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L
ouis Katzenberger vivía en Prosper Road, a la entrada de la ciudad por el Norte. Mi casa estaba sólo a unas manzanas de la suya, y fue al mismo colegio que yo, la Washington Irving School de Candy City. Yo era cinco años mayor que él, de modo que en algún momento coincidimos allí, pero no nos conocimos hasta 1912. Fue como si ninguno de los dos hubiera existido antes de aquel año, pues en menos de una semana nos presentaron al menos una docena de veces en otros tantos antros. Lo llamaban Lou, Katz (o Cats, como preferían algunos), Katzy, y de ahí el más humillante de sus nombres, Kitty. Yo me quedé con "Louie", pues pensé que aquel muchacho se merecía un mínimo de respeto.
Me contaron que Louie sabía manejar la navaja como nadie. Pero, al contrario que otros muchachos de su edad, no solía realizar demostraciones gratuitas de su habilidad en presencia de los mayores. Louie no se mostraba taciturno ni huraño, pero tampoco era el alma de las fiestas. Quizá por esa razón congenié con él muy pronto. En una ocasión, estábamos jugando a los dados en la taberna de Malloy, un diminuto negro con gafas que tenía dos escopetas de cañones recortados ocultas bajo los extremos de la barra, cuando se nos acercó Craig Martin, hombre de confianza del señor Renfield. Martin era un hombre alto y musculoso, y de la comisura de sus labios siempre le colgaba un cigarro puro a punto de consumirse por completo. En la mesa había un puñado de dólares, y conmigo estaban jugando tres amigos. Louie estaba sentado a mis espaldas, mirando por encima del hombro, en silencio. Craig Martin permaneció observándonos durante unos minutos mientras los dados tamborileaban en el cubilete y el escaso dinero pasaba de unas manos a otras, hasta que dijo:
—Veo que algunos necesitáis pasta.
Ninguno de nosotros volvió la cabeza. Permanecimos callados y seguimos jugando como si tal cosa.
—Aunque quizá no tengáis prisa por ganarla —continuó.
—No demasiada —dijo uno de los chicos, Lucius Wayne, a quien llamábamos Cara de Rata—. A algunos nos sale la pasta por las orejas —y señaló el montoncito de dólares que había acumulado en su regazo. La última mano se le había dado bien.
Craig Martin masticó el puro y se echó a reír.
—Sois una panda de mierdecillas —dijo. Dio media vuelta y se acercó a la barra para hablar con Malloy. Intercambiaron unas palabras, y el negro le dio una botella de whisky de centeno y una llave. Martin se dirigió a una puerta, la abrió y desapareció por ella.
—Pero ¿quién se ha creído que somos ese hijo de perra? —dijo Cara de Rata.
—Se ha creído lo que somos en realidad, una panda de mierdecillas —respondió Louie, y mis amigos lo miraron con malos ojos.
—Cállate, Kitty. ¿Es que quieres tener problemas con nosotros? —dijo Cara de Rata.
—Venga, vamos a echar un trago todos, ¿de acuerdo? —dije yo, y le hice una señal a Malloy para que nos sirviera unas jarras de cerveza.
Louie se levantó de la mesa tranquilamente y se fue hacia la puerta por donde había entrado Craig Martin.
—¡Eh, idiota! —gritó otro de los chicos.
—¿Dónde crees que vas, Kitty? —dijo Cara de Rata—. ¡Te vas a meter en un buen lío!
Pero Louie ya había cerrado la puerta tras de sí.
—Voy a por él —dije yo, y me levanté de la mesa.
—Sí, ve a por él, no vaya a hacer alguna tontería y mañana tengamos que enterrarlo —oí que decía Cara de Rata a mis espaldas, pero en cuanto cerré la puerta, dejé de escuchar el bullicio del bar.
Una bombilla pelada colgaba del techo, e iluminaba el mugriento y largo pasillo con tonos anaranjados. Había dos puertas a cada lado, y sólo una de ellas, la última a la derecha, estaba cerrada. Me asomé al interior de las otras habitaciones, que estaban a oscuras, y abrí la última. Había cinco tipos, uniformados con monos de la Jimmy's Factory, y estaban jugando a las cartas. Aquella habitación olía a caramelo fundido.
—¿Qué pasa? —dijo uno de ellos.
—Nada —respondí—. Estoy buscando a unos.
—Arriba —dijo otro, un viejo de barba blanca que me sonaba de vista.
Yo había estado un par de veces jugando al póquer en la trastienda de Malloy, pero hasta entonces no había reparado en la escalera que había allí, disimulada entre las penumbras del fondo del pasillo. Subí y me encontré en otro pasadizo idéntico al de abajo, con una ventana que daba a un patio interior atestado de cajas y botellas vacías, y que hedía a alcohol de quemar. Había otras tantas puertas, tres de ellas cerradas con llave. La otra estaba entornada. Llamé con los nudillos y escuché una sucesión de toses, y a continuación la voz de Craig Martin que me dijo "adelante".
Martin y Louie estaban sentados a una mesa, con sendos vasos de whisky. Martin cogió la botella, me sirvió un vaso y me indicó una silla con la mirada.
—Tú eres el hijo de Eddie, ¿no? —me dijo—. ¿Cómo le va a tu madre?
Me encogí de hombros y tomé asiento. Bebí un trago y miré a Louie, que me observaba a su vez. No parecía sorprendido de verme allí, pero más tarde me confesó que se alegró mucho de que yo apareciera como por ensalmo.
—¿También te llamas Eddie, chico? —preguntó Martin—. ¿Eddie... Thompson?
—Jonathan —respondí—. Jonathan Thompson.
—Tu padre era un buen elemento. Éramos amigos, ¿sabes?
Asentí con la cabeza. Supuse que en otros tiempos, mi padre le había dado alguna que otra paliza. Incluso era más que probable que Martin y mi padre le hubieran pegado alguna paliza a alguien, al alimón.
—Mi madre está bien —dije.
—Creo que ya no vives con ella, ¿verdad? Desde que ese tipo, ¿cómo se llama?, se ha ido a tu casa...
Louie guardó silencio, y yo también.
—Pero en fin, vamos a hablar de negocios, muchachos. A ver qué os parece, cincuenta pavos por cabeza y no tenéis que hacer demasiado esfuerzo. —Martin aplastó el puro en un cenicero de barro, sacó otro del bolsillo de la camisa y se lo encendió—. Es un trabajo sencillo: tenéis que meterle el miedo en el cuerpo a un tipo duro. Vosotros también sois tipos duros, ¿no? O al menos, eso he oído por ahí. Tipos muy duros.
—¿Quién? —preguntó Louie, que abrió la boca por primera vez desde que yo había llegado.
—Un tipo duro —repitió Martin—. Se llama O'Reilly. Es un irlandés de mierda que trabaja en el Meridian Club, en Madison Alley. ¿Conocéis el local?
Ambos asentimos con la cabeza. Era el lugar donde habían matado a Red Lucky años antes.
—Hay que meter a ese bastardo en cintura. Algunos amigos míos están molestos con él, ¿entendéis? Quiero que se lleve un buen susto... un buen susto, ¿vale? ¿Podréis hacerlo?
Louie y yo nos miramos, y dijimos que sí.
—Es un tipo duro, ¿sabéis? —insistió—. Muy duro.
Seis años después, en 1918, cuando finalizó la Guerra contra Oxfield, el señor William Renfield nos ordenó que liquidáramos a Craig Martin. Louie lo apuñaló quince veces, y yo me encargué de darle el tiro de gracia en un ojo. Martin también era un tipo duro. Muy duro.