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Jerusalén: la ciudad santa, cuna de las tres grandes religiones
monoteístas
LA ROCA DE ABRAHAM, ISAAC E ISMAEL
Una roca. Aunque parezca difícil de creer, la existencia de un pequeño y desgastado afloramiento calizo con una superficie de unos cinco por diez metros es uno de los principales motivos por los que, desde hace unos cuatro mil años, cientos de millones de personas veneran como una ciudad santa un lugar en medio del corazón de la hoy problemática región de Oriente Próximo.
Las tres principales religiones monoteístas del mundo han rendido y siguen rindiendo culto a esta piedra que sobresale en la parte más alta del monte Moriá, ubicado en la ciudad que conocemos con el nombre de Jerusalén. Para unos, los musulmanes, esa roca es el lugar desde el que el más santo de sus varones, el profeta Mahoma, subió al cielo en el año 632. Para otros, los cristianos, fue en torno a ese espacio donde, hace unos dos mil años, su profeta Jesucristo vivió algunos de los acontecimientos más importantes de su corta vida. Para un tercer grupo, el más antiguo de todos, y del que se sienten herederos de una forma u otra los dos anteriores, los judíos, esa piedra fue el sitio exacto en el que el patriarca de todos ellos, Abraham, ofreció a su hijo Isaac (Ismael para los musulmanes) en sacrificio al Dios Yahvé, aunque este impidió finalmente que se consumara la inmolación.
Ese acto de entrega de Abraham, hace cerca de cuatro milenios, dio origen a las tres religiones anteriormente mencionadas, y por esa fe han luchado, rezado, perseguido o dado su vida miles de hombres y mujeres a lo largo de todo ese tiempo.
La piedra, a la que conocemos como la Roca del Sacrificio, se encuentra en la parte más elevada de Jerusalén, una ciudad que nunca llegó a ser la más culta, la más rica, la más poblada, o ni siquiera llegó nunca a tener un importante poder político, pero sin embargo, ha sido centro de la atención de las plegarias y objeto de peregrinación, como ninguna otra lo ha sido a lo largo de la Historia, con la excepción, quizá, de La Meca. Es sin duda, por todos estos motivos, la ciudad más sagrada y más santa de todas cuantas han existido y existen en el mundo, y sigue siéndolo hoy día, incluso en medio de las terribles convulsiones que afectan a este territorio en los últimos tiempos.
Abraham era de origen caldeo. Procedía de la ciudad mesopotámica de Ur, a la que ya conocemos, como al propio Abraham, por otra parte. Hacia el año 1800 a. C. (o hacia 1900, según otras fuentes), Ur había entrado, como ya sabemos, en crisis después de atravesar un floreciente período en siglos anteriores. En vista de la situación, Abraham reunió a su familia y decidió emigrar como tantas otras personas por aquel tiempo. Optó por marchar a otro lugar para buscar un sitio mejor, y en este recorrido fue guiado por la voz de su Dios, Yahvé, que dirigió sus pasos, después de muchas vicisitudes, hacia el lugar que hoy conocemos como Jerusalén. Llegado a este punto, Dios le pidió el sacrificio de su hijo, y este hecho dio pie a que la roca en el monte Moriá, sobre la que estuvo a punto de tener lugar la muerte de su primogénito, se convirtiera en el sitio por cuya posesión han luchado las tres grandes religiones del mundo occidental siglo tras siglo. Y aún continúan haciéndolo.
En aquella época, es decir, a comienzos del II milenio a. C., la zona debía estar prácticamente deshabitada. Sin embargo, los arqueólogos han encontrado allí, en tiempos recientes, restos de un pequeño poblado que se remonta a mediados del IV milenio a. C., es decir casi dos mil años anterior. Ese poblamiento se debe a que, muy cerca de ese punto, hay un manantial, llamado Gihón, que lleva abasteciendo a sus pobladores desde que se instalaron en el lugar. La zona no es muy fértil, ya que, un poco al sur de la misma, se encuentra el límite donde comienza el desierto, pero la presencia de agua, gracias al manantial, permite el asentamiento humano, los cultivos y la ganadería, de ahí que la ciudad creciera y prosperara con el paso de los siglos, aunque no demasiado desde un punto de vista económico.
El lugar en el que se ubica Jerusalén se caracteriza por una topografía con bruscos desniveles, rodeada como se encuentra por tres valles: el de Tiropeón o de los Queseros, el Cedrón y el Hinnon. Entre los dos primeros se ubica la colina de Ofel, que fue donde se inició el poblamiento de la zona. Esta colina se prolonga hacia el monte Moriá, que se acabó convirtiendo en el lugar más sagrado de todos. Enfrente de la colina de Ofel se encuentra otro montículo al que conocemos hoy día como Monte de los Olivos. Debido a la ubicación de la ciudad entre varias colinas, su defensa resultaba relativamente fácil, de ahí que, gracias a esta seguridad, la continuidad del poblamiento prosperara.
Poco después de la llegada de Abraham, los jebuseos, que es el nombre que recibe el pueblo que habitaba en aquel lugar, decidieron construir un muro defensivo de tres metros de espesor en torno al poblado que ya existía para aumentar aún más su seguridad. Amurallar un espacio edificado era, de alguna manera, darle la categoría de ciudad al pequeño poblado, y como tal, toda ciudad necesita un nombre. Los jebuseos eran un pueblo cananeo que adoraban a un dios llamado Shalim o Shalem. Parece ser que, en honor del nombre del dios, la ciudad recibió el nombre de Uru Shalem, que significa «fundada por Shalem», del que se deriva el nombre actual de Jerusalén.
Nada se conserva de este primitivo poblado. Sin embargo, cuando hace tiempo se hicieron reformas en la actual iglesia de Santa María Magdalena, aparecieron restos de un cementerio de época jebusea. Esto confirmó el poblamiento existente en este lugar durante el II milenio antes de nuestra era. Jerusalén permaneció durante seis o siete siglos en manos jebuseas. Durante esta época, el pueblo de Israel, heredero de las creencias de Abraham, estaba viviendo dramáticos acontecimientos en otras partes del mundo. Habían sido sometidos a cautiverio en Egipto, y un líder, Moisés, los había sacado de aquel lugar después de numerosas dificultades. En su marcha hacia el norte, Moisés había recibido de su Dios Yahvé las Tablas de la Ley en el monte Sinaí, y hacia el año 1200 a. C. había regresado a la zona en la que Abraham había vivido seis siglos antes, Israel, la Tierra Prometida.
Las Tablas de la Ley Mosaica, que conocemos con el nombre de los Diez Mandamientos, habían sido guardadas en un receptáculo de madera recubierto de oro al que se llamó Arca de la Alianza, pues simbolizaba la unión del pueblo de Israel con Dios. En el Arca se guardaron también una copa de oro, en la que se conservaba el maná que Dios les había mandado del cielo como alimento, y la vara de Aarón, con la cual su hermano Moisés había obrado diversos milagros ante el incrédulo faraón egipcio. El Arca era para los israelitas el símbolo del poder de Dios, y como tal debían conservarla y rendirle la máxima veneración, pues pensaban que en su interior se hallaba concentrado todo el poder divino.
Durante dos siglos, los israelitas convivieron en Canaan enfrentados a otros pueblos como los filisteos. Pero para triunfar en esta lucha era necesario unificar a las doce tribus que componían el pueblo de Israel, y para conseguirlo era preciso tanto la existencia de un líder que los aglutinase, como la de una ciudad que hiciera las funciones de capital y en la que se custodiara el Arca y los símbolos de la religión del pueblo israelita.
EL REY DAVID Y EL TEMPLO DE SALOMÓN
Hacia el año 1000 a. C., ese líder apareció. Se llamaba David y su vida, rodeada de hechos legendarios, culminó con su proclamación como rey de Israel. David, hábil gobernante, comprendió la necesidad de poseer una capital que aunase los esfuerzos del dividido pueblo israelita, y tras analizar la situación, decidió que el lugar ideal era ese pequeño pueblecito en manos de los jebuseos. Jerusalén se hallaba situada en un territorio neutral entre las tribus del norte (Israel) y del sur (Judá), y además en ella se encontraba, según la tradición, el lugar en el que el patriarca Abraham había intentado sacrificar a su hijo, y por tanto, era el sitio donde había aparecido la mano de Dios en forma de ángel para evitarlo. Ese era el punto ideal para establecer una capital, pero había que conquistarlo.

Vista aérea de Jerusalén tal y como debió ser en su momento, de máximo esplendor. En ella pueden observarse las diferentes partes de la ciudad y la gran explanada del Templo.
David, hombre de armas, encontró la estrategia perfecta. El manantial de Gihón que abastecía a la ciudad se encontraba dentro de una cueva, y mediante un complicado sistema de acceso subterráneo era posible introducir a un pequeño regimiento que se internara dentro de la ciudad y abriera las puertas a los sitiadores. David organizó el plan, sus hombres penetraron en la cueva y después de avanzar por ella consiguieron acceder al interior de la ciudad, venciendo a los sorprendidos jebuseos y abriendo las puertas al ejército de David, quien a continuación ocupó la colina de Ofel y pronto empezó a ampliar el espacio habitado hacia el norte, en dirección al monte Moriá, donde tenía previsto conservar el Arca de la Alianza. Allí, sobre la piedra donde supuestamente Abraham había intentado sacrificar a Isaac ocho siglos antes, levantó un pequeño santuario en el que se tenía que custodiar el Arca de la Alianza. También inició la construcción de dos cisternas para garantizar el siempre escaso abastecimiento de agua, la de Siloé y la del Rey. La ciudad de David debía ser aún muy pequeña. Su superficie oscilaba entre 4 y 6 hectáreas, y su población probablemente no superaba los 1500 habitantes.
David murió hacia el año 965 a. C. y le sucedió su hijo Salomón. Con él, Israel alcanzó su primer momento de florecimiento, y con esa riqueza también su capital creció de manera importante. Salomón se benefició de una época particularmente próspera para el comercio, pues las rutas que conectaban la costa fenicia con las zonas más ricas de la península arábiga, el reino de Saba, pasaban por Jerusalén. Salomón decidió controlar este comercio beneficiándose enormemente de sus ganancias. Este hecho hizo que afluyera una considerable riqueza a Jerusalén, y Salomón decidió emplearla en embellecer a la ciudad y edificar monumentos acordes con su grandeza, de manera que inició un ambicioso programa de construcciones en la misma.
Salomón ordenó que se ampliara la muralla hacia el norte, dotándola de dos nuevas puertas de acceso; de esta forma, el espacio urbanizado aumentó de las 4 o 6 hectáreas de David a 10 o a 17, según las hipótesis. En cualquier caso, parece seguro que Jerusalén duplicó o triplicó la superficie que ocupaba medio siglo antes. No parece, sin embargo, que la población creciera de la misma forma, ya que la mayor parte de este nuevo espacio agregado al caserío se empleó para edificar grandes construcciones que le dieran un aspecto más monumental, lujoso y espléndido, pero no supuso un crecimiento demográfico significativo de la misma.
Para ampliar la ciudad hacia el norte y ocupar el monte Moriá fue preciso crear un terraplén llamado Milo, que superara el desnivel existente entre la parte sur y la parte nueva al norte. Esta última debía tener una cota unos quince metros más alta que la ciudad baja. El Milo servía como muro de contención en el extremo del promontorio en el que se ubicaba la ciudad real. Salomón ordenó también construir un fastuoso palacio real, del que nos han quedado descripciones de su lujo y su suntuosidad, pero nada conservamos de él.
Sin embargo, su obra más importante, la que le ha dado fama imperecedera para el resto de los siglos, fue la erección del primer gran templo de Jerusalén. Un templo destinado a conservar el Arca de la Alianza, sobre la misma roca en la que Abraham había protagonizado su trascendental acto de fe ocho siglos antes. Un templo, al que por su importancia podemos denominar el Templo, con mayúscula, pues fue tal su trascendencia que, desde entonces, de todos los que se han construido después ninguno ha llegado a alcanzar la fama de este primitivo recinto.
Esa fama, sin duda, viene dada por la importancia que la Biblia, en el Antiguo Testamento, le concede. Nada ha llegado a nuestros días de ese primitivo templo de hace tres mil años, pero la descripción pormenorizada que se hace en el libro sagrado de los judíos ha permitido a los arqueólogos deducir cómo debía ser su forma y hasta incluso cómo podría ser su interior. En este, se hallaba el lugar más importante de todos, el Debir o Sancta Sanctorum, en el que se conservaba el Arca de la Alianza sobre la piedra del sacrificio, rodeado por dos querubines de oro. A ese sagrado lugar solo podía tener acceso el Sumo Sacerdote o el Rey, y ello solo en determinados días del año. Era allí donde más cerca se estaba de Dios, y por tanto el acceso a ese lugar privilegiado debía estar vedado a cualquier hombre que no fuera el más importante del reino o de sus sacerdotes.
El templo tenía unas dimensiones relativamente reducidas para la fama que le rodeó, de unos 30 metros de longitud, 10 de ancho, y 15 de altura. Estaba presidido por una enorme pila ritual de bronce, llamada Yam, a la que también se conocía por el «Mar fundido», que se encontraba a la entrada del templo.
Con la ampliación de Jerusalén hacia el norte y con la construcción del templo de Salomón, el monte Moriá se convirtió en el núcleo espiritual del judaísmo, y con el tiempo del cristianismo y de buena parte del mundo.
Salomón no fue en absoluto un soberano intolerante. Por el contrario predicó la tolerancia religiosa, algo que se convirtió en una actitud bastante rara con el paso del tiempo. Y para de mostrar su tolerancia, erigió también templos para otras religiones, como las que profesaban los moabitas o amonitas. Salomón murió hacia el año 930 a. C., pero su obra perduró durante tres siglos y medio. Jerusalén se convirtió en un importante centro espiritual, y todas las tribus de Israel contribuyeron a su mantenimiento aportando una cantidad anual para la conservación y mejora del Templo. Este sirvió de nexo de unión al mundo judío, y su permanencia supuso que Jerusalén fue se considerada una ciudad santa por el resto de su Historia.
A la muerte de Salomón, su reino se dividió de nuevo en dos: Israel y Judá o Judea, tal y como lo había estado antes de la llegada al trono de David; pero Jerusalén siempre fue considerada la capital religiosa de ambos. Sin embargo, este hecho propició el debilitamiento israelita, y también provocó que solo cuatro años después de la muerte de «el Rey Sabio», el faraón egipcio Shishak, o Sheshonk, atacara a la ciudad y saqueara el Templo por primera vez. Muchas más le seguirían a esta, y casi todas mucho más destructivas, pues el faraón de origen libio, a quien ya conocemos como uno de los dirigentes egipcios que contribuyó al engrandecimiento tebano, solo se llevó los dos escudos de oro del rey que se conservaban hasta entonces en el Templo. No quiso, o no pudo por los motivos que fueran, llevarse el resto de las riquezas que en el mismo se habían atesorado durante más de medio siglo.
Durante varios siglos Jerusalén vivió una época tranquila, sin apenas cambios o grandes acontecimientos. Pero el enfrentamiento entre el dividido mundo israelita tuvo nefastas consecuencias. En una de esas luchas, a principios del siglo VIII a. C., el reino israelita del norte derrotó al judío del sur, bajo cuyo control territorial se encontraba la ciudad. Los israelitas ocuparon Jerusalén, saquearon los tesoros del templo (pero respetaron al Arca de la Alianza, por la que sentían un verdadero temor divino) y destruyeron sus murallas para que no se pudiera volver a defender en el futuro. Tras este hecho, Jerusalén comenzó sin embargo una nueva época de paz y de tranquilidad. Bajo el rey Jeroboam se inició una recuperación demográfica y económica. A mediados del siglo VIII a. C. la ciudad había crecido tanto que fue necesario ampliarla por el valle del Tiropeón hasta el valle del Hinnón, en dirección al oeste. Aún así, debía ser un asentamiento muy pequeño. La población era escasa, e incluso no había recuperado el nivel que tenía en la época de Salomón. Se calcula que hacia el año 720 a. C. solo debían habitar en ella poco más de mil personas, agrupadas en torno al santuario del monte Moriá. Hasta ese momento, ese era el único motivo importante que le daba vida a Jerusalén.
Sin embargo, pocos años después, la situación cambió. Al norte se estaba formando un agresivo y expansionista imperio, el asirio, y pronto Israel sufrió las consecuencias. Los asirios penetraron por el norte de Canaan, derrotaron a los israelitas y estos se vieron obligados a huir hacia el sur. En ese desplazamiento, las diez tribus israelitas del norte encontraron acogida en la ciudad del templo de Salomón. De esta forma, Jerusalén vio aumentar su población considerablemente. Hacia el año 700 a. C. el número de sus habitantes debía oscilar entre 15 000 y 20 000.
Semejante crecimiento implicó nuevas necesidades para las que no estaba preparada la ciudad. El abastecimiento de agua fue el primero y el más grave de todos ellos. En este momento, el rey de Judá era Ezequías, y ante este problema afrontó con decisión la nueva situación. Durante su reinado, entre el 716 y el 686 a. C., Ezequías llevó a cabo la construcción de un enorme túnel de 535 metros de longitud que hiciera llegar el agua del manantial de Gihón al resto de la ciudad. Este grandioso conducto subterráneo, del que todavía se conserva buena parte, permitió abastecer sobradamente a la creciente población de la ciudad. Para completar su obra, Ezequías dispuso que el túnel estuviera protegido por muros y estos acabaran flanqueados por una torre que impidiera, en caso de asedio, que los enemigos pudieran tomar tan vital obra de ingeniería. Además, reconstruyó el estanque de Siloé, dándole unas dimensiones apropiadas a la nueva obra y garantizando así el abastecimiento de agua a la numerosa población, en el caso de que un enemigo asediara a la ciudad.
Y eso mismo fue lo que sucedió. En su marcha hacia el sur, los asirios aparecieron ante las murallas de Jerusalén y pusieron sitio a la ciudad esperando rendirla por la sed. Pero el túnel de Ezequías comenzó a dar sus frutos. La población abastecida resistió y los asirios tuvieron que acabar levantando el sitio que habían organizado para su conquista. Las reformas, con nuevas fortificaciones, torres y hasta una nueva muralla exterior (que iba desde la Misneh, o colina del templo, hasta Makhtesh o barrio del Mortero) permitieron que Jerusalén no fuera saqueada y sufriera la furia y la crueldad asiria.

Dibujo del tipo de vivienda que existía en Jerusalén hacia el I milenio a. C.
Durante todo el siglo VII a. C., Jerusalén apenas si experimentó nuevas modificaciones en su situación. Esta atonía propició que tanto el Templo como el recinto amurallado se fueran deteriorando progresivamente ante la ausencia de los cuidados necesarios. El único acontecimiento de interés de aquella centuria tuvo lugar en el año 622 a. C. cuando el sumo sacerdote Helcias, al llevar a cabo unas obras en el Templo, descubrió en uno de sus muros el «Libro de la Ley», del cual se decía que se remontaba en su antigüedad a la época de Moisés. El descubrimiento de este libro implicó un cambio en la concepción religiosa judía. Se inició un período de intransigencia y se pretendió eliminar cualquier otro tipo de religión que no fuera la ley mosaica inspirada por Yahvé. Esto propició una mayor intolerancia con respecto a otros pueblos y, sobre todo, a otras religiones, que acabaría teniendo efectos negativos sobre la propia historia de Israel.
EL CAUTIVERIO BABILÓNICO Y LA CONSTRUCCIÓN DEL SEGUNDO TEMPLO
A comienzos del siglo VI a. C., la situación internacional había cambiado radicalmente. El Imperio asirio había desaparecido, y en su lugar había surgido un nuevo imperio centrado en Babilonia, desde la cual su rey Nabucodonosor II emprendió la política de crecimiento y de expansión militar que conocemos. En este contexto, Nabucodonosor exigió a Israel, en el año 597 a. C., que pagara tributos a la nueva potencia triunfadora, pero los judíos se negaron a aceptar tal imposición. La consecuencia de este acto fue que el rey babilonio envió a sus tropas contra los rebeldes y, tras tres meses de asedio, consiguió la capitulación de Jerusalén. Durante el último siglo, tanto su sistema defensivo como su sistema de abastecimiento de agua se habían deteriorado, y la ciudad no estaba en condiciones de resistir un asedio durante mucho tiempo ante un enemigo poderoso. Nabucodonosor decidió castigar a los orgullosos judíos y obligó a que mil de sus hombres más importantes, entre los que se encontraban sus gobernantes e incluso el propio rey Joaquín, marcharan exiliados a Babilonia donde podría controlarlos directamente.
Pero este escarmiento sirvió de poco. Los indómitos judíos decidieron volver a las andadas, y diez años después se negaron de nuevo a pagar tributos, pese a que sus ciudadanos más importantes estaban bajo el control de Nabucodonosor. Este decidió acabar definitivamente con los irreductibles judíos y enviar un nuevo ejército mucho más poderoso que el primero contra la díscola Jerusalén. En este caso la venganza fue terrible. Las tropas babilónicas tenían la orden de destruir y saquear la ciudad, y de matar a sus habitantes, o de llevarlos prisioneros para esclavizar a los que se rindieran. Y así lo hicieron. En el 587 a. C. sometieron a la ciudad a un espantoso saqueo. Destruyeron el gran templo de Salomón y se llevaron a Babilonia todos sus tesoros, incluido el Arca de la Alianza de la que nunca más se llegó a saber. Probablemente fue fundida, y su oro sirvió para pagar, en parte, las ambiciosas obras de construcción en las que Nabucodonosor II estaba empeñado para hacer de su ciudad la más hermosa de todos los tiempos.
Según una leyenda, los sacerdotes que custodiaban el Arca decidieron sacarla del Templo, antes de que los babilonios se llevaran lo que era el máximo símbolo del judaísmo, y la escondieron para evitar su caída en manos de los enemigos. Esto dio lugar a una serie de historias posteriores, según las cuales el Arca fue de un lugar a otro y no llegó a ser destruida. Incluso un importante medio de comunicación como es el cine se hizo eco de esta tradición y se llegó a rodar varias películas de gran éxito sobre este tema entre las que destacó particularmente En busca del arca perdida, del conocido director Steven Spielberg.
Nabucodonosor II ordenó además que todos los habitantes fueran enviados a Babilonia, donde trabajarían como esclavos en las construcciones que se estaban levantando en la ciudad. De esta forma, Jerusalén permaneció despoblada de ciudadanos judíos durante el cautiverio babilónico, que duró medio siglo. En el 539 a. C., tal y como relatamos en su momento, el rey persa Ciro II conquistó la ciudad de Babilonia, y a continuación decidió dejar en libertad a los judíos que quisiesen regresar a su patria. Muchos lo hicieron, y entre ellos, los habitantes de Jerusalén. En cuanto estos llegaron a la ciudad, se propusieron reconstruir lo antes posible el templo destruido de Salomón. Pero las circunstancias habían cambiado. Los tiempos del rey sabio habían pasado hacía ya muchos siglos, y los judíos de aquella época no estaban en condiciones de repetir la grandeza de las construcciones de cuatro siglos antes. Aún así, y con la ayuda de Darío I, el nuevo soberano persa, iniciaron la reconstrucción del Templo. Este segundo templo estuvo finalizado hacia el año 516 a. C., pero sin duda no era comparable al que se había levantado en la época salomónica.
Jerusalén pasó a continuación por una nueva etapa de tranquilidad y atonía. Los acontecimientos que se vivieron en los tres siglos siguientes apenas si son dignos de mención. Solo algunos de ellos rompieron esa situación de postración y de decadencia. Así, a mediados del siglo V a. C., el rey Nehemías, bajo el control persa, decidió reconstruir las murallas que habían sido destruidas por Nabucodonosor II. La ciudad se extendía en ese momento por una superficie de 40 hectáreas y su población no era probablemente ni la mitad de la que tuvo anteriormente en su época de mayor esplendor.
En el siglo IV a. C., la ciudad fue ocupada por los griegos de Alejandro Magno, a quien ya hemos reconocido su protagonismo en el devenir de Babilonia y de Tebas. Tras su muerte, Ptolomeo, uno de sus generales, se hizo con el control del territorio judío, y para congraciarse con sus súbditos decidió presentar ofrendas en el altar del templo como muestra de devoción. Ese fue el único hecho digno de mención en esta larga etapa de tranquilidad.
Pero la tranquilidad tenía también su fin. En el siglo II a. C., regresó la guerra. Jerusalén se encontraba en un territorio duramente disputado por dos de los reinos helenísticos que surgieron tras la muerte del gran Alejandro: el sirio de los seléucidas y el egipcio de los ptolomeos. En el desarrollo de las hostilidades, la ciudad pasó de manos de unos a otros, y en el transcurso de esos vaivenes, el rey Seleuco IV intentó apropiarse del tesoro del Templo en el año 175 a. C. Sin embargo, la habilidad del sumo sacerdote Heliodoro, y la corrupción del encargado seléucida que debía llevar a cabo la exacción, que aceptó el soborno de aquél, lo impidieron. Pero al año siguiente, Antioco IV, el nuevo soberano seléucida, cometió un error en apariencia inocuo pero que trajo peores consecuencias. Fiel al espíritu griego de Mens sana in corpore sano, Antioco decidió construir un gimnasio en Jerusalén, en el que, siguiendo la costumbre griega, los jóvenes practicaban desnudos los ejercicios. Aquello resultó demasiado para los puritanos judíos, y entre eso y los errores y abusos que habían cometido los anteriores soberanos seléucidas, los judíos radicales y extremistas fueron preparando la insurrección contra el gobierno que tanto les contrariaba.
Así, en el año 173 a. C. los habitantes de Jerusalén se levantaron contra la dominación seléucida y echaron a sus representantes de la ciudad. Antioco no permaneció quieto ante esta afrenta. Atacó de nuevo a los insurrectos, los sometió y, tras destruir las murallas, decidió llevarse todo aquello de valor que encontró en el Templo. No contento con esta afrenta, decidió cometer otra aún mayor para vengarse todavía más de los incorregibles judíos. De este modo, se le ocurrió la idea de convertir el Templo en un santuario griego dedicado al más grande de sus dioses, el Zeus Olímpico. Esta profanación rozaba ya el máximo grado para los exasperados judíos y estos se dispusieron a vengar la afrenta, aunque fuera con su muerte, antes de consentir semejante atentado contra sus principios básicos. Y encontraron al hombre adecuado, Judas Macabeo.
Bajo la dirección de este capacitado líder, volvieron a atacar Jerusalén, recuperando el control de la misma. Su primer acto tras expulsar a los seléucidas, fue purificar el Templo y volverlo a consagrar al judaísmo. Tuvieron suerte. Los seléucidas comenzaron a tener problemas por todas partes, y no fueron capaces de atacar a los judíos de nuevo. Jerusalén se salvó por una serie de afortunadas circunstancias, pero no siempre iba a tener la misma suerte en el futuro, como tampoco la había tenido en el pasado, por regla general. El gobierno de los Macabeos fue beneficioso para Jerusalén. Ampliaron el Templo e iniciaron un período de más de dos siglos de tranquilidad (solo rota en escasas ocasiones) y de crecimiento de la urbe en todos los sentidos. Fue en este momento, desde mediados del siglo II a. C. hasta mediados del I ya en nuestra era, cuando Jerusalén alcanzó su cenit y su máximo apogeo en el mundo antiguo. Durante esta etapa, la ciudad llegó a extenderse por una superficie de más de 80 hectáreas, en las que vivía una población que probablemente superó en su momento de mayor esplendor los 40 000 habitantes. No eran muchos, en comparación con otras grandes ciudades de la época, pero fue quizás el período en el que la capital israelita llegó a su punto culminante.
Esta época coincidió con la llegada al Mediterráneo oriental de una nueva potencia militar: Roma. En el contexto de un enfrentamiento por el poder entre dos facciones macabeas, una de ellas solicitó ayuda a Roma. Esta envío al más experimentado de sus generales, Pompeyo, con el objetivo de poner orden en Judea y, de esa forma, extender su poder por esta parte del mundo. En el año 64 a. C., Pompeyo llegó a Jerusalén para apoyar a Aristóbulo, que dirigía a la facción que había solicitado ayuda a Roma. Pero Pompeyo no tenía la intención de ayudar sin recibir nada a cambio, más bien todo lo contrario. Tomó Jerusalén tras construir una rampa enorme por la que sus legionarios accedieron al interior de la ciudadela. En el ataque llegó a penetrar en el interior del Templo, e incluso se atrevió a entrar en su lugar más sagrado y prohibido, el Sancta Sanctorum, a pesar de las advertencias que le hicieron los temerosos judíos (cuando le preguntaron qué había encontrado allí, respondió: «Nada»). Una vez realizado todo esto, Pompeyo, en nombre de Roma, se dispuso a cobrar el tributo. Su ayuda no había sido gratuita.
LA MEGALOMANÍA CONSTRUCTIVA DE HERODES EL GRANDE
Pompeyo puso a la ciudad bajo el teórico gobierno del grupo macabeo al que había ayudado, pero también bajo el control de la guarnición romana que dejó allí. Jerusalén no volvería a ser verdaderamente libre en mucho tiempo. Roma impuso su ley sobre la ciudad, aunque en teoría esta siguiera manteniendo sus reyes independientes. Y uno de estos reyes, sin duda el más importante, subió al trono con la ayuda de los soldados romanos. Su nombre era Herodes, y como otros muchos soberanos llevaron este mismo nombre, se le conoce con el sobrenombre de «el Grande», para diferenciarlo de los demás.
Herodes fue proclamado rey en el año 40 a. C., aunque no consiguió arrebatar a Jerusalén del grupo de los asmoneos, que era quienes la controlaban hasta entonces, hasta el año 37 a. C. Con Herodes y su extraordinario programa constructivo, Jerusalén alcanzó un esplendor como jamás había tenido a lo largo de toda su historia, y como comparativamente nunca más llegaría a alcanzar. Rey de Judea durante 33 años, en tan reducido espacio de tiempo Herodes acometió tal serie de construcciones en Jerusalén y otros lugares que resulta asombroso comprobar cuáles fueron sus realizaciones.
Entre ellas cabe destacar dos palacios, el Real, que recibió su nombre, y el de los asmoneos, así como una ciudadela a la que se le dio también el nombre de la ciudadela de Herodes anterior. En realidad se trató de una ampliación de la fortaleza ya existente, mediante la construcción de tres nuevas torres defensivas de varias plantas (denominadas Mariamna, Filípica y Fasaelica) que la dotaran de mayor seguridad. Herodes construyó también otra fortaleza mucho más poderosa denominada Antonia, que protegía el grandioso templo que llevaba su nombre. En esta fortaleza tenía su sede la guarnición romana que vigilaba a la ciudad.
Herodes se preocupó además por el abastecimiento de agua a la siempre sedienta población de Jerusalén. Para ello construyó un nuevo acueducto que traía el agua desde dos fuentes existentes al sur de la localidad de Belén. El agua se almacenaba en la ciudad en cuatro grandes estanques que recibieron los nombres de Israel, Strouthion, Betsaida y Siloé. Este último, en realidad, fue producto de una considerable remodelación del ya existente.
Una de las obras que más modificó la estructura urbana de Jerusalén fue la ampliación del recinto amurallado. La ciudad se extendió hacia el noroeste, creciendo en dirección al valle de la Gehena. El recinto se complementó con tres puertas de acceso, la de Damasco, la de Gennat y la puerta de los Esenios. Todas estas obras se llevaron a la práctica gracias a la extracción de abundantes materiales de canteras próximas a la ciudad, en especial de la del Gólgota o monte de la Calavera, que quedó fuera del ámbito urbano de la nueva muralla, aunque se encontraba situado muy cerca de la urbe.
Otras obras destacadas en Jerusalén fueron la Casa Marónica o del Consejo y la Xystus o plaza abierta. El afán constructor de Herodes no se limitó a su capital. Para mejorar el abastecimiento y el comercio, se construyó el gigantesco puerto de Cesarea, que fue una obra modélica en su tiempo, contando con unas dimensiones enormes para su época. También construyó un colosal mausoleo denominado Herodium o fortaleza herodiana, cerca de Jerusalén, donde fue enterrado cuando murió en el año 4 antes del nacimiento de Cristo. Permítasenos lector un inciso: es evidente que Jesucristo no nació en el año que da comienzo a nuestra era, pues Herodes falleció cuatro años antes de la fecha fijada para el inicio de la era cristiana, y según los evangelios, cuando el hijo del Dios de los cristianos nació, Herodes aún vivía.
La generosidad constructiva de Herodes llegó incluso fuera de las propias fronteras de Judea. Atenas o Antioquía recibieron también regalos de Herodes en forma de importantes edificios. Sus proyectos eran de lo más ambicioso. De hecho, en el momento de su muerte, Herodes tenía previsto dotar a Jerusalén de un teatro, un anfiteatro y un hipódromo para las carreras de cuadrigas, pero la muerte se llevó con él estos planes.
Pero si Herodes es universalmente conocido por una gran obra dentro de tantas grandes obras, esa fue sin duda la del Gran Templo que recibió su nombre. Este se convirtió en el Templo por excelencia, tanto para los judíos, como para todas las religiones derivadas del judaísmo.
Entre el año 35 y el año 9 a. C., se llevó a cabo la construcción de lo que se convirtió en uno de los grandes monumentos de la antigüedad. Desgraciadamente, casi nada se ha conservado hoy día del majestuoso templo herodiano. Para su edificación se amplió, en primer lugar, un inmenso espacio en la colina de Moriá. Allí, sobre la roca de Abraham, se habían construido anteriormente dos templos, pero ninguno de ellos, ni siquiera el de Salomón, que tan alta fama llegó a alcanzar, fueron un pálido reflejo de este de Herodes.
El recinto medía nada menos que 485 metros de largo por 314 de ancho, y la altura del santuario principal debía superar los 50 metros. Esta debía ser la altura tanto de los contrafuertes sobre los que se asentaban los pórticos de columnas, como probablemente también la elevación que tenía el templo en sí. Esto supone que la parte más alta del mismo, debía estar nada menos que a unos 100 metros por encima del nivel de base de la montaña sobre la que se ubicaba y sobre el resto de Jerusalén. Y es preciso recordar que en esas dimensiones no se incluyen los edificios aledaños al complejo, que lo harían aún mucho más grande. Ni la fortaleza Antonia, que junto con el estanque de Siloé (destinado a abastecer a todo el recinto de agua) lo cerraban por el norte, ni las rampas de acceso (en cuyos pisos inferiores se ubicaban numerosas tiendas) que mediante amplias escalinatas lo circunvalaban por el sur, se encontraban dentro del recinto del Templo.
El abastecimiento de agua no solo estaba asegurado por el gigantesco estanque de Siloé. Bajo el suelo de la explanada del Templo se construyó también un complejo sistema de cisternas destinado a almacenar agua con la que abastecer sobradamente a las necesidades del santuario. Estas cisternas, redescubiertas por los cruzados más de mil años después, fueron confundidas por estos, de forma un tanto absurda, con los antiguos establos del rey Salomón. La periferia del Templo era un enorme espacio porticado con cientos de altas columnas de mármol, que quizás incluso superaban el millar. En particular la columnata del sur resultaba espectacular, era la Gran Stoa Real. En ella se reunía el Sanedrín o Supremo Tribunal judío.

Maqueta del edificio central del Gran Templo construido por Herodes el Grande.
La explanada en el centro de la cual se situaba el edificio en sí del templo era un espacio gigantesco, en el que había que atravesar hasta cinco recintos amurallados para poder acceder al lugar donde se encontraba el santuario principal. Este, a su vez, se componía de diversos edificios, entre los que se encontraban: el Patio de las Mujeres, la Cámara de los Leprosos, el Patio de los Israelitas, unos almacenes para el aceite y la leña, y un gran patio, en el que se encontraba el altar donde se realizaban los sacrificios.
Todo esto se ubicaba justo antes de entrar en el templo principal construido sobre la Roca. A este se accedía mediante un Ulam o pórtico, flanqueado con dos columnas decoradas con parras de oro. El Ulam daba paso al Henkal, o sala principal. En ella se hallaban la Menorá o candelabro de los siete brazos, el altar del incienso y la mesa del pan ácimo. Este era el lugar máximo al que podían penetrar los fieles. Más allá del mismo, su acceso estaba prohibido. Y ese lugar último, oculto, inaccesible, protegido por una cortina tejida muy alta, se encontraba el Debir, al que conocemos mejor como el Sancta Sanctorum, el lugar más sagrado de todo el judaísmo, el punto al que solo podían acceder el Sumo Sacerdote y el rey, y ello solo en días y circunstancias excepcionales. No sabemos qué es lo que se encontraba allí, pero probablemente «Nada» como dijo Pompeyo tras osar penetrar en él, pese a los avisos de muerte y de desgracias fulminantes que caerían sobre quién se atreviera a hollarlo con sus plantas. Quinientos años antes, allí se encontraba el Arca de la Alianza, pero ese símbolo del poder de Dios había desaparecido, y es bastante probable que en el Debir solo se hallara la piedra en la que, según la tradición, Abraham había intentado sacrificar a Isaac.
El edificio central del templo en sí debía medir unos 52 metros y medio de largo, y quizás otros tantos de altura, aunque esto, lógicamente, sea más difícil de asegurar, ya que nos han llegado muy pocos restos del mismo.
De toda esta inmensa obra no queda casi nada, solo algunos de los sillares del muro de contención occidental, el que hoy conocemos como Muros de los Lamentos o de las Lamentaciones, por ser en este lugar donde rezan los judíos, y se «lamentan» por la destrucción del Templo. Cuando se visita ese lugar y se comprueba sus dimensiones, a sabiendas de que lo que allí queda es solo una pequeña parte, la menos importante del Templo, no es posible dejar de sobrecogerse al pensar en lo que debió existir en aquel lugar hace dos mil años, cuando se encontraba en pleno esplendor.
Queda también la piedra del sacrificio, lógicamente, pero muy desgastada y cubierta por una estructura que en nada se parece a la original, y además está en este caso consagrada a una nueva religión que apareció seis siglos después: el islam.
La obra debió acabarse poco antes de que naciera Jesucristo en Belén. Cuando este visitó el lugar hacia el año 30, ya de nuestra era, debió verlo en la plenitud de su esplendor. En realidad el Templo tuvo una vida muy corta, pues ni siquiera llegó a cumplir los ochenta años antes de ser destruido.
Jesucristo predicó en el Templo una semana antes de su crucifixión, y fue en la Stoa Real donde discutió con los miembros del Sanedrín. En la fortaleza Antonia, el gobernador romano Poncio Pilato lo juzgó, y de allí partió por la más tarde llamada «Vía Dolorosa» hacia el Gólgota. Por ello, el recinto también se convirtió en un lugar de culto para la religión cristiana, aunque con unas connotaciones completamente distintas a la judía.
REBELIONES Y DESTRUCCIONES
Poco después de la muerte de Jesús de Nazaret aparecieron nuevos problemas. El emperador romano Calígula ordenó que se colocase una estatua de sí mismo en el interior del Templo, para que de esta forma se le pudiese rendir culto como a un dios. Los judíos se negaron terminantemente a aceptar semejante sacrilegio, y la cosa hubiera podido acabar muy mal de no ser porque, poco tiempo después, murió Calígula y de esa forma se impidió llevar a cabo su orden.
En este contexto subió al trono de Judea un nuevo soberano, Herodes Agripa. Este nuevo Herodes continuó la obra de su antecesor, cuando Jerusalén estaba experimentando un crecimiento que desbordaba ya incluso a la muralla que había ordenado construir Herodes el Grande. Hacia el año 41 d. C. (a partir de ahora todas las fechas serán «después de Cristo», por lo que eludiremos poner estas siglas) Herodes Agripa dio la orden de iniciar la construcción del tercer recinto amurallado de la ciudad. Se tardaría un cuarto de siglo aproximadamente en completarlo, y cuando estuvo finalizado, Jerusalén había aumentado considerablemente la superficie edificada hacia el norte. En este espacio se incluía ya la cantera del monte Gólgota, en el cual Jesucristo había sido crucificado pocos años antes.
La nueva muralla comenzaba en la torre Hípica de la ciudadela, se extendía hacia el norte hasta la torre Sefmas, para luego descender hacia el este, uniéndose a fortificaciones más antiguas, al lado de la fortaleza Antonia, para terminar, finalmente, en el valle del Cedrón. El mercado de las Ovejas quedaba fuera de las nuevas murallas de la ciudad y no fue incorporado a la misma hasta época turca otomana, dieciséis siglos después. La finalización de la muralla tuvo lugar justo antes de que ocurriera uno de los acontecimientos más importantes en la historia de Jerusalén: la gran rebelión del año 66. Calígula había dado ya los primeros pasos con su torpe política tendente a ocasionarle problemas entre los judíos más extremistas, debido a sus caprichos de emperador. Su sucesor, Claudio, mucho más hábil, dio marcha atrás en los proyectos de su sobrino. Pero Nerón, que fue a su vez sucesor de Claudio, decidió que ya estaba bien de contemporizar con los molestos judíos. Necesitado de dinero, ordenó una considerable subida de los impuestos. Y este fue el comienzo del fin.
Los exasperados judíos, siguiendo los consejos de los zelotes, una rama intransigente y violenta dentro del judaísmo, se organizaron, atacaron a la guarnición romana de Jerusalén y tomaron el control de la ciudad. Los sorprendidos romanos tardaron tiempo en reaccionar, y además se encontraron con problemas internos de carácter sucesorio tras el suicidio de Nerón. Durante estos años, los judíos se reforzaron esperando el ataque romano. Cuando este llegó, lo hizo bajo el mando de dos prestigiosos generales, Vespasiano y su hijo Tito. El primero, tras una dura lucha, se fue haciendo con el control de Judea, pero tuvo que regresar a Roma para ser proclamado emperador y dejó a su hijo el control de las legiones.

Bajorrelieve del Arco de Tito en la Vía Sacra del Foro imperial romano, en el que se muestra a los legionarios llevando en triunfo por la ciudad de Roma al trofeo conseguido tras saquear el Templo de Jerusalén: la Menorá o candelabro de los siete brazos.
Tito decidió acabar con la obra de su padre, y con unos 60 000 hombres, puso cerco a Jerusalén durante dos años. Los obstinados judíos se defendieron hasta la muerte en el reducto final, y para ello fortificaron convenientemente el templo de Herodes. En el verano del año 70, las tropas de Tito consiguieron conquistar el Templo, y su venganza fue despiadada. Mataron a los 6000 hombres que habían defendido el recinto hasta su último aliento, y se llevaron como esclavos a la mayor parte de la población de la ciudad para venderlos en Roma y destinarlos como castigo al trabajo más duro, en las minas. Al año siguiente, celebraron un grandioso triunfo en la capital del imperio, en el que portaron los tesoros arrebatados a los judíos, entre ellos la Menorá o candelabro de los siete brazos. Para conmemorar este desfile, se construyó en el Foro imperial de Roma el denominado Arco de Tito, en el que aún puede contemplarse cómo los legionarios cargan sobre sus hombros el mencionado candelabro de los siete brazos.
El saqueo fue brutal y no respetó a nada ni a nadie. Los soldados convirtieron a la ciudad en una auténtica ruina, y el edificio que más sufrió su venganza fue el Gran Templo de Herodes, derruido hasta sus cimientos con el objetivo de que no solo no volviera a ser utilizado como fortaleza nunca más, sino también el de dar con ello un duro escarmiento a los obstinados judíos. Del edificio solo quedaron sus cenizas y muchos escombros, salvo el citado muro de las Lamentaciones, tras procederse a su desmantelamiento sistemático durante los años siguientes y a la reutilización posterior de sus materiales en nuevas construcciones.
Durante sesenta años los únicos habitantes que quedaron en Jerusalén fueron los miembros de la X Legión del ejército romano. Los judíos tenían prohibido, bajo pena de muerte, acercarse a la ciudad. Pero con el paso de los años, esta orden se fue relajando, y los escasos supervivientes volvieron con el tiempo a su antigua capital para visitar los restos que quedaban de su lugar más sagrado.
DE AELIA CAPITOLINA A CUNA DEL CRISTIANISMO
En el año 129 el emperador Adriano visitó la ciudad, y la encontró en un estado de desolación tal, que albergó la idea de reconstruirla, no como una ciudad judía, lo que siempre había sido, sino como una colonia romana. Las obras se iniciaron al poco tiempo, y el trazado caótico de la Jerusalén antigua fue sustituido por el plano más ordenado de la Jerusalén romana, a la que incluso se le cambió al nombre. A partir de ese instante se la conocería como Aelia Capitolina, en honor al nombre genérico (Aelio) de la familia del emperador. Pero los judíos que aún quedaban en Palestina (el nuevo nombre que se le daba al antiguo territorio de Judea: otro castigo más de los romanos) se horrorizaron al contemplar cómo sobre las ruinas del antiguo templo herodiano que aún veneraban, se proyectaba construir un templo dedicado al dios romano Júpiter. Esto era más de lo que otra vez estaban dispuestos a soportar. Y de nuevo, la desesperación judía dio lugar a una última y definitiva revuelta dirigida por un líder llamado Bar Kocheba, que en castellano quiere decir «el Hijo de la Estrella».
En el año 132 la rebelión degeneró en insurrección armada. Los judíos tomaron las ruinas de Jerusalén, expulsaron a la X Legión y lucharon con todas sus fuerzas durante tres años. En el 135 los romanos habían acabado con toda resistencia, pero a un duro precio. Se calcula que más de medio millón de personas perecieron en la lucha. La venganza romana fue aún peor que la del año 70. Ya no solo no se permitió a los escasos judíos supervivientes que visitaran el lugar del templo, ni tan siquiera la ciudad en sí, sino que además se les prohibió, bajo pena de muerte, seguir residiendo en el territorio palestino. Los miles de supervivientes tuvieron que emprender el camino del exilio, y a esta emigración forzada se le conoce con el nombre de Diáspora o dispersión. No volvería a existir un Estado judío en los siguientes mil ochocientos años. Los judíos se extendieron por todo el mundo, sobrevivieron a persecuciones y matanzas, algunos prosperaron e incluso se hicieron muy ricos, pero en todo este tiempo, nunca olvidaron su tierra ni el magnífico templo que había existido en lo alto del monte Moriá.
Los romanos procedieron ahora a una transformación radical del espacio urbano. Arrasaron todo lo existente hasta entonces, y cambiaron por completo la trama de la ciudad. Diseñaron dos grandes vías: un cardo en un sentido norte–sur, y un decumano, con un sentido este-oeste. Rellenaron con los escombros del Templo la explanada donde este se encontraba, y en su lugar construyeron el templo de Júpiter, que habían comenzado poco antes. Cegaron asimismo los estanques que había construido Herodes y también rellenaron con más escombros el monte del Gólgota, en él edificaron un templo dedicado a la diosa Venus. En un acto de venganza premeditada, destinado a humillar aun más a los vencidos judíos, decidieron adornar una de las puertas de acceso a Aelia Capitolina con el relieve de un cerdo, lo cual suponía la mayor afrenta posible para un ciudadano judío.
Pero ya no quedaba ni en la ciudad, ni el país, nadie que pudiera vengar ese insulto. Los judíos habían aprendido la lección y decidieron no poner de nuevo a prueba la paciencia de los romanos. Aceptaron de tal forma la realidad, que incluso pocas décadas después de la definitiva destrucción de Jerusalén, el emperador Antonino Pío les permitió volver a practicar de nuevo sus cultos en el imperio sin miedo a ser denunciados. Pero se les siguió prohibiendo indefinidamente el regreso a Palestina.
Durante dos siglos, Aelia Capitolina progresó. Sin embargo, a comienzos del siglo IV, una nueva religión, que había tenido también su origen en Jerusalén, se estaba imponiendo en el Imperio. Era el cristianismo. En el año 313, el emperador Constantino promulgó en Milán el edicto por el que se podía practicar cualquier religión, aunque esta no rindiera culto al emperador. A partir de ese momento, el cristianismo se impuso con bastante rapidez por todo el imperio. En ese proceso de expansión, los cristianos contaron además con una figura que les ayudaría mucho, Helena, la madre del emperador, a la que hoy conocemos como Santa Elena. Helena, o Elena, visitó Jerusalén hacia el año 326. Su objetivo era encontrar las reliquias que habían pertenecido a Cristo o que tenían algo que ver con él. También se dedicó a buscar los lugares en los que habían sucedido los acontecimientos que se mencionaban en los Evangelios. Pero no era fácil hallarlos. Jerusalén había sido arrasada casi por completo, y Aelia Capitolina tenía poco que ver con la antigua ciudad. De todos modos, Santa Elena halló de una forma u otra lo que buscaba. La verdadera cruz o Veracruz, la corona de espinas, la Santa Lanza, el Santo Grial, el Santo Sudario, la Sábana Santa… Casi todas estas reliquias fueron llevadas a Constantinopla, la nueva capital del imperio, donde recibieron veneración durante muchos siglos.
Santa Elena también se preocupó por los Santos Lugares. Y los halló. Al menos ella y sus seguidores estuvieron convencidos de haberlos encontrado. Excavaron en la base del templo de Venus, y allí localizaron el lugar del sacrificio de Cristo. Pocos años después, en el 335 se derribó el templo pagano y se inició en ese lugar la construcción de la iglesia del Santo Sepulcro. Se erigieron también más iglesias cristianas en Getsemaní, en el Huerto de los Olivos, la de la Dormición de la Virgen, etc. La ciudad volvía a convertirse en Santa, pero esta vez para los cristianos. Y no solo cambió su espacio edificado, sino también su nombre. Por esta época recuperó el tradicional de Jerusalén y se olvidó el efímero de Aelia Capitolina.
Así permaneció durante tres siglos, ahora en manos de los bizantinos, que habían heredado el territorio al dividirse el imperio en el año 395. Justiniano, el emperador más importante de este período, continuó con la política de «cristianizar» la ciudad construyendo más iglesias, tanto en Jerusalén, como en Belén, donde había nacido Jesucristo. Pero los problemas y los enfrentamientos no desaparecieron. Durante el primer tercio del siglo VII, Jerusalén sufrió los ataques de los persas en primer lugar. Estos llegaron incluso a saquearla, llevándose a su capital, Ctesifonte, la Veracruz en el año 614 (si bien acabó siendo repuesta posteriormente en su lugar por el emperador bizantino Heraclio en el 627, en medio de impresionantes ceremonias).
MUSULMANES Y CRUZADOS
Poco después, en el 637, un nuevo pueblo hizo acto de presencia ante las murallas de Jerusalén, los árabes. Estos eran seguidores de un nuevo tipo de religión basada también en los preceptos monoteístas del judaísmo, el islam. La nueva fe había sido revelada por el profeta Mahoma pocos años antes en la ciudad árabe de La Meca. Según una serie de tradiciones, Mahoma había conocido Jerusalén, a la que consideraba también una ciudad santa. Se decía que hacia el año 620 había viajado a la ciudad en un vuelo nocturno a lomos de un corcel, para visitarla. De ahí surgió la tradición de que en un principio, los fieles musulmanes debían dirigir sus oraciones hacia Jerusalén. Según esas tradiciones, cuando Mahoma murió en el 632, su cuerpo se dirigió otra vez a Jerusalén, y ahí, sobre la roca en la que Abraham había decidido sacrificar a su hijo Ismael (y no a Isaac, según la tradición musulmana), puso por última vez el pie sobre la tierra, para elevarse a los cielos y abandonar definitivamente este mundo. Así pues, la roca de la montaña de Moriá volvía a ser fundacionalmente sagrada para otra nueva religión: se convirtió en un lugar de veneración para el islam, al ser el último lugar que el profeta pisó y desde el que ascendió a la gloria.
En el año 638, tras un asedio de cuatro meses, los musulmanes conquistaron la ciudad. El antiguo recinto del Templo se encontraba aún en ruinas, pero para el islam el territorio volvía a ser considerado sagrado. Se le llamó Haram Al Sharif o «el Noble Santuario», e incluso a la ciudad se le cambió el nombre, conociéndola en lengua árabe como Al Quds.

Mezquita de los Omeyas en Jerusalén, también llamada de Omar o de la Cúpula de la Roca, ya que su cubierta se encuentra justo encima de la piedra sobre la que Abraham intentó sacrificar a su hijo.
Los musulmanes iniciaron pronto el proceso de reconstrucción. Su primer objetivo fue Haram Al Sharif. Allí, iniciaron una ambiciosa obra. Rellenaron todo el lugar con los escombros que aún permanecían dispersos por todas partes. En la explanada, construyeron dos grandes mezquitas, una de ellas cubría con su cúpula dorada la roca sagrada de Abraham. Es la actual mezquita de los Omeyas, de Omar, o de la Cúpula de la Roca, ya que se la conoce indistintamente por esos tres nombres, y fue construida entre los años 687 y 691.
Más al sur edificaron otra más, la de Al Aqsa o «la Más Lejana», así llamada porque se creía que ese fue el lugar más lejano que supuestamente visitó Mahoma. Junto a la misma, y ya fuera del recinto de Haram Al Sharif, construyeron dos grandes palacios para los gobernadores Omeyas. De ellos hoy solo quedan sus ruinas, que están siendo excavadas por los arqueólogos, tras ser destruidos por diversos terremotos.
Con el islam, Jerusalén volvió a sufrir profundas transformaciones. Recuperó parte de su esplendor de antaño, pero experimentó una nueva modificación en su estructura urbana. Se perdió el orden urbanístico de Aelia Capitolina y surgió una ciudad caótica, abigarrada y anárquica, propia del urbanismo musulmán. Hacia el año 1000, quizás volvió a alcanzar los 40 000 habitantes.
Pero un nuevo acontecimiento tendría lugar en la ciudad sagrada. En el siglo XI, sus nuevos gobernantes, los turcos selyúcidas, adoptaron una postura intransigente con respecto a los peregrinos cristianos que la visitaban, cosa que hasta entonces no habían hecho los tolerantes árabes. Los cristianos que pretendían peregrinar a los Santos Lugares regresaban a Europa contando terribles historias sobre las atrocidades que los turcos cometían con ellos.
En la Europa cristiana se experimentó un sentimiento de solidaridad con estos peregrinos, y el propio papa Urbano II, apoyado por varios soberanos y por muchos señores feudales, decidió convocar una Santa Cruzada para recuperar la ciudad sagrada del cristianismo. En el año 1099, y tras un asedio de varios meses, los cruzados tomaron la ciudad sometiéndola a un saqueo terrible y asesinando a la mayor parte de sus habitantes, en uno de los castigos más crueles que conoce la historia. Durante más de un siglo, los caballeros cruzados fueron los dueños de Jerusalén, pero las destrucciones habían sido de tal calibre que tanto su espacio habitado, como la población que en ella había, se habían reducido a menos de la mitad.
Finalmente, a principios del siglo XIII, los musulmanes volvieron a reconquistarla, esta vez definitivamente durante los siete siglos siguientes. Bajo diferentes dinastías (mamelucos, turcos otomanos, etc.) el islam continuó dominando la Ciudad Santa. En el siglo XVI, los turcos emprendieron en ella importantes transformaciones urbanísticas. Durante cuatrocientos años, fueron los dueños de los Santos Lugares.
Pero durante la Primera Guerra Mundial, en 1917, los británicos se hicieron con el control de la misma, y la mantuvieron bajo su dominio durante tres décadas. En 1948 le concedieron la independencia al Estado de Israel y estalló la guerra entre árabes y judíos. Las calles de Jerusalén volvieron a ser campo de batalla una vez más. Cuando al año siguiente acabó el enfrentamiento, los judíos triunfadores regresaron a ella dieciocho siglos después de haberla abandonado. Durante los últimos sesenta años, la Ciudad Sagrada ha experimentado una serie de vaivenes que exceden al objetivo de este libro, pero el afán por la posesión de ese espacio que ha enfrentado a los hombres durante miles de años sigue estando presente en las mentes de unos y de otros. Su sino, como lugar integrador de fe y como lugar de enfrentamiento por ese mismo motivo, sigue siendo, cuatro milenios después de que Abraham llevara a cabo su sacrificio, el de ser uno de los lugares más disputados que existen en el planeta, sino el que más.