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¡Al diablo! No podía más de tomates con ojos y patas, de zanahorias que agitaban los brazos y de puerros con gafas. Con un gesto seco, Nicole Benford tiró su carpeta sobre el escritorio lanzando una maldición a media voz.

-¡Esto lo va a hacer su tía!-, masculló. -Si lo que quieres es esta estupidez de verdura parlante, te la dibujas tú solo, señor Howard. Yo me largo.

-Algo me dice que el jefe no ha apreciado tus esfuerzos-, dijo una voz tranquila desde el escritorio de al lado. -¿La verdura no estaba demasiado fresca esta mañana?

Nicole miró a Liza con semblante asesino y resopló.

-¿Quieres oír lo que ha dicho?-, preguntó controlando muy a duras penas el tono de voz.

-Señorita Benford, veo que ha empezado a entrar en el espíritu de la agencia-, refirió imitando la voz del jefe. -Estos tomates son muy atractivos, y es precisamente eso lo que los consumidores desean ver. Imágenes atrayentes. Le sugiero que agrande un poco los ojos de las verduras, también podría ponerles zapatos, tal vez con un poco de tacón y tiene que darles un aire más simpático a las zanahorias. Así lo ha dicho: darle un aire más simpático a las zanahorias. ¡Puaj!- Nicole hizo una mueca de disgusto. -¿Alguna vez has encontrado simpática una zanahoria, Liza?

La colega se encogió de hombros.

-No sé, desde luego no desde que estoy a dieta: he llegado a odiar las zanahorias.

-Bueno, pues él las quiere simpáticas. ¡Me pregunto qué diablos debe tener una zanahoria para parecer simpática!- Un brillo fugaz iluminó los ojos de Nicole, cogió un bloc de dibujo y trazó sobre una de sus hojas un rápido boceto a lápiz. -¿Qué te parece ésta?-, preguntó acto seguido a Liza mostrándole el dibujo.

Ésta lo miró y explotó en carcajadas, tapándose la boca con la mano por si acaso alguien las miraba a través de los cristales.

-No creo que sea del gusto del señor Howard-, comentó.

-Pero a los consumidores seguro que les encanta-, replicó Nicole sopesando con la mirada el dibujo de una zanahoria a la que a media altura le había salido un irreverente y gracioso pene. -¡Millones de amas de casa frustradas encontrarían simpática una zanahoria así!

Dejando caer el dibujo, Nicole suspiró desesperadamente. No iba a durar mucho en aquella agencia, ya lo sabía.

Trabajaba allí desde hacía tan solo tres meses, y hasta aquel momento había habido una lucha sin cuartel entre sus ideas y las del señor Howard. La verdad es que el señor Howard no toleraba más ideas que las suyas propias. Sus campañas publicitarias se basaban en la banalidad más absoluta. Verduras parlantes, hombrecillos portentosos que salían de los tambores de detergente como Aladino de su lámpara, ositos de peluche que contaban las hazañas y proezas de los suavizantes. Nunca una idea nueva, nada que fuera realmente creativo. Cada innovación que ella proponía era examinada con recelo y sospecha para ser inmediata e irremediablemente descartada. Nicole tenía en el cajón al menos catorce propuestas que habían sido bloqueadas casi antes de nacer con un simple movimiento de cabeza. Una y otra vez el jefe rechazaba sus proyectos, y a cada negativa, Nicole se juraba marcharse, pero luego, siempre acababa quedándose. Sabía que aquella era su única posibilidad de trabajar en aquella ciudad en el campo que más le gustaba: la publicidad.

Hasta entonces había hecho de todo, desarrollando diferentes trabajos hasta el día que decidió dar un golpe de timón a su vida y dedicarse a lo que realmente le entusiasmaba.

Había sido vendedora de enciclopedias a domicilio, camarera, dependienta en diversas tiendas y hasta cuidó niños mientras estudiaba en la escuela de publicidad gráfica. En realidad la verdadera pasión de Nicole era la fotografía publicitaria. La agencia del señor Howard era sólo un primer paso, o al menos eso creía ella. Debía resistir lo más posible, hasta poder esgrimir en su currículum un mínimo de experiencia que le abriera otras puertas. Pero las verduras parlantes eran demasiado para ella. Nicole las había diseñado según las indicaciones del señor Howard, pero la verdad es que cuanto más las miraba, menos le gustaban.

-Mis pesadillas están pobladas de batallones de verdura que avanzan hacia mí con la intención de devorarme-, se lamentó desesperada. -Si no me voy pronto de esta agencia, voy a acabar mal de la cabeza.

Liza, desde la otra parte del despacho, sonrió con cierta suficiencia.

-Vamos, Nicole. El secreto está en acostumbrarse. Mírame a mí: llevo aquí cuatro años.

“Ya se ve”, pensó Nicole, pero logró contenerse y no decirlo.

-Tú eres más... paciente que yo-, observó.

-Me he hecho paciente.

-Pues mejor para ti. Pero yo prefiero cortarme las venas para hacer un anuncio de esmalte rojo sangre. Cuestión de carácter.

-Cuestión de necesidad-, le contradijo Liza con aire tranquilo sin dejar de dibujar flores para un anuncio de desodorante. -Si consigues encontrar otra agencia que te contrate...

Nicole tiró a la papelera el dibujo de la zanahoria en erección.

-Una idea me ronda por la cabeza-, farfulló, casi para sí misma. -El estudio Cameron.

Liza abrió unos ojos como platos.

-Tú estás loca. Ese hombre es... una especie de genio maléfico, y además, dicen que es completamente imposible acercársele.

-Pues a mí me gusta. Es el creativo mejor pagado del momento. La agencia Cameron tiene unas tarifas de vértigo, pero jamás se equivoca con una campaña.

-Es una cuestión de gustos. Cameron ha sido denunciado más de una vez a causa de sus imágenes demasiado... atrevidas, y cada vez que lanza un producto, estalla la polémica.

-Llámalo como quieras. Pero ese hombre sabe lo que es la publicidad. Y además, hace unas fotografías excepcionales.

-¿Y tú crees que un tipo así contrataría a alguien con tan poca experiencia como tú?-, preguntó Liza apretando los labios en una mueca de incredulidad.

Nicole imaginó por un momento la cara de Liza muriendo asfixiada.

-Sí, lo creo. Creo que si lograra llegar hasta él y pudiera hablarle, me contrataría-, dijo con aire insolente. Lanzó el lápiz sobre la mesa y se levantó. -Cosa que sucederá apenas haya presentado mi renuncia al jefe de personal-, concluyó cogiendo su cazadora de piel. -Yo me voy, aquí no hago más que perder el tiempo.

Liza le preguntó con un guiño y una sonrisa provocativa.

-¿Vas al jefe de personal?-

Nicole ya estaba en la puerta.

-Mañana-, dijo entre dientes. -Iré mañana.

-Hasta luego, entonces-, se despidió Liza.

Nicole la saludó con la mano y abandonó el edificio sin pensar en que el señor Howard estaba esperando las zanahorias simpáticas que ella tenía que dibujar.

¿Y ahora qué diablos voy a hacer?, se preguntó una vez en la calle, empezando a caminar sin rumbo fijo. Seguramente Liza cotillearía con los demás sobre sus ganas de pasarse a la competencia, se reirían de ella porque la verdad era que tal pretensión no era nada fácil de conseguir.

Había intentado un montón de veces que Kurt Cameron la recibiera, pero para concertar una cita con él parecía imprescindible ser, como mínimo, millonario. En cuanto a su staff de colaboradores, nada alentador: su secretaria le había dicho que podía mandar un currículo, pero que, de todas formas, en aquel momento estaban al completo y no necesitaban a nadie. Qué bien, se dijo Nicole sarcástica, me parece que, como mínimo, voy a tener que volver a servir mesas en alguna tasca de tercera categoría, soportando estoicamente las manos, siempre demasiado largas, de algún que otro borracho.

Sacudiendo su espesa melena rojiza con un gesto rabioso de la cabeza, miró a su alrededor. ¿Dónde había ido a parar? Necesitó sólo un segundo para reconocer el palacete estilo Tudor que surgía orgulloso tras la verja liberty de hierro forjado. En una columna junto a la cancela, una placa de latón proclamaba: Agencia Cameron.

Caminando sin rumbo, sus pasos la habían llevado inconscientemente donde quería su corazón, pensó con pena.

Vislumbró a través de la verja la entrada brillante, al final de una vereda con árboles a ambos lados, y se imaginó lo increíble que debía ser trabajar allí. Lo que más le atraía no era la elegancia refinada del lugar, que de todos modos le encantaba, sino la idea de trabajar junto a un genio. ¿Y si un día él llegara a apreciarla? ¿Si un día alguien así pudiera proponerle proyectos, pedirle ideas? A Nicole le parecía que aquella era su única vía, el único trampolín posible para ayudarla a despegar hacia su meta. Naturalmente, no era más que una esperanza, y ella una pobre ilusa. Estaba apunto de marcharse cuando descubrió con el rabillo del ojo el vehículo oscuro que se acercaba por la derecha. Tenía el intermitente encendido, de modo que su intención era entrar. Una mirada rápida al conductor del coche y Nicole tuvo la más fulgurante de las ideas de toda su carrera. Apretando los dientes, se lanzó hacia adelante, dirigiéndose sin vacilar hacia las ruedas del coche, un BMW color cañón de fusil, serie siete.

 

Avanzando lentamente a través del tráfico de la ciudad, Thomas Barrow rumiaba para sí oscuros pensamientos. No había sido una buena idea, pensaba. Se necesitaba algo más para convencer al genio de la publicidad Kurt Cameron de que accediera a trabajar para él. Desde hacía años Cameron tenía su clientela fija y difícilmente ampliaba el círculo de los elegidos. La firma de cosméticos que él representaba, por muy prestigiosa que fuera, no era suficiente para atraer su atención. Hasta el momento, lo único que había obtenido, gracias a la intercesión de un conocido común, era una cita cara a cara. No con su mejor empleado, ni con su eficientísima secretaria.

Con el genio en persona. Bien. Ya era algo. Por lo demás, tendría que improvisar.

En un instante, vislumbró algo rojo y marrón ante sí, fue verlo y apretar el freno. El BMW se clavó en el suelo con un rugido pavoroso, al comienzo de la calzada de entrada, y Thomas Barrow agradeció mentalmente el ABS y la alta tecnología de los coches alemanes. Con un respingo salió del coche y se echó al suelo. La sangre se le fue del rostro cuando vio el amasijo de carne y ropa que asomaba por el frontal del coche.

-¡Por todos los dioses!-, murmuró agachándose. -Señorita... ¿está bien? ¿Se ha hecho daño?.. Dios santo pero ¿por qué diablos se ha tirado a las ruedas del coche?

-¿Quién es usted?-, preguntó Nicole, alzando precipitadamente la cabeza y dándose un golpe contra el parachoques. -¡Ay!-, exclamó volviendo a caer hacia atrás. -¿Quién es usted?-, preguntó después con voz débil.

-Oiga, ¿puede moverse? ¿Qué le duele? ¿Cree que se ha roto algo? Al menos no ha perdido el conocimiento.

-¿Quién es usted?-, repitió Nicole. ¿Y por qué me ha atropellado?

-¡Eh!, un momento... ha sido usted quien... Dejémoslo. ¿Cómo se encuentra?

Tendió las manos hacia ella y la palpó a través del jersey. Dedujo que no tenía nada roto pues se movía ágilmente. Por error, una mano se le resbaló por dentro del jersey y, como atraída por un imán, acabó directamente sobre uno de sus senos, viniendo a comprobar de tal forma que también el pecho estaba sano, salvo y... perfecto.

-¡Eh! ¿Qué diablos hace?-, preguntó Nicole, incorporándose velozmente, esquivando esta vez, aunque por un pelo, el parachoques.

Fue entonces cuando Thomas se dio cuenta de que aquella mujer de cabellos color rojo fuego tenía los más increíbles ojos verdes que él había visto en su vida. Abiertos como platos.

-No... perdóneme, ha sido completamente casual. Oiga, no debería estar sentada, se ha dado un golpe en la cabeza y...

-No, señor. No me he dado ningún golpe en la cabeza-, afirmó Nicole deprisa, echándose hacia atrás los luminosos cabellos.

-Aun así, es mejor que la visite un médico. Llamaré a una ambulancia...

-No creo que lo necesite-, disintió Nicole agitándose para levantarse.

Agachado junto a ella, el hombre puso sus manos sobre los hombros de Nicole para impedirle moverse.

-¡No se levante! Podría... desmayarse...

Con expresión testaruda, Nicole cruzó las piernas y haciendo palanca sobre los muslos, con un impulso se levantó con la agilidad de quien está muy en forma. Thomas Barrow la miró arrugando el entrecejo con perplejidad y alzándose a su vez.

Oscilando levemente, ella se apoyó en el capo del coche, mirando a los ojos de su agresor.

-¿Es que usted no mira nunca por dónde va?-, le acusó.

-¿Qué quiere decir? Ha sido usted quien se ha tirado al coche. La he visto perfectamente, estaba usted ahí y un segundo después estaba aquí. Ese no es modo de cruzar una calle, ¡vamos, digo yo!

-Esto no es una calle, es una calzada privada.

-Es igual.

-Yo tenía preferencia.

-No hay paso de cebra. Y en cualquier caso, no habría tenido tiempo de verla. Me ha dado un susto de muerte, gracias al cielo creo que no tiene nada grave. ¿Cómo se siente?

Nicole sacudió levemente la cabeza, como si estuviese valorando la situación.

-¿Hacia dónde se dirige?-, preguntó después, inesperadamente.

Él pareció sorprendido.

-Hacia la agencia Cameron, que se encuentra en ese edificio.

Nicole se secó los labios. ¿Iba a tener suerte por una vez en la vida?

-¿Acaso tiene usted una cita con el señor Cameron.

-Pues, sí.- Thomas entrecerró un poco los ojos, lleno de desconcierto. ¿Quién era aquella mujer? ¿Qué quería de él? -¿Por qué lo pregunta?

Nicole pensó con rapidez.

-Yo... mire, me da vueltas la cabeza. ¿Podría... sentarme en su coche?

Thomas se olvidó inmediatamente de sus sospechas.

-Pues claro. Siéntese, por favor-, la invitó, manteniéndole abierta la portezuela del coche. -¿Está segura de que no quiere ir al hospital?-, preguntó escrutándola preocupado.

Nicole se deslizó sinuosamente hacia el asiento de piel blanca, mórbida y cálida. Alargó las piernas hacia delante y apoyó la cabeza hacia atrás. A pesar de su aspecto vagamente lánguido estaba razonando deprisa.

-No, nada de hospital-, dijo volviendo a abrir los ojos. Parpadeó un par de veces con sus espesas pestañas y esbozó una conciliadora sonrisa. -Lo mejor es que descanse un poco antes de empezar a caminar. Nunca se sabe...

-Cierto-, convino Thomas, consultando rápidamente el reloj. -Oiga, puedo llamarle un taxi, si quiere. La acompañaría yo mismo, pero es que mi cita es dentro de unos minutos y no puedo aplazarla.

-No, no-, se apresuró á decir ella. -No debe aplazarla de ninguna manera. Pero un taxi tardará horas en llegar.

Era cierto, hora punta, pensó Thomas para sí mirando a su alrededor con impaciencia. Con aquella mujer que se había acomodado sobre el asiento de su coche, ¿qué podía hacer? Sin darse cuenta, se encontró estudiando las bellas piernas de Nicole, que se alargaban ante ella envainadas en un par de ajustadísimos pantalones negros.

-Tal vez pueda hacerle una propuesta-, dijo Nicole, notando la mirada inquieta del hombre. Tenía los ojos oscuros como el carbón, que dejaban huellas de fuego a su paso. -Puedo quedarme con usted mientras voy reponiéndome. Así, después de su entrevista, podrá acompañarme a casa.

Thomas Barrow no logró reprimir una expresión de perplejidad.

-¿Quedarse conmigo? Pero es una entrevista de negocios, nada que pueda interesarle o divertirle, me temo.

-Soy una persona muy paciente, no se preocupe-, aseguró ella.- Y además tiene que ver personalmente a Cameron, ¿no es así? Es un personaje... interesante.

Thomas entrecerró los ojos.

-¿En serio? ¿Usted lo encuentra interesante?

Nicole parpadeó.

-Soy publicista-, confesó con una sonrisa arrebatadora.-Y él es un genio en la materia.

-Eso dicen, sí.

-Lo es, se lo aseguro-, afirmó Nicole. -Mire, estoy dispuesta a olvidar que ha estado usted a punto de matarme atropellándome con su coche si me permite acompañarle. Seré buena y estaré calladita...- Se paró a tiempo. No debía dar la impresión de estar pidiéndole un favor, sino lo contrario: de estar ofreciéndolo. -De este modo, usted no tendrá que preocuparse de si me desmayo o no por la calle y no cargará sobre su conciencia el hecho de que pueda acabar esta mañana bajo las ruedas de un autobús.

-Eh, eh, un momento, vayamos por partes. Primero, el accidente no ha sido culpa mía, sino sólo suya... Y, además, usted no se ha hecho nada.

-Nunca se sabe. Los efectos de una conmoción cerebral pueden manifestarse después de horas.- Le miró de reojo. -Si me sucediera algo, podría ser acusado de omisión de socorro. ¿Es que no le interesa controlar que todo acabe bien?

Thomas se rascó la nuca, y Nicole observó su gesto apreciando sus largos y fuertes dedos, su mano elegante, y los tenaces cabellos oscuros, levemente ondulados. Que con las cejas y los ojos, constituían la perfecta fusión de lo bello y lo tenebroso. ¡Caramba, vaya si lo era! Guapo y misterioso.

-No me parece una buena idea-, estaba diciendo él, que no acababa de deshacer sus reparos. -No tengo ni idea de cuánto puede dudar el coloquio y...

-No hay problema, tengo todo el tiempo que quiera-, aseguró Nicole.

-Oiga, mire... Yo tengo que hablar de negocios. Será muy aburrido.

-Nada puede ser aburrido con Kurt Cameron-, argumentó Nicole. -Y yo tengo mucha paciencia.

Lo dudo, pensó Thomas. Ahora ya no sólo estaba perplejo, sino que sentía una viva curiosidad, además de una vaga excitación. Aquella mujer lograba producirle escalofríos en la nuca con una simple ojeada.

-Si le permito venir conmigo. ¿Qué me ofrece a cambio?

Ella arrugó los labios.

-¿Qué quiere decir? Como mucho le ofrezco poder acompañarme a casa para que pueda asegurarse de que no me pasa nada y de que no habrá complicaciones.

El se rió.

-Supongo que debo considerarlo un honor.

-Naturalmente. Yo, normalmente, no voy por ahí aceptando que me acompañen a casa desconocidos.

Thomas habría podido hacer notar que no parecía haber tenido grandes escrúpulos en instalarse en su coche, pero prefirió dejarlo correr. Empezaba a arriesgarse a llegar con retraso a su cita y aquella historia no dejaba de tener algo de prometedor e interesante.

-De acuerdo-, consintió con un gesto afirmativo de la cabeza. –La llevaré conmigo.- Dio la vuelta alrededor del coche y se sentó al volante. Quería descubrir qué se proponía, qué tenía en la cabeza aquella mujer.

Mientras tanto, ella se había erguido sobre el asiento y no tenía ningún aspecto de sentirse mal, estaba bajando la pestaña quitasol para mirarse en el espejito.

-¡Maldita sea!-, balbució hurgando en el bolso. -Tengo un aspecto horrible.

-A mí no me lo parece-, disintió Thomas arrancando el coche. -A propósito, tal vez sea mejor que nos presentemos. Yo me llamo Thomas Barrow.

-Nicole Benford-, dijo ella, mientras se daba unos toques de maquillaje con notable habilidad. Luego cogió una barra de labios y se la pasó por los mismos. -Pero todos me llaman Niky. ¿Para qué tiene que ver a Kurt Cameron?-, quiso saber.

Él recorrió la calzada de empedrado con calma, mientras miraba de vez en cuando, fascinado, los movimientos de ella. -Represento a una marca de cosméticos, la West COSAT. Estamos intentando que Cameron nos dirija una campaña publicitaria.

Niky soltó un suave silbido de admiración, y luego se frotó un labio contra otro de un modo que hizo aumentar el pulso cardiaco de Thomas.

-Tienen ustedes bien saneada la economía. Cameron es muy caro.

-Estamos creciendo-, contestó él, vagamente.

Ella terminó con unos rápidos toques de fard y un rápido cepillado de cabellos, que eran lisos y aterciopelados, del color de las puestas de sol. Thomas sintió deseos de tocarlos. -Disminuya la velocidad, por favor-, dijo ella mientras bajaba la cremallera de su cazadora de piel. Debajo, llevaba una camisa blanca de seda que le caía suavemente sobre el pecho. Niky abrió la cremallera de sus pantalones y empezó a ajustarse la camisa por dentro para colocársela bien.

Thomas entrevió las braguitas de encaje negro y la carne que dejaba transparentar el tejido.

-¿Qué hace, maldita sea?-, preguntó con la boca seca.

-No mire-, respondió ella feroz sin dejar de maniobrar. Luego resopló. -¡Vamos, por favor!. ¿Es que nunca ha visto un trozo de pierna? ¿Nunca ha ido a la playa, señor Barrow?

-¡Cielo santo! Esto no es la playa.

-¡Pues como si lo fuera!-, respondió ella. -¿No se echa usted encima de todas las chicas que ve,  no?

-Depende-, murmuró él como respuesta.

-¿De qué?

-De cómo son.

-Oiga, deje de decir tonterías. Aparque el coche detrás de aquella fila. Tengo que terminar de arreglarme.

Thomas obedeció. Cada vez se sentía más perplejo y con más curiosidad. Por fin ella terminó con su trajín, en pocos minutos se había transformado en una joven seductora, tan atractiva en sus pantalones ajustados como una bomba sensual que jamás pasaría inadvertida en ningún tipo de ambiente, y mucho menos en una agencia de publicidad como la de Kurt Cameron.

-¿Se arregla tanto para ver a un hombre?-, le preguntó él con tono sardónico.

-Para un hombre, no. Para Kurt Cameron. Es distinto.

Thomas arrugó la frente. No entendía nada y eso no le gustaba. Normalmente él era un tipo que captaba las cosas prácticamente antes de que sucedieran. Aquella mujer le estaba desconcertando y no lo soportaba.

-Si usted lo dice. ¿Podemos salir ya? Temo estar retrasándome.

Niky se miró por última vez.

-Vamos. ¡Ah, otra cosa! Yo soy su asistente. Si hubiera que discutir los detalles técnicos, déjemelo a mí.

Thomas se quedó con un pie en el suelo y el otro aún en el auto.

     -¿¡Qué!?

-No se preocupe, ya le he dicho que trabajo en el sector-, dijo ella saltando fuera e irguiéndose cuan alta era. De pie era aún más impresionante que sentada. La camiseta blanca creaba un estupendo contraste con la melena pelirroja y los pantalones negros. Llevaba unos botines de tacón alto que la hacían todavía más esbelta y se movía de un modo capaz de cortarle el aliento hasta a un monje budista durante una ceremonia religiosa. Aquellos pantalones elásticos le moldeaban unas piernas y una figura impresionantes... indescriptible, pensó Thomas para sí.

-Oiga, haga el favor de no crearme problemas-, exclamó con voz más bien de enfado saliendo de su inmovilidad y poniendo el otro pie en el suelo. -Tengo que discutir sobre un contrato muy importante.

Ella parpadeó y posó sus manos sobre las caderas.

-¿Por qué lo dice?-, preguntó coqueta con una expresión que era la cara de la inocencia.- ¿Acaso le parezco el tipo de mujer que crea problemas?

En aquel preciso momento Thomas Barrow supo que sí. Que estaba cometiendo un grave error y que, antes o después lo iba a pagar caro. Jamás debió dejarse convencer. Jamás debió atropellarla. Maldición.

-Como una bomba de relojería-, respondió en tono brutal. -Sólo quisiera saber cuándo le dará por explotar.