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Encendí otro cigarrillo mientras anunciaban las noticias de las seis. Estaba sentado en mi coche, aparcado delante de los juzgados. El largo día de verano aún resplandecía, y el calor seguía atestando el coche como agua estancada. El sol del oeste caía con fuerza desde Market Street, convirtiendo los aguilones y los capiteles del ayuntamiento en sombras amenazadoras frente a mí. La luz deslumbraba a través del parabrisas, obligándome a torcer la vista y tornando mi piel húmeda y pegajosa. Me quedé fumando con el codo apoyado en el marco de la ventana.
Fuera, el tráfico en Market Street era rápido, constante y ruidoso. Cuando el semáforo de la esquina cambiaba y los coches se detenían, las cigarras posadas en los árboles que bordeaban el paseo hacían la competencia al traqueteo de los motores ociosos y su canto se hacía más audible a medida que caía la tarde. Al mismo tiempo, el locutor de la radio parecía parlotear de modo ininteligible y estridente a lo lejos, como si fuera Pulgarcito metido en una lata.
Esperé, observando los grandes escalones que conducían al arco rodeado de columnas que remataba la puerta del palacio de justicia. El edificio parecía mirarme con ojos de miope, un bloque elevado de piedra blanca, imperioso y arrogante.
La historia Beachum apareció al cabo de unos cuatro minutos en el noticiario. En la sección de sucesos locales.
– El gobernador se citó hace aproximadamente una hora con los abogados de Frank Beachum, el vecino de St. Louis condenado a morir esta noche por asesinar a tiros a una dependienta embarazada de una tienda de ultramarinos hace seis años…
Me llevé el filtro del cigarrillo a los labios al oír por antena la voz de un abogado. Miré el palacio de justicia sin prestarle demasiada atención. Pensé en Bonnie Beachum, aferrándose a los barrotes de la celda, gritándome a través de ellos. ¿Dónde estaba usted todo este tiempo?
– Le hemos explicado al gobernador que, hhhmm, se está a punto de cometer una grave injusticia y, hhmm, le hemos expuesto el caso -declaró el abogado con voz de lata.
Se podía apreciar la lasitud en su voz, incluso desde ahí. Estaba claro que el gobernador había desestimado el indulto.
Anteriormente, durante el día de hoy -prosiguió el locutor- el gobernador se entrevistó con los padres de la víctima de asesinato, quienes le instaron a que no otorgara el perdón a Beachum. El asistente del gobernador, Harry Mancuso, hizo unas declaraciones para nuestra emisora tras el encuentro…
– Esta administración está decidida a tener mano dura con el crimen -manifestó el asistente del gobernador, Harry Mancuso y estamos decididos a que se haga justicia por la familia de Amy Wilson y por todos los ciudadanos de este estado.
Resoplé como un caballo y apagué la radio cuando el locutor prosiguió con otras historias. Bueno, pues así están las cosas, pensé. Tanto si acudía a Lowenstein como si no, tanto si llamaba al gobernador como si no, mi única oportunidad de que la oficina del gobernador cambiara de opinión era encontrar a algún lunático empapado en la sangre de Amy Wilson después de seis años gritando: Soy yo, Yo soy el tipo que está detrás de todo esto…
Estaba sentado en el asiento del conductor cuando la puerta de cristal del palacio de justicia se abrió con un vaivén. A través de la ventana del coche, vi a Wally Cartwright aguantando la puerta con mano firme. Cecilia Nussbaum cruzó la puerta por debajo de su brazo.
Los dos comenzaron a descender juntos por la escalera. Nussbaum era la fiscal del distrito, una mujer menuda y fea de unos cuarenta y tantos años. Una prominente nariz de patata sobresalía de su rostro, que parecía una colección de arrugas de vieja chismosa pegadas las unas encima de las otras. Llevaba un vestido infausto de color marrón decorado con una serie de cadenas de oro colgadas del cuello. Cartwright destacaba detrás de ella, un bloque de hormigón sobrepiernas, con ojos pequeños de pajarillo resaltando en su cabeza de mortero. Vestido con un traje de color gris cemento, tenía aspecto de edificio, pero un poco más grande. Era el ayudante de la fiscal que había llevado el caso Beachum y tenía que inclinarse hacia delante para poder hablar con Nussbaum mientras bajaban por la larga escalera de piedra.
Tiré el cigarrillo y salí rápidamente del coche. Pasé por delante del mismo mientras el tráfico pasaba junto a mí como una exhalación. Oí los tacones gruesos y pesados de Nussbaum retumbar en la piedra mientras yo subía los peldaños de la escalera para hablar con ella, y oí la voz profunda de Wally murmurarle algo al oído, aunque con el ruido del tráfico me resultó imposible adivinar las palabras.
Me quedé delante de ellos en las escaleras. Nussbaum se detuvo al levantar la mirada y verme. Cartwright se detuvo cuando ella se detuvo y me miró desde su altura. Esbozó una sonrisa de burla y de desprecio.
– Aquí huele a mierda -soltó.
Tenía una voz vibrante de barítono con un ligero deje pueblerino. Le sonreí estúpidamente y me pregunté si Patricia no estaba en lo cierto al decir aquello de mis problemas con la autoridad. En cualquier caso, quedaba bastante claro que habría tenido que mantenerme alejado de la secretaria de Cartwright.
– Hola, Wally -saludé.
– Ahora no es un buen momento, Everett -observó Cecilia Nussbaum. Su voz era más profunda que la de Cartwright. Era monótona y quebrada-. Tenemos prisa.
Bajó otro escalón como si fuera a pasar a través mío.
– Espere -exhorté-. Se trata de algo urgente.
La mano de Cartwright salió disparada en dirección a mi hombro. Era una mano grande. Grande y fuerte.
– No es un buen momento -retumbó su voz. Me apartó con un empujón y yo me tambaleé hacia un lado.
Me pareció ver que Cecilia Nussbaum sonreía ligeramente entre dientes al pasar por delante mío.
– Cecilia, le estoy diciendo que… -insistí.
Cartwright, situado detrás de ella, me clavó el dedo salchichero en el pecho.
– Mire…
– ¡Oh, mierda! -le aparté el dedo con un manotazo, mirándole directamente a los ojos de mirlo-. Usted es un jodido fiscal de distrito y yo soy un periodista -gruñí-. ¿Piensa darme un puñetazo o quiere conservar su trabajo?
El gorila había empezado a exaltarse y a esbozar una sonrisa sádica bastante lograda, pero al oír aquello vaciló. Me alisé la pechera de la camisa.
– ¿Qué coño se ha creído que es esto, una película? -mascullé. Tóqueme un pelo y le pondré una demanda que se acordará toda su vida.
La fiscal estaba ya un peldaño más abajo que yo, pero se detuvo ahí y, a juzgar por el movimiento de sus hombros, diría que suspiró. Se dio la vuelta y miró a Cartwright.
– ¿Por qué no vas a buscar el coche, Wally? -gruñó.
– ¡Sí! ¿Por qué no vas a buscar el coche, Wally? -espeté. Permaneció inmóvil delante de mí unos segundos. No era una vista agradable, un bloque de hormigón paralizado. Paralizado y con cara de burla y de desprecio. Finalmente, se alejó apuntándome con su enorme dedo.
– Nos veremos en privado amenazó-. Los dos solos.
– Una idea maravillosa -repuse-. Me doy por avisado. Mis padrinos llamarán a los suyos. ¿Me toma por un idiota, o qué? Jódase. Lo dije porque ya estaba bajando los escaleras de piedra con su paso fuerte; bum, bum, bum, como un monstruo que vuelve a las profundidades.
– Neoyorquino de mierda -farfulló mientras bajaba pesadamente.
Me frote la camisa para limpiar el punto donde me había tocado y descendí un peldaño para hablar con Cecilia Nussbaum.
– Ha elegido un personal magnífico, Cecilia -observé-. Ese tipo es un pisapapeles con patas.
– ¿Qué quiere, Everett? -preguntó con su voz monótona y gutural.
– Un tope de puerta con patas -murmuré.
– Tengo que irme. Tengo que asistir a unas reuniones antes de ir a la prisión. ¿Qué quiere?
Respiré hondo para calmar los ánimos. Cecilia me miró con sus ojos marrones y turbios, con esa cara llena de arrugas. Esos ojos y esa cara ponían en evidencia que no tenía ni un pelo de tonta. Pero tampoco lo tenía de afable. Con ella no había segundas oportunidades.
– De acuerdo respondí, todavía molesto-. Frank Beachum. El caso de Amy Wilson.
Me miró con impaciencia, sin decir nada.
– ¿Quién más estuvo allí? -le pregunté.
No se movió ni contestó. Se quedó analizándome. Y seguramente estudiaría la ejecución de esta noche con los mismos ojos, pensé. Miraría a Beachum en la camilla con esa misma expresión y, un poco más tarde, en la sala de las visitas, bebería unos sorbitos de vino blanco en un vaso de papel con los otros dignatarios. Escucharía los chistes sobre política local y si la persona que los contaba era lo suficientemente importante incluso reiría, mostrando sus dientes torcidos. Reiría mientras el cuerpo de Beachum sería transportado por la puerta trasera al coche fúnebre. Era una fiscal jodidamente buena.
– ¿Qué quiere? -gruñó de nuevo.
– Quiero saber quién más estaba en la tienda de Pocum el día en que dispararon a Amy Wilson -aclaré-. Estaban Porterhouse, Nancy Larson fuera y Beachum. ¿Quién más? Alguien entró en el aparcamiento justo cuando Beachum se iba, justo cuando Nancy Larson se iba. Por eso tuvo que dar marcha atrás, para dejar paso al que llegaba. Si hubiera dado marcha atrás desde la máquina de refrescos, lo habría hecho por el lado derecho de Beachum. Pero lo hizo por el izquierdo. Dio marcha atrás porque alguien le bloqueaba el paso, alguien que entraba cuando ella salía del aparcamiento.
Hubo una larga pausa. Y frente a mí, sus ojos, sus arrugas. Había cigarras cantando en el aire inmóvil. Cuando el semáforo de la esquina cambió, el tráfico siguió retumbando y avanzando como una exhalación. Hubo una pausa muy larga.
– ¿Y eso qué importa? -inquirió finalmente Cecilia Nussbaum. Y supe que estaba en lo cierto.
Avancé un paso hacia ella. La tensión hizo que sintiera como si la piel me estuviera pequeña.
– Él es el asesino, Cecilia declaré-. Fuera quien fuese, él disparó a Amy Wilson. No fue Beachum, fue él.
Una bocina sonó dos veces debajo de nosotros. Wally Cartwright había dado la vuelta en un Cadillac oficial de color marrón y se detuvo justo detrás de mi Tempo. Frunció el ceño inexorablemente desde el volante.
Cecilia Nussbaum le miró lentamente, durante unos segundos, y volvió a prestarme atención. Su voz monótona y gutural resultó tan desapasionada como antes.
– Ha aparcado el coche ilegalmente.
– ¿Quién era, Cecilia? Venga.
– ¿Qué es esto? -pregunto-. ¿Qué es lo que pretende escribir? Esto es un caso sólido.
– Sí, excepto que el convicto es inocente.
– Si eso es lo que piensa escribir, se equivoca. Si está desarrollando alguna teoría sobre una conspiración…
– No, no es nada parecido.
– Yo no envío a un hombre inocente a la casa de la muerte.
– Lo sé. De verdad -puntualicé-. Pero ha cometido un error. Cartwright dio otro bocinazo. Esta vez, Nussbaum ni siquiera le miró.
– Ese hombre fue a comprar salsa barbacoa -proseguí-. Eso es lo que la señora Larson vio en su mano. Todo ocurrió cuando ella ya se había ido, por eso no oyó los disparos.
– Todo eso se discutió durante el juicio. Lea los informes. Un testigo vio como Beachum salía corriendo. Todo concuerda, Everett.
– El testigo no le vio. -La tensión hizo que el volumen de mi voz subiera demasiado. Intenté contenerme. Gritar a Cecilia no era una buena idea-. Había una hilera de bolsas de patatas fritas en su campo visual. He estado allí. Lo he visto.
– ¿Cuándo?
– Hoy.
– Esto ocurrió hace seis años. De todos modos, el testigo avanzó por el pasillo. Podía ver desde allí. Está todo en los informes. -La impaciencia también hacía aumentar el timbre de su voz.
– Pero no lo vio -insistí, controlándome cuanto me era posible-. Hablé con él. No lo vio, Cecilia.
– ¿Me está diciendo que él lo dijo?
– No. Pero… lo pude leer en su cara. Lo sé.
Al oír aquello, se echó hacia atrás. Todas sus arrugas carnosas parecían concentrarse en una expresión de desdén.
– Es decir, que no tiene usted ninguna prueba -profirió educadamente.
– Allí había alguien más. ¿No es cierto?
– No tiene ni un puñetero indicio.
– Él no lo hizo, así que… ¿qué otro puñetero indicio necesito?
Me mordí el labio, conteniéndome, controlando mi genio. Cecilia siguió observándome durante unos segundos. Luego se giró y empezó a bajar por la escalera. Yo fui tras ella.
– Cecilia, por favor.
Sus tacones martilleaban los peldaños.
– ¿Había alguien más, no es cierto? -inquirí.
– Un chaval -gruñó sin darse la vuelta-. Compró una coca-cola en la máquina de refrescos, pero ni siquiera entró.
– Él le disparó.
– Le interrogamos. Me acuerdo de ello. Pusimos en circulación una descripción de su coche y se presentó por voluntad propia. No vio nada.
Llegó hasta la acera y continuó en dirección al coche. Yo avancé dando traspiés detrás de ella.
– Ya se había efectuado el arresto. Usted lo entrevistó como testigo -proseguí-. Él no era un testigo, era nuestro hombre.
Wally Cartwright abrió la puerta del conductor y salió fuera. Me miró severamente desde el otro lado del techo del vehículo. Cecilia puso la mano en la manecilla de la puerta del acompañante. Yo me interpuse.
– Dígame su nombre. Déjeme hablar con él.
– No sé cómo se llama. No tenía nada que ver con el caso.
– Lo tendrá en los archivos, en los informes, en las notas. En algún lugar. Él fue el asesino, Cecilia.
Abrió la puerta.
– Mi oficina está cerrada todo el día. Llámeme mañana, veré si puedo encontrarlo.
Empezó a entrar en el coche y yo sentí cómo me hervía la sangre. Agarré con fuerza la puerta del copiloto y la abrí de golpe, arrastrándola a ella al mismo tiempo. Esos ojos y esas arrugas se tornaron hacia mí. Le hablé apretando los clientes.
– Si deja el caso hasta mañana, será mejor que duerma jodidamente bien está noche -encasqueté-. Porque a partir de mañana, voy a ir a por usted, señora. Me convertiré en el protagonista de todas sus pesadillas.
La fiscal soltó la puerta. Se giró y se quedó frente a mí. Su rostro menudo parecía relajado, pero su mirada estaba anublada, como un torbellino.
Estúpido, pensé. Estúpido bocazas, estúpido.
Cecilia Nussbaum habló en voz baja, en tono inexpresivo y monótono.
– Yo no soy Wally -soltó.
Cerré los ojos.
– Soy mucho más grande que Wally -añadió-. Y si vuelve a amenazarme, nadie podrá juntar los pedazos que quedarán de usted. El resto se lo habrá llevado el viento.
Permanecí inmóvil, con los ojos cerrados. Estúpido, pensé. Estúpido bocazas, estúpido. Cecilia Nussbaum, entretanto, se inclinó para sentarse en el coche y cerró la puerta con un golpe seco. Abrí los ojos justo cuando el Cadillac se adentraba en el tráfico bajando por Market Street.