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Habría sido bonito pensar que Frank Beachum había tenido alguna visión al final. En ese último cuarto de hora, es decir, cuando el minutero iniciaba su camino para cerrar el arco del círculo de la hora. Sería bonito pensar que tuvo alguna revelación, un indicio que le ayudara a comprender. Cristo, por ejemplo, flotando debajo de los fluorescentes con los brazos abiertos. El cielo dispuesto para la acogida y los ángeles cantando. O, más creíble, en los últimos quince minutos, en las fauces de la muerte, una calma de fe y un entendimiento incomprensibles pero perfectos que habrían lavado su alma como un baño de agua caliente. Aunque, en ese caso, supongo, alguien habría adivinado una sonrisa dibujada en su rostro.

Tal vez tuvo una visión más moderna, más literaria, pero Frank no era un hombre moderno y literario. Bueno, creo que ya saben a qué me refiero: los momentos podían haberse alargado hasta que comprendiera que cada persona es eterna, o la Vida se habría podido revelar en forma de claridad prístina hasta que resolviera que todo era perfecto tal como era, y todo iba bien, si uno así lo veía. En fin, no sé, toda esa mierda está en los libros, ustedes pueden leerlos.

Pero si están interesados en las impresiones de este reportero, y supongo que la respuesta es afirmativa si han llegado hasta aquí, diría que no tenía ninguna de esas visiones, ninguna de esas conclusiones, escritas en los ojos ni expuestas en la mente. Creo que al final había alcanzado esa fase de temor en la que la conciencia de uno mismo desaparece y el cuerpo entero -y el alma, si ustedes quieren- se convierte en un órgano de percepción, sensaciones que meditan sobre sensaciones. Frank no se había vuelto loco ni nada parecido. La vida no había sido lo suficientemente compasiva con él para permitir que enloqueciera. Pero tampoco pensaba, o al menos no de la manera en que se suele pensar. Simplemente, veía: veía las juntas rugosas entre los bloques de hormigón en la pared, veía el reloj y el movimiento de las manecillas en la esfera, los rostros que planeaban a su alrededor, Luther, Maureen, el guardia, la solución salina escurriéndose invisible por la sonda clavada en el brazo; desviaba la mirada de uno a otro, incapaz de quedarse observando a uno solo, porque cada imagen sucesiva provocaba en él esa sacudida de horror que avivaría una serpiente, por ejemplo, si de repente la encontrara en el bol del desayuno. Así miraba, y sentía miedo, ahí acostado en la camilla de la sala blanca y pequeña. Y, al mismo tiempo, o en los breves y minúsculos intersticios, recordaba. No eran palabras ni impresiones, sino explosiones de sensación: el olor de la hierba, las arrugas de sufrimiento en la comisura de los labios de Bonnie, el torrente de sangre y líquidos en el que su Gail se había abierto paso entre las piernas de su madre, el calor del verano, el sabor de la cerveza… esos recuerdos florecían y marchitaban en su mente en décimas de segundo entre una imagen y la siguiente y, con cada una de ellas, se sumía en un pozo de aflicción sin fin, una vasta llanura subacuática de soledad y lamentación.

Y eso fue todo para él. El alcaide, tras un breve comentario al guardia, salió de la habitación para acoger a los testigos que se encontraban al otro lado de la pared. Su ayudante, Zach Platt, seguía en la esquina, murmurando en el micrófono de los auriculares. El guardia permaneció de pie con las manos enlazadas en el pecho, observando especulativamente al convicto debajo de la sábana. Y Frank yacía ahí esperando que se cerrara el círculo de la hora, con los ojos raudos e inquietos, el cuerpo obligado a permanecer inmovilizado por las gruesas correas de cuero. Fueran cuales fuesen los intentos que antaño hubiera hecho para comprender su vida, su muerte, ahora ya no pretendía nada. Y a las once y cuarenta y cinco de ese lunes por la noche, a Frank Beachum, no le quedaba nada más que el recuerdo, el terror y la tristeza, y todo lo que estaba ocurriendo.

A Lowenstein, por otra parte, le quedaba Debussy. Clair de Lune, respecto al que siempre había sido muy parcial. Sonaba suavemente en el CD y los compases claros y melodiosos del piano llenaban con un sonido meloso de fondo la pequeña sala de estar donde le gustaba trabajar por la noche. Era un buen lugar para trabajar. Allí tenía su sillón de orejas, tapizado con un estampado de flores, y una pequeña otomana antigua donde reposar los pies calzados con las zapatillas. En el suelo había una pequeña alfombra persa, bastante descolorida, y un exquisito escritorio junto a la ventana con casillas para guardar los útiles de escritura. Había libros, con maravillosas encuadernaciones de diversos colores en cada pared. Y la señora Lowenstein sentada allí, inclinada sobre sus labores de costura en una silla de coser anticuada y sin brazos, silenciosa pero afable.

El propietario y editor del St. Louis News era un hombre alto y esbelto de unos sesenta y tantos, y abundante cabello canoso y bien dispuesto. Tenía un rostro atractivo, grave e inteligente, cejudo pero sin dejar de ser agradable. En esos momentos estaba trabajando en su sillón de orejas con un Montblanc en un bloc de papel legal de color crudo. Nunca en su vida había utilizado un procesador de textos y tampoco tenía la intención de hacerlo. Estaba escribiendo una nota a sus empleados, explicando sus pensamientos y sentimientos sobre la trágica muerte de Michelle Ziegler, una de los suyos. Ya había escrito una carta a la familia y una nota especial para la editorial. Ambas le habían llevado mucho tiempo.

Esa carta no era tarea fácil. El señor Lowenstein era un hombre escrupulosamente honesto y Michelle nunca le había gustado demasiado. Formaba parte de la plantilla, al igual que yo, porque Alan la defendía, y él confiaba en Alan hasta la médula. Personalmente creía que Michelle era una persona arrogante y desagradable, demasiado segura de sí misma para ser tan joven. Por otro lado, consideraba que sus gustos y opiniones personales no contaban en ese momento póstumo. Así que escogía las palabras con afabilidad y generosidad aunque con una nimia consideración por la verdad.

Clair De Lune le ayudaba a pensar, así como aquella sala, y su bella y tranquila esposa que le miraba y le sonreía de vez en cuando. Pero hacía más o menos un minuto que algo le preocupaba, algo penetraba su conciencia, interrumpiendo el flujo de ideas.

Sirenas. Tardó unos instantes en levantar la mirada de la hoja de color crudo y darse cuenta de lo que era. Miró el reloj del abuelo en el rincón opuesto de la habitación. Las doce menos cuarto, y en el último minuto había oído el aullido de las sirenas, acercándose, una media docena, o al menos esa era su impresión.

– Debe de pasar algo -murmuró, mirando a su mujer por encima de las lentes de lectura.

– Tal vez un incendio -repuso ella, volviendo a sus quehaceres-. O quizás otro accidente en la curva.

El señor Lowenstein permaneció atento. En realidad, no era periodista -había amasado su fortuna en hoteles-, pero después de comprar el periódico le gustaba considerarse un periodista, así que escuchó atentamente durante un par de segundos con lo que él se le antojaba curiosidad periodística.

Estaba a punto de volver a la carta cuando reparó en otro sonido, distinto del de las sirenas, más cercano a aquellas y cada vez más audible y ruidoso. Era como un retumbo, como una estridencia envuelta en un chisporroteo algo más grave. No podía imaginar lo que era ni aunque le fuera la vida en ello.

– Hmmmph -susurró el señor Lowenstein.

Dejó el bloc de papel en el pequeño soporte de la lámpara junto al sillón. Se levantó y se anudó el batín de color oporto sobre el pijama de seda. Se acercó a la ventana junto al escritorio y se inclinó para mirar con ojos de miope por encima del montículo de césped a la calle vacía más abajo.

Contrariamente al sonido de las sirenas que se iba desvaneciendo, el otro sonido era cada vez más evidente. El retumbo se convirtió en un estruendo. El martilleo se tornó un estallido metálico infernal. El chisporroteo se transformó en un silbido tortuoso. Fue entonces cuando el señor Lowenstein, estirando el cuello y colocándose las gafas en la punta de la nariz, descubrió exactamente de qué sonido se trataba.

Era el sonido propio de un coche que avanza a gran velocidad cuando el silenciador se ha soltado pero es arrastrado por el suelo, escupiendo dos grandes oleadas de chispas por cada lado del chasis.

O, para hablar claro, era el Tempo.

Esos pobres polis. No tenían la más mínima posibilidad en ese viraje letal. Realmente resultaba imprescindible hacer algo con esa curva.

Los tres habíamos entrado al mismo tiempo. Los dos coches patrulla escoltándome, las luces y las sirenas palpitando a cada lado. Pero sólo yo sabía que nunca lo conseguiríamos. Así que ni tan sólo lo intenté. Retiré el pie del acelerador y lo apoyé en el freno sin accionarlo. En ese mismo instante, los dos coches me adelantaron como bólidos en la curva. Intenté controlar el volante despacio, esperando el derrape, y cuando llegó, continué girando en el mismo sentido, mientras los neumáticos chirriaban y el coche rotaba sobre su propio eje. Por el parabrisas, por encima del grito de la señora Russel, vi el mundo como un tiovivo. Oí el chirrido de los frenos, el pitido de los cláxones mientras el Tempo giraba y giraba, deslizándose de lado sobre el macadán. Pisé el freno en un intento de controlar el Tempo. Entreví los dos coches patrulla levantándose en el aire al chocar contra el bordillo. El primero derrapó por el espacio abierto del aparcamiento. El segundo lo siguió, empotrándose de lado en el maletero del primero. Ambos vehículos se detuvieron, humeando. Y entonces el Tempo salió de la curva y perdí de vista los coches. Frente a mí, de nuevo la carretera. Enderecé el volante y pisé el acelerador.

Y me fui, adiós muy buenas, ahí os quedáis. Miré por el retrovisor mientras los neumáticos se adherían de nuevo al pavimento y vi que los polis, cuatro de ellos, salían de sus vehículos humeantes y los rodeaban dando tumbos viendo cómo me alejaba. Y entonces apreté los dientes y me concentré en la carretera.

No perdí el silenciador hasta llegar a la verja de la finca, un pequeño castillo principesco de ladrillo rojo que guardaba la entrada del camino particular de Lowenstein. En el centro del tejado de tres picos se veía un gran campanario. Miré el reloj al pasar junto a él y vi que el minutero marcaba menos cuarto pasadas. Por ello no vi el primer badén y topé con él a demasiada velocidad. Son un rasgo idiosincrásico de los ricos de St. Louis, esos bultos en la carretera que impiden a los repartidores y demás chusma hacer el Fittipaldi delante de las mansiones más elegantes de la ciudad. El Tempo chocó contra el badén y se elevó en el aire para aterrizar justo encima del siguiente. El silenciador crujió sonoramente y el Tempo empezó a emitir un ruido parecido al de un gigante atragantándose con las gachas. Mientras conducía por los siguientes badenes, numerosas chispas empezaron a brotar de ambos lados del coche.

A través de aquellos fuegos artificiales, la espiral de humo negro y la oscuridad, vislumbré la mansión de los Lowenstein, un bloque de ladrillo rojo de estilo georgiano y dimensiones inconmensurables, con dos chimeneas que se recortaban contra la luna creciente y el pórtico de columnas con el balcón de hierro forjado cerniéndose sobre mí con aire austero. Dirigí el Tempo hasta el bordillo, pisé el freno de forma sostenida pero rápida, haciendo caso omiso del chirrido de los neumáticos, del canal del silenciador y de la última lluvia de chispas que cayó sobre el bordillo y la acera.

El Tempo se detuvo y el motor se extinguió… así, sin más, sin rechistar, incluso antes de que tuviera tiempo de tocar la llave.

– ¡Dios mío! -exclamó la señora Russel.

– Hmmmph -farfulló de nuevo el señor Lowenstein.

Me vio a los pies de la escalinata de piedra que iba desde la parte frontal del jardín hasta la acera. Di la vuelta al coche tambaleándome, apoyándome en el capó para no caerme, rodeándolo por delante mientras la señora Russel salía por la puerta del acompañante intentando ponerse en pie. Me vio coger a la mujer negra del brazo. Nos vio a los dos subir los peldaños y correr por el césped hacia la puerta principal.

Se incorporó, retirando las gafas de lectura de la nariz, doblándolas y deslizándolas en el bolsillo del batín.

– ¿Qué ocurre, cariño? -preguntó su esposa sentada detrás de él.

– Es Steve Everett, del periódico -repuso, volviéndose hacia ella con una sonrisa distante y pensativa.

– Ah -dijo ella-. ¿Uno de tus reporteros?

– Hum -asintió el señor Lowenstein-. Un cabronazo de cuidado -explicó en voz baja-, pero está claro que sabe conducir.