-No soñé con ninguna criatura- dijo la mujer, tratando de incorporarse. Al notar que le sería imposible lograrlo, cejó en su intento y apoyó la cabeza sobre el improvisado lecho-. Soñé con mi marido. Con Dan. Durante mucho tiempo, pensé que no me amaba más, que mi vida con él había acabado. Pero entonces… cuando las criaturas me vinieron a buscar aquella noche… supe que estaba equivocada. A último momento, supe que estaba equivocada. Él me sigue amando.
-Entonces, querida, no fue una pesadilla, sino un buen sueño- aseguró Abel, esbozando una sonrisa y apretando su mano un poco más-. No tienes por qué preocuparte…
Pero la mujer cerró lentamente los ojos, y gruesos lagrimones rodaron por sus mejillas.
-Soñé que me abandonaba. Que su amor finalmente se extinguía, como una llama, y entregaba su corazón a una extraña…
-Era sólo un sueño- trató de apaciguarla Abel-. Sólo eso.
Pero la mujer, inmersa de nuevo en la vorágine de la fiebre, ya no volvió a contestarle…
Capítulo 18
Era muy duro estar allí abajo.
El pozo no era tan grande como en un principio había creído, y parecía estrecharse conforme pasaban las horas. La claustrofobia se cerraba sobre Quiroga como un puño poderoso y caliente. Además, por supuesto, estaba el asunto de la oscuridad.
Y la sed.
Y el hambre.
Su última comida había sido alrededor de veinticuatro horas antes: unas salchichas recalentadas, y un poco de arroz blanco, que él había ingerido con aire distraído mientras observaba el mapa en la pared de “su” sótano. En ese entonces, recordaba, se había preguntado dónde diablos se encontraba Arreaga, por qué aquel maldito biólogo no respondía sus llamados. Eso había sido horas antes de que Dan apareciera en su casa, con el cuento de que una criatura negra se había llevado a su mujer…
El estómago, en el pozo, ahora le crujía. Caminó de un lado a otro y contó los pasos; trató de escalar las paredes; gritó hasta quedar disfónico. Nadie acudió a sus llamados. Y el hambre… Mientras más pensaba en las salchichas, más apetitosas las recordaba. Por supuesto que era un juego de su mente: aquellas cosas recalentadas debían haber tenido un sabor repelente, algo similar al cuero viejo o a la carne hervida durante demasiado tiempo… Pero la comida era la comida. Y ahora no tenía nada. Y le esperaban… ¿cuánto había dicho Lucas? ¿Dos días sin comer ni beber? ¿Y cuánto llevaba allí? ¿Doce horas? ¿Seis?
¿Cinco minutos?
Entonces fue que escuchó que alguien se acercaba. Recordó de inmediato al tipo que le había tirado las piedras, y se agachó y cubrió la cabeza a la espera de un nuevo ataque. Pero la voz que bajó flotando no era la de un hombre, sino la de una mujer:
-¿Quiroga?- susurró la voz.
La reconoció enseguida: era Kathia, la chica que le había dado la “bienvenida” junto a Abel.
-¿Kathia?- dijo él en voz alta.
-Sshhh, no hagas ruido- se alarmó la chica. Se encontraba en la más completa oscuridad y se había acercado sin portar ninguna luz, por lo que su visita era, al menos, sospechosa y furtiva-. Soy yo, sí.
-¿Vas a sacarme de aquí?
-Baja la voz, por favor.
-¿Por qué?
Sabía el por qué, o al menos creía intuirlo, pero quería escucharlo de boca de la chica.
-Nadie sabe que estoy aquí. Supuestamente, no puedes tener visitas ni hablar con nadie.
-¿Ah, no? Ve a decírselo al tipo que me arrojó las piedras.
-¿De qué estás hablando?
-No importa. ¿Vas a sacarme de aquí?- repitió, esta vez casi susurrando.
La chica hizo una breve pausa. Quiroga podía escuchar el sonido de su profunda respiración.
-No- dijo al fin-. No puedo.
-¿Por qué no?
-Lo sabes. Eugenio ordenó que te metieran aquí abajo.
-No se llama Eugenio. Su nombre
es Lucas. Y es mi hijo.
-Sí- dijo la chica, y luego lanzó un sonoro suspiro-. Me dijeron que insistirías con eso.
-Es verdad. Sólo que él no me recuerda. O tal vez sí me recuerda, pero no quiere admitirlo.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué Eugenio haría eso?
Quiroga se recostó contra una de las paredes del pozo y negó con la cabeza, como si la otra pudiera verlo.
-No lo sé- dijo con sinceridad-. Tal vez… tal vez las mantarrayas le lavaron el cerebro. Algo así. Sé que pueden hacer esas cosas. Yo… yo hablé con una. Me habló en mi cabeza. No sé cómo diablos, pero esa hija de puta habló dentro de mi cabeza…
-No se le parece.
-¿Qué cosa?- dijo Quiroga, confundido.
-Eugenio. Si realmente es su hijo, no se le parece. Para nada.
-Él era muy similar a su madre. Al menos, en su aspecto físico.
-¿Y dónde está?
-¿Su madre? No está conmigo, si es a lo que te refieres.
-¿Están divorciados?
-Algo así- sin darse cuenta, emitió una amarga risita-. No creo que a Lucas le agrade saber que su madre se fue con un detective muerto de hambre. Ni yo mismo lo creo.
-Lo siento.
-¿A qué has venido?- dijo, bruscamente-. No creo que a hablar conmigo. Nadie se siente cómodo hablando conmigo.
-No- dijo la chica, dubitativa. Pese a que Quiroga no podía verla, pudo imaginársela sentada en cuclillas, mirando hacia abajo y rascándose pensativa el lóbulo de la oreja-. Le traje… le traje un poco de agua. Dentro de una botella. La bajaré con una cuerda, pero usted debe devolvérmela, para que nadie sepa que le trajimos agua.
-¿Agua?- repitió Quiroga, y una parte dentro de él se estremeció de avidez. No obstante, trató de mantener el aplomo y la apariencia de serenidad:-. Muy considerada de tu parte.
-En realidad, fue idea de Abel.
Quiroga de inmediato se puso en alerta al escuchar este nombre.
-¿Abel? Entonces dile que no quiero su agua.
-¿Por qué no?
-Me traicionó. Fingió hacerse el amistoso, pero en cuanto llegó Lucas, cambió de actitud totalmente. Es un perro cobarde y traidor.
Para su sorpresa, desde lo alto le llegó una risita sofocada.
-¿De qué te ríes?- dijo.
-Creo que lo describiste bastante bien. Pero no es tan malo como crees.
-¿Ah, no? Los cobardes son los peores.
-Tal vez Abel sea un cobarde… pero debes entenderlo. Él está lleno de resentimiento.
-¿Resentimiento?
-Sí.
-¿Por qué?
La chica hizo una breve pausa, como decidiendo si convenía hablar o no.
-Las babosas nunca lo eligieron- dijo al fin.
-¿Nunca lo eligieron para qué?
Pero creía saber la respuesta. Era increíble, pero estaba seguro que sabía de qué se trataba.
-Para el rol de líder.
-¿Son las… babosas quienes eligen al líder?
-Claro- dijo Kathia, y luego de una breve pausa, agregó:- Cuando nuestro anterior líder murió, Abel pensó que al fin le llegaba su hora. Pero las criaturas eligieron a Eugenio. Todos lo veíamos venir, menos Abel. Se puso muy mal desde entonces… Eugenio sabe que el viejo quiere su puesto, y es por eso que lo trata tan mal.
-Ustedes están locos- dijo Quiroga, luego de meditar las palabras de Kathia durante unos instantes-. ¿Escuchas lo que acabas de decirme, verdad? ¿Se pelean por servir a las criaturas? ¿Es que aquí abajo todos perdieron la cabeza, o qué?
-Es nuestro mundo- dijo la chica, y hubo un cierto cambio en el tono de su voz, que hizo que Quiroga imaginara a la chica apretando los dientes-. El mundo en que vivimos. Guste o no, debemos adaptarnos a él. Nadie está aquí abajo contra su decisión.
-No te creo.
-Es cierto.
-¿Me estás diciendo que tú estás aquí, porque realmente quieres?
-Es lo que estoy diciendo- sostuvo la chica.
Quiroga meditó el asunto durante un momento. Eso era algo en lo que no había pensado. Recordó que, al cuestionar a Abel los escasos intentos de escape que habían tenido allá abajo, el viejo había desviado la vista, contrariado… como si le ocultara algo. ¿Era esto lo que había tratado de ocultarle? ¿Que todos los que estaban allí abajo, lo hacían por una cuestión de propia voluntad y perfecto discernimiento?
-No te creo- volvió a repetir al fin, pero más que nada por decir algo-. Abel me contó que hubo algunos intentos de huida… no muchos, es cierto, pero que los hubo…
-¿Te refieres a la chica que casi se ahogó? ¿O a los otros muchachos que desaparecieron en el fondo del río? Son casos normales. Cada tanto, alguien se arrepiente y trata de escapar. Por supuesto, no lo logra, es imposible escapar de aquí.
-¿Y Lucas? ¿Él también quiso venir aquí?
-¿Eugenio? Seguro.
-No lo creo. Es imposible. ¿Y tú? ¿Tú también?
-Claro- dijo la chica, con tono indiferente.
-¿Pero por qué? ¿Por qué, maldita sea?
-Estamos mejor aquí abajo.
-¿Mejor?- no pudo evitar alzar un poco la voz Quiroga-. ¿Mejor que allá arriba? ¿Mejor que tener el Sol, mejor que el sentir el aire del verano?
-Por favor, baje la voz- dijo la chica, alarmada-. O vendrán los otros…
-¿Los otros alcahuetes, como Abel?
-Por favor, no hables… No sabes nada…
-No- reconoció Quiroga-. La verdad, no sé nada.
Durante unos segundos, quedaron callados, y Quiroga dejó de escuchar la respiración de la chica. Casi llegó a pensar que Kathia se había marchado… pero entonces la joven volvió a hablar:
-Cuando yo bajé, mi vida allá arriba era una mierda- dijo con un tono curiosamente apagado-. ¿Me hablas de la luz del Sol, del verano? Yo no sabía lo que era eso. Vivía recluida en una casa, junto con otras personas… yo las llamaba “amigos”, pero sabía que no eran tales. Los “amigos” no se roban entre ellos, ni se trenzan a golpes por el último gramo de esa mierda que consumíamos todos los días- soltó una risita, que a Quiroga no le sonó nada divertida-. Éramos como un grupo de murciélagos, dándonos calor entre nosotros y escondidos de la luz del Sol… Yo salía por las noches, y ofrecía mi cuerpo a cambio de más de aquella mierda, que me duraba lo suficiente como para llegar a la otra noche. Me internaron varias veces, y en una de ellas, la última, pensé que no saldría viva de ese hospicio de mala muerte, que olía a excremento y a vómito viejo. Fue entonces que las escuché por primera vez. A las criaturas. Durante mis sueños. Me susurraban, me cantaban cosas esperanzadoras dentro de mi cabeza… “Ven, ven con nosotros”, cantaban. “Ven con nosotros, y todo tu sufrimiento terminará…” Lo hicieron durante varias semanas, hasta que acepté. Parecía la única solución posible… Y ellas vinieron a buscarme- la chica calló.
Casi contra su voluntad, Quiroga se hizo una imagen de la joven Kathia drogada, deambulando por las calles en busca de un poco de dinero para seguir alimentando el vicio. Había visto muchos casos así, sobre todo cuando había trabajado en la Capital. Casi ninguna de esas chicas tenía un final feliz. Sobre todo las más guapas, como Kathia. Ellas terminaban metidas en fiestas orgiásticas de droga y alcohol, o sometidas a los requerimientos lujuriosos de algún sacerdote, o de un líder religioso en alguna oscura y remota secta… Terminaban en lotes baldíos o en ciénagas, con el cuerpo desnudo y los signos de una vejación atroz y despiadada. Sin embargo, Quiroga se resistía a creer que Kathia no había tenido otras opciones. ¿Era eso, o la vida allá abajo, en la oscuridad de una cueva y sirviendo a unas criaturas repugnantes? No podía ser.
-No puede ser- dijo en voz alta.
La chica emitió un siseo parecido al de un globo que se desinfla.
-Esa es mi historia. Si no quiere creerla, entonces el problema es suyo.
-¿Y Lucas? ¿Por qué un chico de ocho años querría bajar a este infierno?
-Debería preguntárselo a él. Después de todo, supuestamente es su hijo, usted debe conocerlo…- dijo la chica. Se escuchó un leve susurro, como si Kathia acabara de levantarse o cambiar de posición-. ¿Va a querer el agua, o no?
-Sí- dijo Quiroga-. Por favor.
-Recuerde devolverme la botella.
-Claro. ¿No puedes encender alguna de esas luces azules?
-No. Nos verían. Ahí va.
La botella bajó lentamente, amarrada a una soga. Quiroga no podía ver ninguna de las dos cosas, pero sí escucharlas, ya que golpeaban contra las paredes del pozo. Tanteó en la oscuridad hasta que su mano chocó contra la botella. La abrió y tomó unos tragos. Luego aferró la cuerda con ambas manos y miró hacia arriba.
-¿Kathia?
-¿Sí?
-Lo lamento.
Pudo percibir el desconcierto de la chica allá arriba.
-¿Lo siente? ¿Por qué…
Sin ningún tipo de advertencia, Quiroga tiró de la cuerda con todas sus fuerzas, venciendo la débil e inadvertida resistencia de la chica, que sujetaba el otro extremo. Escuchó que Kathia ahogaba un grito al perder el equilibrio, y entonces se puso de espaldas, esperando calcular con cierta precisión la caída. Y no le fue tan mal: apenas décimas de segundos después, sintió un impacto tremendo entre los omóplatos, que le quitó la respiración y lo derribó. Aspiró una honda bocanada y se puso trabajosamente de pie, buscando el cuerpo de la chica con los brazos abiertos. Tropezó con ella y volvió a caer. Regresó a gatas sobre el sitio, despellejándose las manos contra las rocas, y abrazó a Kathia fuertemente, inmovilizándola con sus noventa y pico de kilos de peso. La chica bufó y luego comenzó a patalear y a golpearle el rostro. Quiroga apretó el abrazo y la chica volvió a exhalar un largo quejido, quedándose quieta debido al dolor.
-Me doblé el tobillo- jadeó la chica-. ¡Maldito hijo de puta, pudo haberme desnucado!
Quiroga la obligó a pararse y la arrinconó contra una pared. Sintió que Kathia le hundía el puño o una rodilla en el estómago. El dolor fue inmediato y casi le hizo perder a su presa, aunque pudo recuperarse con relativa rapidez.
-Quédate quieta, o te haré daño.
-¡Maldito viejo, degenerado hijo de puta!
-No es lo que crees- gruñó Quiroga. Tomó el brazo de la chica y lo llevó a su espalda, retorciéndolo. De inmediato los forcejeos de Kathia cesaron-. Así me gusta. Si te mueves, te romperé el brazo. No es algo que me guste, pero si tengo que hacerlo, lo haré. Ahora llama a tus amigos.
-¡No!
-Como gustes. Puedo hacerlo yo.
-¡Por favor, no! ¡Eugenio me matará!
-Ya lo veremos. ¡Hey, Lucas!- gritó-. Vamos, vengan aquí, malditos esclavos de las babosas. Tengo a Kathia. ¡Le haré daño si no me liberan!
La respuesta no se hizo esperar. Hubo allá arriba un clamor de voces, y unas luces azuladas que se acercaban con premura. El primero en asomarse al borde del pozo fue Abel. Su rostro pálido y arrugado reflejó una gran conmoción y estiró las manos en dirección a Kathia.
-Quédese quieto- advirtió Quiroga-. No quiero hablar con usted, sino con Lucas.
-No lo hagas- dijo Abel-. Por favor, no lo hagas, nos meterás en problemas a todos…
-Traigan a Lucas- repitió Quiroga, y como para subrayar la amenaza estiró el brazo de Kathia un poco más. La chica aulló de dolor. Lágrimas de impotencia e ira le corrían por sus mejillas cubiertas de polvo y mugre-. ¡Traigan a Lucas, ahora mismo!
Más personas comenzaban a llegar al pozo. Quiroga reconoció a las dos mujeres que dormían abrazadas en la cueva, y también al joven de vaqueros desteñidos. Luego asomó otro rostro, que le resultó por completo desconocido: se trataba de un hombre de unos cuarenta y pico de años, barbudo y con el pelo tan rizado como el de los negros, aunque no lo fuera. Vio que su rostro estaba cubierto de un cardenal violáceo y supo que era el jodido que le había arrojado las piedras. Los ojos de aquel tipo parecían brasas y se notaba que pensaba arrojarse sobre él de un momento a otro. Se alegró que su herida luciera tan mal.
Con la barbilla, haciendo grandes esfuerzos para contener a Kathia, lo señaló.
-Tú, cara de Muppet. Quédate donde estás, o volveré a meterte otra piedra entre los ojos. ¿Me escuchaste?
Vio que el cuarentón dudaba y finalmente retrocedía un poco. Abel negó con la cabeza.
-Quiroga, por favor, no hagas nada estúpido.
-Yo sólo quiero que me saquen de aquí, para hablar con mi hijo. Y liberaré a Kathia. Lo juro.
-¿Su hijo?- repitió una de las mujeres.
-Cree que Eugenio es su hijo- respondió Abel. Parecía resignado y profundamente melancólico. Miró hacia el joven de los vaqueros desteñidos-. Ve a buscar a Eugenio, Rolo.
-Pero…
-Hazme caso, ve. Antes de que las cosas se pongan más feas de las que ya están.
El joven pareció sufrir un breve debate interno, pero luego asintió. Desapareció en la oscuridad, llevando una de las bolas azuladas consigo.
-No le hagas daño- dijo Abel-. Por favor.
-Todo depende de cómo se comporten ustedes.
-No pareces de esos que dañan a las mujeres.
-No- reconoció Quiroga-. Pero en circunstancias desesperadas, nos convertimos en los monstruos que más odiamos. Quédense quietos, y todo saldrá bien.
De reojo, percibió un movimiento en el brazo libre de Kathia. Entonces, alarmado, lo recordó. “El cuchillo”, pensó. “La chica tenía un cuchillo”.
Detuvo su brazo justo a tiempo, antes de que la chica pudiera ensartarle el muslo. Retorció su mano hasta que el cuchillo cayó. Sin embargo, el momento de distracción le costó caro. Vio que una sombra caía sobre él. Se agachó y trató de esquivar el bulto, aunque no fue lo suficientemente rápido. Su atacante, que no era otro que el cuarentón-tira-piedras, lo golpeó con las piernas y ambos hombres cayeron sobre el suelo del pozo. Quiroga se incorporó y recibió un puñetazo que lo arrojó contra la pared. De inmediato se dio cuenta de que el tira-piedras sabía pelear, dominaba ciertas técnicas básicas del boxeo, aunque tenía serias deficiencias en cuanto a fuerza y corpulencia.
-Ven- le dijo el tirapiedras, caminando en derredor suyo y dirigiéndole una sonrisa de odio-. Ven, maldito barbudo. Me las pagarás por lo que me has hecho en la cara.
-Te hice un favor, antes eras más feo.
Arrojó un puñetazo a su cara, y el tira-piedras, confirmando sus dotes de luchador, lo esquivó haciendo el cuerpo a un lado y contraatacando con una rápida sucesión de golpes, que conectaron con precisión en el pecho y el estómago de Quiroga. Éste gruñó y jadeó en busca de aire. Pensó que necesitaba encontrar el cuchillo. Si Kathia lo hallaba antes que él, entonces todo estaría perdido.
-Esto es sólo el comienzo- dijo el tira-piedras, con los ojos brillando por el triunfo-. Te mataré a golpes. Sabes que puedo hacerlo.
Quiroga no le hizo caso. Sabía que era más urgente el tema del cuchillo. Del tira-piedras podía encargarse después. De reojo, vio que la chica se estaba agachando y pretendía agarrar algo del suelo. Quiroga apartó al tira-piedras de un empujón y luego pisó el cuchillo, antes que la chica pudiera agarrarlo. Kathia se arrojó sobre él y le mordió en las bolas. El ataque fue tan certero y sorpresivo que Quiroga lanzó un grito y trastabilló hacia atrás. La chica aprovechó y se arrojó sobre el cuchillo, pero Quiroga no estaba dispuesto a ceder tan rápido. Aferrándose con una mano en el sitio mordido, se abalanzó sobre ella y con un rápido movimiento de brazos volvió a quitarle el arma. Entonces sintió un golpe en la nuca, que lo atontó durante unos segundos.
-Aún no he terminado contigo.
Era el tira-piedras, que regresaba a la lucha. Quiroga se dio vuelta para recibirlo. Se las arregló para sonreír. Aún tenía el cuchillo en la mano, pero su intención no era matar a nadie, por lo que se lo metió en uno de los bolsillos traseros del pantalón. El tira-piedras hizo una finta y luego le sacudió la cabeza de un trompazo. Quiroga volvió a gruñir, impaciente. Cuando el otro se disponía a arrojar un nuevo golpe, Quiroga agachó la cabeza y como un toro enfurecido embistió y lo aplastó contra la pared. El tira-piedras, que no debía pesar más de sesenta o sesenta y cinco kilos, exhaló todo el aire y Quiroga lo agarró fuertemente de la quijada.
-Me tienes cansado. Vete a dormir- dijo.
Le dio un puñetazo en el rostro, que, efectivamente, lo puso a dormir sobre el suelo del pozo.
Se dio vuelta hacia Kathia.
La chica, que estaba agazapada detrás suyo, volvió a morderlo en las bolas.
-Iiiaaaajooo- dijo Quiroga.
La apartó de un manotazo y se encogió de dolor. Otra sombra cayó a unos pocos centímetros de él. Era una de las mujeres, la que había preguntado por su hijo. La mujer empuñaba un cuchillo del tamaño de un brazo; lo blandió delante de sus ojos y luego lanzó una estocada.
Lo esquivó a duras penas, pero perdió el equilibrio y cayó. “No podré con todos”, pensó. “Creo que es hora de jugar un poco más fuerte”.
Sacó el cuchillo de su bolsillo trasero y lo empuñó. Tal vez si lograba desarmar a la mujer, y usar el cuchillo para amenazar a los demás, volvería a dominar la situación. Estaba por atacar cuando sintió un grito fuerte y agudo que casi contra su voluntad lo detuvo:
-¡No, papá!
Tanto la mujer como Quiroga miraron hacia arriba. Lucas se había asomado al borde del pozo, y le apuntaba con su arma. Los otros miraban a Lucas con expresiones de sorpresa y desconcierto en sus rostros.
-Lucas…- dijo Quiroga, jadeando en busca de aire-. Quiero que me saques de aquí de una maldita vez. O juro que habrá muertes. Lo juro.
Lucas se dirigió a los demás.
-Ayúdenlo a subir.
-Pero, Eugenio…- comenzó a protestar el joven de los vaqueros desteñidos.
-¡Dije que lo ayuden a subir!- gritó Lucas. Esta vez no parecía el adulto cruel y decidido de antes, sino apenas un niño pálido y asustado. Sin embargo, observó Quiroga, seguía apuntándole con la pistola.
-No hace falta que me encañones así, hijo. Sólo quiero hablar contigo.
Los otros habían bajado una soga. Quiroga la tomó entre las manos, pero sin embargo aguardó unos momentos más antes de subir. Miró por última vez a Lucas.
-No vas a hablar conmigo, sino con las criaturas- dijo al fin el chico. Sus labios temblaban. Su mirada era huidiza y parca. Parecía sumamente conmovido por algo-. Ellas me lo han dicho.
-Pues yo no quiero hablar con ninguna babosa, sino contigo.
-Lo siento, debes hacerlo. No tienes otra alternativa. O de lo contrario, dispararé.
-Soy tu padre. No puedes dispararme.
El chico alzó la pistola y retiró el seguro. El clic que se escuchó fue tan sonoro que incluso hizo ecos en las paredes de la caverna.
-Puedo. Ahora ven conmigo, y te llevaré con ellas.
-¿Por qué quieren hablar conmigo? ¿Qué es lo que quieren decirme?
La mirada de Lucas se tornó más asustada y huidiza.
-No lo sé.
“Ahí está”, pensó Quiroga. “Ese es el origen de todos sus males: las criaturas no le han dicho nada, le han guardado un secreto”.
-¿Cómo sé que no es una trampa?
-No puedes saberlo. ¿Vas a subir o no?
Quiroga asintió y comenzó a subir. No concebía otra alternativa. Tal vez todo el asunto estaba perdido desde mucho antes…
Llegó al extremo del pozo y algunas manos lo ayudaron a incorporarse. Lucas se puso detrás de él y le apoyó la pistola en la espalda.
-Vamos- dijo-. Te llevaré con las babosas.
-Qué emoción. Pensé que ese día nunca llegaría.
Sintió un golpe que le arrancó destellos de dolor a su hombro derecho.
-No te hagas el gracioso. Ahora camina.
-Está bien- dijo Quiroga, de repente sombrío.
Comenzaron a descender por la cueva, en dirección al nido de las criaturas.
Capítulo 19
1
La dirección de la casa que Quiroga había señalado en el mapa, y que Dan había tenido la previsión de anotar en un amarillento papel encontrado sobre la mesa del sótano, se hallaba ubicada en las afueras del pueblo, a unos cuatrocientos metros de la ruta principal. Había que recorrer un camino en malas condiciones, rodeado de coníferas altas y centenarias, y luego doblar por un pequeño recodo hasta llegar a una tranquera de madera y alambre, rigurosamente cerrada con una traba de hierro primero y un candado del tamaño de un puño después. Luego de unos veinte minutos de tortuosa marcha, Dan estacionó el coche frente a la tranquera y observó a través del espejo retrovisor. El coche de Amanda venía detrás, abriéndose paso entre una nube blanquecina de polvo. Desde su posición, podía ver la cara y las manos de la chica, que frenéticamente maniobraban sobre el volante para esquivar la mayor cantidad de baches posibles. Se bajaron de sus respectivos coches casi al unísono y luego observaron, en silencio pensativo, la casa de dos plantas que se erigía detrás de la tranquera.
-Pongámonos en marcha- dijo al fin Dan, dando una leve palmada en el aire, como alentándose a sí mismo. Se acercó a la tranquera y puso un pie sobre uno de los gruesos alambres, listo para trepar-. Debemos encontrar el pozo. Según palabras de Quiroga, está en algún lugar del patio trasero. Cuando lo encontremos, me dirás qué hacer con el equipo de buceo, y luego yo bajaré.
-¿No nos conviene traer el equipo con nosotros?
-Primero echemos una mirada al pozo- indicó Dan.
La chica asintió, no muy convencida. Treparon la tranquera y luego se detuvieron delante de la casa, examinándola con ojos cautos. Parecía en total estado de abandono. Su estructura se encontraba levemente inclinada hacia la izquierda, como si parte de sus cimientos hubiese cedido durante las interminables lluvias del último otoño. Una vieja hamaca de hierro, completamente oxidada, colgaba de uno de los tirantes del porche de madera. Las enredaderas salvajes trepaban implacablemente por las paredes, hasta llegar al techo de tejas rojas. Amanda señaló hacia el derruido tejado: una veleta de hojalata, con la forma de un gallo sin cabeza, giraba perezosamente al compás del viento, chirriando sobre su eje como un viejo molino.
-Parece una casa embrujada- dijo la chica.
Se dirigieron hacia el patio trasero. El Sol sobre sus cabezas brillaba con fuerza y les quemaba la piel del rostro y de los brazos desnudos. Ante cada paso que daban, infinidad de saltamontes brotaban de la hierba y volvían a zambullirse algunos metros más allá, haciendo crujir sus alas. El terreno en la parte trasera era extenso y parecía delimitado por una fila de añosos eucaliptos; en total debía medir unos cien metros por cincuenta. Era absolutamente plano y lo único que alteraba ese mar de pastizales era una vieja carreta de madera, con sus ruedas de finos rayos hundidos en la tierra reseca. Dan se detuvo para secarse el sudor de la frente, con un pañuelo, y luego de contemplar atento el campo durante unos instantes, lanzó una maldición.
-¿Qué pasa?- preguntó Amanda.
-Pensé que el pozo tendría aljibe, y sería visible a simple vista- negó con la cabeza, contrariado-. Pero, evidentemente, es un pozo ubicado al ras de la tierra, oculto en algún lugar de estos pastizales. Tendremos que buscarlo, y al mismo tiempo evitar caernos dentro de él.
-Andaremos con cuidado- se encogió de hombros Amanda-. No creo que sea muy difícil encontrarlo.
-Esperemos que no- dijo Dan, volviendo a mirar el reloj. Eran las dos y media de la tarde. Le pareció increíble que, apenas doce horas atrás, una criatura que se asemejaba a una improbable mezcla de calamar con mantarraya gigante le había introducido uno de los tentáculos dentro de su boca. El recuerdo le parecía tan delirante, tan irreal…
Entonces un pensamiento, feroz y alarmante, lo asaltó con la suficiente fuerza como para sobresaltarlo:
¿Y si lo era?
¿Y si en realidad, era algo irreal?
¿Y si él aún se encontraba en su cama matrimonial, tapado con las sábanas hasta el cuello (tal cual era su costumbre) y durmiendo abrazado junto al calor de Liana?
No era la primera vez, en las últimas horas, que se le ocurría algo así. Sin embargo, esta vez el pensamiento lo agarró desprevenido, interpelándolo con su lógica irresistible. “Piénsalo bien”, le decía esta nueva y persuasiva voz. “Lo que está sucediendo es imposible. Las criaturas, el lanzallamas, la droga de Quiroga, los policías violentos: todo eso parece sacado de un sueño, tiene una innegable cualidad onírica, ¿verdad? ¿Y sabes por qué? Porque de hecho, es un sueño. Así que despierta. Despierta de una maldita vez”.
-¿Dan?- dijo Amanda, sacándolo bruscamente de su ensoñación. Él alzó la cabeza, sintiéndose inexplicablemente culpable.
-¿Hm?
Amanda lo miraba con expresión inquieta y curiosa, tenía los ojos algo húmedos. ¿Qué rayos le pasa?, pensó, de repente molesto. La chica lo observaba fijamente, como si él tuviera algo extraño en la cara… Estaba por preguntarle qué era lo que sucedía cuando lo notó: la mirada de Amanda en realidad lo traspasaba, no lo estaba observando a él, sino algo que había a sus espaldas, entre los pastizales amarillentos del patio trasero.
Se dio vuelta, siguiendo la dirección de su mirada.
-Jesús- murmuró en voz alta, sin darse cuenta. Dio un inconsciente paso hacia atrás y Amanda lo tomó fuertemente del brazo, como si temiera que se cayera de espaldas-. Mierda…
Volvió a mirar, y el pensamiento lo asaltó de nuevo: es irreal, todo esto es irreal, despierta de una buena vez…
En línea recta, a unos veinte metros de distancia, una cabeza negra y reluciente emergía lentamente de un agujero en el suelo.
2
Estaban llegando al río: Quiroga ahora no sólo podía escucharlo, sino también olfatearlo. Un olor de agua fresca y altamente mineralizada, a limo fresco, que le hizo evocar un lago donde él solía nadar cuando era chico. Lucas caminaba detrás suyo, apuntándole con la pistola a unos dos metros de distancia; lo seguía Abel, que permanecía curiosamente callado y taciturno. Por expresa orden de Lucas habían dejado a los otros atrás, arreglando los asuntos en derredor al “sótano”. Ahora, la cueva se estrechaba a medida que seguían bajando; el techo comenzó a perder altura, y algo en el aire cambió sutilmente, haciéndole erizar la piel de los brazos. Ahora ya no hacía tanto calor, aunque la humedad persistía; Quiroga lo atribuyó en parte a la presencia cada vez más cercana del río. Vio que a su derecha la cueva torcía hacia un recodo tenuemente iluminado por una bola azulada, ubicada sobre una gran roca. Señaló hacia el lugar, interrogante.
-Allí es donde trabajamos- explicó Abel, que parecía muy atento a los movimientos de Quiroga-. Donde debemos cumplir los turnos.
Quiroga volvió a observar el recodo. Parecía que seguía más adentro y se ensanchaba en una recámara, pero debido a su ángulo de visión, era imposible ver más allá.
-¿Turnos? ¿Trabajo? ¿Qué es esto, una puta fábrica?
-Es lo que debemos hacer- explicó tranquilamente Abel. Quiroga giró el cuello y lo observó. El anciano iba caminando con las manos en los bolsillos, apenas fijándose en el camino, como si conociera de memoria cada piedra y cada imperfección del mismo.
-Aún no me dijeron qué es lo que diablos hacen aquí abajo.
Abel miró a Lucas, como esperando su aprobación.
-Dile- asintió éste, malhumorado-. Pero sé breve, no te vayas por las ramas como haces siempre.
Abel asintió, su cabeza oscilaba hacia arriba y hacia abajo como la de un pájaro. Quiroga, que vio todo esto de reojo, odió al tipo con todas sus fuerzas; parecía el típico soplón que se desvive por servir a su jefe, pero que en cuanto puede, le da una puñalada por la espalda.
-Allí están los enfermos- explicó Abel-. Y los bebés. Nosotros debemos cuidar de ellos.
Quiroga se detuvo, sorprendido. Volvió a girar la cabeza para mirarlo. De inmediato Lucas le apoyó la pistola en la espalda y le dio un empujón.
-Sigue caminando. Puedes escuchar y caminar al mismo tiempo.
-Pensé que los enfermos estaban en… ese lugar donde se encontraba Liana- dijo, obedeciendo a Lucas y poniéndose en marcha de nuevo, aunque girando la vista constantemente para observar a Abel-. Creí que dijiste que…
-Es que no entiendes- dijo de inmediato Abel-. No estoy hablando de nosotros, sino de ellos. Nosotros somos las nanas y los enfermeros de las babosas. Cuando uno de ellos enferma, o se pone demasiado viejo, nosotros debemos cuidarlos, las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Es por eso lo de los turnos. Debemos limpiar sus cuerpos y humedecerlos cada diez minutos con agua. También debemos… -volvió a mirar a Lucas, dudando, pero éste caminaba abstraído, como si no escuchara sus palabras-. Debemos cantarles.
-¿Cantarles?- repitió Quiroga, incrédulo.
-Ellos tienen tanto miedo a la muerte como nosotros. Y al parecer, se calman un poco si escuchan música. Nosotros debemos asegurarnos de que los ancianos tengan una muerte lo más tranquila posible.
-¿Y qué les cantan?- enarcó las cejas Quiroga-. ¿El arroz con leche? ¿La canción de Mickey Mouse? ¿Qué?
-Oh, no es algo de la Tierra. Ellos… ellos tienen su propia música, y nos han enseñado algunas canciones. Son difíciles de aprender, porque utilizan una escala musical que es casi atonal, algo parecido a lo que compuso Schönberg hace un siglo, que suena mal a nuestros oídos, pero…- de repente, para espanto de Quiroga, Abel comenzó a cantar. Lo hizo con una voz aguda al principio, que subió y bajó sin melodía aparente y luego, progresivamente, se fue tornando más grave hasta terminar casi en un ronquido de angustia. El canto se extinguió y luego volvió a alzarse en el aire, para finalmente volver a un silencio que pareció llenarlo todo. No fueron más de cinco o diez segundos, pero a Quiroga bastó para ocasionarle un escalofrío.
-Si tengo que cantar esa mierda durante dos horas seguidas, enloqueceré- dijo.
-Te acostumbrarás- aseguró Abel-. Ya lo verás.
-¿Y los bebés? ¿Las babosas tienen… bebés?
-Claro. Son seres biológicos como cualquier otro. Sólo que estos vienen… bien, del espacio exterior. Nosotros debemos cuidar a los bebés durante la mayor parte del día. En este preciso momento, tenemos una sola cría: las babosas, por suerte, no son muy prolíficas que digamos.
-¿Y cuántas son? ¿Cuántas son en total?
Abel no respondió de inmediato. Quiroga pudo ver que el viejo sopesaba en su mente la pregunta, como si decidiera si convenía o no responderla. Se quitó una mano del bolsillo y luego se meció su barba amarillenta.
-No tenemos una cifra precisa- dijo al fin-. Pero calculamos que… debe haber más de cien.
-¡Más de cien!- se estremeció Quiroga.
Por primera vez, desde que estaba allá abajo, comenzó a vislumbrar la posibilidad de que nunca podría salir de esa cueva. Al menos, de salir vivo. Cien de esas cosas eran demasiadas, ni siquiera un batallón de soldados podría contra ellas…
“Y además”, pensó con amargura, “el enemigo no sólo está en ellas, sino entre nosotros también”.
Se imaginó una confrontación feroz entre las criaturas y los humanos. ¿De qué lado se pondrían Abel, Kathia, el Tira-Piedras, su propio hijo? Si lo que le había dicho Kathia era cierto, entonces cada uno de ellos ya había tomado su decisión irrevocable. “Cien criaturas, más nueve humanos”, pensó. “Ni más ni menos que eso”.
“Mierda: jamás podré salir de aquí”.
-Sé lo que está pensando- interrumpió de golpe sus pensamientos Abel-. Es decir: ¿por qué no tomarlos de rehén? ¿Por qué no agarrar uno de esos bebés, y obligar a las criaturas a que nos liberen?
-Creo que Kathia habló algo de eso- murmuró Quiroga, a regañadientes-. Ustedes están aquí porque quieren. Aún me cuesta entenderlo, de hecho nunca lo entenderé, pero creo que esa es la respuesta. ¿Verdad?
-No es el mejor de los mundos posibles, lo admito…- sonrió entre dientes Abel, y su mirada pareció relampaguear bajo la luz azulada de la bola-. Pero yo, al menos, encontré el sentido de mi existencia aquí abajo.
-¿De verdad?- no pudo menos que resoplar Quiroga-. ¿Así que su propósito en esta vida es el de ser esclavo de unas babosas del espacio? ¿Cuidar sus hijos, sus enfermos? Menudo propósito.
-Es un trabajo. Es una obligación.
-Si es un trabajo tan enaltecedor, ¿por qué no lo hacen las babosas?
-Lo mismo se deben estar preguntando, allá arriba, millones de personas que cuidan a los hijos de otros- respondió de inmediato Abel, como si se hubiese hecho esa pregunta miles de veces. Parecía crispado y Quiroga supo que había tocado una fibra sensible en el ánimo del anciano-. Personas que planchan la ropa de otros. Que les limpian la casa, les hacen el desayuno y la cena, y que les cambian las sábanas manchadas de semen y sangre al menos una vez a la semana. ¿Usted cree que allá arriba la situación es diferente? Cuando un anciano no sirve más y se torna una molestia, los encierran en un geriátrico, donde personas totalmente desconocidas cuidan de él hasta que finalmente muere. Las personas allá arriba tienen hijos, pero están tan ocupados con la carrera profesional que los dejan al cuidado de una adolescente durante todo el día. ¿Cambiar pañales, dar el biberón a las tres de la madrugada, perder segundos de sus preciosas vidas para ver sonreír al bebé? Si tienen el dinero y la posición social suficiente, pagan a alguien que lo haga y listo. Aquí abajo es similar, con una gran diferencia: las criaturas nos protegen. Nos cuidan hasta el final. Allá arriba, si la niñera o el personal doméstico muere, o se enferma, les dan una patada en el culo, y se olvidan de ellos- de pronto su voz se quebró y agregó, en un último susurro horrorizado:- Mis hijos… mis propios hijos… me despojaron de la casa y me metieron en un asilo…
Pero Quiroga decidió ignorar este último comentario.
-¿Así que las criaturas los protegen?- dijo en cambio-. ¿Como protegieron a la chica que casi se ahogó? ¿Como protegieron a los jóvenes que se ahogaron, y como protegen ahora mismo a Liana?
Abel por primera vez pareció un poco incómodo, pero fue el turno de Lucas de contestar:
-La chica y los jóvenes intentaron escapar, y fue ahí donde sellaron su suerte. A nadie le gustan los traidores. Liana es nueva, y las babosas aún no se fían de ella. Dicen que… dicen que a último momento, cuando la fueron a buscar, Liana se resistió.
-¿Cómo lo sabes?
-Tengo contacto directo con ellas- dijo Lucas, con visible orgullo-. El supervisor es al único de los diez al que hablan.
-¿Y a los otros no?
Lucas dirigió una rápida mirada a Abel, que había quedado con la cabeza gacha, las expresiones inescrutables.
-No.
-Entonces eso quiere decir que nos odian- asintió Quiroga, esbozando una sonrisa satisfecha.
-Yo no dije eso- se apresuró a decir Lucas.
-No lo dijiste con palabras directas, pero lo diste a entender. Ellas sólo se comunican con el supervisor, pero sólo porque no tienen alternativa, y con los demás evitan todo tipo de contacto. ¿Dónde dices que viven las babosas? Del otro lado del río, ¿verdad?- no esperó que ni Lucas ni Abel respondieran, sabía que de todos modos no lo harían-. ¿Y las babosas los dejan cruzar al otro lado?
Lucas permaneció en silencio. Abel seguía con la cabeza gacha, aunque ahora fruncía el ceño, como si estuviera concentrado en un problema matemático de difícil resolución.
-¿No, verdad? No pueden cruzar al otro lado- insistió Quiroga.
-El supervisor, a veces, sí.
-Pero los otros no- replicó Quiroga, y antes de que los otros tuvieran oportunidad de abrir la boca, agregó:- ¿Saben lo que me recuerda esto? A las antiguas mansiones señoriales. Los amos más educados trataban a los sirvientes negros con amabilidad, pero en el fondo los despreciaban y evitaban mezclarse con ellos, porque los consideraban seres inferiores. Los sirvientes tenían órdenes de no mirar a los amos directamente a los ojos. Y por supuesto, vivían en casas apartadas, junto con las ovejas y los caballos: no vaya a ser cosa que impregnaran la casa principal con sus olores y sus genes defectuosos.
-Esa es una lectura bastante maliciosa de la realidad- protestó Abel. Se había sonrojado y miraba a Quiroga en actitud desafiante.
-No, estimado, no es una lectura de la realidad: es la realidad- Quiroga volvió a detenerse y de inmediato Lucas le apoyó el arma en la espalda.
-¡Muevete! No te hagas el estúpido.
Pero Quiroga no obedeció. Con mucha lentitud, atento a la reacción de Lucas, primero alzó los brazos y luego se dio vuelta, para tener a Lucas cara a cara.
-¿Qué haces?- gritó Abel-. ¡No desobedezcas a Eugenio!
-Lucas…- dijo Quiroga, ignorando al otro hombre. Miraba al joven fijamente, intentando transmitir franqueza y serenidad. Estaba seguro de que, si de algún modo lograba entrar en el corazón y la mente de Lucas, aún podían quedar ciertas esperanzas-. Escúchame, Lucas. Dame esa arma. Podemos hacerle frente a todos. Podemos escapar…
-Te lo digo por última vez: sigue caminando- dijo Lucas.
Sin embargo, Quiroga creyó percibir un cierto temblor en su voz… cómo si el muchacho de repente dudara…
-Sé que eres Lucas. Sé que eres mi hijo.
-No soy tu hijo. No eres mi puto padre.
-Hace un rato me dijiste “papá”.
-Estaba jugando contigo. Ahora muévete. Muévete antes de que te meta un balazo en las tripas.
-¿Por qué las babosas quieren hablar conmigo?- probó Quiroga su última ficha-. ¿Lo sabes?
De nuevo la duda aleteando en sus ojos. Y miedo. Sí: era indudable. En los ojos del muchacho cruzaba una sombra de miedo.
-Supongo que… irán a matarte- dijo el chico-. Sé que mataste a uno de ellos. No sé cómo, pero lo mataste. Y ellos ahora quieren venganza.
-Lo achicharré con un lanzallamas- dijo Quiroga, disfrutando de la reacción que sus palabras despertaban en Abel, que ahora parecía totalmente horrorizado-. Lo asé a fuego rápido y luego me lo merendé. Sí, chicos: los amos no son tan fuertes e invencibles como ustedes creen.
-Cállate- murmuró Abel, aunque se lo veía preocupado. Ahora observaba a Quiroga de otra manera, como si descubriera en él nuevas y asombrosas cualidades, que merecían su respeto y su odio simultáneo. Observó a Lucas, casi suplicante-: Eugenio, ¿es cierto…
-Sí- dijo Lucas de inmediato, con una mueca de desprecio en los labios-. Pero no hables más, Abel. Ya me cansé de escucharlos.
-No puedes matarme, ¿verdad?- sonrió Quiroga-. Las criaturas te lo han prohibido.
El chico desvió los ojos, inquieto.
-No. Pero me dijeron que te lleve vivo, no intacto. Así que nada me impide dispararte en tu puto pie. ¿Qué te parece si lo llevamos a la práctica?
-Está bien- dijo Quiroga, dándose cuenta de que nada bueno podría salir de esa charla. Se dio vuelta y comenzó a caminar de nuevo, seguido por el silencio helado y furioso de los otros dos. Ahora el terreno se había vuelto muy vertical y se hacía difícil caminar sobre él sin conseguir resbalar sobre las piedrecillas sueltas. Quiroga esquivó una roca redondeada del tamaño de un camión y luego se encontró, de súbito, con el río que asomaba en una especie de hoya de unos veinte metros de diámetro.
El río era de aguas transparentes y parecía muy tranquilo, aunque cuando Lucas iluminó la orilla, Quiroga pudo ver que debajo de la superficie existían fuertes corrientes que llevaban los sedimentos de un lugar a otro. Recordó su desafortunado descenso con el biólogo: habían estado a punto de perderse y ahogarse allí abajo. Y si les había sucedido esto con equipos autónomos de respiración, ¿cómo se suponía que uno podría salir de allí nadando? Era una locura. Si había una salida, no sería a través del río precisamente.
Del otro lado del río, la caverna continuaba y se extendía hacia límites incalculables, debido a la completa oscuridad, que ni siquiera la luz de la bola azulada lograba traspasar. Quiroga se dio vuelta y encaró a los otros dos hombres.
-¿Y bien? ¿Qué se supone que hagamos ahora?
Con su pistola, Lucas señaló hacia la otra orilla.
-Debes nadar hasta allí. Las criaturas te estarán esperando más adentro.
-¿Ahora?
-Sí, ahora.
-Pensé que tenía turno con ellas a las cuatro.
Lucas lo encañó y le dio un leve aunque firme empujón.
-Vamos. No me hagas perder la paciencia.
No tenía sentido discutir, así que comenzó a internarse en el río. El agua muy pronto lo cubrió hasta la cintura y Quiroga no pudo evitar sentir un escalofrío.
-¿Qué pasa?- dijo a sus espaldas Lucas, en tono burlón-. ¿Está muy fría?
-No te pases, hijo.
-Te dije que no eres mi padre.
-Ya lo veremos- dijo Quiroga, enigmático.
Cuando el agua lo cubrió hasta el ombligo, dio un chapuzón y comenzó a nadar. El agua helada lo recibió con un golpe que le cortó la respiración y le hizo jadear de dolor. Con fuertes y poderosas brazadas, cruzó el río en menos de diez segundos. Salió a la otra orilla, aterido pero triunfante. Miró hacia atrás. Abel y Lucas se estaban retirando, llevándose la única fuente de luz consigo.
-¡Hey! ¿A dónde carajo van?
No le respondieron. Habían emprendido el ascenso y no se molestaron en dirigirle una última mirada.
Quiroga quedó en la más completa oscuridad, de cara a aquella cueva que se adentraba como un cuchillo negro en lo profundo de la montaña. Podía sentir algo… una extraña vibración bajo sus pies. Como la de una maquinaria enorme y eléctrica trabajando a todo trapo en algún lugar de la caverna. Y había ruidos. Ruidos que a él le resultaban atrozmente familiares: ruidos de succión, de sopapa, ruidos viscosos que se acercaban…
Exhaló un suspiro. Sabía que de nada serviría huir.
-Que sea lo que el Destino quiera- murmuró en voz alta, y su voz hizo eco en las paredes de la caverna y se multiplicó hasta el infinito, como la plegaria desesperanzada de miles de personas perdidas en la oscuridad.
Y dicho esto, comenzó a caminar en dirección a las babosas.
Capítulo 20
-Es… es lo que parece?- murmuró Amanda.
-Un hombre- asintió Dan, tratando de que su voz sonase como la de alguien cuerdo y en absoluto asustado. Lo cierto es que su corazón aún corcoveaba con rapidez: al echar la primera mirada hacia la cabeza, había pensando que era uno de los tentáculos del calamar, que finalmente, después de tantas dilaciones, venía a buscarlo-. Y creo saber quién es.
-¿Quién?
-Ven conmigo, y te explicaré.
Echó a caminar hacia el pozo, seguido de cerca por Amanda. El hombre que había emergido de entre las hierbas estaba de espalda y por lo tanto aún no los había visto; Dan observó que era bastante gordo, y jadeaba penosamente en su intento por salir del pozo. El hombre se sacó la máscara de buceo y luego la capucha del traje de neopreno, revelando una calva pálida y perfectamente redondeada, como una piedra de cuarzo erosionada bajo millones de años de viento y agua. Depositó la máscara de buceo sobre las hierbas aplastadas, donde también descansaba, reluciente bajo el Sol, un tubo de oxígeno de color amarillo. El hombre de repente escuchó los pasos de Dan y de Amanda y se dio vuelta, sobresaltado: sus ojos, detrás de unos lentes de culo de botella, reflejaban un miedo sobrecogedor. Y Dan, de inmediato, creyó saber por qué.
-¿Arreaga?- dijo-. ¿Facundo Arreaga?
Estaba casi seguro que era él. “Estoy trabajando con un biólogo, Facundo Arreaga…”, había dicho Quiroga en uno de sus últimos videos.
El hombre pareció sobresaltado al escuchar su propio nombre. Observó a Dan, y luego a Amanda. Los ojos del hombre recorrieron la figura de Amanda con avidez, de arriba abajo, y luego se apartaron con rapidez, como temiendo algún tipo de reproche o mirada de burla por parte de la chica.
Pese a su calvicie, su barriga y sus anteojos de aviador, que en conjunto le daban la apariencia de un septuagenario, no debía tener más de veinte o veintidós años. Se acomodó los anteojos sobre el puente de su nariz y entrecerró los ojos, tratando de reconocer el rostro de Dan.
-Soy yo, sí. ¿Quién habla?
Dan le tendió una mano y lo ayudó a salir del pozo. El joven todavía jadeaba y su barriga sobresalía en forma alarmante, a tal punto que Dan se preguntó cómo diablos había hecho para meterse en el ajustado traje.
Dan señaló a Amanda.
-Ella es Amanda, una buena amiga mía, y yo soy Daniel Peralta, profesor titular en la Universidad de San Ignacio, además de contador público nacional-. Supo, de inmediato, que la presentación era demasiado pomposa y podía sonar algo engreída, pero en realidad quería tranquilizar a Arreaga, hacerle entender que ellos formaban parte del bando correcto. Arreaga se veía muy inquieto y parecía dispuesto a huir en cualquier instante. Y de nuevo, Dan creyó entender por qué. “Debo introducir el nombre de Quiroga con mucho cuidado”, pensó entonces.
-¿Daniel Peralta? Su nombre me resulta conocido.
-Es posible- asintió Dan-. Tal vez hayas leído mi nombre en los periódicos de los últimos días.
Los ojos de Arreaga se abrieron de golpe, reflejando un súbito y desconcertado reconocimiento.
-Usted- dijo, y lo señaló con un dedo rechoncho y ligeramente tembloroso-. Su esposa… ¿Es cierto lo que se dice por ahí?
-¿Qué es lo que se dice?
Arreaga desvió la mirada hacia Amanda, y por una milésima de segundo sus ojos bajaron unos centímetros por su escote. Luego volvió a retirar la mirada, contrariado y huidizo.
-Dicen… escuché que una… una especie de criatura… se la llevó. Algunos dicen que sólo son fábulas, y que usted lanzó esa versión para… bueno, para despejar las sospechas. Hay gente que cree que usted la mató, ¿sabe?
-¿De verdad?- dijo Dan, no del todo sorprendido-. ¿Y tú qué piensas?
-Yo creo que…- se detuvo a mitad de la frase, y rápidamente giró la vista hacia el pozo. Aquel gesto, que sin dudas había sido inconsciente, revelaba toda la verdad y Dan no necesitó ningún otro signo para conocer las opiniones de Arreaga. Él creía. Él, indudablemente, estaba familiarizado con aquellas criaturas.
-¿Le suena el nombre de Quiroga?- dijo Dan, mirándolo intensamente a los ojos-. Alberto Quiroga.
-Quiroga…- repitió el joven, como quien repite un mantra.
-Lo conocí ayer. Bajamos por la mina, buscando a mi mujer. Y tuvimos… tuvimos un incidente. Muy grave, creo yo.
-¿Qué sucedió?
La mirada de Arreaga era ahora francamente alarmada. Dan notó que, a sus espaldas, Amanda se removía e inclinaba el cuerpo hacia él, como preparándose para escuchar algo interesante.
-Nos encontramos con una de ellas.
-¿Con una de ellas? ¿Eso quiere decir…
-Quiroga la mató- asintió Dan-. Pero luego nos encontramos con más. Capturaron a Quiroga, y yo escapé por los pelos. Pero pienso volver.
Arreaga analizó la información durante unos segundos, inquieto y confuso. Su barriga ascendía y descendía, marcando el ritmo acelerado de su respiración.
-¿Así que hay muchas? ¿Cuántas?
-No lo sé. Quiroga dijo que se trataba de un nido, y que él sospechaba que podía haber algo así. Fueron sus últimas palabras, o casi.
-¿Y dice que… mató a una de ellas?- Dan asintió. Arreaga ahora parecía algo abatido. Había arrugado el ceño en señal de preocupación, o de tibio enojo. Aunque luego su mirada se iluminó de repente-. ¿Y usted la vio?
-¿A la criatura? Claro. Estaba a pocos metros de mí. De hecho…
-¿Y cómo era? Es decir: ¿tenía cualidades reptilescas? ¿O más bien le pareció un habitante de las profundidades? Tengo varias teorías al respecto. ¿Vio aletas, branquias? ¿Y sus ojos? ¿Tenía ojos? ¿Había inteligencia en ellos?
-Bien- dudó Dan, súbitamente abrumado por el entusiasmo del joven-. Yo creo que…
-¿Alguien puede explicarme de qué diablos están hablando?
Los dos hombres se giraron para observar a Amanda, que acababa de perder por fin la paciencia y miraba a Dan con ojos inquisidores. Dan se sintió culpable, porque durante unos minutos, la había olvidado por completo.
-Lo siento, Amanda. Creo que, si me has acompañado hasta aquí, mereces algún tipo de respuesta.
Y, sin más dilaciones, comenzó
a explicarle el asunto.
2
En la oscuridad, Quiroga tropezó y cayó sobre algo blando y gelatinoso, que de inmediato pareció escurrirse entre sus manos.
Quiroga se incorporó, limpiándose las manos en su pantalón. Pero antes recogió una piedra del suelo. Sabía que no serviría de nada, pero se sintió un poco mejor al percibir el duro y frío tacto de la piedra.
-¿Están ahí, hijas de puta?- gritó-. Vamos, muéstrense de una vez. No tengo todo el día, ¿saben?
Caminaba totalmente a ciegas, guiándose únicamente por las paredes de roca de la caverna. El zumbido más adelante se había intensificado. Era, indudablemente, un zumbido artificial, proveniente de algún tipo de maquinaria. ¿Alguna broca encendida? ¿Una bomba de succión? Pero si se trataba de esto, ¿con qué energía funcionaba? Y sobre todo: ¿cómo había llegado hasta allí abajo?
-Las estoy esperando, perras- volvió a gritar-. Terminemos con esto de una buena vez. Empecemos a…
De repente, la pared de roca que él usaba de guía perdió su dura consistencia. Se transformó, para su desconcierto, en un bulto pegajoso y fláccido. Asqueado, Quiroga retiró la mano con rapidez.
-¿Qué mierd…
Dio unos pasos en la dirección contraria, tratando de alejarse de esa cosa. Parecía que acababa de tocar un sapo gigantesco… Estiró la mano en la oscuridad, temiendo chocarse con la pared opuesta, y se encontró con una especie de cortina pringosa que colgaba del techo. Las cortinas de inmediato parecieron cobrar vida y se enroscaron alrededor de su brazo.
-¡No!
Saltó hacia atrás y trató de desprenderse de esos tentáculos que seguían trepando por su brazo. Pero éstos eran fuertes, muy fuertes. Recordó la piedra que había recogido y los golpeó con todas sus fuerzas, pero lo único que consiguió fue herirse a sí mismo. Ahora uno de los tentáculos trepaba por su hombro y comenzó a rodearle el cuello. Quiroga lo aferró con ambas manos y tironeó hacia atrás; sus dedos resbalaron inútilmente sobre la superficie escurridiza del tentáculo; era como querer agarrar un cable de plástico embadurnado en aceite.
El tentáculo subió por su cara y comenzó a introducirse por su boca.
-Noooooooooo…- borboteó Quiroga.
Pero ya era tarde: la criatura se había apoderado de él, el tentáculo se deslizó rápidamente a través de su garganta, y muy pronto comenzó a revelarle el peor secreto que Quiroga jamás hubiese imaginado.
3
Mientras Dan hablaba y contaba su historia, se dio cuenta de que Arreaga apenas prestaba atención, sus ojos constantemente se desviaban hacia la figura de Amanda, que parecía por completo inmune o desinteresada a sus torpes intentos de seducción. La chica, en cambio, miraba a Dan con ojos alarmados; sus largas pestañas apenas se movían, y cada tanto soltaba suaves exclamaciones de temor o sorpresa, llevándose una mano a los labios para acallar su conmoción. Cuando finalmente terminó el relato, la chica lo observaba con la cabeza levemente ladeada, como si parte de ella quisiera seguir escuchando la voz de Dan. Su expresión era de admiración pura, tan pura e intensa como el de una chiquilla observando con devoción los quehaceres de su padre. Apoyó una mano sobre el antebrazo de Dan.
-Usted es un héroe, profe.
-No, no lo soy- dijo Dan, desviando rápidamente la vista-. Sé que tengo mucha suerte de estar vivo, pero la suerte tarde o temprano se termina. Y la verdad, no me importa. Quiero bajar. Quiero agotar todas las posibilidades.
-Lo entiendo- asintió Amanda, sin dejar de clavarle esa inquietante mirada soñadora. Aunque de repente frunció el ceño-. Sin embargo, hay algo que no entiendo…
-¿Qué?
-¿Por qué las criaturas no lo atacaron cuando usted estaba inconsciente? Tenían la oportunidad de agarrarlo indefenso, ¿no?
-Este… creo tener una teoría- intervino Arreaga, que había observado la anterior escena en silencio, como analizándolos a ambos-. ¿Recuerda la hora en que sufrió el desmayo?
-No exactamente.
-¿Estaba amaneciendo?
Dan lo pensó durante unos segundos.
-Casi.
Arrega hizo chasquear los dedos, al tiempo que dibujaba una sonrisa de satisfacción.
-Ahí está. Las criaturas no lo atacaron, simplemente porque son de hábitos nocturnos. Usted dijo que la cosa que mataron tenía una cierta consistencia blanda y gelatinosa, ¿verdad? Y carecía completamente de huesos…
-Al menos, yo no vi ninguno.
-¿Sabe a lo que me hace acordar eso? A los moluscos gasterópodos. Y resulta que, casualmente, estos moluscos son de hábitos nocturnos. Prefieren los sitios húmedos y sombríos, porque la luz del sol les afecta la piel. Las criaturas debieron seguirlo hasta la entrada de la mina, y cuando vieron que estaba amaneciendo, dieron media vuelta y decidieron dejarlo en paz.
-Puede ser- dijo Dan-. No suena tan descabellado.
-No- dijo Arreaga, altanero. Había dado una pequeña clase de biología, campo que evidentemente él dominaba muy bien, y por lo tanto su autoestima había subido un poco. Miró a Amanda con ojos chispeantes y rebosantes de seguridad, pero la chica ni siquiera pareció registrarlo.
-Es tu turno de contarnos la historia- dijo Dan-. Pero que sea rápido. Quiero bajar antes de que oscurezca.
-¿Qué es lo que quieres saber?- Arreaga de repente parecía cauto y calculador.
-Sé que trabajaste con Quiroga las últimas dos semanas. Encontraron el pozo de esta casa, que comunica con un río subterráneo, y casi se ahogaron la primera vez. Pero luego Quiroga dejó de tener contacto contigo. ¿Qué fue lo que pasó?
-No voy a contar lo que pasó- dijo Arreaga, ahora claramente incómodo.
-Debes hacerlo. Por favor. Quiero tener la mayor cantidad posible de información, antes de bajar al pozo.
-Su amigo está loco- dijo Arreaga de repente, evitando mirar a Amanda-. La verdad, me dio un poco de miedo. Estaba obsesionado con la venganza… Nuestros propósitos eran contradictorios e irreconciliables. Yo quería capturar a la criatura para investigarla, pero él para hacerla polvo.
-¿Él te contactó?
-Sí- dijo Arreaga-. Fue en un foro de Internet. Comenzó a hacer preguntas relacionadas con la geología y la física de los suelos… Entablamos una cierta relación, y él me contó el resto. Al principio no le creí, pero su relato era tan convincente que… Bien, sentí curiosidad. Es lo que se espera de un científico, ¿no? Investigar toda línea de probabilidades, por más descabellada que suene al principio, hasta terminar en una conclusión verdadera o falsa. Yo seguí el camino que me ofreció el relato de Quiroga… y finalmente me encontré con esto- señaló al propio Dan con el índice-. Con usted. Usted no es la prueba definitiva, pero sí proporciona nuevos indicios sobre el caso. Y me alegra de haberlo encontrado. Si su relato llega a ser cierto… si las criaturas realmente pueden leer el pensamiento…- su cuerpo se estremeció de entusiasmo ante la perspectiva-. Dios, podría ganar un Nobel…
-¿Qué estabas haciendo allá abajo?
Arreaga extendió los brazos y mostró las palmas de sus manos, al tiempo que enarcaba las cejas.
-Sigo investigando. ¿Qué esperaba? No podía dejar pasar una oportunidad así. Ya he bajado varias veces por el pozo.
-Y nunca encontraste nada.
-No. Pero tengo explorado una buena parte del río. Es como un laberinto, ¿lo sabía? Tiene bifurcaciones y pasadizos sumergidos en agua, que no llegan a ninguna parte y se cortan en paredes de roca. He marcado el camino con una soga… También puse trampas.
-¿Trampas?
Arreaga sonrió.
-Redes. Redes de pesca. Si tengo suerte, tal vez uno de esos bichos quede atrapado. Si es que realmente circulan por el río, claro.
-Las redes no servirán de nada. Las babosas son muy fuertes e inteligentes.
-Con probar no se pierde nada.
Dan se encogió de hombros. Se dio vuelta en dirección a Amanda.
-Es hora de bajar.
-Yo iré con usted- dijo de inmediato la chica.
-No. Ayúdame con el traje, y dame las indicaciones que creas pertinentes, pero no permitiré que bajes.
-Yo sí lo acompañaré- terció Arreaga-. Subí porque se me terminó el oxígeno del tanque, pero tengo otro en el portaequipajes de mi bicicleta.
-¿Lo ves?- dijo Dan a Amanda-. Ya tengo otro acompañante. No hace falta que te arriesgues por mí.
-Ya lo veremos- replicó Amanda, con una sonrisa enigmática.
Decidido a no discutir más con la chica, Dan regresó sobre sus pasos, en dirección al coche. Retiró el equipo del baúl y se puso, como pudo, el bolso impermeable al hombro. Vio que Amanda se dirigía a su deportivo, pero no le prestó demasiada atención. Al rato, Arreaga apareció con un nuevo tubo de oxígeno, que traía apoyado sobre su prominente barriga.
-Con esto podremos sumergirnos otra vez- aseguró-. Es un equipo viejo, que conseguí de segunda mano en una tienda de Internet, pero creo que… Oh, Dios.
Se había quedado paralizado, con la boca abierta, mirando con ojos saltones en dirección al deportivo de Amanda. Dan siguió su mirada… y entonces sintió que el rubor le subía por la cara como una legión de minúsculas arañas rojas. Amanda se había quitado el vestido y ahora se mostraba vestida únicamente con una diminuta bikini rosa. Su intención era ponerse un traje de neoprene, que había retirado del interior de su coche. Dan fue incapaz de no registrar las curvas deliciosas y terriblemente jóvenes de la chica, sus caderas redondeadas, su busto generoso y abultado bajo la bikini que apenas contenía las partes íntimas de su cuerpo. Amanda se vestía sin mirar a los hombres, como si éstos no existieran, como si ella viviera en un universo exclusivo, al que sólo ella tenía acceso. Puso, con deliberada lentitud, una de sus largas y bronceadas piernas dentro de la funda del traje, luego la otra, ajustándose el traje al carnoso trasero, mientras Dan sentía que, a su lado, el joven Arreaga jadeaba en busca de aire y parecía temblar como una hoja a punto de caerse del árbol. Cuando la chica por fin terminó de ponerse el traje, alzó la vista y sonrió con aire tímido.
-¿Qué crees que estás haciendo?- dijo Dan, con una voz que (lo supo) no era todo lo controlada que él hubiese querido.
-Ya le advertí: lo acompañaré allá abajo. Iremos a buscar a su esposa-. Se echó el tubo de oxígeno a su espalda. El traje de neoprene le quedaba tremendamente ajustado, marcaba cada una de sus curvas a tal punto que era como si estuviera desnuda. Alzó sus ojos chispeantes y lo contempló con un innegable gesto de burla-. Si es lo que realmente quiere, claro.
-Sí- graznó Arreaga, interviniendo atropelladamente en la conversación, sin que nadie lo invitara. Estaba sonrojado de pies a cabeza; Dan pensó que, si sus ojos se saltaran un milímetro más, saldrían rodando por la tierra como canicas-. Sería buena idea… llevarla. Sí. Quizás necesitemos ayuda. Quizás. Nunca está de más un compañero de buceo. Yo…
-Vayamos de una jodida vez- dijo Dan, soltando un suspiro impaciente.
4
El chico, que acababa de regresar de la escuela y ahora andaba en bicicleta por las calles de su barrio, se detuvo súbitamente.
Su amigo miró hacia atrás y lo imitó.
-¿Qué pasa?
El chico señaló hacia la vereda de baldosas grises, que era propiedad del viejo Hudson, un tipo al que nadie quería, porque consideraban que estaba rematadamente loco.
-La vereda… creo que se está hundiendo.
Su amigo echó un vistazo al lugar donde señalaba el otro, y luego enarcó las cejas.
-Estás viendo visiones- resopló-. Apurémonos a regresar, que en cualquier momento se pone a llover.
-Sí- dijo el chico, no del todo convencido. Echó una última mirada a la vereda y luego se puso a andar. Justo en ese momento, un camión de mudanza pasó por la esquina, haciendo resonar la bocina y tapando, a los oídos del chico, el seco ¡crack! que hicieron los baldosones al hundirse un poco más y partirse en dos o tres pedazos.
El amigo del chico, que conocía al camionero, alzó la mano en un gesto amistoso y luego siguieron marchando. Desaparecieron al doblar por la siguiente esquina.
Un rato después, la vereda del viejo Hudson se hundió un poco más. Una mujer que pasaba por el lugar, arrastrando un carrito de compras, se detuvo sobresaltada. La mujer, demudada, contempló la grieta que zigzagueaba en dirección a la calle, justo donde estaba ella. La mujer sacó el celular y tomó una foto: pensaba publicarla en el periódico local, donde ella trabajaba como firme opositora del partido que ocupaba el Ayuntamiento. Las calles estaban hechas un desastre y ella pensaba sacar algún rédito político con esa denuncia. Iba a tomar otra foto cuando de golpe se dio cuenta de que la grieta se hacía más ancha, más ancha, y avanzaba implacable hacia ella, como una serpiente enloquecida.
La mujer bajó la cámara y dio media vuelta.
Comenzó a correr.
No fue lo suficientemente rápida.
De repente el sector de aquella calle hizo una tremenda implosión, que sacudió toda la ciudad y la cubrió en cuestión de segundos de polvo y vapores. La calle de asfalto se partió en dos y luego comenzó a hundirse, arrastrando coches, contenedores de basura e incluso un viejo autobús para chicos (por fortuna, en ese momento vacío), que se encontraba estacionado en el bordillo. La mujer se perdió, junto con la cámara y el carrito repleto de verduras y huevos, dentro de un cráter de unos cincuenta metros de diámetro, que se la tragó como la enorme boca de un hambriento y furioso demonio.
Aquel fue el inicio de lo que en los periódicos se conoció como “El extraño suceso del Pueblo de San Ignacio”, y que marcó la programación de todos los noticieros del mundo durante las siguientes dos semanas.
Capítulo 21
En silencio, regresaron al pozo. Ayudaron a Dan a ponerse el equipo mientras Amanda le explicaba los conceptos básicos del buceo. Le explicó lo de la presión, que podía ocasionarle molestias en el oído y ligeros vértigos al principio; le enseñó a leer el manómetro; le advirtió sobre el regulador, que en caso de falla se abría y dejaba escapar todo el aire; lo situó en materia de respiración, pataleos profundos, brazadas mínimas, todo ello orientado a la máxima preservación del oxígeno en los tanques. Mientras tanto, Arreaga controlaba los tres equipos e introducía algunos consejos cuando lo consideraba necesario. Dan había llegado a la conclusión de que Arreaga era de esos tipos que al principio parecían callados y tímidos, pero que luego de alcanzado cierto nivel de confianza, les resultaba imposible mantener cerrada la boca durante demasiado tiempo. Pensó que era un tipo solitario y muy inteligente. El muchacho no dejaba de observar a Amanda con esa mirada arrobada y al mismo tiempo triste, como si admirara profundamente su belleza, pero al mismo tiempo se diera cuenta de que era incapaz de alcanzarla.
-Usted está loco, Dan- dijo en cierto momento-. Tiene cero experiencia en buceo… y piensa iniciarse en un río subterráneo. Rematadamente loco…
Cuando estuvieron listos, decidieron bajar en el siguiente orden: primero Arreaga, que los guiaría a través del río, ayudado por las cuerdas, y de paso los alertaría sobre las redes que había dejado en distintos tramos del laberinto acuático, luego Dan, que como era el inexperto del grupo necesitaba ser custodiado por delante y por detrás, y cerrando la marcha, y contradiciendo el viejo dicho que proclamaba primero las damas, iría Amanda.
-No perdamos más tiempo, bajemos ahora- se impacientó Dan.
-¿Qué es eso que lleva en el bolso?- preguntó Arreaga, señalando el bolso impermeable de Dan, que éste traía bajo el brazo.
-¿Esto? Por si necesitamos defendernos de las criaturas.
-¿Qué es?
Dan se encogió de hombros, como si el asunto no interesara demasiado. Pero Arreaga no estaba dispuesto a dejarlo pasar tan rápido.
-Si es lo que yo creo que es, está totalmente loco. No puede detonar ningún explosivo allá abajo. Nos mataría a todos, ¿entiende?
-Lo entiendo, Arreaga, no soy estúpido. Pero me siento mucho más tranquilo si llevamos algo de dinamita con nosotros. Las armas de fuego no sirven de mucho, así que…
-¿De dónde las sacó?
-Quiroga- dijo Dan, como si eso explicara todo.
Arreaga negó con la cabeza, evidentemente exasperado.
-Pensé que, siendo usted profesor, iba a ser más coherente que el otro viejo. ¿De verdad cree que, en el caso de que logremos encontrarnos con una de las criaturas, la dinamita pueda sernos útil para algo?
Dan tuvo la visión de la mantarraya pegada a la pared de la mina, introduciendo inadvertidamente el tentáculo dentro de su boca, al tiempo que le susurraba: “Ven… ven conmigo”.
-No. Pero al menos, quiero asegurarme de que no me capturarán vivo. Si hubieses estado en mis zapatos, entenderías por qué.
-¿Están bromeando, verdad?- dijo Amanda a sus espaldas.
Los dos hombres se dieron vuelta para mirarla. La chica había palidecido y Dan comprendió que, quizás por primera vez, había tomado consciencia de los peligros en los cuales irían a meterse. Tal vez había pensado que aquello sería una excursión romántica a un lago subterráneo, donde podrían charlar amigablemente y luego quizás darse unos besos bajo la luz de la linterna. Amanda podía tener el cuerpo de una mujer madura y terriblemente sensual, pero en el fondo seguía siendo una chiquilla. Después de todo, pensó Dan, a los veinte o veintidós años, ¿quién no lo era?
Y ahora que hablaban de dinamitas y de ataques y de locuras similares, la idea ya no debía parecerle tan atractiva. A la edad de Amanda uno generalmente nunca pensaba en la muerte, pero la cosa con seguridad cambiaba cuando veías dinamita dentro de un bolso, y te encontrabas a punto de sumergirte en un pozo tan negro como la brea.
Dan, que comprendió todo esto en un segundo, avanzó unos pasos y tomó a Amanda por los hombros. Por un instante pensó que la besaría, y de hecho Amanda pareció creer lo mismo, porque sus ojos se entrecerraron un poco y le rodeó la cintura con ambas manos. Pero lo que él finalmente terminó haciendo fue apartarle, con ternura, un mechón de cabello que caía sobre su rostro.
-Espérame aquí, Amanda. No arriesgues tu vida por algo así.
-Pero es que… yo no quería fallarle. No quiero dejarlo solo.
-No estoy solo- dijo Dan, señalando al joven Arreaga-. Me las arreglaré. De verdad.
-¿Promete que volverá?
Dan le acarició el pelo durante un momento más, con una sonrisa abstraída, y luego se apartó.
-Trataré de que todo salga bien. Quizás ni siquiera encontremos una sola de esas cosas.
Pero la chica lo volvió a atraer hacia sí, poniéndole una mano en el antebrazo, y lo obligó a mirarla.
-Si regresa… yo estaré aquí, esperándolo. Lo sabe, ¿verdad?
-Claro, Amanda. Muchas… muchas gracias…
Antes de que pudiera hacer algo para evitarlo, la chica tomó su rostro con ambas manos y lo acercó al de ella. Pero en vez de besarlo en los labios, lo hizo en su frente, y luego lo abrazó fuertemente durante un momento que resultó lo suficientemente largo como para que Dan se sintiera reconfortado, pero no tanto como para que ambos terminaran incómodos.
Dan se apartó, sin decir palabra, y se encaminó al pozo. Arreaga, que había contemplado la escena con expresión pensativa, se acercó a la chica.
-Sé que apenas nos conocemos- dijo el joven, tartamudeando-. Pero yo también quisiera… despedirme…
-No seas ridículo- dijo Amanda, cortante, y dio media vuelta en dirección a la casa abandonada, donde se sentó en el porche.
-Al menos lo intenté- dijo Arreaga, suspirando.
-La próxima vez lo harás mejor- aseguró Dan, distraído, mientras observaba la escalera que descendía hacia las profundidades. Otra escalera. Otra maldita escalera.
-Esta loca por usted, amigo. Lo sabía, ¿no?
-Creo que sí- murmuró Dan, comprobando por enésima vez el nivel de oxígeno de sus tanques, tal como le había enseñado Amanda.
-Si yo fuera usted, ni siquiera me arriesgaría a bajar. Me olvidaría de todo y empezaría una nueva vida con esa diosa infernal. Jesús, si yo sólo tuviera una oportunidad…
-Bajemos, ¿sí? No puedo esperar todo el día.
El joven asintió, de repente serio. Se encaramó en la escalera y comenzó a bajar, con mucho cuidado, pues, tal como muy pronto lo comprobó Dan, los escalones estaban podridos y resbaladizos por el musgo.
Mientras descendía, Dan volvió a recordar las palabras de Quiroga, que tanto lo habían molestado la noche anterior:
“¿Ama usted a su mujer, lo suficiente como para arriesgar su vida por ella?”.
Sacudió su cabeza, como si con este simple gesto también pudiera apartar los pensamientos, y siguió bajando.
Muy pronto llegaron al nivel del agua, que olía a barro y parecía sorprendentemente límpida. Antes de sumergirse, y siguiendo un súbito instinto, miró hacia arriba. Vio el rostro pálido de Amanda, recortado contra un cielo cargado de nubes y progresivamente oscuro, como si se aviniera una tormenta. La chica no dijo nada, sólo lo miraba, y Dan le devolvió la mirada durante unos segundos y luego se puso el regulador en la boca y desapareció en las frías aguas del pozo.
2
“ES NECESARIO QUE VEAS. ES NECESARIO INSTRUIRTE SOBRE LA VERDAD”.
Quiroga se debatía furioso. Pero sólo en su mente, porque su cuerpo se encontraba totalmente paralizado, colgado de los tentáculos de la criatura pegada al techo de la caverna. Sus pies se balanceaban a unos treinta centímetros del suelo, como los de un ahorcado. Sus brazos colgaban fláccidos a ambos costados del cuerpo, mientras que uno de los tentáculos, que era transparente y un poco más grueso que los demás, lentamente se introducía por su boca, hasta llegar a la parte baja de los intestinos.
Sin embargo, Quiroga no dejaba de luchar y de soltar imprecaciones. Una parte de él sabía que aquello era inútil, que sólo lograba agotarlo emocionalmente, pero por otro lado, era incapaz de concebir otra respuesta que no fuera la lucha. Durante muchos años se había entrenado para ello. Y ahora era incapaz de bajar la guardia, pese a que la voz hacía lo imposible para hacerse escuchar.
“DEBES TRANQUILIZARTE. DEBES SABER QUE NO QUEREMOS HACERTE DAÑO”.
“Sáquenme de aquí”, fue la respuesta mental de Quiroga. “¡Sáquenme de inmediato de aquí, y retira ese asqueroso tentáculo de mi boca”.
“ES NECESARIO QUE MIRES”, insistió la criatura. “QUE MIRES TU VIDA PASADA… Y LA DE TU PROPIO HIJO”.
Esto hizo que Quiroga dejara de inmediato de luchar. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, y un gemido gutural, mezcla de miedo y tristeza, escapó de su garganta.
“¿Mi hijo? ¿Has dicho mi hijo?”.
“TU HIJO LUCAS”.
Quiroga pensó. Pensó durante una eternidad, aunque quizás sólo pasaron unos segundos en la vida terrestre.
“Él… él no me reconoce”, dijo al fin. “O no quiere hacerlo. Porque es él, ¿verdad? Ese muchacho llamado Eugenio… es mi hijo, ¿no? ¿O acaso ya me volví loco? Contesta, maldita babosa”.
“ES ÉL. SABES QUE ES ÉL”.
“¿Y entonces por qué lo niega? ¿Por qué…”
“ESO ES LO QUE VERÁS A CONTINUACIÓN”, dijo la criatura, y de inmediato, en el cerebro de Quiroga, hubo una especie de blanca y cegadora explosión y de repente se encontró viajando hacia el pasado, hacia una vida completamente diferente a la que había llevado durante los últimos siete años. Se vio en la antigua casa, que todavía lucía un jardín esplendoroso y no tenía una sola resquebrajadura en su fachada impecablemente pintada de blanco, y vio a Lucas, todavía un chiquillo de cinco o seis años, jugando con su triciclo en el patio. Pudo también sentir los olores: el césped recién cortado, el olor a comida que salía por la ventana, el olor de la lluvia y de los naranjos en flor de la calle… y también vio a Dora, recostada contra la mesada de la cocina y amasando fideos caseros, que eran la comida preferida de Quiroga y de Lucas.
Los ojos de Quiroga, en la oscuridad de la caverna, se inundaron de lágrimas. Sus labios, que rodeaban fuertemente la superficie circular del tentáculo, dibujaron una especie de difusa sonrisa. ¡Los buenos tiempos!, pensó alborozado. ¡Los buenos y felices años! ¿Por qué parecían tan lejanos? ¿Por qué recordaba tan poco de ellos? Era como si siempre hubiese vivido en la negrura… como si su vida no fuese más que un largo viaje a la oscuridad. ¡Y era tan injusto! ¡No siempre había sido así!
“Lo he perdido todo”, sollozó. “Lo he perdido todo… y ha sido culpa de ustedes…”
“ESO ES LO QUE CREES, LO QUE SIEMPRE HAS CREÍDO”, contestó la voz de inmediato. “PERO SIGUE MIRANDO. SIGUE MIRANDO, Y COMPRENDERÁS POR FIN TU VERDAD”.
Y Quiroga miró. Y a medida que iba mirando, su ánimo se ensombrecía y algo dentro de sí gritaba de dolor y de espanto. “No es cierto”, pensaba. “No puede ser cierto…”
Se vio a sí mismo, muchísimo más joven de lo que aparentaba ahora, con su traje policial impecable y una mochila en la mano, cruzando el parque en dirección a la casa. Lucas lo veía y se arrojaba sobre sus piernas, pero Quiroga, el joven y aún orgulloso Quiroga, apenas le prestaba atención. Es más: lo apartaba de un leve y distraído empujón. Desde la cueva, Quiroga lanzó una exclamación de sorpresa e indignación. “¡Hey!”, trató de gritarle a su joven versión, pero por supuesto que en vano. “¿Qué diablos te pasa? ¡Es tu hijo! ¡Abrázalo, bésalo, levántalo en el aire como a él le gusta! ¡Disfrútalo mientras puedas, imbécil!”.
Pero el joven Quiroga no escuchó, sencillamente porque no podía hacerlo. Ingresó a la casa hecho una tromba y se sacó la gorra y dejó el bolso sobre la mesa. Luego dio media vuelta, hacia la cocina, y se plantó delante de su mujer, que pareció encogerse ante su presencia. “Me dijeron que estuviste hablando con otro hombre”, murmura amenazante el joven Quiroga. “Me dijiste que no volverías a salir mientras yo estoy trabajando”.
La mujer, que aún tiene las manos manchadas de harina, se recuesta contra el mueble y trata de explicar, de negar la acusación, de decirle que sólo fue un recado que tuvo que hacer de urgencia, ella se había quedado sin azúcar y en el camino se encontró con un viejo compañero de la secundaria y lo saludó, pero sólo había sido un segundo, Alberto, sólo ha sido un seg…
La mano del joven Quiroga sale disparada, como un látigo, y da de lleno en el rostro de la mujer. Dora grita, y parte del paquete de harina que está sobre la mesada cae al suelo en una lluvia fina y blanca. Trata de refugiarse detrás de la mesa, pero Quiroga se lo impide sujetándola por los cabellos. Vuelve a golpear, una y otra vez. “Para, Alberto!”, grita la mujer, que tiene el rostro ensangrentado y ha comenzado a llorar. “¡Me matarás! ¡Para de una vez”.
Pero el joven Quiroga no para. Está enfurecido y quiere seguir golpeando, golpeando, hasta que sus demonios internos se acallen de una buena vez. Al quinto o sexto golpe, Lucas ingresa a la casa y se abalanza sobre él. “¡Deja a mamá!”, grita el chico, que por algún motivo tiene la cara llena de barro. “¡Déjala, papá! ¡No la envíes al hospital! ¡Otra vez no, papá, otra vez no!”.
Recién ahí Quiroga se detiene. Su mujer está hecha un harapo ensangrentado sobre el suelo. Llora en silencio. Lucas se abraza a ella y llora también, aunque emite largos y sonoros rebuznos. La escena le resulta demasiado intensa al joven Quiroga, que se pone a buscar una botella de vino y comienza a tomar de ella, directamente del pico.
“No”, suplica en la caverna Quiroga. “No es cierto. Yo no recuerdo nada de eso”.
“EN TUS PESADILLAS SÍ”, replica la criatura, y luego le sigue mostrando.
Ahora la escena cambia, están en el sótano de la casa. Han pasado unos meses y todo ha estado en relativa paz, por lo menos hasta ese día. Hasta que Lucas rompe sin querer una botella de la bodega. El joven Quiroga, que ahora viste un piyama descolorido, le muestra los fragmentos de botella y los acerca a su cara. “¿Ves esto, mocoso de mierda?”, le dice. “Esta botella tenía diez años. ¿Sabes cuánto vale? ¿Tienes idea de cuánto vale esta jodida botella? No, ¿verdad? ¡Pues yo te diré lo que vale!”. La mano, aquella mano otra vez convertida en puño, y en látigo, y en lo peor de un padre acostumbrado a propasarse con el alcohol, cae sobre el rostro ovalado del niño, y Quiroga en la cueva trata de desviar la vista, de olvidarse de todo como antes, pero la criatura no lo deja. El chico en el sótano cae sobre la lavadora, y el padre lo persigue. Sujeta su rostro con una mano y comienza a acercar el vidrio de la botella a la mejilla de Lucas.
“¿Por qué?”, suplica y aúlla Quiroga. “¿Por qué me muestras esto? ¡No quiero seguir viendo! ¡No quiero seguir viendo!”.
“ES NECESARIO”, dice pacientemente la criatura.
Ahora han pasado unos años, unos dos o tres años. Lucas ha pegado un estirón y ha cambiado mucho, ya no luce la mirada aniñada y dulce de antes, sino que observa el mundo con ojos desconfiados, adultos pese a sus escasos ocho años, como si algo dentro de él se hubiese secado sin remedio. Está en su habitación y habla en voz alta, aparentemente solo. Pero al cabo de un tiempo, Quiroga descubre que no es así, que en realidad está hablando con una criatura pegada a los vidrios de la ventana. La babosa ha extendido sus tentáculos y Lucas los toma y los acaricia, como si se tratara de una mascota. “Es hora”, le dice la criatura. “Es hora de venir con nosotros”. Lucas asiente. Sabe que es la única forma de escapar del Infierno, o al menos, la única que alcanza a concebir con sus limitaciones de niño. “¿Puedo llevarme a Cuco?”, pregunta el chico, señalando al cachorro que duerme a los pies de la cama. “NO PUEDO LLEVAR A DOS SERES VIVOS AL MISMO TIEMPO. LO SIENTO. TAL VEZ DESPUÉS REGRESEMOS POR ÉL”. El chico vuelve a asentir, aunque se lo nota un poco más angustiado. De repente, su mirada se ilumina y toma unos libros de la biblioteca. “¿Y estos?”, pregunta. “¿Puedo llevarme mis libros de Julio Verne?”. “SÍ”, contesta la criatura. “ESOS SÍ PUEDES LLEVARLOS. PERO APRESÚRATE. TUS PADRES DESPERTARÁN EN CUALQUIER MOMENTO”. Lucas los toma y los abraza con auténtico amor. “¿Y a Eugenio?”, pregunta, señalando un peluche bastante maltrecho que guarda sobre la mesita de luz. “¿También puedo llevarme a él?”. La criatura dice que sí, aunque vuelve a recalcarle que se apresure, porque no tienen mucho tiempo. Con los libros y el peluche en los brazos, Lucas se aproxima a la criatura. Ésta lo envuelve con sus tentáculos y comienza a elevarlo hacia su boca. “NO TE PREOCUPES, NO TE DOLERÁ. SENTIRÁS UNA MOLESTIA AL PRINCIPIO, PERO PROMETO QUE SE TE PASARÁ ENSEGUIDA”.
-Adiós, mamá- dice el chico en voz alta, aferrando sus objetos con fuerza-. Siento dejarte, pero es lo mejor para ambos. Iré a un lugar mejor, y ya no tendrás que preocuparte por mí.
La criatura lo engulle. En ese momento, la puerta se abre y el joven Quiroga aparece en el umbral, con un fusil en la mano, y es allí donde la vida de todos cambia para siempre.
“Eugenio…” dice Quiroga, en la quietud y oscuridad de la caverna. “Eugenio Verne, o Vernis. Debí haberme dado cuenta antes. Lucas amaba con locura a ese peluche, al igual que los libros de Verne. Ahora me doy cuenta de ello. Pero es que yo estaba tan ciego, y prestaba tan poca atención a las cosas más importantes…”
“PERO AHORA PODRÁS EMPEZAR OTRA VEZ”, le susurra la criatura. “COMO LO HA HECHO TU HIJO”.
“¿Cómo? ¿Cómo arreglar todo este desastre? Salvo la muerte, no veo solución a este infinito pozo de negrura en que me he metido”.
“HAY OTRA ALTERNATIVA”.
“¿Cuál?”.
Y la criatura comenzó a explicarle.
Capítulo 22
No le costó mucho adaptarse al medio acuático. Era tal cual había dicho Amanda: sólo había que respirar por la boca, como si estuviera resfriado y con la nariz tapada, y utilizar los brazos lo mínimo e indispensable para ahorrar energía. Del resto, se encargaban el suministro de oxígeno y las patas de rana. Dan comenzó a darse cuenta de que debió haber buceado mucho antes; pese a la tensa situación, y a la temperatura del agua (de una frialdad tal que lograba colársele un poco a través del traje de neoprene), se trataba de una experiencia totalmente gratificante. Si lo hubiese intentado en otro medio, en otras circunstancias… sin dudas lo hubiese disfrutado muchísimo.
Ahora iba concentrado en seguir los pasos (mejor dicho, los pataleos) de Arreaga. El muchacho había sido bastante metódico en su trabajo y prácticamente no quedaba ningún accidente del río sin identificar. Lo único que debían hacer era seguir una larga soga de nylon, perfectamente tensada y asegurada en las rocas, que se perdía en la oscuridad de más adelante. Las zonas donde el río se bifurcaba estaban señaladas con un banderín de plástico rojo, atado con una soga a las piedras de las paredes. Lo mismo con las trampas, que eran como telarañas extendidas entre dos paredes, aunque éstas estaban señaladas con un banderín verde. Las linternas sumergibles apenas si lograban horadar la oscuridad de las galerías inundadas; cada tanto, para sorpresa de Dan, iluminaban algunos pececillos blancos o algún que otro crustáceo de color transparente, que rápidamente se ocultaba entre las grietas de la pared.
El silencio era otra cosa que lo conmovía. Ni siquiera el burbujear del regulador de aire parecía alterar aquel silencio extático, hermético, que debía tener millones de años de antigüedad.
A medida que se iban internando, en forma horizontal, en las heladas profundidades del río, la sorpresa y la serenidad de Dan dio paso a un leve pero progresivo desasosiego. No supo en qué momento ocurrió, pero una vez que se dio cuenta de ello, fue imposible quitárselo de la cabeza. Las galerías parecían estrecharse cada vez más. El imaginario peso del agua y de la roca comenzó a hacer mella en sus sentidos. Doblaron por un recodo y Arreaga, mirando hacia atrás, le preguntó mediante señas si se encontraba bien. Dan respondió con la clásica señal de la “O” dibujada con los dedos índice y mayor, aunque tenía sus dudas. Arreaga, sin darse cuenta de nada, siguió nadando. Dan se aferró a la soga y se impulsó detrás de él. Al llegar a una especie de arco de piedra, unos metros más adelante, creyó ver un reflejo plateado que desaparecía con rapidez en la oscuridad, pero no prestó demasiada atención porque estaba concentrado en repeler el sentimiento de claustrofobia que, ahora sí, había comenzado a instalarse en sus nervios. Las galerías se estrechaban y eso, estaba seguro, no era parte de su imaginación: cada tanto, cada diez metros o así, los tanques de oxígeno sujetos a su espalda rozaban contra el techo de la cueva, arrancando un sordo y vibrante sonido metálico. “Esto no pasaba antes”, pensaba una y otra vez. “Antes había más espacio para nadar. El río se está estrechando”.
Luchó contra la necesidad de
detener a Arreaga. El muchacho se movía con total desenvolvimiento
en la cueva, como si la hubiese explorado miles de veces, y eso
debía transmitirle una sensación de seguridad, pero lo cierto era
que no ocurría nada de eso. ¿Y si el muchacho estaba demasiado
confiado? ¿Y si el río, por efecto del peso de la tierra, se había
aplastado un poco desde la última exploración, y ellos quedaban
atascados en algún oscuro pasaje de aquel interminable laberinto,
luchando por salir y ahogándose poco a
poco?
Estaba pensando en esto, ya casi decidido a extender la mano y tocar el pie de Arreaga para indicarle que quería regresar, cuando el reflejo plateado volvió a brillar fugazmente bajo la luz de las linternas. Ambos buceadores de inmediato quedaron quietos. Arreaga alzó su linterna e iluminó la cueva en derredor, pero ni él ni Dan lograron ver nada. Arreaga se dio vuelta y se sacó el regulador. Su boca pronunció unas palabras burbujeantes y claramente discernibles:
“Un pez”.
Volvió a ponerse el regulador y siguió nadando. Dan se apresuró a seguirlo. Ahora había olvidado parcialmente su claustrofobia y empezó a preguntarse qué diablos harían si se encontraban con una criatura allí abajo. Probablemente no tendrían ninguna oportunidad con ella. Sus explosivos estaban cuidadosamente envueltos en papel de nylon dentro de un bolso impermeable, enganchado a su espalda entre los tubos de oxígeno. Aún en el caso de que tuviera tiempo de sacarlos de su envoltorio, no le servirían de nada porque el agua los inutilizaría. Ni siquiera tenía un cuchillo consigo…
“Jesús”, pensó. “Esto es una maldita locura. No hemos planificado nada. Sólo nos hemos arrojado de cabeza al agua, esperando que las cosas salgan bien. Eso no es inteligente. No es nada inteligente”.
Pensó que era hora de volver. Arreaga seguía adelante pero porque él no sabía nada, nunca había tenido a las criaturas cara a cara. Su espíritu científico seguramente le decía que no había nada que temer, que él dominaría cualquier situación que se le presentara. En realidad era un ingenuo. O un estúpido. Dan estiró la mano y trató de sujetar su aleta. Falló por muy poco. Tomó un nuevo impulso y se esforzó en llegar al obeso nadador… y entonces vio que algo brillaba sobre sus tubos de oxígeno.
Parecían unas cuerdas plateadas, que se le habían enredado en las mangueras de aire… Arreaga aparentemente percibió que algo andaba mal, porque detuvo su pataleo y miró hacia su propia espalda. Dan vio que las cuerdas que envolvían el cuerpo del joven se tensaban hacia atrás, como si estuviesen atadas a una roca que ellos hubiesen dejado en el camino. Giró el cuello e iluminó con su linterna el lugar.
La criatura estaba detrás de ellos, pegada a una de las paredes de roca. Extendía sus tentáculos en dirección a Arreaga, que de repente largó una explosión de burbujas de su boca y comenzó a retorcerse. Uno de sus tubos salió despedido fuera del arnés, estrellándose contra las piedras y deshaciéndose en una pequeña aunque sonora explosión de oxígeno. Sujetó uno de los tentáculos y tironeó para sacárselo de encima, pero lo único que logró fue que el apéndice se le enroscara alrededor del brazo. Los ojos de Arreaga, detrás de la máscara empañada, se veían grandes y aterrorizados. Uno de los tentáculos le arrancó el regulador de la boca. Arreaga abrió la boca y lanzó un burbujeante y mudo grito bajo el agua. Dan nadó en su dirección, sabiendo que el muchacho no tardaría en ahogarse. Justo en ese momento, la criatura que estaba a sus espaldas atrajo el cuerpo de Arreaga con violencia, y el muchacho pasó debatiéndose por encima de su cabeza. Sus piernas estremecidas lo golpearon en la espalda y por poco no le arrancaron los tubos de oxígeno. Si la cueva en ese lugar hubiese sido tan estrecha como en otras zonas, el muchacho lo hubiese arrastrado consigo. Dan, con el corazón latiendo tan fuerte que pensó que se le abultaba bajo el traje de buzo, se dio vuelta.
“¡No!”, gritó a través del regulador de aire.
Alrededor de una veintena de tentáculos había rodeado el grueso cuerpo de Arreaga. Sus manos blancas asían algunos de esos tentáculos y tironeaban frenéticamente. Burbujas de agonía escapaban de su boca abierta. Sus ojos, enloquecidos, giraron en dirección a Dan y por un momento pareció que le dirigían una mirada de perplejidad, como si aún no pudiese creer lo que estaba sucediendo, como si le dijese: “¿Has visto eso?”. Instantes después su cuerpo se estremeció, y unas últimas burbujas salieron a borbotones de su boca y nariz. La criatura terminó de envolverlo, como una araña subacuática, y luego lo arrastró hacia una de las bifurcaciones marcadas con una bandera roja.
“Nooooo”, volvió a gritar Dan. Su respiración era muy agitada y las burbujas del regulador estallaban en torno suyo cada dos segundos, envolviéndolo en una especie de jaula de plata. Pensó en seguir a la criatura, y de hecho había comenzado a nadar en dirección a la bifurcación, cuando vio que algo se acercaba con bastante rapidez, nadando a través del túnel.
Sus tentáculos lanzaban reflejos bruñidos. Iba directo hacia Dan. Éste dio media vuelta y huyó a través de la galería, consumiendo grandes cantidades de oxígeno debido al pánico.
Había hecho unos veinte metros cuando sintió que algo se le enredaba en las aletas. Pataleó con todas sus fuerzas hasta que sintió que se liberaba de aquel tentáculo inquisidor. Vio que a su derecha la linterna iluminaba un destello verde artificial, pero no prestó atención a ello y siguió nadando con toda la velocidad que podían alcanzar sus brazos y sus piernas. No quería mirar hacia atrás porque sabía que sería su perdición; vería a la criatura acercándose cada vez más y eso lo paralizaría o le haría chocar la cabeza contra una de las paredes de piedra.
Los tentáculos volvieron a enredarse entre sus patas de rana. Esta vez eran más firmes y consiguieron aferrarse con mayor solidez a sus piernas.
“Estoy perdido. Es el fin”, pensó.
Pataleó otra vez, gritando interminablemente bajo el agua. Los tentáculos le arrancaron las patas de rana y así quedó parcialmente liberado, pero ahora había perdido mucha velocidad, sólo contaba con sus brazos y con sus pies desnudos para impulsarse. Sintió que algo lo rozaba en la cabeza e instintivamente se agachó y bajó por el agua hasta que su estómago comenzó a rozar las piedras del suelo. Nadó otros cinco metros y luego escuchó un largo bramido de desesperación. Sin dejar de nadar, miró hacia atrás. La criatura se debatía dentro de una red de pesca. Sus tentáculos se habían enredado en los hilos de nylon y los arrancaban furiosamente, pero aún así le resultaba difícil escapar de la trampa. Entonces Dan recordó el destello verde y el roce que había sentido en la cabeza y lo relacionó todo. Él mismo había zafado por muy poco de caer en una de las trampas de Arreaga. Volvió la mirada hacia delante y siguió nadando con frenesí. Sabía que la red no detendría a la criatura durante demasiado tiempo, así que debía aprovechar los escasos segundos o minutos que había ganado. Aún podía ver la soga-guía, por lo que el camino parecía ser el correcto.
Alrededor de veinte o treinta metros después, la soga-guía se interrumpió.
Dan se quedó contemplando durante un segundo el extremo de la soga, atado a una piedra que sobresalía de la pared. Hasta allí había llegado la exploración de Arreaga. Ahora debía seguir el camino a ciegas, sin saber lo que vendría a continuación.
Siguió nadando. No se atrevía a consultar el reloj del manómetro; sabía que el oxígeno se le estaba terminando muy rápido. Y la criatura… podía alcanzarlo en cualquier momento. Creyó escuchar a sus espaldas un sonido de borboteo, pero tal vez se trataban de los ruidos propios del río. Más adelante había una bifurcación; sin pensarlo demasiado tomó el camino de la derecha.
Aproximadamente diez metros después, se encontró con un cadáver.
Estaba en avanzado estado de putrefacción, al punto que no podían vérsele las facciones. La carne de sus manos, desprendida y de un color casi transparente, ondulaba con lentitud bajo el influjo de las corrientes subterráneas. Sus pantalones eran hilachas. Dan lo dejó atrás y al rato se encontró con otro, que iba y venía por la galería inundada, eternamente arrastrado por la fuerza del helado río. También se encontraba muy descompuesto; sus cabellos se habían desprendido, al igual que la piel de su cara, revelando un cráneo sonriente que parecía mirarlo con burla silenciosa. Dan nadó a su lado y uno de los brazos fláccidos le tocó el cuello, casi como si quisiera acariciarlo. Dan emitió un mudo grito de asco y se alejó lo más pronto que pudo de aquel cadáver danzante. Ahora ya no respiraba: resollaba. Pensó que, de no haber ingerido aquella droga, en el sótano de Quiroga, hubiese sucumbido hacía rato. Siguió nadando y al cabo de unos pocos minutos comenzó a darse cuenta de que le faltaba el aire.
Miró por fin el manómetro: estaba casi en cero. Debían quedarle sólo dos o tres bocanadas de oxígeno antes que se agotara del todo. Inhaló todo lo que pudo y luego se desprendió de los tubos de oxígeno y del respirador, para nadar más rápido. Sabía que no llegaría muy lejos, que sólo podría nadar otros veinte metros antes de ahogarse, pero al menos lo intentaría hasta el último momento. Había leído por ahí que la muerte por ahogamiento no era tan mala: sólo un minuto de sufrimiento, y luego llegaba la inconsciencia por falta de oxígeno. No era un gran consuelo, de hecho en ese momento no lo tranquilizaba en absoluto, pero al menos no moriría de la forma más dolorosa posible, siempre según el artículo que había leído: a través del fuego.
Siguió nadando, ahora sin más oxígeno que el almacenado en sus pulmones. Nunca había sido un gran nadador, y tampoco hacía suficientes ejercicios como para tener una buena capacidad aeróbica, por lo que suponía que su fin llegaría en menos de un minuto. Tomó un recodo y se impulsó con los talones hacia delante. Los pulmones comenzaron a arderle. Las piernas y los brazos se sumergieron en un extraño hormigueo. ¿Y era posible que estuviese viendo una luz, algunos metros más adelante? ¿Una luz azulada, espectral y difusa, que se abría camino en forma de haces a través de la oscuridad? Tal vez su cerebro, ya falto de oxígeno, comenzaba a alucinar. No obstante siguió buceando.
Ahora el ardor en sus pulmones era infernal. Sus movimientos se estaban haciendo descoordinados y torpes. Luchaba por no dejar llevarle por el pánico, pero sabía que éste lo dominaría en pocos segundos. Su diafragma comenzó a contraerse. A esto también lo había leído: era el intento final del cuerpo por permanecer vivo. Cuando el oxígeno de la sangre llegaba a un nivel crítico, se accionaban movimientos reflejos en el diafragma que trataban de imitar los movimientos de la respiración. Estaba sólo a un paso de tragar agua y hundirse en la piadosa inconsciencia. Sin embargo, se encontraba tan cerca de aquella misteriosa luz…
Sólo faltaban unos cinco metros. Tres o cuatro brazadas más. Era una eternidad torturante. El cuerpo de Dan se sacudió en nuevos espasmos. Tragó un poco de agua. Ahora sí que el pánico se había adueñado de sus pensamientos. Abrió la boca y gritó, pero sólo consiguió tragar un poco de agua. Su abdomen se contraía a un ritmo demencial.
Tres metros.
“¡Me ahogo!”, pensaba Dan, en un torbellino de dolor y miedo. “Dios mío me voy a morir…”.
Dos metros.
Nunca supo de dónde sacó las fuerzas para dar la última brazada. Sus piernas pataleaban con desesperación y un hilillo de burbujas ascendía hacia la superficie desde su boca entreabierta.
Salir a la superficie fue como revivir de nuevo. Su boca se abrió al máximo para inhalar el preciado aire. Agitó los brazos en el agua y jadeó penosamente, tosiendo convulsionado. Alcanzó a ver, durante esa frenética milésima de segundo, que se encontraba en una caverna enorme y que la fuente de luz provenía de algo azulado en algún lugar de la orilla. Estaba por tomar una segunda y necesaria bocanada de aire…
… cuando un tentáculo se le enroscó en los tobillos y lo hundió otra vez hacia las profundidades.
CAPÍTULO 23
1
En la oscuridad de la caverna de las babosas, el cuerpo fláccido de Quiroga se estremeció y giró sobre sí mismo.
Como un péndulo, colgaba de los tentáculos de una enorme criatura, mezcla de madre y líder guerrero, que sujeta a las rocas del techo introducía un apéndice dentro del cuerpo del hombre y hablaba dentro de su mente. Otras cien o más babosas los rodeaban. Estaban pegadas a las paredes, a los techos, apoyadas en cada saliente e introducidas en cada grieta, formando entre sí una masa abigarrada y gelatinosa que parecía extenderse hasta los confines mismos de la oscuridad. Sus tentáculos, sus miles de tentáculos oscuros y resbaladizos, se agitaban en el aire y se entrelazaban entre ellos como serpientes en busca de calor, enroscándose en las piedras y en las estalactitas, y también en las piernas y brazos de Quiroga.
Y Quiroga escuchaba.
Escuchaba a las criaturas, escuchaba sus palabras hipnóticas y susurrantes, atrayentes e irresistibles, como una melodía demasiado terrible y hermosa para dejar de escucharla siquiera durante unos breves instantes.
Las criaturas le contaron de sus planes.
De sus deseos.
De lo que esperaban de él.
De lo que planeaban hacer con la gente ahí abajo.
Y lo que era peor, lo que en cierta manera no podía evitar pese a que luchaba conscientemente contra ello: Quiroga comenzó a creerles.
Las palabras de las criaturas tenían sentido y lógica. Era difícil rechazar sus argumentos. “Queremos lo mejor para ti”, le decían las criaturas. “Queremos que los humanos aquí abajo tengan la mejor vida posible…”.
“QUEREMOS QUE VIVAS CON TU HIJO EN PAZ Y ARMONÍA. QUEREMOS QUE ENMIENDES LOS ERRORES DE TU PASADO Y TE CONVIERTAS AL FIN EN EL PADRE HONRADO Y BENEFACTOR QUE SIEMPRE HAS DESEADO. PODEMOS CONCEDERTE ESA OPORTUNIDAD”.
“¿Pero cómo? ¿Nos dejarán salir? ¿A Lucas y a mí?”.
“NO PODEMOS HACER ESO. NO PODEMOS DEJAR MARCHAR A NADIE. PERO TE HEMOS ESTADO OBSERVANDO. DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS. VIMOS TU ESPÍRITU DE LUCHA Y TU VOLUNTAD INQUEBRANTABLE. ADMIRAMOS ESAS CUALIDADES EN LOS HUMANOS”.
Quiroga meditó sobre estas palabras. Había algo que estaba mal en el discurso, que desencajaba, pero él no podía darse cuenta de qué. Su cabeza… su cabeza pesaba tanto…
“¿Estuvieron observándome? ¿Todos estos años? ¿O sea que sabían que yo quería encontrarlos?”.
“CLARO QUE SABÍAMOS. ESTUVISTE CERCA, MUY CERCA DE ENCONTRARNOS… Y FUE POR ESO QUE DECIDIMOS IR A TU ENCUENTRO. YA ESTABAS PREPARADO”.
En su mente, Quiroga emitió un bufido de perplejidad.
“¿Es decir que, cuando encontré a uno de ustedes, fue porque ustedes lo planearon así?”.
“ENVIAMOS A UNO DE LOS NUESTROS A TU ENCUENTRO, SÍ”.
“¡Pero lo maté! ¿Es que acaso no lo saben?”.
“ENVIAMOS A UNO DE LOS NUESTROS QUE ESTABA MUY ENFERMO, Y QUE DE TODAS MANERAS IBA A MORIR MUY PRONTO”.
“¿Pero por qué?”.
“PORQUE TE NECESITAMOS”, dijo otra voz, esta diferente a la que hasta entonces había hablado con él. Y, como si se tratara de una señal, decenas de voces comenzaron a hablar dentro de su cabeza, superponiéndose entre sí, mezclándose como se mezclaban sus tentáculos, aunque las palabras resultaban a sus oídos inexplicablemente claras e inequívocas:
“NECESITAMOS QUE LIDERES A LOS HUMANOS…”
“NECESITAMOS ALGUIEN CON TU ARROJO Y VALENTÍA…”
“TU LEALTAD…”
“PRONTO SEREMOS MÁS…”.
“NO TIENES NADA ALLÁ ARRIBA…”.
“AQUÍ ABAJO PODRÁS TENERLO TODO…”.
“NOS EXPANDIREMOS Y FORMAREMOS MÁS COLONIAS…”.
“NECESITAREMOS MÁS HUMANOS…”.
“LUCAS ES BUEN LÍDER PERO SU JUVENTUD LO TRAICIONA…”.
“TÚ SERÁS MEJOR Y LO GUIARÁS HACIA ESTA NUEVA ETAPA…”.
“ERES, SIEMPRE HAS SIDO EL INTEGRANTE NÚMERO DIEZ”.
Las criaturas callaron al unísono. Se hizo un largo silencio que sólo fue roto por el zumbido de aquella misteriosa maquinaria en las profundidades de la cueva. La mente de Quiroga era un torbellino. ¿Cuánto de cierto había en las palabras de las criaturas? ¿Y si resultaba que todo era una gran verdad, la ÚNICA verdad? Se sentía incapaz de pensar con claridad. Había algo que se le estaba escapando.
“TAMBIÉN CONOCEMOS TU NECESIDAD”.
“TU DESEO”.
“TU CUERPO TE LO PIDE”.
“Y TU MENTE TAMBIÉN”.
Quiroga frunció el ceño. ¿Sería posible que supieran eso también? ¿O era una trampa?
“¿De qué están hablando?”, trató de ganar tiempo. “¿Qué es lo que yo quiero?”.
“SABES MUY BIEN DE LO QUE HABLAMOS”.
“PODEMOS OTORGÁRTELO”.
“SABEMOS LO MUCHO QUE LO QUIERES”.
Por supuesto que lo sabían. En el momento en que le habían introducido ese tentáculo dentro del cuerpo, habían indagado dentro de él, descubriendo todas sus virtudes pero también sus debilidades. No tenía sentido negarlo: ellas sabían lo de la droga, la que había dejado en el refrigerador del sótano, la que Quiroga consumía regularmente desde el último año y medio, desde que había salido de la cárcel. Con sólo pensar en ella, su mente se estremeció de avidez y sus puños se cerraron con fuerza, hasta palidecer sus nudillos. Sabía que aún no sentía todo el peso de la abstinencia porque había probado la droga alrededor de veinticuatro horas antes, antes de salir hacia la mina con Dan, pero si seguía sin consumirla durante unas pocas horas más…
La angustia lo invadió y le hizo cerrar fuertemente los ojos. Estaba atrapado. En todos los sentidos posibles. Y lo peor de todo era que las criaturas lo sabían, y trataban de manipularlo utilizando este conocimiento. Si aquello fuese una partida de ajedrez, estaría a sólo un movimiento del jaque mate.
Sus puños se contraían y se aflojaban, se contraían y se aflojaban.
“¿QUÉ DICES?”.
“NECESITAMOS TUS RESPUESTAS”.
“PODEMOS CONSEGUIRTE LA SUSTANCIA QUE TANTO ANHELAS”.
“AHORA MISMO”.
“PODRÁS VIVIR CON TU RETOÑO AQUÍ ABAJO DURANTE MUCHOS AÑOS”.
“Y TODOS TUS SUFRIMIENTOS DESAPARECERÁN….”
2
Alrededor de veinte minutos después, un aterido y tembloroso Quiroga hacía pie en la orilla opuesta del río, donde Lucas lo aguardaba junto a Abel. Había otra figura, sentada sobre las piedras: cuando alzó la vista y clavó sobre él sus ojos fulgurantes, Quiroga se dio cuenta de que se trataba del Tira-Piedras.
Su rostro era un bofe tumefacto. Tenía cerrado uno de sus ojos y restos de sangre coagulada le manchaban el cuello de su mugrienta remera.
Quiroga ni siquiera le dedicó dos segundos de atención. Se acercó a Lucas, que lo observaba pálido y con los labios temblorosos.
-¿Por qué estás aquí de regreso?- quiso saber el muchacho. Su voz era alta y atiplada, como la de alguien a punto de sufrir un ataque de nervios-. ¿Qué fue lo que te dijeron las criaturas?- de repente abrió los ojos, y una súbita y dolorosa comprensión pareció dibujarse en sus tensas facciones-. ¿Me reemplazarán? ¿Fue eso lo que vienes a decirme? ¿Tú serás el nuevo líder?
Al escuchar esto, tanto Abel como el Tira-Piedras profirieron un gemido asombrado. El Tira-Piedras se levantó como si tuviera resortes e increpó a su jefe:
-No digas eso, Eugenio. ¡Eres el mejor líder de todos! ¡No tienes comparación!- miró a Quiroga, en un gesto de asco y odio que pareció traspasarlo como un viento ardiente-. Y él… él, en cambio, no es nadie… Es un pobre viejo…
-Un pobre viejo que te dio una paliza- asintió Quiroga. Pero había decidido no prestarle demasiada atención, así que se dirigió a Lucas-. Las babosas me dijeron todo. Sé que eres mi hijo. Ya no tiene sentido negarlo. Sé por qué te pusiste ese nombre. Eugenio. Eugenio Vernis. Debí haberme dado cuenta antes, pero es que en aquellos tiempos estaba tan enceguecido por el alcohol y el odio, que no prestaba atención a las cosas importantes. Entiendo por qué huiste de casa, por qué quisiste venir aquí abajo con las babosas.
-Eugenio, ¿de qué mierda está hablando este viejo?- gritó el Tira-Piedras. Era evidente que sentía una devoción ciega por su jefe, a tal punto que daría su vida por él. Pero Eugenio no le respondió; miraba fijamente a Quiroga, palideciendo cada vez más. El Tira-Piedras hizo amague de ir tras él, pero luego, quizás recordando la paliza recibida en el pozo, se echó atrás e insistió con su pregunta:- ¿Eugenio? ¿Por qué no lo callas de una vez? ¿Por qué no lo pones en su jodido lugar?
-Vete- susurró Lucas. Parecía que le faltaba el aire en sus pulmones. Por primera vez parecía débil y desprotegido, y Quiroga luchó contra las ganas de abrazarlo-. Váyanse, tú y Abel. Déjennos solos.
-Eugenio, yo creo que esto…- comenzó Abel, pero Lucas lo cortó con un súbito grito:
-¡Váyanse de aquí, he dicho! No te atrevas a discutir conmigo…
Los otros dos hombres, recelosos y dubitativos, obedecieron. Regresaron sobre sus pasos, subiendo por la pendiente, y luego desaparecieron detrás de las rocas. Lucas los observó marcharse en silencio, y luego volvió la vista hacia Quiroga.
-Sabía que tarde o temprano volverías, y que harías de mi vida un infierno otra vez- dijo, enrojeciendo intensamente-. Traté de negar la realidad, de engañarte a ti y a los demás y a mí mismo, y creo que esa fue mi peor equivocación.
-Lucas, te he buscado… Durante los últimos siete años…
-¿Y crees que a mí me importa?- estalló Lucas de súbito. Su mano buscó algo bajo su remera. Quiroga adivinó que se trataba de la pistola, pero no hizo nada para detenerlo-. Han pasado muchos años, pero aún recuerdo… Recuerdo el odio que sentía hacia ti. El miedo. La impotencia. Las palizas que me dabas. Pero sobre todo recuerdo a mamá. Cada vez que trato de recordarla, me viene la imagen de mamá tirada en el piso, sangrante y con la nariz rota, o recostada en una cama del hospital con la cara hecha pedazos. ¿Crees que por haberme buscado, voy a olvidar todo eso? ¿Acaso piensas que voy a perdonarte alguna vez?
-Lucas…- dijo Quiroga, pero no pudo decir nada más. Sabía que la lógica de Lucas era irrefutable, que no tenía sentido discutir con él, sencillamente porque no había argumentos frente a aquella muestra de desesperación y congoja. Lucas sacó la pistola y le apuntó a la cabeza, y Quiroga lentamente se arrodilló ante él, sollozando en silencio.
-Sé que al hacer esto me estoy condenando con las criaturas, pero no voy a permitir que vuelvas a adueñarte de mi vida- murmuró el muchacho, temblando de pies a cabeza. Gruesos lagrimones corrían por sus mejillas. Su mano temblaba incontrolablemente pero aún así Quiroga supo que no erraría el tiro. No a esa distancia.
Pensó que ya no le interesaba demasiado.
Pensó que lo merecía largamente. ¿Qué quedaba de él, aparte de unos despojos de carne y huesos, y una mente atrofiada por las adicciones?
Lucas soltó un grito de angustia y retiró el seguro de la pistola. Quiroga cerró los ojos. “Ahora”, pensó. “Es ahora, hijo. No solucionarás nada con esto, de hecho te meterás en un Infierno del que jamás podrás salir, pero si te ayuda a ahogar un poco la rabia que cargas desde tanto tiempo, entonces bienvenido sea. Yo no tengo más que hacer aquí”.
Esperó el tiró final, la atronadora explosión que acabaría con su vida en menos de un microsegundo, pero ésta no llegaba. Entonces creyó escuchar un ruido a sus espaldas.
-¿Qué carajo?- escuchó que decía Lucas.
Quiroga, muy lentamente, se dio vuelta para ver. En el centro del ojo de agua estallaban burbujas. Eran pequeñas al principio, pero se fueron haciendo más grandes conforme pasaban los segundos.
Y había algo… una sombra que ascendía por el agua a toda velocidad…
Instantes después, una cabeza rompió la superficie y tomó una desesperada bocanada de aire. Agitó los brazos unos segundos, pero luego volvió a hundirse y ya no regresó.
-Dan- dijo Quiroga-. No puedo creerlo. Es él.
-¿Quién?
-Mi compañero… Alguien que…- se incorporó, mirando cautamente a Lucas-. Iré a ayudarlo.
-No irás a ningún lado.
-Lo siento, debo ir. Puedes dispararme a la espalda si quieres.
Sin esperar respuesta, se dio vuelta y se zambulló en las frías aguas del río.
3
Lucas se quedó esperándolo, moviéndose nervioso de un lado a otro. Tenía ganas de gritar y de golpear y de descargar su furia con alguien, con cualquier cosa. Si en aquel momento hubiese estado Abel en las cercanías, le hubiese dado un golpe como acostumbraba a hacer siempre que se sentía nervioso. Al cabo de unos veinte segundos, su padre sacó la cabeza y gritó:
-¡Ayúdame, Lucas!
Lucas no se movió. Su padre nadaba hacia la orilla trayendo del cuello al misterioso hombre, que parecía inconsciente o muerto. Quiroga pisó tierra firme y depositó el cuerpo del hombre sobre el suelo. Jadeaba y escupía agua. Palpó su pecho y algo le llamó la atención, algo oculto detrás de su traje de buzo. Levantó la espalda del hombre y retiró un pequeño bolso de mano, herméticamente cerrado con un envoltorio de algo que parecía ser nylon. Quiroga pareció reconocer ese bolso, porque lanzó una exclamación de entusiasmo y comenzó a retirar el envoltorio a los manotazos.
-¿Qué es? ¡Te ordeno que me digas que es!
Quiroga terminó de sacar el envoltorio y abrió el bolso. Para sorpresa y angustia de Lucas, que retrocedió alarmado, allí dentro había una docena de cartuchos de dinamita.
Estaba por ordenarle que arrojase ese bolso cuando el agua detrás de Quiroga se sacudió. Aparecieron unos furiosos tentáculos que se enroscaron en torno a las piernas de Quiroga. Su padre, casi sin inmutarse, encendió el cartucho con una baliza y lo arrojó al agua, hacia el sitio donde emergían los tentáculos. La explosión fue atronadora y provocó una especie de nube de agua de unos tres metros de diámetro. También se escuchó un largo y tenebroso grito de agonía, que estremeció a los hombres presentes en la orilla. Los tentáculos que sujetaban a Quiroga de repente se tornaron laxos, y comenzaron a alejarse rumbo al centro del ojo de agua. Y luego, para espanto de Lucas, una de las babosas emergió del agua, su carne negra y pulposa flotando como un trozo de alga podrida. Estaba muerta. No habían transcurrido más de unos pocos segundos desde el momento en que Quiroga había salido del agua junto con el otro tipo, y ahora todo había cambiado irremisiblemente, sin posibilidad de marcha atrás.
-La mataste- murmuró Lucas. Percibió que detrás suyo aparecían sus compañeros, atraídos por el ruido. Escuchó que Abel ahogaba un grito de dolor, y una mujer, quizás Kathia, repetía una y otra vez: “¿Qué ha pasado? ¿Qué ha pasado?”. Lucas señaló a la criatura muerta, que ahora giraba lentamente en un remolino invisible, sus tentáculos flotando en derredor como las aspas de un molino-. Esto traerá consecuencias. Lo sabes, ¿verdad?
Pero su padre, lejos de mostrarse horrorizado frente a esta ineludible verdad, mostró una triste pero relajada sonrisa, y luego alzó el bolso con la dinamita dentro.
-Con esta van dos- dijo, indicando con la mano libre a la criatura muerta-. Me quedan otras ciento veinte babosas, y seremos libres. Ven conmigo, hijo. Sé que jamás podrás perdonarme, pero es hora de hacer algo con toda esta mierda.
4
Dan tosió y vomitó un chorro de agua. Estaba volviendo a la consciencia lentamente, pretendiendo creer que todo se trataba de una pesadilla. Escuchó las palabras de Quiroga: “Es hora de hacer algo con toda esta mierda”, y se dio cuenta de que no, no era ningún sueño. Abrió los ojos. Se encontraba en una especie de caverna gigantesca, con enormes estalactitas pendiendo sobre su cabeza. Quiroga hablaba con un chico y parecía discutir con él; vio que el chico tenía un arma en la mano. Detrás del muchacho, unas siete u ocho personas se congregaban silenciosas, como los miembros de una secta a la espera de las órdenes del sacerdote carismático. Vio que en ese grupo había jóvenes y viejos, mujeres y hombres, y todos ellos parecían temerosos y enojados por algo. Dan se dio vuelta y volvió a vomitar; parecía que sus pulmones alojaban unos diez litros de agua. Había estado a punto de ahogarse, eludiendo a la muerte por muy poco… ¿y quién lo había rescatado? Ya no recordaba eso. El mundo se había sumido en tinieblas segundos después de que la criatura lo hundiera en el río otra vez. Recordaba que había pensado: “Mierda, estuve tan cerca de lograrlo…” y luego su mente había experimentado un gigantesco y repentino apagón.
-Quiroga…- trató de decir.
Pero el barbudo no prestaba atención. En su mano tenía el bolso con la dinamita. Dan escuchó en una ráfaga lo que decía el chico:
-No entiendes… no has entendido nada…
Y Quiroga:
-Podemos lograrlo. Podemos salir de aquí…
Dan no comprendía la escena. Su condición física no ayudaba mucho tampoco. ¿Dónde rayos estaban? ¿Por qué aquel muchacho se negaba a salir de aquel lugar? ¿Y por qué los otros parecían, efectivamente, los oscuros miembros de una secta diabólica?
-Debes ponerte de un lado- decía Quiroga-. Debes elegir el bando, hijo. No puedes permanecer aquí abajo toda tu maldita vida.
-Hace rato elegí el bando- murmuró el chico-. No tenemos ninguna chance de salir de aquí. Debes entenderlo, yo debo cuidar de los míos…
En ese momento, se escuchó un rugido borboteante, que a Dan le resultó desagradablemente familiar. Todos giraron la vista hacia la fuente de aquel sonido; algunos alzaron unas extrañas bolas azuladas e iluminaron el otro lado de la orilla. Alrededor de una docena de babosas estaba saliendo de una cueva. Se movían a una velocidad pasmosa y sacudían sus tentáculos como látigos escurridizos. Se metieron en el agua y luego desaparecieron de la superficie, levantando pequeñas olas. Quiroga retrocedió un paso y el chico hizo lo mismo.
-Vienen hacia aquí- dijo el chico. Se notaba que quería mantener la calma, como si quisiera demostrar que tenía el asunto bajo control, pero lo cierto es que parecía muy asustado y sus ojos no dejaban de escudriñar las oscuras aguas en busca de las criaturas-. Las babosas no tolerarán esto. Los matarán…
De repente, los ojos del chico se pusieron blancos y comenzó a echar espuma por la boca. Era como si hubiese sufrido una repentina descarga eléctrica… y Dan, aún aturdido como estaba, se dio cuenta de que la comparación no era tan descabellada. Tenía las manos convertidas en puños, las venas del cuello y de la frente nítidamente marcadas, como si se encontrara haciendo un esfuerzo descomunal. Quiroga se apresuró a sujetar al chico, y un viejo que permanecía detrás, junto con un tipo que tenía la cara destrozada por golpes o contusiones, señaló que lo dejara tranquilo, que no lo molestara, “porque las criaturas tienen contacto directo con él”. Quiroga no le prestó atención, y el tipo que tenía la cara como una bola de carne picada cruda se adelantó con los puños en alto.
Quiroga quitó el arma de las manos del chico y apuntó hacia el atacante, quien de inmediato se detuvo y palideció por el susto.
-¡Dan!- gritó Quiroga, mientras con una mano sostenía al chico inconsciente y con la otra apuntaba hacia el grupo de seis o siete personas, que cada vez parecía más enardecido-. ¿Me escucha, Dan? ¡Debe levantarse y venir conmigo! ¡Ahora! ¡Mueva ese culo, imbécil!
“¿Es que no sabe que estuve a punto de ahogarme?”, pensó Dan, pero aún así se incorporó y, ayudado por una de las grandes piedras de la orilla, consiguió mantenerse en pie. Sus piernas parecían dos ramitas secas a punto de quebrarse, pero de todas maneras pensó que lo sostendrían durante unos minutos más.
-Debemos correr, Dan. Yo cargaré a Lucas, pero no podré manejar el arma al mismo tiempo. Tome.
Antes de que Dan tuviera tiempo siquiera de pestañear, tenía el arma en la mano. Percibió la mano dura y amplia de Quiroga que lo empujaba por la espalda y comenzó a mover las piernas. El viejo se interpuso en el camino, pero Quiroga, que ya había comenzado a cargar con el chico, lo apartó de una patada. El viejo cayó sentado sobre el suelo y Quiroga advirtió:
-¡Al próximo que quiera meterse en el camino, mi compañero le dará un tiro entre los ojos!
Ninguna de las otras personas movió un pelo. Pero miraban a Quiroga y a Dan con ojos asesinos. El viejo se levantó, ayudado por una chica de unos veinte años, y luego imploró:
-Por favor. No le hagan daño a Eugenio.
-Es mi hijo- escuchó que decía Quiroga entre dientes, aunque no parecía una respuesta, sino algo que se prometía a sí mismo:- No le haré daño. Nunca más.
Dan volvió la vista al frente, el arma apuntando cautelosamente hacia el techo, y luego siguió corriendo.
Capítulo 24
1
El grupo permaneció silencioso durante unos instantes, observando a los hombres que se alejaban cuesta arriba (y que se llevaban a un Eugenio inconsciente), hasta que uno de ellos se movió. Se trataba de Biglieri, a quien Quiroga mentalmente llamaba: “El Tira-Piedras”. Soltó un grito de rabia y fue en pos de los hombres que escapaban. Alrededor de veinte segundos después, las primeras criaturas emergieron del río y comenzaron a reptar sobre las piedras humedecidas de la orilla, moviéndose en dirección a Quiroga y Dan. Algunos de los miembros del grupo, como por ejemplo Kathia, que era relativamente nueva allí abajo, retrocedió un par de pasos e hizo ademán de huir. Pero antes de que pudiera lograr su cometido, Abel la retuvo de un brazo.
-No te muevas- dijo-. Ellas están de nuestro lado. No nos harán daño.
La chica asintió, sin mucha convicción, tragando saliva. ¡Cuántas criaturas había! ¡Y qué hedor emitían! Salían de las aguas y se arrastraban por las piedras de la orilla, dejando un rastro de baba amarillenta detrás de sí. La superficie del río, habitualmente calma y con apariencia estancada, ahora bullía de tentáculos que se acercaban rápidamente a la costa. Algunas de las criaturas, grandes y altas como coches, pasaron a su lado y uno de sus tentáculos la golpeó en la pierna, haciéndola caer. Kathia gritó y de inmediato Lucía, que era otra de las mujeres del grupo, la ayudó a levantarse.
-Será mejor que salgamos de su camino- susurró Lucía.
Se subieron a una roca y se limitaron a mirar. Los otros integrantes del grupo hicieron lo mismo, retrocediendo hasta ubicarse en terreno seguro. Ninguno de ellos, excepto quizás el supervisor, había visto tantas criaturas juntas; el espectáculo los conmovía y los llenaba de repulsión al mismo tiempo. Las babosas parecían furiosas y se movían a una velocidad aterradora. Algunas pasaban por encima de las demás y sus tentáculos se entrecruzaban, pero nunca detenían la marcha. Los ruidos viscosos llenaban la cueva y hacían que los dientes de Kathia rechinaran. Iban en pos de Quiroga y del otro hombre vestido con traje de buzo. Kathia pensaba que les darían caza en menos de un minuto. Y luego… sólo Dios sabía lo que podía pasar luego.
-Los matarán- dijo Lucía, como adivinando sus pensamientos-. Tratarán de recuperar a Eugenio…
Kathia la miró pero no dijo nada. No creía que las babosas sintieran tanto aprecio por Eugenio como para moverse en masa así. De hecho, tenía la secreta convicción de que las criaturas los despreciaban. A todos y a cada uno de los humanos que habitaban en esa cueva. Pero es que habían parecido tan convincentes allá arriba… prometiéndole el fin de sus sufrimientos y augurándole una vida llena de felicidad y plenitud… y Kathia, ciega como se encontraba por sus padecimientos con la droga y una profunda depresión, les había creído. Se había dejado conducir allá abajo… pero sólo para encontrarse con una condición de vida muy precaria, de la cual para colmo era imposible ya escapar. ¿Y por qué había puesto tan poco empeño en regresar a la libertad, a la vida de la superficie? La respuesta más fácil era el miedo, ¿no? Miedo por el supervisor Eugenio, que podía ser muy cruel cuando se lo proponía, o cuando las circunstancias así lo requerían. Miedo por las criaturas mismas, y por sus mismos compañeros, o al menos algunos de ellos, que parecían dispuestos a denunciar el mínimo intento de rebelión. Era como un círculo de miedo, en el cual cada uno se miraba con desconfianza y trataba de congraciarse con las criaturas y con el supervisor para lograr salvar el pellejo propio. Era por eso que había habido tan pocos intentos de escape. Lo de aquella chica que casi se había ahogado había sido posible porque: a) en ese momento Eugenio no era el supervisor, y b) porque casi nadie creía que en realidad pudiese lograrlo.
¿Y la otra explicación, además del miedo? Esa quizás era la más dolorosa, la más difícil de aceptar. Y tenía que ver con la resignación y el conformismo. Con la adaptación forzosa a una situación que, si bien no era la mejor, al menos no era lo suficientemente grave como para pensar que uno estaba en el fondo. Kathia pensaba que ese sentimiento era más común de lo que la mayoría de las personas se atrevía a reconocer. Después de todo, ¿cuántas personas había allá arriba, en la superficie, que mantenían trabajos que no les gustaban, parejas que no amaban, situaciones que nunca jamás hubiesen llegado a imaginar, y todo ello por el simple conformismo que derivaba del peso entumecedor de la rutina?
Miedo. Conformismo. Resignación. Eran grandes debilidades la humanidad, la fórmula del cobarde, y las criaturas habían sabido aprovecharla en beneficio propio, vaya que sí.
Vio que Lucía trastabillaba y trató de agarrarla, pero de repente la mujer fue arrastrada hacia la masa de criaturas reptantes.
-¡Lucía!- gritó la chica.
Lucía gritaba. Tenía las piernas enredadas en infinidad de tentáculos. Una de las criaturas abrió su boca y comenzó a tragarla, sin detener su marcha. Los brazos de Lucía se movían en todas direcciones, buscando un inexistente punto de resistencia. Su boca era una gran “O” de sorpresa y horror.
-¡Lucía, no!- volvió a gritar Kathia-. ¡Déjenla, malditas!
Pero la mujer había desaparecido entre la negra y húmeda manada de babosas. Vio que a otros integrantes del grupo les sucedía lo mismo; también vio a Abel, rodeado de tentáculos y lanzando risotadas. “¿Por qué está riendo?”, pensó. “¿Por qué el maldito está…”
Sintió que unos tentáculos se le enredaban entre las piernas y la arrastraban. Kathia trató de resistirse y agarrarse a la roca, pero era como luchar contra una avalancha de lodo corriendo colina abajo a toda velocidad. Los estaban llevando consigo. Las criaturas no iban a permitir que ellos se quedaran de brazos cruzados: querían que intervinieran en el asunto. ¿Pero cómo? ¿Acaso quería que mataran a los dos hombres? ¿Acaso…
Ya no pudo seguir
pensando: los tentáculos le rodearon el cuerpo con brutalidad, sin
ningún tipo de miramientos, y una boca oscura y húmeda comenzó a
sumergirla en las tinieblas de su interior.
2
Dan detuvo su marcha unos instantes y miró hacia atrás, jadeante. Lo que vio lo llenó de un horror indescriptible: decenas, quizás cientos de babosas salían del río y se acercaban a ellos a toda velocidad, como una enorme ola negra que barría con todo a su paso. Las piernas le volvieron a flaquear; Quiroga le propició un oportuno empujón y fue así como pudo seguir corriendo.
-¡Muévete, maldito contador de cuarta!- jadeó Quiroga-. ¡Muévete o nos alcanzarán!
Así que Dan siguió corriendo. El terreno era empinado y los muslos muy pronto comenzaron a dolerle. El pegajoso y zumbante ruido del andar de las criaturas se acercaba cada vez más. Quiroga se le adelantó, con el chico todavía a cuestas, e indicó por señas que se dirigiera a una de las paredes de la enorme gruta. Dan, incapaz de contenerse, se dio media vuelta y disparó hacia el enjambre de criaturas que se aproximaba a toda velocidad. La pistola efectuó un retroceso y casi se le cayó de las manos, mientras Quiroga maldecía y lo instaba a que siguiera marchando. Dan reprimió el impulso de seguir disparando y regresó su vista hacia el lugar donde se dirigía su compañero. Era un túnel. Un túnel cavado en la roca, que parecía iluminado débilmente por una especie de resplandor azulado. ¿A dónde iría ese sitio? No parecía un lugar muy propicio para defenderse; ni siquiera había algún objeto cercano, algún trozo de madera, alguna roca, que pudiera servir para obturar la entrada. De todas maneras, no creía que una simple trinchera de palos y piedras pudiera detener a las criaturas, pero…
Estaba pensando en esto cuando algo al costado de la pared le llamó la atención. Al principio pensó que eran unos harapos blancos que alguien había colgado por algún motivo de un saliente de la roca. Pero luego el harapo blanco se movió. Era una mujer, vestida con un camisón sucio y ensangrentado. Caminaba lentamente, apoyada en las piedras, como si estuviese demasiado débil y fuese a perder la consciencia de un momento a otro. Cojeaba notoriamente.
Cuando Dan estuvo lo suficientemente cerca, se dio cuenta de que se trataba de Liana, su mujer.
3
Ni siquiera tuvo tiempo de sorprenderse, ni de sentirse emocionado frente a la visión de su esposa viva. Estaba por dar la voz de aviso a Quiroga cuando sintió que algo caliente se estrellaba contra su cabeza. Dan dejó caer el arma por la sorpresa y el dolor y luego trastabilló. Se tocó la cabeza: quedó mirándose estúpidamente la palma de su mano, que se había manchado de sangre. Irguió el cuerpo, aún preguntándose qué era lo que había pasado, cuando sintió otro dolor, esta vez en la espalda. Emitió un jadeo de agonía y miró hacia atrás.
El tipo que tenía la cara destrozada se acercaba a toda velocidad, recogiendo piedras del suelo y lanzándoselas con una puntería envidiable. En ese momento, se estaba preparando para arrojarle otra. Dan retrocedió unos pasos, buscando desesperadamente el arma. Vio por el rabillo del ojo que el brazo del tipo descendía en un arco furioso e instintivamente se agachó; la piedra le pasó zumbando cerca de la oreja. ¡Qué puntería tenía ese maldito! Y se acercaba cada vez más. Parecía la avanzada de una caballería integrada por el resto de las babosas. Sólo que el tipo no era una babosa, era un humano, y se suponía que estaba del lado de los demás humanos. ¿Por qué mierda entonces lo estaba atacando?
-¡Quiroga!- gritó, sin dejar de mirar al tipo que se acercaba, atento a sus movimientos. Sabía que su compañero estaba unos metros más adelante, luchando con la carga de aquel muchacho, que aparentemente era su hijo. Y Liana… Liana estaba a unos pocos metros del lugar, increíblemente viva…-. ¡Necesito ayuda! ¡Quirog…
Una nueva piedra. El atacante parecía haber tomado nota de la anterior finta de Dan, por lo que esta vez apuntó inteligentemente a las piernas. La piedra, del tamaño de un huevo de gallina, le dio en la rodilla derecha, que estalló en una sorda y húmeda explosión de dolor. Dan aulló y cayó hacia atrás. La caída no fue del todo desafortunada, porque gracias a ella descubrió dónde estaba la pistola. Había caído en una grieta del suelo, de unos diez centímetros de grosor, de modo que era imposible verla a simple vista. Se arrojó sobre el arma y entonces sintió el impacto de una nueva roca, que le dio en el hombro derecho y lo hizo retroceder. Miró hacia atrás, hacia el sitio donde supuestamente se encontraba Quiroga: no había nadie allí. El barbudo se había metido en la cueva azulada junto con su hijo, y lo había abandonado a la suerte. ¡Maldito hijo de puta!, pensó Dan. ¡Gracias a mí pudiste escapar, y ahora me olvidas!
Ahora su atacante estaba a unos pocos metros de él, enseñando sus dientes como un perro. Como pudo, Dan se incorporó y se preparó para enfrentarlo. La pistola estaba a menos de un metro de él, cerca de su pie derecho, pero sabía que ya no tenía tiempo de agacharse para buscarla.
El tipo del rostro ensangrentado se arrojó sobre él.
-¡Te mataré, los mataré a ti y al otro hijo de puta!- chillaba el tipo.
Dan trató de rechazarlo con un golpe, pero el tipo o era muy duro o estaba lo suficientemente loco como para sentir dolor. Su atacante alzó una rodilla y le dio de lleno en el estómago. El cuerpo de Dan se dobló en dos, buscando aire, y en menos de diez segundos recibió cerca de diez puñetazos en las costillas, en los hombros, en la cara y en el cuello. El tipo lo atacaba con una furia demencial, gritando incoherencias y moviendo sus manos como terribles y dolorosas aspas de molino. Dan trató de levantar un brazo para defenderse, pero era como querer detener la creciente de un río con un listón de madera. Jamás en su vida había recibido una paliza así. El tipo lo estaba masacrando. En un último y desesperado intento arrojó un golpe a ciegas, pero ni siquiera tuvo la suerte de acertarle en un lugar que pudiera resultar mínimamente doloroso. Supo que, si no hacía nada para evitarlo, moriría bajo los golpes de aquel maldito loco. Vio que había una piedra suelta muy cerca suyo, quizás era una de las que le había arrojado su atacante. Extendió una mano para recogerla, y de inmediato recibió un pisotón que hizo que sus dedos crujieran. Abrió la boca para gritar, pero recibió una nueva serie de fulminantes golpes en las costillas que hizo que se quedara sin aire otra vez.
“Liana”, pensó. “Estoy tan cerca de ella… ¿O sólo fue una visión?”.