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Eran aproximadamente las dos y media cuando llegué al St. Louis News. Me encontré con Bridget Rossiter en la puerta de la sala de redacción. Su rostro lleno de pecas indicaba urgencia.

– ¿Has oído lo de Michelle? Ha sufrido un terrible accidente.

Como editora de sociedad, Bridge siempre se enteraba de las noticias un poco más tarde que los demás. Asentí y le di una palmadita en el hombro. Ella hizo un gesto de lamento con la cabeza.

– ¿Sabes? el alcohol es el responsable de más del cincuenta por ciento de los accidentes de tráfico -observó.

– ¿Michelle todavía está en coma?

– ¿Está en coma? ¡Oh, Dios mío! -murmuró mientras yo seguía mi camino.

La sala de redacción rebosaba actividad. Los periodistas estaban sentados en distintos lugares del laberinto de presas, inclinados hacia sus respectivas pantallas de ordenador, escribiendo en sus teclados o reclinados en las sillas con un café en la mano y un periódico abierto sobre el regazo. En el despacho de redacción, Jane Marsh y William Anger, el editor de temas de minorías, estaban junto a la silla de Bob Findley, encorvados como si estuvieran en una conferencia. Por un momento, pensé que podría entrar y salir sin que Bob reparara en mí. Pero no iba a suceder así. Apenas había avanzado tres pasos en la sala cuando Bob levantó la cabeza como si hubiera sonado la alarma de un radar. Me observó desde el otro lado de la sala con esa mirada sin expresión que evidenciaba hasta qué punto su corazón me había borrado del Libro de la Vida.

Forcé una mirada angustiada y pasé de largo el despacho, tan cerca de la pared como pude. La puerta de la oficina de Alan Mann estaba cerrada, pero pude verle en el interior a través de las persianas. Estaba hablando por teléfono, gesticulando de forma expresiva y sosteniendo una barrita de chocolate con la mano que le quedaba libre.

No llamé a la puerta. Simplemente la empujé. Podía sentir los ojos de Bob a mi espalda, taladrándome la espalda, mientras entraba y cerraba la puerta detrás de mí.

– De acuerdo -consentía Alan por teléfono-. Haremos un editorial de peso para mañana sobre ese tema. ¿Que cuál es mi opinión? -preguntó moviendo su cabeza de halcón hacia delante y hacia atrás mientras me pedía que me esperara con un gesto de la mano en la que sostenía la barrita de chocolate-. Sí, lo entiendo -asintió entonces-. Claro, señor Lowenstein -se inclinó hacia delante en la silla y colgó el teléfono. Me miró por debajo de sus cejas espesas-. Deja de joder con la mujer de Bob -especificó-. A él no le gusta.

– ¡Dios! -exclamé-. ¿Qué ha hecho? ¿Publicarlo en la hoja informativa?

Alan me apuntó con la barrita de chocolate. Era un Snickers, el que está relleno de frutos secos.

– Si viene a mí y me pide tu culo, se lo voy a tener que dar. Y entonces serás sólo un agujero sin culo alrededor.

Saqué mis cigarrillos y me llevé uno a los labios. Me escondí detrás de la llama de la cerilla al encenderlo.

– Ella lo empezó todo -murmuré sin convicción con la llama al rojo.

– Eso no cuenta. Tú tienes ese no sé qué. -Si cuerpo inmenso se apoyó en el respaldo de la silla. Pegó un bocado a la barrita y masticó las nueces con rabia. Me miró ferozmente-. ¿Sabes qué?

– Sí, vale, vale.

– Eres un jodido mujeriego, eso es lo que eres. Y eso te jodió en Nueva York y volverá a joderte aquí. Vas a joder toda tu carrera vas a joder tu matrimonio si no eres capaz de guardar tu maldita polla dentro de tus pantalones y yo no voy a poder protegerte, maldita sea. ¿Cómo es?

– No es de tu maldita incumbencia -respondí-. No está mal.

– Maldito bastardo afortunado. A mí siempre me gustó.

– Cállate, Alan. ¡Por Dios!

– ¡Ey! No la pagues conmigo. Eres tú quien juró ante Dios y ante los hombres.

Me alejé y me dirigí hacia la pared. Estaba repleta de placas y certificados, premios y reconocimientos. Era lo que tenía en lugar de ventanas. También había fotos, fotos de Alan con el gobernador, con el presidente, con el señor Lowenstein, propietario del periódico. Les eché el humo a la cara.

– Escucha, Everett -dijo Alan-. ¿Te he hablado alguna vez de la ayudante del fiscal del distrito de la que me enamoré en Nueva York?

– No, y si me lo cuentas ahora, me echaré encima tuyo y te arrancaré la garganta con mis propias manos.

– Es un cuento muy edificante.

– Te mataré.

Lo dejaré para otra ocasión.

Me di la vuelta. Había dado otro mordisco al chocolate y mantenía la barrita justo delante de su cara, mirando con afecto una gota de caramelo que se deslizaba.

– Tengo un problema confesé.

– ¡Oh! Finalmente ha llegado la hora de la verdad. -La nariz picuda se le corvaba aún más al hacer muecas-. ¡Por todos los santos! ¿Acaso no sabes que Bob va a por ti desde que llegaste? Con esas formas tan tranquilas, formales y morales tan propias de él. Seguramente se alegra de que hayas jodido con su mujer, así tiene una razón ética para destruirte.

– Perfecto. Vivo para hacerle feliz. Pero ése no es mi problema.

– ¿Cómo puedes ser tan endiabladamente destructivo?

– Es la costumbre, Alan. Pero ése no es mi problema.

– Deberías haber jodido con mi mujer. Te habría partido la cara.

– Jodí con tu mujer.

Se echó a reír.

– Bastardo afortunado. ¿Y qué tal?

– Te envía recuerdos. Pero ése no es mi maldito problema, Alan.

– De acuerdo, ¿y cuál es tu maldito problema? Cuéntaselo a papá. Cabrón desalmado. – Se tragó el último trozo de la barrita.

– Frank Beachum repliqué.

– ¿El tipo que la va a palmar?

– Sí.

Arrugó el papel del tentempié y lo lanzó al aire con un movimiento rápido de la muñeca. Casó dentro del bote metálico que estaba junto a la pared.

– ¡Dos puntos! -exclamó.

– Se supone que debo entrevistarle esta tarde -explique.

– Una suerte y una esperanza gracias a mí. No la eches a perder.

– Creo que podría ser inocente.

– ¿Es ése tu problema?

– Si.

– Bueno, pues no lo es -opinó Alan-. Me alegro de que hayamos tenido esta pequeña conversación.

Se estiró en la silla de respaldo alto, enlazando las manos sobre su barriga prominente. Hice caer la ceniza del cigarrillo en la papelera con un gesto enojado. Alan suspiró, molesto.

– Estoy hablando en serio proseguí.

– No, no lo estás.

– Lo estoy. Mírame a la cara. Esta es mi cara seria, Alan. Seguro que la reconoces.

– Steven -manifestó-. Joven Steven Everett. Escúchame un momento. Escucha a tu mentor y guía. La vida es menos misteriosa de lo que solemos pensar. Las cosas son casi siempre lo que parecen. Al tío lo cogieron, lo juzgaron y lo condenaron. Esto no es televisión. Tú has estado en los tribunales. Tú sabes que es culpable.

Esbocé una sonrisa burlona apretando los dientes. El humo se escapó entre ellos.

– De acuerdo asintió al fin-. ¿Qué tienes?

Levanté la mano que sostenía el cigarrillo como si fuera a hablar. Pero luego, al no pronunciar palabra, puse el filtro entre los labios y aspiré con fuerza. ¿Qué diablos le iba a decir? ¿Que seis años después de los hechos había bolsas de patatas fritas en mi línea de visión? ¿Que miré en los ojos de Dale Porterhouse y supe que mentía? ¿Que me inquietaba que Nancy Larson no hubiera oído los disparos pese a que había declarado tener una magnífica razón para no haberlos oído?

– Oh -suspiró Alan tristemente-. Vamos, Eve.

– No, no, espera -manifesté.

– Ev, Ev, Ev…

– Escúchame.

– Ev… No tengo que escucharte. Te estoy mirando, Ev. Te estoy mirando y estoy viendo a un reportero que va a decirme que tiene una corazonada.

– Alan, he estado haciendo algunas comprobaciones…

– ¿Sabes cuál es mi opinión sobre los reporteros que tienen corazonadas?

– He hablado con uno de los testigos.

– No hay pedo en el mundo lo suficientemente sonoro como para expresar mi opinión.

– Hay discrepancias.

Avanzó la silla con un estallido agudo. Se me quedó mirando con los ojos como platos, azorado.

– ¿Discrepancias? ¿Te he oído decir que has discrepancias? -Sus cejas espesas se agitaban hacia arriba y hacia abajo-. ¿Después de una investigación de la policía? ¿De un juicio? ¿De una condena? ¿De seis años de apelaciones? ¿Di has descubierto discrepancias? ¿Cuánto has tardado, media hora?

– Venga, hombre. Conoces el sistema de apelaciones. Su primer abogado debía de ser un abogado de oficio de lo mas novato, y si no protestó sobre algo durante el juicio, los sustitutos no pueden utilizarlo después para la apelación. Ni siquiera se pueden argumentar pruebas de inocencia.

– Eve…

– Alan, por todos los santos, van a matar a ese tipo.

– Ev.

– Te estoy diciendo…

– Oh, oh, señor Everett replicó ladeando su enorme cabeza hacia mí.

– De acuerdo, de acuerdo acepté, levantando las manos-. Tengo una corazonada.

– Ya -Alan se sentó de nuevo.

Le apunté con el cigarrillo.

– Pero tú conoces mis corazonadas, Alan. Se basan en…

– Un intento desesperado de cubrir la vileza de tu comportamiento personal con una muestra de habilidad profesional.

– Exacto. Y esto es un bombazo. Hay algo en este caso que apesta.

– Ese soy yo. Me he comido uno de esos bocadillos de ternera para almorzar.

– ¡Maldita sea! -Avancé un paso en dirección a la papelera. Me incliné y aplasté el cigarrillo contra el borde-. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! -repetí.

Había una silla al otro lado de su mesa. Me acerqué y me hundí en ella. Me eché hacia delante y me llevé las manos a la cara. Al cabo de unos minutos, supongo que Alan se apiadó de mí. Le oí moverse en la silla con un gemido sordo.

– De acuerdo -aceptó-. Deja que entienda lo que está pasando. Si consigues que esta ejecución rutinaria se convierta en una gran historia de luchemos-por-la-justicia, quizás, y quiero decir quizás, amigo mío, quizá pueda defenderte cuando Bob intente despedirte.

Asentí incluso antes de levantar la cabeza.

– Si -afirmé- Supongo que esa es la idea.

Me miró con ojos que, para Alan, expresaban compasión.

– De todos modos perderás a tu mujer y a tu hijo, lo sabes. Se acabará enterando.

– Lo sé, lo sé.

– Y serás como una mierda callejera ahí fuera -declaró, inclinando la cabeza en dirección a la sala de redacción-. Les encanta Bob, tío. Andarían sobre fuego por él. Te pisotearán hasta reducirte a cenizas.

– Lo sé. Créeme.

Alan se encogió de hombros.

– Pero ¡qué diablos! Yo no soy tu padre. No creo que sea tu padre. ¿Soy tu padre?

– No, que yo sepa.

– Bien. Porque ningún hijo mío utilizará este periódico por sus propios y asquerosos motivos personales.

– No, no, jugaré limpio.

Alan dio un bufido de enojo.

– No pretendas presumir de integridad conmigo, joven.

– Perdona.

– ¿Quién sabe? -preguntó, levantando las manos con ademán filosófico. En todo caso criminal siempre hay algún error. Podrías convertirlo en una especie de cruzada periodística o alzo así. Luego, cuando Bob entre aquí y me pida que te traslade al lavabo, por ejemplo, podré decir: «Pero Bob, mira esa magnífica historia sobre Beachum que Steve sacó prácticamente de la nada». Le importará un comino, pero yo podré decirlo.

– Creo sinceramente que puede haber algo detrás de todo esto -repliqué con tanta convicción como pude.

Alan lanzó una risita ahogada. Evité que nuestras miradas se cruzaran. Todavía estaba encorvado, los hombros tocando los muslos.

– Bueno, ¿qué debo hacer?

Se encogió de hombros una vez más.

– No tengo ni idea. Pero haz que suene bien, camarada. Te apoyaré sólo si suena bien.

– Si, pero ¿qué pasa si realmente encuentro algo?

Se apoyó contra el respaldo de la silla.

– ¿Quieres decir alguna prueba? ¿Hoy? Quedan nueve horas antes de que lo revienten.

– Sí, sí, pero ¿qué ocurre si la encuentro? No es algo que pueda dejar para mañana.

Alan hizo una mueca mientras pensaba.

– No lo sé. Supongo que deberías consultarlo con el señor Lowenstein.

– ¿Tú crees?

– ¿Por qué no? Es amigo del gobernador. Si llama a su oficina y dice que es importante, el gobernador le hará caso, no me cabe la menor duda.

– De acuerdo. El único problema es que el señor Lowenstein me detesta.

Alan soltó un fuerte eructo. Su cuerpo dio un empuje para arriba y se le hincharon las mejillas.

– Todo el mundo te detesta, Eyerett continuó-. Incluso yo te detesto y soy tu amigo. Pero te diré algo: si acudes al señor Lowinstein más te vale que la historia sea genial. Y más sólida que una roca; si no, no sólo no llamará al gobernador sino que se comerá tu corazón y arrojará tu cuerpo a los perros. No es necesario que te acuestes con su mujer, te despedirá directamente.

Respiré profundamente y me levanté apoyándome en las rodillas.

– De acuerdo, gracias -respondí.

– ¡Ey! No me des las gracias. Pienso que eres un canalla. Bob quiere a esa mujer y, nos caiga como nos caiga, no merece esto. Y Barbara dejó su trabajo y su jodida casa y todo lo que tenía para que pudieras venir aquí y convertirte en un hombre de bien después de haberte tirado a la hija del propietario en Nueva York. Ella tampoco merece esto. ¿Y qué pasa conmigo? Soy una persona magnífica ¿y ahora vas a utilizar mi periódico para salvar lo que queda de tu existencia miserable y servil? Déjame decirte algo: he perdido el poco respeto hacia ti que me pudiera quedar. Así que… Estuvo bastante bien, ¿eh?

Me eché a reír.

– Jodete espeté.

– Bastardo afortunado.

Alan se puso a silbar cuando entré de nuevo en la sala de redacción.