Caza de brujos
WALTER SATTERTHWAIT
—Voy a matarlo —susurró Saroya, en atropellado y furioso suajili—. Más vale que se aparte.
La mujer siempre había sido llamativa, pero en aquellos momentos —pechos henchidos contra el ajustado top, las esbeltas piernas tensas bajo la roja falda, el cabello revuelto y los ojos refulgentes— resultaba espectacular.
Particularmente impresionante le parecía al sargento Andrew Mbutu el panga que Saroya blandía, aferrando la empuñadura de madera con ambas manos. Todas las prostitutas somalíes llevaban cuchillos —los consideraban herramientas de trabajo, como las sonrisas— pero hasta el momento ninguna había amenazado a Andrew con un panga, el largo machete que, adecuadamente afilado, podía partir una cabeza como si fuese un mango.
A Andrew no le cabía duda de que el cuchillo estaba adecuadamente afilado: los somalíes eran sumamente sentimentales con sus armas.
—La secretaria te ha dicho que bwana Harper no está —dijo él, sorprendido por la tranquilidad de su voz. Tentativamente, y aún jadeando a causa de la carrera bajo el sol africano, dio el necesario paso hacia delante. A su espalda podía escuchar la agitada respiración del alguacil Kobari.
Saroya echó las manos hacia atrás, hasta que la hoja del machete quedó por encima de su hombro derecho, y dijo:
—Si das otro paso, fisi (hiena), tu cabeza terminará a tus pies.
Se encontraban en la oficina de la secretaria de Robert Harper: moqueta gris, sillas de vinilo tapizadas en color naranja, gran escritorio de madera y, a la izquierda, la abierta ventana por la que la secretaria había salido, chillando, hacía treinta segundos.
Andrew y Kobari habían estado de patrulla por Harambee Street en el Toyota de la policía. Al torcer por la avenida Uhuru (con las ruedas chirriando como siempre; Kobari admiraba enormemente la banda sonora de las películas estadounidenses), Andrew vio a Saroya entrando en el edificio, panga en mano, descaradamente, sin intentar para nada ocultar el arma. Él ordenó a Kobari que detuviese el coche, se apeó, corrió hasta la puerta de la oficina y la abrió a tiempo de oír a la secretaria diciendo entre sollozos que bwana Harper estaba en casa, indispuesto. La secretaria aprovechó el momento en que Saroya se volvió hacia Andrew para hacer mutis por la ventana.
Tras Andrew, aún jadeando, Kobari preguntó:
—¿Llamo por radio, sargento?
La mirada de Saroya fue de Andrew a Kobari, y de nuevo a Andrew. El panga no se movió ni un milímetro.
Andrew sabía que, si la mujer se entregaba, sería un anticlímax y, antes que el ridículo, los somalíes preferían cualquier tragedia, incluso el suicidio. Si pedía refuerzos armados —sólo en casos de emergencia se entregaban pistolas a los alguaciles— la mujer llevaría el asunto hasta sus últimos extremos. Podía producirse un final innecesariamente trágico.
—No —dijo a Kobari. Observó los ojos de Saroya y, con desdeñosa expresión, añadió—: Por una miserable buscona, no hace falta.
Saroya no era una prostituta aficionada, sino una orgullosa profesional. Súbitamente, con ojos echando fuego, lanzó su ataque. Andrew retrocedió justo a tiempo para esquivar el silbante machetazo. Luego se lanzó. Por primera (y esperaba que última) vez en su vida, golpeó a una mujer. Su puño la alcanzó en el desnudo estómago, debajo del arco de las costillas.
Ella se dobló, expulsando todo el aire de los pulmones. Andrew la sujetó y, girando en torno a ella, inmovilizó el brazo armado. El panga cayó al suelo con sordo golpe, un delicioso sonido. Él olió el perfume de Saroya —floral, quizá de jazmín— y luego, sin más ni más, la mujer vomitó sobre la camisa del sargento.
Mudo de horror, Andrew la soltó y dio un paso atrás. Maldita, ingrata mujer.
Kobari se adelantó con las esposas prestas, agarró los brazos de Saroya, se los puso a la espalda y la esposó.
—¿Está bien, sargento?
Andrew asintió estúpidamente, miró a la izquierda y descubrió que tenía público: un grupo se estaba formando al otro lado de la puerta de cristales de la oficina.
—Sujétala un momento —dijo a Kobari—, Supongo que por aquí habrá algún baño.
Lo encontró, era un lujoso anexo a la lujosa oficina de Robert Harper. Cogió una toalla, la humedeció bajo el grifo y, rápida y cuidadosamente, con expresión de enorme desagrado, se limpió y frotó la camisa. Los zapatos también estaban manchados. Qué asco. Intentas evitar un lío, y te metes en otro…
Entonces recordó el brillo y el silbido del panga. Se sentó en el inodoro, súbitamente débil y tembloroso.
—Dice que bwana Harper mató a su hombre —anunció el alguacil Kobari mientras conducía hacia la comisaría, con Andrew a su lado y Saroya, hosca y silenciosa, en el asiento trasero.
Andrew no tenía ganas de escuchar nada de lo que dijese Saroya. Con la cabeza inclinada hacia la derecha, aspiró profundamente el dulce aire que entraba por la ventanilla.
—El periodista estadounidense alto —siguió Kobari—. El que desapareció ayer mientras hacía fotos a los peces.
Una historia ciertamente curiosa. El hombre estuvo buceando cerca de los arrecifes con botellas de aire y máquina de fotos, y no volvió. Posteriormente, tres buceadores locales encontraron la cámara y las botellas, pero no al periodista. Andrew recordaba haberlo visto por el pueblo durante los últimos meses, bebiendo con tal o tal otra turista. Pero la desaparición, aunque chocante, no era asunto de Andrew.
Sin embargo, a veces Kobari era inexorable:
—Dice que hace una semana, en el bar del hotel Alladin, su hombre acusó a bwana Harper de dedicarse al contrabando de marfil.
Muy a su pesar, Andrew sintió interés. Había escuchado rumores sobre la implicación de Robert Harper en el tráfico ilegal de marfil. Naturalmente, no hizo caso de ellos; Harper era el más acaudalado y, desde luego, el más importante europeo residente en el país. Era también el mayor comerciante y terrateniente, estaba próximo a los del gobierno, y recientemente había ayudado a negociar un importantísimo tratado comercial con los saudíes.
—¿Lo acusó en público? —preguntó.
—Eso dice Saroya.
Los europeos taparían el asunto, claro; mantenían sus escándalos en privado para así saborearlos mejor. Andrew se volvió hacia la somalí. Sentada de lado, con las manos esposadas a la espalda, ella hizo caso omiso de él.
—¿Por qué creía ese periodista que bwana Harper participaba en el contrabando de marfil?
Saroya no quiso ni mirarlo.
—Claro… —dijo pensativamente Andrew—. Sin duda el estadounidense era demasiado prudente para revelarle algo importante a una mujer como tú.
Ella se volvió hacia él. Las ventanas de la nariz le temblaban.
—íbamos a casarnos.
Andrew prestó poca atención a tales palabras, y les dio muy poco crédito: todas las prostitutas somalíes estaban a punto de casarse. Pero había conseguido que Saroya comenzase a hablar.
—Entonces, seguro que sabrás si tenía pruebas tangibles.
Orgullosamente:
—Tenía retratos.
Sorprendido, Andrew preguntó:
—¿Retratos? ¿Quieres decir fotos? ¿De bwana Harper?
Ella no dijo nada; Andrew comprendió.
—Nunca las viste —dijo—. ¿Te contó él que eran fotos de bwana Harper?
—Tenía retratos —repitió ella, retadora.
Inútil, Saroya no sabía nada. Cambió de enfoque:
—¿Cómo hizo bwana Harper para matar a tu hombre? —Era difícil imaginarse a Harper luchando bajo el agua con un periodista estadounidense.
Pero ella, notando su incredulidad, volvió a encerrarse en el mutismo.
Kobari respondió por la mujer.
—Dice que contrató a un mwanga (un brujo). El mwanga le echó mal de ojo.
Saroya le dirigió una intensa mirada de odio y luego apartó la vista.
Andrew fue lanzado hacia delante al frenar espectacularmente Kobari el Toyota ante la comisaría. Miró por la ventanilla. A veinte pasos de distancia, a la sombra del jacarandá, estaba el hermano de Saroya, Abdullah. En el municipio, los rumores corrían más que la luz.
Mientras Kobari ayudaba a Saroya a descender de la parte de atrás, su hermano le lanzaba melodramáticas miradas incendiarias desde debajo del árbol. «Quiere cerciorarse de que no estropeamos su medio de alimentación», decidió Andrew. Abdullah tenía un pequeño puesto de souvenirs a una manzana de distancia, en la avenida Uhuru, y vendía baratijas africanas a las turistas incautas, pero, de cuando en cuando, también practicaba el proxenetismo con su hermana. Era un zopenco grosero y ladino.
Tras dejar a Saroya, Andrew se fue en el Toyota a casa, para cambiarse. Cuando llegó, allí estaba Mary, que se mostró cariñosa y tranquilizadora al oír la historia del panga, y se echó a reír irrazonablemente cuando le explicó la causa de las manchas de su ropa.
Cuando Andrew volvió al Toyota en la radio estaba sonando su nombre. Le dijeron que bwana Harper lo esperaba para hablar con él.
El largo rostro inexpresivo, los desnudos pies caminando silenciosamente, el alto criado kikuyu condujo a Andrew a través del gran salón de la casa, atravesó con él una amplia arcada morisca y bajaron por un sendero de baldosas de mármol que, cruzando la pradera, comunicaba el edificio con el jardín. Al final del sendero, sentado a una mesa a la sombra de una buganvilla, estaba Robert Harper. Al aproximarse Andrew, se levantó.
—¿Sargento Mbutu? —Le tendió la mano— Ha sido muy amable viniendo. ¿Le parece bien que hablemos aquí? A esta hora se levanta brisa, y eso viene muy bien a mi edad. ¿Prefiere té, o algo más fuerte?
—Té, muchas gracias.
Harper se volvió hacia el criado.
—Chai, por favor, Hannibal. Siéntese, sargento, siéntese —dijo, tomando él mismo asiento.
A sus sesenta y pocos años, Robert Harper era un hombre bajo, no mucho más alto que Andrew, pero considerablemente más ancho. Llevaba un kanga —la rectangular túnica de algodón que llevan por igual hombres y mujeres, ceñida en torno a la cintura y que llega hasta los tobillos— color burdeos, y una blanca camisa de seda, con los faldones fuera y remangada. Una plateada melena, un rostro arrugado y curtido por el sol o por el whisky, y más pelo plateado en pecho y brazos. Sus ojos eran los más azules que Andrew había visto, refulgentes e inescrutables.
—Hace rato me llamó uno de mis hombres —dijo Harper—. Mustafá Bey, el que lleva mi almacén de Harambee, frente a la oficina. Me contó lo que había hecho usted, y quise darle las gracias.
Andrew ocultó su ligera irritación bajo un encogimiento de hombros.
—No hice más que mi trabajo, bwana Harper.
—Claro, claro, eso no voy a discutírselo. Lo que ocurre es que, de haberse tratado de otro tipo, de otro polisi (policía; a los europeos les gustaba salpicar su inglés de suajili), bueno, quizá se hubiera acobardado, ¿no cree, sargento? Habría gritado pidiendo hombres de refuerzo, todos ellos blandiendo bundikis, ¿no es así? (Pistolas). La oficina habría quedado hecha una ruina tras el paso de semejante tropa. No se ofenda, pero he visto disparar a algunos de sus polisis. Horrorosos. —Sonrió benévolamente—. Aunque siempre hay excepciones, desde luego.
Andrew, que desconfiaba de las pistolas y también era un tirador horroroso, devolvió la sonrisa.
—Sea como sea, respeto al hombre con agallas: sea blanco o negro, da lo mismo. Pensé que lo mínimo que debía hacer era llamarle para darle las gracias.
Evidentemente, se esperaba que Andrew expresase gratitud por la gratitud.
—Es usted muy amable, bwana Harper.
Harper resplandeció.
—En absoluto, en absoluto. Vaya, aquí está el té. ¿Crema, sargento? ¿Azúcar? Vale, Hannibal, gracias.
Tendiéndole a Andrew la taza y el plato, Harper explicó:
—Hoy no fui a la oficina, aunque eso, naturalmente, ya lo sabe. Un ligero cólico. ¡Menos mal que falté! —Sonrió ampliamente—. Una enorme fulana somalí con un panga… No sé si el viejo reloj lo hubiese aguantado. —Se palmeó el pecho—. Ya no soy el de antes.
Andrew sabía que, frente a Saroya armada con un panga, Robert Harper la habría hecho pedazos con toda facilidad. ¿A qué venían tantas bobadas?
—Sin embargo, es raro —comentó Harper, tras un sorbo de té. Frunciendo el entrecejo, añadió—: ¿Por qué cree que lo hizo?
Ya, claro. Andrew comprendió que se trataba de sonsacarlo. Sonrió.
—Está convencida de que usted mató a su amante.
Harper se echó a reír. Al parecer, la idea realmente le divertía.
—¿Se refiere a Grover? ¿Al estadounidense chiflado?
Andrew asintió, dando un sorbo a su té.
—¿Es cierto que la semana pasada, en el hotel Alladin, lo acusó a usted de hacer contrabando de marfil?
Por un brevísimo instante, quizá menos de un segundo, los azules ojos de Harper se fruncieron. Pero enseguida volvió a la jovial cordialidad.
—Extraordinario, ¿no le parece? —sonrió—. El tipo se mereció una medalla al descaro. Me lo soltó en la cara, delante de todo el mundo. Me quedé estupefacto, lo admito. —Sorbo de té—. Naturalmente, ayer estuve todo el día en casa. ¿Cómo lo maté exactamente?
A Andrew, aquellos golpes y contragolpes lanzados entre sorbos de té le parecían el colmo de la civilización.
—Esa mujer cree que contrató usted a un mwanga, a un brujo, para que le echase una maldición.
—Así que un brujo… —Harper rió suavemente—. Lo siento; pero me es imposible ayudarlo. No conozco a ningún brujo. Personalmente, prefiero a los abogados. A la larga, resultan más mortíferos. Lo cierto es que, al día siguiente, hablé con mi asesor legal y le dije que preparase una demanda por difamación. Hubiera hecho papilla al tal Grover, lo habría dejado sin un céntimo. —Se encogió de hombros y sonrió tristemente—. Ya no hará falta. Pobre diablo.
Andrew le preguntó:
—¿Se le ocurre algo que explique su desaparición en el mar?
—Todo un enigma, ¿no es así? —Cruzó cómodamente las piernas bajo el kanga—. El tipo debió de perder la cabeza. En mi opinión, nunca fue demasiado estable. Supongo que, estando abajo, se volvió loco, se quitó el equipo de buceo, aspiró una gran bocanada de agua, y listo.
—O sea que usted cree que fue una especie de suicidio.
Harper asintió.
—Apostaría por ello; pero… ¿quién sabe? —Sonrió—. Quizá se trate de una estratagema, ¿no cree? Quería escaparse de esa kahaba (puta) suya. O quizá frente a la costa hubiera un submarino esperando para llevárselo a Estados Unidos.
Andrew sonrió.
—¿Se le ocurre algún motivo para que lo acusara a usted de traficar en marfil?
—Quizá lo hiciera por rencor.
—¿Motivado por qué?
—Hace poco más de una semana vino a verme y me preguntó si le concedía una entrevista acerca del acuerdo comercial con los saudíes y cosas así. Afirmó que estaba relacionado con Newsweek, la revista estadounidense. Le dije que sí, ¿por qué me iba a negar? Pero hice que mi secretaria lo confirmase con Newsweek. No sabían nada de él. Naturalmente, cancelé la entrevista.
—¿Cómo se lo tomó él? ¿Se enfadó?
Harper sonrió.
—No se mostró precisamente estoico. Aseguró que, si me hubiese entrevistado, habría vendido el reportaje a Newsweek sin problema.
—Quizá fuera cierto.
—No hace al caso. Si el hombre me mintió en la cara, imagine lo que hubiera hecho por escrito.
—Y poco después lo insultó en el hotel Alladin.
—Dos días más tarde.
—¿No tiene ni idea de por qué decidió acusarlo precisamente de hacer contrabando de marfil?
—Ni la más remota. —Harper sonrió—. A no ser que, como digo, hubiese perdido la razón.
—Quizá descubrió algo que le hizo creer, equivocadamente, claro, que usted se dedicaba a ello.
La sonrisa de Harper se desvaneció lentamente. Por unos instantes, estudió a Andrew, y al fin preguntó:
—Usted es giriyama, ¿es así sargento?
Andrew frunció el entrecejo, intrigado.
—Sí.
—Lo sospechaba. Esas cosas las suelo notar. La mayor parte de los policías son kikuyu. ¿Tienen muchos problemas a causa de las rivalidades?
—No —mintió Andrew; no era asunto de Harper.
—Humm. Es usted listo, evidentemente. Habla bien. Es uno de los nativos educados. Seguro que pasó unos años en la universidad. Becado, ¿no es así?
Andrew asintió con la cabeza, preguntándose adonde querría ir a parar el otro.
—Pero tuvo que dejar los estudios antes de tiempo. ¿Problemas familiares?
Andrew comenzaba a tener la sensación de que Harper lo estaba desnudando.
—Sí —dijo.
—No creo que sea de esos soñadores a los que les dan desmayos ante la muerte de los pobres waatembo. —Elefantes.
—No lo soy —dijo Andrew—. Pero traficar en marfil es ilegal, no lo olvide.
Con ausente sonrisa, Harper dejó cuidadosamente taza y plato sobre la mesa.
—Dejémonos de rodeos, ¿le parece? —Los trasnochados aires coloniales, la jovialidad y las fanfarronadas habían terminado—. Un hombre ha desaparecido misteriosamente, un hombre que, según ya sabe, la semana pasada me difamó. Como policía, siente curiosidad por saber si existe relación entre los dos sucesos. Lógico. Y, lógicamente, me ha hecho usted unas preguntas. Yo las he contestado. —Se echó hacia delante y bajó la voz—. Pero no se te ocurra presionarme, chico.
Andrew se quedó helado.
—No estás hablando con una puta barata somalí. Has preguntado tres veces por el contrabando de marfil. Si tienes alguna prueba que me relacione con ello, te sugiero que me detengas. Si no, saca tu puñetero culo de mi casa.
Andrew se puso en pie, ofuscado por la vergüenza y la ira.
Harper se retrepó en su sillón y a sus labios regresó la benévola sonrisa.
—¿Algo más? ¿No? Entonces, seguro que sabrás encontrar la salida.
—No lo sé —dijo Saroya—, Nunca me enseñó los retratos.
Sentada en el estrecho camastro, con los hombros caídos y el rostro cubierto de sudor, parecía demacrada, vencida. En la mal iluminada celda, el aire era caliente, espeso y acre.
—Pero… ¿qué te hizo creer que eran fotos de bwana Harper? —preguntó Andrew, sentado en una banqueta de madera, ante la mujer.
Saroya se encogió de hombros.
—Se sabe que bwana Harper hace contrabando de marfil. —El orgullo y la dignidad habían desaparecido; un somalí enjaulado se marchita y comienza a morir.
Sin embargo, Andrew no logró evitar que su voz denotase irritación.
—Se sabe; pero ¿qué pasa con las fotos?
Los ojos de la mujer lo miraron sin verlo.
Cuidado, tampoco era cuestión de que Saroya se derrumbase.
—Muy bien —dijo Andrew—. ¿Dónde están ahora?
—En la casa. Aquel día, cuando volvió, sacó la película de la cámara y reveló los retratos.
—¿Siguen allí?
Saroya asintió con la cabeza.
—En una caja de metal. Debajo de la cama.
—Ya. Y la puerta principal está abierta.
Ella volvió a asentir.
—Excelente.
Hasta el momento nadie había declarado oficialmente que se hubiese cometido un delito, y para entrar en una casa cerrada, la policía hubiese necesitado una orden judicial. Andrew dejó a Saroya, buscó al alguacil Kobari, que estaba en la sala de radio, hojeando un Playboy confiscado, y lo envió a casa del estadounidense, a por la caja. Luego volvió junto a Saroya y, sentándose en la banqueta, preguntó:
—¿Cuándo hizo tu hombre las fotos?
—Hace tres días. El viernes.
—Ya. O sea, que fue después de acusar a bwana Harper.
Ella movió afirmativamente la cabeza.
—Y… ¿sabes dónde las hizo?
Saroya hizo una mueca de desagrado.
—¿Por qué me molestas con tantas preguntas?
—Si bwana Harper mató a tu hombre, querrás que lo castiguemos, ¿no es así?
Recuperando parte de su arrogancia, ella alzó la cabeza.
—Yo lo castigaré.
—No creo. Te quedarás aquí hasta que el magistrado juzgue tu caso. Y recuerda que su decisión se basará en lo que yo declare.
Saroya frunció el entrecejo.
—Así que dime. ¿Dónde hizo esas fotos?
Por un momento, Andrew pensó que no contestaría. Al fin, Saroya apartó la mirada y sus hombros volvieron a hundirse.
—En Gedi. —La vieja ciudad árabe abandonada, diez kilómetros hacia el sur.
—¿Iba a fotografiar las ruinas? —Los estadounidenses estaban enamorados de los cascotes.
Ella movió negativamente la cabeza.
—Los peces. Iba a hacer retratos submarinos.
—¿Fue allí en coche?
—No. Le alquiló una barca a Sayyid Khan, en el muelle.
—Y tú estabas en la casa cuando él regresó.
Ella asintió.
—¿Qué dijo de las fotos? ¿Mencionó nombres?
—No, ningún nombre. Pero estaba muy contento. Se reía. Dijo que el negocio del marfil nos traería mucho dinero. El negocio del marfil y los retratos.
—¿No le pediste explicaciones?
—Sí; pero él sólo me dijo que no me preocupase.
Él mismo hubiera hecho bien preocupándose un poco más.
—¿Sabía el estadounidense que bwana Harper había iniciado un pleito por difamación?
—¿Qué?
Andrew se lo explicó; Saroya no sabía nada.
—¿Tenía tu hombre problemas de dinero? ¿Le hacía falta?
—Tenía algo, de su familia en América. Pero no mucho. —Poniéndose a la defensiva, añadió—: La gente que tiene los libros y las revistas en América no lo quería porque él era demasiado honrado.
Andrew asintió con la cabeza; pero sabía distinguir una estupidez cuando la escuchaba. Lo que sucedía con las prostitutas era muy curioso. Se pasaban la vida desplumando a hombres con dinero y enamorándose de sinvergüenzas que estaban sin blanca.
—Muy bien. Háblame de ayer por la mañana, cuando se fue al mar.
Según Saroya, aquella mañana el estadounidense se despertó a las siete, como de costumbre. Ella le preparó el desayuno —té y una tostada, nunca comía mucho antes de bucear— y luego el hombre llenó un termo con té, puso el termo, la cámara y el equipo de buceo en un gran saco y, vestido sólo con el pantalón de baño, se fue con el saco a la playa.
—¿Había alquilado la casa de bwana Freeman? —Andrew conocía la casa. Saroya asintió—. Desde ella se ve el océano, ¿verdad?
—Sí. Yo estaba en el porche, mirando.
—¿Todo el tiempo? —Ella asintió—. ¿Qué viste?
Saroya se encogió de hombros. En la playa, el periodista extrajo del saco su equipo de buceo, se lo puso, se metió en el mar, y no volvió.
—¿Había alguien más nadando en el agua? —Ella movió negativamente la cabeza—. ¿Había barcos cerca? ¿O lejos, más allá de los arrecifes?
—No. —Lo miró fijamente—. Ya le he contado todo esto al otro polisi. —El sargento Oto llevaba la investigación.
—¿Le dijiste algo de bwana Harper o de las fotos?
—No, quería matar a ese cerdo yo misma. —Miró a Andrew con ojos llameantes—. Y lo habría hecho, si no es por ti.
—Olvidas que, cuando fuiste a matarlo, él no estaba. Ahora, dime. Te quedaste mirando el océano. ¿Cuándo comenzaste a preocuparte?
El estadounidense le había explicado que los depósitos de metal sólo contenían aire suficiente para una hora de buceo. Cuando, pasada una hora, él no reapareció, Saroya fue a decírselo al francés de al lado, que también era buceador. Él avisó a la policía y comenzó a buscar al hombre. Ella lo observó todo junto a la amiga inglesa del francés, una tal señora Johnson que, con típica y chirriante amabilidad británica, tanto más insufrible por ser sincera, había intentado consolarla.
Andrew preguntó a Saroya:
—¿Crees posible que el estadounidense se suicidase?
Ella alzó vivamente la cabeza.
—No. Éramos felices.
—Sin embargo, dices que no tenía dinero.
—Pero íbamos a tenerlo. Él me lo contó.
En aquel momento, un guardia gritó el nombre de Andrew. Lo llamaban por teléfono. Era el alguacil Kobari, desde la casa del estadounidense. Antes de que él llegase, alguien había forzado la caja de metal de debajo de la cama. Estaba vacía.
Tras enviar la unidad técnica a casa del estadounidense, Andrew salió a buscar al sargento Oto. Lo encontró bebiendo café especiado en un pequeño restaurante indio saturado de olor a curry que había junto a la comisaría.
Oto, un fornido kikuyu que llevaba veinte años en la policía, se había hartado mucho tiempo atrás de los wazungu —los europeos, incluidos los estadounidenses— todos los cuales, ésa era su firme convicción, estaban mal de la cabeza. Le encantó contarle a Andrew cuanto sabía que, en resumidas cuentas, no era nada; pero lo que sí tenía era una hipótesis respecto al por qué y el cómo de la desaparición del estadounidense.
—Era de la CIA —manifestó el policía kikuyu, con la soñolienta e implacable certeza de quien, dentro de poco, estará cobrando una pensión.
—¿De la CIA? —preguntó Andrew, desconcertado—. ¿Cómo lo sabes?
—Todos los periodistas estadounidenses son de la CIA —dijo Oto, y dio un sorbo de café.
—Ah —dijo Andrew, haciendo lo mismo. Y todos los kikuyu son idiotas.
—Simulan ser periodistas para poder tomar fotos de movimientos de tropas, y luego le envían las fotos a su presidente en Washington.
—Hace quince años que aquí no hay movimientos de tropas —señaló Andrew.
—Exacto —dijo Oto, moviendo afirmativamente su gran cabeza—. Y ahora, por las fotos, el presidente estadounidense sabrá que aquí todo está en calma, y no enviará una fuerza invasora. —Frunció el entrecejo—. ¿No te enseñaron eso en la universidad?
Andrew sonrió.
—Desdichadamente, no.
Oto gruñó:
—Bueno, pues así son las cosas. Y ayer, el periodista de la CIA fue nadando hasta un submarino que lo aguardaba y que lo llevará hasta Washington.
Para Andrew, aquél era el segundo submarino del día; quizás alguien debería avisar a la marina.
—¿Te importaría que hiciera algunas preguntas a las personas relacionadas con el caso? —preguntó Andrew— Trabajo en otro asunto que quizás esté relacionado con él.
—¿Lo de la puta del estadounidense? Ja. En ese caso sí que me gustaría trabajar. —Dio un sorbo de café y se encogió de hombros—. No, no me importa. Ahora el submarino del estadounidense ya está a mitad de camino de Washington. Pero, naturalmente, si averiguas algo distinto, el informe será mío.
—Naturalmente —dijo Andrew, que no había esperado otra cosa.
—Las botellas de aire y esa cámara fotográfica en concreto se hundirían hasta el fondo, desde luego —dijo el francés, Marcel Dirot—. De haber estado vacías, las botellas habrían flotado. Así están diseñadas.
Andrew y Dirot estaban sentados a una mesa, en el umbrío porche de detrás del bar del hotel Alladin. El alguacil Kobari estaba dentro, hablando de coches con el barman. A la izquierda, al otro lado de los pinos, Andrew veía (y oía)— a los turistas divirtiéndose en la gran piscina del hotel. Tenían el océano Indico a sólo veinte metros, y preferían chapotear en sus propios efluvios. Pasmoso.
—¿Y qué me dice de un cuerpo? —preguntó Andrew.
Dirot se encogió de hombros. Según la limitada experiencia de Andrew, los franceses siempre estaban encogiéndose de hombros.
—Dependería de la cantidad de agua que tuviese alojada en los pulmones. Con mucha, también se hundiría, pero más lentamente. Con menos, podría quedar suspendido en el agua, y lo arrastrarían las corrientes y las mareas.
Dirot dio un largo trago de su botella de cerveza Tusker. Era un hombre de unos cincuenta años, bajo, musculoso y de curtida tez casi marrón. Iba de blanco: camisa, pantalón corto, calcetines y zapatos. Llevaba quince años en el municipio. En los días en que la caza estaba permitida, fue cazador y guía de safaris. Ahora era propietario de un barco que alquilaba a los turistas para la pesca del pez espada. Le iba bastante bien y, en las raras ocasiones en que no tenía clientes pescadores, enseñaba posiciones de yoga —y también de otro tipo, según rumores— a las turistas. (A veces, a Andrew le daba la sensación de que todo el municipio estaba perpetuamente agazapado, como una gran bestia, al acecho de las turistas.)
—De lo que estamos hablando es de un cuerpo sin equipo de buceo —dijo Andrew.
—Sí, claro. Con las botellas puestas, y agua en los pulmones, el cuerpo se hundiría.
—O sea que si alguien hubiese matado a bwana Grover y no hubiera querido que descubrieran el cuerpo, lo mejor que podría haber hecho era soltarle las botellas, ¿no es así? —Las correas del arnés no estaban cortadas y se encontraban intactas en el cuarto—almacén de la comisaría. Antes de entrevistarse con el francés, Andrew había inspeccionado las botellas, la cámara y el termo. Este último se encontraba vacío; el equipo técnico había examinado su contenido y, probablemente, también se lo había bebido.
—Sí, claro —dijo Dirot, aburrido.
—¿Le explicó esto al sargento Oto?
Las facciones de Dirot se movieron: cejas y labios hacia abajo. Un encogimiento de hombros facial.
—Él no me lo preguntó.
Típico de Oto.
Andrew dijo:
—La aguja de la parte superior de las botellas indica que aún tienen dos tercios de su contenido. ¿Significa eso que bwana Grover únicamente los utilizó durante quince minutos?
—Si al principio estaban llenos, sí. Desde luego, no buceó más de quince minutos.
—¿Y cómo estaba la marea ayer por la mañana?
—Bajando. Si, como usted dice, alguien lo mató, su cuerpo fue arrastrado mar adentro, donde los tiburones darían buena cuenta de él.
—Ah, sí —dijo Andrew; se había olvidado de los tiburones. Miró de nuevo a los turistas que chapoteaban en la piscina. Quizás a fin de cuentas no fueran tan bobos. Se volvió hacia el francés—. ¿Vio usted a bwana Grover meterse en el mar?
Dirot movió afirmativamente la cabeza y dio un sorbo de cerveza.
—¿Dónde se encontraba usted?
—En el patio, con una amiga.
—¿No vio a nadie más en el agua? ¿Ningún barco?
—No.
—¿Se quedó allí hasta que Saroya fue a buscarlo?
—Sí, pero, como usted comprenderá, no estuve todo el rato pendiente del mar.
—Claro. —Sin duda, le habría estado dando lecciones de yoga a la buena de Mrs. Johnson—. ¿Sería posible que alguien hubiese esperado a bwana Grover con un cuchillo o con un lanzador de arpones?
—Si tenía suficiente aire, desde luego. El agua es poco profunda, y apenas hubiera necesitado tiempo de descompresión.
Andrew solicitó y recibió una explicación acerca del tiempo de descompresión.
—¿Quién estaba enterado de que bwana Grover bucearía allí ayer a aquella hora?
Dirot se encogió de hombros.
—Todo el mundo. Los domingos por la mañana siempre buceaba allí.
—¿Era el estadounidense buen buceador?
—Sólo bajé con él un par de veces. Era… —Dirot movió la mano de un lado a otro—… competente.
—He oído que en ocasiones a los buceadores les sucede que, por así decirlo, sufren una intoxicación y pierden el control.
Dirot asintió.
—Nitronarcosis.
—¿Pudo sucederle eso a bwana Grover?
—A él y a cualquiera; pero no allí. Las aguas no son lo bastante profundas.
Era una respuesta satisfactoria, que eliminaba una posibilidad que Andrew deseaba descartar.
—¿La cámara y las botellas se encontraron juntas?
—No. Primero encontré la cámara. Uno de los otros buceadores, Abdullah, encontró las botellas unos cincuenta metros más allá.
—Es extraño —dijo Andrew. Y luego—: ¿Abdullah?
—Abdullah Sellim. El hermano de Saroya.
Andrew quedó muy callado.
—¿Cómo funciona el tráfico de marfil? —preguntó Mary a Andrew. La mujer estaba junto a él en la cama, apoyada en un codo, mirándolo. El permanecía tumbado con las manos enlazadas tras la nuca. El pequeño dormitorio temblaba a la fluctuante luz de la vela que ardía sobre la mesilla de noche.
Andrew se encogió de hombros; era muy poco lo que él mismo sabía sobre el contrabando de marfil.
—En su mayor parte, está organizado. Según creo, aún hay algunos furtivos que venden colmillos a los mercaderes árabes de la costa. Llevan el marfil en barcas hasta los veleros. Pero el grueso del negocio está concienzudamente organizado. Los furtivos trabajan en equipo en las reservas naturales y reúnen el marfil en centros de almacenamiento que se cambian con frecuencia. Esconden el marfil entre productos agrícolas (maíz, café, mangle) y lo llevan en camión a la costa, donde lo embarcan en buques mercantes.
—¿Buques mercantes árabes?
—Eso creo.
—Entonces, Robert Harper está en buena posición para dedicarse a ello.
—En excelente posición. Vende productos agrícolas, tiene licencias de embarque, y conoce a los árabes.
—¿Y qué crees que vio el estadounidense en Gedi? ¿Una entrega de marfil en la que Robert Harper estaba implicado?
—No necesariamente en Gedi. En algún punto entre Gedi y el municipio. Pero sí, creo que así fue. Y lo fotografió. Y creo que intentó hacerle chantaje. De lo contrario, la desaparición de las fotos no tendría sentido.
—Pero ahora ya no estás seguro de que fuese Robert Harper quien mató al estadounidense.
Andrew negó torvamente con la cabeza.
—Ignoraba que Abdullah supiera utilizar el equipo de buceo. Si pensó que realmente Saroya iba a casarse con el estadounidense, pudo matarlo para evitar una reducción en sus ingresos. Tuvo tiempo de alejarse nadando, salir del agua sin ser visto, y volver a su casa antes de que el francés le pidiera ayuda para buscar el cuerpo.
Mary sonrió. Conocía a Andrew desde la escuela misionera.
—Únicamente sospechas de Abdullah porque es somalí.
Andrew hizo una mueca de desdén.
—Sospecho de todos los somalíes. Si creyese que Saroya sabe utilizar las botellas de aire, sospecharía de ella.
—¿Y por qué iba Saroya a matarlo? —Lo preguntó divertida.
—Los somalíes son sanguinarios. Y arteros.
Ella se echó a reír.
—¿Es ésa la famosa educación científica que recibiste en la universidad?
Él la miró. Después de dos hijos, el rostro de Mary seguía sin arrugas, y su figura seguía siendo la de una muchacha. Andrew sonrió.
—Te burlas de mí, mujer.
—Tú mismo has dicho que, por lo que el francés sabe, Abdullah no tiene botellas de aire propias. Utilizó las del francés en la busca. ¿Cómo iba a haber esperado al estadounidense bajo el agua?
—Según el francés, Robert Harper tampoco tiene botellas.
Mary bostezó; se estaba haciendo tarde.
—Decídete —dijo—. ¿Quién quieres que sea el culpable? ¿Robert Harper, porque te llamó «chico»? ¿O Abdullah, porque es somalí?
Andrew frunció el entrecejo.
—No logro imaginarme al propio Robert Harper esperando bajo el agua. Quizá compró unas botellas y contrató a Abdullah para que hiciese el trabajo. ¿Qué mejor asesino que uno que también desea ver muerta a la víctima?
Mary se echó para atrás y bostezó de nuevo.
—Yo creo que, a poco que te esfuerces, podrás implicar en este asunto a todos los que te son antipáticos.
Andrew sonrió.
—¿Incluso a ti?
Ella le devolvió la sonrisa, soñolienta.
—Quizá Robert Harper no contrató a nadie.
—¿Qué significa eso?
—Dices que no es estúpido. ¿No sería una estupidez meter a otro en el asunto, poniéndose en manos de Abdullah o de alguien de su catadura?
—Sí… quizás. ¿En qué estás pensando?
—En esa enfermedad que mencionaste, y que a veces sufren los buceadores. —Mary cerró los ojos—. Una especie de locura, ¿no es así?
—No es una enfermedad. Tiene que ver con el nitrógeno de las botellas. Y sólo se produce en aguas más profundas.
—Sí; pero tal vez haya alguna droga que cause la misma locura, u otra peor. Y quizá Robert Harper puso esa droga… —Bostezó.
—En las botellas —dijo Andrew, incorporándose de pronto.
—Al jefe ya se le ocurrió esa idea —dijo el sargento Oto, a quien, evidentemente, no se le había ocurrido y por tanto la consideraba muy poco verosímil. Estaba retrepado en su silla, con los pies sobre el escritorio, algo que jamás se hubiera atrevido a hacer de no estar el jefe en Nairobi—. Ayer hizo que la unidad técnica llenase unos globos con aire de las botellas, y los envió por avión al laboratorio de Mombasa.
—¿Y…? —preguntó Andrew.
—Y kapana kitu. —Nada—. Llamaron esta mañana. Los globos estaban llenos de aire.
—¿Sólo?
—Sólo.
—Ya —dijo Andrew, desinflado. Como un globo.
—Fue un submarino —dijo el sargento Oto.
—¿Qué pasó con el termo del estadounidense? ¿Encontraron algo en él?
—Nada. Sólo un poco de agua de mar.
Andrew asintió, dio media vuelta y comenzó a alejarse; pero se detuvo bruscamente y, frunciendo el entrecejo, se volvió hacia Oto.
—¿Agua de mar?
Andrew habló de nuevo con Saroya. Ella aseguró que el termo estaba lleno de té cuando el estadounidense salió para la playa. La somalí también le dijo, entre otras cosas, que ella nunca bebía té, y que a Grover le desagradaba tanto el hermano de ella, que le tenía prohibido entrar en su casa.
Andrew y el alguacil Kobari fueron en el Toyota hasta la casa alquilada del estadounidense. De modo nada sorprendente, en la lata que había contenido hojas de té no había kapana kitu.
Cuando pasaron por el municipio en su camino de regreso, Andrew dejó la lata en la comisaría. Él y Kobari siguieron hasta los muelles, donde Andrew preguntó a varias personas, incluido Sayyid Khan, que le alquiló al estadounidense la barca para ir hasta Gedi. Dejando el coche en el muelle, Andrew y Kobari recorrieron la avenida Uhuru, haciendo aún más preguntas; se pasaron por el hotel Roe, y Andrew habló con Mrs. Johnson, que no les facilitó nuevos datos. A Andrew sólo le quedaba un sitio al que acudir.
El encalado de la cabaña de Abraham Olege era opaco y grisáceo; el óxido del techo de hierro acanalado había rezumado por la pared, dejando en ella manchas como de sangre seca. Al acercarse Andrew a la sombría puerta, una flaca gallina salió del interior; sus amarillentos ojos le dirigieron una aviesa mirada, cloqueó reflexivamente y desapareció tras la cabaña.
En el umbral, Andrew se detuvo y preguntó:
—Hodi? —¿Se puede?
Desde las sombras, una voz replicó:
—Karibu. —Adelante.
Entró. La luz que se filtraba por los visillos de encaje de la única ventana revelaba un suelo de tierra, una mesa de madera, un pequeño fogón y su roja bombona de gas. Una pila. En la pared, una serie de desiguales estanterías de madera contenían centenares de botellas, grandes y pequeñas, llenas de hierbas, polvos, y extraños y turbios líquidos. Olía a repollo, a polvo, y a exóticas especias vagamente nauseabundas.
A la derecha, junto a las estanterías, colgaba una amarilla cortina de hule, tras la cual volvió a sonar la voz.
—Pasa, sargento Mbutu. Te esperaba.
Los magos, los hechiceros y, especialmente, los brujos gustaban de asombrar con alardes de adivinación y omnisciencia. Andrew, teóricamente inesperado, hubiera sentido mayor asombro de no haber visto antes al viejo mirándolos a él y a Kobari por entre los visillos.
Cruzó el cuarto, apartó el hule y pasó a la otra estancia. En ella, el olor a especias era más intenso. También olía a humo de cigarrillos y a sudor añejo. La única luz procedía de la vela situada en una mesita de madera. («Comedia», pensó desdeñosamente Andrew.) Había una pequeña silla desocupada. A la izquierda, un estrecho jergón sin sábanas sobre un oxidado camastro de hierro. En el jergón, con las piernas extendidas y la encorvada espalda contra la pared, estaba el anciano.
Y bien anciano. A Andrew le recordó a un viejo mono, pequeño, canoso y arrugado. Su enclenque pecho estaba desnudo, y las apergaminadas tetillas le caían sobre el sumido estómago. Llevaba unos sucios pantalones marrones de deshilachadas perneras. Sorprendentemente, calzaba zapatillas deportivas tipo estadounidense, nuevas, de color azul cobalto. Sujetaba entre los dedos un cigarrillo encendido y sobre una pierna tenía, presumiblemente para usarla como cenicero, una gran tapa de botella.
—Me honras, sargento —dijo el anciano, sonriendo como si la idea le divirtiese—, ¿Has venido para liberarme de la obligación que hacia ti contraje?
Andrew no conocía personalmente al viejo, pero como le había contado a Kobari (el cual, no obstante, prefirió esperar el fin de la entrevista en un café del final de la calle), un año atrás dejó libre al nieto del viejo pese a tener pruebas de que el muchacho formaba parte de un grupo que robaba en las tiendas locales.
Andrew asintió con la cabeza.
—Sí, m’zee. —M’zee era un término de respeto reservado a los ancianos que, en este caso, no se concedía de muy buena gana.
—Siéntate —dijo el viejo.
Andrew se sentó en silencio; la etiqueta exigía que no preguntase hasta ser preguntado.
—Veamos —dijo el anciano, pasando pensativamente los labios sobre las desdentadas encías. Inhaló profundamente de su cigarrillo, y fue exhalando el humo según hablaba. Cada palabra era una nubecita—. No has venido por la fiebre de garganta de tu hijo, que se curó la semana pasada. ¿Podría tratarse de tu esposa y sus molestos dolores de cabeza? —Torció la cabeza, mirando a Andrew con ojos escrutadores, luego inhaló del cigarrillo, exhaló y dispersó el humo ante sí—. No, no, soy un viejo estúpido. No ha vuelto a haber dolores de cabeza desde que el grueso doctor asiático le quitó el diente.
Muy a su pesar, Andrew se sintió impresionado. No por la omnisciencia de Olege —las habladurías del municipio habían hecho que la faringitis y los dolores de cabeza fueran del dominio público— sino por su memoria.
—Entonces, se trata de ti —dijo el anciano, inhalando—. ¿Has venido a hablar de tu fantasma?
—¿Mi fantasma? —preguntó Andrew.
El viejo abrió la boca en una casi convincente ficción de sorpresa.
—¿No lo sabías? Vaya… —Aplastó el cigarrillo en la tapa—. Sí, sargento, te lo aseguro; sobre el hombro llevas un fantasma, un fantasma lleno de sabiduría. Te acompaña desde hace tiempo, y quizás incluso te haya ayudado de cuando en cuando. —Se echó hacia delante y le dirigió una sonrisa de complicidad—. Ya sabes cómo son esos fantasmas. Les encanta hinchar el globo de nuestro orgullo; pero aún más les gusta pincharlo. ¡Pum! —Rió, encantado con los efectos sonoros—, ¡Pum!, ¿eh? Y tu fantasma… sí, se frota las manos y ríe como un chacal. Me temo que muy pronto causará una gran catástrofe para ti. —Bajó la voz—. Tuya será la culpa, no la sangre.
Bonita actuación, pero Andrew no picaba.
—No, m’zee, no he venido por ningún fantasma.
—¿No? —Frunciendo hoscamente el entrecejo, el viejo cogió una cajetilla del jergón, sacó un cigarrillo y lo prendió con un encendedor desechable de plástico—. ¿Por qué no te limitaste a darle a mi nieto con un ladrillo en la frente y echarlo al río? Es una bestezuela que no hace más que lloriquear y quejarse. Debieron ahogarlo el día que nació, ya entonces se lo advertí a su padre. —Suspiró—. Bien, ¿qué es lo que quieres?
—Como indudablemente sabe usted, m’zee, hace dos días desapareció un europeo mientras buceaba… —Andrew explicó lo de las botellas de aire, el té, el termo—. Lo que quiero saber es esto: ¿hay alguna droga o hierba capaz de hacer reaccionar a un hombre de modo tan extraño, impulsándolo a desprenderse de lo que lo mantiene con vida?
El arrugado rostro del viejo asumió una expresión de sorprendida inocencia.
—Sargento, sólo soy un pobre brujo. ¿Cómo puedo saber algo tan peligroso?
Andrew asintió con la cabeza.
—Normalmente, m’zee, no se me ocurriría hacerle esa pregunta a alguien como usted. Comprendo lo mucho que debe desagradarle a un hombre de su alta categoría la simple mención de semejante asunto…
Con una satisfecha sonrisa, el viejo indicó a Andrew que continuase. Aspiró de su cigarrillo y se echó para atrás, poniendo sus zapatillas de deporte una sobre otra.
Andrew dijo:
—Se me ocurrió que, dada su reconocida reverencia hacia la ley… —también Andrew comenzaba a divertirse—… podría usted, por un breve momento, repasar sus inmensos conocimientos para ver si recuerda alguna sustancia capaz de producir los efectos que he descrito.
—Sí, sí —dijo el viejo, encantado—. Creo que te entiendo. Lo que deseas es que pasee por la Tierra del Quizá, ¿no es así?
Andrew movió afirmativamente la cabeza.
—Sus palabras expresan mis pensamientos con toda exactitud, m’zee.
—Ah, sargento —dijo el anciano—, tu listo fantasma salta de uno a otro de tus hombros. —Rió cascadamente—. Pero sí, claro que sí. Me hará muy feliz ayudar a la policía, a la que tanto respeto, dando contigo ese paseo.
El brujo se echó para atrás, aspiró una bocanada de su cigarrillo, y perdió la mirada en el techo. Andrew quedó a la espera. En el exterior, una motocicleta pasó ante la cabaña.
Al fin, sin bajar la mirada, el viejo habló:
—¿Sabes, sargento? Según damos juntos este paseo, voy advirtiendo que los villanos que prepararon tan nocivas sustancias pueden, a fin de cuentas, no ser tan villanos. Supón que las gallinas de un hombre han muerto a causa del maleficio lanzado por un enemigo, un maleficio contra el que no hay antídoto. ¿No crees que la persona que facilitó los medios de la venganza (esas sustancias) podría ser, simplemente, un hombre compasivo?
—Difícil cuestión moral plantea usted —dijo Andrew, midiendo sus palabras—. Pero… ¿qué sustancia en particular prepararía ese hombre compasivo para alguien que nadase bajo el agua?
El viejo miró a Andrew y sonrió.
—Datura.
Andrew había oído hablar de ella —todos los niños del municipio estaban advertidos contra la blanca flor del árbol espino— pero sólo como de un veneno mortal.
—¿Por qué datura?
—Mi recuerdo de tan malignos asuntos es, naturalmente, remoto, pero me viene a la memoria que las semillas de la flor, adecuadamente preparadas, secas y machacadas, sólo dan un ligero sabor al agua.
—¿En el té no se advertiría?
—No.
—¿Cuáles son los efectos?
—En grandes cantidades, la muerte segura. Pero antes de ello, y también si se toma en cantidades menores, visiones muy fuertes, muy claras, muy terribles.
—¿Cuánto tardan en producirse las visiones?
—Media hora, cuarenta minutos.
—¿Y son terribles hasta el extremo de hacer que un buceador se quite las botellas de aire?
El viejo replicó:
—Imagina, sargento, que te miras el cuerpo y descubres que está cubierto de serpientes. Largas mambas negras y gruesas cobras enroscadas en torno a tu estómago. Gritas, tiras de ellas, intentas arrancártelas. —El anciano se encogió de hombros—. Naturalmente, en el mundo real estás desgarrando tus ropas, tu piel y, finalmente, tu propia carne.
—¿Ocurre eso invariablemente? ¿Siempre son serpientes?
—Las serpientes son comunes. Pero siempre produce las visiones más temidas por la mente.
Andrew pensó en el estadounidense, en el terror del hombre bajo el agua. ¿Con qué inexorables bestias habría luchado allá abajo, atrapado en los horrores, autogenerados, auto— destructores, de su propio cerebro?
—¿Qué me dice de las drogas modernas? —preguntó al viejo—. Las que usan los hippies. ¿Serían igualmente eficaces?
—Bah, simples juguetes. Sólo la datura es infalible.
—¿Sabría un africano prepararla?
—Quizá. Tengo entendido que los somalíes a veces la usan para destruir a sus enemigos.
—¿Qué me dice de los europeos?
—¡Ja! ¡Los wazunga! Les encantan las historias de datura. Vienen a mí a preguntarme por las hierbas (doctores en medicina que quieren aprender los viejos métodos), y siempre me preguntan por la datura. Este invierno, el último doctor me leyó lo que decía un libro que había encontrado en la biblioteca británica del municipio. ¿Era cierta tal cosa? ¿Era cierta tal otra? Adoran la datura.
—¿Ha venido recientemente algún europeo a preguntarle por ella?
El viejo se limitó a mirarlo.
—Sólo quiero una sencilla respuesta —dijo Andrew—. Sí, o no.
Y si es sí, el nombre. Y la deuda de su familia estará pagada.
—No —dijo el viejo—. Nadie.
—¿Palabra?
—Palabra.
Andrew asintió con la cabeza.
Una hora más tarde, tras hacer unas cuantas indagaciones más en el municipio, Andrew se sentó en el aparcado Toyota junto al alguacil Kobari.
—Sé quién lo hizo —dijo Andrew, frustrado—. Sé cómo lo hizo, y sé por qué. Pero no puedo probar nada.
Kobari se encogió de hombros.
—¿Por qué no hace como los estadounidenses? —Se refería a los estadounidenses de las películas estadounidenses de detectives.
—¿Qué?
Kobari se lo dijo.
Andrew tenía dudas, pero como Kobari indicó, el sargento Oto presentaría su informe aquel día y, en menos de una semana, la encuesta se traduciría en un veredicto de probable muerte accidental. Lo cual sería una admisión oficial de impotencia. Y un asesinato quedaría impune.
Aquella tarde, en el pequeño despacho del jefe estaban presentes Saroya, desmadejada e indiferente; su hermano Abdullah; el sargento Oto y el alguacil Kobari; y, sentados un poco aparte de los demás, Robert Harper; su abogado, Anthony Corbett-Smith; y Marcel Dirot. Los europeos hablaban entre ellos, los africanos permanecían en silencio.
—Les agradezco que hayan venido —dijo Andrew—. Los he convocado para resolver ciertas dudas respecto a la desaparición de Martin Grover, el periodista estadounidense. —Carraspeó—. Según Saroya, que llevaba varias semanas viviendo con él, bwana Grover hizo ciertas fotos dos días antes de su desaparición. Las hizo, o bien en Gedi, o en algún punto entre Gedi y el municipio.
Andrew se sentía absurdamente pomposo, y no acababa de saber qué hacer con las manos. Para ocuparlas, cogió el abrecartas del jefe.
—Saroya afirma que esas fotos mostraban una transacción ilícita en marfil. —Se golpeó ligeramente la palma izquierda con el abrecartas—. Pero bwana Grover, según ella, nunca le dijo quién aparecía en las fotos. Y, desdichadamente, las fotos, lo mismo que bwana Grover, han desaparecido. Alguien, aparentemente, se las llevó de casa de bwana Grover.
Pop, pop, pop, hizo el abrecartas.
—Ahora bien —siguió Andrew—, el lunes en que bwana Grover desapareció…
Hizo un breve resumen de lo sucedido aquella mañana: el desayuno del estadounidense con Saroya, el té en el termo, la inmersión con las botellas de aire, la preocupación de Saroya, la búsqueda…
—Volvamos al termo de bwana Grover —dijo Andrew—, Cuando nuestra unidad técnica lo examinó, no encontró en él ni rastro de té, sólo restos de agua de mar. Sin embargo el termo, según Saroya, estaba lleno cuando bwana Grover se metió en el agua. Aparentemente, alguien lo vació y lo enjuagó en el mar. La misma persona, al parecer, quitó las hojas de la lata de té de casa de bwana Grover. ¿Por qué? Quizá porque, anteriormente, esa persona había puesto en el té una sustancia que haría que bwana Grover se volviese loco mientras buceaba. Discutiremos sobre esa sustancia en unos momentos.
¿Estaba haciéndolo correctamente? La idea, según Kobari le había explicado, era aplicar presión, hacer que la tensión subiera, hasta que la situación estuviese madura, y entonces, súbita y dramáticamente, enfrentar al culpable con la prueba más acusatoria. Según Kobari, era una técnica infalible.
Andrew miró en torno.
—Pero… ¿quién pudo poner tal sustancia en el té? ¿Acaso bwana Harper?
Harper se limitó a sonreír; Corbett—Smith, sin embargo, dirigió una gélida mirada a Andrew y dijo:
—Oiga, un momento…
Andrew alzó una mano.
—Le aseguro que se trata de una simple pregunta retórica, bwana. Porque, aunque bwana Harper hubiese envenenado el té, todos sabemos que no se encontraba presente durante la búsqueda de bwana Grover, que fue cuando debieron de limpiar el termo. Así que, ¿cómo podría haberlo hecho él?
Andrew dejó el abrecartas y se metió las manos en los bolsillos.
—Pero ¿qué hay de Abdullah, el hermano de Saroya? ¿Se habría enterado de que Saroya pensaba casarse con el estadounidense? ¿Se sintió amenazado y decidió acabar con la amenaza?
Abdullah sonrió desdeñosamente.
—Es posible. Pero, según Saroya, bwana Grover le prohibió a Abdullah que entrara en su casa. Abdullah podía saber que bwana Grover nadaría en aquella playa el domingo, pero no que siempre bebía té antes de bucear. No sabía nada de las costumbres domésticas del estadounidense.
Andrew comenzó a pasear por el despacho. Iba tomando confianza, y casi disfrutaba con aquello; entendía que los políticos se hicieran adictos a la atención pública. Continuó:
—¿Y qué hay de la propia Saroya?
Saroya alzó la cabeza y lo miró opacamente.
—¿Podría bwana Grover haber querido terminar con la relación? ¿Y podría Saroya haber decidido matarlo? Ella es la única que afirma que las fotos supuestamente desaparecidas existían realmente. ¿Podría tratarse de una invención para desviar de ella las sospechas?
Saroya estaba ceñuda.
Andrew movió negativamente la cabeza.
—No. Creo que no. Durante toda la búsqueda de bwana Grover, Saroya estuvo con una turista inglesa, Mrs. Johnson. Y tanto Mrs. Johnson como bwana Dirot han declarado que Saroya no estuvo en la playa antes de la busca. No habría tenido oportunidad de enjuagar el termo. Y es indiscutible que el termo fue enjuagado: mal hubiera podido llevárselo bwana Grover a la playa si sólo hubiese contenido agua de mar.
»No. Suponiendo que la persona que puso el veneno en el té fuera la misma que luego enjuagó el termo, sólo es posible llegar a una conclusión. —Se volvió—. Quien lo hizo fue usted, bwana Dirot.
—¿Cómo? —preguntó Dirot, con un respingo.
—Usted, habiendo buceado con él, sabía que los domingos, antes de nadar, bwana Grover tomaba té. Y vivía usted al lado; le habría sido facilísimo envenenar la lata de té y quitar luego las hojas restantes.
—Ridículo —rió el francés.
—Usted era cazador hasta que se prohibió la caza. Conoce a la gente del interior, a los que ahora son cazadores furtivos de elefantes. Muchos de ellos trabajaron para usted, como porteadores y guías. Y puede que, ya entonces, como contrabandistas. Sospecho que lleva usted bastante tiempo metido en ese negocio.
—Eso es absurdo —dijo Dirot. Como buscando apoyo a sus palabras, miró a Harper y Corbett—Smith.
Andrew siguió:
—El viernes pasado, cuando bwana Grover fue a Gedi, usted subió en su barco una hora antes de que bwana Grover lo hiciera en el suyo. El de usted y el de él fueron los únicos barcos que zarparon tan temprano.
—Yo tenía clientes.
—No —dijo Andrew, exteriormente calmado e interiormente excitado: la primera mentira—. No los tenía. Sayyid Khan lo vio partir. Usted estaba solo en la barca. Tomó dirección sur, hacia Gedi. En algún punto de la travesía, transportó un cargamento de marfil a un velero que lo esperaba frente a la costa. Martin Grover fotografió la transacción. Intentó hacerle chantaje, y usted lo mató.
—Mentira —dijo Dirot—. Juro que es mentira.
—¿Ha oído usted hablar de la datura, bwana Dirot?
—¿Datura? —Dirot frunció el entrecejo de modo nada convincente. La excitación de Andrew iba en aumento.
—La flor, bwana Dirot. El veneno.
—… No.
—¿No sabe usted nada de esas cosas?
—No.
—¿Ni siente el menor interés por ellas?
—No.
Andrew notó que la sensación de triunfo lo inundaba.
—Entonces, ¿por qué el sábado, el día antes de que bwana Grover fuera asesinado, estaba usted en la biblioteca británica, leyendo un libro sobre venenos africanos?
Dirot, cuya respiración se había hecho pesada, no respondió.
—La bibliotecaria, Mrs. Redda, lo vio a usted, bwana Dirot. —Andrew se dio la vuelta, apartó un periódico que había en el escritorio del jefe, y cogió el libro que allí había debajo—. Leyendo este libro, bwana Dirot.
Dirot encajó las mandíbulas y frunció los párpados.
—Nada —dijo—. No diré nada más.
El alguacil Kobari se lanzó hacia ella cuando la mujer pasó frente a él. Andrew también intentó detenerla. Pero ninguno de los dos tuvo éxito. Saroya cogió el abrecartas del escritorio y, sujetándolo con ambas manos, se lanzó contra Dirot y se lo clavó en el corazón.
Un asesinato en su mismísima oficina, delante de tres de sus alguaciles; al día siguiente, cuando volviera, el jefe se pondría furioso. Afortunadamente, la unidad técnica, al registrar la casa de Dirot, había descubierto semillas de datura y las fotos. Fue una estupidez conservarlas; pero ¿quién sabía por qué los europeos hacían lo que hacían? Para Andrew, sin duda alguna, fue todo un golpe de suerte.
En la cama junto a Mary, pensó en la suerte y el destino. Indudablemente, Dirot consideró una suerte que el estadounidense se quitara las botellas de aire: sin cuerpo no habría autopsia. Estaba claro que Dirot no pudo prever aquello. Pero si el hombre hubiera conservado las botellas, si el cuerpo se hubiese encontrado, ¿existiría en aquellos momentos una autopsia hecha por el doctor Murmajee, que actuaba ocasionalmente como patólogo, revelando la presencia de datura? Conociendo a Murmajee, probablemente, no. Y, probablemente, Saroya nunca hubiese acusado a Robert Harper de contratar a un brujo. Y, probablemente, Andrew no se hubiera visto envuelto en el asunto.
Al parecer, a Robert Harper la suerte no lo había abandonado. En el fondo, era un hombre muy desagradable; muy probablemente, también era contrabandista de marfil, y sin embargo, seguía siendo intocable. Quizás en el futuro…
Y Saroya. No la colgarían; los jurados africanos comprendían muy bien la pasión, la venganza. Pero era somalí, y a los jueces les gustaba dar ejemplo con ellos, para que los demás somalíes escarmentaran. Podían pasar años antes de que la mujer volviese a ver la luz del sol. Ahorcarla habría sido más piadoso.
Un simple abrecartas. ¿Quién iba a pensarlo?
A su izquierda, Mary se rebulló. Las sábanas susurraron. La mujer le puso el brazo sobre el pecho.
—La culpa no es tuya, Andrew.
Fue en aquel momento cuando Andrew, por primera vez, se acordó de las palabras del brujo.
«Tuya será la culpa, no la sangre.»
—Sí —dijo—. Claro que es mía.