Capítulo 6
DURANTE la cena en otro renombrado restaurante de la ciudad, esta vez elegido por él, no dejó ni siquiera un momento de mirarla. Sus ojos tenían el color del bosque en la noche, un verde que casi era negro y que se revelaba embriagador y amenazante.
El restaurante se encontraba a las afueras de la ciudad, cerca de la playa; a Rod se lo había aconsejado un colega de la universidad. Se comía bien, pero lo más importante era que estaba alejado, aislado del ruido y del ajetreo del centro y el ambiente era muy tranquilo invitando a la tranquilidad, a la intimidad. El maître se mantenía a una cierta distancia y sólo se acercaba cuando Rod le hacía una señal.
Mientras cenaban hablaron poco. A diferencia de la noche anterior, los dos sabían bien que el tiempo de las bromas y de los juegos se había terminado. Cindy había pasado una tarde de perros esperando ese momento. Estaba más insegura y confundida que nunca. Deseaba con todo su corazón al hombre que tenía delante y su cuerpo palpitaba al pensar en sus besos y en sus caricias, pero al mismo tiempo sabía que podía cometer un grave error si se dejaba llevar por sus impulsos.
Ese estado de tensión le había cerrado el estómago y por eso comió muy poco y no quiso ni probar el postre.
—Bueno —dijo él después del café—. Vámonos.
Esta vez compartieron la cuenta y se fueron. Ya era de noche: la bahía iluminada quedaba resaltada por una colina y un trozo de playa oscura se extendía a sus pies, más allá todo eran dunas de arena.
—Demos un paseo —propuso Rod.
No le consultó. Le pasó un brazo sobre los hombros y la condujo a través de la arena suave hasta el borde del océano. La luna estaba cubierta por unas nubes y sólo llegaba hasta ellos el reflejo de las luces del restaurante. Lo demás era oscuridad y silencio.
—Estás muy callada, esta noche... —notó Rod pegándose con delicadeza a su cuerpo.
—Tú también —contestó ella.
Durante unos minutos él se quedó callado.
—¿Qué pasa, Cindy? ¿No te gusto lo suficiente?
Ella batió las pestañas en la oscuridad.
—¿Qué... dices?
El brazo del hombre se hizo más pesado sobre sus hombros obligándola a girarse.
—¿Entonces, por qué mantienes la distancia?
Cindy se humedeció los labios.
—Pero si hace sólo dos días que nos conocemos.
—Tres —dijo Rod con énfasis—. Y nunca he sufrido tantas calamidades como en estas setenta y cuatro horas. Yo te deseo, Cindy.
—Es un poco precipitado —dijo ella.
—No. Es sólo lo que siento. —Le presionó los hombros hasta hundir los dedos en la carne—. Te deseo más que a nada en el mundo. Creo que me volveré loco si no consigo tener la certeza de que serás mía.
Con los labios ligeramente entreabiertos le lanzaba el aliento caliente contra la cara. Cindy sintió un terremoto en su interior.
—Yo también te deseo, Rod —dejó escapar de sus labios un segundo antes de que la besase.
No sabía bien si el beso había sido una consecuencia a sus palabras o si éstas se habían anticipado un instante. De todos modos, en el momento en que sintió cómo sus labios la acariciaban voluptuosamente, se olvidó de todo lo demás. Entreabrió la boca moviéndola con refinada sensualidad y buscó ávidamente su lengua.
Por un interminable momento se fundieron como una antorcha ardiente, mientras sus cuerpos eran atravesados por las dagas del deseo, luego Cindy, revolviéndose, se echó atrás. Sus ojos brillaban como las estrellas en la noche sin luna.
—Rod... –jadeó—. Yo...
Él la envolvió con sus manos, enredándose en una caricia caliente y sensual.
—¿Qué te ocurre, cariño? No me digas que no me deseas. No mientas, Cindy.
—No. No puedo mentir. Yo te deseo, Rod. Te deseo como no he deseado nunca a nadie antes. Pero... tengo miedo.
Ella misma se sorprendió de sus palabras. Sin embargo le salían del alma. Lo que le había frenado en esos dos días y le impedía dejarse arrastrar por esa historia era el miedo, un miedo que la paralizaba como una ventosa.
—¿De qué, amor mío? —le preguntó Rod introduciendo los dedos en su pelo negro y acariciándole suavemente la nuca, el cuello, los lóbulos de las orejas—. No tienes que tener miedo de mí. Controlaré mis impulsos, seré delicado, paciente y te haré enloquecer lentamente, transportándote a un mundo de ensueño...
—¡Rod! —Cindy tenía la voz ronca. Su modo de acariciarla estaba haciendo que se derritiese—. Es precisamente de esto de lo que tengo miedo. Yo... no quiero enamorarme de ti.
Durante un largo rato reinó el silencio. Rod dejó incluso de acariciarla. Luego suspiró ligeramente.
—Yo tampoco quiero enamorarme de ti, Cindy. Puedes estar tranquila, no pasará nada.
Cindy empezó a temblar.
—Yo no creo en el amor. Nunca he creído...
—Lo sé. Yo pienso lo mismo que tú.
Cindy tragó saliva. ¿A quién intentaban tomar el pelo esos dos?
—Entonces... ¿tú crees que no hay nada que temer?
Rod arrugó la frente y se puso serio.
—No, no tienes nada que temer. Cariño, tú me gustas demasiado y estoy dispuesto a hacer lo que sea para tenerte a mi lado... pero el amor es otra cosa. No hay peligro.
Cindy se dio cuenta de que la tensión descendía y dio un suspiro de alivio.
—Me gusta oírtelo decir –susurró—. Tú has sido tan impetuoso que pensaba... Bueno, nunca me he sentido tan turbada por un hombre.
—Tampoco yo por una mujer —dijo él a su vez—. Creo que cometeríamos un grave error si nos empeñásemos en mantener las distancias.
Cindy estuvo de acuerdo con él.
—Pero... hagamos un pacto —propuso.
—Lo que quieras.
—El primero que empiece a sentir los síntomas del síndrome del enamoramiento, tiene que decirlo enseguida.
Rod sonrió.
—¿Y cómo son esos síntomas?
—Cuando uno comienza a hablar demasiado del otro, a pensar demasiado en él y a hacer cosas absurdas. Créeme, yo no lo he sufrido nunca pero sé que sucede todo eso. Uno empieza a vivir en las nubes, los nervios se tensan como las cuerdas de un violín y se tienen siempre ganas de llorar o de reír sin motivo alguno.
—¡Dios mío! ¡Qué molesto!
—Es verdad. Mi prima Debra, que es una experta, llora un día sí y otro no. Pasa de estados de máxima felicidad a la depresión más aguda y angustiosa sin razón evidente.
—A ti no te sucederá eso —le aseguró Rod convencido—. Tú eres demasiado equilibrada.
Ella asintió con firmeza.
—Tampoco a ti. Estás demasiado seguro de ti mismo.
—Bien... y ahora que estamos tranquilos, ¿quieres besarme otra vez, cariño? Creo que se me está acabando el oxígeno...
Cindy le ofreció los labios riendo, pero en cuanto sus cuerpos entraron en contacto su risa murió en la garganta y una llamarada de excitación le cegó la mente. Gimiendo, se abandonó en sus brazos.
—Vámonos de aquí, Rod —susurró poco después saboreando con lascivia la saliva de su boca—. Vayamos a casa, por favor.
Él tuvo que hacer un esfuerzo para separarse de ella. Su cuerpo vibraba y los músculos le dolían por la tensión. Hubiera querido poseerla allí, sobre la arena de la playa, pero se controló. Quería que fuese una noche inolvidable para los dos.
—Sí, vamos —le susurró en la oreja, besándole el lóbulo y tomándolo entre sus labios, mordisqueándolos con los dientes—. Quiero pasar las próximas horas amándote de un modo que ni siquiera te imaginas. Quiero hacerte gritar de placer y llorar y pedirme...
—¡Oh, sí! —gimió ella pegándose a su costado mientras se dirigían al coche aparcado entre las dunas—. ¡Oh, sí Rod!.
Liberándose de la ropa, se liberaron también de las máscaras tras las que se escondían normalmente. Desnudos, uno ante la otra, pusieron al descubierto también las emociones más hermosas y profundas.
—¡Qué bella eres, Cindy! .murmuró Rod mirando su cuerpo delicadamente femenino en la penumbra del dormitorio—. Eres tan hermosa que tengo miedo de tocarte.
Cindy, con los ojos dilatados por el deseo y el frenesí, se mordía el labio inferior sin lograr articular palabra alguna. En pie ante ella, Rod mostraba toda la energía de su virilidad y ella pensó que no bromeaba cuando decía que sufría de excitación permanente.
—¡Oh, Dios, Rod! –gimió—. Yo... tú...
—Sí, —siguió él—. Eres tú la que me provoca esto.
Cindy tragó saliva y levantó la cara. No era lo que se dice una primeriza, pero no había visto nunca una reacción tal en un hombre. Rod dio un paso adelante y se pegó a ella hasta hacerle sentir el peso de su sexo contra el vientre. Ella gimió, mientras él se inclinaba para besarle los senos.
Cindy, en ese momento, se vio envuelta en un torbellino de luces, de mágicos sonidos y de profunda voluptuosidad. Incapaz de mantenerse en pie, cayó con todo su peso entre los brazos del hombre que la aferraron con fuerza y la transportaron hasta la cama. Comenzó mordisqueándole un pezón y murmurando en voz baja palabras extrañas e incomprensibles.
—¿Qué... dices? —suspiró ella, abriéndose como una flor en primavera. Los pechos hinchados y duros, calientes y deseosos de caricias.
—Nada. —Rod lamió dibujando círculos con la lengua en el pezón derecho, como si quisiera marcar su territorio—. Estoy repasando la clase que tengo que dar mañana en la universidad.
—¿Ahora? —dijo notando como sus dedos resbalaban por su vientre y le provocaban pequeñas descargas eléctricas.
—Me sirve para ganar tiempo. Necesito entretenerme si no quiero... —Se tensó, pues ella había dejado de acariciarle el pecho y sus manos descendían hacia zonas muy sensibles—. Párate, Cindy.
Pero los dedos volaron como palomas hasta rozarle el sexo y entonces se cerraron rodeando el miembro viril caliente y erguido. Instintivamente, también los dedos de Rod resbalaron hacia el oscuro surco, entre los negros rizos del triángulo del amor.
—¡Cindy! ¡Por Dios! —gritó él—. Te deseo... demasiado.
Si ella seguía moviendo la mano de ese modo, ninguna clase universitaria le hubiera salvado.
—Entonces, ven —gimió ella con la cabeza abandonada sobre la almohada y el cuerpo que se ofrecía como un regalo—. Ven dentro, Rod, no puedo esperar ni un minuto más.
—Todavía no —dijo él con voz crispada—. Quiero... quiero... —Siguió recorriendo con la lengua todo su cuerpo, saboreando su piel de terciopelo—. Quiero...
Cuando llegó al pliegue secreto de su sexo, notó como se estremecía y se arqueaba. Luego una mano le sujetó fuertemente la cabeza y le arrastró hacia arriba. Mirándolo con los ojos cargados de chispas, las pupilas dilatadas por el placer, le rogó:
—Ven dentro de mí, Rod. Ahora.
A él no le quedaban fuerzas para oponerse. Clavando las manos en la cama se alzó sobre ella y fue bajando suavemente hasta entrar en contacto con su cuerpo. Le pareció que se estaba fundiendo con ella, que estaba penetrando todos y cada uno de los poros de su piel. Luego levantó la cadera mientras notó como se le ofrecía y con un golpe de riñón la penetró. Respiró profundamente ante su boca y casi le mordió los labios para no gritar.
Notó como se tensaba y se convulsionaba.
—¡Dios! Cómo... —Cindy sudaba—. Como...
Él jadeó con furia.
—¿Te hago daño?
Ella casi rió histéricamente.
—¿Daño? ¡Dios mío, estoy tocando el cielo!.
Él se relajó. Y la penetró aún con más fuerza, llenándose de su calor y empapándose con su humedad.
—¡Oh! —gritó ella.
—Estate quieta, Cindy. Por favor, estate quieta.
—Pero si no me muevo.
—Cindy, es como si me vertiera en un mar de aceite hirviendo. Estás ardiendo y estás empapada...
—Muévete, Rod. Por Dios, muévete.
Sacudiéndose, él le besó el cuello.
—Quería que fuera una noche larguísima. Que durase una eternidad, que...
—Luego —dijo Cindy enseguida humedeciéndose los labios—. Luego, amor mío. Ahora por favor... muévete... sigue... porque estoy a punto de...
Rod sintió como una oleada de placer le subía desde las entrañas y le invadía cada centímetro de su piel.
—Tú... tú eres...
Y luego liberó el caballo salvaje que le martirizaba, entonces Cindy empezó a emitir largos y roncos chillidos y su cuerpo se retorció hasta que un potente grito los unió envolviendo totalmente sus mentes ofuscadas y les transportó hacia el mar tempestuoso de las emociones incontenibles. Quedaron exhaustos, agotados, absurdamente felices y sosegados.
Cuando Debra subió al apartamento de Cindy, a la mañana siguiente, ella y Rod hacía tan sólo media hora que se habían dormido, tras una noche de amor larga y turbulenta. En el fondo, él había mantenido su palabra.
Cindy, agotada, cayó en un sueño profundo y no oyó a Debra abrir la puerta, ni tampoco cuando la llamaba desde el pasillo por si estaba todavía dormida.
Sin esperar contestación, Debra se fue hasta la cocina y puso a calentar el café. Luego, recelosa, dio una vuelta por la casa. En el despacho no estaba y no debía de haber pasado la noche allí. Empezó a preocuparse. Tal vez se encontraba mal. Aunque le parecía raro, se dirigió al dormitorio. Quizás no había oído el despertador. Llamó a la puerta suavemente.
—¿Cindy? ¿Estás durmiendo todavía, Cindy? —preguntó.
Nadie respondió. Entonces arrugó la frente y empujó la puerta con decisión.
Vio, todo a la vez, un montón de ropa esparcida por el suelo, de hombre y de mujer. Casi se echó a reír. Luego entrevió dos figuras envueltas en sábanas y no tuvo ningún problema en reconocer la rubia melena de Rod Gibson.
Los dos amantes dormían plácida y profundamente, abrazados el uno a la otra de modo verdaderamente conmovedor.
Debra no salía de su asombro. Luego no pudo contenerse y se echó a reír.
—Bueno, bueno... –murmuró—. Es una pena no tener una máquina fotográfica a mano.
Luego salió sin hacer ruido, volvió a la cocina y empezó a preparar el desayuno para los dos, con una ración adicional de huevos revueltos y bacon. Metió mano al frigorífico que nunca estaba muy lleno, dejó el café en la máquina encendida y salió del apartamento bajando a la consulta.
Al principio, Cindy no pudo entender qué sonido infernal le estaba taladrando la cabeza.
—¿Qué...? —exclamó de repente al percatarse que provenía del teléfono que había en su mesilla—. ¿Quién puede ser a estas horas de la noche?
Un brazo la retuvo cuando quiso reincorporarse y entonces se dio cuenta de que no estaba sola.
—¡Oh! Rod... perdona.
—Contesta a ese maldito teléfono, me está volviendo loco —se lamentó él abriendo los labios para tomarle un pezón que se encontró cerca de la boca.
Le hacía cosquillas y se echó a reír.
—Vamos, déjame. —Se apartó para coger el auricular mientras la mano de Rod le rodeaba la cadera—. ¿Sí? ¿Diga? —preguntó con voz soñolienta—. ¿Quién es?
—¡Cucú! —contestó Debra al otro lado—. Siento mucho interrumpir tus dulces sueños pero son las ocho menos cuarto. Tu primera paciente llega dentro de un cuarto de hora. El desayuno está ya listo sobre la mesa... Espero que a Rod le gusten los huevos revueltos.
—Yo... Rod... ¿Cómo demonios sabes que...?
—Cálmate, primita. He pasado para despertarte y he visto todo el pastel. Lo siento, pero no tenéis tiempo para el bis. Métete en la ducha y tómate el café...
—¿Quién habla tanto a estas horas? —se quejó Rod arrimando la oreja al auricular. Sus manos empezaban a recobrar vida sobre la piel de Cindy.
—Bueno, bueno... —Cindy colgó y dio un suspiro—. Es Debra. Dice... que no tenemos tiempo para el bis.
—¿Qué...? —Rod abrió los ojos de repente—. ¿Quién se lo ha dicho?
—Parece que ha estado aquí hace poco.
—¿Quieres decir que me ha visto desnudo? —se escandalizó Rod.
—Estabas tapado con la sábana, o eso creo. —Cindy se rió con ganas—. Debra te ha preparado huevos revueltos. ¿Te gustan?
—Me encantan. ¿Qué hora es? —preguntó Rod sacudiendo la cabeza.
—Faltan diez minutos para las nueve —dijo Cindy mirando el despertador.
Un segundo después la cama sufrió una sacudida y las sábanas volaron por el aire. Rod se puso en pie sobre la alfombra.
—¿Qué dices? Por todos los santos, llegaré tarde a mi primera clase.
—Rod...
—Tengo que darme una ducha. ¡Maldita sea!, no tengo tiempo de pasar a cambiarme. ¿Dónde está mi ropa?
Cindy se quejó mientras bostezaba.
—Tengo sueño todavía.
—Cariño, no tengo tiempo —dijo Rod desapareciendo en el baño. Un momento después se oyó el chisporroteo de la ducha. ¿Puedes pasarme un albornoz, por favor?
También Cindy se levantó sin muchas ganas de la cama. Con los ojos entrecerrados recorrió la habitación recogiendo la ropa de Rod y se la llevó colgada en una percha.
—No le vendría mal una planchada. Pero yo soy un desastre...
Rod salió salpicando agua de la ducha.
—¿Entonces, el albornoz?
—Puedes ponerte el mío —dijo ella acercándose. Pero antes de dárselo se quedó un momento mirándolo mientras se mojaba los labios—. ¡Hey! —dijo sorprendida.
Con la cara todavía mojada, Rod abrió un ojo y vio que le estaba mirando abajo, donde su consabido “problema” estaba tomando cuerpo otra vez.
—¡Oh, caramba! —se quejó—. Esto es realmente grave. —Le arrancó de las manos el albornoz y se tapó—. No mires, Cindy.
—Me gusta mirarte —dijo ella con lascivia.
—No tengo tiempo, de verdad. No tengo...
—Yo tampoco. —Ella se sacudió la cabeza—. Tengo una paciente dentro de cinco minutos. Pero, ¿no sería posible...? —propuso poniendo cara de niña traviesa.
Durante unos segundos Rod estuvo a punto de llamar a la universidad y decir que estaba muy enfermo. Luego espantó la tentación con un movimiento de cabeza.
—No puedo, en serio. Quizás, esta tarde, después de la clase...
Los ojos de Cindy soltaron chispas, pero esta vez fue ella la que tuvo que alejar la tentación.
—No, Rod. Tengo que trabajar sin falta en mi... en mi informe. Y dormir. No sé en qué orden.
Rod empezó a vestirse.
—¿Estás segura de que no quieres que comamos juntos?
—Sí. Empieza a desayunar mientras yo me ducho.
—Muy bien —asintió Rod poniéndose la camisa del día antes. Hizo una mueca—. ¿No tienes ninguna camisa limpia a mano?
—Debo de tener alguna de seda. O con flores.
—De hombre, quiero decir.
Cindy se sintió ofendida.
—Por mi casa no pasan hombres todos los días.
—¿No?
Él la miró de reojo. Ella oscureció la cara.
—No en éste período de mi vida.
Haciéndose el nudo de la corbata, Rod sonrió.
—Lo suponía.
—¡Hey! —protestó Cindy—. Yo soy fiel cuando estoy con alguien.
—Me parece muy bien.
—¿Rod? —preguntó Cindy volviendo a aparecer en el umbral del cuarto de baño.
—¿Sí?
—¿También tú lo eres?
Rod sonrió de nuevo.
—Sí, cariño, lo soy.
—Bueno.
Luego se oyó otra vez el chapoteo del agua y Rod, poniéndose la chaqueta, se fue a la cocina.
Cindy apareció cinco minutos después envuelta en una toalla. Él había hecho desaparecer los huevos y la panceta y estaba bebiéndose el café. Parecía preocupado.
—¿Te acuerdas bien de la clase que tienes que dar?
—Me la he repasado durante toda la noche. Algo se me habrá quedado. Espero, al menos.
—Rod... yo...
Cindy jugueteaba con la cucharilla del yogur, sin comer.
—¿Sí, amor mío?
—Sabes... eres diferente por la mañana cuando te acabas de despertar.
—¿Mejor o peor?
—No lo sé. No se trata de mejor o peor. Tienes un aire... íntimo.
—¿Más íntimo que esta noche? —preguntó él con doble intención.
Cindy sonrió.
—Es un tipo de intimidad diferente, creo.
Rod confirmó con la cabeza.
—Bueno, si es por eso creo que tú también eres diferente.
Ella se levantó un poco de la silla.
—¿Yo? ¿Y cómo?
Rod se pudo en pie y se inclinó hacia ella para besarle la frente.
—Te lo diré en otro momento. Ahora tengo que irme.
—¡Rod! —protestó ella—. Quiero saberlo ahora, antes de que te vayas.
—Oh, no —sonrió él—. Tengo que dejarte con la curiosidad, si no, no querrás volver a verme, ahora ya sabes todo de mí.
También Cindy se levantó yendo tras él por el pasillo.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Tú no quieres volver a verme?
—Yo no querría irme nunca de tu lado. —Rod la tomó entre los brazos y la besó suavemente en los labios—. Eres muy guapa y hueles de maravilla. Te llamo, Cindy.
Ella lo miró con ternura.
—Sí, no te olvides.
Luego lo vio salir y se quedó durante un rato mirando la puerta cerrada antes de volver a la cocina para terminar de desayunar.