Capítulo 1

UN jadeo ronco y contenido escapó de sus labios entreabiertos. Sus manos se aferraban tensas a la cabecera de hierro de la cama y las uñas escarlatas brillaban como gotas de sangre en la oscuridad. Ellen se arqueaba como un junco para poder recibir de lleno las potentes embestidas de aquel hombre. Mantenía los ojos cerrados mientras una corona de gotas de sudor resbalaba como perlas por su frente; sus labios contenían a duras penas los gemidos que provenían de su garganta seca.

Un fuego interior parecía consumir todo su cuerpo sin que pudiera reprimirlo. Hacía días que yacía en aquel lecho, dejándose traspasar por miembros viriles diferentes y desconocidos, a veces más vigorosos, a veces menos, pero siempre ansiosos, que desencadenaban vorágines de placer en sus entrañas.

El hombre le sostuvo la cadera con sus manos y aceleró la potencia de sus martilleantes movimientos; jadeaba cada vez con más intensidad y rapidez. Repentinamente se tensó como la cuerda de un arco y soltó un gemido ronco mientras la inundaba con su semen. Ellen se estremeció, su cuerpo estaba deshecho por el esfuerzo, pero aún logró sacar fuerzas de flaqueza para soltar un gemido y abrir los ojos. El amante encapuchado se había derrumbado sobre sus senos y ella podía sentir su respiración acelerada a través de la tela oscura. Sólo sus ojos quedaban al descubierto: pupilas negras carentes de expresión. La nariz y la boca permanecían cubiertas ya que en esos encuentros estaban prohibidos los besos.

Una puerta se abrió en la habitación y se oyó una voz de hombre:

—Bien. Ya puede irse, mon ami. Su trabajo ha terminado.

Sin decir una palabra el hombre encapuchado se reincorporó, lanzó una breve mirada a Ellen y se puso en pie. Se balanceaba ligeramente. Tenía un cuerpo bien formado y ella se preguntó cómo sería su cara. El vello negro y los ojos castaños parecían corresponder a los de un hombre de raza árabe. Debía de ser guapo. Pero también él, lo mismo que los otros que habían venido antes, se fue sin satisfacer su curiosidad. Ellen miró con dureza al que había entrado.

—¿Quiere desatarme? —preguntó tirando con fuerza de las cuerdas que ataban sus muñecas a las barras de la cabecera. Otras cuerdas unían sus tobillos a los lados del catre y le obligan a mantener bien abiertas las piernas.

El hombre, de ojos oscuros y profundos, con el pelo largo hasta el cuello y vestido con una túnica blanca que contrastaba con su piel morena, sonrió abiertamente poniendo de relieve sus labios rojos y sensuales.

—¿Crees que ya no puedes aguantar más, querida? —le preguntó acercándose a ella y pasándole sus largos dedos por el cuello. Soltó una sonora carcajada—. ¡Oh!, no —añadió inclinándose y posando sus labios en uno de los senos. Dibujó con la lengua un círculo en torno al pezón grande y oscuro y lo acarició hasta que sintió como reaccionaba y se ponía erecto.

Ellen emitió un gemido de protesta e intentó apartarlo pero la respuesta fue otra carcajada aún más fuerte. El hombre siguió lamiéndole el seno hasta que el pezón se puso duro como una piedra, luego pasó al otro. Ellen tenía los senos pequeños y duros, casi como los de una adolescente y a él le volvían loco. Tras haber hecho lo propio con el otro pezón, alzó la cabeza y un intenso brillo de excitación se reflejó en sus ojos oscuros.

—Ya estás preparada, ma chérie —susurró sonriendo con malicia—. Casi, casi...

Y entonces se inclino para besarla, pero esta vez en los labios.

Tenía un sabor áspero. Su piel emanaba un perfume de sándalo y flores exóticas. Los labios húmedos eran dulces y sensuales y a Ellen le gustaron tras la violencia de los preliminares. También las manos que acariciaban suavemente su cuello y sus hombros y recorrían el nacimiento de sus senos, sabían ser tiernas.

Sintió cómo la lengua resbalaba dentro de su boca, pero fue tan sólo un segundo. Luego el hombre se reincorporó y sentenció:

—Oh sí, estás casi lista.

Le acercó un vaso de agua a los labios y ella bebió con avidez mientras algunas gotas se le escapaban a través de la comisura de los labios y caían sobre su pecho. Él se las limpió delicadamente con los dedos y secó su frente con un pañuelo de seda, luego sonrió:

—Ten un poco de paciencia, querida y más tarde te haré probar sensaciones desconocidas y excitantes, casi eléctricas.

Y tras aquella promesa, dio media vuelta y salió de la habitación dejando tras de sí un intenso aroma a sándalo.

A Ellen le sobrevino una cierta cólera. Tensó los brazos y tiró de las cuerdas sólo consiguiendo que éstas apretasen aún más sus muñecas. Un momento después se abrió la puerta y apareció otro nuevo encapuchado con el miembro erecto y dispuesto a hacer estragos.

 

Cindy dejó de teclear, empujó hacia atrás la butaca con un rápido movimiento de piernas, estiró el cuello y se dio un masaje durante un buen rato. Bostezó. Tenía hambre y le dolía la espalda. A través del ventanal de su consultorio podía ver la bahía de San Francisco que se llenaba de luz rápidamente. Era de día. ¿A qué hora se había levantado para trabajar? Ni siquiera había mirado el reloj.

Ahora eran las siete menos veinte. Suspiró, se levantó y se fue a la cocina. Vació el filtro de la cafetera y lo volvió a llenar, la puso a calentar y mientras esperaba, salió a la terraza. Había llegado el otoño. El aire era fresco. El cielo totalmente cubierto y de color gris plomo dejaba pasar una luz pálida. Respiró profundamente y se puso a hacer unos ejercicios de gimnasia; primero se tocó la punta de los pies con las manos y luego se inclinó a un lado y a otro estirando los músculos de su cadera. Todas las horas pasadas delante del ordenador la habían dejado extenuada. Debería hacer un poco de deporte, ir al gimnasio o nadar, pero era perezosa, siempre lo había sido. Después de algún que otro ejercicio se incorporó y volvió a entrar. Su cuerpo envuelto en un pijama adherente no manifestaba todos los achaques de los que se quejaba. Era alta, ágil y sus caderas dibujaban unas curvas muy sensuales. Mantenía la espalda siempre recta, con los hombros erguidos y los senos firmes y erectos. Con casi veintinueve años Cindy podía estar muy orgullosa de su físico de bailarina.

Mientras el café acababa de filtrarse se preparó un abundante desayuno con leche y cereales, tostadas y mantequilla vegetal, mermelada de moras y yogur de fresa. No le gustaban los huevos y no los comía para desayunar, prefería las comidas más ligeras. Pero, desde luego, no podía decirse que estuviese a dieta.

Se sirvió el café, se sentó a la mesa y empezó a comer con ganas.

Como siempre, estaba retrasada con el trabajo. Era una mala costumbre la de no respetar los compromisos. Por suerte Sally Scott, su agente, la conocía muy bien.

Echó a un lado el tazón de los cereales y bebió un buen trago de café, mirando al mismo tiempo el reloj. Arrugó la frente. Tenía su primer paciente a las nueve, no podía ni siquiera echar una cabezadita antes de darse una ducha. Lo mejor era que se diese prisa antes de que llegase Debra.

Terminó de desayunar, ordenó un poco la cocina poniendo las tazas en el lavavajillas y se fue al baño. Pero al poco rato sonó el teléfono y tuvo que salir de la ducha.

—¿Te he despertado, cariño? —preguntó la voz de su tía Susan.

—Claro que no, —contestó Cindy—. ¿Qué tal estás, tía Susan?

—Bien. Te he llamado para recordarte la cita de esta noche. Como sé que estarás ocupada durante todo el día he pensado que sería mejor llamarte ahora.

Cindy se pasó la esponja por la espalda.

—¿Esta noche? ¿Qué es lo que hay esta noche? —suspiró.

—Estaba segura de que lo habrías olvidado, —repuso tía Susan, sin sorprenderse—. La recepción en casa de Mathilde. Le prometiste que irías.

—¡Oh, no! —dejó escapar Cindy pasando ahora la esponja por las piernas. Tenía el auricular entre el mentón y el hombro—. No creo que pueda ir, tía.

—Cindy... —La voz de su tía tomó un tono que ella conocía muy bien—. Tienes que ir. Se lo has prometido y ya sabes lo importante que es para Mathilde. Y además, tienes que dejar de encerrarte en ese consultorio trabajando sin parar. Ya es hora de que salgas un poco de casa y pienses en el futuro...

—En un marido, quieres decir... —le corrigió Cindy con sarcasmo—. Es inútil, tía, ya sabes que no me casaré nunca. Por mucho que os empeñéis tú y esa celestina de tu amiga Mathilde no conseguiréis encontrarme un marido; por tanto es inútil que participe en esas aburridísimas recepciones...

—¡Cindy! —La voz de tía Susan se hizo aún más severa—. ¿Cómo puedes decir eso de la pobre Mathilde? Sabes muy bien que ella lo hace por tu bien. Y yo no pienso en otra cosa que no sea tu felicidad.

Cindy se estaba dislocando el hombro de tanto sostener el auricular. Lo tomó con la mano y se lo puso al otro lado.

—¿Y por qué mi felicidad tiene que identificarse con el matrimonio? —preguntó plantándole cara—. Yo soy feliz así.

—No se puede contigo... —se resignó su tía—. ¿Cómo puedes hablar de algo que no conoces, querida? No has estado nunca casada.

Cindy suspiró.

—¡Dios me libre de ello!. No quiero casarme.

—En cambio yo creo que sí. Me sorprendes Cindy. Con tu profesión deberías ser capaz de conocerte mejor.

—Yo me conozco muy bien, tía Susan. Y sé que no necesito un marido.

Al otro lado del aparato se oyó un suspiro de decepción. Habían hablado del tema miles de veces y ya empezaba a perder la paciencia. Pero con lo testaruda que era su tía no sería fácil que se diese por vencida. Antes o después abriría una brecha en el insensible corazón de su independiente sobrina.

—De todas formas no puedes faltar esta noche, Cindy. Mathilde lo sentiría mucho.

Cindy miró el reloj. Esa conversación tan poco original estaba acabando con su tiempo disponible.

—Me he pasado toda la noche trabajando, tía. Esta noche estaré tan cansada que se me cerrarán los ojos y me pondré a bostezar sin remedio –avisó—. No seré una buena compañía para nadie.

La tía se rió entre dientes, segura de haberla convencido una vez más.

—Creo que habrá alguien que te tendrá bien despierta, cariño. Nos vemos esta tarde. Estará también Debra, claro.

—¿Y quién es ese alguien? —preguntó Cindy con cierto ímpetu—. ¿Quién es esta vez el candidato?

Pero su tía ya había colgado dejando en el aire una carcajada burlona. Gruñendo en voz alta Cindy colgó también. Otro ardid más de su tía para sacarla de su escondrijo. No sabía de dónde, su tía y Mathilde, sacaban las víctimas inocentes. Cindy estaba casi segura de que ya habían invitado a sus famosas recepciones a todos los solteros aceptables de la ciudad. Y ella no había encontrado ninguno que la convenciese. No es que fuese una puritana pero no quería casarse. De vez en cuando tenía alguna que otra aventura pasajera pero sin comprometerse demasiado. Y estaba orgullosa de su habilidad para desembarazarse de su pareja cuando la relación empezaba a ser demasiado formal. Nada de compromisos, nada de lágrimas, nada de suspiros de amor. Su lema era: el amor sólo es una excusa para practicar el sexo. Entonces, ¿por qué no practicar el sexo sin más? Ella no necesitaba mentirse a sí misma.

 

Estaba todavía maquillándose cuando oyó que se abría la puerta de la entrada.

—Hola, Cindy, ¿estás ya despierta? —oyó decir a Debra desde el vestíbulo.

—¡Estoy en el baño! —gritó Cindy. Se puso unas gotas de su colonia preferida en el cuello y fue al dormitorio para ponerse el vestido. Mientras terminaba de colocárselo Debra llegó a la puerta.

—Hola. ¿Ya has abierto el consultorio?

—No, —contestó Cindy. Terminó de ponerse una media y después levantó la cabeza—. ¡Ey! Pero, ¿qué te ha pasado? Tienes una cara...

Debra Willis era prima de Cindy. Tenía tres años menos que ella, el pelo más claro, ojos almendrados y una preciosa naricita respingona. A diferencia de Cindy estaba muy enamorada de un hombre que no se la merecía. Esa mañana tenía los ojos hinchados y colorados.

—Nada... —repuso moviendo la cabeza—. Estoy un poco resfriada, creo. —Y se llevó un pañuelo a la nariz para demostrárselo.

—Si tú lo dices... —contestó Cindy sin dejarse convencer mientras buscaba la otra media. Lo malo de usar siempre medias era que siempre perdía una—. ¿Puedes bajar tú a abrir el consultorio, por favor? Ha llamado la tía Susan y me ha entretenido. –Resopló—. No para de organizar recepciones. A propósito, ha dicho que ibas a ir tú también esta noche.

—No sé —contestó dándose media vuelta para salir—. Con éste resfriado...

—Oye... Sería una buena idea —pensó en voz alta Cindy—. ¿Crees que me lo podrías contagiar en un día?

Debra la miró de reojo.

—Mejor que no. Bajo al consultorio. Si no me equivoco hay una paciente a las nueve.

—Llego dentro de nada —le gritó Cindy mientras le oía abrir la puerta de la salida.

 

Poco después, bajaba las escaleras y se disponía a entrar en el consultorio. En la puerta había una placa de latón con la inscripción: “Doctora Cindy Milton: Sexóloga”.

Estuvo toda la mañana ocupada con los pacientes. Eran las doce de la mañana cuando Debra entró en su despacho para decirle que no había más citas por ese día.

—Bien —asintió Cindy conteniendo un bostezo y recogiendo los papeles esparcidos por la mesa. Luego indicó a Debra uno de los sillones de los pacientes—. Siéntate un momento, Debra.

Ella obedeció sin mediar palabra.

—Si no te parece mal, Cindy, hoy me gustaría irme antes. Yo...

—Tu resfriado tiene un nombre, ¿verdad, Debra? —preguntó Cindy mirándose las uñas—. ¿No se llamará Larry por casualidad?

Debra se mordió el labio inferior con fuerza y Cindy no necesitó confirmación para saber que había dado en el clavo.

—Vamos, dime, ¿en qué lío se ha metido esta vez?

Debra sacó el pañuelo y se sonó la nariz.

—Yo... yo creo que hay otra mujer.

—¡Por Dios! —exclamó Cindy levantando la mirada con exasperación—. ¿Por qué no le das su merecido de una vez por todas? Ese hombre es un castigo divino, un desgraciado sin escrúpulos. ¿Cómo puedes aguantarlo?

Realmente Cindy no entendía por qué Debra insistía con esa relación. Su prima, atractiva e inteligente, estaba echando a perder su juventud con un sinvergüenza que se aprovechaba de ella sin ningún miramiento.

Por Larry, Debra había abandonado su trabajo de azafata y Cindy le echó una mano dándole el trabajo de secretaria del consultorio.

—Tú no lo entiendes, Cindy —se defendió Debra lloriqueando—. Larry no es como tú crees. No es malo y de todas formas yo no podría estar sin él...

—Pero ¿cómo puedes decir eso? —se alteró Cindy, que había pensado más de una vez contratar a un matón para que hiciese desaparecer de la faz de la tierra al miserable de Larry Brin—. ¿No ves en lo que te estás convirtiendo, Debra? Tú eres una mujer inteligente, guapa, podrías tener todo lo que quisieras. Un trabajo a tu gusto, dinero suficiente, una vida tranquila y agradable. ¿Por qué demonios tienes que ir tras ese desaprensivo que no te tiene ningún respeto?

—No es verdad, Cindy. Él me quiere, a su manera.

—¡Amor! —exclamó Cindy como si escupiese—. Nunca he oído nada tan imbécil. El amor debería ser algo bueno, ¿no? Y entonces, ¿por qué tienes esa cara hinchada y descompuesta de haber estado llorando toda la noche? Yo no te entiendo, Debra. ¿No tienes un poco de consideración por ti misma? ¿Un poco de dignidad? ¿Qué es lo que tanto te atrae de él? ¿Se comporta tan bien en la cama como para no dejarte razonar con lucidez?

Debra se puso tensa como si le hubieran dado una bofetada.

—El amor no tiene por qué llevar al sexo —repuso ofendida—. ¡Y yo quiero a Larry! Tú no lo puedes entender...

—No. Por lo que se ve, no puedo. Tú me has dicho que hay otra... Si esto te hace feliz...

—No me hace feliz. Al contrario, me siento muy mal. Pero el pensar que puedo perder a Larry me provoca aún más dolor.

—Mira, Debra. ¿Qué te parece si vas a un psicólogo? Tú debes tener problemas de personalidad si no logras dejar a un hombre que te trata como si fueras un trapo.

—¡Mira quién habla! —se revolvió Debra con rabia—. Tú serás muy competente por lo se refiere al sexo, pero de amor no sabes nada. Tú no tienes corazón, Cindy. Para ti no es más que una cuestión de hormonas y entresijos psicológicos; ni siquiera sabes dónde están los sentimientos.

Cindy alzó las cejas, sorprendida del razonamiento de la otra.

—Si tengo que acabar como tú es mejor que no lo sepa. No hay nada en el mundo que me empuje a sufrir por un hombre. Nada.

Debra se secó los ojos.

—¿Ya puedo irme o me necesitas para algo?

Cindy se encogió de hombros bastante contrariada.

—Vete, si quieres. Y perdona si te he dicho lo que pienso.

Debra se puso en pie y salió del despacho caminando rígida y con la cabeza alta. Unos minutos después oyó que cerraba la puerta del recibidor.

Realmente no la entiendo, pensó. Para ella, Debra era un vivo ejemplo de que el amor no era más que una mistificación. Por otra parte, también lo había vivido en su propia carne desde niña por la historia de sus padres. Se divorciaron cuando ella era pequeña, con duros enfrentamientos judiciales en los que ella siempre estaba en medio. Los dos querían conseguir su tutela, pero en verdad ninguno se ocupaba de ella. Era sólo una disculpa para fastidiarse recíprocamente. Luego, su madre murió y su padre, que ya no tenía con quién pelearse, encargó su educación a su hermana, la tía Susan.

Era la única persona que había demostrado quererla abiertamente y se había preocupado por ella. Le hizo estudiar y Cindy se licenció en ginecología especializándose más tarde en sexología. Luego, por casualidad, empezó a escribir novelas eróticas.

Olvidándose momentáneamente de Debra, Cindy miró a la pared y recordó que había quedado para comer con Sally Scott, su agente. Tenía que decirle que avisara a su editor porque no podría entregar la novela a tiempo. ¡Dios mío! Vaya día, pensó.

 

Salió de casa sin mirar por la ventana y no se dio cuenta de que estaba lloviendo. Se lo advirtió el portero cuando atravesaba el portal.

—Buenos días, doctora Tilton. Vaya tiempo que tenemos, ¿eh?

Cindy miró afuera sorprendida.

—¿Llueve?

—¿Llueve? —preguntó el otro sin entender—. ¿No ve que está cayendo un chaparrón?

—¡Oh, no! —dijo Cindy—. No encontraré un taxi ni de casualidad.

—De eso puede estar segura —confirmó el portero—. Cuando llueve es imposible encontrar un taxi libre.

Con un suspiro Cindy tuvo que resignarse a coger su coche. Volvió al ascensor y bajó al garaje. No le gustaba conducir y menos aún en los días de lluvia, cuando las calles se llenaban de tráfico. Pero ya era tarde y no podía caminar con esa lluvia torrencial.

Se puso al volante echando pestes contra el tiempo, contra su tía Susan que le había estropeado el día, contra Larry Brin que debía de ser un tipo abominable y contra todos los hombres en general.

Y para que no faltara nada, el Alexis, el restaurante que Sally había elegido para el encuentro estaba en Nob Hill, exactamente en la otra parte de la ciudad. A Sally Scott le encantaba la cocina francesa y comía sólo en el Alexis. Cindy pensó que quizá era mejor avisar de su retraso, pero luego se dijo que sería inútil perder más tiempo telefoneando. Sally ya la conocía.

Durante un buen cuarto de hora se distrajo maldiciendo el tráfico caótico de la hora punta y sólo se tranquilizó cuando tomó la recta que la llevaba a Nob Hill. Aceleró, pero se dio cuenta tarde de que un semáforo en verde estaba cambiando. Cuando pisó el freno mientras soltaba algunos improperios el coche resbalaba ya sobre el asfalto mojado sin control. No sirvieron de nada las maniobras con el volante; las ruedas se habían paralizado y no respondían a sus mandos. Cindy no vio más que un Mercedes negro que venía hacia ella a bastante velocidad y cerrando los ojos se preparó para el impacto.