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E
n el período comprendido entre 1913 y 1918, Louie y yo tuvimos tiempo de sobra para hacernos un nombre en Candy City. A las órdenes de Craig Martin, y también por iniciativa propia, nos encargamos de limpiar la ciudad de indeseables, y solucionamos algunos asuntos internos, sobre todo en lo referente a los trabajadores de la Jimmy's Factory. A veces, gente como Roger Goodman y algunos de los chicos, decían que éramos muy ambiciosos. Y no era cierto. Sencillamente, nos gustaba hacer bien nuestro trabajo.
En la Navidad de 1915, Louie y yo emprendimos, por nuestra cuenta y riesgo, una cruzada para acabar con la principal de las bandas de negros del South End. Eran quince tipos que tenían el barrio en un puño, y aunque nunca interfirieron en los negocios del señor McCulloch, de cuando en cuando armaban alguna trifulca en el Norte de la ciudad. A Louie y a mí no nos gustaba ver negros en Prosper Road, y mucho menos a negros que robaban a niños y ancianos. Nos decidimos a llevar a cabo la empresa una noche en que yo salía de casa de mi madre. Estaba nevando, y en la misma puerta, me encontré con cinco negros que estaban pegándole una paliza a una mujer para intentar robarle. Saqué el revólver y disparé contra ellos. Tres cayeron en el acto, y los otros dos huyeron en desbandada. Me acerqué a los que estaban en el suelo. Uno todavía respiraba. Le di una bofetada y le metí el cañón del arma en la boca. Sus dientes se rompieron. Era un negro bastante más joven que yo. Poco más que un niño.
—Sois de una banda, ¿verdad? —le pregunté. Pero claro, él no podía responder. Me miraba con los ojos casi fuera de las órbitas. Debía de sentir un dolor horrible, pues le había acertado en el estómago.
Intentó farfullar algo, y retiré el revólver.
—Blanco hijo de perra —dijo, y le disparé en el rostro.
Mi madre estaba asomada a la ventana y me vio hacer aquello. Me guardé el revólver en la cintura y regresé a casa.
—Llama a la Policía —le dije a mamá.
Cogió el teléfono y marcó el número. Yo me fui a buscar a Louie, y nos marchamos adonde Malloy.
—A cinco metros de la casa de mi madre —le expliqué a Louie en la barra de la taberna. Malloy estaba con nosotros, escuchando—. ¡A cinco metros, por Dios! ¡Podrían haber entrado y...! No quiero ni pensarlo...
—Deberías hacer algo al respecto —dijo Malloy.
Louie y yo nos volvimos hacia él, sorprendidos.
—Pero es tu gente —le dije al camarero.
—No —respondió—. Ésos están con un negro al que llaman Little Boy.
—¿Se han metido contigo?
Malloy sirvió dos vasos de whisky sin hielo y respondió:
—Jamás se atreverían a poner un pie en mi local.
Estaba en lo cierto. Ni Little Boy, ni Franky Orsini (al que quitamos de en medio un año después), ni ningún otro gángster de baja estofa tenía ganas de enfrentarse con nosotros, la gente de McCulloch.
Nos llevó una semana y media dar con Little Boy, y mientras tanto, Craig Martin nos encargó que liquidáramos a dos transportistas de la Jimmy's que estaban desviando alcohol a Oxfield. Era cosa de Sandford Taylor, que por entonces empezaba a hacerse notar en nuestra ciudad.
La guarida de Little Boy se hallaba en el corazón del South End, en una casa de mala reputación de Bishop Square donde sólo había prostitutas negras y clientes negros. Little Boy (a quien también llamaban Hellman) era el dueño del local, que además de prostíbulo servía como base de operaciones a la banda. Louie y yo tentamos a la suerte cuando decidimos dar una vuelta por allí, para ver qué tal eran las chicas y echar un vistazo en general.
A la entrada, que estaba cubierta por un toldillo donde se leía "Pick It Rag", había dos negros enormes, tocados con sendos bombines y vestidos con abrigos largos. La pajarita les asomaba por el cuello cerrado del abrigo. Estaban ateridos por el frío.
—No pueden pasar —dijo uno de los negros, y le puso a Louie una mano en el pecho. El otro se encaró conmigo.
—¿Por qué no? —pregunté yo.
—Largaros —dijo el que le cortaba el paso a Louie.
—¿Pero qué pasa? Sólo queremos tomar una copa, chicos —dije.
El otro negro me agarró por las solapas del abrigo y dijo:
—No sois la clase de clientes que queremos en este local.
Por el rabillo del ojo, vi cómo Louie deslizaba la mano hacia su bolsillo, en busca de la navaja.
—¡Forry, no fastidies a mis amigos, hombre! —dijo alguien detrás de nosotros. Nos volvimos todos hacia él. Era Lucius Cara de Rata Wayne, a quien no veía desde el asunto de Gordon Creighton, pues ya ni tan siquiera se acercaba por la taberna de Malloy. Iba muy elegante, con frac y chaqué bajo el abrigo, sombrero de copa, y un bastón en la mano. Habría tenido un aspecto genial de no ser por su nariz, que estaba muy torcida hacia la izquierda. Recordé que eso era culpa mía.
Forry era el que estaba con Louie, pues apartó a mi amigo a un lado y dio un paso al frente para estrechar la mano de Cara de Rata.
—Señor Wayne, no sabía que venían con usted —dijo Forry.
—No os habréis molestado, ¿verdad, muchachos? —nos preguntó Cara de Rata a Louie y a mí, y nos pasó los brazos por encima de los hombros. El otro negro dejó la entrada franca y pasamos al local.
Entramos por un pasillo oscuro, con las paredes forradas de madera deslustrada y algunos cuadros de paisajes. Al fondo había una puerta, y se escuchaba cierto bullicio y una melodía de piano. Antes de pasar, Cara de Rata dijo:
—¿Qué estáis haciendo por aquí vosotros dos? No estaréis buscando problemas, ¿verdad?
—¿Y tú qué coño pintas aquí, Wayne? —le pregunté.
—Nada en especial —dijo—. Soy amigo de Frances Coleman, la dueña.
Louie me dio un codazo.
—Nosotros pensábamos que este local le pertenecía a un tal Hellman —dije—. Le llaman Little Boy, Wayne. ¿Le conoces?
La verdad es que Cara de Rata no tenía un pelo de tonto, y sabía que con nosotros dos no debía jugar.
—Claro que sí —respondió—. Es el novio de Frances. Somos buenos amigos.
—Ya veo —dije—. ¿Vamos adentro?
La diferencia que encontré con respecto a los burdeles de Madison Alley es que allí todo el mundo era negro. Y la música, claro, también era distinta. Aquello era jazz, lo que llaman rag. Resultaba muy apropiado para aquel lugar tan festivo. Había muchos negros en la barra, acompañados por chicas que se les echaban encima. El pianista era un muchacho negro, con bigote, que tenía las mangas arremangadas. Estaba subido en un diminuto escenario, a la derecha, entre varias mesas, y el chico, mientras tocaba, sonreía a los clientes y les hacía guiños a las muchachas.
Había unas escaleras en la parte posterior del local.
—¿Qué os parece? —preguntó Cara de Rata.
No dijimos nada.
—Os buscaré un par de chicas —dijo Cara de Rata—. Le diré a Frances que sois amigos míos. Quizá estén libres Norma y Thea. ¡Son material de primera clase, chicos! ¡Un par de cañones!
Y salió a toda velocidad hacia una mesa donde estaba sentada una negra muy guapa, acompañada por tres hombres con pinta de matones. Wayne saludó a la negra —supuse acertadamente que era la tal Frances Coleman—, que se puso en pie y vino hacia nosotros. Llevaba un vestido de noche muy ceñido, y lucía un collar y unos pendientes dorados, además de pulseras en los brazos y una sortija con un brillante en la mano derecha.
—Buenas noches, señores —dijo, y alzó la copa de champán que llevaba en la mano—. Me dice Wayne que os ha encontrado en la puerta. ¿Sois amigos suyos?
—En efecto, señora —respondí. Louie, como siempre, estaba en silencio, a mi lado.
—¿No habréis venido buscando pelea, verdad? Porque si es así, ya os podéis ir largando de aquí.
—Frances, son amigos míos... —insistió Cara de Rata.
—No te preocupes, Wayne —dijo—. Trataremos bien a estos caballeros. Por si les interesa —miró hacia nosotros—, el de Wayne no es el único culo blanco que viene por aquí. Aunque es cierto que la mayoría de nuestra clientela es de color.
—¿Le asustan las caras nuevas? —le dije en tono bromista.
—En absoluto —respondió—. Temo mucho más las que ya conozco.
—¿Están por aquí mis chicas? —preguntó Cara de Rata, que se estaba encendiendo un pitillo.
—Arriba —respondió Frances—. Ahora están ocupadas. Pero si vosotros dos no tenéis prisa, podéis esperar aquí.
—Gracias —le dije—. Lo tendremos en cuenta para más tarde. De momento, vamos a tomar una copa.
Pero nuestro plan consistía solamente en echar un vistazo y salir de aquel antro cuanto antes. No queríamos perder el tiempo con chicas.
—Tráeles algo por cuenta de la casa —le dijo Frances a Cara de Rata, y volvió a su mesa. Los tres matones negros que la acompañaban no nos habían quitado el ojo de encima en ningún momento.
—Aguardad un momento, muchachos —dijo Wayne, y se fue a la barra.
Louie y yo nos quedamos de pie, viendo el ir y venir de clientes, camareras y prostitutas. Los tres individuos que estaban con Frances Coleman se levantaron de la mesa, nos echaron un último vistazo y se fueron hacia las escaleras, por donde desaparecieron. Frances se acercó al pianista, que estaba descansando y había puesto un rollo en la moviola, y le dijo algo al oído. Entonces el pianista se echó a reír, dio una palmada que no se oyó por culpa del ruido y la música, y se nos quedó mirando durante una fracción de segundo, sin dejar de carcajearse. Se percató de que yo lo había visto a él, y le dijo algo a Frances, que sacó un cigarrillo del escote, lo encendió y lo puso en los labios del pianista. Después, Frances bajó del escenario y volvió a su mesa.
Saqué papel y tabaco, le ofrecí a Louie, que alargó la mano y tomó el librillo y un pellizco de picadura, y liamos sendos cigarrillos.
—¿Qué te parece todo esto? —le pregunté al oído.
—Que Cara de Rata se ha metido en un buen lío —respondió Louie.
—Eso mismo pienso yo.
Wayne apareció con dos copas que contenían algo de color oscuro.
—¡Chicos, tenéis que probar esto! —dijo Cara de Rata.
Y echamos sendos tragos. Louie puso cara de asco y escupió al suelo lo poco que había bebido.
—Es dulce —dijo, y abandonó su copa sobre una mesa que estaba ocupada.
Tenía razón. Era dulce, y no se parecía a nada que hubiera bebido antes.
—¿Tiene alcohol? —le pregunté a Wayne.
—No —respondió.
—¿Qué es?
—El mayor de los inventos desde que los hermanos Wright aprendieron a volar: Coca-Cola, Thompson. Se llama Coca-Cola.
—Sabe distinto —le dije—. Muy bueno.
—Es genial, ¿verdad? —dijo Cara de Rata—. Yo mismo lo he traído a Candy.
—Es dulce —repitió Louie.
—Tú sí que eres un chico dulce, Kitty —dijo Wayne, y se rió.
No estuvimos mucho más tiempo en el Pick It Rag. Cara de Rata insistió en que nos quedáramos un rato más, dijo que esa dos chicas merecían verdaderamente la pena.
—¿Es que tenéis algo más importante que hacer? —dijo.
Cuando salíamos, eché una última miradita al local. Frances Coleman había desaparecido, y el piano claqueteaba una melodía lenta. No había pianista.
Acechamos la entrada del local durante horas, escondidos en un callejón cercano, desde el cual podíamos ver a los dos porteros negros congelándose de frío. Nosotros también lo estábamos pasando mal. El día empezó a clarear entre los edificios del South End.
—Wayne ya no está ahí —dijo Louie.
—¿No? —pregunté.
—No. Se ha olido que lo estábamos esperando, y se ha ido por la puerta de atrás. Aunque nunca lo haya parecido, Wayne es un tipo listo. Probablemente se haya hecho acompañar por alguno de sus amigos negros.
—Tienes razón. Nos tiene miedo.
—No lo culpo por ello —dijo Louie.
—Debemos averiguar dónde vive ahora.
—Eso es sencillo.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque yo estaba equivocado. Mira —dijo Louie, y señaló hacia la entrada del Pick It Rag. Cara de Rata salía de allí, y con él iban tres negros. Eran los que estaban con Frances Coleman. Miraron a ambos lados de la acera desde el toldillo de la puerta, y a continuación se fueron caminando, calle arriba.
—Vamos —le dije a Louie.
Los seguimos por las sucias callejuelas del South End, con los pies hundidos en la nieve. Se movían con los ojos puestos en la espalda, pero no fueron capaces de cazarnos. El grupito de Wayne se detuvo en un portal de Evergreen Road, el límite del barrio negro. Volvieron a mirar a todas partes, Cara de Rata les dio una palmadita en el hombro a cada uno, y entró. Los tres tipos se quedaron en la puerta durante un cuarto de hora. Entonces uno de ellos hizo un gesto con la mano, y regresaron por donde habían venido.
—¿Le hacemos la visita ahora? —preguntó Louie.
—No —respondí—. Estamos cansados. Ya volveremos más tarde. Vámonos a casa, Louie.
Louie asintió, aunque parecía un poco decepcionado.
La noche siguiente, esperamos a Lucius Cara de Rata Wayne en su propia casa. Pasamos el día durmiendo —Louie me acompañó a mi piso de Green Street, que finalmente había comprado para usarlo como escondrijo ocasional, aunque yo vivía en el Oeste de Candy, en una casita con jardín muy cerca de Douglas Fir Lane—. Por la tarde, indagamos cuál era el piso donde residía Wayne (era el tercero del edificio). Sus vecinos eran familias de obreros de la construcción, camareros y trabajadores de la Jimmy's Factory. En la planta baja había un negro, que cuidaba el edificio y la portería, al cual no le gustaban nada las idas y venidas de Cara de Rata.
Wayne llegó bien entrada la madrugada. Se había confiado, pues venía con una amiguita, una negra que probablemente era Norma o Thea, las chicas de las que nos había hablado la noche anterior. Estaban borrachos, y entraron en el piso tropezando con los muebles. No paraban de reír. Louie estaba oculto en el retrete, y yo en el que debía de ser el dormitorio de Wayne. Cuando accionó el interruptor de la luz, entre risa y risa, me encontró sentado al borde su cama, con el revólver en la mano, y apuntándole a él. La chica iba agarrada a su cintura, y estaba medio desnuda. Se habían entretenido en el pasillo.
La borrachera y la alegría se les pasaron de golpe.
—Hola, Cara de Rata —saludé, y me puse en pie.
—¡Aparta, zorra! —gritó Wayne, que intentó zafarse de su amiguita para escapar por el pasillo. Pero se encontró con el arma de Louie.
La chica se puso a gritar, y tuve que atizarle con la culata del revólver. Le abrí una brecha en la cabeza, de la que comenzó a manar sangre. Se quedó tirada en el suelo, sufriendo convulsiones.
Cara de Rata vio claras varias cosas: que la estrategia de huir no le iba a servir de nada, y que ponerse a tontearnos tampoco le iba a salir rentable. Nos conocía bien, de modo que alzó las manos, sonrió y dijo:
—Me habéis pillado con la guardia baja, lo reconozco.
Aquello sonaba estúpido, pero ¿qué más podía decir?
Tomó asiento en un sillón de la sala de estar, sacó una pitillera de oro del bolsillo del chaleco, la abrió y cogió un cigarrillo. Se lo puso entre los labios y le lanzó la pitillera a Louie, que la pilló con la mano izquierda. Con su otra mano, Louie seguía encañonando a Cara de Rata.
—Poneos cómodos, por favor —dijo Wayne—. Estáis en vuestra casa.
Nos sentamos en sendas sillas. Wayne encendió el pitillo con una cerilla, y se la pasó a Louie. Los ojos de Cara de Rata pasaron de mi amigo a mí, y luego hacia la chica tendida en el suelo. Oíamos cómo daba débiles taconazos contra la pared. Sin duda, se trataba de un acto reflejo.
—Te has pasado con mi amiga, Thompson —dijo Wayne—. Creo que va camino del otro barrio.
—Ella se lo ha buscado por querer acostarse con un tipo como tú, Cara de Rata.
—Os voy a decir algo realmente curioso, muchachos: nadie me llama Cara de Rata desde que tú me hiciste esto —y se señaló la nariz torcida—. Vosotros sois los primeros en unos cuántos años.
Se escuchó un leve gemido que se apagó de repente. Volvimos la cabeza hacia la chica. Ahora estaba quieta, y se había formado un charco de sangre alrededor de su cabello, que era largo, oscuro y liso. Lo que habíamos oído era el último estertor de muerte.
—Era muy buena en la cama —explicó Wayne—. De las mejores, os lo aseguro.
—Te creemos —dije—, pero vamos al grano.
—Eso es. Trabajáis con Craig Martin y yo tengo mis contactos en el South End. Nuestros intereses no se cruzan, así que decidme, ¿qué queréis de mí exactamente?
—Little Boy —dijo Louie en voz alta, y se guardó el revólver. Supongo que decidió que con el mío en danza ya era más que suficiente.
—¿Qué pasa con Little Boy?
—Wayne —le dije—, últimamente veo muchos negros rondando cerca de la casa de mi madre. ¿Recuerdas Prosper Road, Wayne? ¿Recuerdas la casa de los Müller? ¿Nuestro barrio?
—Claro que lo recuerdo, maldita sea. Y es normal que los negros vayan por allí. Son muchos, ¿sabes? Cada vez más. Yo trabajo con ellos.
—¿Y a qué te dedicas exactamente? —pregunté.
—Hago lo que he hecho siempre —explicó—. Trapichear. Contrabando de bebida y tabaco.
—¿Eres muy amigo de ese Little Boy?
—Soy su contacto con los distribuidores —dijo—. He sido yo el que ha traído la Coca-Cola a Candy City. Me la están quitando de las manos. Vamos a ganar mucho dinero fabricando nuestra propia Coca-Cola. Ése es mi plan, elaborar el refresco y distribuirlo. Y Little Boy ha prometido financiarlo todo. No he hecho nada malo, ¿no?
Louie y yo nos miramos.
—Esperad, esperad... ¿Queréis entrar en el negocio? ¿Es eso a lo que habéis venido? Queréis sacar tajada, ¿verdad? No es problema. Aquí va a haber pasta para dar y tomar. No tengo inconveniente, y Little Boy tampoco lo tendrá. Entraréis como mis socios, ¿de acuerdo?
—No, Cara de Rata —le dije—. No se trata de eso.
—¿Entonces qué coño queréis?
—Hace unos días, me topé con cinco negros que estaban asesinando a una mujer para robarle. Eso fue a pocos metros del lugar donde vive mi madre. Maté a tiros a tres de los negros. Estoy seguro de que pertenecían a la banda de Little Boy, pues son los únicos gallitos negros que se atreverían a hacer algo así en el Norte. ¿Me equivoco?
Wayne guardó silencio durante unos segundos y finalmente respondió:
—No, no te equivocas.
—Bien —proseguí—. Louie y yo queremos ver a Little Boy. Queremos que este tipo de cosas dejen de suceder, Wayne. ¿Lo comprendes?
—¿Sólo queréis hablar con él? No veo por qué no...
Escrutó nuestros rostros. Se lo pensó, hasta que se iluminó. Ahora sí había comprendido.
—¡No! —gritó—. ¡No podéis hacerlo! ¡No contéis conmigo! ¡Joder, estáis locos si creéis que voy a...!
Louie cortó el ataque de nervios por lo sano, de un puñetazo en la mandíbula. Cara de Rata se calmó un poco, pero nos miraba como si realmente nos hubiéramos escapado de un manicomio.
—Yo no puedo ayudaros —dijo. Estaba a punto de sollozar—. Tenéis que entenderlo. Es mi gran oportunidad, chicos, ¿no lo veis? Es mi oportunidad...
Se calló cuando vio que yo me levantaba con el revólver por delante y me acercaba a él. Le puse la pistola en la cara.
—Es tu oportunidad de seguir con vida, Wayne. Aún diría más: es tu única oportunidad de seguir con vida. Queremos que nos sirvas a ese jefe negro en bandeja de plata. Y no tienes otra salida. ¿De acuerdo?
Una lágrima se deslizó por la mejilla de Wayne. Miró a la chica muerta, y luego nos miró a nosotros.
—De acuerdo —dijo por fin.
Y juntos los tres, planeamos el asesinato de Little Boy.
En realidad, era muy sencillo. Little Boy y su novia hacían vida habitualmente en una de las habitaciones superiores del Pick It Rag. Abajo, día y noche, siempre había alguno de sus hombres. El lugar parecía accesible para Louie y para mí, pues podíamos verle en calidad de amigos de Wayne. El problema era salir de allí sin que unos cuantos negros nos metieran una bala en los sesos. Sin embargo, Little Boy, que era el amo de un prostíbulo, de una banda, y en cierto modo, de casi todo el South End, tenía que andar de tapadillo cuando quería echar una canita al aire. Cara de Rata nos confesó que Little Boy temía a Frances Coleman como si fuera la mismísima Dama Oscura de la Muerte. Y por supuesto, tenía un par de lugares adonde ir sin que su novia se enterase, fuera del barrio, claro. En esas ocasiones, cuando Little Boy iba a cepillarse a una chica, no se llevaba consigo más que a un par de amigos. Era perfecto para Louie y para mí. Sólo había un pequeño problema: debíamos fiarnos de Cara de Rata.
—No os traicionaré, Thompson —dijo Cara de Rata.
—¿Y por qué no vas a hacerlo? —le pregunté.
—Al traicionar a Little Boy, perderé el negocio de mi vida. Pero si os traiciono a vosotros, soy hombre muerto.
—Tienes razón —le dijo Louie.
Además, Little Boy sentía cierta predilección perversa por las chicas blancas. Lo cual era una debilidad que a Little Boy iba a costarle cara.
Cara de Rata le habló a su amigo negro de la chica. Le explicó que se llamaba Anne Meyer, que era rubia, que tenía unos pechos como melones, y un trasero redondo como una sandía. Le dijo que Anne Meyer no solía frecuentar locales de mala reputación, sino que trabajaba en su casa, y sólo con conocidos o recomendados.
También le dijo a Little Boy que Anne Meyer se moría por acostarse con un negro, pero que no pensaba hacerlo pues si eso llegara a saberse, ningún blanco querría tirársela nunca más.
A Little Boy se le hizo la boca agua.
Wayne arregló el encuentro con la chica para la noche del 4 de enero de 1916. Le pidió que fuera lo más discreto posible, pues Anne Meyer vivía en pleno centro de la ciudad. Little Boy le aseguró que nadie se enteraría de que un negro del South End había pasado la noche en un pisito de Green Street, en compañía de una exuberante mujer blanca.
—Al principio no querrá —le explicó Cara de Rata—, y quizá tengas que forzarla un poco. Pero después, chico, se derretirá en tus brazos. Palabra.
Little Boy llegó esa noche a Green Street en un Sedán negro, que se detuvo a la entrada del portal. Descendieron del automóvil el mismo Little Boy, con las solapas del abrigo levantadas, Wayne, y dos de los tipos a los que ya conocíamos. Un tercero, que hacía las veces de conductor, se quedó en el Sedán. Wayne abrió la puerta, y encabezó el ascenso al segundo piso. En la entrada, mientras Cara de Rata introducía la llave, Little Boy le pidió a sus amigos que se portaran bien, pues iba a ser una noche muy especial. También les dijo que si veían algo raro, no tuvieran reparos en romper los platos que hiciera falta. Ya habría tiempo de pagarlos.
Cuando entraron, vieron una puerta entornada al fondo del pasillo, de donde surgía un halo de luz. Wayne le decía que en toda su vida no había visto a una chica como Anne Meyer, que haría las presentaciones oportunas, y en breve se reuniría con los muchachos para vigilar que nadie les molestara.
Little Boy se estaba frotando las manos cuando empujó la puerta. Y dejó de frotárselas al ver que allí adentro no había ninguna mujer blanca, sino sólo un camastro sarnoso y una bombilla pelada que colgaba del techo. Supo entonces que había caído en una emboscada, pero no tuvo tiempo de reaccionar. Ni siquiera me vio. Solamente sintió el hilo de seda que pasó por encima de su cabeza y se enrolló en su cuello. Wayne, a mi espalda, susurraba que me diera prisa. Cinco minutos después solté el hilo, moví los dedos para desentumecerlos, me quité los guantes, y miré el rostro de Little Boy. A pesar de que su lengua colgaba de un lado, y sus ojos casi estaban fuera de las órbitas, reconocí aquel bigotillo y el rostro, quizá más joven que el mío propio. Era el pianista del Pick It Rag. Por un momento pensé que había habido una equivocación, pero no. Sin duda, se trataba de Little Boy.
Dejé su cuerpo en el suelo, y le indiqué a Wayne que fuera hacia la entrada. Abrió la puerta, y cuando los dos negros le vieron, guardaron sus armas en los bolsillos. Entonces surgió Louie por el hueco superior de la escalera y disparó contra ellos. Yo no tuve tiempo de hacerlo, pero Louie hizo bien su trabajo. Cuando terminó la descarga de balas, me precipité escalones abajo. Abrí la puerta y disparé hacia el Sedán sin mirar. El portal recibió dos o tres balazos como respuesta. Después, el Sedán arrancó y se dio a la fuga por Green Street abajo.
Jamás sufrimos represalias por aquel crimen, a pesar de que todo el mundo supo que fue cosa nuestra. Sin embargo, tuve que vender mi piso franco, pues ya no servía como escondrijo. Se había convertido en un lugar célebre.
—Sois unos bastardos —nos dijo Lucius Cara de Rata Wayne al día siguiente, cuando se presentó en la taberna de Malloy vestido de calle con una gorra, y una maleta en la mano.
Louie y yo estábamos sentados en una de las mesas del local. Bebíamos sin decir nada cuando Wayne llegó.
—Sois unos jodidos bastardos —dijo Cara de Rata mientras Louie y yo lo mirábamos. Creo que tuvo que esperar un buen rato fuera del local para reunir valor antes de entrar y decirnos eso a la cara.
Louie se levantó de la mesa y se acercó a Wayne, que retrocedió un paso.
—Kitty, no se te ocurra ponerme las manos encima. Eres un bastardo. Y tú también, Thompson.
No paraba de repetir lo mismo.
—¿Te marchas? —le pregunté.
—Sí. Me voy con mis negocios a otra parte. No quiero saber nada más de esta cloaca ni de vosotros dos, bastardos —nos dijo a Louie y a mí.
—¿Por qué no le hablas a Craig Martin del asunto de la Coca-Cola? —pregunté—. Posiblemente, él pueda hacer algo por ti.
Wayne se agachó junto a mí y dijo en voz baja:
—Porque no quiero que tú o Kitty o cualquier otro me meta una bala en la cabeza el día menos pensado.
Y lo vimos salir por la puerta.
Un rato después, cuando ya estábamos muy bebidos, Louie dijo en voz alta:
—Pobre Wayne. Lo siento por él.
Esa fue la primera vez que vi a Louis Katzenberger compadecerse de alguien. No volvió a hacerlo hasta muchos años después.