EN LA INMENSIDAD DE LA NADA
Capítulo 1)
Los ronquidos eran terribles.
No debían dejar dormir a ningún vecino.
Eran ronquidos largos, irregulares, en parecidos al rugir de una moto sierra, o alguna otra máquina similar, como por ejemplo un motor fuera de borda, algo devastador e increíblemente molesto.
Miró, en la oscuridad, los números rojos del reloj digital: las tres y media de la madrugada.
“Mierda”, pensó el hombre, removiéndose intranquilo en la cama. Los ronquidos de su mujer aumentaban en volumen e intensidad por cada desesperante minuto que pasaba. Y él debía levantarse a las seis, para ir al trabajo. “Mañana será terrible”, pensó. Y para colmo tocaba una auditoría. Su jefe andaría rondándole durante toda la mañana, como una mosca carroñera.
Incapaz ya de contenerse, dio un codazo bastante violento a su mujer.
Liana primero tosió en la oscuridad, y luego quedó en silencio.
En dichoso silencio.
El hombre, llamado Dan, aguardó unos segundos en la oscuridad, a la espera de que los ronquidos se reanudaran. Pero los segundos pasaban, y seguía sin escucharse nada. ¿Tan fácil había resultado?
Parecía que sí, que así de fácil había resultado. Pensó que, de haberlo sabido, hubiese encajado el codazo mucho antes, cuando su mujer había comenzado a roncar, aproximadamente a las once de la noche, o -lo que parecía lo mismo-, un millón de años atrás.
Todavía aguardó unos minutos más, desconfiado de su súbita buena suerte, antes de relajarse y darse vuelta en la cama con suma lentitud, dispuesto a dormir de una buena vez.
El sueño llegó muy rápido. En menos de quince segundos, sintió que comenzaba a adentrarse en ese curioso mundo paralelo al que los especialistas, por algún motivo, se empeñan en llamar “actividad onírica”. Sin embargo, sentía que todavía había algo pendiente, algo que había pasado por alto y que no lo dejaba descansar en forma definitiva.
Molesto, con los ojos irrigados en sangre, se preguntó qué diablos sería. ¿La auditoría de mañana? ¿Aquel llamado del banco, que le advertía sobre un préstamo impago? ¿Qué?
Meditó sobre el asunto durante unos segundos, casi adormilado, hasta que, de súbito, se dio cuenta de la situación.
Su mujer, luego de aquel codazo, no sólo había dejado de roncar, sino también, aparentemente, de respirar.
Se incorporó en la cama, conteniendo él también la respiración, para escuchar cualquier ruidito, cualquier soplido que le indicara que Liana seguía respirando. No oyó nada. Apoyó su mano sobre el pecho de ella: tampoco parecía moverse. La sacudió levemente.
-¿Liana?- susurró.
No hubo respuesta.
La sacudió con mayor violencia.
-¿Liana? ¿Mi amor?
Nada.
Buscó a tientas el interruptor de la mesita de luz.
La lámpara no se encendió.
Recordó entonces que estaba quemada. Liana le había advertido la tarde anterior, pero él se había olvidado de reponerla.
-¡Liana!- gritó él, dándose vuelta desesperado..., y justo en ese momento, para su total desconcierto, los ronquidos volvieron a reanudarse.
Él quedó inmóvil, escuchando estupefacto. “No puedo creerlo”, pensó. Tenía ganas de sacudir a su mujer y gritarle en la oreja, cantarle una canción, bailar sobre la cama, cualquier cosa con tal de que despertara y dejara de roncar de una vez. Pero un pensamiento lo detuvo: “hasta hace unos segundos atrás, pensé que Liana estaba muerta”.
Se metió bajo las frazadas y se cubrió la cara con la almohada.
“La auditoría”, pensó. “Mañana estaré hecho un zombi. Los auditores me destrozarán, y luego el jefe me pondrá de patitas en la calle”.
Ronquidos. Más y más ronquidos. La motosierra había reanudado su trabajo. Debía haber derribado centenares de árboles a esa altura de la noche.
También estaba el préstamo del banco. No había pagado la cuota del mes pasado, y dudaba que pudiera pagar la del mes actual.
Los ronquidos se hicieron irregulares.
Y comenzaron a subir.
Es decir, no en intensidad, sino a subir en altura.
Dan se quitó la almohada y escuchó.
Segundos atrás, los ronquidos surgían desde muy cerca de su oreja izquierda. Ahora, parecían nacer desde un lugar más elevado. Como si su mujer, en la oscuridad, se estuviera incorporando lentamente, sin dejar de emitir esos molestos ronquidos que lo tenían desvelado desde el inicio de la noche.
Muy pronto, el origen de los ruidos estuvo a unos cincuenta centímetros de su cabeza, y luego a un metro. Y seguía subiendo. Era como si su mujer… levitara.
-¿Liana?- volvió a decir.
Estiró un brazo en dirección a su mujer, pero sólo se encontró con las sábanas tibias.
Era una locura, una incoherencia total, pero sus sospechas parecían ciertas: su mujer ya no estaba en la cama con él, sino a unos dos metros del suelo, muy cerca del cielorraso.
Dormida, flotaba en la negrura de la noche.
Dan estiró el brazo en dirección al velador de ella y encendió la luz. Miró hacia arriba. Ahogó un grito.
Había algo allá arriba, pegado al cielorraso. Durante unos segundos su cerebro se negó a procesar la imagen, sencillamente porque era algo que nunca antes había visto. Algo que parecía una gelatina negra, pegajosa, de largos tentáculos que oscilaban en el aire. Algunos de esos tentáculos habían rodeado el cuerpo de su mujer y lo llevaban en dirección a una boca negra y llena de dientes, de unos cuarenta centímetros de diámetro. Los ojillos de la cosa, de un curioso anaranjado, parecían hundidos en unos pliegues del color de las hojas secas; su mirada era ávida e inteligente, y parecía dispuesta a cualquier cosa con tal de salirse con la suya.
Había llegado desde la noche a través de la ventana abierta, moviéndose sigilosamente y pegada a las paredes, como una ventosa. A esto lo supo el hombre tiempo después, al examinar el lugar. Una sustancia amarronada revelaba su camino, que comenzaba muy cerca del jardín, un piso más abajo. Había trepado por la pared, como un caracol o una babosa, y luego se había escurrido entre las rejas del balcón. Y ahora sostenía firmemente a su mujer, elevándola por los aires, con la aparente intención de devorarla o Dios sabía qué otra cosa aberrante.
¿Y por qué la maldita no despertaba?
¿Por qué, por todos los santos, seguía roncando como si estuviera durmiendo sobre una cama de plumas?
-¡Liana!- gritó el hombre, y se abalanzó sobre el cajón de la cómoda, donde guardaba el revólver calibre .22-. ¡Despierta, estúpida!
El grito pareció dar, por fin, resultado. Dejando por la mitad un terrible ronquido, su esposa despertó.
Primero miró con horror a la criatura, como si quisiera cerciorarse de que estaba despierta del todo, y luego comenzó a sacudirse y a tratar de desprenderse de los tentáculos que la rodeaban. Lanzó un grito aterrado y miró hacia abajo, hacia su marido, que había encontrado la pistola y ahora apuntaba, tembloroso, hacia la cosa pegada en el techo. Sus miradas, durante unos microsegundos que se hicieron eternos, se encontraron y parecieron decirse muchas cosas, algo que por otro lado, es típico en las personas que llevan viviendo una buena cantidad de años juntas: “¿Qué es esto, qué ha pasado?”, “No lo sé, Liana”, “¿Voy a morir?”, “No si puedo evitarlo, querida”.
“Te amo”.
“Yo también, Liana”.
-Voy a dispararle, no te muevas- le advirtió.
Su mujer pareció no escucharlo. Había regresado la vista hacia la criatura; sobre todo a su boca, que parecía cada vez más grande y babeaba una sustancia verdosa, que le manchaba gran parte del cuerpo y el camisón blanco. Los dientes eran del tamaño de unos sables, aunque a la mujer le pareció que tenían una consistencia blanda, más que dientes parecían los filamentos carnosos que tienen las ballenas en su boca, para filtrar el plancton. Entonces la mujer pensó horrorizada: “No me va a comer, no me va a masticar… me va a chupar”.
Comenzó a gritar con más fuerza y a debatirse con frensí.
Su marido, tres metros más abajo, arrodillado sobre la cama, disparó el arma.
El impacto dio de lleno en la masa negra y gelatinosa de la criatura, que pareció estremecerse de dolor o sorpresa. Sin embargo, no dio señales de querer soltar a la mujer. Por el contrario, los tentáculos apresuraron la tarea, y la cabeza de Liana comenzó a desaparecer dentro de la boca enorme de la criatura.
Y aún así, Liana seguía gritando.
El hombre disparó dos veces más, y luego tres, y luego siguió accionando el gatillo hasta que las balas se acabaron. La habitación se llenó de un olor acre y recargado; el humo de la pólvora se le metió en los pulmones y lo hizo toser. Uno de los últimos disparos, que el hombre había hecho casi a ciegas, había dado en la pierna de su mujer, que ahora sangraba en abundancia. Los goterones caían sobre las sábanas y las manchaban con pintitas rojas. Sin embargo, la criatura no daba señales de estar malherida o siquiera molesta; ahora había succionado el cuerpo de su mujer hasta los hombros, y los tentáculos libres se movían de un lado a otro en probables señales de gozo o entusiasmo.
-¡Liana!- volvió a gritar el hombre.
Su mujer había dejado de gritar. Sus piernas y brazos colgaban fláccidos, al igual que el vuelo de su camisón.
El hombre, en un último y desesperado intento de salvar a su esposa, se arrojó hacia ésta y la sujetó por las piernas.
Durante unos segundos, tuvo la impresión de que los tentáculos cedían ante el nuevo peso. Entonces se aferró con mayor fuerza y balanceó el cuerpo para incrementar la resistencia. Pero luego la criatura pareció recuperarse, y el hombre se vio elevado bruscamente hacia el cielorraso. Al mismo tiempo, sus manos comenzaron a resbalarse, y luego de unos eternos momentos de lucha desigual, perdieron total asidero. El hombre cayó sobre la cama, dando alaridos de miedo y consternación. Miró hacia arriba.
Su esposa había desaparecido dentro de la criatura pegada al techo, hasta más o menos la altura del ombligo. Ahora era un peso muerto, inmóvil. Había dejado de luchar y ya no parecía el cuerpo de su esposa, sino algún objeto blando e inanimado.
La criatura comenzó a deslizarse por el cielorraso, en dirección a la ventana abierta.
-¡No!- gritó el hombre.
Trató de volver a aferrar las piernas de Liana, pero esta vez, la criatura parecía atenta a sus movimientos. Antes de que pudiera llegar a ella, uno de los tentáculos salió disparado en dirección a su rostro y lo golpeó, dejándolo en un automático estado de semiinconsciencia.
Aún pudo ver, entre nieblas y un agudo zumbido, el destino final de su mujer. La criatura simplemente la engulló, mientras seguía deslizándose rápidamente por el cielorraso, como la babosa más grande y repugnante del mundo, rumbo a la ventana. Cuando llegó a los cristales, éstos se rompieron, y la criatura pasó entre los filamentos y parte de su cuerpo se desgarró, aunque no pareció sentir dolor alguno.
Ahora, de su mujer, sólo se veían las piernas. Había perdido una de las medias, y la visión de su pie desnudo y blanco, absolutamente desprotegido, hizo que los ojos del hombre se inundaran en lágrimas.
-Liana… - murmuró, en un hilillo de voz.
Instantes después, el mundo comenzó a darle vueltas, y el hombre cerró los ojos y se dejó llevar por la negrura.
Los policías lo miraban con obvia expresión de desconfianza.
Uno de ellos, que para colmo parecía borracho, quiso hacerse el gracioso, imitando a un personaje de los Simpsons:
-¿Un pulpo negro en el techo? Seguro. Aguárdeme un minuto, que lo anotaré en mi máquina de escribir invisible.
Los otros rieron. El médico terminó de vendarle la cabeza y trató de subirlo a la camilla.
-¡Les digo que estoy bien!- gritó Dan, debatiéndose entre policías y paramédicos.
El dormitorio era un Infierno. Había sangre por todos lados. Y esa curiosa sustancia parduzca, que embadurnaba gran parte del cielorraso…
-Creo que vi algo parecido. Hace muchos años- murmuró uno de los enfermeros. Su colega lo miró, con los ojos desorbitados-. También hubo una desaparición. De un chico. Los padres decían que algo había entrado por la ventana…
-Son excusas- dijo el otro enfermero, desechando la historia con un movimiento de la mano-. Seguro ellos lo mataron.
Pero Dan había escuchado, y cuando lo subieron a la ambulancia, preguntó al primer enfermero:
-¿Recuerda la casa donde sucedió lo del chico?
-Fue hace muchos años, no lo recuerdo bien. Pero sé que sucedió en una ciudad vecina, y el caso fue comentado en todos los diarios del país.
-¿Recuerda por lo menos el apellido de la familia?
El enfermero pareció meditar unos segundos.
-Quiroga- dijo al fin-. Estoy casi seguro que era Quiroga.
Le dieron el alta en el hospital unas horas después. El ser lo había golpeado en la cabeza con mucha fuerza, pero la resonancia que le hicieron reveló que sólo tenía una leve contusión cerebral. Del hospital lo trasladaron a la comisaría, donde declaró durante toda la tarde, y luego lo liberaron bajo fianza, con la prohibición de abandonar la ciudad en las siguientes cuarenta y ocho horas.
-Usted es el principal sospechoso, amigo mío- le dijo el policía que había bromeado con la máquina de escribir invisible-. Lo estaremos vigilando. Y no puede regresar a su casa.
-¿Por qué no?- se sobresaltó Dan.
-Los peritos todavía están recogiendo las pruebas- explicó el policía-. Vaya a un hotel, y dese una ducha. Seguramente el juez lo llamará mañana por la mañana.
Pero no fue a un hotel, sino a la biblioteca municipal.
Hacía más de treinta cinco horas que no dormía, y necesitaba con urgencia un poco de descanso, pero no quería seguir perdiendo más tiempo. Pidió al bibliotecario una de las computadoras que alquilaban por hora, y se dedicó a buscar, en Internet, noticias relacionadas con la familia Quiroga. Al fin, en los periódicos correspondientes al 2007, las encontró.
“MISTERIOSA DESAPARICIÓN DE UN CHICO”, decía el titular.
Y más abajo:
“Los padres hablan de una extraña criatura, que habría entrado a la casa durante la noche, para llevarse al niño”.
Leyó la nota. El relato de los padres era casi idéntico a lo que había sucedido con su esposa. La descripción que los padres daban de la criatura (y que los medios periodísticos tomaban en broma) era muy similar a la que él había visto colgando del cielorraso. Según los padres, el chico estaba durmiendo en su habitación, y ellos viendo la tele, cuando escucharon unos ruidos inquietantes. Entraron al dormitorio del niño, y se encontraron con que un ser de color negro y de apariencia pegajosa, similar a una mantarraya gigante, había atrapado al chico con unos tentáculos largos y finos como cables, y lo llevaba en el aire mientras se deslizaba pegado al techo. Los padres trataron de detenerla, pero la criatura era poderosa y ni siquiera se inmutó cuando el padre le clavó una bayoneta que guardaba como recuerdo de los tiempos de guerra de un familiar.
“Se llevó a nuestro único hijo”, concluían el relato los angustiados padres. “Se lo llevó por la ventana, y nunca más lo volvimos a ver”.
La ciudad en la que habían ocurrido los inquietantes sucesos era Santa Ana, cercana a donde él vivía. Buscó en la guía el apellido Quiroga, y luego de descartar a dos o tres posibles candidatos, dio con el indicado. Llamó. Eran las siete y media de la tarde, y la biblioteca estaba por cerrar. El bibliotecario lo miraba detrás de su escritorio y parecía muy impaciente por irse. Mientras la línea telefónica accedía al tono de discado, Dan le hizo señas de que esperara un minuto más.
Al fin, alguien del otro lado contestó.
Era una voz apagada, envuelta en una negrura que hizo que se le pusiera la carne de gallina. Era la voz de alguien que ha muerto en vida, y que sólo sigue respirando por una cuestión de puro mecanismo fisiológico. Supo que era el padre que había perdido a su único hijo, y el tono de voz de Dan, por instinto, se hizo más bajo al decir:
-¿Quiroga? ¿Alberto Quiroga?
-Soy yo sí. ¿Quién…
-Escuche. Escuche con atención. Por favor no me corte antes de escuchar todo lo que tengo que decir. Mi esposa fue capturada por la criatura negra.
-Váyase al carajo, maldito hijo de…
-¡Espere! Por favor. Quiero encontrar a esa criatura. Quiero vengar la muerte de mi esposa. Creo que podemos ayudarnos. Por favor, escuche…
Le contó lo que había sucedido dos noches atrás. Quiroga escuchaba en silencio, del otro lado de la línea. Dan podía imaginárselo sentado en una mecedora, o en el porche, rodeado de paredes repletas de las fotografías antiguas de su hijo. Habló y contó todo, absolutamente todo: los ronquidos de su mujer, su horroroso despertar, los tentáculos que rodeaban su cuerpo, la despareja pelea con aquel ser…
Finalmente, casi al terminar, lloraba. Casi no había tenido tiempo de llorar por la muerte de Liana, y ahora que podía hacerlo, se sentía un poco mejor, casi con la mente más limpia. El bibliotecario, hundido detrás del escritorio, lo miraba con cautela, aunque no se atrevía a decirle nada. Fingía teclear algo en su anticuada computadora, aunque era obvio que estaba escuchando con atención.
Cuando terminó de hablar, se produjo una pausa larga, larguísima. La respiración pesada de Quiroga se escuchaba a través del teléfono.
Al fin, Quiroga dijo:
-Le creo.
Y el hombre cerró los ojos, infinitamente aliviado. Gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. Apretó el celular con mayor fuerza.
-Gracias a Dios… gracias a Dios…
-Pero se equivoca en una cosa- dijo Quiroga, antes de que Dan pudiese seguir hablando-. Su esposa no está muerta.
Dan frunció el entrecejo.
-¿Cómo… ¿Por qué…
-Venga a mi casa, y le explicaré todo.
Dan recordó la fianza bajo palabra. Se lo mencionó a Quiroga.
-Lo siento, pero no seguiré hablando de este tema con usted por teléfono- dijo Quiroga en tono seco-. ¿Va a venir o no?
Dan entrecerró los ojos. Había perdido gran parte de su vida. Ni siquiera podía regresar a su casa. La auditoría en su trabajo y el préstamo bancario impago parecían problemas lejanos, como si pertenecieran a otra persona. ¿Qué más podía perder?
-Iré- aseguró-. Esta misma noche.
-Le pasaré la dirección- Quiroga pareció dudar-. Pero si piensa que va a capturar a esa cosa, olvídelo. Yo traté de hacerlo los últimos cinco años. Nunca pude encontrarla. Es inteligente. Y poderosa. Ningún hombre puede con ella.
Dan apretó aún más el celular, hasta que la pantalla comenzó a titilar y emitir alarmantes tonos verdeazulados.
-Eso ya lo veremos, Quiroga- dijo-. Ya lo veremos…
Anotó la dirección que le dio Quiroga, y salió de la biblioteca rumbo a su encuentro.
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Capítulo 2
Cuando Dan llegó a la casa de Quiroga, alrededor de cuarenta minutos después, se dio cuenta de que necesitaba imperiosamente un trago.
En el camino, había estado a punto de dormirse varias veces, al punto que había tenido que volantear el coche para no terminar volcado en la cuneta. La noche era cerrada y apenas se distinguía el camino por delante de los faros encendidos. Al llegar, se bajó del coche con una expresión de alivio, estirando los miembros adormecidos.
La casa de Quiroga estaba ubicada en un lugar apartado de la ciudad, entre un bosquecillo de coníferas azuladas. La niebla cubría gran parte del patio, arremolinándose en torno a las escalinatas del porche. Una enorme pila de leña se recostaba contra la casa, como sosteniéndola; vio que algo se movía en la oscuridad; pestañeó; de la pila surgía un perro enorme, de color negro, que sin ningún tipo de mediaciones se abalanzó sobre él emitiendo un gruñido bajo. Dan se preparó para dar media vuelta y echar a correr; pero antes de hacer esto, se dio cuenta que el perro estaba atado a una cadena; entonces suspiró aliviado.
Se tambaleó rumbo a la puerta, sin dejar de mirar al animal. Golpeó y esperó. El perro tiraba de la cadena y ladraba; de su hocico había comenzado a salir una baba blanca. Vio, con inquietud, que estaba atado a un leño de la pila; si el leño llegaba a moverse, o a zafarse de su lugar…
Volvió a golpear, con mayor fuerza. Al rato, el rostro hirsuto de un hombre apareció a través de una ventanilla.
-¿Quiroga? Soy yo, Dan.
Tuvo ganas de decir: “Abra, antes de que ese maldito animal me desgarre el cuello”, pero a último momento se mantuvo con la boca cerrada.
Dios, cómo necesitaba un trago.
Quiroga abrió y lo saludó fríamente. Lo invitó a pasar. Dan aún se sentía incapaz de creer que, apenas unas horas atrás, una criatura infernal surgida del cielorraso se había llevado a su esposa. Se le ocurrió un nuevo pensamiento: ¿Y si todo era un sueño? ¿Y si en realidad seguía durmiendo junto a Liana, en el calor del dormitorio, sin ninguna irracional criatura que los acechara desde el techo?
Pero de inmediato se dio cuenta de que era un pensamiento peligroso, y se apresuró a apartarlo de su mente.
Ahora estaban en un living no muy amplio, de paredes forradas en madera, con una profusión de adornos y muebles oscuros en derredor. Había una estantería abarrotada de fotos a su izquierda: de una rápida y disimulada ojeada, se dio cuenta de que en cada una de ellas aparecía un chico de unos seis o siete años. Recordó que se había imaginado una escena así, mientras hablaba por teléfono con Quiroga; esto lo hizo sentir más irreal y extraño que nunca.
“No estoy soñando”, se obligó a decirse a sí mismo. “Esto no es un sueño”.
-Pase- lo invitó Quiroga, y luego le señaló una silla-. Si gusta, siéntese ahí.
No parecía muy acostumbrado a hablar con gente extraña. Sus palabras y su modo de moverse indicaban que Quiroga era un tipo solitario. ¿Dónde estaría su esposa? ¿Acaso se habrían divorciado luego de la desaparición del chico? Parecía una posibilidad muy real. Los matrimonios tendían a disolverse luego de la muerte de algún retoño. Las culpas compartidas y los espacios vacíos podían ser demasiado para los destrozados padres, que optaban por soportar el dolor en soledad.
Se sentó. El mundo le daba vueltas. “¿Hace cuánto que no duermo?”, pensó. Quiroga lo observó y pareció adivinarle el pensamiento:
-Parece que está pasado de sueño, amigo.
-Escuche- se apresuró a decir Dan, tratando de mantener el hilo de sus pensamientos-. Estoy aquí porque mi esposa fue atacada por una criatura similar a la que se llevó a su hijo, en el año 2007. Y quiero encontrarla. Usted me dijo que sabe dónde puede estar.
-Primero, antes de comenzar, quiero que beba un trago. Le hará muy bien.
De una alacena sacó unas copas, y las llenó con algo que parecía ser whisky. Ofreció una copa a Dan, que la miró con indisimulable interés.
-No creo… no creo que sea buena idea…
-Dan, sé que está despierto por lo menos hace dos días. Sé también que pasó por el hospital y la comisaría, donde lo tuvieron declarando durante horas- ante la mirada súbitamente alerta de Dan, se apresuró a aclarar:- Soy un hombre solitario, pero aún tengo mis contactos.
Fue entonces que Dan cayó en la cuenta. En la nota del periódico, se decía que Quiroga había atacado a la criatura con una “bayoneta” de los “tiempos de guerra de un familiar”. Eso quería decir que venía de una familia militar, y quizás él también lo fuera. Un militar o policía retirado, con acceso a ciertos datos de la fuerza del orden. No supo decidir si eso era bueno o malo. Por regla general, y debido a una mala experiencia, él desconfiaba de todos los policías.
-Si bebo el whisky, me emborracharé y me dormiré aquí mismo.
-No es whisky- dijo Quiroga, insistiendo con la copa-. Lo ayudará a permanecer activo. Tenemos una larga noche por delante.
Dan miró la copa durante un momento más, y luego la agarró. “Qué diablos”, dijo, “total, ya estoy jugado”.
La bebió de un trago.
Reprimió una arcada.
Era horrible. Un fuego le quemaba la garganta. Un vaho poderoso pareció subir y escapar por su nariz, dándole la sensación de que sus pelos se chamuscaban.
-Jesús- gimió.
Quiroga reía. Sus ojillos, por primera vez desde que lo viera, parecían levemente divertidos, con cierta aunque vacilante vida.
Sin embargo, Dan descubrió que comenzaba a sentirse mejor. De hecho, se sentía mucho mejor. El sopor que enlentecía sus pensamientos pareció disiparse con rapidez, como ahuyentado por un viento poderoso. Sus ojos, inyectados en sangre, se abrieron cómicamente y se llenaron de un humor acuoso. Los colores de las paredes parecieron intensificarse, lo mismo que ciertos olores, que hasta el momento le habían resultado casi inexistentes. Descubrió que en el ambiente flotaba un cierto aroma a caldo, a queso derretido, a insecticida en aerosol. Pensó que, si un perro hubiese tomado ese misterioso líquido, sin dudas hubiese muerto de sobredosis. Recordó al perro atado a los leños, la forma en que babeada y tironeaba de la cadena de metal. “Tal vez, después de todo, también le dio un poco de esta mierda”, pensó horrorizado.
Supo que Quiroga le había dado una droga. ¿Qué clase de droga? No lo sabía, pero sin dudas era prodigiosa. En su vida había probado varias sustancias prohibidas, heroína, cocaína, algo de LSD, pero ninguna le había proporcionado esos fabulosos efectos. Se sintió con ganas de saltar, de ponerse en pie y hacer algo, cualquier cosa antes que seguir sentado sobre esa silla, en esa vieja y solitaria cabaña.
Miró a Quiroga, que pareció comprender de inmediato.
-¿Mejor?
-¿Qué me dio? ¿Qué diablos es esto?
-Se lo dieron a beber a los soldados estadounidenses, durante la guerra de Irak- dijo tranquilamente Quiroga-. Pero luego, el ejército decidió suspender su uso. La droga tenía demasiados… efectos colaterales.
-¿Y de dónde sacó esto?
-Un amigo me lo regaló- dijo Quiroga, enigmáticamente-. ¿Se siente mejor, o no?
-Me siento con las suficientes energías como para correr un maratón de cuarenta kilómetros.
Quiroga asintió, sombrío.
-Entonces ya está preparado.
-¿Preparado?- pestañeó Dan, confundido.
-Preparado para la cacería.
Tenía un montón de preguntas que hacerle a Quiroga, pero antes de que pudiese formular una sola, el hombre desapareció detrás de una puerta.
“Esto es una locura”, pensó Dan, perplejo.
Quiroga no tardó mucho en regresar, pero como Dan se sentía al borde de un ardor exaltado, le pareció que transcurrían horas. Para tranquilizarse recorrió la habitación de punta a punta, hojeó una revista de jardinería que reposaba sobre una mesita ratona, observó las fotos de las estanterías. Vio que el chico de las fotos se parecía bastante a Quiroga, sus mismos ojos, la misma nariz aguileña y algo achatada, como la de los boxeadores. Parecía un chico muy sano y feliz. “Su muerte debió haber sido realmente devastadora”, pensó Dan, aunque el pensamiento atravesó su cerebro como una rápida estrella fugaz, y así como entró salió. Se sentía incapaz de mantener la atención en nada en particular, ni siquiera en algo tan importante como la desaparición de su esposa. “Si esta droga se masificara, el mundo se acabaría en menos de una semana”, pensó, entre divertido y asombrado.
Cuando Quiroga regresó de donde quiera que hubiese ido, lo hizo con un arma del tamaño de una metralleta en sus manos.
Dan se sobresaltó y retrocedió un par de pasos. Su pantorrilla golpeó la mesita ratona donde estaba la revista de jardinería y por poco no le hizo caer.
-¡Jesús!- exclamó-. ¿De dónde…
-Otro amigo- dijo Quiroga, y se dio vuelta para mostrarle unos tubos que colgaban de su espalda, mediante unos arneses de color pardo-. Es un lanzallamas. La única forma de hacer daño a ese hijo de puta es mediante el fuego.
Dan se sentía al borde de la irrealidad otra vez. Pese a su exaltada condición, aún tenía un resto de lucidez como para darse cuenta de que aquello era ridículo. Nadie, por más contacto que tuviera con las fuerzas paramilitares, guardaba un lanzallamas en el garaje de su casa. Eso, sin contar con aquella maldita droga estimulante, que parecía capaz de convertir a cualquier gordo sedentario en un deportista de élite…
-Creo que usted está loco- dijo, con voz ahogada.
A Quiroga, el comentario no pareció importarle en lo más mínimo.
Se ajustó el arnés y miró una de las fotos sobre la repisa.
-Los haremos por ti, Lucas- murmuró-. El momento ha llegado.
-El momento no habrá llegado hasta que me explique qué es lo que pretende hacer.
Quiroga alzó su vista hacia él. Por primera vez, Dan se dio cuenta de que la barba del hombre lucía totalmente sucia, con migas e incluso lo que parecían restos de hojas secas enredadas en la tupida pelambre.
“Sí que está loco”, pensó. “La muerte de su hijo lo ha enloquecido”.
Quiroga lo tomó de uno de los hombros y lo empujó hacia la puerta.
-Venga- dijo-. No hay tiempo que perder. Tenemos todo en la camioneta.
-Pero…
-En el camino le explicaré, no se preocupe- dijo Quiroga-. Esta vez somos dos, y con su ayuda, podremos atrapar a esa hija de puta.
-Pero…
Quiroga ya no le prestó atención. Sin cerciorarse si lo seguía o no, recogió al perro atado al leño y se dirigió a la parte trasera de la casa, donde Dan supuso tenía guardada la camioneta.
Dio un suspiro y se dispuso a seguirlo, preguntándose si su mujer aún estaría viva, y de ser así, si aún habría tiempo de salvarla…
Capítulo 3
En medio de la noche, un matrimonio es atacado por una extraña y pesadillesca criatura surgida del cielorraso, llevándose a la mujer, Liana. Durante su búsqueda, el marido, Dan, se encuentra con un hombre que dice saber dónde se encuentra la criatura, y cómo atraparla. Pero algo, aparentemente, no está bien en la psique del hombre, y sus intenciones resultan bastante ambiguas, por no decir oscuras y sospechosas…
Llevaban unos quince minutos de marcha cuando Dan comenzó a sentir las primeras náuseas.
-Pare un minuto- gimió-. Por favor.
Quiroga, solícito, frenó la camioneta y Dan salió disparado hacia los matorrales, donde vomitó una sustancia amarillenta y nauseabunda, que no tardó en humear en el frío de la noche. Regresó al vehículo trastabillando, mientras se limpiaba con la manga de su camisa.
-Me siento terrible- dijo, echándose sobre la butaca del acompañante-. Esa cosa que me dio de beber…
-Le advertí que tiene efectos colaterales- explicó Quiroga, mientras ponía la camioneta en marcha de nuevo-. Pero no se preocupe, ya se le pasará.
-¿Usted ya la probó?
-Hace mucho- murmuró Quiroga, y dirigió la vista hacia el perro, que viajaba en la parte trasera del vehículo-. Espero que no pase mucho frío…
-Tengo náuseas, pero por fortuna, me vine abrigado.
-Me refería a Cuco, mi perro.
Dan le dirigió una larga y ácida mirada.
-Prometió que me explicaría. Todavía sigo esperando.
Quiroga retiró un paquete de cigarrillos de la guantera, y luego de ofrecer uno a Dan, pareció hundirse en su asiento. Marchaban por una carretera desierta, apenas demarcada por una línea discontinua que a veces desaparecía del todo, con una tupida arboleda a ambos flancos. De vez en cuando algunos carteles oxidados se corporizaban en la oscuridad, como si flotaran en la noche, anunciando sitios y nombres de arroyos totalmente desconocidos para Dan, pese a que vivía en una ciudad de las cercanías. De todas maneras, creía saber hacia dónde se dirigían, y una inquietud inexplicable se asentaba en su estómago y le hormigueaba en la piel sensible de sus brazos, como si algo, una intuición, lo alertara acerca de un peligro inminente.
“Las minas abandonadas”, pensaba. “Vamos hacia allí. Dios mío, Quiroga querrá adentrarse en esas polvorientas oscuridades…”
-Sucedió, como ya sabe, hace unos siete años atrás, cuando Lucas tenía ocho años recién cumplidos- comenzó a hablar Quiroga, mientras Dan se debatía silencioso en su asiento, presa de nuevas y poderosas náuseas-. Fue, cómo decirlo… algo demoledor. Ya de por sí la muerte de un hijo es terrible, pero, ¿se imagina lo que es la muerte de un vástago, a manos de una criatura surgida de los Infiernos? ¿Se imagina lo que es escuchar un ruido en medio de la noche, y levantarse para ver, y encontrar, en el dormitorio contiguo, a tu único hijo, el chico al que más quieres en el mundo y por el que darías la vida por él, siendo devorado por una mierda demencial colgada del cielorraso? ¿Se lo imagina, Dan?
Y Dan, que acababa de vivir una experiencia similar, pero con su esposa como víctima,
sólo pudo emitir un “no” ahogado, porque nunca había tenido hijos y sabía que eso lo imposibilitaba de comprender las palabras desesperadas de un padre loco de dolor y de miedo.
-Pues eso fue lo que viví, con el agravante que perdí a mi esposa tiempo después- dijo Quiroga.
-¿Está… ella murió?
Quiroga negó con la cabeza, sin apartar la mirada del camino. Pese a que había encendido el cigarrillo con la lumbrera del vehículo, no le había dado una sola pitada al mismo; se limitaba a sostenerlo entre los dedos índice y anular, mientras que con la palma maniobraba el volante.
-Me dejó- dijo, sin poder evitar un dejo parecido al encono en su voz-. No pudo soportar la pérdida de Lucas. Pero sobre todo, creo que no pudo soportar el fracaso de mi búsqueda… Porque yo fui a buscarlo, ¿entiende? Yo fui tras los pasos de esa cosa. Esto es algo que no se dice en los periódicos, sencillamente porque lo ocultamos, por temor al ridículo, o quizás porque nos sentíamos demasiado enloquecidos como para contar historias de extraterrestres y abducciones…
Dan se sobresaltó, e involuntariamente dejó escapar un gemido.
-¿Me está diciendo que esa cosa… esa cosa que se llevó a mi esposa…
Quiroga hizo un gesto ambiguo con la mano, como si diera a entender que el asunto no importaba demasiado.
-Un extraterrestre, un demonio escapado del Infierno, un animal deformado por la contaminación ambiental: da igual lo que sea. Tampoco es que lo sé. El asunto es que esa maldita cosa, aquella noche, se movía a una velocidad imposible, y tenía la fuerza de cien hombres; le clavé la bayoneta en varias ocasiones, pero ni siquiera retrocedió un centímetro. Tampoco soltó a mi querido Lucas. Se lo llevó por la ventana…
Quiroga hizo una pausa, perdido en sus tormentosos recuerdos. El labio inferior le temblaba y le sobresalía como el de un simio. “Dejará de hablar”, pensó Dan. “No podrá seguir hablando…”
Pero al cabo de unos segundos, Quiroga retomó el relato:
-La seguí. Bajé las escaleras a los trompicones y me detuve un momento a recoger mi arma. Creo que esos fueron mis primeros dos errores: detenerme a recoger un arma inservible, y perder tiempo bajando por las escaleras. Debí haberme arrojado sobre la criatura desde el mismísimo balcón, sin importar si me rompía los huesos o no. Cuando salí al patio, la criatura había desaparecido, y sólo quedaba un rastro de baba amarilla sobre la hierba, como la que dejan los caracoles.
-Lo mismo me pasó a mí- asintió Dan sin darse cuenta-. Dejó ese asqueroso rastro por todo el techo, y también en la fachada de la casa…
Quiroga giró la cabeza para observarlo.
-¿No trató de seguirla?
-Me golpeó con uno de sus tentáculos, en la cara- explicó Dan, tocándose el sitio en cuestión, que ya comenzaba a desinflamarse-. No me hizo mucho daño, pero fue lo suficientemente fuerte como para dejarme desmayado. Y cuando desperté…
Abrió y cerró las manos, en un gesto de impotencia. Quiroga pareció comprender y sus ojos se volvieron más sombríos.
-Pues yo la seguí. Toda esa maldita noche, que fue la más larga de mi vida. La seguí por estos bosques…- Quiroga señaló en dirección a su derecha, donde los árboles y las hierbas crecían en forma incontenible-. A veces le perdía el rastro, pero luego lo volvía a recuperar. En aquel entonces Cuco era apenas un cachorro, no me servía de ayuda, por lo que debía guiarme únicamente por la linterna de led que siempre llevo colgada al llavero. Repetía el nombre de mi hijo, “¡Lucas! ¡Lucas!”, una y otra vez, porque su recuerdo era lo único que me daba fuerzas para seguir. Yo estaba gordo en aquellos años, había aumentado unos veinticinco kilos desde mi retiro en la policía, y llevaba una vida totalmente sedentaria, por lo que se imaginará mis dificultades para continuar con la persecución… En un momento pensé en dejarlo, en abandonarlo todo, mi corazón latía a unas mil pulsaciones por minuto y me sentía al borde del colapso, tenía miedo, pero entonces pensaba en el regreso a casa, en Dora, mi esposa, aguardándome en el living y preguntándome por Lucas… y yo con las manos vacías, sin más explicación que mi maldita gordura y mi miedo de hombre aburguesado… No, era imposible, debía seguir, como fuera. Así que seguí. No sé cómo, pero seguí corriendo a través de esos bosques, siguiendo el rastro pegajoso de aquella cosa. Lo hice durante varias horas… Y entonces, al límite de mis fuerzas, llegué. Llegué al sitio donde se refugiaba la criatura… en una de las minas abandonadas.
-Lo sabía- dijo Dan, con auténtica amargura.
-¿Lo sabía?- preguntó Quiroga, de repente receloso.
-Sabía que iríamos a esas minas. Lo presentí.
-¿Y qué hay con eso?
Dan señaló hacia adelante, a través del parabrisas, como si pudiera verlas pese a la oscuridad.
-Crecí en los alrededores, y escuché muchas cosas sobre ellas. Me imagino que usted conoce esas leyendas…
-Las escuché, sí. Fantasmas de mineros muertos y habladurías de viejas.
-Dicen que las cerraron porque los obreros veían cosas raras.
-Las cerraron porque no había más minerales, y nada más que por eso. Me resulta raro que un hombre como usted crea en esos cuentos.
-Detrás de las leyendas siempre hay un trasfondo de realidad. Tal vez lo que vieron no fueron fantasmas, sino a esa cosa que se llevó a su hijo y a mi esposa…
Quiroga se encogió de hombros, visiblemente molesto. Era evidente que no le interesaba cavilar sobre temas tan abstractos como la genealogía de los mitos. Era un militar, y su mente había sido entrenada para ceñirse a los hechos e ir tras la acción. Volvió a echar una mirada hacia el retrovisor, para verificar que su perro estuviese bien, y siguió hablando:
-Era cerca del amanecer cuando llegué. La noche ya no era tan cerrada y se veían las primeras claridades en el horizonte, por lo que no me resultó muy difícil encontrar aquel rastro de baba que se metía en una de las minas. La boca de entrada estaba clausurada con unas maderas viejas, pero las aparté de una patada. Había llegado a mi límite, tanto físico como emocional, y cuando sucede eso puede ocurrir cualquier cosa; lo he visto muchas veces en el ejército. Entré. El lugar olía a humedad y a polvo viejo; también estaba cubierto de telarañas. ¿Alguna vez estuvo dentro de una mina? No es una experiencia agradable. Uno casi puede sentir el peso de la montaña, aplastando y comprimiendo el aire del interior. Y la oscuridad… No soy un hombre supersticioso, usted se habrá dado cuenta que no lo soy, pero esa negrura que se extendía delante de mí parecía roerme los huesos, el alma, como si quisiera meterse dentro de mi cuerpo… Creo que es lo más parecido a la tumba que hay.
-Deténgase.
Quiroga pestañeó, confundido.
-¿Cómo?
-Deténgase ahora mismo, si no quiere que le vomite la camioneta…
Quiroga aplicó los frenos, y Dan apenas tuvo tiempo de abrir la portezuela e inclinarse sobre la ruta antes de que el vómito saliera a chorros de su boca. La inmundicia aterrizó sobre el asfalto, a unos centímetros del arcén, y cuando Dan abrió los ojos vio algo preocupante: había sangre allí. No mucha, pero lo suficiente como para volver a preguntarse qué demonios era aquella droga que Quiroga le había dado junto con el whisky.
-Quiroga…- gruñó.
-¿Se encuentra bien?- a Quiroga no parecía en realidad importarle mucho la respuesta.
-Es evidente que no- dijo Dan, ceñudo-. Creo que vomité sangre.
-Es un efecto secundario muy común; sucede cuando el estómago no tolera los ácidos de la droga. Pero no se preocupe, ya se le pasará- Quiroga observó a través de su ventanilla. Pese a que era muy poco lo que podía verse allá afuera, le bastó para asegurar:- Ya estamos llegando. Apresúrese.
-¿Por qué diablos me dio esa droga?
-Ya le dije, la cacería será muy larga. Y usted se estaba cayendo de sueños cuando llegó a mi casa. En ese estado no hubiese sido de mucha ayuda…
-Continúe con el relato- dijo Dan, regresando a su lugar y cerrando la portezuela.
La camioneta volvió a rodar con una sacudida.
-Bien, creo que llegó la hora de hablarle de las marcas…
-¿Las marcas?
-Hasta ese momento, yo pensaba que mi Lucas ya estaba muerto, y sólo me limitaba a perseguir a la criatura para darle muerte y vengarme de ella. Pero entonces vi las marcas. Estaban a unos quince metros de la entrada de la mina; alguien las había escrito sobre las paredes, con algún objeto cortante, tal vez un trozo de roca. Decía simplemente: “LQ”, las iniciales de Lucas Quiroga.
-Pudo haber sido una coincidencia. Tal vez algún antiguo minero…
-Pero no la era. Mi Lucas siempre fue un chico inteligente, y debió haber pensado lo mismo. Debió haberse dicho: “tengo que dar una señal inequívoca de que soy yo, y estoy vivo”. Entonces, unos cincuenta metros más adentro, escribió un número: “99”, que fue el año de su nacimiento.
-¿Y por qué no poner, sencillamente: “Soy Lucas Quiroga, ayúdenme”?
-Tal vez no tenía mucho tiempo- Quiroga se encogió de hombros, algo melancólico-. Además, usted tiene que recordar que escribía sobre la dura pared de la mina, con un objeto improvisado: tarea sumamente difícil. Con poner unas iniciales y un año era suficiente. Al menos, suficiente para mí.
-¿Y entonces?
-Lo seguí. Seguí el rastro de la cosa, durante casi dos días.
-¡Dos días!
-Y hubiese continuado hasta desfallecer, de no haber sucedido algo. Las marcas, que mi chiquillo ponía cada cuatrocientos o quinientos metros, desaparecieron después del primer día. Es decir, el rastro de la criatura seguía vigente, pero de Lucas no tuve noticias durante más de veinticuatro horas. Fue entonces que pensé lo peor. Aún así seguí… y entonces tuve el segundo gran inconveniente.
-La linterna de LED.
Quiroga asintió.
-De todas formas, aún me quedaba el encendedor Zippo, en uno de los bolsillos de mis
pantalones, pero sabía que no duraría mucho. Así que decidí no usarlo, y fue una sabia decisión, como verá a continuación- Quiroga volvió a otear por su ventanilla, como buscando un punto de referencia; pese a que no tenía idea de dónde se encontraban, Dan intuyó que estaban ya muy cerca de las minas-. Quedé en la más completa oscuridad, vagando sin rumbo en aquellas cuevas, y gritando el nombre de Lucas… En ese entonces debía estar en el corazón de la mina, a más de cien o doscientos metros de la superficie, y pensé que moriría allí mismo. De todas maneras, créame, no me hubiese importado… Lucas lo era todo para mí, y sin su presencia, no tenía mayores motivos para seguir viviendo... seguí caminando durante unas horas más, tropezando y cayendo, hasta que en un momento… comencé a sentir un ruido detrás de mí. Como si alguien me estuviese siguiendo sigilosamente, arrastrándose en la oscuridad. Me detuve. El ruido, a mis espaldas, también lo hizo. No se escuchaba nada aparte de mi respiración; yo abría los ojos cada vez más, tratando de percibir algo, algún destello, pero la negrura era absoluta. Y entonces una posibilidad comenzó a carcomerme los pensamientos, algo que hizo que casi me volviera loco. ¿Y si era Lucas? ¿Y si había conseguido escapar de la criatura, y ahora andaba en busca de la salida? “¿Lucas?”, lo llamé, pero nadie me respondió, sólo el eco rebotando en las paredes. Saqué el Zippo y lo encendí. Y creo que esa fue la única vez que me alegré de fumar, porque la cosa estaba prácticamente encima de mí. Si hubiese tardado un segundo más en encender el chispero, con toda probabilidad me hubiese atrapado. Extendió un tentáculo en dirección a mi cara, y yo, por puro instinto, lo aparté utilizando la mano que sostenía el Zippo. La llama, que era minúscula, pareció tocarla y la criatura chilló y retrocedió un poco. Entonces fue que me di cuenta de que podía hacerle daño con el fuego. Decenas de bayonetazos no habían hecho mella en su gelatinoso cuerpo, pero un poco de fuego... Me saqué la camisa con rapidez y la utilicé a modo de antorcha. Se la arrojé a la criatura, que volvió a chillar y siguió retrocediendo, pegada a la pared. Sus tentáculos se agitaban y pude ver que sus ojos, esos repugnantes ojos color ámbar, se agrandaban por el miedo o el dolor. Entonces me envalentoné y la seguí atacando. Tuve que usar casi todas mis prendas, mis pantalones, mi remera, incluso mis medias… sólo quedé en calzoncillos. Y no hubiese dudado en prenderle fuego también, de no ser que la criatura se me escabulló y la perdí entre unas grietas. Pese a que anduve una o dos horas más en su búsqueda, nunca volví a encontrarla. Entonces comencé a ver una claridad, un punto de luz, y lo seguí. Por obra y gracia de la fortuna, había llegado a una de las salidas de la mina. Salí a la luz del Sol y me desplomé sobre unos matorrales. Unos chicos que exploraban el lugar me encontraron horas después, y llamaron a la policía… y ese es el fin de la historia.
Quiroga había detenido la camioneta; a través de los sucios parabrisas, Dan pudo ver un letrero oxidado que a la luz de los faros advertía:
¡ATENCIÓN!
Trabajos mineros abandonados
Riesgos de derrumbe
Terminantemente prohibido el paso
-¿Y ahora?- dijo Dan, algo incrédulo-. ¿Entramos a la mina y achicharramos a esa cosa?
-Ese es el plan, básicamente.
-¿Y mi esposa? ¿Por qué dijo que se encontraba viva?
Quiroga se encogió de hombros, mientras ponía la camioneta en punto muerto y retiraba la llave.
-Es una posibilidad. Es decir… Lucas estuvo vivo durante las horas posteriores a su captura. Pareciera ser que la criatura no mata enseguida a sus víctimas, sino que… bueno, no sé qué diablos hace con ellas. Y luego…
-Maldito embustero. Me mintió.
-Sólo le di un motivo más para venir. Ahora apresúrese, mientras antes emprendamos la búsqueda, mejor.
-¿Y por qué no lo hizo antes? ¿Por qué esperó tanto tiempo para volver? Es decir, tuvo siete años para hacerlo.
Quiroga se volvió hacia Dan. Sus ojos eran inexpresivos, pero no obstante, Dan creyó ver un rastro de duda en ellos.
-Lo hice, ¿qué se cree? En estos últimos cinco años, no hice otra cosa que venir a la mina. ¿Por qué se cree que estoy tan bien equipado? ¿De dónde cree que saqué el lanzallamas, las cuerdas, las linternas? La mina es mi obsesión. Pero nunca pude encontrar a esa cosa.
-¿Y qué le hace suponer que lo hará ahora?
-Tengo una pequeña teoría al respecto. Creo que la criatura se refugia en lugares mucho más profundos que las excavaciones de la mina, donde nadie puede llegar. Y que cada tanto, sale a la superficie a alimentarse. Es en esas ocasiones cuando se presenta la oportunidad de atraparla… y ese momento, a juzgar por lo que le ha ocurrido a su desafortunada esposa, ha llegado. Pero dejemos de hablar, porque con cada minuto que pasa, nuestras posibilidades de capturarla disminuyen más y más.
Sin dar más explicaciones, bajó de la camioneta y se dirigió a la parte trasera, para liberar al perro. Dan trató de seguirlo, aún protestando, pero apenas dio dos pasos en dirección a él, sintió que el mundo le daba vueltas y su cuerpo se dobló en dos ante el violento vómito que salió a chorros de su boca.
-Jesús- gimió, hincándose sobre la tierra. Muy a su pesar suyo, miró lo que había salido de su cuerpo: casi todo era sangre-. Estoy… estoy realmente muy mal…
-Son los efectos colaterales, ya se lo dije- Quiroga le echó un vistazo, algo incómodo-. Los efectos positivos son realmente muy buenos: activa la mente, fortalece el cuerpo, proporciona unos niveles de adrenalina casi sobrehumanos pero no obstante, los soldados norteamericanos rechazaron la droga.
-Ya imagino por qué. Estos vómitos son muy molestos…
-Créame, amigo Dan, que el tema de los vómitos es lo menos que debe preocuparle…
Dan lo miró interrogante, mientras trataba de incorporarse apoyado en la camioneta.
-Le digo que es así- continuó Quiroga, ajustándose el lanzallamas a su espalda-. Esta droga tiene un nivel de mortandad muy alto. Es muy probable que, antes del amanecer, usted ya esté muerto…
Apartando la vista de Dan, Quiroga silbó llamando a su perro, y luego comenzó a encaminarse rumbo a la mina abandonada.
Capítulo 4
Si bien la noche era progresivamente más fresca, Dan sintió que un calor agobiante invadía su cuerpo.
Durante un momento vio todo desenfocado, como a través de un vidrio deforme, y luego una larga exhalación de incredulidad o furia escapó de algún lugar profundo de su garganta.
“¿Me ha dicho que voy a morir?”, pensaba estupefacto. “¿Acaba de confesarme que me ha envenenado?”.
Miró a su alrededor, donde el terreno era algo escarpado y totalmente carente de arbustos, como si la tierra tuviese una inexplicable cualidad ponzoñosa. La luna, que se deslizaba silenciosa entre unas nubes bajas y cargadas, de repente apareció tras un claro en el cielo, iluminando gran parte del paisaje y dejando al descubierto la entrada de la mina, que se abría como una cuenca oscura en la ladera de la colina, unos cincuenta metros más allá. Quiroga se alejaba muy rampante, siguiendo un camino que sólo él parecía conocer o incluso ver, seguido de cerca por su perro sin raza. Visto así de espaldas, con los tubos del lanzallamas colgados por el arnés y una manguera negra asomando por el flanco, Dan pensó que parecía un extraño personaje de uno de esos cómics que solía leer de adolescente, algún científico o soldado loco que planeaba atacar por asalto a la ciudad que lo había puesto en ridículo.
Pese a su extremada sencillez y superficialidad, Dan recordó que disfrutaba muchísimo de estas historias, aunque se daba cuenta de que el trasfondo no era nada alegre. Porque generalmente había guerras, terremotos, incluso hambrunas. Los guionistas de aquellos cómics se encargaban de encontrar el lado pueril al asunto, pero estaba claro que detrás de todo eso el escenario era tristísimo. Sobre todo por la locura. A su manera, tanto los héroes como los villanos estaban locos. El Guasón estaba tan loco como una rata de alcantarilla, pero Batman no le iba muy en rezago. La diferencia radicaba en que uno utilizaba la locura para hacer el mal, y el otro para contrarrestarla.
Y ahora, mientras
contemplaba a Quiroga alejarse, Dan, con la mente aún nublada por
la rabia y el creciente miedo, se dio cuenta de que la pregunta
clave no era qué tan loco estaba su compañero, sino
hacia
dónde dirigiría
su locura.
"¿Hasta dónde puede llegar el amor de
un padre?", pensó. Y sobre todo: ¿cuándo el amor deja de ser amor,
para transformarse en un sentimiento oscuro y perverso, que arrasa
con todo a su paso?
En todo caso, se dijo, de momento no importaba, no era el lugar ni el tiempo indicado para llevar a cabo esa suerte de filosofía barata. Tal vez se preguntaría lo mismo más tarde, pero ahora…
Ahora…
-Quiroga.
Ahora debía poner al hombre en su lugar.
-Quiroga.
Antes de que fuese demasiado tarde.
Quiroga, como de mala gana, se detuvo y muy lentamente se dio vuelta. Su perro, su horrible y malhumorado perro, imitó los movimientos del amo y luego comenzó a gruñir en dirección a Dan. Éste pensó que si había lucha tenía todas las de perder, porque Quiroga contaba con un aliado feroz y además, como si fuese poco, tenía un lanzallamas que podría chamuscarle los pelos de la nariz a unos cuatro metros de distancia, con sólo apretar un gatillo. Pero aún así se mantuvo firme y mirándolo fijo a los ojos dijo:
-Repítame lo que acaba de decirme.
Quiroga lanzó un suspiro.
-Olvídelo.
-¿De verdad?- Dan sentía que las orejas y la piel de las mejillas comenzaban a arderle, como si alguien se las hubiese frotado contra una superficie áspera y dura, por puro capricho-. ¿De verdad quiere que me olvide que acaba de decirme que voy a morir? ¿Acaso usted está…- pensó en decirle que estaba loco, pero eso era una obviedad, y además tal vez no resultara buena idea. Cambió la frase a último momento:- …está bromeando?
-Escuche- dijo Quiroga, volviendo a suspirar y mirando su reloj pulsera, como si acabara de recordar que lo tenía colgando de la muñeca-. No tenemos toda la noche. Mientras más nos demoremos…
-Eso ya lo dijo, ya lo entendí. Lo que no entiendo es eso de que voy a morir. Porque que yo sepa, antes de verlo a usted, gozaba de perfecta salud y no planeaba morir en las próximas veinticuatro horas. Estaba cansado, sí, y probablemente shockeado por lo que ocurrió con mi esposa, a tal punto que todavía no sé si estoy consciente de la realidad. Pero eso de que voy a morir…
Quiroga miró hacia atrás, hacia la mina, y luego se agachó para decirle unas palabras a su perro. Dan se preparó para alguna eventual lucha, pensando que estaba azuzando al animal para que lo atacase, pero no ocurrió nada de eso, en realidad todo lo contrario. Cuco pareció relajarse y se sentó, emitiendo un leve chillido de angustia. Aunque se lo quedó mirando fijo, como aguardando la menor señal de su amo para echarse sobre su cuello.
Eso era bueno, una buena señal. Al menos Quiroga parecía haberlo escuchado.
-Mire, tal vez exageré un poco. A veces hago eso, ¿sabe?
-No le creo nada. ¿Cuáles son las probabilidades?
-¿De supervivencia?
-Claro.
-Bueno…- Quiroga se rascó la barba, pensativo-. De acuerdo a la experiencia de aquellos soldados yankis, creo recordar que no era tan malo… alrededor del diez o quince por ciento.
-¡Diez por ciento!
-O quince.
Dan miró a su alrededor, extendiendo las manos.
-Usted es un idiota. ¡Un maldito idiota!
-¿Cuánto quiere usted a su esposa?
-Eso no le interesa- dijo de inmediato Dan, cerrando sus manos en un puño. Pensaba echarse sobre Quiroga, tratar de rodear el cuello con sus brazos. Tal vez si actuaba con la suficiente rapidez, el otro no conseguiría reaccionar a tiempo…
-¿La quiere tanto como para dar su vida por ella?- insistió Quiroga-. Porque yo sí lo haría por mi hijo. Sin dudarlo un instante.
-Una esposa no es lo mismo que un hijo. El amor no es lo mismo, es otro tipo de amor. Usted, que tuvo ambas cosas, debería saberlo mejor que nadie.
-También moriría por mi Dora- murmuró Quiroga. Y luego agregó, pensativo:- Aunque ella ahora esté con otro hombre.
Dan dudó. ¿Estaba tratando de manipularlo, o qué? La súbita congoja de Quiroga parecía sincera, pero tenía motivos más que suficientes para desconfiar de él.
Miró hacia la boca de la mina, parcialmente cerrada por unas maderas de apariencia desvencijadas. ¿Y si Liana aún estaba viva? ¿Y si aún había posibilidades de salvarla? También había otra pregunta, que Quiroga, muy perspicazmente, acababa de formular en voz alta:
¿Estaba dispuesto a morir por ella?
La amaba, de eso no tenía dudas. Cierto que de vez en cuando peleaban, y a veces el matrimonio parecía sumergirse en una especie de montaña rusa en donde las sensaciones de placer y disgusto se entremezclaban sin pausa alguna, pero suponía que eso era lo que ocurría con todas las relaciones estables y duraderas. Él la amaba desde que la había visto por primera vez, en la Universidad, con esa falda negra y un adorable estilo de chica dura, que sabía lo que quería y desconcertaba a los hombres con una mirada divertida e inteligente. Luego de dos años de noviazgo le había propuesto matrimonio, para sorpresa de todos sus amigos e incluso de él mismo, y para mayor sorpresa aún, ella había dicho que sí. Fue una fiesta rápida, apenas un trámite, en donde sus respectivos padres se miraron a la distancia y extrañados, como si trataran de decidir si lo que habían hecho sus retoños se trataba de algo sabio o una soberana estupidez. Luego de la luna de miel, que también fue sencilla aunque memorable, se mudaron a un departamento rentado que olía a humedad y a rancio; él apenas ganaba un dinero con sus suplencias en la escuela, y ella hacía lo que podía para mantener la economía a flote, pero de todas maneras eran felices y en ningún momento hubo palabras de arrepentimiento o reproche. Los largos desayunos que tomaban en el pequeño balcón, observando la ciudad somnolienta y los pájaros alborotados, compensaban con creces las incomodidades edilicias. Y todo eso estaba muy bien, era incluso reconfortante cuando podía recordarlo, pero la pregunta de Quiroga seguía sin responderse, y Dan comenzó a intuir que aún no estaba preparado para responderla, sencillamente porque no encontraba la valentía para hacerlo.
¿Estaba dispuesto a morir por ella?
Y entonces, mientras meditaba superficialmente sobre esto, debatiéndose entre la rabia y la vacilación, con Quiroga mirándolo con esa expresión ceñuda e insondable al mismo tiempo, algo, un grito que no era humano, surgió de las profundidades de la mina, sobresaltándolos y haciéndoles volver rápidamente la vista.
Cuco primero gimió de miedo, metiendo la cola entre las patas y flexionando sus cuartos traseros, pero luego, recuperándose del susto inicial (y antes de que Quiroga pudiese hacer algo para evitarlo) salió disparado en dirección a la cueva, donde no tardó en perderse dentro de la misma-
-¡Cuco!- gritó desesperado Quiroga. Hizo ademán de seguirlo, pero luego pareció
recordar algo y se volvió hacia Dan: -En la parte trasera de la camioneta hay una mochila. ¡Recójala y sígame!
-¿Es… esa cosa? ¿Es la criatura que se llevó a mi mujer?
Pero Quiroga no le prestó atención. Se dio vuelta y comenzó a correr rumbo a la mina, llamando en voz alta a su perro.
Dan, maldiciendo, recogió la mochila y se la puso al hombro. Era pesada, tan pesada que soltó un gruñido al levantarla, y por un momento se preguntó qué clase de locuras había guardado Quiroga ahí dentro. ¿Más armas de fuego? ¿Granadas de mano? Si se había hecho con un lanzallamas de guerra, bien podía tener otras cosas parecidas, de un similar o incluso superior poder destructivo. Pero luego vio el extremo de una soga que asomaba por uno de los bolsillos laterales, y eso, como si fuese una prueba concluyente, lo tranquilizó un poco. Cuerdas y otros elementos para escalar. Quizás alguna caja de supervivencia. Eso parecía mucho más coherente. Se acomodó la mochila sobre sus espaldas y comenzó a correr tras los pasos de su circunstancial compañero de caza.
La boca de la mina, tal cual había dicho Quiroga, estaba clausurada por un portón de
madera podrida, que parecía haber sido violentado hacía ya mucho tiempo. Quiroga, pese a su apariencia de abandono y ademanes envejecidos, era un rápido corredor, y a Dan le resultó muy difícil darle alcance. Recorrió los cincuenta o sesenta metros que lo separaban de la mina trastabillando, tropezándose con las rocas y las matas achaparradas de hierba que crecían en derredor. Llamaba en voz alta a Quiroga, y a su vez, Quiroga llamaba en voz alta a su perro. Dan pensó, algo alarmado, que no parecían un equipo, sino más bien un pobre remedo de ejército, asustado, que se había desarmado ante el menor inconveniente. Pero era tarde para dudar de todo eso, así que siguió corriendo.
Al llegar a la mina, se agachó y pasó por debajo de un hueco entre las tablas. Al hacerlo, su mochila se enredó y lo hizo caer sentado sobre un suelo de roca tan duro como doloroso. Se paró de inmediato y miró hacia el largo y oscuro túnel que se extendía delante de él. Quiroga había encendido una linterna y su luz se perdía rápidamente dentro de la mina; si no le daba alcance pronto, Dan quedaría en la más completa oscuridad y no le quedaría otro remedio que regresar. Redobló su ritmo y volvió a llamarlo, pero el muy maldito no parecía escucharlo, pese a que sus gritos se multiplicaban en innumerables y horribles ecos. Tuvo tiempo de inferir, durante una vertiginosa fracción de segundo, que la mina no era tan amplia como había esperado que fuese una excavación comercial de plata, apenas unos dos metros de ancho, aunque sí parecía muy profunda. También distinguió una línea a sus pies; luego de unos momentos de pura confusión, se dio cuenta de que era un riel que se internaba en las profundidades; probablemente había vagones para acarrear los minerales en algún lugar.
La luz de Quiroga se alejaba. Se alejaba inexorablemente.
-¡Quiroga! ¡Maldición!
La luz se fue extinguiendo; muy pronto fue apenas un débil resplandor, y luego, para espanto de Dan, desapareció por completo, dejándolo, como había temido segundos atrás, en medio de la total negrura.
Se detuvo, temeroso de avanzar un paso más, por temor a tropezarse. Miró hacia atrás. Tampoco podía verse la boca de la mina; creía recordar que había doblado en alguna parte, aunque maldita sea si recordaba dónde. ¿Y cuánto había avanzado dentro de aquel pozo de negrura? ¿A cuánta distancia se encontraba de la salida? Y Quiroga… ¿cómo podía ser que un tipo corriese tan rápido?
“La mochila”, pensó abrumado, respirando en rápidos jadeos. “La mochila es muy pesada, me retrasa en la marcha”.
“Además”, le recordó otra parte de sí, que parecía regodearse en la situación, “no hay que olvidar que estás muriendo”.
-No- dijo Dan en voz alta, sin darse cuenta-. No estoy muriendo.
Parecía una cosa increíble: incluso los gritos de Quiroga, llamando a su perro, se habían silenciado.
Ahora estaba en medio de la oscuridad y el silencio, casi sin poder moverse: el equivalente a la espantosa placenta de un monstruo.
Extendió una mano y tanteó en busca de la pared de la mina. Al hacerlo, creyó que algo a su costado se movía, como apartándose de su movimiento, aunque supo que probablemente se trataba de su imaginación.
Tuvo que hacer un par de vacilantes pasos antes de encontrar la pared de roca. Estaba húmeda y fría, pero no obstante, le resultó un tacto reconfortante, porque al menos tenía un punto de referencia.
Podía utilizar aquella pared para regresar. Sin dudas tropezaría en algún momento, y su palma terminaría lastimada al llegar a la boca, pero le parecía un riesgo totalmente controlado.
-¿Quiroga?- volvió a probar, antes decidirse a emprender el regreso-. ¿Me está escuchando, Quiroga?
Nadie le respondió. Sólo el susurro inaudible de la mina, cuya negra garganta parecía extenderse por kilómetros.
-Maldito infeliz. Me las pagará, ¿sabe? Cuando lo encuentre…
No terminó la frase. Intuía que sería inútil. Más vale ahorrar energía, pensó. Aguardó aún unos interminables minutos, a la espera de ver alguna luz oscilante más allá, o de escuchar algunos pasos, pero no percibió nada de esto. Entonces, con suma lentitud, las manos extendidas por si chocaba con algo, dio un giro de ciento ochenta grados y volvió a palpar la pared de roca.
Sólo que esta vez, en vez de encontrarse con el sólido y frío muro, palpó una cabeza.
No tuvo tiempo de gritar. Antes de que pudiera hacerlo, una mano se ciñó fuertemente sobre su boca y le impidió incluso respirar. Dan comenzó a debatirse, desesperado, pero entonces escuchó el susurro de Quiroga, que detrás de él decía:
-No se mueva. Está muy cerca de aquí. Viene hacia nosotros.
Dan dejó de luchar y de inmediato la mano aflojó la presión. Miró hacia atrás, pero sólo pudo ver aquella oscuridad insondable, aunque ahora percibía la respiración y los movimientos sigilosos de Quiroga.
-¿Está…
-Shhhh. No hable. Puedo verla. Está pegada a una de las paredes, como una ventosa. Se desliza… viene hacia aquí- repitió.
Quiso preguntarle sobre Cuco, pero se dio cuenta de que no era el momento adecuado para preocuparse por el perro. “Puedo verla…”, aseguraba Quiroga, pero él no podía imaginarse cómo. La mina era un jodido pozo de negrura. ¿Tendría algún visor infrarrojo, tal vez? No podía descartarlo. Si había conseguido el lanzallamas y unas drogas experimentales, entonces podía conseguir cualquier cosa.
El asunto era que él estaba ciego, no veía nada, ni a Quiroga ni a la criatura, ni siquiera podía verse sus propias manos. Era una sensación horrible. Se le ocurrió que era parecido a ahogarse en un profundo pozo de brea.
-Ahora- murmuró Quiroga-. Es ahora. Por fin te tengo, maldita.
Escuchó un clic proveniente a su derecha, y de inmediato un chispazo. Luego, una lengua de fuego y un penetrante olor a metano: Quiroga acababa de encender el lanzallamas.
La luminosidad que emanaba aquella llama piloto era mínima, pero alcanzaba para iluminar el recinto en unos dos o tres metros. Y entonces, luego de un rápido y desesperado vistazo, Dan la vio. Vio a la criatura. Era como una babosa gigante y negra, pegada a una de las paredes de roca. Sus tentáculos, finos como cables de teléfono, se agitaban en el aire, como buscando algo para asir. Y Quiroga tenía razón: se acercaba. La muy hija de puta se acercaba con sigilo, deslizándose sobre la roca, sus ojos ahora refulgentes clavados en un objetivo muy claro: ellos mismos.
-Ahora- volvió a decir Quiroga, con los gestos contraídos en una mueca de odio y concentración, mientras daba un paso en dirección a la criatura-. ¡Muere de una vez, maldita!
Y dando un alarido de guerra, apretó el gatillo del lanzallamas.
Y el lanzallamas se apagó.
Capítulo 5
Más tarde, al revivir la desesperante y difícil situación, Dan se preguntaría cuán inequívocos eran sus recuerdos, cuántos pormenores habría agregados su imaginación a una realidad que quizás no era tan vívida y palpable como creía. Después de todo, si bien es cierto que el peligro acentúa los instintos, él nunca pensó que fuera para tanto: porque en su mente había olores, sonidos y detalles que difícilmente hubiese percibido un hombre normal y corriente, en una situación estresante como aquella.
Durante esos dos o tres segundos de absoluto pánico, entonces, en los cuales el lanzallamas emitió un leve soplido y luego se apagó, dejándolos en la completa oscuridad, Dan olió el sudor de Quiroga, el suyo propio, el hedor de la criatura, que rápida y silenciosamente se les acercaba, trepada por las paredes de roca. También olió los olores propios de la mina: la humedad, el moho, el polvo asentado sobre la roca, incluso el viejo olor de los aceites y las grasas de las máquinas excavadoras, que ahora debían dormir un profundo sueño de óxido y polvillo en algún lugar de las profundidades.
Y también escuchó. Más de lo que hubiese deseado, más de lo que hubiese creído posible. La respiración entremezclada de él y de Quiroga. El taconeo de los pies que retrocedían en la oscuridad, buscando algún tipo de improbable y milagroso refugio. Y sobre todo: los ruidos de la criatura. Eran sonidos, sencillamente, espeluznantes. Eran los ruidos que hace un cazador temible al acechar a su presa. Su cuerpo, al deslizarse sobre la pared de roca, hacía un sonido acuoso y borboteante, como un animal ahogándose en un líquido jabonoso. También emitía otros ruidos, más leves, aunque infinitamente peores; parecían pequeños y numerosos pies rozando las paredes, efectuando una suerte de caminata rápida e irregular; luego de unos instantes de confusión, Dan se dio cuenta de que eran los tentáculos, sacudiéndose como serpientes sin cabeza y golpeando levemente las paredes de la mina.
Uno de ellos, que era tan
flexible y resistente como un látigo, rodeó su pierna derecha,
estremeciendo su piel y los vellos. Comenzó a subirle por las
pantorillas.
Dan quedó inmediatamente paralizado, incapaz de gritar o de retroceder. Tuvo unos instantes de deja vu; recordó a Liana envuelta en esos mismos tentáculos, suspendida en el aire y roncando a pierna suelta como si se encontrara en una situación normal. Recordó que se había preguntado cómo diablos podía seguir durmiendo y roncando con todas esas cosas que rodeaban su cuerpo, aunque ahora, en la terrible oscuridad de aquel pozo, lo supo con claridad: los tentáculos eran fuertes, pero también suaves, podían moverse con la sutileza de un amante delicado sobre la piel de uno. Dan emitió un sollozo y contuvo la respiración. El tentáculo seguía avanzando, deslizándose por debajo de la pernera de sus pantalones, subiendo lenta pero decididamente rumbo a la rodilla, donde seguramente no se detendría, por el contrario: seguiría subiendo aún más, aún más… ¿hasta dónde?
Al límite del horror, sumergido en una especie de súbito trance, Dan se dio cuenta de que no sabía si quería que se detuviese, no sabía si quería que aquel obsceno tentáculo dejara de tocarlo.
“Me está hipnotizando”, pensó. “De alguna forma, esta hija de puta está anestesiando mis pensamientos… y no es tan desagradable. Incluso me gusta un poco”.
Se dio cuenta de que Liana, en sus últimos minutos de vida, quizás no había sufrido tanto como él creía; tal vez había percibido, en sueños, el contacto de aquellos repugnantes y la vez irresistibles tentáculos, y había creído que era él, que era Dan, que luego de tanto tiempo volvía a tocarla en el lecho matrimonial…
Y la voz. Eso fue quizás lo más increíble, lo más enloquecedor de todo. La voz que sintió en su cabeza, inundándola y adueñándose de todo tipo de resistencia, incluso de pensamiento propio, que le decía –le susurraba:
“No temas. No te resistas. Ven conmigo…”
Dan cerró los ojos. La criatura era más poderosa de lo que habían creído, la habían subestimado, no era un simple animal que se regía por los instintos más básicos, sino algo mucho más desarrollado. El tentáculo, mientras tanto, había llegado un poco más arriba de las rodillas. Se enroscaba alrededor de su pierna como una planta trepadora subiendo por un tronco, silenciosa e implacable. Y él supo que ahora sólo quedaba esperar. Esperar el fin. No encontraba las fuerzas para resistir esa cosa, pero lo peor de todo era que tampoco quería encontrarlas. La oscuridad se veía tan atrayente…
“Ven conmigo. No te resistas. No tengas miedo…”
Clip.
El tentáculo se detuvo ante este sonido. La voz en su cabeza también. Los ojos de Dan, como a desgana, comenzaron a abrirse.
Clip.
Era un chispazo. Y otro más.
El tentáculo, que casi había llegado al interior de su muslo, comenzó a apretarle dolorosamente.
Clip.
Y entonces el lanzallamas de Quiroga, emitiendo una pequeña bola de fuego, volvió a encenderse.
El rostro de Quiroga quedó de inmediato iluminado. Incluso en su aturdimiento, Dan pensó que parecía un demente con todas las letras. Su barba y sus tupidas cejas proyectaban sombras movedizas sobre su cara, sus ojos giraban en todas las direcciones como brújulas que han perdido su norte. Tenía la boca abierta y gritaba; gritaba de rabia y de frustración, pero sobre todo gritaba de miedo: porque había visto a Dan, y había llegado a la conclusión de que la criatura estaba a punto de ganarle. Otra vez. Como había ocurrido con su hijo, siete años atrás.
La mente de Dan, de repente despertada de aquel repugnante sueño inducido, también se percató de la gravedad de la situación. Se dio cuenta entonces de lo tramposa que era la criatura, de la forma terriblemente efectiva y sigilosa con que actuaba sobre los sentidos de uno. Porque aquel tentáculo enroscado en su pierna, si bien suave y casi seductor, distaba mucho de ser el único. Su cuerpo, en realidad, estaba rodeado de ellos. Los tenía en el cuello, en los brazos, alrededor de la cintura. Incluso, Dios bendito, tenía uno metido dentro de la boca… Se dio cuenta de ello al querer gritar; entonces sintió aquella suavidad repulsiva alrededor de los labios y sobre la lengua, que le impedían cerrar la boca. Percibió de golpe todo aquello que la criatura hábilmente le había ocultado; percibió el olor punzante, el gusto oleoso del tentáculo, sus movimientos sinuosos y lentos, como los de un gusano. Sintió arcadas y el vómito no tardó en subir por su garganta. Sin embargo, quedó allí, atascado, porque el tentáculo obstruía la tráquea de Dan y le impedía respirar. Su cuerpo se sacudió y comenzó a experimentar convulsiones.
Había pasado de la dicha al Infierno en sólo unos segundos. ¿Así era como había muerto Liana?, volvió a preguntarse. Ella se había despertado segundos antes de que la criatura la engullera por completo; en realidad había sido Dan quien la había despertado, gritándole a todo pulmón. En vistas de lo que sentía ahora, quizás había sido un grave error de su parte. Quizás era mejor morir como proponía la criatura, sumergido en una especie de agradable aturdimiento. No era tan malo morir así.
Sin embargo, una vez despertado de aquella ensoñación…
Su cuerpo volvió a sacudirse, presa de la falta de oxígeno. El tentáculo había penetrado muy profundamente dentro de su cavidad bucal, impidiendo todo paso de aire. Los músculos de su garganta se contraían involuntariamente, tratando de expulsar al objeto intruso. El tentáculo tal vez estaba retirándose, preparándose para defenderse o atacar a Quiroga, pero lo hacía muy lentamente…
El lanzallamas de Quiroga emitió un fuerte bramido, y expulsó un increíble y glorioso chorro de fuego, de unos dos metros de largo, que alcanzó a la criatura en pleno cuerpo.
-¡Muere!- gritaba Quiroga, al borde de la exaltación-. ¡Muere de una vez, hija de puta!
La cosa pareció sentir fuertemente el fuego; se agitó desesperada. Su boca, aquella enorme boca que tanto hacía recordar a Dan a la de una ballena, se abrió con increíble elasticidad y dejó escapar una especie de zumbido agudo, reverberante, muy similar al que habían escuchado en la superficie, minutos atrás. Los tentáculos, ahora sí, comenzaron a moverse más rápido y el que se había introducido dentro de su boca se deslizó hacia afuera con evidente urgencia. Salieron diez, veinte, treinta centímetros de tentáculo por su boca, chorreando bilis y una sustancia blancuzca, que debía ser su propio vómito. Finalmente, apareció el extremo, retorciéndose como la cola de una rata… y luego Dan, de repente, se vio liberado.
Aspiró el dichoso aire y luego cayó de espaldas, sobre la mochila, mientras Quiroga seguía luchando contra la criatura a unos pocos metros de distancia.
Dan aspiró otra honda bocanada de aire. Se inclinó sobre un saliente en la pared y vomitó, por cuarta o quinta vez aquella noche. Regresó, con los ojos empañados por las lágrimas, la vista a la criatura.
Era evidente que estaba replegándose, buscando protección frente a aquellas llamaradas que inundaban la cueva. La cosa trepó hacia el techo y trató de extender sus tentáculos hacia Quiroga, pero éste, implacable, la roció con un nuevo chorro de fuego. El calor dentro de la mina, de repente, aumentó unos diez o quince grados. Dan sintió que se le chamuscaban los pelos de la cara; comenzó a toser. La criatura, frente a este nuevo ataque, volvió a chillar y se replegó aún más, con todos sus tentáculos estremecidos y sacudiéndose. El lugar era un infierno; el rostro de Quiroga se veía rojo a la luz de las llamas, completamente empapado en transpiración. Dio otro paso y activó el lanzallamas por tercera vez, apuntando hacia el techo cavernoso de la mina.
Se asemejó mucho a una explosión. El fuego se concentró en un hueco de la roca y formó una bola incandescente, de unos tres metros de diámetro. La criatura se estremeció y se envolvió en sí misma, con sus tentáculos replegados, como unos brazos protegiendo la cabeza. Volvió a lanzar uno de sus horribles chillidos… aunque esta vez pareció más apagado, menos iracundo. Comenzó a retirarse, muy lentamente, como una tortuga arrastrando su caparazón. Quiroga, que intuía la victoria, la siguió con rapidez y el lanzallamas volvió a escupir su terrorífica carga de fuego. La criatura, envuelta ahora en fuego, volvió a abrir su desmesurada y oscura boca… y luego emitió un largo y escalofriante estertor de muerte, muy parecido al de las personas que exhalan sus últimos suspiros.
-Dios mío- murmuró Dan, sin poder contenerse.
La criatura se quejaba, se retorcía sobre sí misma, extendía sus tentáculos hacia cualquier parte, como víctima de un dolor insoportable. Incluso Quiroga, que tenía una larga y rencorosa historia con ella, parecía impresionado por el inminente fin de la cosa. Había dejado de avanzar y contemplaba los espasmos finales de la criatura, que aún se resistía a desprenderse del techo. El lanzallamas, con la llama piloto aún encendida, iluminaba tétricamente la escena, aportando un tono adecuado para aquella agonía.
Finalmente, y luego de sacudirse por última vez y lanzar un largo y profundo estertor, la criatura quedó inmóvil. Humeaba por todas partes y una especie de icor se desprendía de su cuerpo. Comenzó a despegarse del techo.
Dan pensó que recordaría para siempre aquel momento, si es que conseguía salir ileso de la mina. El cuerpo de la cosa se estaba doblando, lentamente, al tiempo que se producían innumerables sonidos de succión, como el de varias sopapas al ser despegadas de un vidrio. Los tentáculos pendían desmayadamente, cual cortinas de cuentas o tiras. Eran tan largos que tocaban el suelo, pese a que el techo se encontraba a unos dos metros de alto. El cuerpo seguía perdiendo asidero, despegándose progresivamente de la roca… hasta que finalmente terminó por caer, con un húmedo y sonoro plaff, que resonó tétricamente en la mina de repente silenciosa.
Quiroga tuvo que apartarse de un salto, para evitar que algunos de los tentáculos lo golpearan. Luego de transcurridos unos prudentes segundos, comenzó a acercársele, con el lanzallamas apuntándole, listo para ser activado si la cosa volvía a moverse.
Pero incluso Dan, desde su posición en el suelo, a unos cinco metros de distancia, se dio cuenta de que no hacía falta esa precaución, que la criatura estaba tan muerta como podía estarlo un trozo de piedra.
Se incorporó y se acercó a Quiroga, que respiraba en cortos jadeos. Juntos observaron, fascinados, a aquella criatura que parecía salida de uno de esos relatos de terror de H. P. Lovecraft. Su cuerpo debía medir unos dos metros de diámetro, y Quiroga había tenido razón en describir a los periodistas que se parecía un poco a una mantarraya gigante, porque de hecho, una vez que la mirabas inmóvil y quitándole los tentáculos, se le parecía bastante. Su piel parecía húmeda pese a los chamuscones, la carne blanda y gelatinosa, como desprovista de huesos. Los tentáculos, que eran como cartílagos, debían ser unos treinta o cuarenta, algunos más largos que otros. Y el olor…
Eso era lo más raro de todo. Porque el olor que emitía, pese a que era desagradable, no le resultaba del todo desconocido a Dan. Cortando el largo silencio que se había instalado entre ellos, se lo dijo a Quiroga.
El hombre, de inmediato, asintió.
-Es olor a agua, a agua de río. Creo que esta cosa vivía en el agua, tal vez en las profundidades de algún río subterráneo.
Encendió una linterna de LED, y con el rayo de luz recorrió a la criatura de arriba hacia abajo, como buscando detalles que podían servir para sacar nuevas conclusiones. Pero la mantarraya presentaba un aspecto bastante uniforme, y pese a su presencia extraordinaria, no había demasiadas cosas para observar en ella.
Quiroga se inclinó y le echó un escupitajo. Pero incluso ese gesto pareció forzado, como si el odio que lo había impulsado hasta ese lugar se hubiese extinguido junto con la vida de la criatura. Dan entonces creyó recordar que había leído por ahí que la venganza era como el café, por más azúcar que se le pusiera, siempre dejaba un sabor amargo. En ese momento le había parecido una frase sin sentido, pero ahora, al observar a Quiroga, aquel hombre atormentado por la desaparición de su hijo, encorvado sobre la criatura y murmurando frases incomprensibles, creyó entender su verdadero significado.
Se acercó a Quiroga y le puso, vacilante, una mano sobre el hombro.
-Quiroga…
Quiroga le apartó la mano de un manotón, y sin mirarlo ni apartar la vista de la criatura, le dijo:
-Recuerde esto, amigo mío: nunca me toque.
-Debemos buscar a Liana, Quiroga. Mi mujer. ¿Lo recuerda, verdad? Fue por eso que vinimos.
-Ese era su motivo, pero no el mío- contestó el hombre-. Pero tiene razón, quizás aún estemos a tiempo de encontrar a su mujer. Y además, debemos hallar a Cuco…
-No debe estar muy lejos. Y mi mujer…
Pensó que Liana podía estar muerta en algún lugar de la oscuridad, con su camisón empapado por la baba de la criatura y los ojos aún abiertos, mirando hacia la nada, y se estremeció.
Y luego pensó algo todavía peor: Liana muerta, pero dentro del cuerpo de la criatura. Enroscada en posición fetal como el bebé más grande y triste del mundo.
-Dios- murmuró.
Quiroga, por primera vez desde que entraran a la mina, lo miró. Y no por única vez, pareció adivinar sus pensamientos:
-Debemos abrirla.
-No- dijo Dan de inmediato, retrocediendo sin darse cuenta unos pasos.
-Si quiere, usted no mire. Pero hay que abrir a este monstruo. Tal vez esté su esposa ahí dentro. O Cuco. O peor: ambos.
Sin darle tiempo a replicar, dejó el lanzallamas a un lado, sacó un cuchillo de su cinturón y se agachó para hacer un corte a la cosa, mientras Dan, con horror y sin encontrar palabras para resistirse, hacía la vista a un lado…
Más tarde, al revivir la desesperante y difícil situación, Dan se preguntaría cuán inequívocos eran sus recuerdos, cuántos pormenores habría agregados su imaginación a una realidad que quizás no era tan vívida y palpable como creía. Después de todo, si bien es cierto que el peligro acentúa los instintos, él nunca pensó que fuera para tanto: porque en su mente había olores, sonidos y detalles que difícilmente hubiese percibido un hombre normal y corriente, en una situación estresante como aquella.
Durante esos dos o tres segundos de absoluto pánico, entonces, en los cuales el lanzallamas emitió un leve soplido y luego se apagó, dejándolos en la completa oscuridad, Dan olió el sudor de Quiroga, el suyo propio, el hedor de la criatura, que rápida y silenciosamente se les acercaba, trepada por las paredes de roca. También olió los olores propios de la mina: la humedad, el moho, el polvo asentado sobre la roca, incluso el viejo olor de los aceites y las grasas de las máquinas excavadoras, que ahora debían dormir un profundo sueño de óxido y polvillo en algún lugar de las profundidades.
Y también escuchó. Más de lo que hubiese deseado, más de lo que hubiese creído posible. La respiración entremezclada de él y de Quiroga. El taconeo de los pies que retrocedían en la oscuridad, buscando algún tipo de improbable y milagroso refugio. Y sobre todo: los ruidos de la criatura. Eran sonidos, sencillamente, espeluznantes. Eran los ruidos que hace un cazador temible al acechar a su presa. Su cuerpo, al deslizarse sobre la pared de roca, hacía un sonido acuoso y borboteante, como un animal ahogándose en un líquido jabonoso. También emitía otros ruidos, más leves, aunque infinitamente peores; parecían pequeños y numerosos pies rozando las paredes, efectuando una suerte de caminata rápida e irregular; luego de unos instantes de confusión, Dan se dio cuenta de que eran los tentáculos, sacudiéndose como serpientes sin cabeza y golpeando levemente las paredes de la mina.
Uno de ellos, que era tan
flexible y resistente como un látigo, rodeó su pierna derecha,
estremeciendo su piel y los vellos. Comenzó a subirle por las
pantorillas.
Dan quedó inmediatamente paralizado, incapaz de gritar o de retroceder. Tuvo unos instantes de deja vu; recordó a Liana envuelta en esos mismos tentáculos, suspendida en el aire y roncando a pierna suelta como si se encontrara en una situación normal. Recordó que se había preguntado cómo diablos podía seguir durmiendo y roncando con todas esas cosas que rodeaban su cuerpo, aunque ahora, en la terrible oscuridad de aquel pozo, lo supo con claridad: los tentáculos eran fuertes, pero también suaves, podían moverse con la sutileza de un amante delicado sobre la piel de uno. Dan emitió un sollozo y contuvo la respiración. El tentáculo seguía avanzando, deslizándose por debajo de la pernera de sus pantalones, subiendo lenta pero decididamente rumbo a la rodilla, donde seguramente no se detendría, por el contrario: seguiría subiendo aún más, aún más… ¿hasta dónde?
Al límite del horror, sumergido en una especie de súbito trance, Dan se dio cuenta de que no sabía si quería que se detuviese, no sabía si quería que aquel obsceno tentáculo dejara de tocarlo.
“Me está hipnotizando”, pensó. “De alguna forma, esta hija de puta está anestesiando mis pensamientos… y no es tan desagradable. Incluso me gusta un poco”.
Se dio cuenta de que Liana, en sus últimos minutos de vida, quizás no había sufrido tanto como él creía; tal vez había percibido, en sueños, el contacto de aquellos repugnantes y la vez irresistibles tentáculos, y había creído que era él, que era Dan, que luego de tanto tiempo volvía a tocarla en el lecho matrimonial…
Y la voz. Eso fue quizás lo más increíble, lo más enloquecedor de todo. La voz que sintió en su cabeza, inundándola y adueñándose de todo tipo de resistencia, incluso de pensamiento propio, que le decía –le susurraba:
“No temas. No te resistas. Ven conmigo…”
Dan cerró los ojos. La criatura era más poderosa de lo que habían creído, la habían subestimado, no era un simple animal que se regía por los instintos más básicos, sino algo mucho más desarrollado. El tentáculo, mientras tanto, había llegado un poco más arriba de las rodillas. Se enroscaba alrededor de su pierna como una planta trepadora subiendo por un tronco, silenciosa e implacable. Y él supo que ahora sólo quedaba esperar. Esperar el fin. No encontraba las fuerzas para resistir esa cosa, pero lo peor de todo era que tampoco quería encontrarlas. La oscuridad se veía tan atrayente…
“Ven conmigo. No te resistas. No tengas miedo…”
Clip.
El tentáculo se detuvo ante este sonido. La voz en su cabeza también. Los ojos de Dan, como a desgana, comenzaron a abrirse.
Clip.
Era un chispazo. Y otro más.
El tentáculo, que casi había llegado al interior de su muslo, comenzó a apretarle dolorosamente.
Clip.
Y entonces el lanzallamas de Quiroga, emitiendo una pequeña bola de fuego, volvió a encenderse.
El rostro de Quiroga quedó de inmediato iluminado. Incluso en su aturdimiento, Dan pensó que parecía un demente con todas las letras. Su barba y sus tupidas cejas proyectaban sombras movedizas sobre su cara, sus ojos giraban en todas las direcciones como brújulas que han perdido su norte. Tenía la boca abierta y gritaba; gritaba de rabia y de frustración, pero sobre todo gritaba de miedo: porque había visto a Dan, y había llegado a la conclusión de que la criatura estaba a punto de ganarle. Otra vez. Como había ocurrido con su hijo, siete años atrás.
La mente de Dan, de repente despertada de aquel repugnante sueño inducido, también se percató de la gravedad de la situación. Se dio cuenta entonces de lo tramposa que era la criatura, de la forma terriblemente efectiva y sigilosa con que actuaba sobre los sentidos de uno. Porque aquel tentáculo enroscado en su pierna, si bien suave y casi seductor, distaba mucho de ser el único. Su cuerpo, en realidad, estaba rodeado de ellos. Los tenía en el cuello, en los brazos, alrededor de la cintura. Incluso, Dios bendito, tenía uno metido dentro de la boca… Se dio cuenta de ello al querer gritar; entonces sintió aquella suavidad repulsiva alrededor de los labios y sobre la lengua, que le impedían cerrar la boca. Percibió de golpe todo aquello que la criatura hábilmente le había ocultado; percibió el olor punzante, el gusto oleoso del tentáculo, sus movimientos sinuosos y lentos, como los de un gusano. Sintió arcadas y el vómito no tardó en subir por su garganta. Sin embargo, quedó allí, atascado, porque el tentáculo obstruía la tráquea de Dan y le impedía respirar. Su cuerpo se sacudió y comenzó a experimentar convulsiones.
Había pasado de la dicha al Infierno en sólo unos segundos. ¿Así era como había muerto Liana?, volvió a preguntarse. Ella se había despertado segundos antes de que la criatura la engullera por completo; en realidad había sido Dan quien la había despertado, gritándole a todo pulmón. En vistas de lo que sentía ahora, quizás había sido un grave error de su parte. Quizás era mejor morir como proponía la criatura, sumergido en una especie de agradable aturdimiento. No era tan malo morir así.
Sin embargo, una vez despertado de aquella ensoñación…
Su cuerpo volvió a sacudirse, presa de la falta de oxígeno. El tentáculo había penetrado muy profundamente dentro de su cavidad bucal, impidiendo todo paso de aire. Los músculos de su garganta se contraían involuntariamente, tratando de expulsar al objeto intruso. El tentáculo tal vez estaba retirándose, preparándose para defenderse o atacar a Quiroga, pero lo hacía muy lentamente…
El lanzallamas de Quiroga emitió un fuerte bramido, y expulsó un increíble y glorioso chorro de fuego, de unos dos metros de largo, que alcanzó a la criatura en pleno cuerpo.
-¡Muere!- gritaba Quiroga, al borde de la exaltación-. ¡Muere de una vez, hija de puta!
La cosa pareció sentir fuertemente el fuego; se agitó desesperada. Su boca, aquella enorme boca que tanto hacía recordar a Dan a la de una ballena, se abrió con increíble elasticidad y dejó escapar una especie de zumbido agudo, reverberante, muy similar al que habían escuchado en la superficie, minutos atrás. Los tentáculos, ahora sí, comenzaron a moverse más rápido y el que se había introducido dentro de su boca se deslizó hacia afuera con evidente urgencia. Salieron diez, veinte, treinta centímetros de tentáculo por su boca, chorreando bilis y una sustancia blancuzca, que debía ser su propio vómito. Finalmente, apareció el extremo, retorciéndose como la cola de una rata… y luego Dan, de repente, se vio liberado.
Aspiró el dichoso aire y luego cayó de espaldas, sobre la mochila, mientras Quiroga seguía luchando contra la criatura a unos pocos metros de distancia.
Dan aspiró otra onda bocanada de aire. Se inclinó sobre un saliente en la pared y vomitó, por cuarta o quinta vez aquella noche. Regresó, con los ojos empañados por las lágrimas, la vista a la criatura.
Era evidente que estaba replegándose, buscando protección frente a aquellas llamaradas que inundaban la cueva. La cosa trepó hacia el techo y trató de extender sus tentáculos hacia Quiroga, pero éste, implacable, la roció con un nuevo chorro de fuego. El calor dentro de la mina, de repente, aumentó unos diez o quince grados. Dan sintió que se le chamuscaban los pelos de la cara; comenzó a toser. La criatura, frente a este nuevo ataque, volvió a chillar y se replegó aún más, con todos sus tentáculos estremecidos y sacudiéndose. El lugar era un infierno; el rostro de Quiroga se veía rojo a la luz de las llamas, completamente empapado en transpiración. Dio otro paso y activó el lanzallamas por tercera vez, apuntando hacia el techo cavernoso de la mina.
Se asemejó mucho a una explosión. El fuego se concentró en un hueco de la roca y formó una bola incandescente, de unos tres metros de diámetro. La criatura se estremeció y se envolvió en sí misma, con sus tentáculos replegados, como unos brazos protegiendo la cabeza. Volvió a lanzar uno de sus horribles chillidos… aunque esta vez pareció más apagado, menos iracundo. Comenzó a retirarse, muy lentamente, como una tortuga arrastrando su caparazón. Quiroga, que intuía la victoria, la siguió con rapidez y el lanzallamas volvió a escupir su terrorífica carga de fuego. La criatura, envuelta ahora en fuego, volvió a abrir su desmesurada y oscura boca… y luego emitió un largo y escalofriante estertor de muerte, muy parecido al de las personas que exhalan sus últimos suspiros.
-Dios mío- murmuró Dan, sin poder contenerse.
La criatura se quejaba, se retorcía sobre sí misma, extendía sus tentáculos hacia cualquier parte, como víctima de un dolor insoportable. Incluso Quiroga, que tenía una larga y rencorosa historia con ella, parecía impresionado por el inminente fin de la cosa. Había dejado de avanzar y contemplaba los espasmos finales de la criatura, que aún se resistía a desprenderse del techo. El lanzallamas, con la llama piloto aún encendida, iluminaba tétricamente la escena, aportando un tono adecuado para aquella agonía.
Finalmente, y luego de sacudirse por última vez y lanzar un largo y profundo estertor, la criatura quedó inmóvil. Humeaba por todas partes y una especie de icor se desprendía de su cuerpo. Comenzó a despegarse del techo.
Dan pensó que recordaría para siempre aquel momento, si es que conseguía salir ileso de la mina. El cuerpo de la cosa se estaba doblando, lentamente, al tiempo que se producían innumerables sonidos de succión, como el de varias sopapas al ser despegadas de un vidrio. Los tentáculos pendían desmayadamente, cual cortinas de cuentas o tiras. Eran tan largos que tocaban el suelo, pese a que el techo se encontraba a unos dos metros de alto. El cuerpo seguía perdiendo asidero, despegándose progresivamente de la roca… hasta que finalmente terminó por caer, con un húmedo y sonoro plaff, que resonó tétricamente en la mina de repente silenciosa.
Quiroga tuvo que apartarse de un salto, para evitar que algunos de los tentáculos lo golpearan. Luego de transcurridos unos prudentes segundos, comenzó a acercársele, con el lanzallamas apuntándole, listo para ser activado si la cosa volvía a moverse.
Pero incluso Dan, desde su posición en el suelo, a unos cinco metros de distancia, se dio cuenta de que no hacía falta esa precaución, que la criatura estaba tan muerta como podía estarlo un trozo de piedra.
Se incorporó y se acercó a Quiroga, que respiraba en cortos jadeos. Juntos observaron, fascinados, a aquella criatura que parecía salida de uno de esos relatos de terror de H. P. Lovecraft. Su cuerpo debía medir unos dos metros de diámetro, y Quiroga había tenido razón en describir a los periodistas que se parecía un poco a una mantarraya gigante, porque de hecho, una vez que la mirabas inmóvil y quitándole los tentáculos, se le parecía bastante. Su piel parecía húmeda pese a los chamuscones, la carne blanda y gelatinosa, como desprovista de huesos. Los tentáculos, que eran como cartílagos, debían ser unos treinta o cuarenta, algunos más largos que otros. Y el olor…
Eso era lo más raro de todo. Porque el olor que emitía, pese a que era desagradable, no le resultaba del todo desconocido a Dan. Cortando el largo silencio que se había instalado entre ellos, se lo dijo a Quiroga.
El hombre, de inmediato, asintió.
-Es olor a agua, a agua de río. Creo que esta cosa vivía en el agua, tal vez en las profundidades de algún río subterráneo.
Encendió una linterna de LED, y con el rayo de luz recorrió a la criatura de arriba hacia abajo, como buscando detalles que podían servir para sacar nuevas conclusiones. Pero la mantarraya presentaba un aspecto bastante uniforme, y pese a su presencia extraordinaria, no había demasiadas cosas para observar en ella.
Quiroga se inclinó y le echó un escupitajo. Pero incluso ese gesto pareció forzado, como si el odio que lo había impulsado hasta ese lugar se hubiese extinguido junto con la vida de la criatura. Dan entonces creyó recordar que había leído por ahí que la venganza era como el café, por más azúcar que se le pusiera, siempre dejaba un sabor amargo. En ese momento le había parecido una frase sin sentido, pero ahora, al observar a Quiroga, aquel hombre atormentado por la desaparición de su hijo, encorvado sobre la criatura y murmurando frases incomprensibles, creyó entender su verdadero significado.
Se acercó a Quiroga y le puso, vacilante, una mano sobre el hombro.
-Quiroga…
Quiroga le apartó la mano de un manotón, y sin mirarlo ni apartar la vista de la criatura, le dijo:
-Recuerde esto, amigo mío: nunca me toque.
-Debemos buscar a Liana, Quiroga. Mi mujer. ¿Lo recuerda, verdad? Fue por eso que vinimos.
-Ese era su motivo, pero no el mío- contestó el hombre-. Pero tiene razón, quizás aún estemos a tiempo de encontrar a su mujer. Y además, debemos hallar a Cuco…
-No debe estar muy lejos. Y mi mujer…
Pensó que Liana podía estar muerta en algún lugar de la oscuridad, con su camisón empapado por la baba de la criatura y los ojos aún abiertos, mirando hacia la nada, y se estremeció.
Y luego pensó algo todavía peor: Liana muerta, pero dentro del cuerpo de la criatura. Enroscada en posición fetal como el bebé más grande y triste del mundo.
-Dios- murmuró.
Quiroga, por primera vez desde que entraran a la mina, lo miró. Y no por única vez, pareció adivinar sus pensamientos:
-Debemos abrirla.
-No- dijo Dan de inmediato, retrocediendo sin darse cuenta unos pasos.
-Si quiere, usted no mire. Pero hay que abrir a este monstruo. Tal vez esté su esposa ahí dentro. O Cuco. O peor: ambos.
Sin darle tiempo a replicar, dejó el lanzallamas a un lado, sacó un cuchillo de su cinturón y se agachó para hacer un corte a la cosa, mientras Dan, con horror y sin encontrar palabras para resistirse, hacía la vista a un lado…
Capítulo 6)
Pasaron treinta segundos, tal vez un poco más. Dan, con la vista apartada hacia un saliente de roca que tenía una ligera forma de cabeza humana, se limitaba a escuchar, al tiempo que la linterna de Quiroga trazaba sombras movedizas sobre la pared de la mina.
Y Dan escuchaba. Escuchaba mientras Quiroga, a espaldas suyo, destripaba a la criatura en busca de restos humanos.
Shisss…
Algo que parecía un patín deslizándose sobre una superficie de hielo. Sólo que no había ni hielo ni tampoco patín, sólo un cuchillo y una horrible cosa postrada sobre el suelo, y Dan lo sabía.
Bluff...
Eso sonaba como una bolsa inflada a medias, sumergida en un líquido caliente y reventada bajo el agua. Los dientes de Dan rechinaron y sus manos se contrajeron en dos apretados puños.
-Mierda…
Ese era Quiroga. Dan tenía la tentación de mirar, de girar la cabeza de una buena vez y mirar, pero la imagen de su esposa saliendo desde dentro de la criatura, resbalando en posición fetal sobre el suelo, entre un montón de porquería líquida, era demasiado para él. Sencillamente, no podría soportarlo.
-Dan…
No miró. No pensaba mirar.
¿Y si se daba vuelta, y Liana estaba ahí, tendida a los pies de Quiroga? ¿Contemplándolo con unos ojos acuosos y hundidos, la piel desnuda y azulada, la boca abierta rezumando algún icor negro y repugnante?
-Dan, dese vuelta. Venga a ver.
“No quiero”, pensó Dan, con desesperada obstinación. “No voy a mirar”.
Sin embargo, miró.
El espectáculo, tal cual lo
temía, era sobrecogedor.
Parecía surgido de una de esas
inquietantes pinturas de El Bosco, o quizás Goya, una de esas obras
que uno puede pasarse horas contemplándola, mientras se siente un
cosquilleo nervioso en la nuca y en los vellos de los
brazos.
Quiroga había sujetado la linterna a su cabeza mediante una vincha descolorida, para trabajar mejor. Su cuchillo estaba bañado en una sustancia parduzca y viscosa, al igual que gran parte de sus manos y antebrazos. Incluso se había empapado la camisa…, como si algo dentro de la criatura, algún órgano o saco interno, hubiese estallado al momento de abrirse, salpicando todo a su alrededor. Bluff. Solía suceder con las ballenas y los delfines muertos; incidentes habituales que podían verse en algunos videos de Youtube. Algo así, pensó Dan, podía enloquecer a cualquiera, hacerlo estremecerse de asco durante horas enteras, pero sin embargo Quiroga lo observaba todo con un interés ya en retirada, como si estuviese acostumbrado a realizar actividades similares. Limpiaba el cuchillo con el reverso de su camisa, absolutamente concentrado en la tarea. Sus botas chapoteaban en el líquido parduzco que había surgido del interior de la criatura. Y la criatura misma, ahora que Quiroga la había despanzurrado, parecía algo insignificante, una montaña de algas húmedas pudriéndose y secándose en una playa calurosa.
Pero de Liana, gracias a Dios, no había rastros.
Tampoco de Cuco.
Sólo esa sustancia ocre, oleosa, que había salido en cantidad abundante desde las tripas del monstruo.
-No están aquí- dijo Quiroga, terminando de limpiar su cuchillo y enganchándoselo en el cinturón-. Debemos seguir buscando.
-¿Y qué hacemos con esto?
-¿Con qué?
Dan señaló los restos de la criatura, que ahora, una vez muerta, parecía descomponerse o deshacerse a una velocidad vertiginosa.
-Es una criatura extraordinaria- explicó, dubitativo-. No creo que figure en ningún registro biológico; es algo totalmente nuevo para el hombre. Debemos avisar a las autoridades correspondientes, para que vengan a examinarla.
-Si quiere hacerlo, hágalo- dijo Quiroga, volviendo a acomodarse el lanzallamas a sus espaldas-. Si quiere perder el tiempo llamando a un montón de tragalibros y sabelotodos, no soy quien para impedírselo. Pero yo voy a buscar a mi perro. Y tampoco me gusta dar consejos, pero creo que usted debería hacer lo mismo con su esposa.
Dan, casi sin darse cuenta, asintió. Pero estaba comenzando a sentirse molesto. Muy molesto. Es decir, Quiroga acababa de salvarle la vida, ¿pero no era cierto también, que había intentado quitársela? A fin de cuentas, le había suministrado una droga que tenía una alta tasa de mortandad, por no hablar de los molestos efectos secundarios…
También pensó en el tentáculo, aquel dichoso tentáculo que se había deslizado suavemente por su pierna, como una mano tratando de convencer a un amigo. “Y la voz”, pensó. No debía olvidarse de la voz. La criatura le había hablado dentro de su cabeza. ¿Qué le había dicho? Algo así como que se quedara tranquilo, que no iba a sufrir ningún daño. Había sucedido minutos atrás, pero Dan estaba comenzando a olvidar ese episodio con mucha rapidez, como si no hubiese sido más que un sueño. ¿Y si de verdad lo había sido? ¿Y si no se trataba de otra cosa que su imaginación, excitada y agobiada por el miedo?
De lo que sí estaba seguro, era que aquella cosa no era un simple animal. Era inteligente, y podía engañar la mente de un humano con mucha facilidad, como cuando uno engaña a un burro poniendo una zanahoria delante de sus ojos. Pensó en decirle todo esto a Quiroga, pero al observar sus ademanes enérgicos y decididos, la mirada distraída y levemente arrogante, se dio cuenta de que sería inútil. Quiroga, en su afán de ir siempre adelante y no detenerse en cosas abstractas, nunca se molestaría en escucharlo.
El otro hombre, mientras tanto, había terminado de reorganizarse y preparar sus cosas. Sin mediar palabra ni realizar algún otro gesto de advertencia, enfiló hacia el interior de la mina, alejándose con rapidez con sus rígidos pasos de soldado. Dan, que aún tenía muy presente lo dificultoso que era seguirle el ritmo, se puso en movimiento de inmediato, apartando de su mente cualquier tipo de pensamiento inconducente. Saltó por encima de la criatura yaciente en el suelo, y uno de sus pies aterrizó en medio de un charco parduzco, produciendo un rebosante plaf. El líquido empapó sus calcetines y se le pegó, frío y pringoso, a la piel de sus pantorrillas. Eso hizo que recordara otra vez al tentáculo trepando por su pierna, pero apartó la imagen enseguida. “Si fuera una película de terror, éste sería el momento en que uno de los tentáculos revive y me sujeta por el tobillo”, pensó.
Pero claro que no ocurrió nada de eso. No se encontraban en una tonta peli de terror. Además, la criatura estaba bien muerta; el cuchillo de Quiroga podía atestiguarlo.
Corrió tras los pasos de Quiroga, ignorando su pierna empapada con el icor de las entrañas de la criatura. Al rato se puso a la par.
-Dígame qué hacer- le dijo entonces, preguntándose, y no por primera vez, si al ponerse en manos de un loco no estaría cometiendo el peor error de su vida-. Dígame cómo puedo ayudarlo.
-Por empezar, traiga la mochila que dejó en el suelo- dijo Quiroga, sin detenerse-. Y luego alcánceme.
-¿La mochila?- repitió Dan, estúpidamente-. ¿Qué moch…
Pero entonces la recordó. La había dejado caer mientras luchaba con la mantarraya. Ahora debía volver sobre sus pasos, cosa que no le hacía gracia en absoluto.
-Lo esperaré aquí- dijo Quiroga, intuyendo sus pensamientos-. Pero apresúrese.
Y Dan, que sentía que su temple caía sin cesar por una especie de barranco lodoso y traicionero, hizo lo que el otro pedía sin soltar una sola queja.
No habían hecho más de veinte o treinta metros cuando Quiroga se detuvo, la mirada atenta y ligeramente sorprendida.
-¿Qué pasa?
-Sshhh… ¿No escucha?
-Sólo oigo nuestros pasos.
-Más adelante. Escuche, maldición.
Casi de mala gana, Dan escuchó. El pasadizo se había ensanchado un poco a esas alturas de la excavación, y los ecos parecían multiplicarse y perderse en la lejanía, como murciélagos a los cuales se los ha despertado en medio de la noche. Y hacía calor… no tanto como el calor explosivo que había sentido al activarse el lanzallamas, pero sí el suficiente como para arrancarle algunas gotas de sudor de la frente. Dan aguzó el oído, tratando de concentrarse únicamente en los ruidos de la mina… y entonces, al cabo de un tiempo, él también lo oyó. Al principio uno podía sospechar que sólo era un sonido imaginado, pero luego se repetía una y otra vez, despejando todo tipo de incertidumbre. Eran tenues, apenas perceptibles, pero sin dudas estaban ahí.
Ladridos.
Ladridos apagados, lejanos, como si provinieran de un lugar muy profundo de la cueva.
-Cuco- dijeron los hombres, casi al unísono.
Dan no tenía motivos para emocionarse por la presencia de aquellos ladridos, porque de hecho el perro le caía muy mal y además el animal había estado a punto de morderlo, pero al menos dejaba abierto un hueco de esperanza. Si Cuco andaba por ahí, en algún lugar de las profundidades, entonces quizás Liana también…
-¡Liana!- gritó con todas sus fuerzas, sin poder contenerse.
-Cállese- dijo Quiroga de inmediato-. No revele nuestra posición.
Dan le dirigió una mirada de perplejidad.
-¿Y cuál es el problema? La criatura ya está muerta. La matamos, ¿recuerda?
-Claro que lo recuerdo. No estoy loco. No me subestime, Dan.
-¿Y entonces?
Quiroga suspiró, al tiempo que paseaba su mirada por el lugar.
-No lo sé. Quizás sea mi entrenamiento. En la milicia nunca nos permitían relajarnos. Ahora siento que es lo mismo.
-Los ladridos se escuchan muy lejanos… parece que Cuco está mucho más abajo.
El otro hombre asintió.
-Lo sé. Estoy tratando de orientarme… creo que es por allí.
Señaló un recodo ubicado a unos diez metros a la izquierda. Guiados por la luz movediza de la linterna de Quiroga, se acercaron al lugar. En ese punto la mina se bifurcaba en dos pasadizos, uno del tamaño de un desagüe pluvial, el otro mucho más grande, casi tanto como la sala de estar de una casa confortable. Dan vio que el techo, en esa parte, había sido apuntalado con tirantes de madera, al igual que gran parte de las paredes de roca. El olor a aceite de máquina era muy intenso, y cuando Quiroga iluminó hacia el sector, pudo darse cuenta por qué: allí, alineados sobre unas vías oxidadas y polvorientas, habían dejado los vagones de carga, todos ellos vacíos y tiznados por el hollín. Eran cinco en total, y había algo en la quietud de esos antiguos artefactos que hizo que Dan sintiera un escalofrío. Pensó en los mineros que habían trabajado allí, sus voces excitadas, el ruido extremo de los taladros y las brocas que perforaban el interior de la montaña… y ahora, como feroz contrapartida, esto.
El eterno silencio.
La eterna oscuridad.
Y aquellos cinco vagones muertos, inservibles, que atestiguaban el rápido y devastador paso del tiempo.
“Fantasmas de mineros muertos. Habladurías de viejas”, había dicho Quiroga.
Pero ahora Dan, mientras contemplaba la escena, no estaba tan seguro de eso.
Vio que, detrás de esos vagones, los rieles seguían unos metros más y luego terminaban, abruptamente, frente a la puerta de algo que parecía una jaula de hierro grasienta, de unos tres metros de ancho por otros tres de largo. Se la señaló a Quiroga.
-Es el ascensor- explicó de inmediato Quiroga-. Comunica este nivel con otro inferior, que es en realidad la verdadera mina. Esto que acabamos de recorrer es sólo la galería de acceso. Después viene la caña del pozo, que es una perforación vertical que se hace directamente sobre la veta del mineral. Para comunicar ambos niveles, se utilizaban estos ascensores, que eran lo suficientemente grandes como para transportar a los mineros y a los vagones de acarreo al mismo tiempo.
-¿Cómo es que sabe tanto sobre esta mina?
-Le dije que fue mi obsesión durante los últimos cinco años de mi vida. La conozco muy bien, incluso tengo algunos planos, que yo mismo confeccioné, con la ayuda de un teodolito electrónico.
-Los ladridos vienen de ahí- observó Dan-. Del pozo. Creo.
-Cuco debe haber bajado- asintió Quiroga-. Aunque no puedo explicarme cómo…
-¿Por qué?
-Un perro no podría bajar sin la ayuda de los ascensores. Y estos ascensores no funcionan, llevan décadas sin funcionar.
-¿Y cómo bajaremos nosotros?
Con su linterna, Quiroga iluminó hacia uno de los laterales de la jaula, donde alcanzaba a distinguirse una abertura tan negra como una mancha de petróleo.
-Hay unas escaleras allí. Las construían paralelas a los ascensores, por si éstos fallaban o se cortaba el suministro eléctrico- observó el rostro alarmado de Dan y agregó:- No se preocupe, he bajado muchas veces por esas escaleras. Son sólidas y no representan peligro alguno. Eso sí: son largas, tan largas como una estancia en el Infierno. Si tiene claustrofobia, le sugiero que lo piense dos veces antes de bajar.
-No tengo claustrofobia- dijo Dan decidido, al tiempo que pensaba: “Al menos, creo que no”.
-Muy bien- dijo Quiroga, y se quitó el arnés que sostenía los amarillentos tubos del lanzallamas-. Bajaremos estas cosas primero, junto con su mochila. El hueco de las escaleras es demasiado estrecho y corremos el riesgo de quedar atorados. Ayúdeme con las cuerdas, ¿quiere?
Se refería a unas cuerdas que acababa de retirar del techo del ascensor, con uno de los extremos atados a los barrotes. Evidentemente Quiroga ya había estado allí, y se había preparado muy bien para una situación como aquella. ¿Con cuánta antelación? Dan no lo sabía, pero tampoco quería pensar en ello. El hecho de imaginarse a un hombre vagando por esas oscuridades, durante años y más años, sin más compañía que un perro…, sin dudas era desconcertante. Como mínimo. Mejor no pensar en ello.
Ataron el lanzallamas y la pesada mochila y luego comenzaron a bajar la soga, muy lentamente. Cada tanto, algo parecía engancharse en los laterales del hueco, por lo que debían subir la soga unos centímetros y luego comenzar de nuevo. El hueco de las escaleras, oscuro y asfixiantemente estrecho, era hondo, muy hondo… Dan calculó primero unos treinta, luego unos cincuenta metros, quizás más, antes de que los cacharros tocaran fondo definitivamente. Para ese entonces habían transcurrido unos cinco minutos, y ambos hombres estaban empapados en sudor. Sin detenerse a descansar siquiera unos segundos, Quiroga soltó la cuerda y se dispuso a bajar por el hueco, poniendo un pie sobre el primer escalón. Mediante señas, apremió a Dan para que lo siguiera… y antes de que Dan pudiera soltar alguna protesta, su compañero había desaparecido por el hueco.
Jesús, ¿acaso ese hombre era de hierro?
Dan se aprestó a seguirlo. Se asomó al hueco. Como mucho, tenía unos ochenta centímetros de diámetro; de las profundidades manaba un calor persistente y polvoriento, que hizo que sus fosas nasales se cerraran compungidas. “Será largo, sí”, pensó con desánimo. “Tan largo como una jodida estancia en el Infierno”. Pero mientras le quedaran fuerzas y voluntad, decidió, no se echaría atrás. “Si él puede, yo también”, se dijo con un orgullo fingido.
Comenzó a bajar, escalón por escalón, respirando en cortos jadeos.
Los ladridos allá abajo eran más perceptibles conforme bajaban. Cuco parecía loco, ladraba y ladraba sin cesar, como asustado por algo… ¿Acaso tendría miedo de estar solo, perdido en aquella oscuridad? Sin dudas que sí. Aunque Dan, cuyas manos sudorosas comenzaban a resbalar por los escalones de hierro, recordó lo que acababa de decir Quiroga:
“Es imposible que un perro pueda bajar sin la ayuda de los ascensores”.
Detuvo el descenso. Miró hacia abajo. Su compañero se encontraba unos metros más abajo, concentrado en los escalones. La luz de su linterna trazaba arcos temblorosos en derredor.
-¿Quiroga?
-¿Sí, Dan?
-¿Acaso se preguntó cómo fue que Cuco pudo bajar sin los ascensores?
-Sí- dijo Quiroga, sin alzar la vista ni dejar de bajar-. Claro que me lo pregunté. Y si le interesa, tengo dos teorías al respecto.
-Lo escucho.
-Una: Cuco encontró un pasadizo que yo nunca pude ver, un pasadizo inclinado que termina llevando al fondo de la mina. No es una construcción muy habitual en una mina, pero puede ser.
-¿La otra?
Quiroga seguía bajando, no se había detenido mientras hablaba, por lo que Dan se vio obligado a ponerse en movimiento otra vez.
-La otra… que Cuco no está solo- Quiroga miró hacia arriba, sólo unos instantes, y Dan entrecerró los ojos ante la luz intensa de la linterna-. Alguien, por algún motivo, lo bajó hasta allí. Y me gustaría saber quién es, y por qué hizo eso.
“¡Liana!”, pensó de inmediato Dan, emocionado. “¡Ella está con Cuco!”.
Y entonces, mientras llegaba a esta conclusión, los ladridos excitados de Cuco se detuvieron… y se convirtieron en auténticos gañidos de dolor.
-¡Algo le sucede!- gritó Quiroga, de repente aterrado-. ¡Debemos bajar más rápido! ¡Apresúrese!
No daba la impresión de que hubiera otra alternativa. Cuco parecía angustiado y no paraba de soltar alaridos. Con los nervios otra vez erizados, apresuraron su marcha por las escaleras, rumbo a aquellas tenebrosas y profundas oscuridades…
Capítulo 7
Liana...” pensaba Dan, una y otra vez, mientras descendía jadeante por aquellas interminables escaleras. “Liana también puede estar allí abajo…”
Los quejidos y alaridos de Cuco no hacían más que empeorar. Era como si sometiesen al animal a las peores torturas físicas. ¿Qué le habría ocurrido? Lo peor era la otra pregunta, que Dan por todos los medios evitaba formularse: ¿Y si Liana estaba con él, y también sufría como Cuco?
-Vamos, vamos- repetía Quiroga entre dientes, como hablando consigo mismo. Estaba unos metros debajo de Dan, y la distancia no hacía sino aumentar, como si el otro fuese dueño de una energía y fuerza sobrehumanas. No era la primera vez que sucedía esto, había ocurrido lo mismo cuando ingresaron corriendo a la mina, y Dan volvió a preguntarse si no había algo sospechoso en los movimientos incansables de Quiroga. “¿O será que yo soy muy lento?”, pensó. Después de todo, ¿hacía cuánto tiempo que no dormía, o que no probaba un bocado más consistente que unas galletitas y un poco de agua? Era casi un milagro que aún se mantuviese en pie.
Además, por supuesto, estaba el asunto de aquella bendita droga, que Quiroga le había suministrado en el whisky…
Trató de concentrarse en bajar, en abandonar todo pensamiento que pudiera distraerlo y ocasionarle una dolorosa (y tal vez mortal) caída. Tenía las manos sudorosas, y las escaleras, si bien estaban fuertemente sujetas a la roca, parecían endebles en algunos sectores. Un leve resbalón, un pequeño error de cálculo… y todo terminaría allí.
Cierto que si caía, se encontraría durante la caída con el cuerpo de Quiroga, pero era
muy probable que por el propio peso lo arrastrara consigo. Y luego, lo que esperaría allá abajo, cien metros más abajo, sería con toda probabilidad la muerte. O al menos, un cuerpo totalmente fracturado e inútil.
“Y no tendríamos posibilidades de pedir ayuda…”, pensó.
Ni siquiera con los celulares. Carecían de señal allí abajo. Eran tan útiles como un reloj sin pilas, o un aparato de TV sin electricidad.
“Liana”, volvió a pensar, casi al borde del llanto. “Lo haré por ti, amor”.
En las profundidades, Cuco no paraba de gemir y de gritar. Los nervios de Dan se erizaban por cada gemido que Cuco emitía.
“Lo haré por
ti…”
De repente, no podía dejar de pensar en ella. En Liana. Las imágenes en su mente se superponían una tras otra, vertiginosas, en una sucesión de recuerdos que no respetaban ningún tipo de orden cronológico, que iban y venían en el tiempo como si éste no existiera, como si fuese sólo una confusa ilusión, algo que quizás, después de todo, no estaba tan lejos de la realidad. Liana caminando por las escalinatas de la Universidad, su falda que tanto lo enloquecía flameando bajo el viento de mayo, riendo y mirándolo con esa mirada inocente y pícara al mismo tiempo, que parecía prometer el cielo y mucho más. Liana en la bañera, desnuda y con un penacho de jabón coronando su largo pelo. Luego Liana con el brazo rodeado por un yeso, producto de una caída durante sus entusiastas (y previsiblemente poco duraderas) clases de danza. Eso había sido en el 2008, o en el 2009 (¿tan rápido había pasado el tiempo?) y el matrimonio parecía tan fuerte como sólo pueden parecerlo los sueños cargados de ingenuidad. Luego, todo había comenzado a desmoronarse, lenta pero progresivamente, como una gran montaña de nieve, y ninguno de ellos había tenido las fuerzas (ni la voluntad) de hacer algo para detener la caída.
Una de sus manos resbaló de un escalón. A punto estuvo de perder total asidero y precipitarse hacia las profundidades. Durante un minuto entero Dan permaneció aferrado con todas sus fuerzas a la escalera, el corazón palpitando a unas dos mil pulsaciones por minuto. Las piernas le temblaban y los músculos de los brazos parecían tener la consistencia de una gelatina. Cuando más o menos creyó que volvía a calmarse, reanudó el descenso.
“Eso me pasa por pensar en Liana”, se lamentó.
Pero sin embargo su mente, tal vez como un mecanismo de defensa frente a aquel largo encierro, siguió pensando en ella.
No fue mucho después de aquella caída, acontecida durante el invierno del 2008 o 2009, que los problemas en la relación comenzaron de verdad. Las peleas se hicieron más frecuentes, las palabras se tornaron frías, los desayunos y las cenas ahora duraban no más de cinco o seis circunspectos minutos. Incluso cuando hacían el amor, incluso eso parecía distante y forzado. Lo hacían no ya como un acto de cariño y devoción, sino como una forma de convencerse a sí mismos, de engañarse, de decirse mutuamente: “No estamos tan mal, ¿verdad? Si aún podemos besarnos y acostarnos juntos, no estamos tan mal, ¿cierto?”.
Pero claro que estaban mal. Incluso ahora, mientras descendía jadeante por una escalerilla grasienta, rodeado de una cálida y claustrofóbica oscuridad, Dan podía darse cuenta de eso.
De hecho, ahora que lo miraba en retrospectiva, la noche en que sucedió todo, la noche en que Liana fue atacada por la criatura del cielorraso (y de eso hacía ya unos tres increíbles, largos y alucinantes días), Dan estaba seguro de que el matrimonio se encontraba al borde del divorcio.
Y no era por los ronquidos de Liana. Eso sólo era otra gota que había llenado el vaso, al punto de casi rebalsarlo. Era por otras cuestiones, infinidad de detalles y situaciones que lentamente habían resquebrajado las otrora sólidas paredes del matrimonio. Como por ejemplo: las interminables y variadas clases de cerámica, pintura, inglés, y todo lo que se dictase en la ciudad, que Liana tomaba como una evidente excusa para alejarse lo más posible de la casa. Las también interminables y frecuentes horas extras de Dan, en el trabajo, por idénticos motivos. La vez que fingieron olvidarse de los respectivos regalos de Navidad, aduciendo un estrés o un trajín laboral ficticios. Pero sobre todo: la aparición de una tercera en discordia. La famosa y temida tercera persona, que por supuesto tenía nombre y apellido, Amanda López: una de sus alumnas de la Universidad. Había sido fugaz, una posibilidad inconcreta, pero no obstante había estado a punto de romper con catorce años de matrimonio, con una facilidad que casi llegaba a asustarlo.
En muchas anteriores ocasiones, durante sus esporádicas incursiones en la enseñanza, había tenido la oportunidad de acostarse con alguna de sus alumnas. Él era un hombre atractivo, al menos la imagen que le devolvía el espejo lo dejaba conforme, y era consciente de lo que solía generar entre el alumnado femenino. Estaba acostumbrado a los coqueteos, las miradas insinuantes, incluso las proposiciones más directas –y éstas parecían incrementarse con el transcurso de los años. Sin embargo, él nunca había cedido a la tentación, primero porque amaba a Liana, no quería perder su relación con ella por una aventura de un día, y segundo porque sentía que no era ético aprovecharse de una situación de poder que en cierta forma era inmerecida, completamente desigual. Las jóvenes que solían fijarse en él eran por lo general chicas perdidas, angustiadas, que trataban de resolver sus problemas mediante una relación idílica, en la cual tenían todas las de perder. Y él no quería meterse en eso, lo consideraba injusto. Pero con Amanda fue todo diferente. Algo pareció quebrarse en su interior. Veía en su mente la imagen de Liana llorando desconsolada y ya no le importaba tanto. Pensaba que, si el divorcio al fin se llevaba a cabo, ninguno de los dos se vería excesivamente perjudicado. Podrían sobrevivir sin su mutua compañía. Así que puso la mente en blanco y un día accedió a salir con Amanda, dejando que todo se fuera al demonio.
La chica era todo lo opuesto a Liana. Quizás fue por eso que en un principio lo atrajo tanto. Mientras Liana era de ademanes dulces y delicados, Amanda, con sus caderas redondeadas y su andar calculadamente provocativo, parecía llevarse todo por delante, sin importarle nunca las consecuencias ni los desastres que podía causar. Mientras Liana parecía, en el mejor de los casos, un cálido y tierno pimpollo, Amanda directamente era como una flor roja con los pétalos abiertos de par en par, cuyo néctar deslumbrante atraía a muchachos y hombres viejos por igual.
No era una alumna especialmente brillante, pero en las clases destacaba con facilidad
por sus atributos físicos. Quedaron en verse en un restaurante de las afueras de la ciudad, un viernes a la noche.
Hacía más de diez años que no salía con otra mujer que no fuese Liana. Sin embargo, aquella vez obró como todo un especialista de la infidelidad. Puso a Liana las excusas correctas, con el tono de voz correcto. Dijo que debía quedarse en unas horas extras por unos trabajos retrasados en la oficina. Que no lo esperara para cenar, porque comería con sus compañeros en algún restaurante de paso. Liana en ningún momento pareció sospechar. Aunque Dan nunca supo si se debió a sus despreciables y hasta el momento insospechadas cualidades para engañar, o porque sencillamente Liana ya no se interesaba por los destinos de su marido.
Pasó a buscar a Amanda a las nueve, en el coche. La muchacha se había vestido de manera espectacular; ya desde lejos quitaba el aliento. Se subió al auto y le estampó un sonoro beso a Dan, en la mejilla. Dan puso el coche en marcha y enfiló hacia el restaurante, con las manos de repente sudorosas. “Lo voy a hacer”, pensaba. “Voy a engañar a mi mujer. De verdad voy a hacerlo”.
Llegaron unos veinte minutos después. Durante el camino, Amanda no paró de hablar y de reír, mientras Dan apenas mascullaba alguna respuesta. La chica se comportaba muy suelta y utilizaba cualquier excusa para tocarlo, para abrazarlo. Dan trataba de mantenerla lo más apartada de sí posible, porque sentía que aún no estaban lo suficientemente lejos de la ciudad y por lo tanto alguien podría verlos. Pero a la muchacha no parecía importarle nada; cuando se inclinó para decirle algo al oído, Dan pudo percibir el alcohol en su aliento. Alcohol mezclado con chicle de frutas. ¿Por qué esa combinación de repente se le antojaba nauseabunda?
El restaurante era moderno, elegante, aunque había comenzado a declinar en los últimos tiempos. Había ido varias veces con Liana, para festejar algo importante, o simplemente porque sí. Lo había elegido para Amanda porque nunca en ese lugar se había topado con nadie conocido, ni siquiera con alguno de sus numerosos ex alumnos, a quienes a veces, sobe todo en los momentos menos indicados, parecía encontrárselos en cada esquina de la ciudad. Además pasaban música de los ochenta, su preferida, y el mozo que generalmente los atendía era muy amable y discreto.
Aquella noche, la noche en que Dan decidió serle infiel a su mujer, entraron al lugar y dejaron sus abrigos en el guardarropas. Cuando Amanda fue a sentarse a la mesa reservada, muchas miradas convergieron hacia ella, aunque a Dan le pareció que en realidad lo miraban a él. Si hasta ese momento sentía nervios y sudaba un poco, a partir de allí comenzó a transpirar a chorros.
Inmediatamente los atendió el mozo de siempre. Amanda pidió un estofado de conejo a la provenzal, y cuando Dan solicitó un humilde bife de pollo deshuesado, la chica se burló de él. “Parece comida de hospital”, le dijo. Y luego soltó una de sus risotadas y aporreó la mesa con un puño. Dan evitaba mirar al mozo, en realidad evitaba mirar a todo el que se encontrara a su alrededor. Pero cuando el mozo regresó con la comida, minutos después, sus miradas se cruzaron brevemente. Y fue ahí que el mozo le guiñó un ojo.
Era un guiño cargado de lascivia, de complicidad, que no dejaba dudas sobre su significado. El mozo reconocía a Dan, sabía que la mujer que estaba a su lado no era su esposa. Y, lejos de reprobarlo por ello, lo felicitaba. Dan comenzó a sentirse descompuesto.
Se dio cuenta de que había sido un error haber elegido ese lugar. Demasiadas cosas le recordaban a Liana. El mozo. La música. Aquella mesa ubicada cerca de la ventana, que daba al inmenso patio trasero. ¿Y no había venido con ella para algún aniversario de casados? ¿El quinto, o el sexto? No podía recordarlo. Apenas probó la comida. Tampoco bebió demasiado. Si se emborrachaba, todo terminaría por irse al diablo. Lo sabía.
Pero en cuanto a Amanda… ella sí que bebió. Dan nunca hasta ese momento había visto a una mujer beber de esa manera. Cuando finalmente abandonaron el restaurante, ella se tambaleaba y tuvo que aferrarse a Dan para no caer al suelo. Dan la abrazó y rápidamente la condujo al coche. La sentó en el asiento del acompañante y le puso el cinturón de seguridad, porque estaba seguro que Amanda no podría hacerlo. Rodeó el auto y se sentó al volante, y luego miró hacia Amanda: la chica había comenzado a desnudarse.
-¿Qué haces?- le dijo.
-¿Qué crees que estoy haciendo? No puedo esperar más, profe. Lo amo desde el primer momento en que lo vi, parado frente al pizarrón. ¿Sabía que usted es muy sexy?
-No- contestó Dan, y trató de volver a ponerle la blusa que ella se acababa de quitar-. Te llevaré a casa, Amanda. Creo que será lo mejor.
Ella lo apartó de un súbito manotazo. Lo miró con sus enormes ojos violeta, ahora vidriosos y perdidos.
-¿Qué significa eso?
-Significa que regresaremos a nuestras casas y seguiremos con nuestras vidas. No debimos haber venido hasta aquí.
-Sé que usted está casado.
-Sí- dijo Dan, y el corazón de golpe comenzó a latirle más fuerte-. Todos lo sabemos, Amanda.
-Si no me lleva a un motel y me hace el amor, juro que le diré a su esposa.
-¿Y qué le dirás, Amanda?- dijo él, enarcando una ceja, aunque sabía la respuesta.
-Diré que me invitó a cenar. Diré que tuvo intenciones amorosas conmigo. Hay muchas personas en el restaurante que podrían atestiguarlo.
-Te diré algo mejor: olvidémoslo de todo esto, y yo te aprobaré con la nota que quieras. ¿Cuánto necesitas para seguir con la beca? ¿Un ocho, un nueve? ¿Un diez, tal vez? Sabes que yo no pongo dieces, soy un profesor muy estricto en ese sentido, pero contigo podría hacer la excepción.
Nunca supo de dónde sacó el suficiente aplomo como para decir algo así. Se había convertido en una persona totalmente desconocida para él, alguien a quien nunca querría volver a encontrarse en la vida. Incluso Amanda, que creía conocerlo, pareció sorprendida por sus palabras. Pero sin embargo aceptó. Estaba borracha pero no por eso había dejado de ser lista. Aún podía reconocer las oportunidades; sabía que era más fácil aceptar aquella propuesta que iniciar su propio ataque. En el largo y silencioso regreso a casa, no obstante, ella comenzó a reír. Era una risa hueca, forzada, peligrosa. Dan le preguntó, con el tono de voz más neutral que fue capaz de encontrar, qué sucedía.
-Es la primera vez que me sucede algo así- dijo la chica, sin parar de reír de esa manera tan malhumorada-. Es decir, no es la primera vez que me acuesto con un profesor para ganarme la nota, pero sí es la primera vez que obtendré un diez por NO acostarme con uno de ellos.
Y siguió riendo hasta que, de pronto, soltó un alarido y le dio un doloroso mordisco en el cuello. Dan, por la sorpresa y el dolor, a punto estuvo de dirigir el coche hacia la cuneta.
-¡Maldición, Amanda!- gritó, llevándose una mano al cuello-. ¿Qué demonios estás haciendo?
-Es una prueba- dijo Amanda, mirándolo con ojos brillantes, acurrucada ahora contra la puerta del coche-. No te librarás tan fácilmente de mí. Si tu esposa se da cuenta, quiere decir que aún se fija en ti y te quiere. Si no percibe ese mordisco, y no te pregunta nada… entonces yo te estaré esperando. De verdad.
La dejó en su casa sin decir palabra, sin intercambiar ninguna despedida. La vio alejarse con su falda apretada y sus tacos de aguja y luego cerró la portezuela y se marchó. Anduvo todavía un rato por el centro, manejando sin rumbo fijo, hasta que decidió que era hora de volver. Liana estaba durmiendo en la cama; había dejado la tele encendida. Dan apagó el aparato y luego se dirigió al baño, para verse la herida. No era muy profunda, aunque estaba poniéndose roja. Se pasó un algodón embebido en alcohol por la zona y luego trató de aplicarse un poco del maquillaje de Liana, pero como no tenía idea de cómo hacerlo, el resultado fue el opuesto al esperado, porque resaltaba el mordisco aún más. Resignado, se quitó el maquillaje y regresó a la cama. Apagó la luz y besó a Liana en la frente. Le deseó buenas noches, pensando si no sería mejor, después de todo, que Liana se diera cuenta del mordisco y todo acabara allí.
Pero ella, al parecer, nunca lo notó ni formuló preguntas al respecto.
Siguieron con sus vidas de siempre. En la Universidad, al final de la cursada, él puso el diez a Amanda.
Nunca más la volvió a ver.
Sus pies, por fin, tocaron fondo y Dan se apartó rápidamente de las escalerillas, como si de repente éstas quemaran. Casi tropezó con una roca y tuvo que detenerse unos segundos para recuperar el resuello. Miró a Quiroga. Se estaba marchando muy rápido, rumbo al origen de los ladridos. Por primera vez le pareció que el hombre estaba fuera de sí, había perdido el control y eso allí abajo podía resultar muy peligroso. Lo llamó a viva voz, pero Quiroga no se dio vuelta. Dan se agachó para recoger la mochila… y luego algo, un instinto, le hizo tomar en su lugar el lanzallamas. Era pesado, incómodo de llevar, pero los arneses facilitaban un poco la tarea. Tomó con ambas manos el soplete y por un momento se vio a sí mismo como un ridículo Rambo, algún héroe venido a menos que no era más que la copia de otro más popular. Se terminó de acomodar el lanzallamas y corrió tras los pasos de Quiroga, esperando que aquella pesadilla acabara de una buena vez.
Un recodo surgía unos metros más adelante, de allí parecían provenir los gemidos de
Cuco. Quiroga tomó el recoveco y luego se perdió de vista. Dan apresuró el paso. Las galerías en ese lugar eran más estrechas, el aire era pesado y caliente; una persona claustrofóbica hubiese muerto de miedo en menos de un minuto. Dan dobló el recodo y luego, de inmediato, se detuvo, sin poder creer lo que veía.
Cuco estaba suspendido en el aire.
Sus patas se estremecían y parecían correr inútilmente hacia ningún lado. De su hocico salían largos y lastimeros aullidos.
Quiroga, que de repente parecía haber perdido las fuerzas, estaba arrodillado bajo su cuerpo, la cara vuelta hacia arriba, como rezando a algún oscuro Dios de las tinieblas.
Dan siguió la dirección de su mirada: en el techo de la caverna había otra de esas mantarrayas, ocupando casi todo el recinto y extendiendo sus finos tentáculos en dirección hacia ellos. Algunos de esos tentáculos habían rodeado a Cuco y lo elevaban por los aires. Por instinto, Dan apuntó el lanzallamas hacia la criatura, aunque no tenía idea de cómo usar aquel maldito trasto. Pero de inmediato Quiroga giró la vista hacia él:
-¡No lo haga, Dan! ¡Matará a Cuco!
-¿Y entonces, qué hago?- gritó Dan, pero antes de que Quiroga pudiera responder, escucharon un horrible chillido, y de uno de los huecos de la caverna comenzó a surgir otra criatura, y luego otra más… Todas venían trepando por las paredes, deslizándose sobre la roca como gigantescas babosas con tentáculos. Quiroga dejó caer la cabeza, al tiempo que Cuco comenzaba a desaparecer dentro de la boca de uno de esos horribles seres.
-Es una colonia… lo sabía- murmuró, y luego, con ojos vidriosos, se dirigió a Dan:- Olvídese de todo esto. Corra. Corra por su vida. Corra mientras tenga la oportunidad de hacerlo.
Iba a decir otra cosa, pero entonces uno de los seres cayó sobre él, envolviéndolo con sus tentáculos, y Dan ya no volvió a verlo o a escucharlo.
Dio media vuelta y, siguiendo el sabio consejo de Quiroga, comenzó a correr.
Capítulos 8
Dan corría, la mente y el cuerpo enfocados en un solo objetivo: sobrevivir.
Corría y resollaba. Atrás quedaban Liana, Quiroga, su hijo, el perro: tropezando en la oscuridad, Dan se limitaba a huir de aquellas grotescas y numerosas criaturas, temeroso de que alguna le cayera desde el techo y lo envolviera con sus largos y poderosos tentáculos.
Tropezó por enésima vez y cayó. Uno de los tubos del lanzallamas lo golpeó en la nuca y comenzó a ver destellos de dolor delante de su campo de visión. Quiroga había desaparecido en las fauces de una de esas cosas, y con él se había extinguido cualquier indicio de luz; no obstante, Dan pensaba que podría abrirse paso rumbo a las escaleras si se guiaba por las paredes del corredor, con ayuda de las manos. Se sujetó a una de las rocas y se volvió a parar. No debía estar muy lejos de las escaleras, aunque sabía que en la oscuridad era muy fácil perder el sentido de las distancias. Comenzó a correr otra vez. Había extendido la mano izquierda para guiarse; sus dedos estaban en permanente contacto con la pared de la mina, por lo que al cabo de un tiempo comenzaron a despellejarse y a sangrar. Tanteó un saliente en la roca y trató de esquivarlo, aunque uno de los tubos del lanzallamas golpeó algo sólido. Volvió a detenerse, esta vez para quitarse el artefacto de encima. Estaba desenredando uno de los arneses cuando sintió el ruido a sus espaldas; esto hizo que quedara por completo paralizado.
Un ruido de succión, de sopapa. Se acercaba rápidamente.
“Estoy perdido”, pensó.
Se dio vuelta hacia los sonidos, apuntando con el lanzallamas. ¿Pero de qué servía empuñar esa arma, si no sabía usarla?
Los ruidos se acercaban cada vez más. Estaban a diez metros, a cinco, incluso menos.
Las manos de Dan tantearon la empuñadura del lanzallamas. Tal vez, si realizaba el intento… La empuñadura era fría y rasposa, como si estuviera hecha de un metal fruncido. Creyó reconocer un gatillo; de inmediato introdujo el dedo índice y apretó.
No sucedió nada.
La cosa se acercaba en la oscuridad. Ahora podía percibir su hedor, ese característico olor a barro podrido, propio de las orillas de los ríos. Quiroga había tenido razón al respecto: aquellas cosas debían vivir en las cercanías de algún río subterráneo, seguramente ubicado debajo de la mina. Debían ser criaturas de hábitos sigilosos y nocturnos, y al parecer tenían facultades mentales extraordinarias.
Y además, sobre todo, eran muchas.
Volvió a apretar el gatillo, pero éste se negó a moverse de su lugar.
“Un seguro”, pensó entonces. “Debe tener un seguro”.
Lo buscó a ciegas, esperando recibir el contacto de alguno de esos tentáculos de un momento a otro. Pensó que, si además de buscar el seguro del gatillo, debía encontrar algún botón que activara el chispero, entonces estaría acabado; nunca podría tener el suficiente tiempo como para hacer las dos cosas.
Tanteó algo que parecía un reborde metálico, muy cerca de la empuñadura. Lo retiró hacia atrás, en un gesto automático y desesperado.
Volvió a apretar el gatillo, al tiempo que pensaba: “Si Quiroga no pudo encenderlo al primer intento, entonces yo tampoco podré”.
Sin embargo, de la punta del lanzallamas surgió una pequeña lengua de fuego. Al parecer, había tenido más suerte que Quiroga, porque el maldito trasto se había encendido de inmediato. Levantó el soplador; la llama le proveía una pequeña pero esperanzadora fuente de luminosidad.
La criatura estaba sobre él. Su boca era tan grande como un tanque de agua. Los tentáculos pendían a su alrededor, negros y viscosos, como la tétrica decoración del cumpleaños más pavoroso del mundo.
Dan lanzó un gemido y apretó el
gatillo, al tiempo que sentía que uno de los tentáculos le rodeaba
el cuello.
CAPÍTULO 9
1
Si eso era la muerte, entonces no era tan desagradable como siempre había creído.
2
“No”, pensó Quiroga, abriendo los ojos muy lentamente.
Había oscuridad. Y un sonido amortiguado, como el batir de un tambor en las lejanías. Su cuerpo parecía flotar en una especie de líquido viscoso, tibio, como la sangre. Estiró una mano: de inmediato se encontró con una resistencia elástica, carnosa, que cedió un poco al empujarla con cierta fuerza.
“No”, insistió. “Si esto es la muerte, no es para nada algo espantoso”.
3
Sin embargo, durante mucho tiempo, sobre todo en los meses posteriores a la desaparición de Lucas, había deseado la muerte con toda la intensidad posible.
Al punto de haber intentado el suicidio.
En ese entonces él se dedicaba a experimentar con las drogas. Cualquiera, la que cayera en sus manos: anfetaminas, ácidos, derivados del opio y productos de laboratorio, cocaína, heroína… Todas esas mierdas le producían distintos estados de ánimo, cada uno de ellos perfectamente identificables entre sí: depresión, euforia, placidez, inseguridad, paranoia, beneplácito... Sin embargo, ninguna de aquellas sustancias le permitió jamás encontrar lo que tanto deseaba: el olvido.
Olvido por su hijo.
Olvido por aquella noche de pesadilla, acontecida en el verano del 2007, que en un abrir y cerrar de ojos había acabado con sus sueños, sus proyectos, su misma voluntad de vivir, hasta terminar transformándolo en un despojo de carne y hueso, del cual las personas huían a su paso.
Olvido.
O, lo que era lo mismo: oscuridad.
4
Volvió a empujar la pared carnosa con sus manos: nada. Era elástica pero resistente, cedía hasta un cierto punto pero luego regresaba a su posición inicial. Hizo el intento una y otra vez, con idénticos resultados. Estaba comenzando a sentirse claustrofóbico; su cuerpo se removía inquieto y sus brazos y piernas buscaban romper aquella especie de horrorosa placenta que lo apresaba, pero cualquier esfuerzo terminaba siendo inútil.
“Estoy dentro de la cosa”, pensó entonces.
“Dentro de la criatura”.
Era una idea aterradora, repulsiva, pero supo que también era la realidad. Trató de recuperar lo último que recordaba antes de que lo envolviera la oscuridad; el pataleo de Cuco, la aparición de las demás criaturas, el intento de Dan por encender el lanzallamas: nada de eso le aportó una pista nueva ni le aclaró sus ideas de cómo había llegado allí, cómo era que había terminado dentro de las tripas de una criatura que parecía surgida de algún demencial e inaudito inframundo.
Aunque, por otro lado, era fácil inferirlo: la cosa se lo había tragado. Así de simple. Como la ballena había tragado a Jonás en el famoso relato bíblico.
Parecía una locura, la clase de historia que hace que los demás observen al narrador de reojo mientras la cuenta, pero bastaba extender una mano para darse cuenta de ello. Y el líquido en que se encontraba sumergido, si bien podía resultar cualquier cosa, se asemejaba demasiado al que había salido de la criatura muerta, que él, en los niveles superiores de la mina, había destripado con su cuchillo: viscoso, denso, muy similar al aceite puro, o quizás…
“Un momento”, pensó aturdido. “Aguarden un maldito momento”.