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La civilización urbana del antiguo Egipto en el valle del río Nilo.
Tebas: una capital faraónica
Hace unos cinco mil años, la civilización egipcia daba sus primeros pasos en el valle del río Nilo. Se trataba de la culminación de un proceso evolutivo que había comenzado varios milenios atrás, y que en aquella época estaba cristalizando en la formación de uno de los estados más importantes de la Historia: el antiguo Egipto de los faraones.
Por esa época, la civilización egipcia estaba experimentando un desarrollo que solo tenía comparación en otro lugar del mundo, Mesopotamia. Pero Egipto poseía dos grandes ventajas que esta no tenía, estaba aislado de otros pueblos belicosos que lo rodeaban, gracias a los mares y a extensos desiertos, y contaba también con el agua del mayor río que existe en el mundo en cuanto a longitud: el Nilo. Este garantizaba no solo el suministro hídrico a las personas que vivían en sus orillas, sino también una cosecha segura gracias a los fértiles limos que depositaba en las zonas que inundaba, periódicamente, una vez al año.
Este hecho conllevó un extraordinario desarrollo de las poblaciones que junto a él se asentaban. Hacia el año 3000 a. C., semejante proceso estaba iniciando su apogeo. Ello tenía como consecuencia que no solo crecieran espectacularmente los núcleos urbanos que ya existían, sino, sobre todo, que se crearan nuevos asentamientos donde cobijar a una población en constante aumento.
WASET Y EL TEMPLO DEL SOL DURANTE EL ANTIGUO IMPERIO EGIPCIO
En aquella época, la principal ciudad de Egipto era Menfis, la capital del reino. Al sur de Menfis, a unos 520 kilómetros río arriba, comenzó a formarse un asentamiento urbano pequeño, como era la mayor parte de los que por entonces surgían. Este asentamiento estaba estratégicamente situado, pues dominaba una fértil región del valle medio del río, relativamente próxima a la costa del mar Rojo, por el que los egipcios comerciaban con la península Arábiga y con otros pueblos del océano Índico.
La región también estaba muy próxima a la rica zona minera del desierto oriental, de donde los antiguos egipcios extraían considerables riquezas del subsuelo. Además, y para completar las bondades de su emplazamiento, la ciudad se encontraba a medio camino entre el Bajo Egipto y el Alto Egipto, ya que se ubicaba a unos 200 kilómetros al norte de la primera catarata del Nilo, tras la cual se encontraban las tierras de la remota Nubia, que también aportaban su riqueza en diversas formas a Egipto.
La ciudad allí fundada recibió diferentes nombres a través de la Historia. En un principio parece ser que los antiguos egipcios la conocían como Nowe, o Nuwe, e incluso con el nombre de Niut. Estos nombres vienen a significar todos lo mismo, pues quieren decir simplemente «la Ciudad». Pero con el tiempo «la Ciudad» se convirtió en la cabecera de todo Egipto, y entonces ya no bastó ese simple nombre. Comenzaron a llamarla Waset, o Uaset, según la transcripción que se haga. Waset significa «el Trono», ya que en ella radicaba el trono sagrado para los egipcios, el del faraón. Por extensión, se aplicó el nombre de Waset a toda la provincia o territorio que dominaba directamente la ciudad.
La fama de Waset llegó a otros pueblos y culturas. Los israelitas, por ejemplo, la conocieron con el nombre de No-Amón, tal y como la citan en el Antiguo Testamento. No quiere decir en hebreo «Ciudad». Así pues, la conocían como la «ciudad de Amón». Varios siglos más tarde, fueron otros pueblos los que llegaron a la localidad. El más culto de todos ellos fue el de los griegos, y como nuestra cultura proviene esencialmente de la tradición griega, conservamos hoy día el nombre que le dieron a la ciudad. En un primer momento la llamaron Diospolis Magna, o la Gran Ciudad de los Dioses, por la cantidad de templos que observaron en ella. Sin embargo, no es ese el nombre que ha conservado en la Historia. Hacia el siglo VIII a. C., Homero escribió uno de los más importantes libros de la literatura universal, La Iliada, y en él se cita a la ciudad cantando su grandeza y su riqueza. Homero utiliza en su obra el nombre de Tebas.
Este nombre, Tebas, jamás se utilizó en la historia de los egipcios, entre otras cosas porque no existía nada que se llamase así, ni en Tebas ni en ninguna otra parte de Egipto. A uno de los sectores de la ciudad los egipcios lo llamaban Ta Ipet Isut, nombre relacionado probablemente con uno de los templos que en él existían. A los griegos, el nombre abreviado de Taipet les recordaba al que se utilizaba para denominar a una de las de las grandes ciudades de la antigua Grecia, Tebas, y por comodidad lo adoptaron para referirse así a la gran ciudad egipcia. Homero la llamó «Tebas, la de las cien puertas», en honor a su grandeza y a los numerosos pilonos que daban acceso a la misma. De esa forma, pasó a formar parte del acervo cultural de la humanidad con el nombre de Tebas, con el que la seguimos conociendo hoy día, aunque ya tampoco se denomine así.
Tras su fundación, y durante los mil años siguientes, Tebas (llamémosla ya así definitivamente) prosperó como centro comercial, lenta pero inexorablemente. Hacia mediados del III milenio a. C., Egipto gozaba de una elevada prosperidad, debido a, entre otros motivos, la ampliación de las rutas comerciales hacia el sur. Tebas se encontraba estratégicamente situada en esas rutas, de ahí que su crecimiento fuera una consecuencia de dicho proceso. En ese momento, y en ese contexto de expansión urbana y económica, tuvo lugar un acontecimiento que marcaría decisivamente la posterior historia de la ciudad. Hacia el 2450 a. C., se fundó un conjunto de templos y de edificios sagrados en el sector conocido como Karnak al que se llamó Ipet Isut. Entre esas construcciones sacras destacó el llamado templo del dios Sol (Amón, para los egipcios), junto al cual se construyó uno de los primeros grandes obeliscos.
Hacia el año 2200 a. C., Waset o Tebas era ya un centro comercial destacado, aunque no todavía uno de los más importantes en el conjunto de Egipto. Pero por esa época se inició la primera de las grandes transformaciones de la historia de aquel país. El Imperio Antiguo, la época de los grandes faraones constructores de pirámides, llegó a su fin, y se inició una nueva etapa a la que se conoce con el nombre de Imperio Medio.

Reconstrucción de Tebas en su momento de máximo esplendor.
LA CAPITAL DEL IMPERIO MEDIO
Para Tebas, aquel cambio supuso una transformación importante. En el contexto de las convulsiones que el país experimentó en aquellos momentos, la ciudad se convirtió durante un tiempo en la capital del Alto Egipto, y entró en conflicto con los otros grandes centros de poder establecidos al norte, en particular con la ciudad de Heracleópolis.
Tebas comenzó a crecer, y ese crecimiento impulsó obras importantes, entre las que cabe destacar la de la ampliación del gran templo del dios Sol o de Amón, hacia el sur, hacia Luxor. Para ello fue preciso arrasar gran parte de la ciudad antigua, pero de esta forma se estableció en la misma un centro sagrado de culto al dios más importante, culto que sería decisivo para el devenir futuro del núcleo urbano.
Hacia el año 2050 a. C. un emprendedor faraón, Mentuhotep II, llevó a cabo una nueva reunificación de Egipto y, para consolidar la misma desde un punto de vista religioso, propuso a su vez la reunificación de las dos grandes divinidades del reino, Amón y Ra, en una sola. Apareció de esta forma un nuevo dios, Amón-Ra, cuyo centro de culto se establecería en Tebas, ciudad en la que Mentuhotep centralizó su administración y su corte. El faraón decidió a su vez construir su tumba en la capital. Así, inició una tradición que llegaría a su máximo esplendor siglos después y que haría de Tebas, y de sus alrededores, una ciudad de renombre universal.
A la muerte de Mentuhotep II, en torno al año 2000 a. C., Tebas era ya una gran ciudad en la que se acumulaban riquezas y en la que el auge constructivo de sus templos y edificios estaba alcanzando cotas muy elevadas. Quizás en ese momento superaba los 50 000 habitantes, lo que la convertía probablemente en una de las urbes más pobladas del mundo. Durante doscientos años, y a pesar de los avatares de la historia egipcia, Tebas continuó creciendo. Sus templos seguían embelleciéndose y su población prosperando. En su momento de mayor auge en esta primera etapa, hacia el año 1800 a. C., se calcula que podía albergar ya a unas 65 000 personas.
Pero entonces sucedió algo que no tenía parangón en la historia de Egipto hasta ese momento: apareció un pueblo invasor proveniente del norte, el pueblo hicso, que se estableció durante cerca de dos siglos como dinastía dominante en Egipto. Los hicsos no destruyeron la civilización egipcia, pero sí la transformaron sustancialmente, y, al hilo de estas transformaciones, cabe citar el cambio que se produjo en la capital. Tebas perdió su importancia de antaño, y se fundó una nueva ciudad en el delta del Nilo. Los hicsos llamaron a esta capital Avaris, y pronto su crecimiento dejó en un segundo lugar a Tebas, que perdió así la primacía demográfica, y sobre todo la preponderancia política, que había conservado durante más de dos siglos. Aun así, la ciudad siguió siendo importante, si bien ya en un segundo plano. No obstante, los tiempos dorados de Tebas no habían acabado, por el contrario, estaban por llegar.
EL APOGEO DURANTE EL IMPERIO NUEVO: EL VALLE DE LOS REYES
Hacia 1570 a. C. apareció un nuevo personaje tebano en la historia, Ahmés o Ahmosis, ya que es conocido por ambos nombres. En pocos años, Ahmés lideró una insurrección contra los hicsos a los que expulsó pronto, y de esa manera fundó no solo una nueva dinastía, sino que dio paso a una nueva etapa en la historia del Antiguo Egipto, la que conocemos como el Imperio Nuevo.
Ahmés devolvió rápidamente la capitalidad a Tebas, e inmediatamente se puso a la labor de engrandecer la ciudad hasta no solo convertirla en la gran metrópolis que había sido en épocas anteriores, sino conseguir superar a la Tebas primitiva en tamaño y riqueza. Lo que él inició, lo culminaron con creces sus sucesores.
Tebas era perfecta para esa labor de control de todo Egipto. Su posición central, unida a las grandes riquezas existentes en la zona, hizo que fuera cobrando cada vez más importancia. Para asentar su dominio desde Tebas, Ahmés (o Ahmosis) decidió iniciar la construcción de un gran palacio real, el llamado palacio de Malkata, que sería la sede de los faraones sucesivos. Su importancia viene dada por lo que la palabra representa, y no solo por el hecho de la existencia del palacio en sí. La palabra faraón no significa en lengua egipcia rey o soberano, ni nada por el estilo. Proviene de la fusión de dos antiguas palabras egipcias, Per y Aa, que los griegos al escucharlas interpretaron como Phar Ao, o Pharao, de donde proviene nuestra palabra «faraón», que quieren decir «Casa Grande», en clara referencia al palacio donde vivían los soberanos. Para los egipcios, la «Casa Grande», el «Faraón», era el lugar donde residía su rey. Es algo parecido al término que utilizamos hoy día cuando por comparación empleamos las palabras la Casa Blanca, el Kremlin, el Eliseo, la Casa Rosada o la Moncloa, para referirnos al centro del poder, respectivamente, en Estados Unidos, Rusia, Francia, Argentina o España por citar algunos ejemplos.
Poco antes del año 1500 a. C., subió al trono uno de los grandes faraones del antiguo Egipto, Tutmosis o Tutmés I, que sería el responsable del gran auge de Tebas en los siglos siguientes, ya que con él se iniciaría el gran proceso de expansión y de embellecimiento que la convertiría en una de las grandes metrópolis del mundo antiguo. Tutmosis inauguró la costumbre de edificar templos cada vez más suntuosos y de mayores dimensiones, tendencia que fueron acrecentando con el tiempo sus sucesores. Para ello, inició la ampliación del antiguo templo de Amón hacia el norte, donde hoy se sitúa el barrio de Karnak. También dio los pasos para que al sur de la ciudad, en el sector que actualmente conocemos como Luxor, se iniciara la construcción de otro gran edificio dedicado a la divinidad. Estos dos templos fueron ampliados progresivamente por sus sucesores, hasta convertirse en los más magníficos y espléndidos que se vieron en el antiguo Egipto, y probablemente se encontraron también entre los más grandes y más ricos del mundo antiguo.
Con Tutmosis se inició también otra costumbre típicamente egipcia, la de dividir la ciudad en dos grandes zonas, la de los vivos, y la de los muertos. Para separar ambas, el faraón eligió el curso del ancho Nilo como límite entre una y otra. Mientras que la ciudad de los vivos crecía y progresaba, enfrente suya, en medio de grandes farallones y desfiladeros en pleno desierto, se construía la Ciudad de los Muertos. Esta consistía en un conjunto de templos destinados a rezar por el alma de los faraones fallecidos. Pero mucho más impresionante acabó siendo el conjunto de tumbas que, con el tiempo, aquí se construyó, con el objetivo de dar cobijo a los cuerpos de los mismos, rodeados de grandes riquezas y obras de arte para que le sirvieran en la otra vida como difuntos.
La idea de construir esta ciudad entronca con el deseo de los antiguos egipcios de proteger a los cuerpos de los fallecidos y de dedicarles todo lo necesario para la vida de ultratumba. La costumbre se había iniciado miles de años atrás. Las personas de gran poder económico o político eran embalsamadas, y la momia resultante se encerraba junto con sus riquezas en tumbas construidas con una gran complejidad, con el objeto de impedir que los ladrones pudieran saquearla. Pero todos los métodos ideados habían fracasado hasta entonces. Incluso las gigantescas pirámides de Gizeh, cerca de Menfis, donde reposaban los cuerpos de Keops, Kefrén y Micerinos, habían sido violadas hacía varios siglos y sus riquezas saqueadas.
Tutmosis pensó que, ya que era imposible poner a salvo sus restos encerrándolos en una tumba gigantesca, se podrían poner más obstáculos a los ladrones si se enterraba en una tumba más modesta, pero que estuviera más apartada y oculta entre las rocas, y sobre todo, vigilada constantemente por unos guardias que preservasen sus secretos y su reposo. De esta forma, decidió apartarse de la civilización y que su cuerpo fuera enterrado en medio del desierto. En un lugar vacío y despoblado, donde una guarnición de hombres armados impidiera la llegada de cualquier saqueador que pudiera violentar su sepultura. Escogió el actualmente denominado Valle de los Reyes: un escarpado pasadizo con elevadas pendientes, alejado los suficientes kilómetros de Tebas como para no tener que temer ningún saqueo o destrucción si en algún momento la situación política o social cambiara. De esta forma, Tutmosis inauguró la tradición de que todos los cuerpos de los faraones se enterraran en un mismo lugar y que estuviesen vigilados y protegidos constantemente. Para que su obra fuera completa, decidió también construir el Valle de las Reinas, en el que recibirían sepultura tanto las mujeres de los faraones, como sus hijas.
Los Valles de los Reyes y de las Reinas albergaron así la mayor cantidad de tesoros y de riquezas que hasta entonces se había conocido. Y casi cabría extender esta frase a nuestra época actual, porque es posible que ningún cementerio a lo largo de la Historia haya almacenado en su interior tal cantidad de oro y de piedras preciosas como el que se construyó hace 3500 años en un desolado paisaje desértico cercano a Tebas.
Estos tesoros se protegieron en cámaras ocultas, algunos a más de cien metros de profundidad. Pozos y corredores secretos convertían a aquellas tumbas en laberintos inexpugnables con el objetivo de despistar o acabar con la vida de posibles saqueadores. Grandes piedras de materiales muy duros cerraban las puertas de acceso a las cámaras reales. En algunos casos las tumbas llegan a tener más de 300 metros de galerías.
Cerca de sesenta faraones siguieron este sistema con el objetivo de escapar de los violadores de tumbas. Pero todos estos complejos trucos y trampas fracasaron en su intento de preservar el descanso de sus moradores. Quinientos años después de su construcción, todas ellas habían sido vaciadas de sus contenidos. Todas menos una, la de un oscuro faraón, del que casi nada sabemos, y que probablemente no gozó de gran poder en su vida. Sin embargo, su nombre es de dominio universal desde el momento en que en el año 1922 su tumba fue encontrada intacta, se trataba de Tutankamon. Cuando contemplamos las riquezas que aquella cámara albergó, y la comparamos con las que debieron guardarse en otras de antecesores o predecesores mucho más importantes, es inevitable que la imaginación se despliegue y piense en las maravillas que hemos perdido como consecuencia de la acción destructora de los ladrones de tumbas.
LA CIUDAD DE LOS TEMPLOS Y DE LAS CIEN PUERTAS
Los Valles de los Reyes o de las Reinas no fueron los únicos grandes complejos de la orilla oeste del Nilo en Tebas. Los reyes siguientes se encargaron de ampliarlos y de construir nuevas edificaciones, hasta crear uno de los conjuntos más maravillosos que la historia del arte ha contemplado. Hatsetsup, la sucesora de Tutmosis, levantó un templo en Deir El Bahari, muy cerca del Valle de los Reyes, así como dos gigantescos obeliscos de 35 metros de altura.
Esta costumbre de elevar altísimas «agujas» (pues tal es el significado que en lengua griega tiene la palabra obelisco) de piedra estaba alcanzando su máxima expresión. Hacia el 1450 a. C., llegó incluso a construirse un obelisco con una altura de 42 metros y un peso estimado de 1150 toneladas, pero era tal el tamaño y el peso del coloso, que acabó fracturándose en la propia cantera de donde se estaba extrayendo, antes incluso de que pudiera ponerse en marcha toda la maquinaría y el esfuerzo de miles de seres humanos para poder trasladarlo a su desconocido destino final.
La orilla occidental del Nilo siguió enriqueciéndose con nuevas aportaciones monumentales. Hacia el 1375 a. C., un faraón llamado Amenhotep III construyó su propio templo en este sector, y ordenó colocar dos grandes estatuas (que es prácticamente lo único que queda intacto en la actualidad de lo que debió ser aquel gigantesco recinto) a las que con el tiempo los griegos conocieron como los Colosos de Memnón. Una de estas estatuas tenía una característica que la convirtió en uno de los grandes atractivos turísticos de la antigüedad, haciendo que incluso fuese visitada por emperadores romanos muchos siglos después. Se trataba de que todos los días, al amanecer, emitía una especie de «canto». Mucho se ha especulado sobre la naturaleza de este canto y el motivo que lo provocaba, pero parece ser que estaba en relación con el tipo de material con el que se había construido, y quizás con el hecho de que al calentarla el sol, a primeras horas de la mañana, este aumento de la temperatura provocaba que el aire más frío, acumulado en su interior por la noche, saliera al exterior provocando al pasar por las rendijas y grietas que el coloso tenía, un ruido parecido a un canto que se dejaba sentir durante unos instantes.
Tenemos numerosas noticias de este «coloso cantarín» en tiempos antiguos, aunque hoy día ha perdido esta condición. Al parecer, su estado de conservación era tan malo, que en tiempos de Septimio Severo, hacia el año 200 d. C., una restauración rellenó parte de su interior, y a partir de ese momento el coloso dejó de emitir su canto matutino. Hoy día siguen existiendo las dos gigantescas estatuas, pero están tan degradadas, que es fácil entender por qué ya no emiten sonidos ni nada que recuerde a su pasada grandeza.
Por la época de Amenhotep III, Tebas debía encontrarse en el apogeo de su esplendor. Era, según cálculos recientes, una ciudad que podía albergar entre sus muros a unas 80 000 personas, lo cual era una cantidad enorme para una población hace unos 3400 años. Debió de ser, casi con toda seguridad, la aglomeración urbana más grande de su tiempo, y probablemente siguió siéndolo durante varios siglos más. Pero en ese momento ocurrió un hecho un tanto extraño. Un nuevo faraón, Amenofis IV, más conocido posteriormente por Akhenaton, tomó una decisión sorprendente. Decidió adorar a un solo Dios, y no a todo el panteón egipcio, y para evitar la oposición de los sacerdotes tebanos de Amón, ordenó trasladar la capital del imperio egipcio a una nueva ciudad que se construyó por orden suya, Aketatón. Durante 13 años, miles de obreros trabajaron en la erección de este nueva capital imperial, cuyas ruinas se encuentran hoy junto a la actual Tell El Amarna, pero su proyecto fracasó. Akhenaton murió pronto, y los sacerdotes tebanos presionaron para que los nuevos faraones, entre los que se encontraba el ya mencionado Tutankamon, devolvieran la capitalidad a Tebas y abandonaran el proyecto de Amenofis.

Los Colosos de Memnón son las gigantescas estatuas que quedan de lo que fue el enorme templo de Amenhotep.
Tebas volvía a convertirse de nuevo en la capital política y religiosa de Egipto, y aún llegarían mejores tiempos pocos años después. Hacia 1290 a. C., un nuevo faraón ocupaba el trono egipcio. Su nombre era Ramsés II, y ha pasado a la Historia como el más grande de los faraones constructores, hasta el punto de que la expresión «obra faraónica» ha simbolizado todo aquel intento de construir un complejo monumental gigantesco. Durante los 67 años que duró su reinado, Ramsés llevó a cabo obras que engrandecieron aun más si cabe la ciudad, hasta convertirla en la urbe que asombró a los egipcios y a los visitantes llegados de todo el mundo que la conocieron en siglos posteriores.
Ramsés II amplió las dimensiones de las murallas. Su perímetro alcanzaba los 22 kilómetros, según las referencias de la época. Para acceder al interior existían 100 puertas, según la leyenda que cinco siglos después recogió Homero. Si hemos de hacer caso al poeta griego, por cada puerta podían salir a la vez doscientos hombres con carros y caballos. No deja de ser una exageración sin duda, pero la descripción forma parte del intento de enaltecer la que era una de las ciudades más grandiosas de su tiempo. Sin embargo, la obra principal de Ramsés no se centró en unas poderosas murallas, sino en el engrandecimiento de sus ya grandes templos, hasta niveles desconocidos hasta entonces. A los templos de Montu, Mut, Opet, Khonsu y al templo de las Fiestas, que fueron construidos o ampliados a lo largo de su reinado, se unieron dos obras de enormes dimensiones, las que corresponden a la ampliación de los templos de Luxor y al de Karnak.
El templo de Luxor se encontraba al sur de la ciudad. En este templo, Ramsés II ordenó colocar un gigantesco pilono con dos obeliscos. En ellos se narraba una de las grandes victorias del faraón guerrero, quizás la mayor de todas, la batalla de Kadesh contra los hititas. Desgraciadamente de aquellos dos grandes obeliscos hoy día solo queda uno, ya que el otro fue transportado a mediados del siglo XIX hasta la plaza de la Concordia en París, donde actualmente puede contemplarse. Ramsés ordenó también la construcción de una gran avenida entre el sur y el norte de la ciudad, que enlazara el templo de Luxor con el mayor de todos, el de Karnak.
Karnak, por su parte, era en realidad un conjunto de templos y edificios sagrados, que se remontaba en aquel entonces a más de mil años de antigüedad. Los egipcios conocían a la zona como Ipet Isut, de donde ya vimos que quizás se derive el nombre deformado por los griegos de Tebas. Entre todas las construcciones, sobresalía el templo de Amón. Ramsés II se propuso dejar constancia de su grandeza ampliando el recinto sagrado hasta convertirlo en el mayor templo de toda la antigüedad. La parte más espectacular de esta colosal obra fue la sala hipóstila de las columnas. Era la más amplia del mundo en su género, con una longitud de 103 metros y una anchura de 52 metros. El techo original, que en la actualidad ha desaparecido, estaba sustentado por 134 columnas de 24 metros de altura y cuatro de ancho. Los relieves que decoraban la sala se realizaron a lo largo de todo el siglo XIII a. C. Por supuesto, los soberanos que sucedieron a Ramsés continuaron embelleciendo y ampliando el templo durante los seis siglos siguientes.

Dibujo del siglo XIX en el que se muestra cuál era el estado en el que se encontraba en aquella época el templo de Amón en Karnak (Luxor).
Los grandes templos son sin duda las obras más conocidas de Ramsés en Tebas, pero su frenética actividad constructiva no se limitó a ellos. En la orilla occidental, en la que hemos denominado Ciudad de los Muertos, Ramsés quiso también dejar constancia de su grandeza. Allí construyó otro gigantesco templo, el Ramesseum, y amplió el palacio de Malkata, así como el puerto artificial que existía en la zona, el denominado puerto de Burket Habu. Se engrandeció también la red de canales para el regadío y se construyeron tumbas para los cortesanos del faraón, así como para oficiales del gobierno. La ciudad se hallaba entonces en su máximo apogeo.
LA LLEGADA DE LOS PUEBLOS EXTRANJEROS Y SUS SECUELAS: SAQUEOS Y DESTRUCCIONES
Pero el colosal esfuerzo constructivo de Ramsés II pasó factura a los egipcios de su tiempo. El faraón había consumido enormes cantidades de riquezas durante dos tercios de siglo, y probablemente dejó una herencia pesada a sus sucesores. Esto se complicó además por la llegada de un nuevo pueblo que invadió Egipto seis siglos después de que lo hicieran los hicsos. Conocemos a estos invasores con el nombre genérico de pueblos del mar, pues ello indicaba su procedencia para los egipcios.
Poco después del año 1200 a. C., los pueblos del mar irrumpieron en Egipto, atacándolo, destruyéndolo y saqueándolo allá por donde pasaban. Los egipcios les hicieron frente, pero eran incapaces de detenerlos, ya que los invasores portaban armas de hierro que derrotaban fácilmente a las de bronce que hasta entonces poseían los egipcios. Y en el supremo esfuerzo por detenerlos, se fueron debilitando, no solo ante los continuos golpes de estos invasores, sino también incluso internamente entre ellos mismos.
Tebas sufrió especialmente el ataque de estos pueblos. Hacia el 1150 a. C. su fortaleza se había debilitado tanto que el Valle de los Reyes fue prácticamente abandonado por la guarnición que lo custodiaba, y se convirtió de esta forma en codiciada presa de los propios faraones del momento, necesitados de riquezas con las que pagar a sus ejércitos. También lo fue de los sacerdotes tebanos, que no querían dejar escapar una oportunidad fácil de enriquecerse y, como no también, de los cientos o probablemente miles de ladrones que esperaban su oportunidad para hacerse con los tesoros allí enterrados desde hacía siglos. En poco más de medio siglo, todas las tumbas excepto una, la de Tutankamon, fueron saqueadas, su contenido expoliado y su interior abandonado y, con el tiempo, degradado casi hasta su destrucción.
Tebas perdía inevitablemente importancia y habitantes. Hacia el 1085 a. C., dejó de ser la capital de Egipto, pero aun así, en pleno declive, conservaría parte de su grandeza y de su población. Esta había descendido sin duda, pero todavía en aquella época podía oscilar entre 40 000 y 60 000 pobladores, a pesar de la decadencia en la que se encontraba. Hacia el año 950 a. C., una nueva dinastía extranjera se apoderó de la decadente ciudad, eran los libios, que bajo el gobierno de su rey Sheshonk avanzaron procedentes del sur y se establecieron en la ciudad. Sheshonk (o Shishak, según la Biblia) no fue un mal gobernante como se podría pensar. Por el contrario, se esforzó en mantener la grandeza de la antigua ciudad, e incluso llegó a rematar las obras finales de la sala hipóstila que Ramsés II había iniciado tres siglos antes. La ciudad languideció varios siglos más al amparo de nuevas dinastías extranjeras. Otros monarcas libios continuaron la labor emprendida por Sheshonk, y consiguieron que Tebas siguiera siendo una de las metrópolis más importantes que había en el mundo de su tiempo, pese a que su etapa de apogeo ya había pasado para siempre.
En esa situación se mantuvo la ciudad al menos hasta los comienzos del siglo VII a. C. En ese momento, Egipto se vio de nuevo invadido por un pueblo extranjero, los asirios. Entre el año 675 y el 671 a. C. el monarca asirio Asarhadón conquistó Egipto, y en el curso de esa conquista tomó a Tebas, que sufrió la pérdida de buena parte de sus riquezas, así como la destrucción de algunos de sus edificios más emblemáticos. Ese acontecimiento supuso el comienzo del fin. Tebas inició un declive del que ya no saldría. Dejó de ser la ciudad más poblada e importante del mundo y ese rango pasó a corresponder temporalmente a Nínive, la capital asiria. La situación empeoró mucho más cuando se produjo una rebelión contra los invasores asirios pocos años después. Para acabar con ella, el nuevo soberano asirio Asurbanipal decidió dar un escarmiento a los insolentes egipcios y puso de nuevo en marcha la poderosa y terrible maquinaria de guerra asiria.
Entre los años 665 y 661 a. C., Asurbanipal entró con su ejército a sangre y fuego en Egipto, arrasando todo cuanto se le pudiera oponer. Tebas se encontró precisamente en esta última tesitura. Su condición de capitalidad la había llevado a encabezar la insurrección, y la venganza que Asurbanipal se tomó con ella fue horrible. Tras la toma de la ciudad, el rey asirio decidió darle un escarmiento ejemplar. La saqueó mucho más eficientemente que su antecesor, hasta despojarla casi por completo de todas sus riquezas. Incendió buena parte de la urbe, lo que provocó la ruina de la mayoría de sus templos y edificios. Fue en ese momento cuando probablemente se derrumbó la techumbre y la mayoría de los templos de Karnak y de Luxor, de los cuales solo nos han llegado sus ruinas hasta hoy (que, aun así, continúan siendo impresionantes). Por supuesto, Asurbanipal no se contentó con castigar físicamente a los edificios de la ciudad, sino que sobre todo emprendió su venganza con los habitantes. Estos fueron esclavizados, deportados y enviados al exilio para su venta con el objetivo de que jamás retornaran a la ciudad. Y así fue, Tebas nunca se recuperaría de este durísimo castigo, y su grandeza fue decayendo poco a poco hasta casi desaparecer para nuestros ojos cuando la contemplamos dos milenios y medio después.
En cualquier caso, no era fácil aniquilar a una ciudad de la importancia de la metrópolis tebana. Tebas perdió todo su esplendor, pero era difícil arrasar un conjunto urbano de esas dimensiones, hasta el punto de que no hubiera nada que pudiera recuperarse siquiera levemente. Y en efecto, al poco tiempo, los asirios fueron expulsados otra vez de Egipto, esta de forma definitiva, y un nuevo soberano de gran capacidad subió al poder. Era Psamético I. Una de sus primeras órdenes, consistió en recuperar la ciudad tebana, en la medida de lo poco que era posible hacerlo en aquel momento. Psamético intentó restaurar las ruinas del templo de Amón, y algo consiguió con su esfuerzo, aunque ya no era posible devolverle su antigua grandeza.
Poco a poco, Tebas fue recuperándose ligeramente, pero de forma muy lenta. Su población comenzó de nuevo a crecer, aunque ya solo era una sombra de lo que había sido anteriormente. En el año 525 a. C., un nuevo pueblo invadió Egipto, eran los persas, y para variar, su soberano Cambises II atacó las ruinas de la ciudad con el objeto de llevarse todo lo que encontrara. No era mucho sin duda, pero el botín tampoco debió ser muy escaso tras el siglo y medio de paz que había gozado la ciudad. A lo largo del siglo siguiente, los egipcios se rebelaron contra los persas al menos tres veces, y en todas las ocasiones fueron derrotados. Tebas siempre apoyó a los insurrectos, y en cada una de las venganzas fue poco a poco más destruida y vejada.
En ese declive imparable, la ciudad tuvo, como suele ocurrir en estos casos, un destello de recuperación. En el siglo IV a. C., un rey egipcio, Nectanebo, decidió erigir una serie de esfinges en la avenida que unía los templos de Luxor y Karnak. Se intentó construir también un muro de unos dos kilómetros en torno al templo de Amón con el objetivo de protegerlo de futuros saqueos.
EL DECLIVE TEBANO: LA DESAPARICIÓN DE LA TEBAS EGIPCIA
Pero el tiempo, y con ello la decadencia tebana, no se detuvo. En el año 331 a. C. apareció en el valle del Nilo uno de los grandes conquistadores de todos los tiempos, el macedonio Alejandro Magno. El nuevo dueño de Egipto tomó una decisión que supondría la puntilla final para Tebas. Dio la orden de construir una nueva capital en el delta del Nilo a la que se impuso su nombre, Alejandría. Con el auge de la nueva ciudad, Tebas fue paulatinamente despoblándose y empobreciéndose más de lo que ya estaba.
Aún tuvo un último y fugaz protagonismo en la Historia, pero ya sería la conclusión definitiva a ese proceso de decadencia iniciado muchos siglos antes. En el año 88 a. C., los escasos pobladores que aún quedaban entre sus soberbios restos, se rebelaron de nuevo contra el soberano que mandaba en Alejandría, Ptolomeo VIII. Este decidió darle un severo escarmiento a la ciudad, y mandó una guarnición para que la tomara y la destruyera como castigo. Sin embargo, conquistar la ciudad no fue fácil. El ejército de Ptolomeo tardó tres años en conseguirlo, pero cuando lo hizo, su venganza fue la que se podía esperar. La sometió a un saqueo de una forma tan absoluta que destruyó lo poco que aún quedaba en pie, hasta que provocó su hundimiento y su ruina total.
Las ruinas de Tebas quedarían como una atracción turística para los viajeros que, en la época del Imperio romano, navegaban por el Nilo para ver la grandeza de los monumentos que todavía quedaban en pie. En el 27 a. C., un terremoto derribó casi todos los escasos edificios que aún se mantenían incólumes. Pero cuando el emperador Adriano la visitó hacia el año 130 d. C., todavía pudo contemplar el canto del coloso de Memnón, tal y como lo venía haciendo desde hacía un milenio y medio. Fue la última noticia que recoge semejante acontecimiento. Unos setenta años después, al intentar su restauración, se taponó el orificio por el que emitía el misterioso canto, y este, como vimos páginas atrás, dejó de oírse para siempre jamás.
A partir de entonces, Tebas sirvió como cantera de materiales para otras ciudades y edificios. A partir del siglo IV, el cristianismo se fue imponiendo en el mundo romano y hasta el siglo VII los cristianos la tomaron como base de abastecimiento de materiales para la construcción de las iglesias que por aquel entonces comenzaban a levantarse. Ese expolio fue tan completo que hoy día no queda casi nada de su antigua grandeza, salvo los restos de sus gigantescos templos, que aún impresionan incluso desde sus ruinas. Si bien la mayor parte de lo que queda de la ciudad se encuentra enterrado bajo la actual Luxor, construida posteriormente sobre los escombros de la ciudad destruida.