Cuestión de azar

RON BUTLER

 

Tras años de conducir cuidadosamente en Japón, terminé cometiendo el error de los errores: juzgué mal la estrechez de uno de los callejones de Okayama y metí nuestro coche en una acequia de desagüe cuyo fondo y costados eran de cemento.

Los daños fueron graves.

Yo lo consideré humillante; al inspector de policía Toshihiko Ueki le divirtió, y Noriko, mi sensata esposa, dijo que era un buen momento para comprar un coche nuevo.

Así que, provisto de un portafolio en el que llevaba varios fajos de billetes de diez mil yenes y mi sello, y una vez recibidos los consejos de Noriko para que comprara con tino, partí una tarde con Ueki en pos de un vehículo nuevo.

Tras estudiar las ofertas de distintos concesionarios, nos decidimos por un modelo amarillo—canario que, así fuimos informados, rodaba más kilómetros por litro que ningún otro automóvil de su precio.

En Japón no se regatea; pero ciertas ceremonias se consideran de obligada cortesía. Nos sentamos con el agente, Omori-san, y bebimos té verde en su oficina mientras él explicaba cuidadosamente la garantía y ciertas especificaciones técnicas del automóvil. El inspector Ueki mantuvo en todo momento el rostro inexpresivo e hizo unas cuantas preguntas triviales.

El acuerdo era inminente, y Omori-san preguntó si tenía el comprobante de espacio de aparcamiento, sin el cual no se puede comprar un coche. Mostré los papeles. Omori-san sonrió, abrió un cajón de escritorio y sacó unos formularios.

¿Nombre? Sam Brent. ¿Dirección? Distrito de Tsushima, Okayama. ¿Profesión? Gerente de una empresa de hardware informático. ¿Nombre de la esposa? Noriko. ¿Referencia personal? El padre de la esposa, el inspector Ueki. ¿Compra a crédito o en efectivo? En efectivo.

Omori-san colocó varios sellos junto a los papeles y comenzó a estampillarlos mientras yo extraía del portafolios el dinero acordado. Luego saqué mi sello y estampillé los lugares adecuados de los formularios.

El agente prometió que los papeles de matriculación y seguro me serían enviados próximamente por correo, y me entregó las llaves.

—Ha sido sencillo —comenté, conduciendo cautamente de regreso a casa por entre el tráfico del centro de la ciudad.

Ueki mantenía la vista al frente.

—Sí; pero no te apartes de las calles principales, ten la bondad.

Hizo caso omiso de mi gélida mirada.

 

Estacioné el coche en el estrecho callejón junto a nuestra casa y toqué varias veces el claxon. Noriko, calzada con las sandalias de calle, salió a inspeccionar la adquisición.

—El color es bonito, pero ¿funciona bien?

—Perfectamente. ¿Damos una vuelta? Podemos recoger a tu madre.

—Oh, no, Sam —protestó Noriko—, Primero hemos de llevar el coche al o-harai.

—¿O-harai?

Ueki limpió una pequeña mancha del capó.

—Es cierto, Sam. El o-harai es una ceremonia tradicional de purificación sintoísta. Debemos llevar el coche a un santuario para que reciba la bendición.

Aquello era nuevo para mí. Ningún extranjero debe envanecerse creyendo que lo sabe todo sobre Japón.

Pregunté a Noriko el propósito de la bendición.

—Está claro, Sam. El coche nuevo es purificado y bendecido para que no tenga accidentes.

Ueki sonrió.

—Es evidente, Sam, que tu anterior coche no recibió el o-harai.

Me eché las llaves al bolsillo.

—Tienes razón, Toshihiko. Es una tontería correr riesgos, así que no te importará volver a casa andando, ¿verdad? El ejercicio te sentará bien.

Después de la cena, en la hora crepuscular cuando los murciélagos echan a volar, salí a admirar el coche. Estaba quitando la etiqueta del concesionario cuando Noriko abrió la puerta corredera de cristal y me llamó al teléfono. Era el comandante Yukuo Kawahara.

—Espero no haber interrumpido su cena, Mr. Brent.

—No, Kawahara-san, no interrumpe usted nada, y siempre es un placer tener noticias suyas. —No mentía: Kawahara-san era un hombre extraordinario, en el que se unía una gran curiosidad intelectual y artística con una notable lucidez para analizar los asuntos políticos.

—Espléndido. Entonces quizá pueda venir a mi casa. Deseo hablar de cierto tema con usted y el inspector Ueki.

Sospeché que la presencia del inspector indicaba que la invitación era más que meramente social. Le dije a Noriko adonde iba, cogí una linterna y salí de la casa, atajando por el sendero de gravilla hasta el camino de tierra que bordea el riachuelo frente a nuestra casa. Tras dejar atrás, a mi izquierda, la vivienda del doctor Hashimoto, caminé por la orilla del gran arrozal que albergaba infinidad de ranas, cuyo croar llenaba la noche. Cinco minutos después llegué al enorme pórtico de la propiedad de Kawahara-san. Varios coches, incluido el del inspector Ueki, estaban estacionados en la pista circular de acceso. Crucé la terraza de losas y llamé a la puerta. La esposa de Kawahara me dio la bienvenida en el recibidor, tendiéndome un par de zapatillas, y luego me condujo al estudio del comandante.

El comandante Kawahara vestía su kimono negro de estar por casa, y del atuendo de golf del inspector Ueki deduje que había abandonado una sesión de prácticas en la pista de entrenamiento. Kawahara, tras una leve inclinación, me estrechó la mano.

—Le ruego otra vez que me disculpe, Mr. Brent, por robarle su tiempo; pero ha surgido un asunto bastante serio. Quizá sea preferible que se lo explique el inspector Ueki.

Ueki asintió, y dejó sobre una mesita auxiliar su vaso de whisky japonés.

—Se están produciendo muchos robos contra ciudadanos particulares, y no logramos solucionarlos.

—¿Asaltos? —Aquello me sorprendió. El robo, del tipo que fuese, era todavía una rareza en Japón. Salvo en las grandes ciudades con gran afluencia turística, claro.

—No exactamente asaltos, Sam —explicó Ueki—. Durante las últimas noches, a varios importantes hombres de negocios les han robado fuertes sumas después de cenas de trabajo.

Acepté la botella de cerveza Kirin que el comandante me tendía.

—A mí me parece un asunto policial rutinario —dije.

El comandante Kawahara rió cortésmente.

—En nuestro país, el robo nunca es un asunto rutinario, Mr. Brent, y nuestro problema es tanto más confuso porque conocemos el paradero exacto de las víctimas en las noches en que fueron robadas, y sin embargo no logramos determinar ni el método que se usó ni la identidad de los responsables.

Ueki abrió una cajetilla.

—Es una cuestión de orgullo, de lo que ustedes llaman «prestigio». —Prendió un cigarrillo con un encendedor de gas—. El simple hecho de que esos robos se produjeran ya arroja una sombra de deshonor sobre todos los implicados: los restaurantes y clubes que organizan las constantes reuniones de negocios, y las propias víctimas, que se sienten incómodas por las molestias que causan. Y eso hace que los poseedores de información potencialmente útil sean reacios a hablar; temen que una situación ya vergonzosa lo sea aún más.

Me volví hacia el comandante.

—Kawahara-san, me da la sensación de que ustedes dos quieren algo de mí.

Detrás de su escritorio, el comandante se incorporó.

—En efecto, Mr. Brent, así es. Siendo usted, como es, un respetado hombre de negocios de esta comunidad, nada raro sería que una noche saliera con unos empleados o socios. Naturalmente, el inspector Ueki lo acompañaría, en calidad de invitado.

—Intenta decir que yo sería un buen cebo.

Ueki se quitó una pelusa de la manga de la chaqueta.

—Sería más exacto utilizar la palabra incentivo, Sam.

 

En el cielo de la mañana había una tenue calina producida por partículas de amarillenta arena arrastradas por los vientos procedentes del desierto del Gobi. Tras un desayuno ligero con café, Noriko y yo fuimos en el coche hasta un templo y aparcamos en el espacio reservado para los automóviles y camiones nuevos. No tardó en aparecer un kannushi, que recorrió la línea de relucientes vehículos, dio varias palmadas y recitó plegarias para alejar a los malos espíritus. Luego, el sacerdote del templo agitó una rama de sakaki, el árbol sagrado del sintoísmo.

Hice un pequeño donativo y volvimos a casa por la serpenteante carretera que pasa ante la Shokadaigaku —la escuela de Comercio— de Okayama. Mientras Noriko colgaba nuestras ropas de cama en el tendedero y les quitaba el polvo con un sacudidor de bambú, yo lavé y enceré el coche. Concluida tan agradable tarea, entré en casa y conté a Noriko el plan del inspector Ueki de que yo organizase salidas nocturnas para conseguir información sobre la ola de robos. Ella puso un cobertor nuevo a nuestro futon y metió las ropas de cama en un armario empotrado.

—Estoy segura de que, yendo con mi padre, no correrás peligro, Sam.

Encendí el televisor, pues iba a comenzar un partido de béisbol de mi equipo favorito, los Carps de Hiroshima.

—Esperémoslo —dije.

 

El lunes por la noche, acompañado por Ueki y mi empleado de confianza Goto-san, fui a cuatro de los clubes nocturnos más frecuentados. Las preguntas que discretamente formulamos a las anfitrionas obtuvieron lamentaciones como única respuesta. En cada club, hice ostentosa exhibición de un saludable fajo de billetes, pero nadie pareció prestarnos más atención de la debida, y al fin Ueki propuso que, por aquella noche, dejáramos nuestra misión.

—Quizás en otro momento tengamos más suerte y logremos obtener informes.

Me eché a reír.

—¿Pretendes decirme que la investigación policial es una cuestión de azar?

Lentamente, Ueki replicó:

—Hasta cierto punto, en la vida hay muchas cosas que dependen del azar… como meterse con el coche en una acequia.

Le pedí al taxista que me dejara a mí primero, y que luego llevara a Goto a su casa. Que Ueki pagase la carrera. Podía.

Por la mañana, mientras Goto y yo revisábamos unos pedidos, el inspector Ueki entró en el despacho y se acomodó en el sofá frente a mi escritorio.

—Malas noticias, Sam.

Tendí unos papeles a Goto.

—¿Qué ha pasado?

Ueki aceptó la taza de té que mi secretaria le tendía.

—Un asesinato. —Sacó un cuaderno del bolsillo de la chaqueta y lo abrió—. El hombre se llamaba Shiro Kawachi, y era propietario de una empresa de muestras comerciales. Fabrican las imitaciones de comida hechas con cera que usan los restaurantes para anunciar sus platos. —Ueki guardó el cuaderno y quedó con la vista fija en el pergamino caligráfico que había en la pared—. Ha sido muy desagradable, Sam. Kawachi-san fue apuñalado, y echaron su cuerpo al río cerca del restaurante Flower, a unos metros del edificio de apartamentos en que vivía.

—Dispense, inspector —dijo Goto—, pero ¿qué motivo pudieron tener para matarlo?

—Creo, Goto-san, que a Kawachi le robaron y después lo asesinaron porque podía reconocer a la persona responsable.

Goto frunció el entrecejo.

—Dame. —Malo.

—Sí, francamente malo —asintió Ueki—. La prensa ya está soliviantada con los robos, y el asesinato hará que aumente la exigencia de una solución inmediata.

—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunté.

Ueki se enderezó la corbata.

—Esta noche, si Goto-san y tú no tenéis inconveniente, quisiera que volvieras a hacer ostentación de tu dinero.

 

Nuestra primera parada, tras recoger a Ueki en la comisaría, fue el restaurante Jun, que se especializa en ozokei, un sabrosísimo pescado que ellos preparan como nadie. Me gustó el ambiente del local, los globos de luz que colgaban del techo, y la amistosa charla de los hombres del otro lado del mostrador mientras hacían uso de sus cuchillos, fileteando pescados, partiendo cangrejos cocidos, troceando verduras. Estaba atravesando con el palillo el último pedazo de tomate de mi plato cuando un hombre sentado a mi derecha se volvió hacia mí y, sonriendo, me dijo, en trabajoso inglés:

—Los palillos no le son difíciles, ¿eh?

—En realidad —respondí en japonés—, prefiero los hashi al cuchillo y el tenedor.

Él me dirigió una sonrisa de disculpa.

—Veo que lleva largo tiempo viviendo en Japón. Supongo que tiene negocios aquí.

—Me dedico al hardware informático. —Indiqué con un movimiento de cabeza a Goto y Ueki—, Esta noche he venido a pasar el rato con unos amigos. —Lo cual, pensé, no dejaba de ser cierto. Las posibilidades de que yo consiguiese información sobre los robos y el asesinato eran nimias; pero lo estaba pasando bien.

—Ah, so desuka?—¿De veras? El hombre se aclaró la garganta y continuó—: Quizá yo pueda serles útil. —Sacó de su cartera una tarjeta comercial y me la entregó—. Trabajo para el Servicio de Conductores Yoshimoto y, si lo desean, puedo pasar a recogerlos a usted y a sus amigos más tarde.

Examiné la tarjeta.

—Sensui Shoji. Claro, Shoji-san, ¿por qué no? —Me volví hacia mis compañeros—. ¿Qué tal el club Estralita como última parada? ¿Les parece bien que Shoji-san nos recoja allí?

De ese modo, si hay escasez de taxis, no tendremos que esperar.

—Hai —dijo Ueki—, i desho. —Sí, está bien.

Entregué a Shoji una de mis tarjetas.

—Si sus tarifas no son muy altas, puede usted llevarnos primero al club Royale. —La cifra que mencionó, aunque algo superior a la tarifa de los taxis, era razonable. Pagué la cuenta, y Shoji salió a buscar su coche.

 

El inspector Ueki cogió unos pistachos del cuenco de cristal que ocupaba el centro de la mesa.

—Tu idea es interesante, Sam, pero no me parece demasiado verosímil.

—¿Por qué no? —insistí—. ¿Cuál es la última persona que suele ver a un hombre de negocios cuando vuelve a su casa tras una cena?

Goto alzó la vista de las ciruelas adobadas que tenía ante sí.

—Como al que bebe no se le permite conducir, esa persona acostumbra a ser un amigo o un conductor profesional.

Ueki, sarcásticamente, replicó:

—¿Y cuántos taxistas deshonestos o servicios de conductores sospechosos conoce usted?

Goto sonrió.

—Ninguno, inspector Ueki. Sin embargo, cuando salimos por la noche, alguien tiene que devolvernos a casa.

Ueki miró hacia el otro extremo de la mesa, observando a las tres jóvenes vestidas a la occidental que lo estaban preparando todo para la hora de mayor afluencia de clientes, que comenzaría a las nueve.

—Suponiendo que algún taxista aberrante tenga inclinaciones criminales, ¿cómo consigue el desdichado pasajero perder su dinero sin advertir el delito?

—Ignoro lo que te ocurre a ti, Toshihiko —dije—, pero cuando, tras un fatigoso día en la oficina, salgo por la noche a tomar unas copas, normalmente duermo durante todo el trayecto hasta casa.

Ueki apartó su silla de la mesa y se puso en pie.

—Por seguirte la corriente, regresaré a la comisaría, volveré a examinar los nombres de los lugares que frecuentaban las víctimas y dejaré instrucciones para que mis hombres inspeccionen los expedientes de las compañías de taxis implicadas. Espero que así quede satisfecho.

—No hay que dejar nada al azar, Toshihiko, ése es mi lema.

El inspector me dirigió una larga mirada.

—Muy bien; me encontraré contigo y con Goto-san en el club Estralita.

Me quedé muy satisfecho de mi pequeño triunfo hasta que recordé que Ueki se había llevado consigo nuestro dinero para gastos.

A Goto se le pusieron ojos como platos cuando entramos en el club Estralita.

—Taksi desho —susurró. Esto será caro.

Sus motivos para comentarlo no eran difíciles de comprender. Todas las anfitrionas eran mujeres mayores, ataviadas con costosos kimonos y fajas, y que acentuaban sus rasgos faciales con esa mezcla de maquillajes pálidos y oscuros que se suele relacionar con la ya casi extinta clase de las geishas. El largo mostrador en forma de herradura era de madera tallada, y las sillas de en torno a las mesas estaban tapizadas con un magnífico terciopelo rojo que brillaba tenuemente a la luz de las enormes arañas de cristal.

Estábamos aún absortos en la contemplación del local cuando una de las anfitrionas se nos acercó sonriendo.

—Usted debe de ser Sam Brent. —Contestó a mi mirada de extrañeza con una argentina risa—. Me llamo Lois. Lois Furuta y, para aclararle sus dudas, le diré que no soy indígena. Nací en San Francisco.

Le devolví la sonrisa.

—Okay, Lois, ¿y qué hace usted aquí?

Nos condujo a una mesa en el rincón más tranquilo del club y explicó:

—Mi familia tiene parientes en Okayama, y uno de ellos es el gerente de este club. Cuando vengo de visita, este trabajo me ayuda a pagar los gastos y a mantener fresco mi japonés.

La mujer me agradaba.

—¿Cómo sabía mi nombre?

—Llamó el inspector Ueki y dejó un recado. Quiere que lo llame usted a la oficina.

Pedimos whisky con agua y Goto me prestó una moneda de diez yenes para el teléfono. La línea de Ueki comunicaba, así que esperé unos minutos y llamé de nuevo, sin más suerte. Volví a la mesa, con Goto. Lois Furuta se sentó con nosotros y, hablando en japonés por cortesía hacia Goto, comenzamos a intercambiar anécdotas sobre la vida en Japón. Varias copas más tarde, recordé a Ueki y fui al teléfono. Esta vez no hubo respuesta, y cuando regresé a nuestra mesa, Shoji-san se encontraba en pie junto a ella.

—Cuando quieran, estoy libre para llevarlos a casa. —Hizo una pausa y se fijó en los vasos de encima de la mesa—. Veo que su otro compañero está ausente.

—Sí —dije—, le surgió un asunto inesperado. ¿Nos vamos, Goto-san?

—Sí, estoy un poco cansado.

—Muy bien, Shoji-san, estamos en sus manos.

 

El inspector Ueki entregó al sargento de policía una lista de nombres y le ordenó que comenzase a llamar a las compañías de taxis. Era lo único que se podía hacer hasta la mañana siguiente. Ueki frunció el entrecejo y comenzó a pasear por el despacho con las manos a la espalda. Yoshimoto —el nombre del servicio de conductores— le sonaba vagamente. Ueki miró su reloj. Aún tenía tiempo sobrado para llegar al club Estralita. Fue a la sala de comunicaciones, se sentó en un taburete y tecleó una solicitud de información para todas las estaciones principales de la red de teletipo.

Treinta minutos más tarde, la máquina comenzó a repicar la respuesta. Con inquieta expresión, Ueki se inclinó sobre el teletipo. Luego arrancó el mensaje completo y lo leyó de nuevo. Según los informes, Yasuhiro Yoshimoto estaba relacionado con una de las principales organizaciones de gángsters yakuza de Tokio. Aparte de sus presuntas actividades en el luego, las drogas y la prostitución, tenía un servicio de conductores aparentemente legal que operaba en Tokio, Nagoya, Kioto, Osaka y —ahora— en Okayama.

Mordiéndose nerviosamente el labio inferior, Ueki rellenó otra solicitud de datos. Esta vez, las contestaciones tardaron menos: no había constancia de que Sensui Shoji hubiera sido arrestado; pero los departamentos de policía de todas las ciudades en que Yoshimoto tenía su servicio de conductores informaban de una serie de robos no resueltos, ocurridos todos ellos por la noche.

Las cosas comenzaban a tener sentido. Si Yoshimoto contrataba a hombres sin antecedentes policiales, éstos podían realizar periódicamente sus robos sin despertar sospechas. Pero ¿sería un hombre como Shoji capaz incluso de matar? Sí, en el caso de que una de sus víctimas estuviera suficientemente despierta como para sorprenderlo con las manos en la masa, poniendo en peligro una sustanciosa fuente de ingresos ilícitos.

¡Sam y Goto! Si Shoji los recogía, ambos se encontrarían en un peligro muy real.

El inspector marcó el número del club Estralita y esperó respuesta.

 

Goto cerró los ojos cuando Shoji puso el coche en marcha y, al cabo de unos momentos, yo lo imité, arrullado por los familiares sonidos de la zona de bares y espectáculos: los gritos de los vendedores de boniatos calientes; las llamadas de reclamo de los porteros de los clubes nocturnos; las risas de los hombres que transitaban por las concurridas aceras; los claxonazos de los taxis que esperaban clientes frente a bares y restaurantes. Me quedé adormilado pensando en el baño caliente que Noriko me tendría preparado, y no desperté hasta que las ruedas frenaron en el sendero de gravilla.

Goto ya no estaba junto a mí.

—¿Dejó usted a mi amigo en casa?

Shoji se apeó, abrió la portezuela y se asomó al interior de la parte trasera. La luz de una luna casi llena dibujó su figura.

—Sí, Bulentu—san. Él ya está en casa, y usted, ahora, también.

Pero Shoji había mentido, pues Goto no había vuelto a su apartamento. La voz del inspector Ueki estaba tensa por la preocupación.

—No sabes cómo lo siento, Sam. La culpa de que esto haya sucedido es mía. —Con las manos crispadas sobre el borde de la mesa de la cocina, rechazó el café que le ofrecía Noriko—. Si no me hubiese entretenido tanto en el despacho, habría podido volver al club antes de que Goto y tú os fuerais con Shoji, y ahora nuestro amigo no estaría secuestrado.

Cogí la mano de Noriko.

—Y si nosotros hubiésemos actuado con sentido común, te habríamos esperado. Yo tengo más culpa que tú, Toshihiko, porque si no me hubiera dormido, Shoji no habría intentado nada contra Goto. —Me sentía indispuesto—. Probablemente, tuvo que herirlo para conseguir sus fines sin despertarme.

Noriko apretó mi mano.

—La culpa no es de nadie, Sam. Salió mal por una cuestión de azar.

¡Azar! Comenzaba a hartarme de la palabra.

—Sí, es posible. —Señalé la nota que había llegado por correo hacía unas horas— ¿Le pagamos el rescate a Shoji para que lo deje libre, o pondrás a tus hombres a buscarlo?

Ueki negó lentamente con la cabeza.

—La nota es muy explícita, Sam. Shoji amenaza con matar a Goto-san si, como indican las instrucciones, no te encuentras con él a solas. —Del paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa, sacó un deformado cigarrillo—. Lo que me preocupa es lo que Shoji no ha escrito.

—¿A qué te refieres?

—Aunque pagues, Sam, no tenemos la menor garantía de que Shoji no mate a Goto e intente hacer lo mismo contigo.

La cantidad que Shoji exigía era alta; había tenido tiempo de informarse sobre mí y mis finanzas.

—Ya hemos recogido el dinero del banco. Daría cualquier cantidad por recuperar ileso a Goto.

Ueki replicó:

—Afortunadamente, es posible que contemos con una ligera ventaja. —No se me ocurría cuál podía ser. Al cabo de dos días de ansiosa espera, todo parecía indicar que Shoji tenía todos los ases en la mano—. Creo que Shoji parte de la suposición de que pagarás sin recurrir a la policía. Debe de estar convencido de que a tu compañía le sentaría muy mal el escándalo que se produciría si algo malo le ocurre a Goto-san, y Shoji está dispuesto a arriesgarse. Si la jugada le sale bien, la estima en que su jefe, Yoshimoto, lo tiene, aumentará considerablemente.

—Eso lo entiendo; pero mi pregunta sigue siendo la misma: ¿qué demonios hacemos?

Ueki se puso en pie y le pasó un brazo por los hombros a Noriko.

—Llevaremos el dinero al lugar especificado por Shoji, que no está lejos de aquí. Debemos intentar atraparlo por sorpresa, con un mínimo apoyo. Después, sólo nos quedará hacer el máximo esfuerzo.

 

El inspector Ueki condujo lentamente por la oscura carretera rural, detuvo el coche en un claro situado al pie de una colina y apagó el motor y las luces.

La luna, tras una fina capa de nubes procedentes del Mar del Japón, iluminaba apenas un camino de tierra flanqueado por altos pinos.

—¿Dices que esto fue un templo, Toshihiko?

Ueki sacó su revólver reglamentario y comprobó la munición.

—En realidad, es un templo cuya construcción se quedó a medias. Sufrió graves daños durante la guerra, a causa de un bombardeo aéreo, y después nadie se molestó en terminarlo.

No se me ocurría nada más para retrasar lo inevitable.

—Bueno, pues ahí voy. —Del asiento, cogí una linterna y el gran sobre marrón lleno de billetes, abrí la portezuela y me apeé silenciosamente.

En voz baja, Ueki me dijo:

—Recuerda que yo no estaré lejos.

Se había levantado un fuerte viento que presagiaba lluvia. La cima de la colina estaba envuelta en sombras. Encendí la linterna y eché a andar camino arriba.

Los escalones de madera que conducían a la entrada del templo estaban ennegrecidos por el fuego y, al mover en arco la linterna, advertí que muchas de las vigas sustentadoras se encontraban chamuscadas y astilladas. Avancé cautamente por el suelo de madera y me detuve ante la gran abertura de la entrada. Por el sur resplandeció un relámpago, a cuya luz pude ver, en el umbral, el sardónico rostro de Shoji.

—Pase, y muévase despacio —dijo, y yo obedecí, dirigiendo el haz de la linterna hacia el suelo. Shoji se acercó, apuntándome con su pistola—. Ahora, déme el dinero.

Le tendí el sobre.

—¿Dónde está Goto-san? Prometió que, en cuanto recibiera el dinero, lo soltaría.

Shoji cogió el sobre con la mano izquierda.

—Ahora lo conduciré junto a Goto, y luego los dos partirán juntos hacia la tumba.

Allende la colina sonó el rumor del trueno, tras el cual se escuchó la voz de Ueki:

—¡No se mueva o morirá, Shoji!

Shoji hizo dos rápidos disparos hacia la entrada, luego dio media vuelta y echó a correr, al tiempo que yo me tiraba al suelo. Instantes más tarde, encontrándome tumbado en la oscuridad, con la rota linterna caída junto a mí, una voz próxima susurró:

—Sam… ¿Estás bien, Sam?

—Sí, perfectamente. —Con el corazón latiéndome desacompasadamente, me levanté y noté sobre el brazo la mano de Ueki—, Shoji se ha metido en el templo, Toshihiko.

En el exterior, una torrencial lluvia comenzó a batir sobre el techo del templo.

—Voy tras él, Sam. Quédate donde estás, por favor.

A la ocasional luz de los relámpagos, vi al inspector dirigirse hacia uno de los corredores que partían de la gran estancia vacía en que nos encontrábamos. Por nada del mundo iba yo a quedarme allí, a salvo, mientras Ueki arriesgaba su vida. En la más absoluta oscuridad, y tanteando la pared, me encaminé hacia el interior del templo. Luego, de modo tan repentino que mi mente apenas tuvo tiempo de registrarlo, sonó una especie de extraño y agudo gorjeo que fue seguido casi al instante por una serie de fogonazos y detonaciones.

Unos metros ante mí sonó la tranquila voz de Ueki:

—Pasó el peligro, Sam. —Brotó una pequeña llama. Ueki, encendedor en mano, estaba arrodillado junto a Shoji.

—¿Está muerto?

Ueki tocó el cuello al caído, buscando el pulso.

—No; pero ya no nos causará más problemas. Ahora, apresurémonos. Goto-san me preocupa.

Dejamos a Shoji sangrando en el suelo e iniciamos nuestra busca, que terminó en un nicho de la parte trasera del templo. Goto estaba allí, en un rincón, amordazado y atado de pies y manos. Mientras yo sostenía el encendedor, Ueki, por segunda vez en la noche, buscó un pulso.

—¿Toshihiko?

A la fluctuante y amarillenta luz, Ueki parecía tener mil años.

—Debemos darnos prisa, Sam.

 

Cada uno de nosotros iba enfrascado en sus pensamientos, y yo no estaba de humor ni para disfrutar del lujo de un asiento reservado en el vagón verde del tren bala Shinkansen, que avanzaba a toda velocidad hacia el este bajo la menguante luz del anochecer. Aquel día, nuestro destino era un misterio; el inspector Ueki lo había mantenido en secreto para todos, incluidas Noriko y su propia esposa. «Es necesario que así sea», había dicho y yo, conociéndolo, no insistí.

Cuando pasamos por Himeji, Goto, inconscientemente, se tocó la venda que le envolvía la cabeza y preguntó:

—Dispense, inspector Ueki, pero… ¿le importaría explicarme cómo logró detener a Shoji con tanta eficacia, si no podía verlo?

Ueki, que había girado su asiento para encararlo a los nuestros, sonrió:

—Lo haré si usted y Sam aceptan que los invite en el vagón restaurante. Comienzo a tener sed.

¿Por qué no? Hice a Goto un ademán de asentimiento y, tras cruzar varios vagones, llegamos al número ocho y nos sentamos a una mesa del fondo. La atractiva joven de verde uniforme tomó nuestros pedidos y volvió al cabo de un momento con tres cervezas grandes y otros tantos vasos.

Ueki nos sirvió y brindó:

—Por la afortunada recuperación de Goto-san, y por el fin de una desagradabilísima situación.

«Afortunada» era la palabra exacta, me dije. El precio que tuvo que pagar Goto por implicarse con Shoji fue la fractura del hueso frontal y una conmoción. Podría haber sido infinitamente peor.

Goto se pasó una servilleta por los labios.

—Sigo sintiendo curiosidad. ¿Cómo pudo alcanzar a Shoji no habiendo luz?

Ueki rebuscó en todos sus bolsillos hasta dar con un paquete de cigarrillos.

—El templo al que Shoji lo llevó tras, ejem, golpearlo tan rudamente en la cabeza, iba a ser una versión reducida del templo Chion-in de Kioto. Sin embargo, como ya le conté a Sam, la guerra se interpuso. Pero, afortunadamente para todos nosotros, el interior estaba completo y apenas sufrió daños en el incendio.

Goto asentía atentamente con la cabeza, en aparente valoración de lo que estaba oyendo; pero yo no me enteraba de nada.

—Muy interesante, Toshihiko; pero… ¿qué tiene eso que ver con lo ocurrido?

El inspector me dirigió una indulgente sonrisa.

—En nuestra época feudal, Sam, a veces los templos eran robados y despojados de sus tesoros, así que un famoso arquitecto diseñó unas tablas de entarimado que, cuando alguien las pisa, emiten un sonido como el gorjeo de la curruca ugui- su. —Vació su vaso e hizo una pausa mientras Goto se lo volvía a llenar—. Como puedes suponer, el sonido alertaba a los monjes guardianes, que así podían impedir el robo.

—O sea que te limitaste a disparar al gorjeo, esperando alcanzar a Shoji.

Con solemne expresión, Ueki replicó: —Como tan a menudo he dicho en el pasado reciente, gran parte de la vida es cuestión de azar, y gran parte del secreto del éxito consiste en saber sacarle partido al azar.

Yo seguía de pésimo humor.

—¿Y qué me dices de Yoshimoto? ¿Es el azar lo que le permite continuar libre mientras otros siguen haciéndole los trabajos sucios?

Ueki replicó:

—No tanto el azar como la necesidad, existente en toda sociedad civilizada, de un lento proceso legal. Tarde o temprano, a Yoshimoto lo abandonará la suerte.

Por el sistema de megafonía interior anunciaron en japonés e inglés que el tren se disponía a detenerse en Nagoya.

El inspector Ueki cogió la cuenta.

—Ikimashoka? —¿Nos vamos?—. Esta es nuestra parada.

 

Frente a la estación de Nagoya cogimos un taxi y Ueki le dijo al conductor que nos llevara al templo Atsuta.

Con tono algo destemplado, comenté:

—Pero Toshihiko, ¿otro templo? —Me daba la sensación de que últimamente ya había visitado bastantes templos.

Con voz paciente, Ueki replicó:

—Vamos a ese templo porque esta noche se celebra el Warai Masturi.

—¿El Festival de la Risa? —Estaba atónito, y se me notó.

—Sí, a todos nos vendrá bien.

—No sé lo que pensará Goto-san; pero a mí me parece una chifladura. —No lograba quitarme de la cabeza el recuerdo de Shoji, jactándose de modo casi vesánico desde su cama de hospital, admitiendo sin ambages que había matado al «estúpido» Kawachi cuando el infortunado se despertó mientras Shoji le quitaba el dinero. Admitió también que golpeó a Goto y lo dejó atado en el sendero que conducía al templo próximo a mi casa, todo ello sin despertarme, y juró y perjuró que no diría nada más, aunque terminase en el patíbulo, cosa que ocurriría. La espuria lealtad de Shoji había salvado a Yoshimoto, y yo no veía ningún motivo para reír.

Ueki me dijo:

—Yo no creo que este viaje sea una chifladura, Sam, aunque no quería que nuestras esposas supieran adonde íbamos por miedo a que ellas compartiesen tu opinión. Se trata de un festival único, y creo que su influencia sobre nosotros será saludable.

Una vez en el templo, pagué al conductor, y nos encontramos con que ya había varios centenares de personas, paseando, haciendo fotos, y comprando recuerdos de los puestos del exterior de la vieja estructura de madera.

Goto comentó:

—Detesto admitirlo, inspector, pero he olvidado la historia de este festival.

—Se cuenta que, en el año 686 del calendario cristiano —nos explicó Ueki—, la diosa del Sol confió una espada al cuidado de este templo. Se llamaba la Gran Espada Cortadora de Hierba, uno de los tres dones especiales conferidos por la diosa a sus descendientes imperiales. —Se afanó por un momento con su mechero, intentando encender un cigarrillo contra el viento, y continuó—: El regalo de esa espada se considera uno de los hechos más afortunados de nuestra historia. De ahí el nombre de la conmemoración: el Festival de la Risa.

La explicación no mejoró mi humor.

—Japón tiene muchos festivales.

Ueki sonrió.

—Para una fiesta, cualquier excusa es buena.

 

Una dorada luna brillaba sobre el templo como un farolillo de papel. Los terrenos estaban atestados, y entre el público se hizo el silencio cuando los sacerdotes iniciaron las plegarias de purificación y exorcismo. Observamos cómo los sacerdotes, vestidos de ceremonial, se retiraban a un oscuro lugar de los últimos confines del templo.

Y luego escuchamos a los ya invisibles sacerdotes.

Al principio, sus risas fueron suaves; pero poco a poco se hicieron más y más fuertes, hasta convertirse en estentóreas carcajadas que barrían los terrenos del templo como oleadas de hilaridad.

Presa del asombro, contemplé cómo, una tras otra, las personas que nos rodeaban comenzaban a reír. Ueki permaneció erguido e impasible durante varios minutos antes de contagiarse, y cuanto Goto comenzó a reír, me pellizqué, e incluso llegué a morderme el labio inferior y a llenar mi cabeza con recuerdos de Shoji y Yoshimoto. Fue inútil. Primero sonreí, luego me reí, y al fin me sumé al coro de estruendosas carcajadas. Ueki palmeó a Goto en la espalda, y Goto, incontrolable, cayó de rodillas, riendo con tal violencia que de su boca no surgía ningún sonido.

Era imposible articular más de unas pocas palabras, y luché tenazmente por contener el aliento, al tiempo que me secaba el reguero de incontrolables lágrimas.

La aullante multitud nos arrastraba. Hombres y mujeres se acercaban unos a otras, se señalaban, y sufrían explosiones de hilaridad. Al cabo de dos horas, nos sentíamos exhaustos, y Ueki logró balbucear que era momento de irnos.

Había varios taxis estacionados cerca del templo y, aún riendo desaforadamente, montamos en uno. El conductor se contagió, y nos quedamos allí sentados durante varios minutos, hasta que Ueki se controló lo suficiente para decirle al taxista que nos llevara a un restaurante para comer un tardío refrigerio.

Cuando se me cayó el cambio, el chófer se dobló de risa. Entramos en el local aún estremecidos por las carcajadas, y varios de los clientes, que habían estado en el templo como nosotros, también estallaron en risas al vernos.

Pedimos tempura soba, fideos verdes con langostinos en un humeante caldo. Se me escurrieron los palillos, y eso bastó para producir una reacción casi violenta en todos nosotros. Hasta la anciana camarera sufrió tal acceso de hilaridad que tuvo que sentarse. Le serví un tazón de sake, lo cual se tradujo en nuevos borbotones de risa. La mujer nos trajo otra botella, invitación de la casa.

Demasiado débil para hablar, Goto señaló el reloj que había en la pared, y nos dimos cuenta de que habíamos perdido el último tren de regreso. En la posada en que nos alojamos, las carcajadas de felicidad no cesaron en toda la noche. Nadie se quejó.

Volvimos a Okayama poco después del mediodía, eludiendo cuidadosamente mirarnos para evitar nuevas explosiones de risa. El taxista nos dejó frente a mi casa, en cuyo jardín estaban charlando Noriko y la esposa de Ueki.

—¿Tuvieron buen viaje? —preguntó Noriko.

Miré a Ueki. El inspector miró a Goto. Y empezamos de nuevo, indefensos ante los efectos residuales del festival.

—Estupendo. Magnífico. Excelente —logré decir al fin.

Dejamos allí a las mujeres y pasamos a la sala de estar, donde nos derrumbamos sobre el sofá, muertos de risa. Al fin se nos pasó, y Ueki se levantó para abrir una ventana.

—Díganme, amigos míos, ¿ven ahora la vida con mejores ojos?

Goto ahogó una risa.

—Ni el crimen ni los problemas pueden estropear la dicha de una buena amistad. Quizás ése sea un viejo proverbio.

No pude controlarme y Ueki y Goto no tardaron en unirse a mis risas.

Los acompañé fuera de la casa y me quedé junto a Noriko mientras ellos subían en el coche de Ueki. Noriko hizo un ademán final de despedida y se volvió hacia mí.

—Sam, ¿cuánto dinero les diste a los sacerdotes que bendijeron el coche?

—Pues… no lo sé. No mucho. Quizá mil yenes.

Ella cruzó los brazos sobre el pecho.

—La próxima vez, esposo mío, ten la bondad de ser un poco más generoso.

—¿Por qué?

—Si le echas un vistazo a la parte delantera derecha del parachoques de nuestro coche, advertirás que la bendición sólo resultó parcialmente eficaz.

El festival de la risa había terminado.