Cada idea que se le ocurría parecía peor que la anterior. ¿Por qué no dejaba de pensar? ¿Por qué no dejaba llevarse por la oscuridad que durante tanto tiempo había deseado?
Sin embargo, una vez instalada dentro de su mente, la pregunta lo torturó y se negó a abandonarlo. Y es que era tan horrible que daban ganas de olvidarse de todo y cerrar los ojos, como hacía Lucas cuando alguna película lo asustaba demasiado.
Si él estaba sumergido en ese líquido, ¿cómo era que podía respirar?
Tal vez, después de todo, estaba muerto. Tal vez el lugar en que se encontraba era el Infierno. Nada de fuegos ni gritos, nada de millones de almas en pena y un diablo rojo pinchando los traseros: sólo ese oscuro recinto carnoso, estrecho, inundado en un líquido oleoso y sin la posibilidad de escapar jamás. Sonaba mucho peor que la tradicional imagen del infierno cristiano. Ni siquiera el más sádico de los demonios hubiese imaginado un castigo más horrible.
Pero no, sabía que no estaba muerto. Eso no era la muerte. De hecho, tenía la convicción de que detrás de la muerte no había nada, sólo un inmenso vacío, en el cual ni la consciencia ni la memoria tenían lugar. No: no estaba muerto. Por desquiciante que resultara la idea, se encontraba dentro de una de esas criaturas, totalmente sumergido en sus líquidos internos. Y sin embargo, de alguna manera podía respirar.
La pregunta era: ¿cómo?
Se llevó una mano a la boca, quizás para cerciorarse de que realmente su cabeza se encontraba sumergida en algún líquido. Entonces tocó algo extraño, algo que no era su boca, pero sin embargo salía de ella.
“Mi lengua”, fue lo primero que pensó, no muy coherentemente. “Se me ha hinchado. Quizás me la mordí sin darme cuenta, mientras la mantarraya me tragaba entero”.
Rodeó aquella cosa extraña con sus dedos. No debía medir más de cinco centímetros de diámetro, pero sin embargo era larga… sobresalía de su boca veinte, cuarenta, ochenta centímetros… y seguía. Era flexible y de consistencia blanda, pulposa. Como una especie de cable… aunque ésa no era la mejor comparación que le venía a la mente. Lo que realmente parecía…
“No”.
Era como un tentáculo. O, más apropiado aún…
“¡No! ¡Por favor no!”.
Un cordón umbilical.
Sonaba como una locura, pero era exactamente lo que parecía. Un cordón umbilical que, en vez de nacerle en el ombligo, le salía del interior de la boca. Él se encontraba en una especie de placenta, y aquel era su cordón umbilical que lo mantenía vivo. Era demencial pero al mismo tiempo lógico. Ningún bebé podría sobrevivir sin su cordón umbilical.
Trató de sacarse el cable (el cordón) de la boca, tironeando bruscamente de él, pero de inmediato sintió un dolor agudísimo en el pecho y en la parte alta de su estómago, que hizo que desistiera de la idea. Sin dudas el cable (el cordón) se metía muy dentro de su boca, hasta llegar a la cavidad de los pulmones, quizás más profundo aún. Ignoraba en qué momento se había introducido dentro de su organismo, pero su objetivo parecía estar claro: le permitía respirar a través de él, como una horrenda y viscosa cánula de oxígeno.
Comenzó a debatirse y a tratar de zafarse de aquella prisión de carne y cartílagos, presa, ahora sí, del pavor y del espanto. Trató de gritar, pero no pudo: sin dudas el (tentáculo cable cordón) se lo impedía; se había adueñado de su voz y de su sistema respiratorio y quién sabía de cuántas cosas más. Aún así, siguió gritando: lo hizo en su mente, tan fuerte que pensó que sucumbiría allí mismo, convulsionado dentro de esa especie de enorme placenta, los ojos desorbitados y aterrados, las manos convertidas en garras tratando de arañar, de hacer algún daño a esa carnosa y repugnante pared que lo contenía…
Pero todo fue inútil.
Cerró los ojos y comenzó a sollozar. Como era incapaz de generar algún sonido, el resultado terminó siendo unas cuantas y fuertes sacudidas de su cuerpo. Si tan sólo pudiera liberarse de ese cordón (porque era eso, una especie de cordón umbilical, no tenía sentido negarlo), de alguna forma cortarlo, y luego abrir un hueco en el interior de la criatura…
Volvió a abrir los ojos.
Sí que tenía algo así.
“El cuchillo”, pensó sobresaltado. “El cuchillo en mi cinturón”.
No se detuvo a reconsiderar las implicancias de esa idea. No era su estilo ni tampoco nunca lo sería. Buscó a tientas el viejo aunque siempre afilado cuchillo y lo sacó de su vaina. Su hoja medía unos veinte centímetros de largo y sabía que podía hacer mucho daño; había rematado a muchos ciervos y jabalíes con él, durante sus solitarias jornadas de caza. Lo empuñó con fuerza y esto hizo que de inmediato se sintiera un poco mejor. Asió el cordón con su mano izquierda y se preparó para cortarlo de un solo tajo, como quien corta un espárrago o un pepinillo. “Prepárate, hija de puta”, pensó.
Pero entonces, antes de que pudiera hacerlo, escuchó la voz, retumbante y autoritaria dentro de su cabeza.
“NO LO HAGAS. MORIRÁS DE INMEDIATO SI LO HACES”.
Casi soltó el cuchillo por la sorpresa. La voz, si bien provenía de su cabeza, no parecía un pensamiento suyo, sino más bien como si se originara en una fuente externa; más o menos como escuchar música a través de unos auriculares. Era una voz perentoria y al mismo tiempo con un cierto tonillo de autómata, como si estuviera acostumbrada a dar órdenes como ésas. De inmediato Quiroga asoció esa voz con el cordón que tenía metido en el cuerpo, y si bien la idea parecía surgida de una de esas películas de ciencia ficción que él tanto despreciaba y aborrecía, la aceptó de inmediato porque tenía cierta lógica. Y luego, fiel a su estilo, sin pensar mucho en las implicancias Quiroga le respondió con sus propios pensamientos:
“No me interesa morir. Prefiero morir antes de permanecer dentro de tus asquerosos intestinos. Cortaré el cordón, quieras o no… y espero que mueras conmigo”.
“NO LO HARÁS. NO TE DEJARÉ HACERLO. YO TAMPOCO QUIERO TENERTE DENTRO MÍO, PERO ES MI OBLIGACIÓN. SUGIERO QUE TE TRANQUILICES Y NO TE MUEVAS”.
Quiroga apretó el mango del cuchillo aún más, hasta que sintió que sus dedos aullaban de dolor.
“¿Quién eres? ¿Qué vas a hacerme? ¿Dónde está mi perro?”
También había otra pregunta que deseaba fervorosamente hacer, aunque de momento no se atrevía a formularla:
“¿Sabes dónde está mi hijo?”.
Sin embargo, no obtuvo ningún tipo de respuesta por parte de la criatura. Sentía que, fuera lo que fuese que había hurgado en sus pensamientos, ahora estaba fuera, como si ya no le interesase mantener la comunicación. “Craso error”, pensó Quiroga, con el pulso acelerado locamente.
Se concentró en cortar aquel maldito cordón. Comenzó a acercar el cuchillo… y entonces sintió que su mano se aflojaba, que perdía capacidad para poder controlarla.
“¡No!”.
Intentó volver a levantar la mano, acercar el cuchillo al cordón que salía de su boca, pero era como si de repente se le hubiesen adormecido los miembros. De hecho, todo su cuerpo parecía paralizado; cuando quiso estirar la pierna derecha para dar un puntapié al interior carnoso de la cosa, fue incapaz de hacerlo, lo mismo con la otra pierna.
La criatura se había adueñado de su cuerpo. Ahora él ya no podía hacer nada.
Aturdido, furioso, asustado, Quiroga comenzó a gritar dentro de su mente, a gritar y a aullar sin control, hasta que, lentamente, su agotada consciencia se desvaneció en una negrura profunda, aún más profunda que aquella en la que se encontraba inmerso…
Capítulo 10
Una luz”, pensó Dan, aunque no quiso hacerse muchas ilusiones. “Creo que estoy viendo una luz”.
Tenía las rodillas y las manos despellejadas, en carne viva y sangrantes, pero él no sentía nada. Había tropezado y caído al menos una docena de veces, y constantemente regresaba la vista hacia atrás, para cerciorarse de que ninguna de las otras criaturas lo estaba siguiendo. Se sobresaltaba ante cualquier ruidito y el corazón latía desbocado en su pecho, a tal punto que debía detenerse de vez en cuando para recuperar el aliento. Lo curioso era que, pese a la interminable y pesadillesca jornada, su cuerpo y su mente le seguían respondiendo, cosa que inevitablemente le hacía recordar a la droga experimental que Quiroga le había suministrado en su cabaña, aproximadamente un millón de años atrás. ¿Y qué le había dicho ese hijo de puta? Algo así como que se había usado en la guerra de Irak, o tal vez de Afganistán. ¿De dónde podría haberla obtenido? Él jamás había escuchado de algo semejante, ni siquiera en esas revistas sensacionalistas que solía leer Liana.
Nunca supo si fue por pensar en eso o qué, la cuestión es que de repente sintió arcadas y tuvo que detenerse a vomitar a un costado de la galería. Como en su estómago no tenía prácticamente nada, lo que expulsó fue un poco de bilis mezclada con baba. Levantó la vista. Tenía los ojos llorosos, pero aún así pudo ver que, en efecto, aquello que se veía un poco más adelante era una luz. La luz de la boca del túnel, iluminada por la Luna. Había llegado a la salida de la mina.
Además del evidente alivio, sintió que en su interior crecía otra cosa… aunque de momento no pudo identificar qué era. Siguió corriendo en dirección a la luz, guiándose por la linterna que, gracias a Dios, había encontrado dentro de la mochila.
No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que se enfrentara a la última criatura. El soplete del lanzallamas había sido terriblemente efectivo y la cosa había retrocedido hacia la oscuridad, moviendo sus tentáculos, escondiéndose en un hueco de la roca como una araña con la presa entre sus fauces. Sólo que la criatura no había alcanzado ninguna presa, tenía las manos vacías; la presa tenía un lanzallamas que podía derretir el metal como si fuese mantequilla. Lejos de la idea de rematar a la criatura, Dan había dado media vuelta y había corrido en dirección a las escaleras, guiándose por la débil luz de la llama piloto del lanzallamas. Pudo haber sido su perdición, porque dio a la criatura la posibilidad de recuperarse e ir tras él, pero lo cierto es que cuando miró hacia atrás, sólo vio la cerrada oscuridad: de la cosa no había rastros. Aparentemente, temían a la muerte tanto como un ser humano. Dan regresó la vista al camino y siguió corriendo.
Al rato, tropezó con la mochila. Las escaleras estaban muy cerca, pero Dan de repente se detuvo, dubitativo. Su única fuente de luz provenía del lanzallamas, y no podría subir las escaleras con él. Debía hacerlo a ciegas, y totalmente desprotegido. Siguiendo una súbita intuición, se agachó para hurgar en la mochila. Pese a que la había cargado durante casi todo el camino, era la primera vez que se fijaba en lo que había dentro de ella, por lo que al encontrarse con una linterna de baterías se maldijo a sí mismo por su falta de curiosidad o inteligencia. Sacó la linterna de la mochila y la encendió. Una luz poderosa, tan blanca y cálida que casi lo hizo llorar, se desparramó por el interior de la mina, en un radio de unos diez o doce metros. Hizo un rápido paneo buscando a la criatura en alguna de las grietas de la roca, pero no halló nada. Se quitó el lanzallamas y se aprestó a subir por las escaleras… y entonces, al echar una última mirada a la mochila abierta, se encontró con algo que le arrancó una maldición de asombro y miedo.
Dinamita.
Alrededor de siete u ocho cartuchos de dinamita, apiñados entre sí como salchichas a las que nunca nadie querría comer.
“¡Maldito Quiroga!”, pensó entonces.
Esa mochila había estado cerca del fuego del lanzallamas al menos unas dos o tres veces. Si no habían volado por los aires, había sido por obra y gracia de la casualidad. O de un bendito milagro.
Durante un momento pensó en tomarlos, hacerse de tres o cuatro cartuchos, pero luego supo que no sería buena idea hacerlo. Así que dejó la mochila con su carga explosiva donde estaba, y se dedicó a subir por las escaleras.
Si el descenso había sido largo, el trayecto de vuelta fue mil veces peor. Parecía que aquellas escalerillas se prolongaban indefinidamente, como en la famosa ilusión óptica de Penrose. Lo peor era la sensación de tener algo en las cercanías, algo que lo seguía y que podía agarrarle el tobillo en cualquier momento… Cuando finalmente llegó a la salida, se recostó contra la jaula del ascensor y emitió una suerte de hipidos de cansancio y alegría. Pero luego recordó a la criatura y se inclinó para iluminar el pozo; si hubiese visto a una de esas mantarrayas trepando por las escalerillas, probablemente hubiese muerto de miedo allí mismo. Pero no había nada, y al rato se puso en moviendo otra vez.
Llegó a pensar que había equivocado el rumbo y se había perdido, porque nada en el corredor le resultaba conocido, pero al encontrarse con el cadáver de la mantarraya atacada por Quiroga, supo que iba por el buen camino. Observó que la criatura se estaba desintegrando con una rapidez escalofriante, al punto que ahora parecía una especie de gelatina inconsistente, pero no se preocupó demasiado por el asunto. Siguió corriendo. Y al rato se encontró con la luz.
La luz al final del túnel.
Y aquella sensación, aquella mezcla de alivio y de otro sentimiento indefinido aunque terriblemente familiar, lo embargo de pies a cabeza, al punto que unas lágrimas calientes le surcaron la mejilla cubierta de mugre.
Cruzó la boca del túnel y se sintió agradecido por el aire frío que en forma de neblina caía sobre su cuerpo sudoroso. Observó que aún faltaba para el amanecer, y que el silencio en aquel páramo era conmovedor y al mismo tiempo expectante. Sin dudas se trataba de un lugar embrujado, aunque no porque tuviera los clásicos y predecibles fantasmas, sino por algo mucho peor. Allí había habido vida, había habido actividad y sudor y esfuerzo humano, y ahora sólo quedaba el polvo. El olvido. Se preguntó si aquellas criaturas no habrían elegido aquel lugar en forma premeditada, para pasar más desapercibidas aún. Porque era evidente que en algún lugar de la mina, en las profundidades más recónditas, se ocultaba un nido. Un nido formado por aquellos aborrecibles y desconcertantes seres. O, como había dicho Quiroga, quizás más apropiadamente: “una colonia”.
La camioneta en la que habían llegado se encontraba a unos cincuenta metros, brillando espectralmente bajo los rayos lunares.
Dan corrió hacia ella, rogando que Quiroga hubiese dejado las llaves puestas en el contacto. Abrió la portezuela y entró. La llave no estaba puesta, pero encontró una de repuesto tras el parasol del acompañante. Introdujo la llave e hizo girar el tambor. La vieja camioneta de inmediato se puso en marcha. Buscó luego el celular que había dejado en la guantera: tenía batería y la señal era excelente. Parecía que todo estaba saliendo a pedir de boca. Dan cerró los ojos.
Entonces, mientras se permitía lanzar el primer suspiro de alivio, reconoció aquel desagradable sentimiento que hasta el momento había sido incapaz de definir, y que le corría como un ácido por el interior de su cuerpo:
Era la culpa.
2
-Emergencias, ¿en qué puedo ayudarlo?- dijo la voz femenina (y ligeramente adormilada) del otro lado de la línea.
Dan pensó cuidadosamente las palabras antes de pronunciarlas. Sabía que, si la historia no era creíble o tenía grietas, podrían tomarlo como un bromista y cortarle la comunicación. Eligió entonces decir lo básico, lo que podía contarse en cualquier bar sin que los parroquianos le echasen cautelosas miradas por encima del hombro. Debía omitir, por supuesto, el asunto de las criaturas. Al menos de momento.
-Me encuentro en el acceso a las Minas de San Ignacio, operadora. Mi compañero… él se encuentra dentro de las minas. Está perdido, perdí todo contacto con él. Necesito que envíen un equipo de rescate, urgente.
-¿Podría decirme su nombre, señor?
Dan abrió la boca para decirlo, pero luego recordó que estaba bajo supervisión fiscal, y que había violado la veda para salir de la ciudad. Pero pensó que tampoco podía negarse a dar su nombre, porque podía despertar sospechas. Entonces optó por algo intermedio: suministrar un nombre falso.
-Lucas- dijo al fin, pensando en el hijo de Quiroga-. Lucas Gaetani- Gaetani era el apellido de soltera de Liana.
-Señor Gaetani, ¿podría decirme su edad?
-Treinta y dos años.
-¿Y el nombre y edad de su compañero perdido?
-Él… su apellido es Quiroga. Y desconozco su edad, pero debe andar por los cuarenta y cinco o cincuenta.
-¿Hace cuánto que no tiene comunicación con él?
-Desde hace aproximadamente… unas tres horas. Tal vez más.
Esto último no era cierto. Calculaba que había dejado atrás a Quiroga no más de treinta minutos, pero suponía que si exageraba el lapso de tiempo, su llamado tendría una mayor prioridad.
-¿Podría decirme, señor Gaetani, el motivo por el cual usted y su compañero se metieron en esa mina abandonada?
La voz era perfectamente neutral, no acusaba ni juzgaba, pero de todas maneras Dan sintió que perdía la paciencia:
-No llego a entender qué importancia tiene esa pregunta, señorita. Le estoy diciendo que mi compañero está perdido y que podría correr graves peligros, y usted…
-Señor Gaetani, estamos tratando de entender la gravedad de la situación. Limítese a responder nuestras preguntas.
Dan se pasó la mano por el pelo y observó hacia la mina. Pese a que la camioneta estaba en marcha, había decidido permanecer en el lugar. La había girado un poco para que los faros encendidos apuntasen directamente hacia el interior del túnel, pero eso era todo. Si llegaba a descubrir algún movimiento extraño, algún tentáculo que asomase por el borde de la roca, pondría la primera marcha y dejaría una nube de polvo detrás. Pero de momento no había visto nada.
-Estábamos explorando- explicó al fin-. Sé que estamos bastante creciditos para jugar al explorador, pero eso era lo que hacíamos. ¿Le resulta satisfactoria la pregunta?
-¿Es la primera vez que entran a la mina?
-Sí.
-¿Usted o su compañero tienen algún tipo de experiencia como exploradores profesionales?
-No.
-Señor Gaetani, ¿cuál es su relación con Quiroga?
-Somos… simplemente somos amigos.
Fue consciente de lo raro que sonaba todo eso, por no hablar de la cuota de risueña suspicacia que su relato podía disparar. Dos hombres adultos, en plenas facultades de su consciencia, entrando durante la noche a una mina abandonada… Sin embargo, la voz de la mujer, lejos de denotar divertimiento, fue totalmente profesional al decir:
-Señor Gaetani, disculpe las molestias ocasionadas, pero las preguntas que acabo de hacerle son totalmente necesarias y coherentes con su caso. Enviaremos de inmediato una patrulla policial a la mina, por lo que le recomendamos que permanezca en un lugar visible y seguro, a la espera de los oficiales.
-¿Una patrulla? Pensé que enviarían un equipo de rescate, o algo así…
-No disponemos de equipos así en la ciudad, señor. Para eso necesitamos que algún funcionario superior emita una orden estatal. La patrulla que llegará en minutos se encargará de evaluar personalmente el caso. Quédese tranquilo y no se mueva de ahí.
-Estamos perdiendo el tiempo. Mi compañero…
-Le pedimos que se quede en su lugar y espere a la patrulla, señor Gaetani. Si quiere, puede quedarse en comunicación conmigo mientras espera.
-No, gracias- dijo Dan, y cortó.
Sintió el impulso de arrojar el celular por la ventana, pero lo reprimió a último momento. ¡Maldita burocracia! Sin embargo, mientras observaba a través del parabrisas el millón de estrellas que poblaban el cielo (nunca había visto tantas, en un cielo tan despejado), tuvo que admitir que la operadora tenía razón. Él no podía esperar que por un simple llamado le enviasen equipos de rescate, soldados de infantería y tanques de guerra. No le quedaba otra alternativa que esperar.
Y esperó.
Volvió a observar hacia la boca de la mina, por las dudas, y esperó. Afuera, la noche transcurrió con lentitud y las estrellas en el cielo negro trazaron arcos y rectas entrecruzadas. La luna comenzó a ocultarse detrás de la montaña; la niebla se intensificó y comenzó a caer rocío. El parabrisas quedó empañado, por lo que Dan tuvo que activar el limpiaparabrisas para no perder de vista a la oscura entrada de la mina. Con el correr de los minutos, comenzó a pensar que tal vez no había sido buena idea llamar a las autoridades, y sus dudas se acrecentaron. Pero, por otro lado, ¿qué podría haber hecho? Él solo no podría ingresar a la mina, deshacerse de las criaturas y rescatar (si es que aún estaba a tiempo) a Liana, a Quiroga y a Cuco. Se movió intranquilo en el asiento y observó de reojo el celular. Los oficiales que llegarían no estaban convenientemente informados sobre el asunto, pensaban que iban a encontrar a un par de maricas que se habían perdido en una caverna mientras hacían sus cosas de maricas. No estaban preparados para defenderse de aquellas mantarrayas, mucho menos hacerles daño. ¿Y si llamaba de nuevo, y decía que todo había sido una broma, que anulasen la emergencia? Los oficiales no vendrían, pero él se encontraría en la misma situación que antes: solo, asustado y sin saber qué rayos hacer a continuación.
Pasaron los minutos, y no había noticias de aquella maldita patrulla. Pensó que tal vez podría explicarles. Aguardar la llegada de los oficiales y explicarles cuidadosamente lo de las criaturas que habitaban la mina. Explicarles lo de Quiroga, lo de su mujer, lo del hijo de Quiroga. Si elegía bien las palabras y era lo suficientemente persuasivo, podría convencerlos de que dentro de aquella mina sucedía algo que, como mínimo, ameritaba el cuidado extremo y el llamado de refuerzos. ¿Por qué no? Él podría hacerlo. Tenía el don de la palabra, entrenado y afilado durante años de enseñanza en la Universidad. Incluso podría guiarlos hacia la criatura muerta dentro de la cueva, para que viesen con sus propios ojos la prueba de la historia. No estaba tan lejos de la superficie, y si tenían algo de suerte, quizás…
Estaba pensando en esto cuando sintió un acceso de arcadas que dobló su cuerpo en dos. Salió presuroso de la cabina y vomitó sobre la tierra; ahora, además de la bilis y la baba, había mucha sangre.
Regresó a la cabina, mareado y jadeante. Pensó en las funestas palabras de Quiroga: “Es posible que, antes del amanecer, usted haya muerto…” Miró el reloj del celular. Sorprendentemente eran las cuatro y media de la madrugada, la aurora no debía estar muy lejos. ¿Y cuánto tiempo pensaban demorarse esos oficiales? Ya debía haber transcurrido más de una hora desde la llamada. “Maldita burocracia”, volvió a pensar. “Maldito sistema tercermundist…”
El vómito salió a chorros de su boca. Esta vez no le dio la oportunidad de salir de la camioneta. Empapó la camisa y el tablero con sangre; de repente le costaba respirar, y en su campo visual comenzaron a bailotear chispas de colores.
Salió de la camioneta. Necesitaba aire, necesitaba un poco de frescor para despejar su cabeza súbitamente aturdida. Dio unos dos o tres pasos y cayó de rodillas sobre la tierra, levantando un poco de polvo. Trató de incorporarse pero lo único que logró fue girar el torso y caer de espaldas; quedó mirando hacia las estrellas. ¡Cuántas que había! Sus ojos, acostumbrados al resplandor de la ciudad, brillaron maravillados ante el espectáculo. Pero debía levantarse. No debía perder el tiempo mirando las estrellas. Logró apoyarse en los codos pero luego perdió las fuerzas y su cabeza volvió a caer.
“Liana”, pensó entonces. Una lágrima brilló en la comisura de sus ojos y cayó en la tierra húmeda por el rocío. “Le he fallado. También le he fallado a Quiroga. Y a su perro. Fui un cobarde. Debí haberme quedado a luchar”.
Las estrellas brillaban cada vez más. Un espumarajo blanco salió de la boca de Dan y su cuerpo se convulsionó. Las estrellas allá arriba se hacían más y más brillantes, al punto que abarcaron todo el cielo y se unieron en una única explosión blanca y cegadora.
“Lo siento Liana, lo siento Quiroga. Hice lo que pude. Les he fallado a todos”.
Dan cerró los ojos y su consciencia comenzó a alejarse rumbo a la negrura.
“Les he fallado a todos…”
Capítulo X1
“VETE”, escuchó que decía una voz dentro de su cabeza.
No sabía cuánto tiempo había pasado, pero suponía que no era mucho, tal vez unos veinte minutos. La voz en su cabeza lo sacó del estadio de resignado letargo en el que se encontraba inmerso: “VETE, VETE DE AQUÍ”.
Sintió que el cordón en su boca comenzaba a deslizarse hacia fuera, con una velocidad tal que le ocasionó arcadas. Por instinto trató de detener el avance (o mejor dicho, el retroceso) del cordón, rodeándolo con sus manos, pero la superficie de aquella cosa era lisa y resbalosa, imposible de sujetar. Muy pronto Quiroga quedó liberado de aquella especie de horrible traqueotomía… y entonces descubrió que comenzaba a faltarle el aire. En un acto reflejo abrió la boca, y sólo consiguió tragar un montón de esa porquería líquida en la cual se encontraba sumergido. Sus pulmones comenzaron a arderle y la región del diafragma se contrajo violentamente, tratando de expulsar el líquido ingerido. Quiroga sacudió los brazos y las piernas; sin darse cuenta volvió a abrir la boca. Más líquido se introdujo en sus pulmones, por lo que las contracciones se repitieron con mayor violencia. “Voy a ahogarme”, pensó. “Voy a ahogarme dentro de los líquidos internos de la criatura que ha matado a mi hijo”.
De todas las formas de morir, aquella le parecía la peor de todas.
“VETE”, volvió a escuchar dentro de su mente. “AFUERA. AHORA”.
Sintió que su cuerpo, de repente, era arrastrado hacia afuera de la criatura, a través de algo que parecía ser una grieta carnosa en el medio. “Está dando a luz”, pensó con incoherencia. “Soy el bebé más grande y viejo del mundo”.
No era un proceso de parto, pero quizás se le parecía un poco. De haber habido algún observador en las cercanías, habría observado (por supuesto que con horror, incredulidad, y al límite de la cordura) lo siguiente: una especie de gigantesca e imposible mantarraya, con largos y negros tentáculos alrededor del cuerpo, abriendo una boca del tamaño de un barril, y expulsando desde su interior primero la cabeza barbuda de Quiroga, luego su torso empapado y jadeante, finalmente los pies que pataleaban y que habían perdido los borceguíes. El inadvertido e hipotético espectador sin dudas hubiese enloquecido en ese instante, su pelo se habría puesto blanco y su mente habría viajado hacia universos nebulosos de los cuales no había retorno. Pero lo cierto es que en ese momento no había nadie alrededor, y la criatura dio a luz y luego se retiró con rapidez, como si tuviera otras tareas urgentes que hacer.
Quiroga cayó sobre una superficie dura, de roca. Aspiró una honda bocanada para luego comenzar a toser violentamente. Se inclinó hacia un lado y regurgitó parte del nauseabundo líquido que acababa de tragar. Todo su cuerpo estaba empapado, pero al cabo de un tiempo se dio cuenta que no sentía frío porque en aquel lugar, fuera lo que fuese, hacía un calor explosivo y húmedo, como de selva tropical. Estuvo más de cinco minutos jadeando y tosiendo, hasta que lentamente comenzó a recuperarse. La sensación oleosa en su boca era terrible, y hubiese dado cualquier cosa por un trago de alcohol para quitarse ese sabor. Recordó a la criatura y tanteó el cinturón en busca del cuchillo, pero lo había perdido mientras se hallaba en el interior de aquella demencial placenta. De todas maneras, no hubiese servido de mucha ayuda: porque se encontraba en la total oscuridad, y ni siquiera podía verse las manos.
Aún así, intuyó que la criatura se había retirado; no sentía nada a su alrededor, sólo esa soledad estéril a la cual, luego de vagar durante siete años en aquella larga oscuridad, forzosamente se había acostumbrado. Se incorporó con lentitud y comenzó a tantear el aire, buscando algún punto que pudiera servirle de referencia. Dio dos pasos y se encontró con algo que parecía una pared de roca, lisa y húmeda; giró hacia la derecha y encontró otra más, lo mismo a sus espaldas y a la izquierda. Llegó a la conclusión de que se encontraba dentro de una especie de pozo. Le era imposible calcular la profundidad; ni siquiera alzando las manos podía tantear los bordes. Muy cerca, podía escucharse un ruido de agua, como un curso de algún manantial o algo parecido. El calor le sugería que se encontraba en los niveles inferiores de la mina, quizás mucho más abajo. Por lo que la conclusión parecía bastante evidente, aunque no del todo inequívoca: se encontraba en el corazón de la colmena, o nido, o lo que diablos fuese donde vivían las mantarrayas.
¿Pero por qué?
¿Por qué no lo habían matado, por qué lo habían traído hasta allí?
Se dio cuenta, pese a la incertidumbre, de que al menos podía sentirse esperanzado por algo en concreto. Si él estaba vivo, entonces quizás Cuco también.
No quiso ahondar en ese pensamiento, porque sabía a dónde conducía. Si iba más allá aún, podía empezar a creer que Lucas, su hijo…
Apartó la idea de su cabeza. No quería hacerse falsas ilusiones. Ahora, debía concentrarse en escapar de aquel lugar. Y de encontrar a Cuco, si es que éste aún se hallaba vivo.
Comenzó a tantear las paredes del túnel otra vez, en busca de pequeñas muescas o hendiduras que pudieran servirle para trepar. Al rato, encontró una pequeña grieta a la altura de su cintura, que le permitió introducir un pie descalzo dentro de ella. Pero luego no había otro punto de apoyo, sólo la pared lisa, por lo que se vio obligado a comenzar de nuevo. Estaba concentrado en la tarea cuando creyó oír ruidos; de inmediato se detuvo. Provenían desde arriba, probablemente desde el exterior del pozo. Alzó el rostro en actitud expectante, pero no podía ver nada, sólo la densa oscuridad…
¿O sí?
Parecía un tenue resplandor, de un espectral color azulado. Parecía acercarse… ¿o acaso sólo era una ilusión? Pero no, era una fuente de luz: lo supo cuando los contornos del pozo, muy lentamente, comenzaron a dibujarse por encima de su cabeza. Y aquello que estaba escuchando… ¿podían ser pasos? ¿Y voces?
¿Voces humanas?
El resplandor se hacía más intenso conforme se acercaba. Quiroga retrocedió hasta pegar su espalda a la pared, sin dejar de mirar hacia arriba, esperando que cualquier cosa asomara por allí. Al rato, la fuente de aquella luminosidad apareció en lo alto del pozo: era una especie de bola de luz de color azul, sostenida por una mano indudablemente humana. Quiroga entornó los ojos y pestañeó: la dueña de aquella mano era una mujer de rostro ovalado, acompañada por un anciano de larga barba blanca y apariencia andrajosa. Ambos lo miraron en silencio, durante unos interminables instantes. Luego, con una voz claramente excitada, la mujer dijo:
-Parece que trajeron a otro…
Y antes de que Quiroga pudiese contestar, o siquiera formular la pregunta más básica, apareció en el borde una figura que de inmediato le resultó conocida, que hizo que su cansado corazón brincara de alegría, como hacía rato no lo hacía:
Era
Cuco.
2
Lo ayudaron a subir mediante unas cuerdas. El pozo no era tan profundo, debía medir unos cuatro o cinco metros como mucho, y le resultó relativamente fácil treparlo y llegar al borde. Se detuvo durante unos instantes para recuperar el aliento y luego observó al viejo y a la chica. Ambos tenían expresiones inescrutables, por lo que no pudo sacar conclusiones sobre sus propósitos. La chica debía tener no más de dieciocho o veinte años, tenía puesto un vestido viejo aunque en apariencia bastante limpio, y su mirada era brillante y salvaje como la de un gato. El anciano, en cambio, no parecía tan vivaz; de un rápido vistazo Quiroga advirtió que no era tan viejo como había creído en un primer momento, quizás tenía su edad, aunque se lo veía prematuramente envejecido. Vestía un chaleco roñoso y unos pantalones de pana rotos en sus rodillas. Ambos iban descalzos, lo que hizo que automáticamente recordara a sus borceguíes militares, perdidos quizás sin remedio dentro de aquella criatura que acababa de expulsarlo de sus entrañas. Antes de que pudiera seguir examinando al extraño par de individuos, Cuco se le acercó y comenzó a lamerle la cara.
-Cuco, viejo amigo- dijo Quiroga, acariciándole el lomo. El pobre animal debía haber sufrido un destino idéntico al suyo, porque estaba empapado en ese líquido oleoso y nauseabundo que eran tan propio del interior de las criaturas. El animal aún temblaba, pero comenzó a calmarse de inmediato al sentir las caricias de su amo.
Quiroga regresó la vista hacia los dos desconocidos, que a su vez lo observaban en silencio, y luego echó un rápido vistazo en derredor.
Se encontraban en una caverna enorme, oscura. La débil luz de aquella extraña bola azulada no alcanzaba a revelar los límites, pero Quiroga intuyó que debía tener las dimensiones de un campo de fútbol, quizás más. El ruido de agua era ahora mucho más nítido; parecía provenir desde su derecha, donde el suelo se escarpaba un poco y luego se alejaba rumbo a la oscuridad. Una cosa era segura: ya no se encontraban dentro de la mina. Aquello no parecía una obra del hombre, sino más bien una antigua construcción de la naturaleza. Una formidable y profunda gruta natural.
-¿Dónde estoy?
Pensó que, dada su visible vitalidad, sería la chica quien le respondería, pero sorpresivamente fue el viejo el que habló:
-Será mejor que comencemos con las presentaciones, mi estimado compañero- dijo con una voz amable y serena-. Mi nombre es Abel, y la niña que se encuentra a mi lado…
-Yo no soy su compañero- interrumpió Quiroga-. Tampoco me interesa saber su nombre; lo único que quiero es que me diga dónde me encuentro, y cómo puedo salir de aquí.
-¿Salir?- dijo Abel, enarcando las cejas. Y luego lanzó un resoplido que parecía ser una risa seca-. ¿Escuchaste lo que dijo, Kathia? ¡Nuestro compañero quiere salir de aquí!
Y siguió riendo de esa manera ajada, apática, aunque Kathia no lo secundó. Desde la descortés respuesta de Quiroga había quedado pensativa, mirándolo con severidad.
-No veo dónde está la gracia- dijo Quiroga-. Yo sólo quiero salir de aquí.
- Creo que Abel fue lo suficientemente cortés como para que le respondieras así- terció la chica, al parecer incapaz de contenerse-. Esa no es manera de contestar a quienes tratamos de ayudarte.
-Bah, no le hagas caso. Está confundido- dijo de inmediato Abel, interrumpiendo su risa-. Los que recién llegan aquí tienen distintas reacciones. Algunos se ponen a llorar, otros permanecen en silencio durante días, y otros, como es el caso de nuestro nuevo compañero, reaccionan de una forma violenta. Ya se repondrá y querrá hablar con nosotros.
-Le dije que no soy su compañero- porfió Quiroga, incorporándose hasta tenerlo a la altura de los ojos.
El anciano retrocedió un poco, aunque nunca dejó de mirarlo a los ojos. La chica, mientras tanto, pareció ponerse en guardia y comenzó a buscar algo en los bolsillos de su vestido. Había puesto la bola de luz fuera del alcance de Quiroga, como si temiese que éste pudiese arrebatársela. Con un rápido movimiento retiró un objeto desde los interiores de su vestido. Quiroga lo observó de reojo: era un cuchillo oxidado, romo, con un mango de madera que parecía a punto de desintegrarse.
-Si va a seguir haciendo estupideces, no dudaré en clavarle esto. Lo juro- dijo la joven, la mirada relampagueante.
El anciano no dudó en interponerse entre ambos.
-Vamos, no queremos este tipo de cosas aquí, Kathy. Sabes que no hace falta, ya tenemos demasiados problemas aquí abajo. Y usted- ahora se dirigía a Quiroga, con la voz un poco más firme y segura-. Le pido que se comporte y actúe de una forma más sensata. Le explicaremos lo que haya que explicar, y despejaremos, en la medida que nosotros podamos, todas sus dudas y preguntas. Pero primero tiene que serenarse. ¿Es mucho pedir eso? ¿Cree que podrá hacerlo?
-Necesito salir de aquí- respondió Quiroga, decidido a no dar el brazo a torcer. Iba a soltar una nueva andanada de insultos cuando algo en la joven le despertó una súbita y estremecedora asociación de ideas. El pensamiento fue tan fulminante que se tambaleó y estuvo a punto de caer al foso de nuevo. El anciano, con una rapidez epiléptica, se adelantó unos pasos y lo sujetó de los brazos.
-Eh, oiga, amigo, ¿se encuentra bien?
-Está shockeado- dijo Kathia, desviando despectivamente la vista-. Hasta que no se recupere, será un estorbo para nosotros.
-Venga, vamos al campamento- propuso el anciano, mirándolo con auténtica preocupación-. Hay algo de alimento allí. Tendrá tiempo de calmarse y de reponerse…
Quiroga lo sujetó del brazo, tan fuerte que el anciano soltó un respingo de dolor.
-Aguarde un momento. Por favor.
-Yo aguardo todo lo que usted quiera, pero primero me suelta, ¿entiende?- dijo el anciano, sin alzar la voz, aunque era evidente que estaba sufriendo-. Tengo una vieja fractura en ese brazo, que nunca cicatrizó bien, y si alguien me aprieta...
-Necesito que me respondan una pregunta. Estoy buscando un chico… se llama Lucas. Lucas Quiroga.
El anciano volvió a emitir un gemido de dolor, y la chica se les acercó furibunda. Antes de que pudiera reaccionar, Quiroga tenía el cuchillo apoyado en el cuello. Observó que el arma era vieja y estaba bastante maltrecha, pero aún así mantenía su filo; lo sentía como una línea fría que amenazaba con cortarle la carótida de un momento a otro. Soltó a Abel, alzando sus manos en señal de rendición, aunque no dejó de insistir con aquella escalofriante pregunta que internamente lo desquiciaba:
-¿Lo vieron? ¿Está con ustedes? Por favor, necesito que me lo digan ahora…
-¿De qué rayos está hablando, amigo?- dijo Abel, que ahora se masajeaba el brazo con gestos de irritación-. ¿Qué es lo que le sucede?
-Mi hijo- insistió Quiroga, clavándole una mirada de ruego. Aún seguía con el cuchillo apoyado en la garganta, pero no parecía darse cuenta de ello, como si de repente fuera incapaz de percibir el dolor-. Lucas Quiroga. Desapareció hace siete años. Una de esas criaturas se lo llevó. ¿Ustedes lo conocen?
El viejo y Kathy intercambiaron una rápida mirada, como tratando de decidir qué hacer a continuación. Al fin, el viejo se encogió de hombros.
-Lo siento, no conocemos a nadie con ese nombre- dijo, al tiempo que posaba, con mucha cautela, una mano sobre el brazo de Quiroga-. Ahora por favor acompáñenos, y trataremos de explicarle sobre las cosas aquí abajo. Se sentirá mejor luego de haber probado algún bocado. Y tú, Kathy, baja ese cuchillo de una buena vez.
Quiroga, con la cabeza gacha e incapaz de pronunciar palabra, se dejó conducir mansamente por Kathia y Abel. Detrás los seguía Cuco, cuyo pelaje había comenzado a secarse bajo el calor agobiante de la cueva. Sus ojos brillaban en la oscuridad y no parecía muy contento de estar allí. Tal vez tenía sus motivos...
Capítulo 12
-Así que se llama Cuco, ¿eh?- dijo el anciano durante la corta caminata, como tratando de romper el hielo-. Lindo nombre para un perro. Al menos, a éste le sienta muy bien…
Quiroga no respondió. La chica hizo un gesto airado con la cabeza, volviéndola de un lado a otro:
-No pierdas el tiempo, Abel- dijo simplemente.
Se estaban alejando del ruido del río, adentrándose en la parte superior de la caverna. Como Quiroga había supuesto, el sitio era lo suficientemente grande como para albergar un estadio de fútbol, quizás más. A medida que seguían caminando, el techo se hacía más bajo; pudo ver entonces, a la luz de aquella extraña bola azulada, enormes estalactitas suspendidas sobre su cabeza. Algunas de ellas parecían haber caído no mucho tiempo atrás, porque había pequeños montículos de piedras desperdigados sobre el suelo: casi parecían tótems, o lejanos ídolos moldeados toscamente sobre la roca. Rodearon uno de esos montículos y luego se acercaron a la pared más inmediata, donde Quiroga de golpe descubrió una pequeña recámara, horadada de forma natural en la piedra, dentro de la cual tres o cuatro personas parecían dormir sobre un lecho conformado por trapos o telas sucias. A medida que se iban acercando, Quiroga pudo apreciar más detalles sobre el lugar: había algunos trastos acomodados en los rincones, como sillas y pequeñas mesas plegables, más trapos o telas, incluso había algunas cacerolas de metal apiladas unas sobre otras, abolladas por los golpes y ennegrecidas por el fuego.
Una de las sombras en la cueva pareció oírlos y se incorporó: para sorpresa de Quiroga, no se trataba de un humano, sino de un perro, de raza mediana y de un deslucido color negro o gris oscuro. Primero meneó la cola en señal de reconocimiento, sin dudas observando a Abel o a Kathy, pero al ver a Cuco pareció ponerse en guardia y su cuerpo se tensó, como preparándose para una pelea. Quiroga de inmediato se volvió hacia su perro:
-Quieto- le dijo, extendiendo una mano en su dirección-. Quieto, Cuco.
El otro perro, que no pensaba quedarse quieto, comenzó a acercarse. Quiroga, que conocía a los perros muy bien, supo al ver su postura que sus intenciones no eran agresivas, pero de quien desconfiaba era de Cuco: sabía que era antisocial y malhumorado (“casi tanto como yo”, solía pensar divertido). Pero su sorpresa fue total al ver que los perros se llevaban bien; luego de unos segundos de mutua y cautelosa inspección, los canes comenzaron a jugar y a perseguirse mutuamente, como si se encontraran en un parque cualquiera. Sólo faltaba el Sol brillando en lo alto y unos freesbees cruzando el aire, pensó Quiroga, y todo podría tener apariencia de normalidad.
Miró en derredor, la tosca cueva en la que se refugiaban esas personas, y sobre todo la tenaz oscuridad que a duras penas era perforada por la luz de las linternas: claro que aquello no era un parque. Se parecía, en realidad, a un campo de refugiados… e inmediatamente después de pensar en esto, supo que había dado en el blanco, esas eran las palabras indicadas para definir lo que tenía delante de sus ojos.
Un campo de refugiados.
Miró hacia Abel como para decir algo, pero el anciano, tal vez intuyendo su propósito, desvió la vista y se agachó para manipular un cacharro que parecía un tupperware lleno de mugre y raspaduras, ubicado a un costado de la cueva.
-¿Y bien?- dijo Kathy al cabo de un momento, con una sonrisa cínica en los labios-. ¿Qué te parece tu nuevo hogar?
-Este no es mi hogar- murmuró Quiroga de inmediato-. Tal vez sea el tuyo, pero el mío seguro que no.
La chica, como toda respuesta, lanzó una sardónica risotada y se metió dentro de la cueva. Al mismo tiempo, Abel se le acercó con un jarro lleno de agua.
-Beba- le dijo, extendiéndole el vaso-. Antes teníamos algo de alcohol, pero hace rato las babosas no nos traen nada.
Quiroga pensó en rechazar el agua, pero la verdad es que se moría de sed. Aceptó el vaso y dio unos pequeños tragos. El agua tenía un sabor increíble y era sorprendentemente fresca; intuyó que debía provenir del arroyo o río subterráneo que corría algunos metros más abajo.
-¿Las babosas?- repitió, devolviendo el vaso con un leve asentimiento de cabeza-. ¿Se refiere a las mantarrayas?
-Nosotros les decimos babosas. Pero ahora que lo pienso, lo de las mantarrayas no está tan mal.
-¿Ellas les traen el alcohol?- Quiroga no pudo menos que enarcar las cejas, en un clásico y universal gesto de incredulidad-. Me está tomando el pelo, ¿verdad?
Abel negó con la cabeza. De repente se lo veía algo triste.
-No lo creo- respondió. Desvió la vista hacia los perros, que parecían muy contentos el uno con el otro. Los señaló con la barbilla-. A Laila le hacía falta compañía. Y se ve que al suyo también. Y eso es bueno. La compañía, digo. La vida aquí abajo… puede hacerse muy difícil.
-No sé de qué vida me está hablando, no entiendo nada. Yo sólo quiero salir de aquí.
El anciano le clavó una mirada indescifrable.
-¿Y usted cree que nosotros no? ¿Que estamos aquí porque queremos?- señaló hacia la cueva, al tiempo que bajaba un poco la voz:- Pregunte a esas personas que duermen allí. Pregúntele a Ramiro, que hace cinco años no ve la luz del Sol. Pregúntele a Lucrecia: la pobre tiene treinta y dos años, pero parece de sesenta. Y también tenemos a una mujer… todavía no sabemos su nombre. Llegó hace dos días, y nunca despertó. Tiene una herida en la pierna, creo yo de bala, y se encuentra muy grave. ¿Usted cree que está contenta de estar aquí, donde lo único que podemos hacer es poner paños fríos en su frente, para bajarle la fiebre?
-¿Una mujer?- dijo de inmediato Quiroga-. ¿Dónde está?
El anciano señaló hacia el interior de la cueva, donde Kathy, increíblemente, parecía dispuesta a echarse a dormir junto con las otras dos o tres personas.
-Está allí, dentro de una pequeña recámara que dispusimos para la gente enferma. De esa manera, nadie los molesta, y pueden descansar con cierta tranquilidad.
-Quiero verla.
Abel le dirigió una mirada alerta y cautelosa.
-¿Por qué?
-Creo que la conozco. O al menos, sé quién es. Mi compañero…- se dio cuenta de que el relato que iba a contar sería demasiado desordenado y se detuvo para organizar sus ideas. Sin dudas la mujer debía tratarse de Liana. Los tiempos coincidían. Aunque no sabía a ciencia cierta de dónde o por qué había recibido el disparo, podía darse una idea más o menos acabada. Dan, en su desesperación por detener a la criatura, sin dudas había disparado contra la criatura, hasta que una de las balas accidentalmente había terminado en la pierna de Liana. No podía estar seguro al cien por cien, pero casi seguro que había ocurrido algo así.
-Mi compañero…- volvió a repetir, buscando en su mente la forma de contar la historia sin que la misma resultase demasiado larga o complicada. Eso requería hablar, y él, acostumbrado a sus largos silencios en la cabaña del bosque, lo evitaba siempre que podía. Así que optó por decir lo siguiente:- Ingresé a la mina de San Ignacio con un hombre llamado Dan, que buscaba a su esposa Liana. Él la perdió hace tres noches… una de esas mantarrayas, o babosas, o como diablos se llamen, se la llevó. Y creo que la mujer que usted menciona se trata, precisamente, de Liana. Es por eso que me gustaría verla.
-¿Dónde está su compañero?
-No lo sé. Lo perdí. Sufrimos el ataque de esas cosas y una de ellas me agarró. Y luego no recuerdo qué sucedió. Cuando desperté… bien, estaba dentro de las tripas de esa hija de puta- se estremeció abruptamente-. No quiero volver a recordarlo. Fue… muy extraño.
El anciano asintió, como si comprendiera perfectamente lo que estaba diciendo. Entonces Quiroga tuvo una pequeña revelación: “Este tipo, y Kathy, y tal vez todos los otros que se encuentran aquí, llegaron de la misma forma”. No supo qué sentir o pensar al respecto, pero era indudable que había algo sistemático detrás de toda esa locura. Tal vez con un poco de suerte, si es que se daba la ocasión, podría llegar a averiguarlo.
-Y esa mujer, Liana… ¿Usted dice que la conoce?
Quiroga se encogió de hombros, algo molesto.
-No. Nunca la vi. Pero pensé que…
-Y entonces, si nunca la vio, ¿cómo piensa reconocerla?- ante la mirada airada de Quiroga, que no prometía nada bueno, el anciano trató de suavizar la pregunta:- Es que no quiero molestarla. Está muy mal. Y además, los otros podrían despertarse…
-¿Qué otros?
El anciano volvió a señalar hacia la cueva.
-Los que duermen allí.
-Seré silencioso. Como una de esas mantarrayas. Lo prometo.
-Si usted insiste… pero le advierto que la gente que duerme ahí no es tan amable como yo, o como KAthy.
-¿Así que Kathy es amable? Menos mal…- trató de ironizar Quiroga.
-Más amable que usted, seguro- contestó Abel, rápidamente. Y antes de que Quiroga pudiera replicar, continuó:- Le decía que los otros necesitan dormir, y se molestan si alguien los despierta. Están cansados… algunos, como el mencionado Ramiro, llevan cinco años aquí dentro. Y también hay otros, que usted ya conocerá, que están aquí desde que tienen memoria…
-¿Hay otros? ¿Cuántos son en total?
-Diez- dijo el anciano-. Con usted, somos diez. Siempre somos diez.
-¿Diez?
-Sí. Y ahora, limítese a seguirme y no diga una sola palabra. Iremos a ver a la mujer. Ya tendrá tiempo para las preguntas.
-Está bien- concedió Quiroga, volviéndose a Cuco:- Quieto ahí, cuco. No me sigas. Regresaré pronto, ¿está bien?
El perro lo miró, inquisitivo. Ahora había dejado de juguetear, aunque el otro perro insistía en lamerle y oler diferentes partes de su cuerpo. “Está recuperando su compostura”, pensó Quiroga. Si el otro perro no se tranquilizaba, muy pronto Cuco le mostraría los dientes. “Bien por ti, muchacho. Demuéstrale quién es el que manda aquí abajo”.
Regresó la vista hacia la cueva, y se dispuso a seguir al anciano, pensando en aquella enigmática frase que éste acababa de decir:
“Siempre somos diez
Capítulo 13
Hey- decía una voz lejana, que parecía escucharse a través de un viento sibilante y continuo. Sintió que una mano lo tomaba por el hombro y lo zamarreaba con fuerza, de un lado a otro-. Hey, despierta.
-¿Está muerto?- preguntó otra voz, ésta mucho más jovial y entusiasta.
-No, creo que sólo está borracho.
El de la voz jovial emitió un siseo.
-Sabía que era un borracho. Deberíamos arrestarlo por imbécil.
-¿Arrestarlo? Tengo una idea mejor.
-¿Qué?
-Ya verás…
Las voces se hacían cada vez más nítidas dentro de su cabeza. Dan trató de abrir los ojos, ver lo que sucedía a su alrededor, pero enseguida unos estiletazos de dolor parecieron atravesarle los párpados, por lo que los volvió a cerrar. Se sentía pésimo, como si padeciera la peor de las resacas de la peor de las borracheras posibles. Y ese constante silbido en sus oídos…
-Hey- repitió la voz joven. Sintió un golpecito en el flanco derecho, proporcionado sin dudas por las punteras de unos zapatos o botines policiales-. Levántate. Vamos.
Dan trató de obedecer. Sabía que no convenía contradecir aquellas órdenes. Sin embargo, el cuerpo apenas le respondió, y lo único que consiguió fue encorvar la espalda un poco, como un animal con la columna quebrada. Se encontraba acostado sobre unas piedras, boca arriba, y el Sol de la mañana lo castigaba sin piedad desde un costado del cerro. “Si tan siquiera pudiera ver algo…”, pensó. Entonces la puntera de aquellos zapatos, dura y dolorosa, volvió a clavársele entre las costillas, esta vez con la suficiente violencia como para sacarle el aire. Dan se retorció y de su boca salió un “buuuff” que hizo que los policías estallaran en sonoras risotadas.
-¿Viste el ruido que hizo?- dijo el de la voz más adulta, que parecía haber recuperado su entusiasmo-. Fue como si se pinchara una bicicleta…
-Más bien me recordó a un fuelle- dijo el otro, sin dejar de reír-. Uno de esos fuelles para encender el fuego.
-Hazlo otra vez- rogó el policía adulto.
El zapato volvió a hundírsele en los riñones. Dan se estremeció por el dolor, aunque esta vez trató de contener el aliento, para no darle el gusto a aquellos hijos de puta. El policía jovial pareció profundamente desolado al decir:
-Mierda. Esta vez no dijo nada…
-Bueno, basta de jugar y levantemos a esta bosta. Ayúdame, ¿quieres?
Unos brazos pasaron por debajo de sus axilas; Dan se vio bruscamente levantado por los aires. Lo dejaron apoyado a un costado de la camioneta, donde lo sujetaron y lo palparon de arriba abajo. El policía joven, una vez cumplida esta tarea, asomó la cabeza a la cabina del vehículo. De inmediato, haciendo marcados gestos de asco, se retiró y escupió sobre el suelo polvoriento, muy cerca de los pies de Dan.
-Alguien vomitó ahí dentro- dijo-. Es un asco. ¿Fuiste tú, borracho asqueroso?
No esperó la respuesta; de hecho, parecía importarle muy poco. Negó con la cabeza y luego se dirigió a la parte trasera de la camioneta. “El arsenal”, pensó entonces Dan, súbitamente alarmado.
“El arsenal de Quiroga”.
Si el policía llegaba a encontrar algo incriminador (alguna pistola, alguna escopeta, o lo que era peor, aunque no completamente descartable: una docena de granadas o algo así), el asunto realmente podía complicarse, hasta límites inimaginables.
Sin embargo, al cabo de una rápida aunque diestra inspección, el policía joven se retiró con expresión de contrariedad, y Dan exhaló un imperceptible aunque auténtico suspiro de alivio.
“Estoy vivo”, pensó entonces,
consciente de que, por primera vez, se percataba de la dimensión de
este simple hecho. “Sobreviví a la jodida droga de Quiroga.
Pertenezco al dichoso quince por ciento de
sobrevivientes…”
El aire de la mañana era límpido, puro. Los pájaros cruzaban el cielo en bandadas. Cuando Dan echó un rápido vistazo a la entrada de la mina, ubicada a unos cuarenta o cincuenta metros colina arriba, no le pareció tan amenazadora o desolada como la noche anterior. Todo parecía tan lejano, tan irreal… Si en ese momento, tal como había temido horas atrás, un tentáculo hubiese asomado desde la oscuridad, como una mano buscando un interruptor de la luz, supuso que, lejos de salir corriendo, él se hubiese desternillado de la risa… ¡Un tentáculo, por Dios! ¡Como en las ridículas películas de ciencia ficción que pasaban por el canal Sci-Fi! Eso sí que sería entretenido. Casi tanto como para hacerse en los pantalones de la risa.
Observó a los agentes, sus rostros torvos y bobamente divertidos. El más viejo, que ahora lo sujetaba contra la puerta de la camioneta, debía tener unos cuarenta años y su piel estaba implacablemente picada por la viruela. Usaba unas gafas aviadoras espejadas, totalmente pasadas de moda, y mascaba un chicle cuyo aroma Dan podía percibir con toda claridad: era menta. Durante un momento sus recuerdos viajaron unos meses hacia atrás, hacia Amanda. Recordaba que ella también mascaba chicles con ese sabor, y él se había sentido repugnado al percibir ese olor característico, mezclado con el alcohol… pero apartó los pensamientos rápidamente.
El otro policía era joven, muy joven, casi parecía un niño. Pero su expresión de aburrida perversidad no dejaba lugar a la duda: se trataba de un tipo muy peligroso. En ese momento, a plena luz del Sol, le pareció mucho más peligroso y aterrador que unos potenciales tentáculos saliendo de la mina.
Pensó que con ese tipo no se podría jugar, tampoco razonar. De nada serviría poner su mejor postura de profesor universitario y explicar lo que había sucedido la noche anterior. Eso sólo conseguiría enfurecerlo. Además, él tampoco comenzaba a creer mucho en esa historia. Tal vez todo se había tratado de una pesadilla…
-… compañero?- decía en ese momento el policía picado por la varicela, sacudiéndolo levemente por los hombros.
Dan carraspeó, trató de recuperar la compostura.
-¿Eh?- dijo estúpidamente.
El policía joven se le acercó con la rapidez de una culebra y le encajó un puñetazo en el estómago. Dan se dobló en dos, como un actor saludando al público luego del último acto. De no ser que los otros lo sujetaron, hubiese caído de rodillas.
-Presta atención a lo que te decimos, borracho- gritó el policía joven, salpicándolo con gotitas de saliva-. No nos gusta repetir las cosas, ¿entiendes?
-S-sí- graznó Dan, entre toses y jadeos.
-¿Cómo dijiste? No te escuché. Vamos, repítelo más fuerte.
-Dije que sí, que escuché- repitió Dan. Inhaló una honda bocanada de aire. El mundo le daba vueltas, las colinas allá a lo lejos parecían alejarse y acercarse como si flotaran sobre unas aguas arremolinadas, pero al menos creía que no se iba a desmayar. Eso era importante: no desmayarse, no seguir exponiendo sus debilidades delante de aquellos dos policías carroñeros-. Lo escuché perfectamente.
-Entonces contesta la pregunta de mi compañero.
-¿Puede… puede repetirla? Por favor.
Pensó que recibiría una nueva andanada de golpes por esa contestación, pero el policía mayor, sorpresivamente, pareció apiadarse de él:
-Dije que dónde está tu compañero, borracho. En la llamada que hiciste a emergencias dijiste que había otro además de ti. Dijiste que se había perdido dentro de la mina.
-Mi compañero… -reconoció Dan, tratando de ganar tiempo. Quería decidir qué era lo más conveniente. Sin dudas explicar el tema de las criaturas sería inútil, sólo haría que ganase una nueva paliza, pero por otro lado, ¿cómo sacarse a esos tipejos de encima? Porque era obvio que no se conformarían con una explicación sencilla y racional, para luego dar la vuelta y marcharse. Querían otra cosa. Estaban buscando cualquier motivo para molerlo a golpes. Cualquiera. Aparentemente, había salido de una situación peligrosa, sólo para meterse de lleno en otra. ¿Y podía la mala suerte ensañarse con uno, hasta hacerlo creer que había venido al mundo sólo por una grosera equivocación? ¿Por qué todas esas cosas le sucedían a él?
“Debes calmarte”, se dijo a sí mismo. “Si lograste escapar de esas criaturas, también podrás hacerlo de estos policías corruptos. Puedes hacerlo, vamos”.
-¿Y?- se impacientó el policía de la viruela-. Estoy esperando la respuesta, borracho.
-Mi compañero…- repitió él. Pensó que sólo quedaba un camino. Considerando la mentalidad de aquellos dos policías, era arriesgado, de hecho era MUY arriesgado, pero de momento era lo único que se le ocurría hacer.
-Tienen razón- dijo al fin, fingiendo una resignada humillación-. Había alguien más conmigo. Era Jorge, Jorge Olmos. Es un amigo. Pensábamos entrar a la mina, para divertirnos… pero entonces discutimos. Y él… yo… me sentí muy enojado con Jorge. Pensé que debía darle una lección. Llamé al número de emergencias para hacerle pasar un momento difícil. Sé que fue una estupidez, pero en ese momento, yo realmente me sentía enojado con él…
-Das asco- dijo el policía joven. Lo miraba de arriba abajo, con una repugnancia y un odio renovados, como si acabara de descubrir que estaba hablando con una vil alimaña-. Sabía que eran unos maricas quienes llamaban. ¿Qué iban a hacer sino en una mina abandonada, a las dos de la madrugada? Es… esto es…
-Asqueroso- completó la idea su compañero-. Me dan ganas de vomitar. ¿A ti no, Charly?
“Charly”, pensó de inmediato Dan, sin mucho asombro. “Es obvio que debía llamarse Charly”.
-Pues claro- se apresuró a decir Charly. Volvió a acercársele y le echó un escupitajo en la cara. Dan trató de esquivarlo, echando la cabeza atrás, pero no fue lo suficientemente rápido y gran parte de la saliva del otro comenzó a correrle mejilla abajo-. Y pensar que por su culpa, por culpa de este marica y su amigo, tuvimos que venir hasta aquí…
-¿Dónde está?- preguntó el policía de la viruela-. ¿Dónde está tu amigo marica? Vamos, responde.
-No lo sé- dijo Dan humildemente, bajando los ojos y resistiendo el impulso de limpiarse el salivazo de la cara-. Cuando desperté, él ya no estaba. Creo que bebí demasiado…
-Sí- dijo el hombre, simplemente. Había quedado pensativo, como estudiando la situación desde una nueva y reveladora perspectiva. De repente, como un muñeco cobrando vida, levantó la rodilla y se la encajó en medio de los testículos. Dan gritó, y sus piernas volvieron a aflojarse. Esta vez los policías no lo sujetaron, por lo que aterrizó sobre el suelo árido y a punto estuvo de romperse la cabeza contra una piedra del tamaño de una pelota de fútbol, que se erigía a un costado de la camioneta. Los ojos se le llenaron de lágrimas y su visión pareció triplicarse. Pese a ello, alcanzó a ver que los policías intercambiaban una mirada y sonreían, como si acabaran de ponerse de acuerdo sobre una broma que prometía ser muy graciosa. Dan no pudo imaginarse sobre qué versaría el chiste, pero sí podía intuir, con una certeza del cien por cien, quién sería el blanco. “Les doy una pista, amigos: viene de enfrentar a unas criaturas del infierno, y tiene ahora un asqueroso escupitajo colgando de la nariz. ¡Cinco intentos y se llevan el premio gordo!”.
Una nueva patada, esta vez dada por el policía llamado Charly, hizo que se revolcara en el polvo. Rodó un par de veces y su cabeza, esta vez sí, golpeó contra la descomunal piedra. Durante un momento, sólo vio una mancha roja y movediza cruzando por delante de sus ojos, como un sol en miniatura surcando un cielo neblinoso. Sintió que unas manos lo sujetaban por la cintura y luego le bajaban los pantalones de un brusco tirón. Quedó boca abajo, tragando tierra y con los pantalones enrollados en los tobillos, pero eso no le preocupó en absoluto, porque comenzaba a comprender por dónde venía la índole de aquella “broma”. Como para confirmar sus incipientes temores, el policía más viejo sacó su cachiporra y luego se la colocó en la entrepierna, a modo de caricaturesco pene. Dan decidió que había visto demasiado; giró la cabeza y comenzó a gatear en dirección a la camioneta. Sintió que Charly le apoyaba algo duro y frío en la nuca y de inmediato se detuvo.
-No vas a ir a ninguna parte- le dijo el joven policía. Dan no podía verlo, porque estaba a sus espaldas, pero algo en la modulación de su voz le dijo que Charly sonreía. Resistió el impulso de darse vuelta para mirar. No quería hacerlo. No quería volver a ver esa boba y perversa sonrisa. Era la sonrisa de un niño que aún no ha llegado a comprender los conceptos básicos del bien y del mal, y que se divierte torturando insectos con una aguja. El cañón del arma apretó su nuca un momento más, y luego se retiró con brusquedad, dejándole una desagradable sensación en el cuero cabelludo-. Ahora no te muevas. Ahora cerrarás los ojos y dejarás que nosotros te hagamos lo que todos los putos del mundo se merecen.
-Por favor- murmuró Dan.
-Sólo será un momento. Lo juro. Estoy seguro que lo disfrutarás.
-No. Por favor. Hay un malentendido. Yo…
-Cállate. No te pongas como una niña.
-Ya es una niña- acotó el policía de la viruela, caminando lentamente hacia él, con el bastón apuntando en posición horizontal hacia el culo desnudo de Dan-. No olvides eso, Charly. Ya es.
Se agachó y lo miró a los ojos. Dan, durante ese fugaz momento, pudo ver que, además de furioso y asqueado, el policía se encontraba también claramente excitado. Tal vez ni siquiera él lo sabía, pero era evidente que el asunto al policía le estaba gustando más de la cuenta. Acercó la cachiporra al trasero desnudo de Dan. Éste lanzó una débil queja de terror y luego cerró los ojos. “No puedo creerlo”, pensó. “Estas son las peores horas de mi vida”.
El handy de Charly, colgado a su cintura, comenzó a sonar.
Trip trip. Trip trip.
Y luego se escuchó una voz femenina, que se parecía un poco a la que lo había atendido durante el llamado de emergencias, aunque Dan estaba seguro que no era la misma:
-Chicos, hay un código cuatro en la zona de la ribera. Repito: código cuatro en zona ribereña. ¿Me escuchan?
No sabía si realmente era la misma mujer o no, pero se sintió infinitamente agradecido de escucharla. Los policías escucharon el informe y luego se miraron, intranquilos. Charly comenzó a llevarse la mano hacia el cinturón, con claras intenciones de agarrar el Handy y responder a la llamada, pero enseguida el otro lo detuvo:
-¡No lo hagas! Aguarda un minuto. Terminemos con lo que estábamos haciendo.
Quería imprimir autoridad a su voz, pero era incapaz de disimular el desesperado ruego que había detrás de esas palabras.
-¿Estás loco? Es un código cuatro. Nos colgarán de las pelotas si no respondemos enseguida. ¿Recuerdas lo que pasó con Benítez?
-Sólo será un minuto…- insistió el policía de la viruela. Ahora su ruego era tan evidente que su compañero le echó una mirada de extrañeza. Entonces Rostro de Viruela, tratando de disimular, se apresuró a lanzar un gruñido de malhumor. Se incorporó trabajosamente, apoyándose en aquel bastón que había estado a punto de meterse en las prohibidas cavidades de Dan-. Tienes razón, debemos irnos. Este marica no vale un día de suspensión.
Charly iba a responderle, pero entonces su Nextel volvió a sonar y tuvo que apresurarse a contestar el llamado. Rostro de Viruela se dirigó a Dan:
-Hoy no es tu día de suerte, mariposa. Pero si volvemos a encontrarte en el pueblo, no dudes que te haremos tragar esta cachiporra, y no sólo por la boca. ¿Entiendes?
-S-sí señor. Gracias, señor…
-No me agradezcas, puto malnacido.
Un rictus de asco y perversidad le deformaba los labios. Sorpresivamente, dio otra patada a Dan, en la boca del estómago. Dan gruñó y volvió a lanzar ese curioso sonido que tanto había divertido a los policías: “Blufff”. Rodó sobre la tierra y de nuevo se golpeó contra la roca, esta vez en el hombro. Quedó allí tirado, contemplando el cielo progresivamente azul, hasta que los policías se subieron a la camioneta y se marcharon, dejando una estela de polvo detrás. Pero antes, el policía adulto bajó la ventanilla y le advirtió:
-Acuérdate, mariposa. No quiero verte por aquí. Porque si lo haces…
Sacó la cachiporra por la ventanilla, y comenzó a hacer gestos obscenos con ella, mientras su compañero, que manejaba la camioneta, se desternillaba de risa.
Luego se marcharon, haciendo sonar la sirena. Dan pensó que eran los perfectos policías corruptos de pueblo: perversos, estúpidos y peligrosos. Jamás, bajo ninguna circunstancia, podría confiar en ellos. Se subió los pantalones y lenta, muy lentamente, comenzó a arrastrarse en dirección a la camioneta.
Alrededor de cinco minutos después, se encontraba sentado frente al volante, con el cuerpo increíblemente dolorido, y tratando de decidir qué hacer a continuación.
Había visto, por el reloj del celular, que eran las ocho y media de la mañana. Ahora el Sol había escalado el cerro y golpeaba con fuerza a través de las ventanillas; iba a hacer un día de mucho calor. La bocamina, a unos cincuenta metros de distancia, parecía un ojo asombrado y ciego, dispuesto a esperar por toda la eternidad. Ningún tentáculo surgía desde la roca, ningún movimiento alteraba la oscuridad impenetrable que había en el interior. ¿Por qué aquellas criaturas no habrían ido a buscarlo mientras él estaba inconsciente sobre la tierra? ¿Qué las había detenido? ¿Acaso Quiroga habría conseguido combatirlas? ¿Pero cómo?
El Sol seguía subiendo con lentitud. Partículas de polvo bailoteaban dentro de la camioneta. De repente, el estómago de Dan se movió y chirrió como un mueble viejo. Recordó que hacía mucho tiempo que no probaba bocado, debía encontrarse muy débil, más de lo que él creía. Puso en marcha la camioneta. Debía moverse, hacer algo antes de que el cansancio y la debilidad hicieran mella en él. Debía comer algo y tal vez dormir un poco. Tal vez sus pensamientos se aclararan en cuanto se sintiera un poco mejor.
“No”, pensó. “No puedo dormir. No puedo echarme a descansar sabiendo que Liana está ahí abajo. Probablemente esté muerta, como Quiroga y como su hijo y como el perro, y Dios sabe cuántas personas más, pero yo no puedo continuar con mi vida como si nada. Debo detener todo esto. Debo…”
Perdió el hilo de sus pensamientos. Si seguía quieto sobre la camioneta, sin moverse, muy pronto volvería a dormirse. Pese a la paliza que le habían propinado los policías, o precisamente debido a ésta, su cuerpo le pedía descanso a los gritos. Si tan sólo tuviera otra sola dosis de aquella droga de Quiroga…
Casi se golpeó la frente con sus manos al pensar en esto. Claro que la tenía. O al menos, debía tenerla. En la casa de Quiroga debía haber más de esa mierda química, que era capaz de levantar a los muertos. Si lograba hacerse de un poco, tal vez podría recuperarse lo suficiente como para empezar a hacer algo realmente útil. Tal vez aún estaba a tiempo… ¿por qué no?
Con la esperanza renovada por primera vez desde que despertara y sufriera el acoso de los policías, puso la primera marcha y comenzó a alejarse del lugar, rumbo a la cabaña de Quiroga.
Capítulo 14
-Bien- dijo el anciano sentado sobre la piedra, mirando a Quiroga mientras ensayaba una enigmática sonrisa-. ¿Por dónde empiezo?
-¿Qué le parece si empieza por contarme dónde diablos estamos?- contestó Quiroga-. Eso por empezar, por supuesto.
Abel se restregó la barba con ambas manos y asintió. Echó una mirada hacia la cueva y luego, en un gesto algo teatral, señaló hacia arriba, donde pendían aquellas enormes estalactitas.
-¿Ve eso que está allá arriba?- dijo. No esperó que Quiroga respondiera:- Son estalactitas. Todo el mundo sabe que se llaman así, pero nosotros les pusimos otro nombre. Les decimos: “espadas”. Por la espada de Damocles, ¿entiende? Están allá arriba, constantemente pendiendo sobre nuestras cabezas, y nunca se sabe cuándo terminarán por caer. Más o menos así son las cosas que sabemos aquí abajo. No tenemos certezas, el peligro acecha constantemente, y sólo podemos hacer conjeturas sobre el mundo que nos rodea. Le digo esto porque yo sólo transmitiré nuestras conjeturas, y nada más que eso.
-¿Tantas palabras, para decirme que no sabe dónde nos encontramos?
-Oh, yo nunca dije eso- se apresuró a decir Abel. Volvió a restregarse la barba amarillenta, en un gesto que evidentemente le era muy característico-. Suponemos… sólo suponemos… que nos encontramos debajo de la mina de plata, tal vez a unos cien, o quizás más, metros de profundidad. Aunque por supuesto, hay personas que no creen que estemos tan abajo. Razonan, yo creo que coherentemente, que si fuera así, el oxígeno se nos hubiese terminado hace rato, y ahora ninguno de nosotros quedaría vivo. Pero eso no es así, ¿verdad? Tanto usted como yo parecemos lo suficientemente vivos como para no estar muertos… salvo, por supuesto, que nos hayamos convertidos en fantasmas, cosa que tampoco debería descartarse del todo...
-Demasiadas palabras- murmuró Quiroga, lanzando un suspiro de irritación-. Disculpe si le parezco grosero, pero creo que usted está usando demasiadas palabras…
-Usted no entiende, pero ya entenderá- dijo Abel, quien no parecía molesto en lo más mínimo por el comentario de Quiroga-. Aquí abajo, las palabras lo son todo. Es necesario hablar, comunicarse, establecer vínculos. Hace mucho tiempo estoy aquí abajo, mucho más de lo que podría imaginarse, y créame que he visto tantas cosas que ya nada podría sorprenderme. He visto morir a mucha gente, he cuidado enfermos, incluso, válgame Dios, me he enamorado de quien nunca debí haberlo hecho. Las cosas pasan, el tiempo pasa, las personas pasan, pero las palabras quedan. Sé que parece el slogan de una estúpida campaña publicitaria, pero es así. A veces, sobre todo cuando mis compañeros duermen, y todo el sitio queda en silencio, yo puedo escucharlas… Escuchar las voces. Las conversaciones. Las palabras. Es por eso que yo las atesoro tanto. Las palabras pueden salvar vidas, y pueden, también, trazar un límite entre la demencia y la cordura… Quizás no entienda ahora, pero ya tendrá tiempo de entenderlo.
-Demasiadas palabras, sí- dijo Quiroga, observando al viejo con atención-. Pero, aunque usted no lo crea, yo puedo entenderlo. No mucho, pero algo sí. Yo también soy un tipo solitario, y como tal, mido cada palabra que sale de mis labios. Pero la verdad, no me interesa filosofar sobre ese asunto. No crea que sea lugar ni tiempo adecuado para ello. De modo que pasemos a la siguiente pregunta.
-Cuando usted lo disponga.
-¿Hay posibilidades de salir de aquí?
Abel inhaló una honda bocanada, al tiempo que volvía a mirar hacia arriba, como si la respuesta se encontrara colgada de una de esas enormes estalactitas.
-Bueno, posibilidades, tal vez las haya…, pero que yo sepa, nadie hasta ahora ha conseguido escapar.
-¿Lo han intentado?
Le pareció que el viejo, por primera vez desde que comenzara la charla, se ponía algo nervioso.
-Bueno, pues sí… Eso creo. Supongo.
-¿Sí o no?
-Es que tengo dudas. Aún al día de hoy, me pregunto si esos jóvenes realmente quisieron escapar, o sólo fue un intento de suicidio…
-¿Cómo? ¿Por dónde trataron de escapar?
El viejo señaló hacia la oscuridad, hacia el lugar donde el terreno entraba en declive.
-Por el río, por supuesto. Es la única vía de comunicación con el mundo exterior. El problema es que se trata de un río subterráneo, que corre por debajo de la tierra por kilómetros y kilómetros, y salvo que uno pueda aguantar la respiración durante una hora, como las ballenas, no creo que pueda atravesarlo…
-Tal vez lo lograron. Tal vez había bolsas de aire en el camino.
-¿Usted se cree que, si las hubiera, nosotros no lo sabríamos?- dijo Abel, y Quiroga pudo observar que el viejo se había puesto a la defensiva-. Hace unos cinco años, una chica bajó a explorarlo. Ella era nadadora, ¿entiende? Y tenía una capacidad pulmonar extraordinaria, podía permanecer sin respirar durante tres minutos o más. Nosotros al principio nos opusimos, pero ella insistió tanto que terminamos aceptando. A regañadientes, por supuesto, pero tuvimos que aceptar. La atamos a la cintura con una cuerda y luego la chica, luego de tomar tres hondas bocanadas, se sumergió. El río aquí abajo asoma a la superficie en una especie de cuenco, como los cenotes mayas, y es bastante profundo aunque de aguas transparentes; muy pronto el cuerpo de la chica desapareció en sus profundidades. La cuerda comenzó a desenrrollarse y el tiempo pasó, un minuto, dos minutos, tres minutos. Al cuarto minuto, la cuerda quedó completamente quieta y nosotros nos afanamos en tirar de ella, con tanta rapidez que nuestras manos quedaron en carne viva. Cuando finalmente la trajimos a la superficie, la pobre chica estaba azul y parecía tan muerta como podría estarlo un cadáver en la morgue del pueblo. Algunos de nosotros, que sabíamos la técnica del RCP, por suerte logramos reanimarla… Desde entonces, nadie volvió a intentarlo. Excepto esos dos jóvenes que hace tres o cuatro años se arrojaron al río sin avisar a nadie. Ellos sí que nunca regresaron.
-¿Y qué sucedió con la chica?
-Oh, ella murió tiempo después- dijo Abel, despreocupadamente-. Una neumonía, ¿puede creerlo? Su cuerpo pudo sobrevivir a cinco o seis minutos sin oxígeno, pero un simple virus, que es tan viejo como Jesucristo, acabó con ella…
-¿Y eso es todo?
-¿A qué se refiere con eso?
-Digo: de todas las personas que pasaron por aquí, ¿sólo tres trataron de escapar?
El rostro del viejo volvió a ensombrecerse, y Quiroga no supo discernir si se trataba de miedo o de simple recelo. Como si su pregunta, que él había formulado con aire de inocencia, se acercara demasiado a una verdad que el otro a toda costa pretendía ocultarle…
-Como le dije anteriormente, el río es la única vía de acceso que conocemos al mundo exterior. ¿Qué otra cosa podemos hacer? ¿Excavar la roca con un cuchillo?
-Si yo estuviera todo el tiempo aquí encerrado, sin dudas algo trataría de hacer.
-¿Qué?
-No lo sé- dijo Quiroga, comenzando a perder la paciencia de nuevo-. Ahora no se me ocurre nada, pero porque hace menos de una hora que estoy aquí. Pero si el tiempo pasara, algo tendría que ocurrírseme.
-Bueno, cuando se le ocurra algo, entonces avise. Tal vez su mente sea más avispada que la nuestra, y pueda encontrar, en muy poco tiempo, lo que a nosotros se nos ha venido escapando durante veinte años o más.
-¿Veinte años? ¿Hace cuánto usted está aquí?
-¿Qué día es hoy?
-Jueves 15.
-De Agosto, ¿verdad?- Quiroga no respondió, se limitó a mirarlo, porque no sabía si estaba jugando con él o qué-. Bueno, entonces llevo aquí exactamente trece años, seis meses y cinco días.
Quiroga no pudo evitar lanzar un silbido de desaliento. Trece años en aquella oscuridad, aislado de la luz del Sol y de las caricias del viento… Incluso él, que había pasado gran parte del último lustro encerrado en una mina, explorando cada uno de sus recovecos, sintió un estremecimiento al imaginárselo.
-Y cuando usted llegó, ¿ya había gente aquí abajo?
-Oh, sí. En ese entonces aún se encontraba Enriquito Menza, que terminó siendo un gran amigo mío, tal vez el único verdadero que tuve aquí. Y también, por supuesto, estaba Caro...
Por la forma en que dijo el nombre de la mujer, desviando los ojos y dibujando una especie de amarga sonrisa en los labios, Quiroga supo que se trataba del amor imposible de Abel.
-¿Y qué pasó con ellos?
-Murieron.
-¿Cómo?
Abel se encogió de hombros.
-Simplemente murieron. Las condiciones aquí abajo son muy extremas: cualquier herida, por más superficial que sea, puede representar una amenaza de muerte. Por eso, uno de los consejos más útiles que puedo darle, es precisamente éste: cuídese.
-¿Eso es todo?
-Hay más. Pero se lo diré a su debido tiempo…
Volvió a rascarse la barba, con expresión pensativa. Quiroga se le quedó mirando durante un tiempo más, tratando de decidir si podía confiar en él o no. Era curioso: por lo general, cuando él conocía a una persona, se daba cuenta enseguida si era de fiar o había que cuidarse de ella. Pero con Abel no sentía nada. Como si hubiera alguna barrera entre ellos, que sirviera para ocultar cosas. ¿Pero qué?
-¿Qué le parece si comenzamos a hablar de las criaturas?- dijo al fin, decidido a seguir adelante con el asunto-. Es decir: ¿qué son? ¿Qué es lo que pretenden de nosotros?- Abel lanzó una pequeña risotada, y Quiroga extendió sus manos en señal de perplejidad-. ¿Qué le resulta gracioso?
-Disculpe, es que esa frase… me hizo acordar a una película. ¿Recuerda usted a Isabel Sarli, la actriz porno? Ella se hizo famosa diciendo algo parecido. Supuestamente, en una de sus viejas películas, un campesino la arrinconada en un galpón de heno, con intenciones que eran más que evidentes. Pero ella, no dándose por enterada, o al menos fingiendo que no, le decía: “¿Qué pretende usted de mí?”. Lo curioso es que ella nunca dijo algo así, ese diálogo en la película es inexistente, pero de alguna manera quedó en el imaginario popular y…
Vio que Quiroga no lo acompañaba en su humor risueño y calló, tosiendo sobre su mano.
-Perdón- dijo.
-¿Qué es lo que saben sobre las mantarrayas?- repitió Quiroga, tratando de armarse de paciencia.
-Bueno, creo que será mejor que lo vea con sus propios ojos- dijo Abel, incorporándose de su improvisado asiento-. Acompáñeme, tengo algo interesante para mostrarle.
-¿A dónde vamos?
-No se preocupe, no iremos muy lejos- y volvió a lanzar una de sus irritantes risadas-. Está sólo a unos pasos de distancia…
Tomó la bola azul, que había dejado sobre su regazo, y comenzó a caminar en dirección contraria a la cueva donde dormían los otros habitantes. Cuando vio que Quiroga no lo seguía, se dio vuelta.
-¿Va a venir, o no?
-¿Qué son esas bolas de luz? ¿De dónde las sacaron?
-Un regalo de las babosas- respondió el viejo, alzando el objeto en cuestión hasta la altura de los ojos-. ¿No son maravillosas? Se encienden con el calor del cuerpo. Antes teníamos cuatro, pero una de ellas dejó de funcionar hace algunos años atrás. Así que debemos conformarnos con estas tres…
-¿Las babosas no les regalaron otra?- preguntó Quiroga, tratando de parecer sarcástico. Pero el otro no se dio por aludido:
-No. Y ya verá por qué no. ¿Viene?
-Claro- dijo Quiroga a regañadientes, preguntándose si, de todos los anfitriones posibles, no le habría tocado el menos indicado...
Capítulo 15
Dan estacionó la camioneta bajo la sombra de una gran secoya y luego, trastabillando, se apeó. Observó la cabaña de Quiroga. A la luz del día, la vivienda había perdido su área mística y sombría, como de cuentos de hadas, para directamente ahora parecer un cuchitril.
Chapas amontonadas en el patio. Chatarras oxidadas recostadas en los laterales. Restos de hamacas y de fierros retorcidos sobre el techo. La pila de leña se encontraba un poco derrumbada, como los huesos de un dinosaurio que hubiese muerto apoyado contra las paredes. Las enredaderas salvajes crecían sin control y trepaban por el tejado; en el patio trasero, los pastizales se erguían tan altos como hombres, incluso un poco más.
Dan ascendió por los escalones del porche; las piernas le temblaban. Tanteó el picaporte y se sorprendió al encontrar la puerta abierta. Pero enseguida se dio cuenta que no era tan sorprendente: después de todo, a ningún ladrón, por más necesitado que estuviese, le apetecería robar en esa pocilga.
Entró y cerró la puerta detrás de sí. La casa olía a humedad y a pedo rancio. Cruzó el living con las fotos del hijo de Quiroga y luego ingresó a la pequeña cocina. Abrió la vieja heladera marca Zenith: de ahí dentro salió un tufo que casi lo hizo vomitar. Se cubrió la nariz con la mano y revisó entre las porquerías que Quiroga guardaba dentro del aparato. Había huevos crudos a medio comer, un tarro de leche que ya debía estar vencido, un trozo de carne que estaba comenzando a ponerse negro. Detrás de una botella de gaseosa encontró lo que buscaba: un jarro de vidrio, cubierto al cincuenta por ciento por agua. Lo tomó con ambas manos y lo bebió sin respirar, sin importarle el olor a comida que el jarro tenía en su interior. Bebió y bebió hasta que su estómago dijo basta, y entonces, conteniendo las convulsiones, se acercó al desagüe de la cocina y vomitó.
Contempló, durante unos segundos, el vómito. Al menos ya no había sangre allí. Abrió el grifo para correr el agua, pero, tal cual sospechaba, no había red de agua corriente en la zona. Sin dudas debía haber un pozo en algún lado, que debía activarse con alguna bomba de succión.
Se alejó del desagüe y volvió a concentrarse en la heladera. Recordaba que, instantes antes de darle el famoso trago de whisky, Quiroga se había acercado a la heladera, por lo que suponía que la droga debía estar por allí. Buscó algún frasco sospechoso, algún blíster de pastillas, pero para su desesperación, no encontró nada. Revisó en los estantes y en el cajón de las verduras. Luego, en el freezer e incluso detrás de la heladera. Nada de nada. ¿Dónde diablos la guardaría? ¿O tal vez le había dado la última dosis que le quedaba?
Se dio vuelta y volvió a contemplar la minúscula cabaña. Los objetos se encontraban tan abarrotados y eran tan numerosos que sería casi imposible encontrar algo por ahí. Y él necesitaba la droga ahora, en forma urgente, o de lo contrario caería de cansancio en cualquier momento.
Vio que a un costado de la mesada de fórmica, había una puerta de madera. Había sido allí donde Quiroga se había metido, instantes antes de salir con aquel quijotesco lanzallamas colgado de sus espaldas. Tal vez la droga se encontraba en ese lugar, junto con el resto de las armas de Quiroga. Si es que Quiroga, claro, tenía más armas.
Dan no lo conocía demasiado, pero apostaba su pellejo a que sí, que aquel barbudo tenía más armas desperdigadas en la casa. Es más: sospechaba que debía tener un arsenal.
Se acercó a la puerta y tanteó el picaporte. Éste sí estaba trabado con llave, por lo que las sospechas de que guardaba algo allí dentro no hicieron más que acrecentarse. Probó con golpear la puerta con sus hombros, pero se encontraba demasiado débil y ni siquiera fue capaz de hacerla crujir un poco. Retrocedió y salió de la casa; sabía que había visto un galponcito de chapa en el fondo del terreno. Allí Quiroga debía guardar sus herramientas.
Ingresó al lugar, que por fortuna no estaba cerrado con candado, y comenzó a revisar las estanterías. Al rato, encontró lo que buscaba: una amoladora eléctrica. Salió del galpón sosteniendo el aparato con ambas manos, y durante un momento recordó que era así como había sostenido el lanzallamas, en las profundidades de la mina. Ahora el terrible artefacto debía estar a unos cuantos metros de la superficie, descansando en la oscuridad de una cueva infectada por babosas gigantes…
No le llevó mucho tiempo derribar la puerta de madera. La amoladora era antigua pero el disco de corte parecía bastante bueno; un humo tóxico se desprendió de la madera herida mientras Dan hacía un corte semicircular en torno al picaporte. Cuando terminó de completar el semicírculo, le dio un golpe y el trozo de madera cayó hacia atrás, junto con el picaporte. Abrió la puerta de una patada. Avanzó dos pasos.
Se detuvo frente al umbral, con la boca formando una muda e inconsciente “O” de asombro.
2
El supervisor se le quedó mirando durante unos segundos, como si algo en él, algo remoto y apenas perceptible, reconociera al padre que había perdido durante la infancia.
Durante esos segundos sus ojos parecieron iluminarse con el brillo del recuerdo y la nostalgia… y luego volvieron a oscurecerse y a adoptar una actitud vigía.
Fue tan rápido que pareció una ilusión, y durante mucho tiempo, Quiroga estuvo convencido de que realmente se había tratado de una. El supervisor pestañeó y pareció retroceder un paso. La chica al lado suyo alzó la vista y lo observó con extrañeza, como si el comportamiento errático de su líder le resultara toda una novedad. Abel, mientras tanto, los miraba a ambos con los ojos cada vez más grandes… Desde que había recibido el golpe del supervisor había permanecido encorvado, con la mirada en el piso, como si estuviera buscando un hoyo en la tierra para zambullirse en él. Ahora parecía haber olvidado su miedo y se moría de ganas por intervenir, porque evidentemente la situación era en extremo dramática. Quiroga, dudando, alzó un brazo en dirección a su hijo.
-¿Me reconoces, Lucas? Soy yo, tu padre. Te he venido a buscar…
-No eres mi padre. Y no me llamo Lucas. Mi nombre es Eugenio. Eugenio Vernis.
Y luego le apartó el brazo y con la otra mano le dio un brutal empellón, que dejó a Quiroga tendido boca arriba sobre el suelo, entre un montón de huesos polvorientos.
El supervisor metió una mano debajo de su camisa y sacó un arma. Le apuntó.
-Ahora dime a qué has venido. No mientas, o te mataré. Abel y Marta pueden atestiguar que soy capaz de hacerlo sin que me tiemble un dedo. Así que ahora habla.
-No es posible que no me recuerdes, no eras tan chico cuando esas cosas te llevaron. ¿Qué te ha sucedido?
-Habla, maldito viejo. Juro que te meteré un balazo en medio de la frente si no hablas.
-Le conviene hablar, amigo- intervino Abel, incapaz de aguantarse un minuto más-. Sé por qué le digo. Eugenio es un hombre justo, pero cuando pierde la paciencia…
-Cállate- dijeron Quiroga y el supervisor al unísono, y luego se miraron asombrados. El supervisor apartó la vista enseguida, algo contrariado, pero Quiroga se le quedó mirando con expresión pensativa.
-No sé qué es lo que quieres que diga, hijo. Estoy aquí porque he venido a buscarte. Durante estos siete años, hice todo lo posible por hallar a esas criaturas, pero…
Rápido como una serpiente, el supervisor se le acercó y le encajó un culatazo. Quiroga echó el cuello atrás y la culata del arma le dio en el esternón: de lo contrario le hubiese abierto la cabeza como una nuez.
-Te dije que no eres mi puto padre- jadeó el supervisor, y luego tomó el arma de la culata y volvió a apuntarle. Se escuchó un “clic” metálico, que indicaba que acababa de retirar el seguro-. Ahora, creo que…
Pero no pudo seguir. Una sombra venía corriendo en su dirección, y estaba a punto de echársele encima. Quiroga alcanzó a verla, y no supo si sentirse contento o preocupado por su presencia: era Cuco.
3
El sótano de Quiroga, pensó atónito Dan, no era un arsenal: directamente era un jodido cuartel del ejército.
Armas de todo tipo. Municiones. Radios de onda corta. Mapas extendidos sobre una mesa y colgados de la pared, todos ellos con infinidad de cruces y símbolos trazados con un marcador rojo. Extraños aparatos topográficos. Tres pantallas de LED, dos de ellas apagadas y una, de unas cuarenta y dos pulgadas, transmitiendo en directo lo que parecían datos meteorológicos y geofísicos de diversa índole: de temperatura, humedad, presión, sismográficos, geotermográficos, tectónicos, y un largo e incomprensible etcétera. Pensó que debía haber miles de dólares allí abajo, que Quiroga sólo protegía con una puerta de madera. ¿Y por qué? ¿Cómo era posible que Quiroga fuese tan descuidado? ¿O acaso no le importaban esas valiosas posesiones?
Dan se acercó al mapa de la pared y contempló las indicaciones que Quiroga había trazado sobre el papel. Se trataba de un mapa cartográfico a colores de la ciudad y sus proximidades, con la montaña cuidadosamente dibujada en un color marrón tierra. Quiroga había señalado la entrada de la mina con marcador rojo, cosa que era perfectamente comprensible. Lo que Dan no podía llegar a entender era el significado de las otras cruces, que se hallaban dispersas a lo largo y lo ancho del pueblo. Contó diecinueve cruces en total, todas ellas con un número misterioso al lado: “1931”, “1677”, “678”, “916” y similares.
¿Qué significaría eso? ¿Eran años? ¿Acaso Quiroga habría realizado una compilación histórica de los ataques de las criaturas?
No lo creía muy factible. Tal vez podría haber encontrado, con mucha suerte, el registro de la desaparición inexplicable de algún vecino en el año 1931, pero dudaba que pudiera haber hecho lo mismo con el año 678, o incluso 1677. En esas épocas no había periódicos, los registros escritos eran escasos, y los pocos que existían se limitaban a informar sobre acontecimientos importantes como muertes de reyes, construcciones, guerras y cosas así. Nada de tabloides al estilo: “Vecino muere en circunstancias sospechosas”. Al menos, no en la edad media. Y mucho menos en estas inhóspitas latitudes sudamericanas.
Además de las cruces, Quiroga había dibujado una larga línea irregular en color blanca, que atravesaba el pueblo en dirección noreste-sudoeste. Dan notó que la línea pasaba muy cerca de las cruces, como conteniéndolas, y de inmediato, un recuerdo difuso de sus tiempos de universitario atravesó su mente, algún concepto de sus clases de estadística, o de economía… ¿Era el desvío estándar? ¿El coeficiente de variación? ¿Pero de qué?
Se apartó del mapa bruscamente y comenzó a buscar la droga. Debía concentrarse en eso, para eso estaba aquí. No debía perder tiempo con acertijos que quizás no conducían a nada; ya habría tiempo para ello más adelante. Paseó su mirada por el sótano. Pese al abarrotamiento de cosas que había ahí abajo, persistía el orden y la limpieza; era como si la verdadera vivienda de Quiroga fuese allá abajo y no en la casa de arriba, que tal vez oficiaba como una simple fachada o distracción.
La mesa con el mapa extendido se veía lustrada y sin una mancha u objeto demás: sólo los necesarios. Más allá, sobre la pared del fondo, se extendía una considerable biblioteca, con gordos y coloridos libros sobre los estantes de hierro. La pared contigua estaba ocupada por las armas, lo mismo que la pared opuesta. Entre la biblioteca y el tablero de armas había un armario: Dan se acercó de una zancada y lo abrió de par en par. Para su desazón, contenía más armas, y dos tubos amarillos que de inmediato le recordaron al lanzallamas. Aunque no eran exactamente iguales: cuando Dan se agachó para examinarlos, pudo darse cuenta por qué: eran tubos de oxígeno para buceo. Estaban conectados a una manguera que terminaba en un regulador envuelto en una pequeña bolsa de nylon. La máscara y las aletas estaban más abajo, en el fondo del último estante. Se incorporó y cerró el armario. Había tantos lugares donde buscar esa jodida droga…
Se sentó sobre la única silla que había y la arrimó hacia la mesa. Puso ambas manos sobre el mapa. Éste era idéntico al anterior, sólo que no estaba escrito ni dibujado por la mano de Quiroga. Sin dudas el barbudo habría pasado mucho tiempo allí, meditando en soledad sobre el paradero de su hijo, tamborileando los dedos sobre la mesa y observando las pantallas en busca de…
Tuvo una súbita intuición. Se agachó para mirar por debajo de la mesa. Casi dejó escapar un grito de felicidad.
Había un pequeño refrigerador allá abajo, de esos que suelen utilizarse en las habitaciones de los hoteles. Estaba enchufado a un tomacorrientes ubicado sobre la pared más próxima, a la altura del zócalo. Dan apartó la silla y se agachó para inspeccionar dentro de él. No había muchas cosas dentro del refrigerador, en realidad sólo tres: una lata de cerveza, un frasco de vidrio sin ninguna inscripción, repleto de un líquido ambarino, y al lado del frasco, una jeringa graduada, sin la aguja.
La jeringa tenía rastros del líquido ambarino en su interior. Dan no necesitaba más pruebas que esa: el líquido ambarino era, debía ser la droga experimental.
Sabía que no era una prueba concluyente, que podía haber miles de posibilidades más. Quizás la droga del frasco en realidad no era tal, sino un remedio para la otitis, o un laxante para caballos, o un repelente de pulgas para Cuco. Pero él lo tomaría igual. No quería detenerse a considerar otras opciones. Si lo hacía, sabía que lo ganaría la parálisis, y luego el cansancio y finalmente lo peor de todo: la rendición.
Así que tomó la jeringa, la hundió dentro del frasco y, con ayuda del émbolo, retiró aproximadamente cinco centímetros cúbicos de aquel líquido color ámbar.
Se llevó la jeringa a la boca, y luego se detuvo.
¿Y si era mucho?
¿Y si cinco centímetros cúbicos eran suficientes como para matarlo de un fulminante paro cardíaco?
Al cabo de unos segundos, decidió que empezaría a probar con un centímetro cúbico, y luego esperaría. Si luego de quince minutos no sentía nada, tomaría otro centímetro cúbico, y si aún seguía sin experimentar efecto alguno, duplicaría la dosis hasta comenzar a sentir algo.
No era mala idea. De hecho, era una idea totalmente lógica, y debía funcionar. “Salvo que, efectivamente, sea un laxante para caballos: en ese caso, dada mi debilidad, estaré perdido”.
Volvió a meter cuatro centímetros cúbicos de líquido en el frasco, y el restante se lo llevó a la boca.
-Mierda- dijo.
Era amargo e intenso; con razón Quiroga se lo había mezclado con una bebida tan fuerte como el whisky.
Volvió a sentarse y consultó su reloj: eran las diez y media de la mañana. Si a las diez y cincuenta no pasaba nada, tomaría la siguiente dosis.
Y que pasara lo que tenía que pasar.
4
-¡Cuco, no!- gritó Quiroga.
Pero ya era tarde.
El supervisor se dio vuelta y luego se escuchó un sonoro disparo, que retumbó e hizo eco en las paredes de la caverna. El perro soltó un gañido: cayó de costado, moviendo las patas como si creyera que aún podía correr. Un agujero rojo había aparecido en su lomo. Dio dos patadas más y luego quedó quieto. Quiroga volvió a gritar y se abalanzó sobre el perro, consciente de que el supervisor podía dispararle a él de un momento a otro. Pero no le importaba, ya nada le importaba, había encontrado a Lucas y éste no lo reconocía, había arriesgado la vida de su perro y éste ahora estaba muerto. Gran parte de su vida ya no tenía sentido y percibía la presencia de un gran vacío negro, que comenzaba a alzarse por sobre todas las cosas como un poderoso maremoto de cuarenta metros de altitud. Abrazó el cuerpo del perro inmóvil y lo acarició, susurrándole palabras de despedida y consuelo. Le acarició las orejas y luego le cerró los ojos. Lo besó. Finalmente alzó su cuerpo, mostrándoselo a Lucas.
-Acabas de matar a Cuco- dijo-. Lo recuerdas, ¿verdad? Era un cachorro cuando tú desapareciste. Lo adorabas. Yo lo cuidé y lo alimenté, pero siempre fue tu perro. Y ahora está muerto.
-Te equivocas, viejo. Nunca vi a este perro. Y además, él trató de atacarme.
-No te iba a atacar. Lo conozco, sé cuándo quiere atacar y cuándo no.
-¿Qué iba a hacer, entonces?
Quiroga depositó el cuerpo de Cuco sobre el suelo, con mucho cuidado, y luego se incorporó.
-Iba a saltarte y a lamerte- dijo-. Él sí te reconoció. Después de siete años, Cuco aún se acordaba de ti.
-No sé de qué mierda estás hablando- dijo el supervisor, volviendo a apuntarle con el arma-. Y ya me cansó esta charla estúpida. Abel, acompaña a este tipo al sótano. Quiero que permanezca ahí durante dos días enteros, sin comer ni beber.
-Sí, señor- asintió Abel, y avanzó dos pasos en dirección a Quiroga.
Pero éste, rápidamente, se puso fuera de su alcance. Miró fijamente a Lucas.
-No pienso ir a ningún lado- dijo.
-Entonces te mataré.
-Hazlo.
-Aguarden un momento- intervino Abel-. Aguarden un jodido momento. Quiroga, ¿usted sabe lo que es el sótano?
-No lo sé ni me interesa- contestó Quiroga, sin despegar la vista de Lucas.
-Pues yo le explicaré. ¿Recuerda el pozo donde lo dejó la criatura? Bueno, a eso le llamamos el “sótano”. Lo dejaremos allí algún tiempo, y luego Eugenio hablará con usted- se dio vuelta hacia el supervisor, asintiendo rápidamente con la cabeza, como un pájaro-. ¿No es verdad, Eugenio?
“Está tratando de engañarme”, pensó Quiroga. “Creo que este viejo es más peligroso de lo que yo pensaba”.
Sin embargo, pese a que trataba de mantenerse al máximo alerta, sabía que algo se le estaba escapando. ¿Qué?
-Exactamente, Abel- contestó el supervisor, sin dejar de apuntar con el arma-. Eso es lo que pienso hacer con el novato. Lo veo muy nervioso, y dice demasiadas estupideces. Aunque si no colabora, no dudaré en meterle una bala en la cabeza.
Abel miró a Quiroga, alzando las cejas.
-¿Lo ve? Dos días en el pozo no es tan grave. Saldrá de ahí más rápido de lo que piensa.
“Algo se me está escapando. Sí. ¿Y por qué carajo Lucas no me reconoce? ¿Está mintiendo? ¿O yo me he vuelto loco y creo ver a mi hijo cuando en realidad estoy contemplando a un extraño?”.
-Dígame una cosa, Abel- dijo Quiroga, tratando de enfocarse en lo más importante-. ¿Desde cuándo se volvió tan cobarde? ¿Los años aquí abajo lo ablandaron? ¿O es que nació sin pelotas?
-No, usted no entiende- dijo pacientemente Abel-. Lo hago por el bien de todos. Lo hago…
“Oh, mierda. La chica. La chica que estaba con Lucas. Desapareció. ¿Dónde mierda…
-… lo hago por el bien de la comunidad…
“Detrás de mí. Hija de puta”.
Comenzó a darse vuelta, pero entonces sintió que algo duro le golpeaba la cabeza, y luego todo se convirtió en oscuridad…
5
Dos centímetros cúbicos resultaron más que suficientes.
En menos de veinte minutos, Dan se sentía como un hombre nuevo, alguien que acababa de descansar durante diez horas seguidas, aunque en realidad no dormía desde hacía por lo menos tres días.
Con renovados ímpetus, se dedicó a buscar otras pistas en el lugar, algo que le diera indicios de lo que debía hacer a continuación.
Ese mapa… esas condenadas cruces rojas, unidas por una línea blanca… ¿qué rayos eran?
¿Y los números?
Estuvo mirándolo durante unos minutos, pero no pudo sacar nada en limpio. Se sentó luego frente a una computadora. No lo hizo por nada en especial, sino porque tal vez él era un hombre de oficina, y su actitud natural era sentarse frente a la pantalla de un ordenador. Movió el mouse de un lado a otro y de inmediato el equipo despertó de su hibernación electrónica y la pantalla se activó.
Vio que había multitud de documentos y carpetas. Aunque uno de inmediato atrajo su atención.
Era una carpeta que simplemente decía:
“Lucas”.
La abrió.
Dentro, había veinticuatro videos. Cada uno de ellos duraba entre cinco y veinte minutos.
Sin pensarlo demasiado, Dan abrió el primero. La fecha del archivo rezaba: 01-07-2007, o sea siete años atrás. Más o menos en la época en que había desaparecido Lucas.
Apareció la imagen de un Quiroga mucho más joven y pulcro, sin barba y perfectamente afeitado, sentado sobre una silla y mirando hacia la cámara. Dan reconoció de inmediato las paredes del sótano y los estantes de la biblioteca. Aunque de las armas no había rastro.
Tardó un rato en comprender lo que Quiroga, con voz lenta pero segura, decía en la grabación. Tuvo que retroceder el video varias veces para asegurarse de lo que estaba escuchando:
“Lucas está muerto”, decía un atribulado Quiroga, con la mirada fija en la cámara.
“Creo que yo lo maté...”.
Capítulo 16
1
Extracto de audio
de las grabaciones digitales encontradas en la PC de Alberto
Quiroga, ordenadas por fecha y hora (sólo las más
importantes).
VIDEO 1. Fecha de grabación: 01-07-2007.Duración: 5.23 minutos.
QUIROGA: Lucas está muerto…
(pausa de cinco segundos)
Creo que yo lo maté.
(Pausa de quince segundos).
Sí, casi llego a creerlo… Mi mujer no para de repetírmelo: “Tú lo mataste, tú lo mataste”. Le explico lo que ocurrió aquella noche, pero ella no me escucha… Sé que ha perdido la cordura desde que… desde que la cosa se llevó a Lucas… “Dejaste que se fuera”, me dice constantemente. “Dejaste que la cosa negra se lo llevara, porque tu hijo no te importaba una mierda”.
(Piensa y mira la cámara fijamente).
Y tal vez no esté muy errada, después de todo.
(Quiroga comienza a llorar. Lo hace durante un lapso de dos minutos y medio).
(Voz quebrada y apenas inteligible).
No está tan errada…
(El video se corta)
VIDEO 2. Fecha de grabación: 09-07-2007. Duración: 6.45 minutos
QUIROGA: Sé lo que tengo que hacer. Volveré a la mina. Sé que ha pasado mucho tiempo desde la desaparición de Lucas, y las posibilidades de encontrarlo con vida son mínimas… pero tengo que volver. Mi mujer al menos tiene razón en un aspecto: no puedo desentenderme del asunto y olvidarlo así sin más. Soy un policía, tengo muchos años de servicio, y durante demasiado tiempo me he jactado de ser uno de los tipos más duros de la fuerza policial. Los vagos y los criminales saben que deben evitar mi presencia si quieren conservar sus huesos sanos. Sé que es presuntuoso, pero es así. Mis compañeros me respetan y a veces me miran con recelo, porque es cierto que muchas veces me he excedido con la brutalidad y el abuso de mi autoridad. Pero es que no concibo otra manera de ejercer mi profesión. Si me ablando o me vuelvo comprensivo, las lacras de la sociedad te pasan por encima. Es así. O soy yo o soy ellos. Durante muchos años pensé así, y no hay motivos para cambiar justo ahora.
(pausa de diez segundos).
Y sin embargo… no fui capaz de defender a mi propio hijo. He defendido a vecinos inocentes, he defendido a compañeros míos, incluso a gente que no merecía siquiera levantar un dedo en defensa de ellas… pero no pude defender a mi hijo. Mi mujer puede estar loca, pero tiene razón. De nada sirve ser un experto tirador de armas y estar preparado para la violencia y la lucha cuerpo a cuerpo, si uno no puede defender a su propia familia.
Esta vez no iré desarmado. El fuego puede hacerle mucho daño a esa cosa, así que iré preparado para hacerlo mierda. Tengo un soplete y una soldadora portátil: iré armado con ello. Prepárate, hijo de puta.
(piensa un rato).
Si me llega a ocurrir algo, y estás viendo esto, querida mía, quiero que sepas que te amo.
(Otra pausa).
Sé que no siempre lo demuestro… Me cuesta mucho demostrar los sentimientos. Lo sabes bien. No seré uno de esos hombres que llevan flores y escriben poemas a sus mujeres… pero siempre te amé. Siempre he sido leal a ti.
(Otra pausa)
Si llego a morir, te informo que tengo tres seguros de vida, que podrás cobrar una vez que realices los trámites correspondientes. Encontrarás toda la documentación necesaria en la caja verde que está en la quinta estantería del garaje.
(Otra pausa, mira a la cámara fijamente).
Adiós.
(Fin del
video)
VIDEO 3. Fecha de grabación: 14-07-2007 (extracto)
(…) Seis días sin novedades… Los periodistas siguen llamando al teléfono, pero ni yo ni Dora atendemos… Regresaré a la mina esta noche…
VIDEO 4. Fecha de grabación: 24-08-2007
Hoy se cumplen dos meses de la desaparición de Lucas. El tiempo pasó tan rápido… Sigo buscando en la mina, adentrándome más y más, pero no hay rastros de él, excepto esas iniciales que mi chico ha grabado en la pared. La policía sigue sin tener noticias, sé que están sospechando de mí… mi teléfono está intervenido. Deben creer que yo maté a Lucas y lo enterré en algún lugar del bosque. Por más que les explique, nunca entenderán. Y creo que es comprensible. Ni yo entiendo del todo…
(Pausa de veinte segundos)
Dora dice que me estoy obsesionando. No sé por qué me ha dicho eso. Justo ella, que está metida en un pozo de depresión del cual le resultará imposible salir. También dice que en la habitación del chico faltan cosas. Cuando le pregunté qué, ella me dijo: “Sus libros de Julio Verne”. No entiendo qué tiene que ver eso con su desaparición. Sé que Lucas leía mucho, pero era un chico muy desordenado, pudo haber dejado esos libros en cualquier parte…
Hace quince días no voy a trabajar…
VIDEO 5. Fecha de grabación: 24-12-2007
(Llorando, tiene un juguete Lego en la mano)
Feliz navidad, Lucas.
VIDEO 6. Fecha de grabación: 03-04-2008
Diez meses han pasado ya… Dora está cada vez más distante, apenas me habla. Sigo sin ir a trabajar… me enviaron un telegrama y un psicólogo: rechacé a los dos. Creo que tendré problemas con mis superiores en cualquier momento…
VIDEO 7. Fecha de grabación: 09-04-2008.
Hay un detective… creo que es de la policía federal. Me sigue a sol y sombra. Ronda mi casa durante las noches. Me ha seguido incluso hasta la mina…
Buscan evidencias, pero no las van a encontrar.
VIDEO 8. Fecha de grabación: 18-04-2008 (extracto)
(…) gran parte de la mina explorada, pero me faltan los niveles más bajos. Tendré problemas con eso… La soldadora es un equipo demasiado pesado, es difícil recorrer las galerías de la mina con él. Tendré que conseguir algo más cómodo, y que tenga un mayor poder de fuego…
(Mira a la cámara durante veinte segundos, pensativo)
Estoy pensando en un lanzallamas de guerra…
VIDEO 9. Fecha de grabación: 24-06-2008 (extracto)
(…) un año exacto de su desaparición… El tiempo pasó tan rápido que casi parece un sueño. Anoche me miré al espejo, por primera vez en quién sabe cuánto tiempo: hace un año no me afeito, y mi barba me hace ver como a un tipo de ochenta años…
Dora ya no me habla más, duerme en el sofá del living. Creo que a ella también la perderé. El perrito de Lucas, Cuco, es mi única compañía…
VIDEO 10. Fecha de grabación: 12-10-2008 (extracto)
(…) más difícil de lo que yo suponía. Es imposible obtener un lanzallamas, o cualquier otra arma de guerra, por medios legales. Creo que tendré que recurrir al Gobernador… Sacar sus trapos sucios al Sol. Será peligroso, pero no veo otras opciones…
VIDEO 11. Fecha de grabación: 01-01-2009 (extracto)
(…) inicio de año en soledad. Anoche, cuando volví de la mina, ella ya no estaba. Me dejó una carta. “Me voy. Feliz año nuevo”, decía. Lo olvidé por completo. Juro que perdí toda noción del tiempo. La búsqueda en la mina es muy absorbente. Y el lanzallamas… si tan sólo tuviera una mierda de esas…
VIDEO 12. Fecha de grabación: 02-01-2009
Soy un imbécil y un ciego. El detective que rondaba mi casa también desapareció. Fui a buscarlo: yo también estuve haciendo de detective. Tuve que viajar dos horas pero lo encontré, en su minúsculo departamento de soltero. Mi mujer estaba con él. El hijo de puta no me seguía a mí; la seguía a ella.
(pausa de quince segundos).
Mi intención era golpearlo un poco, sólo un poco, pero creo que me excedí. No pude parar. Dora trató de detenerme, pero la empujé y creo que se golpeó la cabeza. No sé si está muerta, pero seguro la dejé en un grave estado. Ahora me meteré en problemas y si me envían a la cárcel, ya no podré seguir buscando a Lucas.
VIDEO 13. Fecha de grabación: 12-02-2009 (extracto)
(…) lo que más me temía. Un año de prisión por lesiones graves e intento de homicidio. Perderé mi trabajo en la policía y mis oportunidades de seguir buscando a Lucas. Mi mujer inició los trámites de divorcio y planea quedarse con la casa. Debí haberla empujado más fuerte: sé que es terrible lo que digo, pero yo lo siento así. Y ese detective…
(Niega con la cabeza, pausa de veinte segundos).
Todo se desmorona… Lo siento, Lucas. En cuanto salga de prisión, regresaré por ti…
2
Dan pausó el reproductor de Windows y se incorporó de la silla. Sentía que el corazón le latía demasiado rápido y en forma irregular, como si sufriera algún tipo de leve arritmia. “La droga”, pensó sin mucha alarma. “Más efectos secundarios”.
Se preguntó si resistiría una segunda sobredosis.
No le importó la respuesta.
Miró el reloj de la PC: las once y cuarenta y cinco de la mañana. Por la claraboya alta del sótano entraba una luz pálida y polvorienta. ¿Estaría perdiendo el tiempo allí abajo, sentado frente a una computadora de escritorio y viendo los vídeos de un hombre claramente trastornado por la muerte o desaparición de su hijo?
Algo le decía que no, que había mucha información importante aguardando dentro de uno de esos vídeos. Sólo había que tener un poco de paciencia para encontrar el indicado.
Miró por debajo de la mesa y abrió el pequeño refrigerador. En un impulso incontenible, sacó la lata de cerveza y luego tomó un sorbo.
“No se deben mezclar el alcohol y los medicamentos, hijo”, pensó sin nada de humor.
No importaba. Quizás ya todo estaba perdido. Como había dicho el barbudo: “Todo se desmorona”.
Bebió el resto de la cerveza de un solo trago y luego regresó su concentración a los vídeos.
3
VIDEO 14. Fecha de grabación: 27-01-2010 (extracto)
(…) de regreso aquí, después de casi un año en la sombra. Como yo suponía, Dora se instaló en nuestra casa junto con el remedo de detective del cual se enamoró, espero que sean felices y coman perdices hasta reventar. Dejó retirar alguna de mis cosas… la computadora, la cámara, las armas… también dijo que podía llevarme a Cuco… muy generosa de su parte…
Ahora no tengo nada, no tengo trabajo, no tengo casa, estoy completamente solo. Debo comenzar de nuevo…
(…) pensé mucho durante mi estadía en la cárcel. Hice muchas cosas mal, pero creo que ahora tengo la mente más despejada. Sé que Lucas ya debe estar muerto, me llevó mucho tiempo comprender algo así, casi no hay esperanzas para él. Ahora sólo quiero venganza. Quiero encontrar a esa criatura y matarla. Achicharrarla y ver cómo se retuerce de dolor..
(…) Me instalaré en una cabaña en medio del bosque, a unos dos kilómetros de la mina. Estaré más tranquilo ahí… Me llevaré a Cuco…
(…) necesito ese lanzallamas, ahora mismo…
VIDEO 15. Fecha de grabación: 04-02-2010 (extracto)
Hoy me ocurrió algo que casi me saca de mis casillas otra vez… Un chistoso. Un jodido chistoso. Llamó diciendo que había visto a la criatura negra. No es la primera vez que se burlan de mí, todo el mundo ha leído mis declaraciones a la prensa, donde cometí el error de mencionar a la cosa negra que se movía en el cielorraso de la habitación de Lucas. Pero éste tipo en particular fue más allá, dijo que tenía evidencias y pensaba mostrármelas. Lo cité en mi cabaña, pero el tipo nunca vino… Maldito chistoso…
(…) ya lista la entrevista con Billy, el Gobernador. No resultó muy difícil, aunque tuve que mencionar el nombre de mi hermano… me verá dentro de dos días… No tiene idea la sorpresa que se llevará.
VIDEO 16. Fecha de grabación: 08-02-2010 (extracto)
(…) pensé que ese hijo de puta moriría de un paro cardíaco allí mismo, en su oficina. Le di toda la información en un DVD, que Billy tiró a la basura con un gesto de asco, como si creyera que con eso podía eliminar todas las pruebas en su contra. “No estoy pidiendo mucho, Billy, sólo un jodido lanzallamas. No es nada en comparación con lo que puedo llegar a pedirte. Dame esa cosa, y luego me olvidaré de ti”. Pero el Gobernador es un tipo astuto, y me miraba con su cara rechoncha y claramente acalorada, como calibrando a un enemigo. “¿De dónde sacaste todo esto?”, me dijo. “Mi hermano”, le expliqué. “Él trabajó con usted mucho tiempo, ¿lo recuerda? Murió hace seis años, y antes de morir me dejó este regalito”. Le señalé el DVD que relucía dentro del tacho de basura. “¿Me va a dar el lanzallamas, o no?”.
Así que aceptó. Supuestamente me enviarán un paquete mañana por la mañana, pero tengo la sospecha de que no será tan fácil, quien llega a Gobernador no lo hace por actuar como una oveja.
(Muestra un arma semiautomática).
Yo tampoco lo soy…
VIDEO 17. Fecha de grabación: 11-02-2010 (extracto)
(…) dos tipos en una camioneta… los vi por la ventana… Abrí la puerta y comenzaron a disparar… Eliminé a uno y al otro lo seguí por el bosque… Estoy en un pésimo estado físico, pero el hijo de puta que corría por el bosque lo estaba aún más, parecía una morsa moviéndose por la arena… A éste no lo maté, sino que lo atonté con un golpe y le robé el celular. Llamé al último número registrado y me atendió una voz femenina, de policía. “¿Puede pasarme con su jefe?”, le dije. “¿Quién habla?”, me dice la mujer. “El hijo de puta al que mandaron a meterle plomo en el culo”.
(Ríe en forma histérica)
Así le dije. No sé de dónde carajo saqué esa frase. Supongo que de una película de Stallone o Bruce Willis. “Al hijo de puta que mandaron a meterle plomo en el culo”. ¿Qué tal?
Terminé hablando con Billy. “¿Billy?”, le dije. Creo que el tipo casi se hizo encima al escuchar mi voz. “¿Betito?”, me dijo el hijo de puta, como hablando con un viejo amigo. “¿Eres tú, Betito?”. “Soy yo, sí. Escucha, Billy, tengo a uno de tus sicarios en mi porche, con un disparo en la cabeza, y el otro está conmigo aquí en el bosque, durmiendo la siesta sobre el pasto. ¿Qué quieres que haga con ellos? Puedo enviártelos por Fedexx esta misma tarde”.
(vuelve a perder la compostura y ríe).
Sinceramente, no sé de dónde carajo saqué esos diálogos… Creo que tendría que haberme dedicado a esto… La cuestión es que el Gobernador empieza a balbucear, y me dice “Betito” a cada rato, y yo lo interrumpo y le digo: “Escuche, Gobernador, estoy dispuesto a olvidar todo esto, dejar los rencores de lado, si me envía lo que te pedí”. “Pero Betito, debe haber un error, creo que los muchachos entendieron mal las instrucciones…” “No, Gobernador, los muchachos entendieron muy bien lo que debían hacer. Usted los mandó a eliminarme. Ahora envíeme el jodido lanzallamas. Y también le voy a pedir otra cosa, por las molestias que me está ocasionando. Quiero doscientos mil dólares en efectivo, en una bolsa. Y también otra cosita, la última. Quiero que me envíen la F-251B. Usted sabe de lo que hablo”. “Eso… eso es imposible”, balbucea al Gobernador. “¿Qué cosa?”, le digo. “Lo del lanzallamas y el dinero puede hacerse… pero la droga… ¿de dónde crees que yo puedo sacar…”. “Su padre, Gobernador. Sé todo sobre usted. Él trabajó en la DEA y tiene contacto con la cúpula militar de los EEUU. Puede enviarme un frasco de la F-251B si quiere”. “Pero Betito…”. “Betito las pelotas. Yo me llamo Alberto, y para usted, soy Quiroga a secas. Si no me envía lo que le pido en cuarenta y ocho horas, enviaré estos datos a todos los sitios gubernamentales que se me ocurran. Y cuidado con mandarme a uno de sus matones. Los estaré esperando. Esta vez nada de camionetas ni vehículos de ningún tipo. Vendrá un solo tipo, a pie. Si veo algo raro… aprieto una tecla en la computadora y adiós su miserable carrera política. ¿Me entendió?”.
(pausa de diez segundos. Quiroga está claramente agitado).
Creo que entendió. Metí al fiambre en la camioneta, y desperté al que dormía la siesta y le dije que se marchara por donde había llegado. “Me quedo con alguno de tus chiches”, le dije. Esos hijos de puta tenían buena mercadería dentro de la camioneta. Un par de Uzis y unas granadas. Me servirán por si tengo que defenderme. Aunque creo que el Gobernador cumplirá. Al menos de momento, dejará la venganza de lado.
(piensa)
De momento.
(piensa diez segundos más).
Me gané un enemigo poderoso, pero a estas alturas, me importa tres carajos.
VIDEO 18. Fecha de grabación: 14-02-2010.
Tengo todo. Al fin. El dinero me servirá para comprar equipos que me permitan rastrear a la cosa que vive dentro de la mina. La droga, para hacerme trabajar más rápido, no pienso dormir durante las siguientes dos semanas. Sé que sus efectos pueden ser mortales, pero la verdad, no me interesa. Y el lanzallamas… para asar viva a la cosa que se llevó a mi hijo.
(Mira a la cámara durante un minuto)
La encontraré. Toda mi vida estará enfocada en la venganza. Nada más importa.
4
Los videos 19 a 21, comprobó Dan, abarcaban un período de tres años, en los cuales Quiroga consignaba sucintamente las compras de equipo tecnológico y los escasos logros durante sus exploraciones en la mina. Eran videos en los cuales se reflejaba el desánimo y la progresiva resignación de Quiroga, cuyo aspecto parecía desmejorar con una alucinante rapidez. En cada uno de esos vídeos, terminaba con una misma y lacónica frase: “No hay rastros del verdugo de mi hijo”…
En el video 22, mencionaba por primera vez el nombre de “Facundo Arreaga”. Dan se incorporó en la silla y reprodujo los últimos tres vídeos con mucha atención. “Esto es”, pensó. “Esto es lo que estaba buscando”.
Al parecer, Facundo Arreaga era un biólogo especializado en fauna marina, que Quiroga había contactado a través de un foro de Internet. De alguna manera, lo había convencido de que lo que había sucedido con su hijo era real, y luego de arrancarle una promesa de confidencialidad absoluta, comenzaron a trabajar en conjunto, sin que Arreaga cuestionara en demasía el accionar de Quiroga –cosa que, según Dan, no hablaba mucho a favor de la salud mental del biólogo. Bajo asesoramiento de Arreaga, Quiroga compró sofisticados equipos que utilizaban tecnología de sonar y de rastreo geotérmico, y luego Arreaga le enseñó a utilizarlos.
“Hay un río subterráneo que atraviesa la ciudad en dirección noreste-sudoeste”, decía en el vídeo Quiroga, claramente entusiasmado. “Arreaga dice que pasa por debajo de la montaña, y que podría ser uno de los accesos que utiliza la criatura para llegar a su guarida… Él está tan emocionado como yo…”
Dan se dio vuelta de inmediato, para mirar hacia el mapa de la pared. La línea blanca que atravesaba el pueblo estaba trazada en dirección noreste-sudoeste, como el río subterráneo. Siguió mirando el vídeo.
“No hay muchas formas de bajar a ese río, a excepción de los viejos pozos artesianos… Hay algunas casas que aún los poseen abiertos… debemos comenzar a investigar…”
Dan volvió a girar la cabeza para mirar el mapa. “Las cruces”, pensó. “Las cruces con los números al lado”. Las cruces, evidentemente, señalaban las casas que Quiroga y su inesperado aliado habían estado investigando en los últimos tiempos. Los números escritos al lado no eran años, sino simplemente las direcciones de las casas. Así, “1931” debía leerse como “Calle España 1931”; “1677” era “Calle Passo 1677” y así. Ahora que observaba esto, a Dan le parecía bastante obvio, y se preguntó por qué no se le había ocurrido antes. “El cansancio”, trató de justificarse. “El estrés. El miedo. La maldita paliza que recibí de aquellos malditos policías, y la lista sigue…”
Regresó su atención a la pantalla.
El anteúltimo video tenía fecha del 23 de Agosto de 2014. O sea, tres días antes de que Liana fuera atacada por la criatura...
5
VIDEO 23. Fecha de grabación: 23-08-2014 (extracto)
(…) calle 33 está abandonada, y no tuvimos inconveniente en ingresar al sitio. El pozo, ubicado bajo unas tablas podridas, está intacto. Descendimos y comenzamos a bucear en busca de una posible madriguera…
(…) corrientes rápidas, sumada a la temperatura del agua, hicieron una tarea sumamente difícil…
(…) riesgos de ahogamiento… tuvimos que desistir y volver…
(…) he llamado varias veces esta tarde, pero Arreaga no me contesta… espero que no me haya abandonado…
6
Dan llegó, por fin, al último video. Era muy corto, y sorprendentemente, hablaba de él. Estaba filmado unas horas antes de que Dan llegara a la casa de Quiroga…
7
VIDEO 24 (extracto)
(…) extraña llamada de un tal Dan… Dice que ocurrió algo similar, hace dos días atrás, pero con su mujer… Estuve investigando, y parece que lo de su mujer es cierto… tal vez se trate de un chiflado, como el que me llamó hace unos años… en todo caso, lo esperaré y me aseguraré que dice la verdad…
(…) si llega a ser cierto, entonces concibo ciertas esperanzas… empezaremos por la mina, tal vez la criatura se encuentre aún cerca de la superficie… si no hallamos nada, regresaremos al pozo de la calle 33… ojalá Arreaga estuviera con nosotros…
(…) podría utilizarlo como carnada…
7
Dan retrocedió el vídeo varias veces en esta última parte. “Podría utilizarlo como carnada”, decía Quiroga, refiriéndose obviamente a él. Lo decía como si planificara un día de pesca con un amigo.
“Podría utilizarlo como carnada…”
De modo que para eso lo había llevado a la mina.
“Maldito barbudo”, pensó Dan. “Maldito hijo de puta lunático…”
Volvió a mirar el mapa. La calle 33 estaba marcada con una cruz; la dirección completa era “Calle 33, número 1266”. Estaba a unos tres kilómetros de allí. Si descendía por ese pozo, no sería por Quiroga, sino por Liana.
No podía dejarla allá abajo. Mucho menos ahora, que conocía una posible forma de llegar a la madriguera de las criaturas.
Podía utilizar el equipo que Quiroga guardaba en el armario; sin embargo, había un inconveniente. Él no sabía bucear. Intuía que no debía ser difícil, pero si un biólogo marino había estado a punto de ahogarse en aquel río subterráneo, él seguramente no saldría de allí con vida.
Necesitaba un guía. Alguien que le dijera lo que debía hacer.
Buscó el nombre de “Facundo Arreaga” en la guía online. Sorprendentemente, las Páginas Blancas no arrojaron ningún resultado. Tal vez el tal Arreaga no figuraba en los registros telefónicos de ninguna compañía…
Había otra persona que él conocía, y que tenía una certificación en buceo de aguas profundas. Se lo había dicho cierta vez, como al pasar, durante una charla por el chat de Facebook.
No le parecía buena idea llamarla, de hecho le parecía una pésima idea, pero de momento no concebía otra opción. Tomó su celular y marcó el número correspondiente. Al tercer timbrazo, lo atendió una voz que de inmediato le trajo unos cuantos recuerdos, no todos ellos agradables:
-¿Hola?
-¿Amanda?- dijo Dan, y luego carraspeó para aclararse la voz-. Soy yo, Dan… Necesito tu ayuda urgente…
Capítulo 17
1
Quiroga llevaba unas siete u ocho
horas en el “sótano”, sumido en la oscuridad total, cuando de
repente escuchó que alguien se acercaba y se detenía muy cerca del
borde del pozo. De inmediato, incorporándose con rapidez, alzó el
rostro en busca de alguna luz, pero arriba la oscuridad era tan
impenetrable como allí abajo.
-¿Hola?- dijo, cerrando por instinto los puños-. Lucas, ¿eres tú?
Nadie le respondió. Aunque podía escuchar una respiración ligera y pausada, como la de alguien esperando en actitud contemplativa. Iba a repetir la pregunta, impaciente, cuando una voz descendió a través de la oscuridad:
-Sé por qué estás aquí.
No era una voz conocida. Quiroga era muy bueno reconociendo las voces, pero ésta no se parecía ni a la de Lucas ni a la de Abel ni a la de Kathia. Parecía la voz de un hombre joven. “Es otro de los diez”, pensó de inmediato. “Y no suena muy amable que digamos”.
-¿Quién eres?- preguntó.
-Sé a qué has venido- repitió la voz, con el mismo tono amenazante de antes-. Quieres reemplazar a Eugenio. Quieres ocupar su lugar. Pero yo no lo permitiré.
Quiroga escuchó un leve crujido, y por instinto se agachó y se hizo a un lado. Milésimas de segundos después, algo duro se estrellaba contra el suelo del pozo, despidiendo pequeñas esquirlas que fueron a dar contra el rostro y las manos de Quiroga. “Una roca”, pensó. “El muy maldito me lanzó una roca. Si me llega a acertar en la cabeza…”
-¡Hijo de puta, cobarde de mierda!- gritó. Tanteó a ciegas en el suelo y encontró un pedazo de piedra del tamaño de un puño. Se incorporó de un salto y lo lanzó a ciegas, hacia arriba. Sabía que era un acto de estúpida ira, que tenía muy pocas posibilidades de éxito, pero increíblemente, se escuchó un grito y los lamentos de alguien que se quejaba de dolor. Quiroga, incrédulo, alzó los puños en señal de victoria y lanzó una risotada.
-¡Te di, hijo de puta! ¡Espero que te hayan saltado los dientes!
La réplica no se hizo esperar. Una verdadera lluvia de piedras comenzó a caer desde el borde del pozo. Quiroga atinó a cubrirse la cabeza y a recostarse contra una de las paredes, incapaz de hacer otra cosa. Una piedra le dio en el hombro, y otra en su mano. Quiroga emitió un gruñido y cambió la posición, para no ser un blanco tan fácil. El apedreo prosiguió unos pocos segundos más y luego se detuvo. La respiración del tipo allá arriba era ahora agitada y nerviosa; Quiroga podía escucharla con total claridad.
-Si tratas de hacer algo a Eugenio, te mataremos- dijo la voz, en un susurro ahogado-. No te atrevas…
Luego, se escuchó un ruido de pasos que rápidamente se alejaban: el agresor se había marchado.
Quiroga volvió a quedar solo en la oscuridad, perplejo y en sumo grado de alerta, preguntándose qué diablos era lo que acababa de suceder.
2
Se saludaron con cautela, en el vacío estacionamiento del complejo
donde vivía Amanda, apenas rozándose las mejillas e intercambiando
las habituales palabras de rigor. Dan ardía en ganas de ir al grano
y explicarle (en parte) el asunto del equipo de buceo, pero primero
quería tantear el ánimo de la chica, ver en qué condiciones se
encontraba.
"¿Se siente bien,
profesor?", fue lo primero que le preguntó la chica, mirándolo con
el ceño fruncido. "Se ve algo... enfermo".
Era algo que Dan había esperado. Pese a que se había lavado un poco y cambiado de ropa antes de emprender el camino, sabía que ningún retoque superficial podía disimular su aspecto exorbitado y ligeramente extraviado, como el de un hombre que ha visto demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. La ropa que ahora colgaba de sus hombros y caderas pertenecía a Quiroga, y le quedaba por lo menos dos talles más grandes del conveniente, amén de otorgarle un cierto toque de campesino pobre y loco. Además, tenía cortes y arañazos en la cara y gran parte de las manos y los brazos. Sus ojos estaban inyectados en sangre, y unas ojeras del tamaño de ciruelas maduras le colgaban a ambos lados del puente de la nariz. La droga de Quiroga sin dudas podía hacer milagros con el funcionamiento interno de un organismo, pero quien pagaba las consecuencias (y con creces) era el aspecto físico. “Si por lo menos sólo fuera eso…”, pensó con melancolía.
Amanda estaba vestida con un vestido liviano y común, nada provocativo, y unas zapatillas deportivas de lona amarilla. No estaba maquillada y se la veía algo soñolienta, como si recién acabara de despertarse. En ese momento, bajo la luz brillante del mediodía, lejos estaba de parecerse a aquella vampiresa come-hombres que Dan había entrevisto durante la famosa cita, y se sintió profundamente aliviado de verla así. Ahora, a sus ojos, Amanda parecía una estudiante universitaria común y corriente, cierto que muy bella, pero que al menos no parecía deseosa de llamar la atención ni de provocar infartos por cada paso que daba. De hecho, parecía algo cohibida frente a la presencia de Dan, y sus ojos saltaban de un lado a otro y nunca se posaban durante demasiado tiempo en los suyos, como si temiera develar algo que ella prefería dejar en las sombras.
“Escuché lo de su esposa”, dijo la chica a continuación, claramente incómoda. “Siento mucho lo que pasó. Si pudiera ayudarlo en algo…”
“De hecho, sí puedes”, dijo Dan con rapidez, aprovechando la excusa. Se dirigió al baúl del coche y lo abrió. Le señaló el equipo de buceo que había ahí dentro. "Es por esto que te llamé. Puedes salvar la vida de mi esposa. No puedo explicarte todo, de hecho no puedo explicarte casi nada… pero quiero que me enseñes a bucear. No preguntes por qué. Si lo haces, y si todo sale bien, tal vez mi esposa salga con vida de… bueno, de la situación en la que está metida”.
Amanda lo miró durante un largo rato, sin decir nada. Su expresión era ambigua y difícil de discernir. Se acomodó el pelo detrás de su oreja y luego desvió la vista hacia el equipo de buceo. Lo señaló. “¿Qué tiene que ver el buceo con su esposa? ¿Acaso la raptó un pulpo, y usted piensa ir a buscarla a las profundidades?”, trató de bromear. Dan sintió un inmediato escalofrío al escuchar estas palabras. Sin dudas sonaba inverosímil, algo totalmente fuera del área de la credibilidad humana, pero Amanda no tenía idea de lo cerca que había estado de la verdad. Tal vez aquella fuera precisamente la trampa de aquel asunto: que sonara tan inadmisible, y al mismo tiempo, fuera tan condenadamente real…
“No puedo decirte nada”, repitió. “Lo siento. ¿Puedo contar con tu ayuda?”
Dubitativa, Amanda se acercó al equipo de buceo. Echó el cabello hacia atrás y se inclinó para examinarlo. Consistía en un juego de patas de rana, una mascarilla con snorkel, unos tubos de oxígeno con sus respectivas mangueras y relojes, un regulador de aire, un traje de neopreno y una linterna sumergible, todo esto con apariencia muy nueva y reluciente, como si hubiese usado una o dos veces como mucho. La chica señaló un bolso negro, envuelto en capas de nylon transparente, que había a un costado del equipo. “¿Y eso qué es?”, preguntó. “No es nada”, dijo Dan, al tiempo que pensaba: Sólo unas cuantas granadas, y dinamita suficiente como para volar hasta el cielo el culo de unas babosas gigantes.
“Nada importante”.
-Está bien- dijo la chica, sin agregar nada más.
Tímidamente al principio, más segura después, Amanda revisó la válvula del regulador, tanteó las mangueras, verificó el nivel del tanque de oxígeno. Al cabo de unos tres o cuatro minutos de concienzudo y silencioso análisis, se apartó del baúl y aseguró que el equipo se encontraba en buenas condiciones, y que los tanques contaban con el suficiente oxígeno como para bucear durante media hora, quizás un poco más. “Todo depende a qué profundidad lo haga”, agregó. Sus ojos curiosos saltaban de Dan al bolso en el baúl, y del bolso del baúl a Dan. “No es lo mismo bucear a diez metros, que a treinta. A mayor profundidad, el oxígeno se consume más rápido. También depende de las corrientes: si son muy fuertes, se debe realizar un mayor esfuerzo, y por lo tanto respirará más seguido. ¿Dónde piensa sumergirse?”.
Dan le repitió, por tercera vez, que no podía decirle nada. Amanda negó con la cabeza, algo más firme. “Debe decirme al menos eso. Quiero asegurarme de que no está corriendo un riesgo estúpido. No quiero ser partícipe de su muerte”.
-En un río subterráneo- soltó Dan, lanzando un suspiro-. Pero si muero, moriré por idiota, no porque tú tienes algo que ver con ello.
La chica lo miró con creciente horror.
-Está loco. Solamente los buceadores expertos se aventuran en esos lugares. Utilizan cuerdas y siempre están acompañados. ¿Usted piensa descender solo?
Dan asintió con la cabeza.
-Está loco- repitió la chica-. ¿Por qué no busca ayuda?
Dan pensó en los policías que lo habían tratado de borracho, pensó en Rostro de Viruela, acercando su asqueroso rostro al suyo y diciéndole al oído, mientras obscenamente acariciaba la cachiporra: “La próxima vez, no tendrás tanta suerte, mariposa”. Negó con la cabeza.
-Es una historia increíble. Nadie moverá un pelo por ella. Pensarán que estoy loco. Además… debo actuar rápido. Lo más rápido posible.
-Permítame insistir: ¿qué tiene que ver el río subterráneo con su esposa?
-Ella… ella está ahí abajo- explicó Dan, cediendo de golpe, casi sin darse cuenta y sin saber muy bien por qué-. No tengo certezas al cien por cien, pero creo que está ahí. Tal vez ya esté muerta… pero mientras haya alguna posibilidad, yo haré algo por ella.
Amanda meditó el asunto durante unos cuantos segundos. El estacionamiento seguía vacío, a excepción por el coche de Dan y dos o tres autos que descansaban bajo la sombra de un tinglado de chapa. Siguiendo un súbito instinto, alzó la vista hacia los departamentos. Alcanzó a ver que algunos rostros aparecían y desaparecían en las ventanas de los departamentos superiores, como sombras en una mala película de fantasmas. “Testigos”, pensó, y sin saber por qué comenzó a sentirse inquieto. El Sol del mediodía castigaba su espalda y arrancaba destellos de cromo al parabrisas del coche. Un pájaro trinaba desde lo alto de la rama de un viejo sauce. Amanda volvió a echarse atrás un mechón de pelo rubio y luego regresó su mirada al equipo de buceo en el baúl.
-Iré con usted- dijo al fin, con la mirada de repente brillante.
-No- se alarmó Dan, totalmente pillado de sorpresa-. No te llamé para eso. Solamente quiero que me expliques cómo diablos…
-Tengo un equipo de buceo en mi departamento. Si quiere que le explique cómo hacerlo, tendrá que permitirme ir con usted.
-Imposible, Amanda. Es muy peligroso. No sabes lo que hay allá abajo.
-¿Y usted sabe?
-Claro. Es por eso que no voy a permitir que vayas. Es… es una historia larga. Y difícil de creer.
-Puede explicarme en el camino. Aguarde un minuto- dijo la chica, y antes de que Dan pudiera protestar, dio media vuelta y con increíble gracilidad comenzó a correr rumbo a su departamento, haciendo resonar las suelas de sus zapatillas sobre el asfalto caliente.
-¡Amanda!- dijo Dan, alzando la voz. Al ver que la chica hacía caso omiso a su llamada, lanzó una maldición. Vio que las cortinas de las ventanas volvían a moverse y a titilar, y de repente se dio cuenta de que, a ojos de los vecinos, él era un completo y sospechoso desconocido, que tenía todo el aspecto de un violador, o al menos de un ser despreciable y peligroso. Y Amanda había salido corriendo, casi como si huyera, así que…
“Hora de salir de aquí, muchacho”, concluyó. “Y rápido”.
Cerró el baúl de un golpazo y se subió al coche. Arrancó y miró por el retrovisor: ni rastros de Amanda. Aceleró hasta regresar a la ruta, y de ahí enfiló hacia el pueblo. “Tendré que improvisar lo del buceo”, pensó. “No debe ser tan difícil, después de todo. Sólo debo respirar por el regulador, y patalear hasta alcanzar el objetivo. Personas con menos inteligencia que la mía lo han hecho, y están vivos para contar la historia”.
Era una mentira, y lo sabía. La mayoría de las habilidades, sino todas, se adquirían por experiencia y repetición, y no por inteligencia. Estaba pensando en esto cuando vio que un coche detrás suyo le hacía frenéticas señales de luces. Se acercaba con gran rapidez. El coche, que era un deportivo de color blanco, lo alcanzó en cuestión de segundos y se le puso a la par, tocando bocina. Dan creía haber visto ese mismo coche bajo el alero de chapa, en el complejo departamental donde vivía Amanda. Los vidrios polarizados bajaron: era, efectivamente, Amanda. Le hacía señas para que se detuviera.
Dan encendió las balizas y lentamente se detuvo en el arcén. El deportivo de Amanda hizo lo propio unos metros por delante suyo. La chica bajó, sacudiendo los brazos perpleja.
-¿A dónde iba?
-Te dije que no irás conmigo. No arriesgaré tu vida a costa de mis problemas.
-Usted dijo que podía salvar a su esposa.
-Es cierto- reconoció Dan-. Pero no estoy seguro de nada, Amanda. ¿Por qué insistes en venir conmigo?
Inmediatamente después de decir esto, tuvo que reprimir el impulso de morderse la lengua. Era una pregunta peligrosa, y podía dar pie a una respuesta más peligrosa aún.
Sin embargo, luego de un breve y meditabundo silencio, Amanda lo sorprendió totalmente al decir:
-Tuve culpa, ¿sabe? Pensé mucho lo que ocurrió aquella noche. Sé que fui una guarra maldita, y usted, en cambio, se comportó como todo un caballero. No esperaba menos de usted, pero… ¿y yo? ¿Qué fue lo que llevó a convertirme en algo así? Eso me hizo pensar en mi madre. Ella me crió prácticamente sola, porque mi padre… bien, él se fue con una puta cuando yo tenía seis o siete años. Eso era lo que decía mi madre. “Se fue con una puta rompe hogares”. Y en eso precisamente me había convertido yo: en una puta rompe hogares. Cuando leí lo de su esposa, en el periódico… bien, me sentí pésima. Sé que entre usted y yo no ocurrió nada, pero simplemente porque usted puso los límites. De lo contrario…- negó con la cabeza, apesadumbrada-. Quiero reparar mi equivocación. No sólo por su esposa, no sólo por usted, sino sobre todo, por mí. Por mi y por mi madre. Ella se encargó de cuidarme muy bien, de enseñarme valores. Y yo…
Se quebró bruscamente. Fue como si algo dentro suyo, algún tipo de columna vertebral psíquica, cediera y se doblara en dos. Dan tuvo que apresurarse a sostenerla para que evitar que cayera al suelo.
-Todos cometemos errores, Amanda- dijo Dan, abrazándola con cautela-. No es necesario magnificar algo así. Yo creo que…
-Déjeme ir con usted- sollozó la chica, apoyando la cabeza sobre su hombro-. Por favor. Por una vez en mi vida, quiero hacer las cosas bien. Demostrar que valgo algo…
-Es peligroso, Amanda.
-Por favor. Hágalo por mí. Déjeme ayudarlo…
Tuvo que ceder. No quería seguir perdiendo el tiempo allí, en medio de una ruta hacia ninguna parte. Ya eran más de las dos de la tarde y el Sol había comenzado a iniciar su lento pero seguro descenso hacia el oeste. Explicó que pensaba descender por un pozo ubicado en una casa abandonada, en las afueras del pueblo. “Podrás ayudarme con el equipo de buceo, pero bajo ningún concepto te dejaré bajar conmigo”, le advirtió.
Amanda, que parecía haber recuperado rápidamente su aire risueño, asintió con la cabeza y esbozó una tímida sonrisa.
-Gracias- le dijo, y antes de que Dan pudiera hacer algo al respecto, le estampó un beso en la comisura de los labios. Dan no supo decidir si había sido un accidente o qué. Tal vez él había movido la cara a último momento, y ella había besado una zona que inicialmente no había pensado siquiera tocar. Solía suceder. De todas maneras, no creía tener el suficiente tiempo como para meditar sobre ello, no le parecía que fuese tan importante-. Lo seguiré en mi coche. Esta vez, prometo no defraudarlo.
-Claro, Amanda- dijo él, y comenzó a moverse en dirección al coche, mientras Amanda, a sus espaldas, lo contemplaba con una media sonrisa en los labios, la mirada extrañamente inexpresiva…
3
En algún lugar bajo la montaña, a más de quinientos metros de profundidad, la mujer yaciente en el lecho dio un respingo y abrió los ojos.
-¿Dónde estoy?- dijo, en un susurro de voz.
Abel, que era el encargado de cuidarla en esas horas lúgubres, levantó la cabeza y se acercó con rapidez. La tomó de las manos.
-Estás bien, querida. Estás en un lugar seguro.
-Tuve una pesadilla- dijo Liana. Sus labios estaban partidos por la fiebre. Su mirada era lúcida y terriblemente opaca. Todo su cuerpo parecía exhausto y extrañamente encogido, como el de una momia enterrada bajo un suelo seco y arenoso. Abel pensó que no le debían quedar más de dos o tres horas de vida.
-Sé lo que soñaste- dijo el anciano, con voz dulce-. Casi todos sueñan con esas criaturas. Créeme: no es tan malo como parece.