. Allí compraron un taxi.

Aunque Johnny trabajó durante algún tiempo de taxista, en jornadas de hasta quince horas, éste no era un oficio que él quisiera desempeñar por el resto de su vida, por lo que la pareja regresó a Cartago. Allí, por fin, vivieron solos en una pequeña casa. Éste fue el refugio de Noelia mientras Johnny emprendió, aconsejado por un amigo, un viaje al Perú, donde las condiciones laborales y económicas pintaban mucho mejor. Sin saberlo, ésta sería su puerta de entrada al mundo del narcotráfico.

Johnny se internó en las selvas peruanas recogiendo hojas de coca, al servicio de un capataz tosco y abusivo. Cansado y agobiado por la lejanía, regresó a los pocos meses a Cartago, en peores condiciones económicas de lo que estaba antes de partir: con deudas por montones, facturas médicas por los controles de embarazo de Noelia y mil otras cuentas por pagar. Además, ella, cansada de la soledad, de la difícil situación económica y cargando una barriga que amenazaba con explotar, quería volver a la casa paterna.

Johnny no tuvo otra opción más que volver a manejar su taxi. Esta vez, sin embargo, lo hizo con un ojo puesto en la carretera y otro en el negocio que en aquel momento comenzaba a florecer en Cartago: el tráfico de cocaína. A los pocos días, la alarma del nacimiento del bebé apuró a la pareja. En el mismo taxi llegaron hasta el centro hospitalario, donde los médicos llevaron a Noelia a la sala de maternidad mientras él se comía las uñas, ansioso, en la sala de espera. A las dos horas volvió el obstetra con la noticia que lo sacaría de la angustia: Johnny acababa de convertirse en papá. A partir de ese momento tenía un heredero, un motivo de orgullo, una caricia al ego masculino.

Con una boca más que alimentar, regresó a Cali cargado de ilusiones. Como de costumbre, Johnny visualizaba un futuro mucho mejor que su presente. Los días transcurrían recogiendo y dejando pasajeros en su taxi y pasando las noches en una pequeña casa en arriendo. Así le pusiera su mejor empeño al trabajo, no disfrutaba su vida de taxista. Era un oficio agotador, frustrante y por ningún lado le abría nuevas oportunidades. Su taxi era un Renault 12, modelo 1983, que cuidaba más que a su mujer; estaba equipado con rines y llantas traídas del extranjero, que le daban un toque más moderno y juvenil.

En Cali, por alguna circunstancia que Noelia no encuentra en sus recuerdos, conoció por fin al famoso Rasguño. «Yo creo que se lo presentó el esposo de una prima mía, que a la vez era primo de él». Con Rasguño volvió de nuevo al oficio de escolta. El capo tenía un abultado equipo de veinte hombres para proteger su vida, al cual Johnny se acababa de integrar. Sin embargo, inexplicablemente nadie tuvo la precaución de proporcionarle un arma, por lo que tuvo que conseguirse un revólver Smith and Wesson en el mercado negro, por la módica suma de 20.000 pesos [unos diez dólares]. Con el arma en la pretina de su pantalón llegó también una sensación de seguridad, que antes no había sentido en el puesto de conductor de su taxi. Noelia, después de exigir la verdad acerca de la presencia de este revólver en la mesita de noche, se enteró del nuevo empleo de su marido.

El taxi fue a parar a manos de un conductor, que cumplía con la cuota mínima diaria. Ahora Johnny conducía uno de los carros del patrón. Aunque se ganó rápidamente la confianza del capo, no obtuvo un aumento de sueldo. La imperiosa necesidad de seguir escalando posiciones y aumentando la billetera, llevó a Johnny a buscar nuevos horizontes. Empacó maletas y se fue a probar suerte esta vez a Bolivia, ya no como raspachín o recolector de hojas de coca sino como trabajador en un laboratorio para el procesamiento de cocaína. Allí duró unos meses, aunque su propósito real era establecer los contactos necesarios para llegar a Colombia con un enlace directo para la venta y comercialización de la pasta, materia básica para el procesamiento del alcaloide.

Por más desgastante que fuera el trabajo, Johnny seguía cargado de ilusiones y no desfallecía. Pero Noelia, quien criaba sola a su hijo, reclamaba su presencia. La plata, además, tampoco llegaba. Los pagos prometidos no fueron cumplidos. La cocina, de un momento a otro, dejó de funcionar. «Uno sí sabía que se iba a trabajar en eso de la coca, pero yo no le preguntaba nada. Igual, llegó peor de lo que se fue».

Cuando Rasguño se enteró de que Johnny había regresado, se propuso buscarlo para cobijarlo de nuevo bajo su brazo protector, para hacerlo parte, otra vez, de su amplia nómina de trabajadores, sólo que esta vez la relación sería diferente. No lo contrataría como un simple escolta. Esta vez lo ayudaría, lo que en lenguaje mafioso no significa nada más que volverlo traqueto.

Por esa época la pareja también tuvo la suerte de que el papá de Noelia decidiera darles una pequeña ayuda económica: les regaló una casa nueva, mucho más amplia y cómoda que la que alquilaban. Todo parecía haber tomado un mejor rumbo menos Johnny, el ahora aprendiz de mafioso. Dejó de ser un esposo ejemplar y empezó a pelar el cobre, a buscar muchachitas pueblerinas y a adornar con cachos, una y otra vez, la cabeza a su mujer. Inclusive se daba el lujo, sin medir las consecuencias de sus actos, de cortejar a otra mujer que vivía a escasas cuadras de su casa. Laura, una mujer algo vulgar, ligera de ropas, joven pero muy corriente. Con escasos 20 años, ya era una experta en el arte de la seducción a narcotraficantes, a cambio de algún dinero que satisficiera holgadamente sus necesidades.

«Una vez, un domingo exactamente, fui a dar una vuelta cuando lo vi. Él estaba con esa muchacha, yo iba en el carro de mi papá; me bajé del carro y la estrujé bastante». Noelia zarandeó de un lado a otro a la acompañante de Johnny, hasta que ésta terminó en el suelo, al tiempo que él, impotente, se limitaba a ser un simple espectador. Noelia caminó de regreso a su vehículo y se marchó para su casa, donde cinco minutos después apareció Johnny, ahora sí alborotado, gritando, con una histeria que no había mostrado un momento antes.

—¡Me hace el favor y me empaca mi maleta que me voy de la casa!

«Así lo hice. Yo fui y le empaqué todo, pero él no esperó a que yo terminara. Cuando aún le estaba empacando, se fue de la casa. Claro que al otro día mandó a recoger sus cosas».

Johnny terminó durmiendo en la casa de su mamá, mientras Noelia se hizo cargo de su hijo. «Duramos como seis meses separados. A mí me dio muy duro esa separación; ya lo quería mucho. Claro que él volvió, y yo de idiota lo volví a recibir. Lo hice porque quería conservar mi hogar; además, en mi casa me educaron para eso. Que lo perdonara, me dijo, que él ya no tenía nada con la muchacha, que me iba a demostrar que había cambiado, y yo por eso lo recibí. Pero cómo le parece que a los pocos días se fue para la calle. Eso fue un fin de semana, y nada que llegaba, y nada que llegaba. Yo estaba en la casa de mis suegros con mi hijo. Cuando como a las tres de la mañana me avisó una vecina que él se había accidentado en Pereira. Pero eso no era todo. Se había accidentado con esa muchacha. Con Laura. A la pobre le quedó la cara vuelta nada; a él no le pasó nada. Entonces ahí me di cuenta de que él seguía con ella. El muy descarado llegó a la casa, y al otro día le tocó decirme toda la verdad. Yo, de pendeja, no le dije nada, y él a mí tampoco; nos hicimos los locos. A él le tocó costearle todo a ella, y nosotros estábamos mal de plata. Él sólo ganaba un sueldo, y en emergencias un sueldo no es suficiente.

»Un día yo fui a la casa de ella y le toqué la puerta. Cuando salió empezamos a alegar y terminamos peleadas. La tenía del pelo, cuando sale la mamá de ella con un cuchillo. Menos mal que yo estaba con mi cuñada, y ella se metió. Mejor dicho, resultamos las cuatro de arrabaleras en la mitad de la calle. De un momento a otro salimos nosotras corriendo, pero en lugar de estar asustadas, estábamos muertas de la risa. Esa señora nos perseguía corriendo con ese cuchillo. Es que yo las golpeaba fuerte a todas, o al menos a las que podía. La niñita era una mosca muerta, y hacía de las suyas a espaldas de los hombres con quienes compartía; se mostraba muy seriecita y casta, pero era tremenda: no sólo salía con Johnny, sino que al mismo tiempo andaba con otros hombres».

A pesar de los esfuerzos de Noelia y hasta de las peleas que cazaba en legítima defensa de su matrimonio, el romance entre los amantes siguió su curso hasta el momento en el que llegó lo inevitable: Laura quedó embarazada.

—¿Usted quiere conocer a su hija? —le preguntó Noelia a Johnny después de un tiempo—. Hágale, vaya y conózcala, y si es suya, tráigala a vivir con nosotros que yo le ayudo a educarla.

Con la convicción de mantener en pie su matrimonio, y demostrando un acto de grandeza y de bondad difícil de encontrar, Noelia le abrió las puertas a una criatura que si bien no tenía la culpa de nada, era fruto de una infidelidad de su padre. Primero, sin embargo, Johnny debía asegurarse de que esa hija sí fuera suya y no de los múltiples amantes que las bocas viperinas del pueblo le atribuían a la promiscua mujer. Se hizo una prueba de paternidad: los resultados fueron negativos; en efecto, no era hija de él. «Sin embargo, Johnny la respaldó siempre a ella y a la niña, y les ayudó mucho; fue muy bueno con ellas, hasta una casa les regaló».

A los pocos meses, quien quedó embarazada por segunda vez fue Noelia. Con la ayuda de su padre, en primer lugar, pero también con la contribución de Johnny, quien aún no despegaba en el negocio de la droga, Noelia pudo cubrir los gastos médicos y hospitalarios del nacimiento de su bebé. Días más tarde y en vista de las nuevas responsabilidades y de que su nueva ocupación de traqueto se demoraba más de lo esperado en prosperar, Johnny resolvió renunciarle a Rasguño por segunda vez, y, por tercera ocasión, marcharse a las selvas suramericanas, esta vez a Bolivia. «Pero otra vez le fue muy mal; sólo estuvo tres meses».

A su regreso sabía que tenía que hacer algo distinto o no saldría del círculo vicioso en que estaba. Johnny habló seriamente con Rasguño, le expuso sus problemas y su pasada frustración de no haber hecho dinero cuando se supone que se iba a convertir en un narco. Hernando, amigo como pocos de Johnny, le prometió ayudarlo de verdad esta vez. Lo involucró de lleno en su negocio. Lo apuntó inicialmente con algunos kilos en un próximo cargamento de cocaína y poco a poco le fue dando alas para que volara por su propia cuenta, aunque siempre bajo su tutela. Ahora sí, como un narco de verdad, Johnny comenzó a ver el fruto de su trabajo y sus amistades. Sin embargo, un mafioso no sólo gana dinero, también se involucra en un carrusel de mujeres, drogas y alcohol, tan impregnado en la sangre narca colombiana, que es difícil de evitar para alguien que apenas acaba de cruzar ese umbral.

Johnny se consiguió otra mujer, una niña de 15 años, estudiante de colegio, muy jovencita y muy loca. Alta, bonita, espigada y dispuesta a sacarle hasta el último peso a su presa del momento. «A mí unas amigas me habían dicho que él estaba saliendo con otra muchacha, y como yo tenía una motico que mi papá me había regalado, salí con una amiga a darme una vuelta. Cuando voy pasando por esa casa y lo veo a él bajando a esa muchacha del carro. Yo me tiré de esa moto, la cogí del pelo dentro del carro y le pegué una zarandeada. La cogí del pelo durísimo».

—¡Mija, déjela! ¡Suéltela que la va a desnucar! —le pedía Johnny.

«Yo le decía de todo, groserías: Hijueputa y todas las que me sabía; las otras las inventaba. Pero es que esta moza nueva no era ninguna mansita; también me tiraba puños y patadas. Me arañó y se defendió como una gata. Con ella me costó mucho trabajo porque era fuerte y no se dejaba. Y Johnny, mientras tanto, preocupado más por ella que por mí».

—¡Noelia, suéltela!

«Le hice caso y la solté, y me fui en mi motico, histérica. Al rato volvió Johnny a la casa».

—Usted, ¡cómo me hace esto! —le dijo él—. ¡No ve que a esa muchacha me la encontré en la calle y le estaba haciendo el favor de dejarla en la casa!

«Y uno tan pendejo que se creía todos esos cuentos. Claro que yo no era del todo boba. Otro día me fui al colegio donde ella estudiaba, porque a mí me habían llegado cuentos de que ellos seguían. Entonces la esperé afuera del colegio». Se amarró el pelo con una moña para evitar que se lo jalaran en la pelea que estaba por cazar y, al ver salir a la muchacha de la institución, la agarró de la cabeza hasta casi arrancarle la cabellera. «Además le pegaba con los puños cerrados».

Herida físicamente y en su orgullo, la rival se propuso no dejarse vencer por la esposa de su amante. Quería pelear, pero en su propio terreno: la cama. «Es que a Johnny le gustaban peladitas muy jovencitas. Él tenía 30 años, y ella, 15. Pero a ésa sí la revolqué, ésa y muchas veces más».

Pero si en la casa había problemas, en la calle los negocios mejoraban. A Johnny ya lo hacían partícipe de pequeños envíos de droga a Estados Unidos, y hasta lo convirtieron en cobrador de dinero del narcotráfico. Después de mucho pelearlo, se había convertido en una pieza clave en la organización de Rasguño. La plata ya se empezaba a notar. Con ella pudo comprar una inmensa finca en las inmediaciones de Cartago. Una propiedad donde pasaba las tardes, las mañanas y hasta los días; un lugar muy acorde con lo que él buscaba, con juegos infantiles para sus hijos y una piscina donde les enseñara a dar sus primeras brazadas. La decoración era muy ochentera: laca china y esculturas de todo tipo adornaban la casa principal. A la entrada, dos leones vigilantes a lado y lado de la puerta le daban la bienvenida a quien quisiera entrar a esta, sin duda, casa mafiosa.

El dinero extra también fue a parar a la cartera de Noelia, quien desde hacía rato, después del periodo de lactancia, pedía una pequeña cirugía estética. «Es que cuando tuve mi segundo hijo había quedado muy gorda. Además, con los senos acabados; yo le dije que me quería operar y él me dijo que lo hiciera. Lo que pasó fue que después, cuando ya me había operado, no le gustaron las puchecas que porque habían quedado muy grandes. Pero ya no había vuelta atrás».

Los fines de semana Johnny sacaba religiosamente a sus hijos a jugar al parque. De lunes a viernes los llevaba al colegio y algunas veces en las tardes pasaba a recogerlos. «Es que él siempre quiso que sus hijos tuvieran y vivieran lo que él nunca había vivido. Johnny fue muy buen papá; muy estricto, pero buen papá. Les enseñaba a los hijos buenos modales; él quería que fueran muy educados. Johnny era muy jodido, muy celoso, me celaba con la ropa que usaba, me tenía que vestir con prendas anchas, mejor dicho, que por nada del mundo la ropa me apretara». Si acaso, podía usar una minifalda pero debajo de la rodilla, de lo contrario había pelea fija. Y ni hablar de los escotes. Le molestaba sobremanera que alguna de sus dos nuevas protuberancias se asomara. Todo debía quedar bajo llave y fuera del alcance de ojos fisgones.

«Yo no podía estar en la calle sin reportarme, ni saludando a alguien. Él pretendía que yo no saliera de la casa. Ahí sí, como dice el dicho: el que las hace, las imagina. Él era muy grosero, tenía un temperamento muy fuerte. Más de una vez nos agarramos porque él intentaba atraparme para darme duro y yo no me dejaba: sí él me decía hijueputa, yo le respondía, más hijueputa serás vos».

En ese entonces, Noelia, quien también tenía un temperamento difícil, producto de su formación, agraria y fuerte, optaba por igualarse con él y le peleaba de tú a tú. Hoy en día reconoce, sin embargo, que no es una buena idea, pues la pelea se prolonga interminablemente hasta que alguno de los dos ceda. «Él salía y se iba, pero yo no lo dejaba; entonces le arañaba la espalda, el cuello, y él me agarraba del pelo y me maltrataba. Eso sí, nunca me pegó en la cara. Me estrujaba para que yo lo soltara pero ya se calmaba. Claro que otras veces estaba tan bravo que a mí me tocaba salir corriendo y encerrarme en el baño, y de ahí no salía hasta que él no estuviera calmado o se hubiera ido».

Un domingo temprano en la mañana, Noelia se levantó preocupada de ver que su marido no había llegado a dormir en toda la noche. Se arregló, levantó con afán a sus hijos, les dio cualquier cosa de desayuno y se los llevó para la finca. «Cuando llegué, toqué la puerta de la pieza principal y él va saliendo sorprendido».

—¡Mija! —musitó apenas—. ¡No entre ahí, no entre ahí, no entre ahí!

Noelia supo inmediatamente que algo no andaba bien.

—¡Por qué no voy a entrar a la pieza! —le respondió, ya brava—. ¡Usted con quién está, Johnny!

—No, es que ahí hay una muchacha —le respondió con timidez, al tiempo que agachaba la cabeza, avergonzado.

—¡Qué!

«Me puse como una loca por toda esa casa, y él no me dejaba. Me le solté y como la pieza tenía una entrada por detrás, me fui para allá, y cuando ella estaba saliendo, la cogí y se la revolqué también. Era esa muchachita menor de edad que no me dejaba en paz. Me la tuvieron que quitar entre Johnny y los trabajadores de la finca porque le di una muenda horrible. Acabé con todo lo de esa pieza de la ira que tenía. ¡Qué pecado! Hasta a mi hijo le tocó ver eso. Ésas son las cosas de las que hoy en día me arrepiento. Una cosa de ésas, nunca en la vida la volvería a hacer. Me da pena con mis hijos». Pero es que Johnny no salía de una para hacerle otra. Lo que definitivamente sí tenía y como por arte de magia, era una excusa a flor de labios para componer lo que acababa de estropear.

—Mija, esa muchacha se iba para España, y sólo vino a despedirse.

«A mí me tocó aguantarme muchas cosas porque yo lo quería mucho, y cuando uno está enamorado se ciega y quiere que su hombre sea exclusivo». Condición ligeramente complicada de cumplir para un narco tan solicitado por sus amigas, las de paso y las permanentes. Parece un requisito indispensable para obtener el diploma de narcotraficante: nada de respeto ni de fidelidad con las mujeres.

Noelia recuerda que una de las empleadas de la finca era sus ojos y sus oídos cuando ella no estaba, la persona que le contaba todo. «Menos mal que Johnny nunca supo eso porque la hubiera matado. Yo me aguantaba esto porque lo quería mucho». Para esa época, ya el dinero corría con fluidez por todos los rincones. Noelia se daba los lujos que se quería dar y compraba las cosas que se quería comprar. «Hoy en día, después que uno ha vivido tantas cosas, se da cuenta de que es mejor vivir sin nada pero tranquilo.

»Lo que a Johnny nunca le gustó fue andar embandolado; siempre trataba de estar solo. El arma bajo su pretina, sin embargo, nunca lo abandonaba. Como estaba en ese mundo de tanto peligro, le tocaba. Cuando yo salía con él, me daba mucho susto porque para todas partes cargaba esa pistola. Cualquier tipo se le arrimaba y él ya lo agredía con esa arma que parecía que ya se le disparaba. Como él ya tenía tantos enemigos, debido a sus actividades, vivía temeroso, si alguien se le arrimaba en una moto, él ya tenía la pistola en la mano; por eso a mí no me gustaba salir con él. Claro que a él tampoco le gustaba salir con nosotros, y si cuando salíamos había algún problema, el máximo temor era que utilizara el arma en frente nuestro».

III

Ya habían pasado cuatro años desde que Noelia se casó y ésta aún no terminaba de conocer al hombre con el que lo había hecho. «Yo no sabía que él fumaba marihuana. Ni siquiera sabía a qué olía la marihuana, pero a éste le dio por empezar a fumar marihuana en mi presencia. De un momento a otro sacó un cacho, y le empecé a pelear por eso».

—¡Mis hijos no van a ver esto! ¡Olvídese!

«Empecé a pelearle. Le agarré la marihuana».

—Si me bota la marihuana, me voy para la calle.

—¡Pues se va para la calle!

«Y empecé a tirarle la marihuana por el inodoro. Yo nunca le permití a él hacer eso delante de mis hijos. Claro que tampoco nunca la dejó. Lo hacía al escondido o en la calle. Mi hijo mayor tenía como 4 años, y Johnny lo llevaba donde un amigo de él que era un marihuanero horrible, desde que se levantaba hasta que se acostaba andaba con un cacho de marihuana en la mano. Un día que llegó Johnny de la calle, el niño se le acercó».

—Papi, usted huele a lo mismo que huele la casa de su amigo.

—Cómo así, hijo, a qué —le preguntó el incrédulo y perdido Johnny.

—Pues a lo que huele esa casa.

—¡A marihuana! —le dijo Noelia, al tiempo que le pellizcó.

«Es que ni de novios, ni de recién casados. Para mí eso fue muy raro».

A pesar de su encariñamiento con la hierba, sus dos hijos eran su polo a tierra. Él siempre procuró mantenerlos alejados de todo ese mundo que por momentos le copaba su tiempo. Ellos, sin embargo, lo notaban y en su ausencia confrontaban a Noelia: le preguntaban qué era lo que hacía su padre que se iba de la casa por periodos tan largos. Ella les inventaba cuanta excusa se le ocurriera, pero Johnny, al regresar, ponía las cosas en orden con cuentos e historias fantásticas de travesías por el territorio nacional.

Su hijo menor, además, sentía cierto rechazo por Rasguño. Celos, quizás, al pensar que el tiempo que pasaba su padre con él se lo quitaba a ellos. Siempre que su padre salía de la casa, el niño le preguntaba que para dónde iba.

—Papá, ¿usted por qué siempre se tiene que ir para donde ese señor? —lo increpaba el niño—. Es que a mí no me gusta que usted mantenga por allá. Qué pereza ese señor.

«Los niños disfrutaban con el papá sólo cuando él estaba en la casa. Johnny no los llevaba a ningún lugar donde pensara que corrían algún riesgo porque él protegía a los niños. Jamás los puso en peligro ni los llevó a ninguna finca ni a ningún sitio donde estuvieran los demás narcos. Nunca, por ejemplo, ni siquiera los llevó a que conocieran a don Hernando. Él los quería muy lejos de ese mundo corrupto y peligroso». Así son la mayoría de los narcotraficantes: violan todas las normas en la calle pero pretenden una vida recta en el seno de su familia; pretenden armar una burbuja para dejar en ella a los que quieren.

De la casa que le regalaron sus padres, Noelia se mudó con sus hijos a una muchísimo más grande y amplia, con piscina, que le regaló Johnny. Allí él aparecía regularmente con regalos para toda la familia. «Él era muy detallista. El día de la madre, el día de Navidad, en mi cumpleaños, él no faltaba y me regalaba plata. Yo salía y compraba lo que quisiera; además tenía también mi tarjeta de crédito que él pagaba. Lo que yo más compraba era ropa, que es lo que más nos gusta a las mujeres. Claro que cuando él llegaba borracho y no me había dado plata, yo lo cartereaba. Mejor dicho, le metía la mano al bolsillo y le robaba la plata».

De la misma forma que llegó el dinero para comprar la comodidad y la ropa por montones, llegó el momento de comprar propiedades en el extranjero. Con algún dinero que Johnny se había ganado en su próspera carrera criminal, Noelia viajó a Estados Unidos en una época en la que todos los narcos se afanaban por tener viviendas en Miami. Johnny no era la excepción. Con una suma de dinero que Noelia declaró en el aeropuerto, más otra que por intermedio de un trabajador en Estados Unidos le entregaron, ella adquirió una casa en Miami. Aprovechó además el viaje para abrir una cuenta bancaria y comprar los regalos para sus hijos en época navideña.

Ya de regreso en Cartago, todo volvió a la normalidad: los hijos al colegio, Noelia a cuidar de la casa y Johnny a sus andanzas de siempre. «Johnny era muy perro. Una vez estábamos en la casa cuando le sonó el teléfono.

—Mija, ya vengo —le dijo tras colgar el aparato.

«A los diez minutos regresó con la boca toda pintada de labial rojo».

—¡Mire lo que tiene en la cara! —le alegó Noelia, y salió corriendo de la casa.

«Al momentico me fue a buscar. Es que Johnny tenía disculpa para todo: Eso fue una amiga que me chantó un beso en la boca.

»Otra vez, para poner otro ejemplo, siendo como las tres de la mañana, yo veo que él no está por ninguna parte; entonces me asomo y lo veo en el piso de abajo hablando por el celular en voz muy baja.

—Johnny, qué hace.

«Le quité ese celular y descubrí que seguía hablando con la moza esa. Le tiré el teléfono y se lo destortillé contra la pared. Johnny era muy descarado, definitivamente, y hacía las cosas sin medir las consecuencias». Johnny habría de pagar las consecuencias años después, tras las rejas, cuando su carrera delictiva llegara a su fin.

«Pero no todos eran malos ratos. Él tenía muchas cosas buenas, también era muy generoso. Todo lo que yo viví con él no fue malo. La plata que Johnny tuvo nunca la disfrutó porque él la conseguía para los demás. Nunca se montó ni me monté en un carro lujoso; nunca le gustó tener ropa de marca. Yo le regalaba algo de marca y a él le daba una ira. Nunca le gustaron ni los relojes ni nada. Las joyas que llegó a tener, se las regalaron los amigos porque nunca le metió un peso a eso. A él lo que le gustaba era ayudar a los demás, para la familia, para darle gusto a los hijos, a mí, pero nunca para él, él nunca disfrutó eso. Nunca paseó, nunca viajó, nunca conoció nada. Lo único que le gustaba era el ganado y las fincas, pero nunca como los traquetos de estar en una casa lujosa. En algún momento yo sí me sentí rica, pero para él todo era igual.

»Mi papá siempre nos crió con todos los lujos, todas las comodidades, nunca nos faltó nada. La única vez que yo pasé un poco de necesidad fue cuando me casé con Johnny. Y eso fue sólo al principio. Nunca vivimos en ese mundo ostentoso. A los niños en el colegio se les pagaba el bus, ni un chofer para ellos ni para mí. Lo que pasa es que a nosotras las mujeres nos gusta la buena vida. Así no tengamos una vida sentimental buena, llenamos todos esos vacíos comprando, dándonos gusto. Sacrificamos una cosa por la otra.

»Claro que en mi casa Johnny nunca tuvo una queja mía. Es que él siempre sabía dónde estaba yo. Yo se lo hacía saber por respeto, y en general me porté muy bien y muy dignamente en la relación. Nunca tuvo una queja mía. Llevé una vida muy transparente, nadie tiene nada que decir de mí, ni mucho menos yo tengo algo que esconder. Es que nunca le di motivos para dudar de mi conducta porque nunca se me pasó por la mente engañarlo ni jugar con él. Otra cosa eran esas muchachitas de Cartago que lo engatusaban sólo para explotarlo económicamente. Ésas sí eran terribles. Las historias de esas niñas eran estruendosas, pasaban de mano en mano: un día andaban con Rasguño, otro con otro y así hacían la ronda para conseguir su ropa y sus lujos. Es que todas esas muchachitas morían por los traquetos. Con esa mano de regalos que les mandaban, la ropa, los carros los paseos, ¡así ni modo! Por eso terminaban todas ahí enredadas y no crea que muy bien tratadas. Eran simples objetos, pero a ellas no les importaba eso. De aprecio por su propia persona no había ni rastros. Cambiaban la vida por ropa, por joyas, por paseos.

»No es por nada pero Johnny sí fue un buen padre. Una vez nos llevó a la ciudad de hierro. Eso fue porque los niños lo hicieron ir y se montó en todas esas cosas, con los hijos y los amiguitos. Claro que después me confesó que lo hizo sólo para no mostrarle miedo ni a los niños ni a los amiguitos; es que él de verdad amaba a esos niños».

Otro de los aspectos realmente extraños de Johnny era que solía comprar cuanta chuchería o baratija viera en la calle, ofrecida por cualquier vendedor ambulante. «Ellos lo conmovían mucho. Su forma de trabajar lo emocionaba y siempre que se cruzó con uno de ellos, lo hizo sentir bien y le compró lo que vendiera sin importar de qué se trataba. No podía ver a nadie vendiendo algo porque él se lo compraba todo. Nunca se me olvida que llegaba a la casa con carritos ambulantes, golosinas, artesanías, con los palitos que venden los Hara Krishnas, con vasijas; es que no podía ver un vendedor porque le daba pesar. Una vez estaba un señor vendiendo un poco de mapas, y llegó él con todos los mapas a la casa. Y yo qué iba a hacer con eso. Cuando iba a las artesanías, llegaba con cucharas de palo, vasijas de palo; le compraba todo a la gente que porque no habían vendido nada y él no podía soportar eso.

»Otra vez fuimos dizque a Coveñas. Nos llevó a todos, a la familia de él y a la familia mía; estaba mi mamá, sobrinos, primos, esposas, esposos, tíos, todos y los vendedores hicieron su agosto. Le vendían todo lo que llevaban, casi no nos daban tregua para disfrutar, y él compraba y compraba porque cada uno lo conmovía con una historia más triste que la del anterior. Todos los días desde la mañanita nos tocaban la puerta cargando collares, vestidos, ceviche; es que él les compraba todo. Gafas, bronceadores, artículos extraídos del mar que nosotros mismos habríamos podido recoger. Pero bueno, andar con él era toda una aventura. Cuando andábamos de paseo, Johnny llevaba mucho billete porque él les daba gusto a todos. Comíamos lo que queríamos, montábamos en todas las atracciones, podíamos escoger lo que nos gustara, que por plata no había problema. Otra vez nos fuimos para San Andrés y un tío mío que en la vida se había montado en un avión, nos llevó al aeropuerto. Pues Johnny le pagó tiquete en primera clase y se lo llevó con nosotros. Pero lo peor no fue eso: cuando llegamos a San Andrés, a nadie le llegó la maleta y le tocó ir a comprarnos ropa a todos. Al otro día contratamos un yate y nos fuimos de paseo. Fuimos a Johnny Key, fuimos a pasear por el acuario y le dimos la vuelta a la isla en carro. Nos llevó a todos los restaurantes, a comprar chucherías porque a Johnny no le gustaban las cosas finas».

Puede que Johnny no disfrutara de las marcas europeas ni de las joyas o artículos de afamados diseñadores, pero su esposa y sus hijos eran diferentes. En cierta ocasión en la que llevó a su hijo mayor al San Andrecito de Pereira para comprarle un reloj en cualquiera de los múltiples almacenes que traen mercancías de contrabando, el niño se asomó a una de las vitrinas con su regalo claramente dibujado en la mente.

—Papi, yo quiero un reloj.

—Escoja el que quiera, mijo.

Se les acercó entonces el vendedor.

—A la orden.

—Yo quiero un reloj Rolex o Cartier, por favor —le dijo el niño con total naturalidad.

Johnny, contrario a lo que se pensaría, no se rió. En realidad no sabía dónde meterse ante la vergüenza que le produjeron esas palabras pronunciadas por su hijo. «Yo no sé de dónde el niño habrá sacado eso porque ni por parte mía ni por parte de la mamá nos escuchó nunca decir marcas». Finalmente Johnny le compró un reloj cualquiera pero el niño salió convencido de que ése era su fino Cartier.

«En una ocasión cuando él ya tenía plata, nos fuimos todos para Santa Marta. Nos llevó, como siempre, en avión con toda la familia, y fuimos de paseo en una lancha para Playa Blanca [un hermoso lugar en el Caribe colombiano, con una naturaleza exuberante y un mar claro de arena blanca]. Una de mis cuñadas había tomado mucha cerveza y se había emborrachado, y yo no sé ella por qué se la montó a un marica. Ese señor estaba en un restaurante y ella creía que él se estaba burlando de ella, entonces lo molestó y lo molestó hasta que convenció a Johnny de que en realidad se estaba metiendo con ella. Johnny se enojó horriblemente y fue y le pegó a ese marica. Eso se armó un alboroto porque el hombre llamó a la policía, y Johnny lo llamó a un lado y le pidió disculpas por haberse portado tan mal con él. Pero el muchacho no fue ningún pendejo y le dijo que le tenía que dar plata. Johnny sacó su billetera y le dio lo que él quiso». Tras este acto de contrición terminaron todos borrachos y bebiendo, sin ninguna distinción por lo que había pasado. «La pelea había empezado porque el marica tenía una seda dental y la hermana de Johnny comenzó a burlarse de él. Por eso él la miró feo, con toda la razón, porque la gente es libre de vestirse y lucir la ropa o los trajes de baño que les dé la gana, pero ella tan imprudente armó esa pelea sin sentido y alborotó todo; menos mal no pasó a mayores».

Aunque ésa no fue la única pelea de Johnny en aquel paseo. Un día estaba caminando por la playa y unos muchachos se burlaban de un personaje de una novela que se llamaba Jimmy Caicedo. Pues Johnny, al igual que su hermana —claro que esta vez él no lo provocó—, creyó que se estaban mofando de él en su propia cara, que estos extraños mancillaban su orgullo, por lo que se les enfrentó y los terminó espantando a todos. «Y que no se metieran con él porque ahí sí que lo conocían en la peor de sus facetas, la de hombre bravo, y eso no se lo recomiendo a nadie».

Noelia, por lo general, así existiera mucha ostentación y muchos lujos, se mantenía muy alejada de la vida delictiva y la vida social de Johnny. «Yo sí fui pero a las fiestas de cumpleaños de los hijos de alguno o cosas así pero nunca a las fiestas esas que organizaban donde se veía de todo». Ésa es una de las diferencias entre las dos generaciones de mujeres que existen al interior de los grupos de narcotraficantes: las esposas y las queridas; unas mayores, las otras menores. O incluso entre las que se vuelven esposas pero que no pasan de los 25 años. Ellas sí acuden a todas las parrandas y son partícipes, al tiempo que ellos esperan que los acompañen.

En diciembre, la señora de Rasguño —una mujer de 48 años todavía muy hermosa, perteneciente a una buena familia y víctima también de los desmanes de su esposo con la cantidad de mujeres que él tenía y las fiestas escandalosas que daban de qué hablar en toda la región— organizó una fiesta. «Nos invitó a nosotras las esposas y a los empleados. Era la fiesta del grado de la hija de ellos y fue hasta el Binomio de Oro. No era una fiesta como las que uno se imagina de traquetos y como las otras que él hacía que eran toda una extravagancia, no. Ésta era una fiesta muy sobria, todo fue muy bonito, con decorado hawaiano muy bien logrado. La señora de Rasguño era una persona muy decente, ha sido toda una señora, una dama en la extensión total de la palabra y esta fiesta de grado la organizó ella». Había toda clase de comida y de bebidas, todo estaba hecho con estilo y delicadeza. Era otra clase de fiesta, no las orgías de locura del marido cuando ella no estaba presente. No, a esta fiesta asistía la familia oficial, nada de amiguitas ni amantes, ni nada vulgar o fuera de lugar.

«A otra fiesta decente que fui fue a los 15 de la hija de uno de los socios de ellos. Todo también estuvo en orden como debe ser, pero a fiestas raras, fincas, cabalgatas, salidas en moto, droga y sexo, nunca asistí. Mi esposo nunca quiso involucrarme en nada de eso ni a mí ni a los niños. Él hacía una clara diferencia entre estos dos ambientes. Cómo será que yo no conocí la finca El Vergel. Johnny lo único que le decía a los hijos y a mí era: Me voy para donde el patrón, para donde el patrón y para donde el patrón. Eso era lo único que nosotros le escuchábamos. Nosotros hacíamos nuestra vida: yo iba al gimnasio, a llevar los niños al colegio, a recogerlos, a visitar a mi familia o a la familia de él, pero nada más. Nunca, nunca fui ni salí con esposas o mozas o amigas de traquetos».

Hoy en día, Noelia agradece que durante la crianza de sus hijos Johnny mantuviera esa distancia con ellos. «Mis hijos nunca lo vieron a él con Rasguño. Es que aparte de todo, a Johnny casi nunca le conocí amigos, no ve que a él no le gustaba llevar a esa gente a la casa. Cuando estábamos los dos solos, a mí me gustaba cuidarlo. Le llevaba el desayuno a la cama porque a él le gustaba mucho que yo lo atendiera. Claro que cuando fue pasando el tiempo, a mí ya me daba pereza, entonces yo dejaba que se lo llevara la empleada, o ella cocinaba y yo se lo servía. Es que, poco a poco, él me fue cambiando». El tiempo y los problemas contribuyen al tedio en las relaciones de pareja. «Pero mientras estábamos bien yo fui sumisa y abnegada. Claro que usted le pregunta esto a él y seguro le dice: Esa mujer es muy brava. Pero es que uno tiene que ser igual porque de lo contrario, barren y trapean con uno.

»Ya después él se volvió tan tremendo. Yo prefería estar con mis hijos o con una amiga que con él. A mí ya no me gustaba compartir con él. Yo sí lo amé pero a veces me pregunto por qué. Y lo peor es que no he podido encontrar la respuesta. Es que nunca fui feliz».

—Mija, ¿es que nunca tuvo momentos felices conmigo? —le preguntó un día.

«Y yo realmente no me acuerdo. Los momentos felices míos fueron los hijos».

—Ah, pero yo sí tuve momentos felices con usted —respondió él.

«Porque yo sí se los di, ésa es la diferencia. Siempre me porté muy bien, lo consentí, lo respeté, lo ayudé; considero que fui una gran mujer, una gran esposa, porque nunca le fui infiel. Él fue el primero y el único hombre en mi vida.

»Una cosa sí aclaro. Nunca me tocó ver que él le hiciera algo malo a alguien. De él se podrán decir muchas cosas, pero a mí no me consta nada. Él era de mal genio y no se le daba nada decirle la verdad en la cara a cualquier persona. Yo sí me enteré de algunas cosas porque al fin y al cabo el marido siempre cuenta cositas, o uno escuchaba historias; es que Cartago era un pueblo pequeño y pueblo pequeño, infierno grande. Él sí cogió la fama de que cuando no era Rasguño, era él el que mandaba. Pero a mí personalmente no me consta nada. Es que yo realmente conocí a Rasguño muchos años después. Sólo lo vi una vez. Si ni siquiera iba a las fiestas de la hija cuando estaba pequeña. Ese señor no se dejaba ver. Ni yo tampoco».

—Oiga, Johnny, y su mujer dónde está que no se la conoce nadie —le preguntó Rasguño un día.

—Es que a mi mujer nadie tiene por qué conocerla —le respondió Johnny con seriedad.

«Nunca le gustó involucrar la vida de nosotros con esa gente. Me pareció la mejor decisión, y muy bueno que mis hijos siempre estuvieron alejados de ese mundo horrible. Yo a veces pienso para qué se metió él en eso si nunca fue un hombre ambicioso. Siempre fue un hombre normal. Yo sí me daba gusto comprando ropa porque, eso sí, cuando iba a Estados Unidos, le compraba a mis hijos y compraba para mí; le gastaba a mis hermanas, le llevaba regalos a todos, pero nunca esa gran vida, como podrán decir de cualquier otra persona involucrada en una situación similar. Eso nunca».

Contrario a como lo viera Noelia en su posición de esposa y madre de sus hijos, que sufría más que todo por sus infidelidades y su apego a la marihuana, para las autoridades Johnny Cano era un peligroso narcotraficante. Había pasado de ser un simple chofer y escolta de Rasguño a heredar el imperio criminal del capo. Además, la DEA lo tenía en la mira por considerarlo el encargado de controlar las operaciones de mafiosos y sicarios en el Norte del Valle. Para las autoridades, el Norte del Valle y sus zonas aledañas son todavía considerados como la joya de la corona de los mafiosos pues a través de sus ejércitos irregulares, los peligrosos capos controlan las rutas de escape ante una situación apremiante y custodian los laboratorios y cultivos de cocaína asentados en la región. Así fue y así sigue siendo.

Para septiembre de 2003 Johnny ya había sido incluido por las autoridades colombianas y estadounidenses en la lista de los grandes narcotraficantes, por quien ofrecían la suma de hasta cinco millones de dólares a quien diera información que condujera a su captura. Para esa misma época, la corte federal del distrito oriental de Nueva York, por intermedio de su fiscal Bonnie Klapper y el agente del ICE Romedio Viola, lo reclamaba en extradición bajo cargos de narcotráfico y lavado de activos. Pero la investigación de las autoridades no sólo se centraba en él. También incluía a su esposa, Noelia, por lavado de dinero.

Alertado por el monto que se ofrecía por su cabeza y la acusación de la que era objeto en Estados Unidos, Johnny extremó las medidas de seguridad. Poco o nada sabía Noelia en aquel momento de su paradero. Mientras esperaba que diera señales de vida, ella pasaba sus días llevando a sus hijos al colegio o visitando el gimnasio. «Es que yo por esa época vivía muy bueno. Prácticamente él no vivía conmigo porque se mantenía escondido, y yo era la que tenía que ir a donde él estaba. Muchas veces pasaban dos y tres meses que ni nos veíamos; tampoco me provocaba que me tocara. Me daba rabia con él porque nunca pararon los chismes de que él tenía otra. Además, como casi no estaba en la casa, yo vivía contenta porque a mí me gustaba estar sola con mis hijos».

De Cartago se fueron a vivir a Medellín, donde veía aún menos a su esposo. «Unas veces él mandaba por mí y nos veíamos en esas fincas donde se escondía o en apartamentos en Medellín. Recuerdo una vez que nos quedamos como ocho días en un apartamento encerrados y escondidos, y de ahí unos amigos de él nos llevaron para una finca en Llano Grande como veinte días. Salíamos de donde estábamos siempre en la noche, dábamos vueltas y vueltas y ya. Claro que él vivía muy aburrido; él decía que eso no era vida. Es que cuando yo estaba con él, pasaban esos helicópteros, y como por esos lados pasan helicópteros todo el día, a él le daba mucho susto y a mí también. Johnny reconocía desde la distancia el ruido de las aspas del aparato. Se tiraba al suelo. Se escondía debajo de algo y a mí me tocaba hacer lo mismo».

IV

La finca de refugio y escape de Johnny Cano estaba ubicada en Caucasia, un pueblo al norte de Medellín. Cerca de allí existía una estación de gasolina donde el capo y sus amigos acostumbraban a aprovisionar de combustible sus vehículos. Hasta allí llegaron Noelia y Johnny la primera semana de octubre de 2005 a tanquear su todoterreno. Iban sin guardaespaldas, amigos o nada que se le pareciera. Johnny bajó el vidrio blindado de su camioneta y le pidió al señor que estaba su lado que se la llenara. Lo que ellos desconocían en ese momento era que el hombre que lo atendía era un informante que la policía colombiana y la DEA habían logrado infiltrar en la zona.

Noelia volvió por esos días a Medellín pero quedó con él en que regresaría pronto a visitarlo, esta vez en compañía de sus hijos y un sobrino. «Llegamos hasta un sitio en un carro y de ahí nos montamos en un ferry. Yo estuve con él toda la semana y lo veía preocupado. No sé por qué distinguía el sonido del tal avión fantasma, pero a toda hora me decía que estaba pasando el avión ese. Luego pasaban helicópteros y también me decía que no le estaba gustando que pasara tanto helicóptero por allá y que se quería ir. Es que por esos días eso era conocido como la zona de distensión y era una zona paramilitar y no tenía por qué pasar tanto helicóptero. Yo me levanté temprano, recuerdo que era sábado 29 de octubre y comencé a empacar. A eso de las diez de la mañana, yo ya tenía lista mi maleta y estaba esperando que viniera un muchacho a recogerme, cuando Johnny viene corriendo de la pieza».

—Shito, shito —le ordenó y se puso un dedo en la boca, como indicándole que callara.

«Se escuchaban los helicópteros lejísimos. Él salió y se paró en la casa que tenía como un techo de madera».

—Noelia, vienen por mí —le dijo con la convicción de que sus días de libertad estaban por terminar.

Un comando especial de la policía colombiana y un agente del ICE de Estados Unidos llevaban a cabo la operación helitransportada en contra del peligroso capo. De esta manera, tanto las autoridades de un país como del otro pretendían poner fin al seguimiento que le hacían a Johnny desde hacía varios años. Hechas las actividades de inteligencia electrónica, vigilancia y seguimientos a su núcleo cercano, además de contar con datos de primera mano de los informantes de la zona, la dirección de la policía colombiana había desplegado el operativo para su captura desde las cinco de la mañana. Cerca de la vivienda donde Noelia se resguardaba con su marido, un cordón de seguridad de más de veinte paramilitares velaba por su seguridad. Pero esta armadura de seguridad no sería suficiente para salvaguardarlos de la inminente captura.

—No diga eso, ¡póngase los zapatos y vuélese! —le respondió Noelia ante la posibilidad de que lo arrestaran.

«Es que ahí estaba el monte pegado a la casa, y él comenzó a ponerse los zapatos. Cuando menos pensamos, estaban todos los helicópteros rodeando esa casa. Él estaba mamado de correr, estaba mamado. Hubiera alcanzado a escaparse, es que ahí estaba un muchacho con él, y ése sí alcanzó a volarse».

—¡Corra! —le gritaba Noelia a Johnny con insistencia.

«En eso me acordé que él tenía unos relojes finos y una plata ahí en el nochero, y yo me la eché en el bolso. En un segundo eso estaba lleno de policías y lo tiraron a él al piso. Cuando menos pensamos, esa gente se tiró de esos helicópteros como en las películas, todos armados y nos tenían aprisionados. Pero yo muy tranquila, a mí me dio susto pero yo estaba muy calmada. En ese momento salió mi hijo muy asustado. Estaba pálido. Apenas miraba asustado a su papito tirado en el suelo».

Ya con Johnny esposado, los policías fueron a la parte de atrás de la vivienda a continuar con su asalto y a arrestar a las demás personas. «Cuando el guardaespaldas comienza a darse bala con los policías con un fusil y eso era ¡tan, tan, tan, tan! Eso le tiraban a ese muchacho desde arriba, y el muchacho sólo hacía eso para que Johnny corriera. Lo que pasa es que ese muchacho no sabía que a Johnny ya le habían echado mano. Ya lo habían tirado contra el piso. Eso lo hicieron comer tierra. Es que como él tenía fama de ser tan violento. Claro que Johnny se entregó. Es que a él le daba miedo conmigo y con su hijo».

A los capturados, incluyendo Johnny y a Noelia, los metieron en un cuarto hasta que terminara la balacera. Luego, el oficial a cargo del operativo se sentó con Johnny en el comedor. «Mi hijo se acercó y le pegó un puño durísimo a esa mesa. Estaba bravo. Es que ese niño era la traga del papá. Mi hijo lloraba, lloraba. Ese niño lloró mucho. Luego el oficial se nos acercó y le dijo a él que hoy finalmente se le acababan los problemas. Johnny fue muy buen papá con los niños. Cariñoso como él solo. Y este niño fue el talón de Aquiles de él. Es que esa captura de él nos tocó a nosotros sin pensar. Si yo me hubiera levantado más temprano, él nos llevaba hasta cierta parte, el operativo hubiera fracasado, no lo hubieran encontrado».

Ahí estuvieron todos alrededor de dos horas, al cabo de las cuales un helicóptero de la media docena que hacían parte del operativo tocó tierra. «Montaron a Johnny y se lo llevaron. Me dio una tristeza verlo cómo se lo llevaban. Primero se lo llevaron para Caucasia un rato, luego para Medellín y después para Bogotá. Eso fue un sábado. Pues el domingo madrugué para Bogotá con mi hijo y el abogado. Ese día me lo dejaron ver».

—Mija, es lo mejor —repetía—. Yo estaba cansado de correr, ahora empiezo a descansar. Muy duro y todo, pero qué le vamos a hacer.

«A él le daba miedo entregarse porque de pronto le hacían algo a la familia. Y sí, ahí empezó todo mi vía crucis».

A la semana siguiente, el temible Johnny Cano fue llevado hasta Cómbita, la cárcel de máxima seguridad, donde Noelia lo visitaba regularmente. «Eso fue todo noviembre y todo diciembre. Cuando en enero resulta que yo también tenía una orden de extradición». La investigación que pesaba sobre Noelia por lavado de activos había terminado en el escritorio de la policía colombiana, junto con una orden de arresto y una solicitud de extradición. Se le acusaba de haber comprado propiedades en Estados Unidos con dinero del narcotráfico, pero además de ser la principal lavadora de dinero del Cartel del Norte del Valle, especialmente de su esposo Johnny Cano.

«Yo estaba en San Andrés, eso fue un 23 de enero cuando me avisaron, y qué problema para salir yo de ahí». Afortunadamente para ella y como es común en los aeropuertos colombianos, aparecería el salvador. «Un señor que manejaba un taxi nos consiguió identificación falsa y salimos de allí para Cartagena». Luego por carretera hasta Medellín. Noelia se refugió por ocho largos meses en una finca cercana a la capital de Antioquia. No salía, ni hablaba por celular. Le daba miedo. Sus hijos se terminaron enterando de la investigación que pesaba sobre sus hombros. «Yo les conté a ellos que me iba a entregar; es que yo ya no me aguantaba ese encierro. Me acusaban de que yo le lavaba dinero al Cartel del Norte del Valle. Sinceramente eso fue una injusticia; eso, para mí, era sólo para presionar a Johnny, no más. Yo compré una casa y un apartamento en Estados Unidos, pero nunca bajé dinero ni nada. Ellos aseguraron que eso era lavar dinero porque era plata del narcotráfico. Pero ¿cuánta gente colombiana va a Estados Unidos a comprar casas y a ellos no les pasa nada?». Sin embargo, ella muy bien sabía la procedencia de ése dinero con el que adquirió las viviendas, y un delito como ese en Estados Unidos se persigue con toda la fuerza de la ley sin importar quién lo cometa.

Lo que Noelia ignoraba en aquel momento era que, en su ausencia, Johnny seguía haciendo de las suyas. El rol de mujer y esposa en la cárcel lo seguía cumpliendo con regularidad la susodicha amante menor de edad, que para la época ya llegaba a los 30 años. «Es que yo viví con mucha rabia. Yo pensaba: ¡cómo era posible que a mí me hubiese estado pasando todo esto y él siguiera viéndose en la prisión con esa muchacha como si nada! Ahora yo pienso diferente: ella le entregó quince años de su vida a él, lo quiere. Pues que se quede con él. Ojalá le den la visa para que lo pueda visitar».

Sin embargo, Johnny no pensaba lo mismo. Para aquella época había logrado sobornar a un sector de los grupos de autodefensas colombianas con el fin de que lo incluyeran en el proceso de paz que adelantaban con el gobierno de Álvaro Uribe. En aquel entonces, la cúpula de las autodefensas le exigía al gobierno nacional que Johnny fuera incluido como uno de los comandantes a los que la Ley de Justicia y Paz del presidente Uribe cobijaba, evitando con esto su extradición. Para su desgracia, los organismos del Estado lo describían no como un paramilitar sino como un narcotraficante de peso, no sólo por el control que ejercía sobre el negocio ilícito de las drogas sino porque se decía que manejaba un grupo de sicarios al servicio de la mafia en el Norte del Valle. «Yo nunca lo vi haciendo nada de eso». Por su captura, como en efecto sucedió, el gobierno estadounidense desembolsó parte de los cinco millones de dólares. No obstante, mientras él disfrutaba su estadía en la prisión de máxima seguridad de Cómbita al lado de la nueva mujer, las autodefensas lo presentaban como jefe del Bloque Resistencia Tayrona. Noelia, por su parte, se preparaba para lo que sería su gran odisea en el Pacífico colombiano.

Ella ya había acordado con un abogado de Nueva York que se entregaría a la justicia estadounidense. Sólo que para que esta entrega se llevara a cabo, debería llegar por sus propios medios a Panamá. No lo podía hacer en un avión comercial como cualquier otro parroquiano, pues sería detenida inmediatamente por los agentes del DAS que hacen el control de emigración de territorio colombiano. «Cuando me avisaron el 15 de agosto de 2006 que tenía que salir de Medellín, me llevaron hasta una islita de ésas cerca de Bahía Solano», [un municipio en el Pacífico colombiano, en la costa chocoana]. «Ahí me tocó amanecer porque el señor que me recogía en Panamá no me podía recoger. Salí con tres señores al otro día en la tarde desde un sitio lleno de manglares, todo escondido, en una lancha. Es que esas lanchas son las que usan para llevar droga. A mí me dio mucho susto, entonces yo les pregunté que si llevaban droga ahí».

—No, cómo se le ocurre, señora.

—Qué tal que encuentren droga y me vaya peor a mí.

—No, cómo se le ocurre, no la llevamos sino a usted.

Esas lanchas de enviar la droga son largototas. Salimos como a las seis de la tarde por ese Océano Pacífico. Yo llevaba dos botellas de aguardiente. Me voy a tomar unos aguardientes porque quién sabe cómo será este viaje. Me coloqué una pantaloneta; es que si uno se va al agua, ese jean pesa mucho. Me puse mis sandalias, cuando empieza esa lancha de un lado a otro. Esas olas son inmensas. Esos brincos son horribles, horribles, la lancha era ¡tan, tan, tan, tan! Y yo brinqué atrás como una idiota. El que iba manejando estaba adelante. A un lado mío, uno, y al otro lado, otro. Yo iba agarradita de unas varillas durísimo porque donde uno se vaya al agua se puede morir. Eso fue horrible, ocho horas en esa lancha y eso brincaba horrible. Es que esas olas son grandísimas. Cuando esa lancha brincaba yo sentía que se me salían los riñones, los pulmones. Pero como yo llevaba mis traguitos, nunca sentí miedo. La noche anterior yo había soñado que mi papá me estaba acompañando. Es que a mí no me pidieron papeles para yo entregarme en Colombia porque siempre que se entrega la gente que tiene problemas con los gringos, lo hacen en Panamá. Claro que yo no creo que a todos les toque el martirio que me tocó a mí. El agente federal mío vive aterrado porque ni los grandes capos han sido capaces de hacer lo que yo hice. Él me felicitaba. Es que él vive aterrado con mi historia.

»Yo sólo paré de tomar aguardiente cuando ya no era capaz de poner la botella parada. Yo estaba nerviosa y esos aguardientitos me ayudaron a relajarme. Eso siempre da miedo, uno viendo el mar ahí enorme y esa lancha andando a mil. Panda, panda, pero larga y trompona adelante».

Llegaron sobre la una de la mañana al sitio del encuentro en la mitad del mar. Noelia apenas se podía parar. Ya el alcohol había logrado su cometido. La primera parte de su aventura estaba a punto de concluir. «Ese señor me estaba esperando en un yate y eso fue a la carrerita que me pasé. Es que eso tiene que ser a mil porque donde la guardia costera vea eso, me echa mano. Me pasé a mil, ese señor me dijo tranquila, acuéstese un rato a dormir. Y me acosté hasta las seis de la mañana toda mojada».

A la hora indicada, arrancaron nuevamente y pasaron al alba por el canal de Panamá. Luego desembarcaron en un muelle particular, y el contacto condujo a Noelia hasta un céntrico hotel de la ciudad. Le compró algunas mudas de ropa y regresó sin ningún contratiempo para entregárselas. Allí pasó dos días entre reuniones con el abogado y llamadas a Colombia, reportando que hasta ahora todo iba como estaba previsto. Sobre el filo del mediodía de la segunda tarde la visitó el agente Romedio Viola. Le pidió calma y tranquilidad mientras él terminaba unos papeleos, y la citó para el 22 del mismo mes en el aeropuerto Tocumén de la capital panameña.

Al llegar el momento y al sitio indicados, el oficial estadounidense le diligenció un par de papeles que hacían falta y le puso por primera vez unas esposas. «Me subieron al avión por la parte de atrás esposada, y ahí sí lloré desconsolada». Estar esposada era una vivencia verdaderamente humillante. En esos momentos se reconoce el auténtico significado de la libertad, pues ya no se tiene. Allí ya se empiezan a extrañar las cosas simples, a sentir deseos de salir corriendo, de estar en una playa o en una avenida convulsionada; en un teatro o simplemente en la cocina preparándose un café; en una iglesia, en un aula de clase; en cualquier lugar donde no se esté observado, forzado, constreñido e instruido acerca de lo que se puede y no se puede hacer.

Aterrizaron tres horas después en el aeropuerto internacional de Miami donde hicieron escala para continuar el vuelo rumbo a Nueva York. «Romedio, más lindo, me puso la chaqueta encima para que la gente no me viera las esposas. Claro que al lado de nosotros iba una mujer agente que ésa sí era más mala clase. Me arrastraba y me jalaba por todo ése aeropuerto. Luego cambiamos de avión y ahí sí me entregaron a unos gorilas como de dos metros». Su misión era asegurarse de que ella llegara esa misma noche hasta las frías y oscuras celdas de la prisión en Nueva York. Tomaron un vuelo de American Airlines y aterrizaron en el aeropuerto de La Guardia.

Los oficiales del servicio de alguaciles de Estados Unidos la llevaron hasta el Federal Detention Center de Brooklyn, en la gran manzana. Allí la recibieron los guardias del Departamento de Prisiones y la procesaron en el lugar de las reseñas. Le tomaron fotos de un lado, del otro, huellas de cada uno de los dedos de la mano y la condujeron hasta la celda donde pasaría la noche. «Fue la noche más larga y triste de mi vida».

Al otro día la recogió el agente Viola y la llevó hasta el edificio de la fiscal Bonnie Klapper, contiguo al de la juez federal que llevaba su caso. Tras la presentación de rigor, la defensa, en coordinación con la fiscalía, pidió al juez que la dejara en libertad bajo fianza. Mientras esto sucedía, Noelia escuchaba en unos audífonos la rápida y atropellada traducción del encargado de este oficio en la corte. Los minutos en la sala de audiencia fueron eternos. Tuvo tiempo hasta para pensar en el pasado, recordar los largos años que compartió su vida con Johnny, el hombre que tal vez sin pensarlo o sin quererlo la estaba haciendo enfrentarse a la implacable justicia estadounidense.

Paradójicamente, mientras ella sufría lo indecible, Johnny continuaba su relación, que ya no era clandestina, con aquella mujer que había aparecido en su vida quince años atrás. Sus hijos se enteraron de la verdad.

La audiencia continuó por espacio de diez minutos. La juez decretó una fianza para la acusada, y Noelia recuperó la libertad. Al mes siguiente, el gobierno colombiano, mediante la Resolución 191 del 15 de agosto de 2006, autorizó la extradición de su esposo, Johnny Cano, a Estados Unidos, para que respondiera por los catorce cargos de narcotráfico que le imputaban, más el lavado de activos por los que se le acusaba. Hasta allí llegaron los planes de hacerse pasar por uno de los comandantes de las Autodefensas Unidas de Colombia.

«Yo estaba en Miami y a él lo extraditaron exactamente al mes. A Johnny se le estaba complicando mucho la cosa porque él se quería meter en eso del proceso de paz de los paramilitares. Con eso sí que le aceleraron la traída para acá. Es que a él sí le dieron prensa, televisión, noticias de todo. Y después va Rasguño y lo acaba de calentar. Ese señor cómo lo calentó de feo». Una vez extraditado el capo, los comentarios de las andanzas de Johnny en Colombia llegaron a oídos de Noelia. «Yo ya no aguantaba más chismes; a mí me daba mucho pesar pero una vez que él me llamó, yo le hablé claro».

—Usted puede contar conmigo para lo que necesite como la mamá de sus hijos, pero yo como mujer a usted ya no lo quiero.

Noelia lo había dejado de amar. «Yo ya tenía mucha rabia. Claro que cuando uno deja de querer, perdona, y yo ya lo perdoné. Yo sigo sin entender por qué es que él se transformó en mafioso. Toda la plata que él tuvo se la metió al tal proceso de paz. La otra, a este problema con los abogados, que estos sí nos tienen más acabados. Ésa es otra historia. Mejor dicho, con la plata de los mafiosos se quedan el gobierno y los abogados».

La primera vez que tuvo la oportunidad de visitar a Johnny en la fría prisión de Nueva York, Noelia se vio enfrentada a una pregunta que sinceramente no esperaba.

—¿Tú todavía me amas?

«Yo le dije que ya no lo amaba, y se le vinieron las lágrimas encima. Al otro día volví y casi no podía hablar; era con un taco en la garganta que no les cuento. Me dijo que toda la noche había llorado y me había escrito una carta. Yo tengo muchas cartas que él me mandaba cuando estaba escondido. Tengo cerros. En ellas me pedía perdón. Pero si me pedía perdón, ¿por qué nunca fue capaz de dejar la otra relación que tenía?

»En estos días me mandó otra carta en la que me deseaba lo mejor del mundo. Él tiene muy mala ortografía y todo, pero se sabe inspirar. Es que Johnny, como todos los seres humanos, tenemos cosas malas y cosas buenas. Yo le destaco a él que una de sus cosas buenas es que sabía pedirle perdón a los demás cuando cometía un error. Él sabía disculparse, es una persona muy humilde. No es orgulloso ni engreído; mi papá lo quiso mucho. Tanto que cuando lo capturaron a él, mi papá tenía cáncer de pulmón».

—Mijita, ahora sí me voy a morir —le susurró.

«Y así fue: al mes y medio se murió mi papá. Es que mi papá lo quiso mucho siempre, desde que lo conoció. Claro que mi papá no sabía que él tenía otra. Yo nunca le dije. Johnny fue muy especial con él, y como a los viejos les gusta tanto que la gente se siente a conversar con ellos, pues Johnny se sentaba todo el día a conversar con él. Johnny todo el tiempo lo atendía, le llevaba cosas para comer; él le daba la importancia que les gusta a los viejos que les den, y mi papá lo quería como a un hijo».

De su mamá recuerda lo mismo. «Mi mamá viajó desde Colombia a visitarlo, y lo vio tan flaco y tan mal que me dijo que parecía desnutrido. Que estaba acabado y pálido. Es que la cárcel donde él está es muy dura, la comida es una basura. Lógicamente la prisión es más relajada para las visitas porque es estatal. Pero la comida es una basura. Le dan mortadela y pan todo el día. Johnny dice que ahí tienen al perro y al gato, que allí está toda la fauna de la delincuencia. Que esas rejas abren y cierran cada veinte minutos y que una persona que sufra del corazón, ahí se muere. Es que las abren por joderlos, por no dejarlos dormir, por mantenerlos controlados, porque les de miedo. Les alteran el sistema nervioso».

V

Hoy en día, Noelia se la pasa encerrada en un apartamento esperando que le den una nueva fecha de audiencia. Johnny, por su parte, la llama cuando las estrictas normas de la prisión se lo permiten. «Es que no le dan sino cuarenta minutos cada semana. Por eso me llama poco; llama a sus hijos y eso cuando no lo castigan porque él es muy peleador. Se puso a pelear dizque por el televisor. Es que de las veinticuatro horas del día, sólo pueden ver una hora de televisión latina. Por eso peleó. Él no se la deja montar de nadie. En estos días lo tuvieron castigado veinte días sin teléfono. Claro que poco a poco se está acostumbrando. Lo último que me dijo fue que, gracias a Dios, se acababa diciembre para empezar a descontar el otro año. El tiempo pasa muy rápido. A mí me parece como si llevara años y apenas cumplió cuatro».

Con todo lo que le ha pasado en la vida, por diferentes causas, Noelia dice estar preparada para todo. Antes no era ni siquiera capaz de dormir sola. «Ya no me da miedo eso ni montarme en un avión. Fui hasta el parque de diversiones y me monté en todos los aparatos. Por qué me va a dar miedo a estas alturas de mi vida si me tocó vivir tantas cosas. Antes no lo había hecho por temor, ahora me siento tranquila cuando lo hago». Ya sabe que todo en la vida tiene un porqué y que todos los actos, hasta el más insignificante, producen consecuencias. Es imposible tratar de hacerle trampas porque es engañarse a sí mismo. Si de algo se arrepiente es de no haber tomado diferentes decisiones a tiempo. «Yo debí haberme separado hace muchos años; me faltó verraquera. Me faltaron pantalones para enfrentarme a él y decirle ya no más». Hoy, sin embargo, después de las batallas que ha librado, se considera una sobreviviente.

«La última vez que lo visité hablamos de los hijos y hasta me dedicó una canción que escuchó en la radio que sacó Vicente Fernández».

—Mija, escúchela.

«Es que a él y a mí nos gustan mucho las rancheras».

Se la dedicó porque tarde comprendió que con ella lo tenía todo y lo perdió. A Noelia le cuesta seguir cantándola o al menos recitando la letra. Evidencia que aunque no está con él, el amor que siente está ahí. Lo siente. Le duele. Esa canción le revuelca el corazón y le hace ver una vez más la noble alma que tanto le defiende a su marido. «Yo le doy ánimo, le digo: Johnny, usted va a salir de aquí muy pronto. Está descontando, piénselo así. Sin embargo me dice que le da mucha depresión. Yo trato de explicarle que a muchos otros narcos apenas los están cogiendo ¿A cuántos apenas les está saliendo una orden de extradición? Y usted malo, malo lleva cuatro años acá. Él me dice que yo tengo la razón pero que se preocupa mucho por la seguridad de los hijos en Colombia, por la familia; de eso le da miedo. Me pide mucho perdón por todo lo que me hizo sufrir, pero yo le digo que él va a salir y va a encontrar la felicidad en otra mujer. Me dice que la felicidad la tenía al lado mío y la dejó ir». Nuevamente se le quiebra la voz.

Ya con la cabeza fría, Noelia reconoce con algo de pudor que le gustaría rehacer su vida al lado de un hombre diferente, pero sabe que va a ser difícil. «Es que yo quedé hasta acá», y se señala la frente. «Ahora vivo tranquila, me siento libre; yo pienso que va a ser difícil». Realmente en estos momentos le gustaría estar sola, gozar de la libertad que nunca tuvo. «Ahora puedo ir, venir, puedo colocarme lo que quiera; si salgo bien, si no también; quiero disfrutar a mis hijos, me gustaría recuperarlos porque ahora viven solos; me los cuida una señora que tengo desde hace muchos años, que es como la segunda mamá de ellos. Yo no pierdo la ilusión de regresar a mi país; es que allá está todo. ¿En qué me voy a poner a trabajar en Estados Unidos si yo nunca he trabajado?».

VI

Seis meses después de haberse sentado a contar su historia, el día del llamado a una nueva audiencia, Noelia regresó a la corte y se declaró culpable por el delito de lavado de activos. Esa tarde salió con la sensación de que en poco tiempo se repetiría su experiencia de dormir en una prisión, aunque esta vez no por un solo día, como le tocó en Nueva York. «Yo ahora no tengo la certeza de nada. Estoy llena de problemas; ni siquiera sé qué va a pasar conmigo. Mis hijos viven en Colombia de un lado a otro porque ni siquiera tenemos casa donde vivir. Tengo que esperar a que yo solucione mi problema con Estados Unidos porque no sé qué va a pasar». Su permanencia alejada de los hijos y sin los seres queridos le deja una mella en el corazón difícil de remediar. Cada día y cada noche que se pierde la compañía y la posibilidad de estar con ellos, la siente como irrepetible e irremplazable. Generalmente es un tiempo perdido, imperdonable y doloroso en el que nunca se piensa cuando se tiene todo.

A pesar de ello, saca fuerzas de lo más entrañable de su apellido para soportar lo doloroso de su situación con total gallardía. «A mí a veces me da rabia y me pregunto por qué me pasó esto. Pero también le doy gracias a Dios porque me pasó. Si fue justo o no, no lo sé, pero gracias a esto conocí a personas como Romedio [el agente del ICE que lleva su caso] que mejor dicho, una verraquera; a la fiscal Bonnie Klapper [quien la acusó]. Pero gracias a ellos hoy tengo otra vida». Noelia, aunque se enfrenta a la posibilidad de estar tras las rejas, se siente libre porque además sabe que ya no tiene un compromiso sentimental con Johnny Cano. «Lo veo a él como el papá de mis hijos, pero ya me siento liberada».

«Si quiero me levanto, si no quiero no, si quiero como en la casa, si no quiero no; llevo una vida tranquila, muy diferente a la vida que yo viví cuando estaba de alguna forma metida en ese mundo. Uno no se puede arrepentir de lo que le haya pasado a uno; algunas cosas fueron buenas y otras no. Todo esto hace parte de una historia. Pero cómo me voy a arrepentir. No hubiera tenido mis dos hijos, que son lo que yo más amo».

No obstante, su situación legal sigue siendo incierta. Ya han pasado cuatro años sin ver a sus hijos. No tiene la menor idea si ellos la recuerdan tanto como ella a ellos. Hoy lucha por rehacer su vida alejada de ese mundo que acabó con ella y con su familia. Sueña con regresar a su país a terminar sus días. No le quita el sueño la ilusión de enamorarse ni de rehacer su vida al lado de un hombre. Simplemente espera poder juntarse de nuevo con sus hijos.

Hoy por hoy, el gobierno de Estados Unidos estudia la posibilidad de eliminar algunos de los cargos en contra de Noelia, al comprender que ella no es la persona que pensaban. Cada día, el momento de regresar al lado de los suyos y a su país se hace más palpable.