El derecho a cantar blues

JOHN LUTZ

 

—Sólo hace falta saber una cosa sobre el jazz —dijo Fat Jack McGee a Nudger con una sonrisa— No hace falta saber nada sobre él para disfrutar de él, y eso es todo lo que hace falta saber. —Echó para atrás la enorme cabeza, lo cual produjo un estremecimiento de sus múltiples papadas, y apuró de un trago su copa de brandy—. El jazz es sentimiento. —Utilizó una blanca servilleta para secarse los labios con peculiar delicadeza para ser tan grueso—. Puro sentimiento.

—¿Posee Willy Hollister ese sentimiento? —preguntó Nudger. Retiró el plato que tenía ante sí, sintiéndose atiborrado. Del exquisito almuerzo al que Fat Jack lo había invitado, sólo la sémola seguía en el plato, intacta.

Con algo similar a la reverencia Fat Jack afirmó:

—Willy Hollister toca el piano como los propios ángeles.

De detrás de una palmera plantada en un tiesto apareció un camarero de chaqueta blanca que llevaba café con achicoria en una bandeja plateada. Colocó sendas tazas ante Nudger y Fat Jack.

—Entonces, ¿cuál es su problema con Hollister? —preguntó Nudger, dando un sorbo de la espesa y rica mezcla, que estaba deliciosa—. ¿Acaso no lo contrató para tocar espléndidamente el piano en su club?

—No, con su música no hay ningún problema —dijo Fat Jack—. Pero lo primero que necesito saber, Nudger, es si puede usted quedarse en Nueva Orleáns hasta aclarar este asunto. —Un brillo de maligno humor relució en los rosáceos ojillos del hombre—. A cambio, recibirá usted unos sabrosos honorarios, naturalmente.

Nudger sabía que los honorarios serían adecuados. Fat Jack tenía una cuenta bancaria tan obesa como su cuerpo y, de hecho, ya le había pagado a Nudger una buena suma sólo para viajar a Nueva Orleáns, almorzar en el restaurante Magnolia Blossom y escuchar lo que su anfitrión tenía que decirle. Lo que ahora Nudger deseaba saber era:

—¿Por qué yo?

—Porque conozco a una dama de su distante ciudad. —Fat Jack mencionó un nombre—. Dice que es usted de los mejores de su profesión, y no suele hablar a la ligera.

»Y, además, está lo de su colección —añadió Fat Jack. Una negra gota de café colgaba en líquida suspensión de su triple papada, reluciendo mientras él hablaba—. Tengo entendido que colecciona usted viejos discos de jazz.

—Así era —dijo Nudger, con tristeza—. Tenía discos de Willie the Lion, Duke Ellington y Mary Ann Williams, grabados en su época de Kansas City.

—¿Qué es eso de que «tenía»? —preguntó Fat Jack.

—Un aciago mes, vendí la colección para pagar el alquiler —Nudger miró más allá de las verdes palmeras, hacia las afiligranadas rejas de la ventana, a través de las cuales, a media manzana de distancia, se veía a los turistas de Bourbon Street, y la extraña combinación de arquitectura francesa y española, América negra, trajes blancos, y ardiente sol semitropical. Eso era Nueva Orleáns, donde el jazz estaba más vivo que en ninguna otra parte—. Maldito alquiler —murmuró.

—Amén. —Fat Jack no se engañaba ni a sí mismo. Llevaba años sin preocuparse por alquileres. La gota de café se le soltó de la papada y fue a manchar la blanca pechera de su camisa—, ¿Qué? ¿Se quedará un tiempo por aquí?

Nudger movió afirmativamente la cabeza. Su agenda personal y profesional distaba de estar completa.

Fat Jack dijo:

—La verdad es que quien me preocupa no es el propio Hollister, sino Ineida Collins. Canta en mi club, y si continúa practicando, llegará a mediocre. No pretendo burlarme de ella, Nudger, es mi sincera opinión.

—Entonces, ¿por qué la contrató?

—Por David Collins. Es el dueño de gran parte del French Quarter. También posee una parte del próspero restaurante en que nos encontramos. En todas las parroquias de Nueva Orleáns, su palabra es ley. Y es tan flaco y tozudo como yo gordo y pacífico.

Nudger bebió otro sorbo de café.

—¿Y le pidió que contratase a Ineida Collins?

—Exacto. Ineida es hija suya, y quiere triunfar como cantante. Y lo conseguirá, aunque para ello papá tenga que comprarle un estudio de grabación al doble del precio de mercado. Como David Collins también es propietario del edificio en que está mi club, cuando su hija me pidió que le hiciese una prueba, opté por contratarla. Lo cierto es que Ineida no es tan mala como para poner en evidencia a nadie más que a ella misma. A eso yo lo llamo diplomacia.

—Creí que lo llamaba problemas —dijo Nudger—, También creí que por ese motivo me había contratado.

Fat Jack asintió, y las gruesas papadas le cubrieron el cuello de la camisa.

—Y problemas son. Resulta que el tal Hollister es un joven atractivo, y a la semana de estar Ineida en el club, comenzó a ir tras ella. No tardaron en hacerse amigos. Y ahora ya son mucho más que amigos.

—¿Cree que el tipo persigue el dinero de papá?

—No, nada de eso —afirmó Fat Jack—. Cuando contraté a Ineida, David Collins insistió en que la identidad de su hija se mantuviera en secreto. Eso formaba parte del trato. Así que la chica usa el nombre escénico de Ineida Mann, que probablemente es una genial ocurrencia del departamento de publicidad de su padre.

—Sigo sin captar el problema —dijo Nudger.

—A Hollister no acabo de verlo claro, no sé por qué. Lo que sí sé es que, como perjudique de algún modo a Ineida, David Collins se encargará de que yo tenga que tocar jazz en el circuito Butte—Boise—Anchorage.

—Bonitas ciudades; pero no exactamente mecas del jazz —comentó Nudger—. Comprendo su problema.

—Lo que le pido es que investigue a Willy Hollister —imploró Fat Jack—, Averigüe todo lo posible sobre él, sea bueno o malo, a ver si puedo estar tranquilo. Eso es cuanto deseo, tranquilidad de espíritu.

—Hasta los endurecidos detectives privados queremos eso —dijo Nudger.

Fat Jack se quitó la servilleta de las piernas y alzó lánguidamente una rolliza mano. Un camarero nacido justamente para responder a tal seña, se acercó con la cuenta. Fat Jack aceptó un pequeño bolígrafo y firmó con un enorme y elegante florilegio. Nudger lo observó llevarse a la boca un bombón de menta. Fue como observar a un elefante cogiendo con gracia y destreza un cacahuete. Pese a lo inmenso que era, Fat Jack se movía como si no pesase más que cinco o seis kilos.

—He de volver, Nudger. Tengo que ocuparme del papeleo y de contar dinero. —Se levantó. Con sus pantalones canela y la blanca chaqueta informal parecía sorprendentemente alto. Nudger pensó que era una bonita chaqueta; decidió que se compraría una y la llevaría en invierno y verano—. Pase por el club esta noche a eso de las ocho. Le daré todos los detalles que necesite, y podrá ver a Willy Hollister e Ineida. Quizás a ella la oiga cantar.

—Mientras ella canta, quizá nosotros podamos discutir mis honorarios —dijo Nudger.

Fat Jack sonrió, lo cual hizo que sus enormes papadas desafiaran la gravedad.

—Creo que usted y yo nos llevaremos divinamente. —Le hizo un guiño y se alejó por entre las mesas hacia la salida. Comparados con él, los demás comensales parecían pigmeos.

El camarero volvió a llenar la taza de Nudger, que permaneció dando sorbos a la mezcla de achicoria y observando cómo Fat Jack McGee caminaba por la soleada acera en dirección a Bourbon Street. Indiscutiblemente, para ser tan grueso, su paso era ligero y ágil.

Nudger no estaba tan preocupado por sus honorarios como Fat Jack pensaba, aunque el tema le producía un interés más que pasajero. En realidad, había aceptado el caso porque años atrás, en un club de St. Louis, había escuchado a Fat Jack McGee tocando el clarinete del modo que había hecho de él una leyenda del jazz, y no lo había olvidado. Los auténticos fanáticos del jazz son adictos a él de por vida.

Tenía que escuchar de nuevo aquel clarinete.

El club de Fat Jack estaba en Dexter, a media manzana de Bourbon Street. Nudger se detuvo ante la puerta y contempló la muestra de neón rojo y verde. En ella aparecía un verde Fat Jack de neón, una figura articulada que se movía con la misma aparente ingravidez y agilidad del Fat Jack de carne y hueso.

Del interior del club surgía una música de trompeta casi palpable, que saturaba el húmedo aire de la noche. La gente iba y venía, y entre ella había muchos turistas que hacían el recorrido de Bourbon Street. Pero a Nudger le dio la sensación de que la mayor parte de los clientes de Fat Jack eran personas que se tomaban el jazz en serio, que iban allí por la música y no por esnobismo.

La trompeta concluyó con un admirable agudo seguido por una salva de aplausos. Nudger entró en el local y miró en torno. Penumbra, humo, muchas personas sentadas a muchas mesas, hombres con trajes y hombres en camiseta y vaqueros; mujeres con vestidos de noche y mujeres con holgados pantalones. El pequeño escenario se encontraba vacío, pues la banda estaba descansando. Los clientes iban de un lado a otro y se congregaban ante la barra situada a lo largo de una de las paredes. Camareras que lucían camisetas «Fat Jack» transitaban con bandejas de bebidas. Junto a la parte izquierda del escenario había un bruñido y oscuro piano vertical que, incluso en la penumbra, resplandecía como un coche nuevo. Nudger decidió que el local de Fat Jack tenía todo lo que un club de jazz necesitaba.

Sintiéndose como en casa, fue hasta el bar y, tras una espera de cinco minutos, pidió una jarra de cerveza de barril. La jarra estaba escarchada, y la cerveza fría como el hielo.

La intensidad de la luz fluctuó tres veces. Era una señal que los clientes habituales entendieron, iniciando un movimiento general de regreso a las mesas. Luego las luces se atenuaron considerablemente, y el escenario, con su resplandeciente piano, se convirtió de pronto en el único punto iluminado. Un hombre alto y elegante, de treinta y pocos años, apareció en el escenario y fue recibido por el tipo de aplausos, diseminados pero entusiastas, que indican la existencia de un fuerte vínculo entre actuante y auditorio. El hombre acogió la ovación con una tenue sonrisa y se sentó al piano. Sus facciones eran altivas y atormentadas, y el rubio pelo le caía sobre la parte de atrás de la camiseta negra «Fat Jack». Los desnudos brazos eran musculosos, y las manos elegantes y muy fuertes. Se trataba de Willy Hollister, la atracción principal, la que los clientes pagaban por oír. En el local se hizo el silencio y él comenzó a tocar.

La pieza era una variación sobre Good Woman Gone Bad, «Buena mujer descarriada», un viejo número escrito originalmente para saxo tenor. Hollister lo tocó a su modo, y al cabo de un par de acordes Nudger se dio cuenta de que era un pianista mejor que bueno. Nada, salvo la mala suerte, podía impedirle llegar a la cima. Tocaba con acompañamiento de metal y tambor, pero no le hacía falta; lo único que Hollister necesitaba en el mundo era aquel piano, y para darse cuenta de ello bastaba con contemplar la extática expresión de su aristocrático rostro.

—¿No le dije que era un fuera de serie? —susurró Fat Jack a Nudger—, Dejando aparte cualquier otra consideración, el tipo sabe tocar el piano.

Nudger asintió en silencio. Básicamente, el jazz es música negra; pero el blanco y rubio Hollister la tocaba con todo el sentimiento y dolor de sus orígenes. Acabó el número y la salva de aplausos sólo cesó cuando inició otro, un blues, que cantó acompañándose al piano. Su voz era tan negra como su música; en su tono e inflexiones parecían morar siglos de sufrimiento.

—Estoy sorprendido —dijo Nudger, al extinguirse el aplauso provocado por el blues.

—Usted, y todos. —Fat Jack bebía ajenjo en una copa de dorado borde—, Hollister no tocará aquí durante mucho tiempo. Pronto ascenderá en el escalafón del espectáculo, y ya no aceptará lo que ahora le pago, que es mucho.

—¿Cómo lo contrató?

—Me vino recomendado por el dueño de un club de Chicago. Parece que empezó en Cleveland, tocando en pequeños clubes, y luego fue a más en Kansas City, y después en Rush Street, en Chicago. Para contratarlo, sólo necesité escucharlo cinco minutos. Fue como pescar a Ray Charles o a Garner cuando empezaban.

—Entonces, ¿qué es exactamente lo que le preocupa de Hollister?

Las abotagadas facciones de Fat Jack reflejaron incertidumbre, como si no atinase con las palabras exactas.

—Su música es… irregular —dijo al fin.

—Eso no es ningún crimen —dijo Nudger—, sobre todo si, cuando toca bien, toca así.

—Yo lo he escuchado hacerlo mejor. Créame, Hollister puede superar lo de esta noche. Pero lo que realmente me preocupa no es su música. Hollister, a veces, actúa de forma extraña, sospechosa. Sam Judman, el batería, se pasó la semana pasada por su apartamento, encontró la puerta abierta y entró para esperar a que Hollister volviera a casa. Cuando Hollister lo encontró allí, le dio una paliza… con los puños. ¿Se imagina a un pianista como Hollister utilizando las manos para eso? —Fat Jack puso cara de haber encontrado un pelo en su copa.

—Muy bien, es extremadamente reservado. ¿Qué más? —«¿Qué estoy haciendo? —se preguntó Nudger—. ¿Acaso intento disuadirlo de que me contrate?»

Pero Fat Jack proseguía:

—Desde hace un mes, Hollister se muestra preocupado, inquieto, impredecible. Tiene problemas y, como ya le he dicho, si él está con Ineida Collins, yo también los tengo. Creo que no me vendría mal averiguar más cosas sobre Mr. Hollister.

—Como se decía antes, hay que saber qué intenciones trae.

—En ciertos ambientes, se sigue diciendo.

Las luces volvieron a atenuarse, el público quedó en silencio y Willy Hollister volvió a sentarse al piano. Pero esta vez el centro de la atención era la muchacha alta, de cabello oscuro, que se apoyaba con una mano en el piano mientras con la otra sostenía delicadamente el micrófono. En el interior de su sencillo vestido azul marino había una esbelta figura. Tenía bonitos tobillos, bonita sonrisa. Bonita era una palabra que parecía haberse acuñado para ella. Un nombre escénico como el de Ineida Mann no le iba en absoluto. Parecía una buena chica, sencilla, familiar, y daba la sensación de que se sonrojaría si escuchase un chiste subido de color. Pero a Nudger le cruzó por la cabeza la idea de que tal vez aquello no fuese más que un truco escénico, y quizá lo que buscaba era precisamente aquel contraste.

Fat Jack adivinó los pensamientos de Nudger.

—Es tan sencilla e ingenua como parece. Pero le gustaría ser distinta, aprenderlo todo sobre la vida y el amor en unas pocas y sencillas lecciones.

Alguien de la banda había anunciado a Ineida Mann, y la muchacha comenzó a cantar la melancólica letra de un blues clásico. Tenía control; pero no registro. Nudger se encontró prestando más atención a la música de acompañamiento, que incluía un excelente solo de clarinete. A la banda le gustaba Ineida y hacía todo lo posible por arroparla, pero el público de Fat Jack era demasiado experto para dejarse engañar. Ineida terminó, recibió unos tibios aplausos, hizo una bonita inclinación y se retiró. Competente, pero nada especial, y con aspecto de acabar de llegar de un exclusivo suburbio residencial. Pero eso era lo que la chica quería, y su rico padre se lo obsequiaba. El amor paterno puede ser tan ciego como el otro.

—Bueno, ¿cómo le meterá mano al asunto? —preguntó Fat Jack—, ¿Le presento a Hollister e Ineida?

—Suelo empezar los casos discutiendo mis honorarios y firmando un contrato —dijo Nudger.

Fat Jack movió con displicencia una manicurada y enjoyada mano.

—Por los honorarios no se preocupe —dijo—. Digamos que su tarifa habitual, más un veinte por ciento, más gastos. Fíese de mí en eso.

A Nudger le pareció bien todo, menos lo de fiarse. Echó mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacó un cilíndrico paquete de pastillas antiácidas, retiró el papel de aluminio y se echó a la boca uno de los blancos comprimidos, todo ello en un solo y muy practicado movimiento.

—¿Para qué es la pastilla? —preguntó Fat Jack.

—Los nervios me afectan al estómago —explicó Nudger.

—Debería probar con esto —dijo Fat Jack, indicando su ajenjo—. Con el tiempo, elimina por completo el estómago.

Nudger hizo una mueca de desagrado.

—Quiero hablar con Ineida —dijo—, pero preferiría hacerlo fuera del club.

Fat Jack apretó los labios y asintió con la cabeza.

—Le daré su dirección. No vive en casa de su padre; tiene su propio apartamento en Beulah Street. Todo forma parte del juego de abrirse camino por sí misma. ¿Algo más?

—Quizá. ¿Sigue usted tocando el clarinete?

Fat Jack torció la cabeza y miró con curiosidad a Nudger por entre el humo de tabaco que flotaba en torno al bar.

—De cuando en cuando; sólo en ocasiones especiales.

—Le propongo que fijemos el precio del trabajo en mis honorarios normales con sólo un diez por ciento de aumento; pero esta noche tiene usted que tocar una pieza al clarinete.

La sonrisa de Fat Jack fue resplandeciente. Luego el hombre echó la cabeza para atrás y soltó una estentórea carcajada que hizo que muchas cabezas se volvieran y pareció estremecer las botellas del bar.

—¡De acuerdo! ¡Es usted un hallazgo, Nudger! Primero, confía en que le pague sin mediar contrato, y luego baja su precio y, en vez de dinero, pide un solo de clarinete. ¡No hay sitio donde gastarse un solo de clarinete! Amigo, usted me cae bien; pero es un pésimo negociante.

Nudger sonrió y dio un sorbo a su cerveza. Como Fat Jack no se había molestado en averiguar cuáles eran sus honorarios habituales, todo lo que habían hablado de porcentajes no significaba nada. Los detectives no serían buenos negociantes; pero los músicos de jazz, tampoco. Tendió a Fat Jack un bolígrafo y una carterita de cerillas.

—¿Qué tal si me apunta esa dirección?

 

Beulah Street era estrecha y tortuosa y estaba flanqueada por bajas casas de estilo franco—español, con arcadas, apastelado estuco y enrejados ornamentales. Tiempo atrás, los edificios fueron convertidos en apartamentos, cada uno con su entrada individual. Detrás de cada apartamento había un pequeño patio.

Nudger encontró la dirección de Ineida Collins, que correspondía a una edificación color amarillo pálido, con techo de desgastadas tejas y un vergel de multicolores buganvillas ascendiendo por uno de los agrietados y parcheados muros de estuco.

Nudger consultó su reloj. Las diez. Decidió que si Ineida aún no estaba despierta, ya era hora de que lo estuviera. Ascendió al pequeño porche de ladrillo y, con una aldaba en forma de cabeza de león, llamó a la puerta de tablas sostenida por dos grandes bisagras de hierro negro.

Ineida abrió sin demora. No parecía soñolienta tras su tardía actuación en el club de Fat Jack. Tenía el oscuro cabello recogido en una pequeña trenza. Llevaba pantalones y una blusa de seda color melocotón. Hasta el implacable sol se mostraba amable con ella; parecía tan joven, inexperta e ingenua como, según Fat Jack, era realmente.

Nudger le contó que era escritor y estaba haciendo un reportaje sobre el club de Fat Jack.

—Anoche la vi actuar —dijo—. Estuvo realmente espléndida. Me pareció que sería buena idea que hablásemos.

Para la muchacha resultaba imposible rechazar una entrevista, un indicio de celebridad. Su rostro se iluminó hasta hacer palidecer el resplandor del sol. La joven invitó a Nudger a pasar.

El apartamento estaba decorado con gusto pero sin lujo. Había una alfombra oriental de imitación sobre el suelo de tarima, abundancia de muebles de bambú, y un ventilador de techo cuyas aspas giraban lentamente, produciendo fluctuantes sombras. Por los translúcidos visillos beige, se veía el patio del apartamento, multicolor y bien cuidado.

—¿Un café, Mr. Nudger? —preguntó Ineida.

Nudger se lo agradeció y observó el oscilar de sus caderas mientras la muchacha iba hacia la pequeña cocina. Desde donde estaba, el hombre podía ver la jarra medio llena de una cafetera de filtro. Ineida sirvió dos tazas y volvió a la sala con ellas.

—¿Cuántos años tiene, Ineida?

—Veintitrés.

—Entonces no debe de llevar mucho tiempo cantando.

Ella se sentó, dejando su humeante taza sobre una mesita auxiliar.

—Casi cinco años. Canté en representaciones universitarias, y luego estudié un tiempo en Nueva York. Llevo dos meses cantando en el club de Fat Jack y me apasiona.

—Y parece que usted gusta al público —mintió Nudger. La observó sonreír y pensó que la mentira había merecido la pena. Simuló tomar notas mientras hacía rutinarias preguntas propias de un escritor, bombeando el ego de la joven. Pero aquel ego sólo era capaz de hincharse hasta cierto punto. Nudger decidió que le gustaba Ineida Collins y deseó que no tardase demasiado en darse cuenta de que no era Ineida Mann.

—Tengo entendido que usted y Willy Hollister son muy buenos amigos.

La actitud de Ineida cambió bruscamente. El recelo brilló en sus ojos y la boca, juvenil y sonriente, pareció envejecer diez años.

—No escribe usted para ninguna revista —dijo, dolida.

Nudger notó una coz de mula en el estómago.

—No, no lo hago —admitió.

—Entonces, ¿quién es usted?

—Alguien que se preocupa por su bienestar. —Hora del antiácido. Se echó a la boca una de las tabletas y la masticó.

—Lo envía mi padre.

—No —dijo Nudger.

—Mentiroso —dijo ella—. Váyase.

—Me gustaría hablar con usted sobre Willy Hollister —insistió Nudger. En su oficio, la insistencia compensaba, de un modo u otro.

—Váyase —repitió Ineida—. O llamo a la policía.

Al cabo de medio minuto, Nudger volvía a encontrarse en Beulah Street, contemplando la cerrada puerta de Ineida. La joven parecía muy susceptible en lo tocante a Willy Hollister. Nudger se echó otro antiácido a la boca, dio la espalda al cálido sol y echó a andar.

Cuando había recorrido media manzana, se dio cuenta de que arrojaba tres sombras. Se detuvo. La sombra de en medio se detuvo con él; pero las más grandes de ambos lados siguieron avanzando. Los corpachones que arrojaban tales sombras se encontraban de pronto ante Nudger, y dos hombres lo miraban con fijeza. Uno no sonreía; el otro sí. Considerando la clase de sonrisa, la diferencia resultaba insignificante.

—Lo hemos visto hablando con Miss Mann —dijo el de la izquierda, que tenía marcados pómulos, tez oscura picada de viruelas y ojos grises e inexorables—. Al parecer, lo que le ha dicho la ha trastornado. —Su acento era entre sureño y francés. Nudger lo reconoció como cajún. Los cajún eran gente dura, de origen predominantemente francés, que se había asentado en el sur de Louisiana.

Cruzando los dedos, Nudger echó de nuevo a andar. El segundo hombre, más bajo, pero con cuello y hombros inmensos se adelantó para bloquearle el paso, como un pugilista del peso pesado. Nudger se tragó el antiácido.

—¿Nervioso, amigo? —preguntó el boxeador, con el mismo acento cajún.

—Suelo estarlo.

Viruelas dijo:

—Nos interesa el bienestar de Miss Mann. ¿De qué hablaba con ella?

—Fue una conversación privada. ¿Les molesta decirme quiénes son ustedes?

—Sí, nos molesta —dijo el boxeador. Sonreía de nuevo, desagradablemente. Nudger advirtió que en el extremo de la ceja derecha el hombre tenía la blanca huella de una cicatriz.

—Entonces, lo siento, pero no hay nada de que hablar.

Viruelas meneó la cabeza, expresando pacientemente su desacuerdo.

—Hay un asunto del que sí hemos de ocuparnos. Zonas enteras de este gran estado de Louisiana están cubiertas por enormes marismas. El bayou es poco acogedor, y sirve de hogar a un sorprendente número de caimanes. Muchos de los que van al bayou no regresan, y tampoco se vuelve a saber de ellos. Y a nadie le preocupa su desaparición. —En el interior de los fríos ojos grises parecían relucir fragmentos de diamante—. ¿Entiende lo que le digo?

Nudger asintió. Él entendía, y su estómago también.

—Creo que hemos hablado claro —dijo el boxeador—. Por oficio, y porque nos gusta, somos gente desagradable. Así que un hombre como usted, señor, sensato y saludable, debería hacernos caso y dejar en paz a Miss Mann.

—Querrá decir Miss Collins.

—Quiero decir Miss Ineida Mann. —Habló con el inexpresivo rostro de un auténtico profesional.

—¿Por qué a Willy Hollister no le dicen que la deje en paz? —preguntó Nudger.

—Mr. Hollister es un agradable joven que Miss Mann ha escogido —dijo Viruelas, con extraña suavidad—. Es evidente que usted la molesta. Y si ella está molesta, nosotros estamos molestos.

—Y a Frick y a mí no nos gusta estar molestos —dijo el boxeador. Cerró una gran manaza sobre la solapa de la chaqueta informal de Nudger, sin tirar ni empujar en absoluto, sólo estrujando el tejido. Nudger notó la vibrante fortaleza del hombre como si se tratase de una corriente eléctrica—. Pórtese bien —susurró el tipo, sin alterar su fija sonrisa. Bruscamente, soltó la solapa, y su compañero y él dieron media vuelta y se alejaron.

Nudger bajó la vista a su chaqueta, que estaba tan arrugada como si un cepo la hubiese estrujado durante semanas. El hombre se preguntó si en la tintorería podrían arreglar el estropicio.

En aquel momento se dio cuenta de que estaba temblando. Detestaba el riesgo, y la violencia no era de su gusto. Necesitaba otra tableta de antiácido y luego, aunque fuese temprano, una copa.

Nueva Orleáns estaba resultando una ciudad sumamente amena, pero no como las agencias de viajes y la Cámara de Comercio anunciaban.

 

—No escribe usted sobre jazz —dijo Willy Hollister a Nudger en un cuartito trasero del club de Fat Jack. No era exactamente un camerino, aunque en ocasiones servía como tal, sino una especie de cuarto para todo, donde se efectuaban rápidos cambios de vestuario y se descansaba entre actuaciones. La pintura verde pálido estaba desvaída y pelada, y en una de las paredes había un conducto de aire que iba del suelo a techo. En los muros, aquí y allá, tras los montones de viejos muebles, había amarillentos pósters de los grandes del jazz. Olía a una mezcla de licor rancio y humo de tabaco.

—Pero soy aficionado al jazz —dijo Nudger—. Entiendo lo suficiente para darme cuenta de lo bueno que es usted, y que su manera de tocar el piano no es autodidacta. —Sonrió—. Estoy seguro de que sabe usted solfeo.

—Hace falta saber solfeo para graduarse en Juillard —replicó altivamente Hollister.

Hasta Nudger sabía que los licenciados de Juillard no eran indocumentados.

—Así que tiene formación clásica —dijo.

—Eso no es raro; infinidad de músicos de jazz tienen raíces clásicas.

Mientras el pianista hablaba, Nudger lo estudió. Fuera de escena, Hollister parecía mayor. El rubio cabello comenzaba a clarear en la coronilla, y sus rasgos eran menos juveniles, más duros. La tez tenía un enfermizo tono amarillo. Aquel hombre era un cazador. En sus ojos se notaba, agazapada y a punto de saltar, la triste sabiduría de la vida.

—¿Conoce bien a Ineida Mann? —preguntó Nudger.

—Lo bastante para saber que usted ha estado molestándola —replicó Nudger, con expresión aburrida pero recelosa—. No sabemos qué pretende, pero le aconsejo que desista. Y no se moleste en intentar sacarme información.

—Lo que me interesa es el jazz —dijo Nudger.

—Entre otras cosas.

—Como casi todo el mundo, tengo más de un interés.

—Yo, no —dijo Hollister—, Lo único que me importa es mi música.

—¿Y qué me dice de Miss Mann?

—Eso no es asunto suyo. —Hollister se puso en pie y aplastó limpia pero ineficazmente el cigarrillo que había estado fumando. Pareció gustarle dejar que la brasa agonizara en el cenicero—. He de actuar dentro de unos minutos. —Se embutió la camiseta de «Fat Jack» y, severamente, dijo—: No tengo el más mínimo deseo de volverlo a ver, Nudger. Me importa un rábano quién o qué sea usted. Lo único que me importa es que deje a Ineida en paz.

Nudger preguntó:

—Antes de irse, ¿le importaría darme su autógrafo?

Increíblemente, lejos de sentirse insultado por el sarcasmo, Hollister garrapateó su firma en un periódico próximo y se lo tiró a Nudger, que interpretó aquello como un indicio del ego artístico del hombre y, a su pesar, se sintió impresionado. En Willy Hollister se reunían todos los ingredientes de la grandeza… junto con algo más.

Nudger volvió al salón del club. Entre la masa de adictos al jazz distinguió a Fat Jack, recostado en la barra. Mientras avanzaba hacia él por la sala, Nudger vio a Ineida sentada a una de las mesas. Llevaba una blusa verde con lentejuelas que resaltaba sus oscuros cabellos y ojos, y Nudger lamentó que su voz no estuviera a la altura de su aspecto. Ella lo miró, lo reconoció, e inmediatamente apartó la vista para atender a un hombre de grisácea barba que formaba parte del grupo con el que la joven estaba.

Cuando Nudger llegó a la barra, Fat Jack lo saludó:

—Hola, Nudger. ¿Está seguro de lo que hace, viejo sabueso? No puede decirse que se ande usted con pies de plomo. Ineida me preguntó por usted, diciendo que había ido a molestarla a su casa. Hollister quiso saber quién era usted. El capitán de policía me hizo la misma pregunta.

Nudger sintió un retortijón en el estómago.

—¿Un capitán de la policía de Nueva Orleáns?

Fat Jack asintió con la cabeza.

—El capitán Marriwale. —Sonrió ampliamente y dio un trago de ajenjo—. Está usted produciendo toda una conmoción en la ciudad.

—Lo que ahora necesito es hacer un corto viaje —dijo Nudger.

—Hay mucha gente deseosa de verlo a usted lejos.

—Tengo que ir a Cleveland, Kansas City y Chicago. Estar un par de días en cada ciudad. He de averiguar más cosas sobre Willy Hollister. ¿Está dispuesto a pagar los gastos?

—Supongo que no podría usted hacer sus indagaciones por teléfono.

—No, la información no sería fiable.

—¿Cuándo piensa marcharse?

—En cuanto pueda. Esta noche.

Fat Jack sacudió afirmativamente la cabeza. Sacó una che— quera de piel de cocodrilo, escribió, arrancó un talón y se lo tendió a Nudger. Éste, a causa de la escasa luz, no pudo leer la cantidad.

—Si necesita más, dígamelo —dijo Fat Jack. Su sonrisa parecía refulgir en la penumbra—. Y procure que el viaje sea rápido, Nudger.

 

Una semana más tarde, de nuevo en Nueva Orleáns, Nudger estaba sentado frente a Fat Jack McGee en el despacho de éste, en el segundo piso de su club.

—Existe una pauta, a veces sutil y a veces fuerte, pero que siempre está ahí, como en una pieza de Ellington de los años cuarenta —explicó Nudger.

—Cuente —dijo Fat Jack—. Soy admirador de Ellington.

—Hice averiguaciones, leí viejas críticas, fui a clubes y sindicatos de músicos y hablé con gente de los ambientes jazzísticos en que Hollister tocó. Siempre comenzaba con mucha fuerza, pero su carrera musical está llena de lapsos y bajones en los que Hollister se convertía en un pianista corriente.

Fat Jack pareció preocupado. Reorganizando los pliegues de su sotabarba, comentó:

—Eso explica la decadencia que ahora está experimentando.

—Pero el tipo sigue siendo un excelente músico —dijo Nudger.

—Está pasando de excelente a bueno. Y en Nueva Orleáns se encuentran buenos músicos de jazz a espuertas.

—Hay algo más respecto a Willy Hollister —dijo Nudger—, Algo en lo que nadie ha reparado, porque abarca varios años y tres ciudades.

Fat Jack pareció interesado, y habría levantado las orejas de no estar éstas sepultadas bajo masas de carne.

—Hollister tuvo una novia en cada una de esas ciudades. Las tres mujeres desaparecieron. De dos de ellas se dijo que habían abandonado la ciudad por propia iniciativa, pero nadie sabe adonde fueron. La novia de Cleveland, la primera, simplemente se esfumó. Aún sigue en la lista de personas desaparecidas.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Fat Jack, comenzando a sudar. Del bolsillo de su chaqueta informal sacó un blanco pañuelo del tamaño de una sábana y se secó la frente, justo como Satchmo, sólo que sin la sonrisa ni la trompeta.

—Lo siento —dijo Nudger—. No era mi intención preocuparlo.

—Hace su trabajo, eso es todo —lo tranquilizó Fat Jack—, Pero lo que me cuenta es feo. ¿Cree que Hollister tuvo que ver con las desapariciones?

Nudger se encogió de hombros.

—Quizá las responsables fueran las propias mujeres, y no Hollister. Las tres eran de las que viajan mucho y con poco equipaje. Quizá se marcharon por propia decisión. Quizá, por algún motivo, creyeron preferible alejarse de Hollister.

—Ojalá Ineida pensara como ellas —murmuró Fat Jack—. Cristo, esto no me gusta. El viejo Collins sería capaz de hacerme picadillo. Aunque, claro, ella no está cortada por el mismo patrón de esas otras chicas; no tiene madera de estrella del jazz. Es una muchacha estable, sin tendencia a los viajes.

—Lo único que las tres mujeres y ella tienen en común es Willy Hollister.

Fat Jack se retrepó en el sillón de su escritorio, que protestó con fuerte crujido. Nudger, contratado para resolver un problema, sólo había conseguido hasta el momento poner de manifiesto que el problema era más grave de lo que parecía al principio. El gigantón no necesitaba decir «¿Y ahora, qué?», pues la pregunta estaba escrita con letras mayúsculas en su rostro.

—Podría despedir a Willy Hollister —sugirió Nudger.

Fat Jack sacudió negativamente la cabeza.

—Ineida lo seguiría, y quizá se enfureciese conmigo e hiciera que su padre tomase represalias contra el club.

—Además, Hollister sigue llenando el local todas las noches.

—Sí, eso también —admitió Fat Jack. Hasta el más lerdo hombre de negocios comprendería lo provechoso que resultaba un talento como el de Hollister—, Por ahora —decidió—, dejaremos correr el asunto; pero usted continúe vigilando. —Volvió a pasarse el enorme pañuelo por la frente.

—Hollister ignora quién soy —dijo Nudger—, pero sabe quién no soy, y está preocupado. Puede que mi presencia haga que, al menos por algún tiempo, se porte bien.

—Mientras no haya desapariciones, estupendo. No puedo permitir que Ineida se esfume como las otras, Nudger.

—Por cierto, ¿sabe usted algo de dos musculosos robots? Uno tiene una cicatriz en la ceja derecha, y cara de ex boxeador. Su compañero tiene bigote oscuro, ojos de francotirador, y se llama Frick. Quizás el otro se llame Frack. Los dos hablan con acento cajún.

Fat Jack alzó las cejas y, con poco aliento y evidentemente impresionado, dijo:

—Rocko Boudreau y Dwayne Frick. Trabajan para David Collins.

—Eso suponía. Me advirtieron que me mantuviese lejos de Ineida. —Nudger notó que los intestinos se le retorcían, formando complicados nudos marineros. Sacó las tabletas de antiácido—. Sugirieron que yo podía encontrar mi residencia mortuoria en los pantanos. —Al recordar su conversación con Frick y Frack, Nudger sintió de nuevo en su interior algo muy similar al pánico. Quizá fuera por encontrarse en aquella pequeña oficina con el enorme y aterrado Fat Jack McGee; quizás el miedo fuera realmente contagioso. Ofreció un antiácido a Fat Jack.

Fat Jack lo aceptó.

—Estoy seguro de que el trabajo de esos dos consiste en vigilar a Ineida sin que ella lo advierta —dijo Nudger—. Por cierto, no parecen tener nada en contra de que la muchacha se vea con Hollister.

—Eso no me ayudará si a Ineida le ocurre algo malo que esté de algún modo relacionado con el club —dijo Fat Jack.

Nudger se puso en pie. Estaba cansado. Aún le dolía la espalda por las horas pasadas en una butaca de avión cuyo respaldo no se reclinaba, y su estómago seguía intentando auto— digerirse.

—Si me entero de alguna buena noticia más, lo telefonearé.

Fat Jack murmuró algo ininteligible y asintió con la cabeza, absorto en sus negras aprensiones: un hombre gigantesco perdido en gigantescos problemas. Una de sus descomunales manos se movió en ademán de despedida cuando Nudger salió del agobiante despacho. Lo que no le había contado a Fat Jack era que, tras la desaparición de cada una de las mujeres, Hollister recuperó su trágico talento para el piano.

 

Al regresar al hotel y abrir la puerta de su habitación, Nudger se llevó la sorpresa de encontrar a un hombre sentado en un sillón, al lado de la ventana. Era el gran sillón azul situado normalmente junto a la puerta.

Al entrar Nudger, el individuo se volvió, como si le molestase la interrupción, como si el cuarto fuera suyo y Nudger el intruso. Se levantó, alisándose la chaqueta color tabaco. Era un hombre menudo, de rostro triangular y fino cabello con marcado pico de viudo. Sus ojos eran oscuros e intensos. Parecía un zorro. Con rápido y elegante movimiento, echó mano al bolsillo y sacó una cartera de cuero que, al abrirse, resultó contener una placa.

—Supongo que es usted el capitán Marriwale, de la policía —dijo Nudger, cerrando la puerta.

El pelirrojo asintió y volvió a guardarse la placa en el bolsillo.

—Soy Fred Marriwale —confirmó—. Me enteré de que había vuelto a la ciudad y pensé que debíamos hablar. —Movió el sillón, girándolo hacia el cuarto en vez de hacia la ventana y volvió a sentarse. Parecía tan a gusto como en su propia casa.

Nudger cogió la silla del escritorio y se sentó frente a Marriwale.

—¿Se trata de una visita oficial, capitán Marriwale?

Marriwale sonrió. Tras los finos labios, los dientes eran menudos y afilados.

—Ya sabe lo que pasa, Nudger, un policía siempre es un policía.

—Ya. En la empresa privada nos ocurre lo mismo —replicó Nudger—. Un investigador confidencial siempre lo es, se encuentre donde se encuentre y hable con quien hable.

—Más o menos, por eso estoy aquí —dijo Marriwale—. Quizá fuera preferible que se fuera usted a otra parte.

Nudger no daba crédito a sus oídos. Su nervioso estómago creía lo que estaba oyendo; pero él no.

—¿Pretende realmente decirme que me largue de la ciudad?

Marriwale lanzó una especie de risa, pero en sus agudos ojos no había ni brizna de humor.

—No estoy autorizado para decirle a nadie que se vaya de la ciudad, Nudger. Ni soy el sheriff, ni esto es Dodge City.

—Me alegro de que se dé cuenta de ello, porque aún no estoy en disposición de marcharme. Tengo asuntos pendientes.

—Conozco sus asuntos.

—¿Lo envió David Collins para que hablase conmigo?

El rostro de Marriwale era perfecto para el trabajo policial: sólo experimentó un levísimo cambio de expresión.

—Haré como si no hubiese oído eso, y le formularé una simple pregunta: ¿por qué lo contrató Fat Jack McGee?

—¿Le ha preguntado a él?

—No.

—Fat Jack prefiere que sus motivos permanezcan en la confidencialidad —dijo Nudger.

—Su licencia de investigador privado no es válida en Louisiana —señaló Marriwale.

Nudger sonrió.

—Lo sé. Así no hay nada que revocar.

—Existen consecuencias mucho más graves que la simple retirada de una licencia de investigador, Nudger. Mr. Collins preferiría que se mantuviera usted lejos de Ineida Mann.

—Querrá decir Ineida Collins.

—Quiero decir lo que he dicho.

—David Collins ya me hizo llegar ese mensaje a través de otras personas.

—Se trata de un mensaje mío y de nadie más —dijo Marriwale—. Le digo esto porque, mientras se encuentre usted dentro de mi jurisdicción, me preocupa su seguridad. Eso forma parte de mi trabajo.

Nudger permaneció unos momentos inexpresivo. Luego se levantó, fue a la puerta, la abrió y dijo:

—Le agradezco su preocupación. Ahora tengo cosas que hacer.

Los malignos labios de Marriwale sonrieron. No pareció molesto por la descortés invitación a marcharse; ya había dicho cuanto tenía que decir. Se levantó del sillón y se ajustó el traje que, según pudo apreciar Nudger, le caía a la perfección. Debía de ser costoso y hecho a la medida. El vestuario de Marriwale no se pagaba con un sueldo de policía.

Al pasar junto a Nudger, Marriwale se detuvo y dijo:

—Le conviene aprender a distinguir entre amigos y enemigos, Nudger. —Salió y echó a andar con paso ligero hacia los ascensores, sin volverse.

Nudger cerró la puerta con llave. Luego fue hasta la cama, se quitó los zapatos y se tumbó boca arriba, con las manos enlazadas tras la nuca. Estudió las ligeras manchas de humedad del techo. Estaban cubiertas por una ligera capa de moho. Eso le hizo pensar en el bayou.

Tenía que admitirlo: Marriwale le había dado un contundente y razonable consejo de despedida.

 

Aunque casi todas las partes interesadas habían advertido a Nudger de que se mantuviera lejos de Ineida Collins, todos parecían haber olvidado decirle que dejara en paz a Willy Hollister. Y después del desayuno fue Hollister quien ocupó la atención de Nudger.

Hollister vivía en St. François, a poca distancia de Ineida Collins. Sus apartamentos eran similares. El de Hollister se encontraba en el extremo de un bajo edificio de estuco cuya fachada daba a la calle. El patio debía de estar en la parte trasera. A través de las ramas inferiores de un gran magnolio, Nudger vio parte del cercado de madera que dividía la parte posterior en patios individuales.

Hollister debía de estar en casa, durmiendo tras su tardía actuación en el club de Fat Jack. Pero se encontrase o no en el apartamento, Nudger decidió que su siguiente movimiento debía ser una visita a Hollister.

Llamó tres veces con los nudillos, se apoyó en la puerta y quedó a la escucha. Dentro no se oía ningún sonido. Como en la calle no parecía haber nadie prestándole atención, al cabo de unos minutos Nudger intentó ociosamente hacer girar el tirador. Éste giró por completo e hizo clic. La puerta se entreabrió casi un palmo. Nudger la abrió del todo y pasó silenciosamente al interior.

Sin duda, el apartamento se alquilaba amueblado. Los muebles, aunque viejos, estaban en buen estado, y algunos debían de tener valor como antigüedades. El suelo visible en torno a los bordes de una raída alfombra azul era de madera deslustrada. Desde donde se encontraba, Nudger alcanzaba a ver el dormitorio. La deshecha cama estaba vacía.

En la sala reinaba la penumbra. Los postigos de madera de las ventanas estaban echados, permitiendo sólo el paso de finas franjas de luz. La mayor parte de la iluminación de la estancia procedía del dormitorio y del corto pasillo que conducía al baño y a una pequeña cocina cuyas puertas correderas se abrían al patio trasero.

Para cerciorarse de que estaba solo, Nudger llamó:

—¿Mr. Hollister? Avon llama.

No hubo respuesta. Bien.

Nudger registró la sala durante unos minutos, examinando el contenido de los cajones. Además, abrió un par de cartas, que resultaron contener publicidad de una agencia de seguros y una factura.

Cuando apenas había entrado en el dormitorio, escuchó un sonido procedente de la encortinada ventana, que estaba entreabierta. Era un ruido opaco y metálico que a Nudger le resultó conocido. Fue a la ventana, apartó los blancos visillos mecidos por la brisa, se agachó y miró al exterior.

La ventana daba al patio. Lo que Nudger vio confirmó sus sospechas respecto al sonido. Una pala hundiéndose en tierra blanda. Willy Hollister estaba en el patio, cavando. Nudger se acuclilló para ver mejor.

Hollister estaba plantando rosales. Aunque eran matas jóvenes, ya tenían hojas rojas y blancas. Hollister había comenzado por la izquierda con las rojas e iba alternando colores. Tenía preparada media docena de rosales, y se encontraba ocupado con el quinto, que estaba en el suelo, con las raíces envueltas en arpillera, junto a un recién cavado hoyo.

Hollister estaba de rodillas en el suelo, usando las manos para sacar tierra del agujero y formar un pequeño hueco en el que depositaría las desnudas raíces del rosal. Indudablemente, sabía lo que estaba haciendo, y tomaba todas las precauciones para que los rosales prendieran.

El estómago de Nudger sufrió una serie de espasmos cuando Hollister se incorporó y miró hacia el apartamento como si hubiese percibido la presencia de alguien. Se llevó una de las recogidas mangas de su blanca camisa de vestir a la sudorosa frente. Por unos instantes, pareció a punto de regresar al apartamento. Luego se volvió, recogió la pala y comenzó con el sexto y último hoyo.

Lanzando un largo suspiro de alivio, Nudger se apartó de la ventana abierta y se enderezó. Saldría por la puerta delantera, daría un rodeo hasta el patio y llamaría a Hollister como si acabase de llegar. Quería escuchar lo que el propio Hollister tenía que decir sobre su pasado.

Cuando salía del dormitorio, Nudger se fijó en el montón de sobres azul pálido que había sobre la cómoda, junto a un juego de cepillo y peine con las iniciales de Hollister. Los sobres estaban sujetos por una gruesa goma elástica. Nudger vio la dirección de Hollister y en el remite, escrito con tinta negra en el ángulo superior izquierdo del sobre, la dirección de Beulah Street. Tras unos segundos de indecisión, se echó las cartas al bolsillo. Luego salió del apartamento de Hollister igual que había entrado.

Ahora resultaba absurdo hablar con Hollister. Sería una estupidez dejarse ver en el apartamento a la hora aproximada en que había desaparecido el montón de cartas escritas por Ineida Collins.

Nudger caminó varias manzanas St. François arriba, y luego cogió un taxi hasta su hotel. Aunque el calor matinal aún no había comenzado, el aire acondicionado estaba al máximo, y el interior del taxi era una nevera. En el bolsillo de Nudger, las cartas parecían pesar cada vez más, y transmitir un calor nada grato.

 

Nudger hizo que del servicio de habitaciones le subieran una tortilla y un vaso de leche. Con tal temprano almuerzo, que era su comida habitual (obraba efectos sedantes en su nervioso estómago), se sentó al escritorio de su cuarto de hotel y comió lentamente mientras leía las cartas de Ineida Collins a Hollister. Ahora comprendía por qué en el taxi le dio la sensación de que emitían calor.

El idilio, al menos desde el punto de vista de Ineida, era tórrido y serio. Nudger se sentía rebajado por la flagrante invasión de la intimidad de Ineida. Aquéllos eran pensamientos que sólo estaban escritos para dos personas; pensamientos en los que no debería entrometerse un detective de mediana edad nada afectado por el influjo del amor.

Nudger se dijo que, por otra parte, no tenía forma de saber lo que contenían las cartas hasta que las hubiese leído y llegado a la conclusión de que no debió hacerlo. Era la clase de dilema profesional al que se enfrentaba con frecuencia; pero al que no lograba acostumbrarse.

La última carta, la de matasellos más reciente, resultó la más reveladora, justificando la parte más difícil de justificar de la profesión de Nudger. Ineida Collins planeaba fugarse con Willy Hollister; él le había dicho que la amaba y que se casarían. Luego, consumado el hecho, volverían a Nueva Orleáns e informarían a parientes y amigos de su sagrada unión.

Nudger pensó que todo aquello resultaba cursi y poco verosímil, a no ser que se tuvieran veintitrés años, se estuviese enamorado y se hubiese vivido la cómoda y segura existencia de Ineida Collins.

En la última carta, Ineida también hacía referencia a algo importante que debía decirle a Hollister. Nudger adivinaba cuál sería aquella trascendental revelación. Que ella era Ineida Collins y rica, y que se alegraba tanto, oh, tanto, de que Hollister no lo hubiera sabido hasta aquel momento… Porque eso significaba que él la quería única y exclusivamente por ella misma. ¡Oh, el amor! Hacía que el oficio de Nudger siguiese girando.

Dobló la carta, la metió en el sobre y dejó éste con los otros. Intentó terminar la tortilla, pero no pudo. En realidad no tenía hambre, y sus molestias de estómago eran tolerables. Había llegado el momento de informar a Fat Jack. A fin de cuentas, el hombre lo había contratado para que consiguiese información, pero no para que se quedase con ella.

Nudger puso la goma en torno al fajo de cartas y se levantó. Consideró la posibilidad de dejar las cartas en la caja fuerte del hotel, pero la seguridad de tales cajas era, en el mejor de los casos, discutible. Junto a su mediada tortilla había una servilleta de celulosa con el logo del hotel. Envolvió los sobres en la servilleta, y lo tiró todo en la papelera de junto al escritorio. La camarera no volvería por la habitación hasta la mañana siguiente, y no era probable que nadie sospechase que Nudger había tirado unas cartas tan importantes. Además, el tipo de persona capaz de molestarse en registrar una papelera encontraría las cartas en cualquier otro escondite.

Dejó la bandeja con los platos en el pasillo, junto a su puerta, colgó del tirador el cartel de «No molestar» y se fue a ver a Fat Jack McGee.

En el club le dijeron a Nudger que Fat Jack había salido. Ignoraban cuándo regresaría; quizá no volviera hasta la noche, cuando el local comenzaba a animarse, o quizá sólo hubiera ido hasta el Magnolia Blossom para tomarse un café y un cruasán, y regresaría en cualquier momento.

Nudger se sentó al extremo de la barra, ante una cerveza que no le apetecía, y esperó.

Al cabo de una hora, el barman comenzó a fulminarlo ocasionalmente con la mirada. Fuese o no media tarde, Nudger estaba ocupando un taburete y eso implicaba unas obligaciones. Y quizás el hombre tuviera razón. Nudger estaba a punto de hacer frente a la onerosa responsabilidad de ganarse su puesto en la barra pidiendo otra cerveza que tampoco le apetecía cuando, de las sombras, como un espíritu obeso y etéreo, surgió Fat Jack, vestido con un terno blanco.

Vio a Nudger, le dedicó su sonrisa de obeso cordial más resplandeciente, y avanzó hacia él con diamantes, anillos y joyas brillando al extremo de las blancas mangas. Incluso llevaba un diamante en el alfiler de su enorme corbata. Era una imagen de elegancia inconmensurable.

—Tenemos que hablar —le dijo Nudger.

—Eso es fácil —dijo Fat Jack—. ¿Le parece bien en mi despacho? —Él fue delante, haciendo que Nudger se sintiera como un pez piloto en pos de una ballena.

Una vez acomodados en el despacho de Fat Jack, Nudger dijo:

—He encontrado unas cartas de Ineida a Hollister. Ella y Hollister piensan huir juntos para casarse.

Fat Jack alzó las cejas tanto que Nudger temió que salieran disparadas hacia el techo.

—Hollister no es de los que se casan, Nudger.

—¿Pues de qué clase es?

—No quiero contestar a eso.

—Quizás Ineida y Hollister vivan felices y coman perdi…

—¡Calle! —lo interrumpió Fat Jack. Se echó hacia delante, con la amplia frente reluciendo de sudor—, ¿Cuándo planean fugarse?

—No lo sé. La carta no lo decía.

—Tiene que averiguarlo, Nudger.

—Puedo hacer indagaciones; pero no creo que el capitán Marriwale lo apruebe.

—¿Marriwale ha hablado con usted?

—En mi cuarto del hotel. Me aseguró que únicamente lo movía el interés por mi bienestar.

Fat Jack quedó pensativo. Hizo girar el asiento y conectó el acondicionador auxiliar de ventana. Su brisa removió los papeles del escritorio y encrespó el entrecano cabello rojizo de Fat Jack.

Sonó el teléfono. Fat Jack descolgó y se identificó. La cara se le puso tan blanca como su traje.

—Sí, señor —dijo. Las papadas comenzaron a estremecerse, y la bolsa de debajo del ojo izquierdo a temblar. Sólo con mirarlo, Nudger empezaba a sentirse nervioso—. No puede hablar en serio… Es una broma, ¿no es así? Vale, no es una broma.

Fat Jack escuchó unos momentos más, dijo de nuevo «Sí, señor», y colgó. Luego quedó en silencio por largo rato. Nudger tampoco dijo nada. Fat Jack fue el primero en hablar.

—Era David Collins. Ineida ha desaparecido. No está en su casa, y no ha dormido en su cama.

—Será que ella y Hollister han huido como planeaban.

—Querrá decir como Hollister planeaba. Collins ha recibido una nota por correo.

—¿Nota? —preguntó Nudger, sintiendo un retortijón. El estómago se anticipaba a la cabeza, reaccionando ante sospechas aún no formuladas.

—Una nota de rescate —confirmó Fat Jack—, Sin firmar, y escrita con palabras recortadas de los periódicos. Collins dice que Marriwale viene hacia aquí para hablarme de Hollister. Hollister también ha desaparecido. Y sus ropas no están en el armario. —Los menudos ojos rosados de Fat Jack parecían sobresalir del pálido rostro—. A Marriwale será mejor no decirle nada de las cartas.

—No, a no ser que pregunte —dijo Nudger—, Y no preguntará. —Se puso en pie.

—¿Adónde va?

—Me marcho antes de que llegue Marriwale. Es absurdo ponérselo fácil.

—O difícil para usted.

—Por una vez, así son las cosas.

Fat Jack asintió con mirada desvaída, pero pensativo, ensayando ya mentalmente lo que iba a decirle a Marriwale. No era hombre que se arredrase fácilmente ante los problemas; y en su vida había habido muchos problemas. Sabía infinidad de artimañas, y las utilizaría todas.

No pareció advertir la marcha de Nudger.

 

El apartamento de Hollister tenía cerradas puertas y ventanas, y por el buzón de junto a su puerta asomaba el blanco ramillete de la correspondencia del día. Nudger dudaba de que

David Collins hubiese notificado oficialmente a la policía lo ocurrido. Su primer y más seguro paso sería buscar la ayuda personal del capitán Marriwale que, probablemente, estaba en la nómina de Collins. Por consiguiente, era dudoso que el apartamento de Hollister estuviese vigilado por Frick y Frack que, como Marriwale, posiblemente estarían al tanto de la desaparición de Ineida.

Nudger avanzó con paso vacilante hasta la puerta principal y probó el tirador. Esta vez la puerta tenía echada la llave. Dobló la esquina, fue hacia la parte de atrás del edificio, y soltó el trozo de cuerda que cerraba la puerta de la estacada del patio.

En la soledad del vallado recinto, Nudger no tardó en forzar las puertas corredizas de cristal y entró en el apartamento de Hollister.

El sitio parecía tal y como Nudger lo había dejado por la mañana. El juego de peine y cepillo seguía sobre la cómoda, aunque en posición diferente. Nudger registró los cajones del mueble, en los que sólo había unos pares de calzoncillos, una camisa sucia hecha un reguño y unos cuantos calcetines con agujeros. Cruzó el dormitorio y abrió la puerta del armario, que estaba totalmente vacío. En la cocina sólo había cantidades mínimas de comida: en la nevera, una barra de mantequilla, un cartón de leche, distintos condimentos a medio usar, y tres latas de cerveza. El frigorífico estaba sucio y necesitaba una descongelación. Hollister había sido un pésimo amo de casa.

El resto del apartamento parecía extrañamente tranquilo y en un vago desorden, como si se estuviera acostumbrando a su nuevo estado de desocupación. El lugar tenía un claro aire de abandono, que sugería que su ocupante se había marchado deprisa y corriendo.

Nudger decidió que allí no había nada que averiguar. Ni carteritas de cerillas con anotaciones en la solapa, ni direcciones rápidamente anotadas, ni reveladores resguardos. Nunca conseguía la ayuda que los detectives de ficción suelen obtener —bueno, casi nunca— aunque siempre merecía la pena intentarlo.

Cuando estaba a punto de abrir la puerta del patio y volver a la calle, Nudger se detuvo. Permaneció inmóvil, sintiendo en la boca del estómago el frío aguijonazo de la aprensión, de la terrible certeza.

Estaba mirando los rosales plantados por Hollister aquella mañana. En el extremo del jardín había dos matas recién plantadas que mostraban rojos capullos. Hollister no las plantó así. Había alternado los rosales por colores, uno rojo, uno blanco. Ahora su orden era blanco, rojo, blanco, rojo, rojo.

Lo cual significaba que las matas habían sido arrancadas y vueltas a plantar.

Nudger se acercó a los rosales. En torno a ellos, la tierra estaba suelta, como antes, pero ahora parecía más chapuceramente esparcida, y uno de los rosales estaba torcido. No era el trabajo de un jardinero metódico, sino más bien el de alguien con prisa.

Al apartarse de la tierra recién removida, las piernas de Nudger tropezaron con un banco de hierro forjado. Se sentó y quedó pensativo, sin notar el cálido sol, ni ver los policromos geranios y buganvillas. Escuchó los agitados trinos de los pájaros en su sempiterna búsqueda de alimento, y el suave y vibrante zumbido de los insectos. Sonidos de vida, sonidos de muerte. Se levantó y salió rápidamente de allí, entre retortijones de estómago.

Al volver a su cuarto de hotel, Nudger encontró en el suelo, junto al escritorio, la arrugada servilleta que había tirado al fondo de la papelera. Miró la papelera, pero sólo para confirmar lo que ya sabía. Las cartas escritas por Ineida Collins a Willy Hollister habían desaparecido.

 

Fat Jack estaba en su oficina. Marriwale se había marchado hacía horas.

Nudger se sentó al otro lado del escritorio, frente a Fat Jack y evaluó con la mirada al angustiado dueño del club. Fat Jack estaba muerto de preocupación. La visita de Marriwale había hecho visible mella en él. O quizás hubiera tenido otra conversación con David Collins. Cualesquiera que fuesen sus problemas, Nudger sabía que, parafraseando al gran Al Jolson, Fat Jack aún no había visto nada.

—David Collins acaba de telefonear —dijo Fat Jack. La preocupación lo convertía en un auténtico Niágara de sudor nervioso—. Lo han llamado los secuestradores. O reciben medio millón en efectivo mañana por la noche, o empiezan a enviar pedazos de Ineida por correo.

Nudger no se sorprendió. Conocía el origen de la llamada telefónica.

—Mientras investigaba el pasado de Hollister —dijo a Fat Jack—, descubrí algo que en su momento me pareció normal; pero que ahora resulta significativo.

Observó correr el sudor por la amplia frente de Fat Jack.

—Me interesa; cuente —dijo Fat Jack, irritado. Se volvió para atrás y palmeó el acondicionador de aire, como para conseguir de él más frío, aunque el termostato estaba al máximo.

—A los hombres tan gruesos como usted les ocurre algo curioso. Al cabo de un tiempo, dan su tamaño por descontado, lo aceptan como un hecho normal de sus vidas. Pero a los demás no les ocurre lo mismo. Un hombre realmente grueso es mucho más memorable de lo que advierte, en especial si se llama Fat Jack5.

Fat Jack echó para atrás la cabeza y dirigió una recelosa mirada a Nudger.

—Pero bueno…, ¿adonde quiere ir a parar, viejo sabueso?

—Tuvo usted una serie de clubes fracasados en las ciudades en que Willy Hollister tocó su música, y estaba en ellas cuando las novias de Hollister desaparecieron.

—Eso no tiene nada de raro, Nudger. El mundo del jazz es muy pequeño.

—He dicho que la gente lo recordaba, Fat Jack. Y también recordaba que usted conocía a Willy Hollister. Pero usted me dijo que lo vio por primera vez cuando vino aquí, a tocar en su club. Y la primera vez que vi a Ineida, ella ya sabía mi nombre. Aceptó que yo escribía para una revista, y tardó un rato en comenzar a mostrarse hostil. Luego, como usted había previsto, ella pensó que yo trabajaba para su padre.

Fat Jack hizo intención de incorporarse, pero, dándose cuenta de que carecía de la energía necesaria para completar el movimiento, se volvió a retrepar en el gimiente sillón.

—Está usted desvariando. ¿Insinúa que Hollister y yo somos cómplices en el secuestro? De ser así, ¿por qué iba a haberlo contratado, Nudger?

—Necesitaba a alguien como yo para sustanciar la relación de Hollister con Ineida, y para que averiguase lo de las novias desaparecidas de Hollister. Me necesitaba para tenderle a él una trampa. Usted lo conocía mucho mejor de lo que pretendía. Sabía que mató a esas tres mujeres para añadir una dimensión vesánica, trágica, a su música; el sonido que lo hacía grande. Usted sabía lo que pensaba hacerle a Ineida.

—¡Pero si él ni siquiera sabía quién era ella! —farfulló Fat Jack.

—Pero, desde el instante en que le contrató, usted sabía que Ineida era hija de David Collins. Desde el principio pensó usar a Hollister como cabeza de turco en su plan de secuestro.

—Hollister es un asesino, usted mismo lo ha dicho. No lo querría ni como socio, ni como cómplice.

—Él no sabía nada de sus planes, Fat Jack —explicó Nudger—. Después de usarme para dejar claro que Hollister era el sospechoso natural, secuestró usted a Ineida y exigió el rescate, asumiendo que los antecedentes de Hollister, unidos a su desaparición, harían que la policía no sospechase de usted.

El amplio rostro de Fat Jack era un estudio en agitación; pero aquello debía de ser plácida calma comparado con lo que estaría sucediendo en el interior de su cabeza. El cuerpo le temblaba incontrolablemente, y se hacía difícil mirarle a los ojos por el dolor que éstos reflejaban. Fat Jack no quería hacer la pregunta; pero comprendió que no le quedaba más remedio:

—De ser cierto todo eso, ¿dónde está Hollister?

—Yo cavé un poco en su jardín. Su cadáver está bajo los rosales, en el sitio que él le había reservado a Ineida, pero que usted tenía destinado para él desde el principio.

Fat Jack inclinó la cabeza. De pronto su traje parecía estarle dos tallas grande. Mientras su cuerpo seguía temblando, en el rostro las lágrimas se mezclaron con el sudor.

—¿Cuándo lo supo? —preguntó.

—Cuando volví a mi hotel y vi que las cartas de Ineida a Hollister habían desaparecido. Aparte de mí mismo, usted era el único que conocía la existencia de esas cartas. —Nudger se inclinó sobre el escritorio y miró a Fat Jack a los ojos—. ¿Dónde está Ineida?

—Sigue viva —fue la única respuesta de Fat Jack. Aunque acabado, seguía siendo demasiado astuto para mostrar el as de su manga. Era como si su grasa fuese una especie de goma que aumentaba la resistencia de su cuerpo y su mente.

—Es hora de negociar —anunció Nudger—, y no tenemos mucho tiempo para llegar a un acuerdo. Mientras charlamos aquí, la policía está cavando en la tierra que yo volví a echar en el jardín de Hollister.

—¿Llamó usted a la policía?

—En efecto. Pero en estos momentos, esperan encontrar a Ineida. Cuando encuentren a Hollister, atarán cabos como yo lo hice, y llegarán a la misma conclusión: el culpable es usted.

Fat Jack asintió tristemente con la cabeza, comprendiendo lo atinado del pronóstico.

—Bueno, ¿qué propone?

—Si libera a Ineida, yo permaneceré callado hasta mañana por la mañana. Eso le dará a usted una considerable ventaja sobre la ley. La policía no sabe quién los telefoneó para contarles lo del cadáver en el jardín de Hollister, así que puedo mantenerme callado durante ese tiempo sin despertar sospechas.

Fat Jack sólo necesitó pensarlo unos segundos. Asintió de nuevo y luego se levantó, apoyando las manos en el borde del escritorio para elevar el mastodóntico cuerpo.

—¿Qué hay del dinero? —gimió—. Sin dinero, no puedo ir muy lejos.

—No puedo prestarle nada. Sólo los honorarios que usted no me pagará.

—Muy bien —suspiró Fat Jack.

—Dentro de una hora telefonearé a David Collins. Si Ineida no está con él, colgaré y marcaré el número del departamento de policía de Nueva Orleáns.

—Ineida estará con su padre —dijo Fat Jack. Se remetió la camisa empapada en sudor bajo el inmenso abdomen, se abotonó la chaqueta y, sin dirigir ni una mirada a Nudger, salió majestuosamente del despacho. En unos momentos volvería a estar caminando con su agilidad habitual.

Nudger miró su reloj. Mientras esperaba que pasase una hora, bebió whisky del mejor, del que Fat Jack guardaba para su propio consumo. Luego telefoneó a David Collins y, por la voz de éste, adivinó la respuesta a su pregunta aun antes de hacerla.

Ineida estaba en casa.

 

A la mañana siguiente, cuando acudió a la llamada en la puerta de su hotel, Nudger no se sintió realmente sorprendido al ver en el umbral a Frick y Frack, que entraron en la habitación sin esperar invitaciones. En el rostro picado de viruela de Frick había una burlona sonrisa. Frack, con cordial expresión, se colocó entre Nudger y la puerta.

—Le traemos algo de parte de Mr. Collins —dijo Frick, echando mano a un bolsillo interior de su chaqueta informal verde pálido, un tono muy semejante al del rostro de Nudger en aquellos momentos.

Sin embargo, Frick sólo sacó un sobre. Nudger se sorprendió de que, al abrirlo, las manos no le temblasen.

El sobre contenía un pasaje de avión para el vuelo de St. Louis del mediodía.

—Se portó usted bien, amigo —dijo Frick—. Hizo lo mejor para Ineida, y Mr. Collins se lo agradece.

—¿Qué hay de Fat Jack? —preguntó Nudger.

La cortés sonrisa de Frack cambió sutilmente, convirtiéndose en una mueca desagradable. El hombre dijo:

—Ahora, los únicos amigos de Fat Jack son los caimanes.

Frick aclaró:

—Después de hablar con usted, Fat Jack fue a ver a Mr. Collins. No fue capaz de renunciar a la posibilidad de conseguir tanto dinero; hay tipos que tienen que jugar hasta la última de sus cartas. Le dijo a Mr. Collins que, por cierta cantidad de dinero, le revelaría el paradero de Ineida, pero que todo debía hacerse a la carrera. —Ahora Frick también sonrió—. Reveló el paradero a la carrera, eso sí, y a cambio de nada. En realidad, siguió hablando hasta que ya nadie lo escuchaba, hasta que ya no pudo seguir hablando.

Nudger tragó en seco. Se había olvidado de desayunar. Fat Jack había sido un mal negociante hasta el fin, haciendo más caso de la codicia que de la prudencia. Quizás estuviese demasiado acostumbrado a la buena vida; quizá no logró hacerse a la idea de renunciar a ella. Fuera como fuera, la vida, ni la buena ni la mala, ya no era problema para él.

Cuando Nudger regresó a su ciudad, encontró esperándole un gran paquete, plano y almohadillo, con matasellos de Nueva Orleáns. Lo colocó sobre su escritorio y lo abrió cautamente. El paquete contenía dos cosas: un cheque de David Collins para Nudger por más del doble de lo que Fat Jack le hubiese pagado. Y un viejo disco de jazz en su envoltorio original: una grabación de los años cincuenta de You Got the Reach but Not the Grasp. Abarcas pero no aprietas.

En la cubierta del disco aparecía Fat Jack McGee al clarinete.